7

El día al aire libre le había provocado sueño, por lo que, poco después de cenar, Lizzie anunció que se iba a la cama. Robert había salido un momento y Jay se levantó galantemente para acompañarla al piso de arriba con una vela en la mano. Mientras subían por la escalera de piedra, el joven le dijo en voz baja:

—La acompañaré a la mina, si quiere.

La somnolencia de Lizzie se desvaneció de golpe.

—¿Habla en serio?

—Por supuesto que sí. Yo no digo nada si no hablo en serio. —Jay la miró sonriendo—. ¿Se atreverá a bajar?

—¡Sí! —contestó Lizzie con entusiasmo. Aquel hombre le gustaba—. ¿Cuándo podremos ir? —preguntó.

—Esta noche. Los picadores empiezan a trabajar a medianoche y los cargadores aproximadamente una hora más tarde.

—¿De veras? —Lizzie parecía perpleja—. ¿Por qué trabajan de noche?

—Trabajan también durante todo el día. Los cargadores terminan al atardecer.

—¡Pero eso significa que apenas tienen tiempo para dormir!

—De esta manera, no se meten en jaleos.

Lizzie se sintió una estúpida.

—Me he pasado casi toda la vida en el valle de al lado y no tenía ni idea de que trabajaran tantas horas.

Se preguntó si sería cierto lo que había dicho McAsh y si su visita a la mina la haría cambiar totalmente de parecer con respecto a los mineros del carbón.

—Procure estar lista a medianoche —le dijo Jay—. Tendrá que volver a vestirse de hombre… ¿conserva todavía aquellas prendas?

—Sí.

—Salga por la puerta de la cocina, yo me encargaré de que esté abierta, y reúnase conmigo en el patio de las cuadras. Ensillaré un par de caballos.

—¡Qué emocionante! —exclamó Lizzie. Jay le entregó la vela—. Hasta la medianoche —le dijo en un susurro.

Lizzie se dirigió a su dormitorio. Había observado que Jay volvía a estar contento. Aquel día había mantenido otra discusión con su padre en la montaña. Nadie había visto exactamente qué había ocurrido, pues todos estaban concentrados en los ciervos, pero Jay falló el tiro y sir George palideció de rabia. La pelea, cualquiera que hubiera sido la causa, había terminado sin mayores consecuencias en medio de la emoción del momento. Lizzie había matado limpiamente su pieza. Robert y Henry habían malherido las suyas. La de Robert había recorrido unos cuantos metros, se había desplomado y Robert la había rematado de un disparo, pero la de Henry había escapado y los perros la habían perseguido y abatido tras haberla acorralado.

Sin embargo, todos sabían que había ocurrido algo y Jay se había pasado el resto del día muy apagado… hasta aquel momento en que había vuelto a animarse como por arte de ensalmo.

Lizzie se quitó el vestido, las enaguas y los zapatos, se envolvió en la manta y se sentó delante de la chimenea encendida. Jay era muy divertido, pensó. Parecía tan aficionado a la aventura como ella y, además, era muy guapo: alto, bien vestido y atlético, con una preciosa mata de ondulado cabello rubio. Estaba deseando que llegara la medianoche.

Llamaron a la puerta y entró su madre. Lizzie experimentó una punzada de remordimiento. «Espero que no pretenda mantener una conversación conmigo», pensó con inquietud. Pero no eran todavía las once y tenía tiempo de sobra.

Su madre llevaba una capa, tal como hacían todos para ir de una habitación a otra a través de los fríos corredores del castillo de Jamisson. Se la quitó. Debajo llevaba una manteleta sobre el camisón. Soltó el cabello y empezó a cepillárselo.

Lizzie cerró los ojos y se tranquilizó. Aquel gesto siempre la devolvía a su infancia.

—Tienes que prometerme que no volverás a vestirte de hombre —le dijo su madre. Lizzie se sobresaltó. Cualquiera hubiera dicho que lady Hallim la había oído hablar con Jay. Tendría que andarse con cuidado. Su madre tenía la rara habilidad de adivinar cuándo estaba tramando algo—. Ahora ya eres demasiado mayor para estos juegos —añadió lady Hallim.

—¡A sir George le hizo mucha gracia! —replicó Lizzie.

—Es posible, pero ésa no es manera de encontrar marido.

—Creo que Robert me quiere.

—Sí… ¡pero tienes que darle la oportunidad de que te corteje! Ayer al ir a la iglesia te fuiste con Jay y dejaste rezagado a Robert. Y esta noche te has retirado en el momento en que él no se encontraba en el salón y, de este modo, no le has dado la ocasión de acompañarte arriba.

Lizzie estudió a su madre a través del espejo. Los conocidos rasgos de su rostro denotaban un carácter decidido. Lizzie quería mucho a su madre y hubiera deseado complacerla, pero no quería ser la hija que a ella le gustaba. Eso iba en contra de su naturaleza.

—Perdóname, madre —le dijo—, pero es que yo no pienso en estas cosas.

—¿Te gusta… Robert?

—Lo aceptaría si estuviera desesperada.

Lady Hallim dejó el cepillo y se sentó frente a ella.

—Estamos desesperadas, querida.

—Pero siempre hemos andado escasas de dinero, desde que yo recuerdo.

—Muy cierto, y yo me las he arreglado pidiendo préstamos, hipotecando nuestras tierras y viviendo casi siempre aquí arriba, donde podemos comer la carne de nuestros propios venados y llevar la ropa agujereada.

Lizzie experimentó una nueva punzada de remordimiento. Cuando su madre gastaba dinero, casi siempre lo hacía por ella, no para sí misma.

—Podemos seguir viviendo de la misma manera. A mí me da igual que sea la cocinera la que sirva la mesa y no me importa compartir una doncella contigo. Me gusta vivir aquí… prefiero pasarme la vida paseando por High Glen que yendo de compras por Bond Street.

—Pero los préstamos tienen un límite ¿sabes? ya no nos los quieren conceder.

—Pues entonces viviremos de las rentas de los aparceros. Dejaremos de viajar a Londres y no asistiremos a los bailes de Edimburgo. Y sólo invitaremos a comer a casa al pastor. Viviremos como monjas y no veremos a nadie desde un fin de año al siguiente.

—Me temo que ni eso tan siquiera podremos hacer. Amenazan con quitarnos Hallim House y la finca.

Lizzie miró a su madre, escandalizada.

—¡No pueden!

—Pues claro que pueden… en eso precisamente consiste una hipoteca.

—¿Quiénes son?

Lady Hallim estaba un poco confusa.

—Bueno, el abogado de tu padre es el que me consiguió los préstamos, pero no sé exactamente de dónde salía el dinero, aunque eso no importa. Lo importante es que el prestador quiere recuperar el dinero… en caso contrario, ejecutará la hipoteca.

—Madre… ¿estás diciendo en serio que vamos a perder nuestra casa?

—No, querida… eso no ocurrirá si te casas con Robert.

—Comprendo —dijo solemnemente Lizzie.

El reloj del patio de las cuadras dio las once. Su madre se levantó y la besó.

—Buenas noches, querida. Que descanses.

—Buenas noches, madre.

Lizzie contempló el fuego de la chimenea con expresión pensativa. Sabía desde hacía años que su destino era el de salvar la fortuna de la familia, casándose con un hombre rico y Robert le parecía tan bueno como cualquier otro. No lo había pensado en serio hasta entonces, pues, por regla general, no solía pensar en las cosas por adelantado… prefería dejarlo todo para el último momento, una costumbre que sacaba a su madre de quicio. De repente, la perspectiva de casarse la aterrorizó y le hizo experimentar una especie de repugnancia física, como si acabara de tragarse una cosa podrida.

Pero ¿qué podía hacer? ¡No podía permitir que los acreedores de su madre las echaran de casa! ¿Qué hubieran hecho? ¿Adónde hubieran ido? ¿Cómo se hubieran podido ganar la vida? Sintió un estremecimiento de temor mientras se imaginaba a sí misma y a su madre en una fría habitación alquilada de una mísera casa de vecindad de Edimburgo, escribiendo cartas de súplica a sus parientes lejanos y ganándose unos cuantos peniques con labores de costura. Mejor casarse con el aburrido Robert. Siempre que se proponía hacer algo desagradable pero necesario como, por ejemplo, pegarle un tiro a un viejo perro enfermo o ir a comprar tela para unas enaguas, cambiaba de idea y se escabullía de la obligación.

Se recogió el cabello y se puso el disfraz de la víspera: pantalones, botas de montar, una camisa de hilo, un gabán y un tricornio que se ajustó a la cabeza con un alfiler de sombrero. Se oscureció las mejillas con un poco de hollín de la chimenea, pero decidió prescindir de la ensortijada peluca. Se puso unos guantes de piel para abrigarse las manos, pero también para ocultar la delicadeza de su piel y se envolvió en una manta a cuadros escoceses para que sus hombros parecieran más anchos.

Cuando oyó dar las doce, tomó la vela y bajó.

Se preguntó con inquietud si Jay cumpliría su palabra. Podía haber ocurrido algún contratiempo o él podía haberse quedado dormido durante la espera. ¡Qué decepción sufriría! Encontró la puerta de la cocina abierta, tal como él le había prometido y, al salir al patio de las cuadras, lo vio con dos jacas a las que estaba hablando en murmullos para que se estuvieran quietas. Lizzie experimentó una oleada de placer cuando él la miró sonriendo bajo la luz de la luna. Sin decir nada, Jay le entregó las riendas de la jaca más pequeña, encabezó la marcha y salió por el sendero de atrás en lugar de hacerlo por la calzada anterior a la que daban las ventanas de los dormitorios principales del castillo.

Cuando llegaron al camino, Jay retiró el lienzo que cubría la linterna. Montaron en las jacas y se alejaron al trote.

—Temía que no viniera —dijo Jay.

—Pues yo temía que usted se quedara dormido esperando —contestó ella.

Ambos se echaron a reír.

Subieron por la ladera del valle hacia los pozos de la mina.

—¿Ha tenido otra pelea con su padre esta tarde? —preguntó Lizzie sin andarse por las ramas.

—Sí —contestó Jay sin entrar en detalles.

Pero la curiosidad de Lizzie no necesitaba que la espolearan.

—¿Sobre qué?

Aunque no podía verle el rostro la joven comprendió que a Jay no le gustaban sus preguntas. Aun así le contestó.

—Por lo mismo de siempre, por desgracia… mi hermano Robert.

—Creo que le tratan a usted muy mal, si le sirve de consuelo que se lo diga.

—Me sirve… y se lo agradezco —dijo Jay, un poco más tranquilo.

La emoción y la curiosidad de Lizzie iban en aumento a medida que se acercaban al pozo. Empezó a preguntarse cómo sería la mina y por qué razón McAsh había dado a entender que era una especie de agujero infernal. ¿Haría un calor horrible o un frío espantoso? ¿Se gritarían los hombres los unos a los otros y se pelearían como gatos monteses enjaulados? ¿El pozo sería un lugar maloliente e infestado de ratones o más bien silencioso y espectral? Empezó a preocuparse. «Pero cualquier cosa que ocurra —pensó—, sabré como es… y McAsh ya no podrá seguir burlándose de mi ignorancia».

Al cabo de media hora, pasaron por delante de una pequeña montaña de carbón destinado a la venta.

—¿Quién anda ahí? —ladró una voz.

Un guardabosque con un galgo sujeto por una correa entró en el círculo de la luz de la linterna de Jay. Tradicionalmente, los guardabosques vigilaban a los venados y trataban de atrapar a los cazadores furtivos, pero ahora muchos de ellos se utilizaban para imponer disciplina en los pozos y evitar los robos de carbón.

Jay levantó la linterna para mostrarle su rostro.

—Perdóneme, señor Jamisson —dijo el guardabosque.

Siguieron adelante. El pozo propiamente dicho estaba indicado sólo por un caballo que trotaba en círculo, haciendo girar un tambor. Al acercarse un poco más, Lizzie vio que alrededor del tambor se enrollaba una cuerda con la que se sacaban cubos de agua del pozo.

—Siempre hay agua en una mina —explicó Jay—. Rezuma de la tierra.

Los viejos cubos de madera tenían filtraciones y convertían el terreno que rodeaba la boca de la mina en una traidora mezcla de barro y hielo.

Ataron los caballos y se acercaron a la boca de la mina. Era una abertura cuadrada de unos dos metros en la cual una empinada escalera de madera descendía en zigzag. Lizzie no podía ver el fondo.

No había barandilla.

Lizzie experimentó un momento de pánico.

—¿Es muy hondo? —preguntó con trémula voz.

—Si no recuerdo mal, el pozo tiene sesenta metros de profundidad —contestó Jay.

Lizzie tragó saliva. Si se negara a bajar, puede que sir George y Robert se enteraran y le dijeran: «Ya le advertimos de que no era un lugar apropiado para una dama».

Y ella no podría soportarlo… prefería bajar por una escalera de sesenta metros sin barandilla.

—¿A qué esperamos? —dijo, rechinando los dientes.

Si Jay intuyó su temor, no hizo ningún comentario. Empezó a bajar iluminando los peldaños y ella le siguió, muerta de miedo. Sin embargo, cuando ya habían bajado unos cuantos peldaños, el joven le dijo:

—¿Por qué no apoya las manos en mis hombros para ir más segura?

Lizzie así lo hizo, dándole silenciosamente las gracias.

Mientras bajaban, los cubos llenos que subían por el centro del pozo chocaban con los vacíos que bajaban y salpicaban a menudo a Lizzie con el agua helada. La joven se imaginó resbalando por los peldaños, cayendo al pozo y haciendo volcar docenas de cubos antes de llegar al fondo y morir en el acto.

Al poco rato, Jay se detuvo para que descansara un momento. Lizzie se consideraba una persona activa y en plena forma, pero las piernas le dolían y respiraba afanosamente. Para que Jay no se diera cuenta de que estaba cansada, inició una conversación.

—¡Veo que usted sabe mucho sobre las minas… de dónde sale el agua, la profundidad de los pozos y todas esas cosas!

—El carbón es un tema constante de conversación en mi familia… de ahí sale casi todo nuestro dinero. Pero es que, además, hace unos seis años me pasé un verano con el capataz Harry Ratchett. Mi madre quiso que lo aprendiera todo sobre este negocio, en la esperanza de que algún día mi padre me encomendara su dirección. Una esperanza vana.

Lizzie se compadeció de él.

Reanudaron el descenso. Al cabo de unos minutos, la escalera terminó en una plataforma que daba acceso a dos galerías. Por debajo del nivel de las galerías, el pozo estaba lleno de agua que se achicaba por medio de los cubos, pero los desagües de las galerías lo volvían a llenar constantemente. Lizzie contempló la oscuridad de las galerías con una mezcla de curiosidad y temor.

Desde la plataforma, Jay se adentró en una galería, se volvió, le dio la mano a Lizzie y le apretó la suya con firmeza. En el momento en que ella entraba en la galería, se acercó su mano a los labios y se la besó. Lizzie le agradeció aquella pequeña muestra de galantería.

Jay siguió avanzando sin soltarle la mano. Lizzie no supo cómo interpretarlo, pero no tenía tiempo para detenerse a pensar. Necesitaba concentrarse en sus pies, los cuales se hundían en una gruesa capa de polvo de carbón que también se aspiraba en el aire. El techo era tan bajo en determinados lugares que se veía obligada a caminar con la cabeza agachada casi todo el rato. Comprendió que tenía una noche muy desagradable por delante.

Trató de no pensar en las molestias. A ambos lados, unas velas parpadeaban en los huecos abiertos entre unas anchas columnas que le hicieron recordar una ceremonia nocturna en una gran catedral.

—Cada minero trabaja una sección de tres metros y medio de pared de carbón llamada «cuarto». Entre un cuarto y otro, dejan una columna de carbón de unos dieciséis metros cuadrados para sostener el techo.

Lizzie se percató de repente de que, por encima de su cabeza, había más de sesenta metros de tierra y roca que podían caer sobre ella en caso de que los mineros no hubieran hecho bien su trabajo. Tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el miedo. Apretó involuntariamente la mano de Jay y éste le devolvió el apretón. A partir de aquel momento, fue plenamente consciente de que ambos iban tomados de la mano y descubrió que la sensación le gustaba.

Los primeros cuartos por los que pasaron estaban vacíos, pero, al cabo de un rato, Jay se detuvo en un cuarto donde un hombre estaba picando. Para asombro de Lizzie, el minero no se encontraba de pie sino tendido de lado, golpeando la pared de carbón a ras del suelo.

Una vela en un soporte de madera cerca de su cabeza arrojaba una inconstante luz sobre su trabajo. A pesar de la incómoda posición en que se encontraba, el hombre golpeaba poderosamente la pared con el pico. A cada golpe que daba, la punta se clavaba en la pared de carbón y arrancaba trozos, abriendo un hueco de entre sesenta y noventa centímetros de profundidad a todo lo ancho del cuarto. Lizzie se horrorizó al ver que el hombre estaba tendido sobre el agua que rezumaba de la pared de carbón hacia el suelo del cuarto e iba a parar a la zanja que discurría por la galería. Introdujo los dedos en la zanja. El agua estaba helada y le provocó un estremecimiento de frío. Sin embargo, el minero se había quitado la chaqueta y la camisa, llevaba sólo los pantalones y estaba trabajando descalzo. Lizzie vio el brillo del sudor en sus ennegrecidos hombros.

La galería no era horizontal sino que subía y bajaba… siguiendo seguramente las vetas de carbón, pensó Lizzie. Ahora estaba empezando a subir. Jay se detuvo y le señaló con el dedo un lugar situado un poco más adelante en el que un minero estaba haciendo algo con una vela.

—Está comprobando la presencia de grisú —le explicó.

Lizzie le soltó la mano y se sentó en una roca para aliviar un poco la espalda, dolorida de tanto caminar encorvada.

—¿Está usted bien? —le preguntó Jay.

—Perfectamente. ¿Qué es el grisú?

—Un gas inflamable.

—¿Inflamable?

—Sí… es el que produce la mayoría de explosiones en las minas de carbón.

A Lizzie le parecía una locura.

—Si es explosivo, ¿por qué utiliza una vela?

—Es el único medio de detectar el gas…

El minero estaba levantando lentamente la vela hacia el techo con los ojos clavados en la llama.

—El gas es más ligero que el aire y, por consiguiente, se concentra en el techo —añadió Jay—. Una pequeña cantidad tiñe de azul la llama de la vela.

—¿Y qué ocurre si la cantidad es grande?

—La explosión nos mata a todos sin remedio.

Era la gota que colmaba el vaso. Lizzie se sentía sucia y cansada, tenía la boca llena de polvo de carbón y ahora corría peligro de morir en una explosión. Trató de conservar la calma. Ya sabía antes de bajar que las minas de carbón eran peligrosas y ahora tenía que hacer acopio de valor. Los mineros bajaban a la mina todas las noches, ¿cómo era posible que ella no tuviera el valor de bajar una sola vez?

Pero sería la última, de eso no le cabía la menor duda.

Contemplaron al hombre un momento. El minero avanzaba unos pasos por el túnel, se detenía y repetía la prueba. Lizzie estaba firmemente decidida a disimular su temor. Procurando hablar con naturalidad, preguntó:

—Y si encuentra grisú… ¿qué ocurre? ¿Cómo se elimina?

—Prendiéndole fuego.

Lizzie tragó saliva. La cosa se estaba poniendo cada vez más fea.

—Uno de los mineros es nombrado bombero —explicó Jay—. Creo que en este pozo es McAsh, el joven alborotador. El puesto se transmite generalmente de padre a hijo. El bombero es el experto en gas del pozo, él sabe lo que hay que hacer.

Lizzie hubiera deseado echar a correr por la galería hasta llegar al pozo y subir la escalera para regresar cuanto antes al mundo exterior. Lo hubiera hecho de no haber sido por la humillación de que Jay descubriera su temor. Para alejarse de aquella prueba tan insensatamente peligrosa, Lizzie señaló hacia una galería lateral y preguntó:

—¿Qué hay aquí dentro?

—Vamos a verlo —contestó Jay, tomándola nuevamente de la mano.

Mientras avanzaban, a Lizzie le pareció que la mina estaba extrañamente silenciosa. Casi nadie hablaba. Algunos hombres contaban con la ayuda de unos chicos, pero casi todos trabajaban solos y los cargadores aún no habían llegado. El sonido de los picos que golpeaban la cara de la galería y el sordo rumor de los trozos de carbón desprendidos quedaban amortiguados por las paredes y por la gruesa capa de polvo que cubría el suelo. De vez en cuando, cruzaban una puerta y un niño la cerraba a su espalda. Las puertas controlaban la circulación del aire en las galerías, le explicó Jay.

Al llegar a una sección vacía, Jay se detuvo.

—Esta parte parece que ya está… agotada —dijo, moviendo la linterna en un arco.

La luz se reflejó en los ojillos de las ratas situadas más allá del límite del círculo iluminado. Se debían de alimentar sin duda con las sobras de la comida de los mineros.

Lizzie observó que el rostro de Jay estaba tan tiznado de negro como el de los mineros. El polvo de carbón llegaba a todas partes.

Estaba muy gracioso, pensó, mirándole con una sonrisa.

—¿Qué pasa?

—¡Tiene la cara tiznada de negro!

Jay le devolvió la sonrisa y le rozó la mejilla con la yema de un dedo.

—¿Y cómo cree que está la suya?

Lizzie comprendió que su aspecto debía de ser exactamente igual.

—¡Oh, no! —exclamó, echándose a reír.

—Pero sigue estando muy guapa de todos modos —dijo Jay, besándola.

Lizzie se sorprendió, pero no se echó hacia atrás. Le había gustado. Los labios de Jay eran firmes y secos y ella percibía la ligera aspereza de la zona rasurada por encima de su labio superior. Cuando Jay se apartó, le dijo lo primero que se le ocurrió:

—¿Para eso me ha traído usted aquí abajo?

—¿La he ofendido?

El hecho de que un joven caballero besara a una dama que no fuera su novia era contrario a las reglas de la buena educación. Lizzie sabía que hubiera tenido que mostrarse ofendida, pero no podía negar que le había encantado. De pronto, empezó a sentirse cohibida.

—Quizá deberíamos regresar.

—¿Me permite que la siga tomando de la mano?

—Sí.

Jay pareció conformarse y, dando media vuelta, empezó a desandar el camino. Al cabo de un rato, Lizzie vio la roca en la que antes se había sentado. Se detuvieron para contemplar el trabajo de un minero y, pensando en el beso, Lizzie experimentó un leve estremecimiento de emoción en la ingle.

El minero había picado el carbón de una franja del cuarto y estaba clavando cuñas en la franja superior. Como casi todos sus compañeros, iba desnudo de cintura para arriba y los poderosos músculos de su espalda se contraían y tensaban a cada golpe que daba con el martillo. El carbón, sin nada que lo sostuviera debajo, se desprendía finalmente por su propio peso y caía al suelo a trozos. El minero se apartó rápidamente mientras la pared de carbón se agrietaba y se movía, escupiendo pequeños fragmentos para adaptarse a las alteraciones de la tensión.

Justo en aquel momento empezaron a llegar los cargadores con sus velas y sus palas de madera y fue entonces cuando Lizzie experimentó su mayor sobresalto.

Casi todos eran mujeres y niñas.

Nunca se le había ocurrido preguntar en qué empleaban su tiempo las esposas y las hijas de los mineros. Nunca hubiera podido imaginar que pasaban sus días y la mitad de sus noches trabajando bajo tierra.

Las galerías se llenaron de sus voces y el aire se calentó rápidamente, obligando a Lizzie a desabrocharse el abrigo. A causa de la oscuridad, casi ninguna de ellas se había percatado de la presencia de los visitantes, por cuyo motivo conversaban entre sí con toda naturalidad. Justo delante de ellos un hombre chocó con una mujer aparentemente embarazada.

—Quítate del maldito camino, Sal —le dijo con aspereza.

—Quítate tú del maldito camino, picha ciega —replicó ella.

—La picha no está ciega, ¡tiene un ojo! —dijo otra mujer entre un coro de risotadas femeninas.

Lizzie se quedó de una pieza. En su mundo, las mujeres nunca decían «maldito» y, en cuanto a la palabra «picha», sólo podía intuir su significado. Le extrañaba también que las mujeres estuvieran de humor para reírse, tras haberse levantado a las dos de la madrugada para pasarse quince horas trabajando bajo tierra.

Experimentaba una sensación muy extraña. Allí todo era físico y sensorial: la oscuridad, la mano de Jay que apretaba la suya, los mineros semidesnudos que picaban carbón, el beso de Jay y los vulgares comentarios de las mujeres… todo aquello la desconcertaba, pero, al mismo tiempo, la estimulaba. El pulso le latía más rápido, su piel estaba arrebolada y el corazón le galopaba en el pecho.

Las conversaciones cesaron poco a poco cuando las cargadoras se pusieron a trabajar, recogiendo paletadas de carbón y echándolas en unas grandes canastas.

—¿Por qué hacen eso las mujeres? —preguntó Lizzie con incredulidad.

—A un minero se le paga según el peso del carbón que entrega en la boca de la mina —contestó él—. Si tiene que pagar a un cargador, es dinero que pierde la familia. Mientras que, si el trabajo lo hacen las mujeres y los hijos, todo queda en casa.

Las grandes canastas se llenaban rápidamente. Lizzie observó cómo dos mujeres levantaban una de ellas y la colocaban sobre la espalda doblada de una tercera, la cual soltó un gruñido al recibir el peso. La canasta se aseguró con una correa alrededor de la frente de la mujer y ésta empezó a bajar lentamente por la galería con el espinazo doblado. Lizzie se preguntó cómo podría subir los sesenta metros de escalera cargada con aquel peso.

—¿La canasta pesa tanto como parece? —preguntó.

Uno de los mineros la oyó.

—Las llamamos capazos —le dijo—. Caben sesenta kilos de carbón. ¿Quiere el joven señor probar lo que pesan?

Jay se apresuró a contestar antes de que Lizzie pudiera hacerlo.

—Por supuesto que no —dijo en tono protector.

El hombre insistió.

—A lo mejor, medio capazo como el que lleva esta chiquita.

Una niña de unos diez u once años envuelta en un vestido de lana sin forma se estaba acercando a ellos con un pañuelo en la cabeza.

Iba descalza y llevaba encima de la espalda medio capazo de carbón.

Lizzie vio que Jay abría la boca para decir que no, pero esta vez ella se le adelantó.

—Sí —dijo—. Déjeme probar lo que pesa.

El minero mandó detenerse a la niña y una de las mujeres le quitó el capazo de la espalda.

Respirando afanosamente, la niña no dijo nada, pero pareció alegrarse de poder descansar un poco.

—Doble la espalda, señor —dijo el minero.

Lizzie obedeció y la mujer le colocó el capazo en la espalda.

Aunque estaba preparada, el peso era muy superior a lo que ella había imaginado y no lo pudo soportar tan siquiera un segundo. Se le doblaron las piernas y se desplomó al suelo. El minero, que por lo visto ya lo esperaba, la sujetó mientras la mujer le quitaba el capazo de la espalda. Todos sabían lo que iba a ocurrir, pensó Lizzie, cayendo en brazos del minero.

Las mujeres se partieron de risa ante la apurada situación del que ellos creían un joven caballero. Mientras Lizzie caía hacia delante, el minero la sostuvo sin ninguna dificultad con su fuerte antebrazo.

Una callosa mano tan dura como el casco de un caballo le comprimió el pecho a través de la camisa de lino. El minero soltó un gruñido de asombro. La mano siguió apretando como si quisiera asegurarse, pero sus pechos eran grandes —¡vergonzosamente grandes! pensaba ella a menudo— y la mano se apartó inmediatamente. El minero la enderezó y la sostuvo por los hombros mientras unos ojos asombrados contemplaban su rostro ennegrecido por el carbón.

—¡Señorita Hallim! —exclamó el minero en un susurro.

Lizzie se percató entonces de que el minero era Malachi McAsh.

Se miraron el uno al otro durante un mágico instante mientras las risas de las mujeres resonaban en sus oídos. Aquella repentina intimidad había sido para Lizzie profundamente emocionante después de todo lo que había ocurrido anteriormente. La joven intuyó que el minero también estaba emocionado. Por un instante, se sintió más cerca de él que de Jay, a pesar de que éste la había besado y tomado de la mano. Otra voz de mujer se abrió paso a través del ruido, diciendo:

—Mack… ¡fíjate en esto!

Una mujer de tiznado rostro estaba sosteniendo una vela en alto.

McAsh la miró, miró de nuevo a Lizzie y después, como si lamentara tener que dejar algo sin terminar, la soltó y se acercó a la otra mujer.

Tras echar un vistazo a la llama de la vela, dijo:

—Tienes razón, Esther. —Se volvió y se dirigió a los demás, sin prestar atención ni a Lizzie ni a Jay—: Hay un poco de grisú. —Lizzie hubiera deseado echar a correr, pero McAsh parecía tranquilo—. No es suficiente para hacer sonar la alarma, por lo menos, de momento. Haremos comprobaciones en distintos lugares, a ver hasta dónde se extiende.

Lizzie le miró, pensando que su presencia de ánimo era increíble.

¿Qué clase de personas eran aquellos mineros? A pesar de la brutal dureza de sus vidas, su valor era inagotable. Comparada con todo aquello, su vida le parecía mimada e inútil.

Jay la tomó del brazo.

—Creo que ya hemos visto suficiente, ¿no le parece? —murmuró.

Lizzie no se lo discutió. Su curiosidad ya había quedado satisfecha hacía rato. Le dolía la espalda de tanto caminar agachada. Estaba cansada, sucia y asustada y quería subir a la superficie y sentir de nuevo el viento en su rostro.

Corrieron por la galería en dirección al pozo. En la mina reinaba una gran actividad y había cargadores delante y detrás de ellos. Las mujeres se levantaban las faldas por encima de la rodilla para tener más libertad de movimientos, sostenían las velas entre los dientes y caminaban muy despacio a causa de los enormes pesos que llevaban.

Lizzie vio a un hombre orinando en la zanja de desagüe delante de las mujeres y las niñas. «¿Es que no puede encontrar un rincón más discreto para hacerlo?», se preguntó, pero enseguida se dio cuenta de que allí abajo no había ningún rincón discreto.

Llegaron al pozo y empezaron a subir los peldaños. Las cargadoras subían a gatas como los niños pequeños porque les resultaba más cómodo. Subían a buen ritmo y ya no hablaban ni bromeaban. Sólo jadeaban y gemían bajo el tremendo peso. Al cabo de un rato, Lizzie tuvo que detenerse para descansar. Las cargadoras no se detenían jamás y ella se sintió humillada y avergonzada, contemplando a las niñas que la habían adelantado, llorando de dolor y agotamiento. De vez en cuando, alguna niña se rezagaba o se detenía un momento y entonces su madre la espoleaba con una palabrota o una fuerte bofetada. Lizzie hubiera querido consolarlas. Todas las emociones de aquella noche se habían juntado y convertido en un único sentimiento de cólera.

—Juro —dijo solemnemente— que jamás permitiré la explotación de minas de carbón en mis tierras mientras yo viva.

Antes de que Jay pudiera contestar, se oyó sonar una campana.

—La alarma —dijo Jay—. Deben de haber encontrado más grisú.

Lizzie se levantó gimiendo. Las pantorrillas le dolían tanto como si alguien les hubiera clavado cuchillos. «Nunca más», pensó.

—Yo la llevo —dijo Jay, echándosela sobre los hombros y reanudando la subida sin más comentarios.