Jay se había puesto furioso en la iglesia. Le atacaban los nervios que la gente quisiera elevarse por encima de su condición. Por voluntad divina y la ley del país, Malachi McAsh tenía que pasarse la vida extrayendo carbón bajo tierra y Jay Jamisson tenía que vivir una existencia más elevada. Quejarse del orden natural era una iniquidad. Y McAsh lo sacaba de quicio, pues hablaba como si se considerara igual a cualquier persona por muy encumbrada que fuera su posición.
En las colonias, un esclavo era un esclavo y no se tenía en cuenta para nada que hubiera trabajado un año y un día y tanto menos se le pagaba un salario. Así se tenían que hacer las cosas, a juicio de Jay. Nadie trabajaba si no le obligaban a hacerlo y mejor que ello se hiciera con la mayor dureza posible… el resultado era mucho más satisfactorio.
Al salir de la iglesia, varios aparceros le felicitaron el cumpleaños, pero ningún minero se acercó a él. Todos estaban en el cementerio, discutiendo en voz baja. Jay estaba indignado porque le habían estropeado la celebración de su cumpleaños.
Corrió a través de la nieve hasta el lugar donde un mozo sujetaba los caballos. Robert ya estaba allí, pero no así Lizzie. Jay miró a su alrededor. Estaba deseando regresar a casa con ella.
—¿Dónde está la señorita Elizabeth? —le preguntó al mozo.
—Junto al pórtico, señorito Jay.
Jay la vio conversando animadamente con el pastor.
Robert golpeó agresivamente el pecho de su hermano con un dedo.
—Mira, Jay… hazme el favor de dejar en paz a Elizabeth Hallim, ¿me has entendido?
El rostro de Robert mostraba una expresión beligerante y, cuando se ponía en aquel plan, era muy peligroso hacerle enfadar. Pero la rabia y la decepción infundieron valor a Jay.
—¿De qué demonios estás hablando? —replicó Jay en tono airado.
—El que se va a casar con ella soy yo y no tú.
—Yo no quiero casarme con ella.
—Pues entonces no le hagas la corte.
Jay sabía que Lizzie lo encontraba atractivo y le había encantado bromear con ella, pero no tenía la menor intención de cautivar su corazón. Cuando él tenía catorce años y ella trece, pensaba que era la chica más guapa del mundo y se le partió el corazón de pena al descubrir que ella no sentía el menor interés por él (ni por ningún otro chico, en realidad)… pero de aquello ya había transcurrido mucho tiempo. El plan de su padre era que Robert se casara con Lizzie y ni él ni nadie de la familia se hubiera atrevido a oponerse a los deseos de sir George. Por consiguiente, a Jay le extrañaba que Robert se hubiera disgustado lo bastante como para quejarse. No debía de sentirse muy seguro de sí mismo… y Robert, al igual que su padre, siempre estaba seguro de sí mismo.
Jay pudo disfrutar del insólito placer de ver a su hermano preocupado.
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó.
—Sabes muy bien de qué estoy hablando. Me has estado robando cosas desde que éramos pequeños… mis juguetes, mi ropa, todo lo que has podido.
Un antiguo resentimiento familiar indujo a Jay a decir:
—Porque tú siempre conseguías lo que querías y a mí no me daban nada.
—No digas disparates.
—Sea como fuere, la señorita Hallim es huésped de nuestra casa —dijo Jay, adoptando un tono de voz más razonable—. No querrás que no le preste atención, ¿verdad?
Robert frunció los labios.
—¿Quieres que hable con nuestro padre?
Esas eran las palabras mágicas que siempre acababan con sus disputas infantiles. Ambos hermanos sabían que su padre siempre dictaba sentencias favorables a Robert.
Jay sintió un amargo nudo en la garganta.
—De acuerdo, Robert —dijo al final—. Intentaré no entrometerme en tus galanteos.
Montó en su caballo y se alejó al trote, dejando que Robert escoltara a Lizzie hasta el castillo.
El castillo de Jamisson era una fortaleza de piedra gris con torretas y almenas cuyo imponente aspecto era el propio de la mayoría de casas de campo escocesas. Su construcción se remontaba a setenta años atrás, cuando la primera mina del valle empezó a reportarle cuantiosos beneficios a su propietario.
Sir George había heredado la finca a través de un primo de su primera esposa y, a lo largo de toda la infancia de Jay, su padre había estado obsesionado con el carbón. Se había gastado un montón de dinero y de tiempo abriendo nuevos pozos, y no había efectuado ningún tipo de reforma en el castillo.
A pesar de que era el hogar de su infancia, Jay no se sentía a gusto en el castillo. Las espaciosas estancias de la planta baja con sus desagradables corrientes de aire —la sala, el comedor, el salón, la cocina y los cuartos de los criados— estaban dispuestas alrededor de un gran patio central cuya fuente se helaba desde octubre a mayo. Era imposible calentar el edificio. En todos los dormitorios había grandes chimeneas en las que ardía el carbón de las minas Jamisson, pero la atmósfera de las habitaciones de baldosas de piedra no se calentaba ni a la de tres y los pasillos estaban tan fríos que se tenía uno que poner una capa para ir de una habitación a otra.
Diez años atrás la familia se había trasladado a Londres, dejando a unos pocos servidores al cuidado de la mansión y a unos guardabosques para que vigilaran la caza. Al principio, regresaban una vez al año, llevando consigo invitados y servidumbre, alquilando carruajes y caballos en Edimburgo y contratando a las esposas de los aparceros para que fregaran los suelos de piedra, mantuvieran las chimeneas encendidas y vaciaran los orinales. Pero sir George cada vez se mostraba más reacio a abandonar sus negocios y las visitas se fueron espaciando progresivamente. La recuperación de la antigua costumbre no había sido muy del agrado de Jay. Sin embargo, la contemplación de una Lizzie Hallim adulta había sido una grata sorpresa para él y le había ofrecido la oportunidad de atormentar a su privilegiado hermano mayor.
Rodeó las cuadras y desmontó. Después le dio al castrado unas cariñosas palmadas en el cuello.
—No es un gran corredor, pero es una montura muy bien educada —le dijo al mozo, entregándole las riendas—. Me gustaría tenerlo en mi regimiento.
—Gracias, señor —le dijo el mozo, complacido.
Jay entró en el gran vestíbulo de la casa. Era una estancia sombría en cuyos oscuros rincones apenas llegaba la luz de las velas. Un enfurruñado galgo permanecía echado sobre una vieja alfombra de pelo delante de la chimenea de carbón. Jay le dio un empujón con la puntera de la bota para que le dejara un poco de sitio y le permitiera calentarse las manos. Sobre la chimenea colgaba el retrato de Olive, la primera esposa de su padre y madre de Robert. Allí estaba ella, mirando solemnemente por encima de su larga nariz a todos los que la habían sucedido. Había muerto súbitamente de unas fiebres a la edad de veintinueve años y su esposo se había vuelto a casar, pero jamás había olvidado a su primer amor. Sir George trataba a Alicia, la madre de Jay, como una amante o un juguete sin importancia y sin ningún derecho, lo cual hacía que el joven casi se sintiera un hijo ilegítimo. Robert era el primogénito y heredero y el preferido de su padre. A veces Jay sentía la tentación de preguntar si lo suyo había sido una inmaculada concepción y un parto virginal.
Se volvió de espaldas al cuadro. Un criado le sirvió una copa de vino calentado con especias y él tomó un sorbo de la exquisita bebida, confiando en que le aliviara la tensión del estómago. Aquel día su padre anunciaría qué parte de la herencia le correspondería.
Sabía que no iba a recibir la mitad y ni siquiera una décima parte de la fortuna de sir George. Robert heredaría la finca con sus prósperas minas y la flota de barcos que ya dirigía. Su madre le había aconsejado a Jay que no discutiera, sabiendo lo duro e inflexible que era sir George.
Robert no era sólo el hijo preferido sino también el vivo retrato de su padre. Jay era distinto y por eso su padre lo despreciaba. Como sir George, Robert era inteligente, despiadado y mezquino con el dinero.
En cambio, Jay era descuidado y derrochador. Su padre no soportaba a la gente que malgastaba el dinero, sobre todo cuando el dinero era suyo. Más de una vez le había gritado:
—¡Yo sudo sangre para ganar el dinero que tú malgastas!
Jay había agravado la situación meses atrás, contrayendo una elevada deuda de juego por valor de novecientas libras. Consiguió que su madre intercediera ante sir George para que la pagara. Era una pequeña fortuna, suficiente para comprar el castillo de Jamisson, pero sir George se podía permitir fácilmente aquel dispendio. Pese a lo cual, se comportó como si le hubieran cortado una pierna. Después, Jay había perdido más dinero, pero su padre no lo sabía.
Su madre le había aconsejado que, en lugar de discutir con su padre, le pidiera algo más modesto. Los segundones solían ser enviados a las colonias. Cabía la posibilidad de que su padre le cediera la plantación de azúcar de Barbados, con la casa de la finca y los esclavos.
Tanto él como su madre se lo habían insinuado a sir George, el cual no había dicho ni que sí ni que no, por cuyo motivo Jay tenía muchas esperanzas.
Su padre entró en la estancia unos minutos después, sacudiéndose la nieve de las botas. Un criado le ayudó a quitarse la capa.
—Envíale recado a Ratchett —le dijo sir George al criado—. Quiero que dos hombres monten guardia en el puente las veinticuatro horas del día. Si McAsh intentara abandonar el valle, quiero que se lo impidan.
Sólo había un puente para cruzar el río, pero se podía abandonar el valle por otro camino.
—¿Y si McAsh se va por la montaña? —preguntó Jay.
—¿Con el tiempo que hace? Lo puede intentar. En cuanto averigüemos que se ha ido, mandaremos que un grupo de hombres rodee la montaña y pediremos al gobernador que una partida de guardias lo espere al otro lado cuando llegue allí. Pero dudo que lo consiga.
Jay no estaba tan seguro… los mineros eran tan resistentes como los venados y McAsh era muy testarudo, pero él prefirió no discutir con su padre.
Después entró lady Hallim, de tez morena y cabello oscuro como su hija, pero sin su gracia y donaire. Estaba un poco gruesa y su mofletudo rostro aparecía marcado por unas severas arrugas.
—Permítame —le dijo Jay, ayudándola a quitarse el pesado abrigo de pieles—. Acérquese al fuego, tiene las manos muy frías. ¿Le apetece un poco de vino caliente con especias?
—Es usted un joven muy amable, Jay —dijo lady Hallim—. Se lo agradeceré mucho.
Los demás asistentes a la ceremonia religiosa entraron, frotándose las manos para entrar en calor mientras la nieve que les cubría la ropa se derretía en el suelo. Robert conversaba con Lizzie, pasando de un tema intrascendente a otro como si hubiera elaborado previamente una lista. Sir George empezó a hablar de negocios con Henry Drome, un mercader de Glasgow emparentado con su primera esposa Olive, y la madre de Jay se sentó con lady Hallim. El pastor y su esposa no habían acudido al castillo, tal vez porque la pelea en la iglesia los había disgustado. Los demás eran casi todos parientes: la hermana de sir George y su marido, el hermano menor de Alicia con su esposa y uno o dos vecinos. Casi todas las conversaciones giraban en torno a Malachi McAsh y su estúpida carta.
Al cabo de un rato, Lizzie levantó la voz sobre el murmullo de las conversaciones y, uno a uno, los presentes en la estancia se volvieron para escucharla.
—Pero ¿por qué no? —estaba diciendo—. Quiero verla por mí misma.
Robert le contestó muy serio:
—Una mina de carbón no es un lugar apropiado para una dama, puede creerme.
—¿Qué es eso? —preguntó sir George—. ¿Acaso la señorita Hallim quiere bajar a la mina?
—Me parece que me gustaría ver cómo es —le explicó Lizzie.
—Aparte cualquier otra consideración —dijo Robert—, las ropas femeninas harían que la visita resultara prácticamente imposible.
—Me disfrazaría de hombre —replicó ella.
Sir George se rió por lo bajo.
—Algunas chicas que yo me sé lo podrían hacer —dijo—. Pero usted, querida, es demasiado agraciada como para eso.
Debió de pensar que sus palabras habían sido un cumplido muy ingenioso, pues miró a su alrededor en busca de aprobación. Los demás le rieron respetuosamente la gracia.
La madre de Jay le dio a sir George un ligero codazo y le dijo algo en voz baja.
—Ah, sí —dijo sir George—. ¿Tienen todos la copa llena? —Sin aguardar la respuesta, añadió—: Vamos a brindar por mi hijo James Jamisson a quien todos llamamos Jay en su vigesimoprimer cumpleaños. ¡Por Jay!
Todos brindaron e inmediatamente las mujeres se retiraron para prepararse con vistas al almuerzo. La conversación de los hombres se centró en el tema de los negocios.
—No me gustan las noticias de América —dijo Henry Drome—. Nos podrían costar un montón de dinero.
Jay sabía a qué se refería. El Gobierno inglés había impuesto tributos a varios artículos que se exportaban a las colonias americanas —té, papel, cristal, plomo y colores para pintar— y los habitantes de las colonias estaban furiosos.
—¡Quieren que el Ejército los proteja de los franchutes y los Pieles Rojas, pero se niegan a pagar nada a cambio! —contestó sir George, indignado.
—Y harán todo lo posible por no pagar —dijo Drome—. El cabildo de la ciudad de Boston ha anunciado un boicot a todas las importaciones británicas. ¡Van a prescindir del té e incluso han acordado ahorrar en tejidos de color negro, escatimando en las prendas de luto!
—Si las demás colonias siguen el ejemplo de Massachusetts —terció Robert—, la mitad de los barcos de nuestra flota se quedará sin carga.
—Los habitantes de las colonias son una banda de forajidos —dijo sir George—, eso es lo que son… y los fabricantes de ron de Boston son los peores.
Jay se sorprendió de la furia de su padre y dedujo que aquel problema le debía de estar costando mucho dinero.
—La ley los obliga a comprar la melaza a las plantaciones británicas, pero ellos introducen melaza francesa de contrabando y bajan los precios.
—Los virginianos no les van a la zaga —dijo Drome—. Los plantadores de tabaco jamás pagan sus deudas.
—Si lo sabré yo —dijo sir George—. Un plantador no ha pagado lo que debía… y me ha dejado en las manos una plantación en bancarrota. Un lugar llamado Mockjack Hall.
—Menos mal que no se pagan aranceles por los presidiarios.
Se oyó un general murmullo de aprobación. El apartado más rentable del negocio naviero de Jamisson era el del transporte de delincuentes convictos a las colonias de América. Cada año, los tribunales sentenciaban a varios centenares de personas a la deportación como alternativa a la horca en ciertos delitos como, por ejemplo, el robo, y el Gobierno pagaba cinco libras por cabeza al armador. Nueve de cada diez deportados cruzaban el Atlántico en un buque de Jamisson. Pero el pago del Gobierno no era la única forma de ganar dinero. Por su parte, los presidiarios estaban obligados a trabajar siete años sin cobrar, lo cual significaba que se podían vender como esclavos para siete años. Por los hombres se cobraba entre diez y quince libras, por las mujeres unas ocho o nueve y por los niños menos. Con ciento treinta o ciento cuarenta presidiarios apretujados como sardinas en la bodega, Robert podía obtener unos beneficios de dos mil libras —el precio de compra del barco— en un solo viaje, lo cual significaba que el negocio era extremadamente lucrativo.
—Sí —dijo sir George, apurando su copa—. Pero hasta eso se terminaría si los habitantes de las colonias pudieran salirse con la suya.
Los habitantes de las colonias se quejaban constantemente. Compraban a los presidiarios debido a la carestía de mano de obra barata, pero estaban molestos con la Madre Patria porque les enviaba sus desechos y culpaban a los deportados del aumento de la delincuencia.
—Por lo menos los mineros del carbón son más de fiar —dijo sir George—. Son lo único con que podemos contar actualmente. Por eso McAsh tiene que ser aplastado sin piedad.
Todos querían expresar su opinión sobre McAsh y varios hombres empezaron a hablar a la vez. Pero sir George ya estaba harto del tema. Se volvió hacia Robert y le preguntó en tono burlón:
—¿Qué me dices de la chica Hallim? Si quieres que te diga la verdad, a mí me parece una pequeña joya.
—Elizabeth es una persona muy exaltada —contestó Robert con cierto recelo.
—De eso no cabe la menor duda —dijo su padre, soltando una carcajada—. Recuerdo cuando abatimos a la última loba en estos parajes de Escocia hace unos ocho o diez años y ella insistió en criar a los cachorros y andaba por ahí con dos lobitos sujetos de una correa. ¡En mi vida había visto nada igual! Los guardabosques estaban furiosos y decían que los cachorros se escaparían y se convertirían en un peligro… menos mal que se murieron.
—Podría ser una esposa un poco difícil —dijo Robert.
—No hay nada mejor que una yegua fogosa —dijo sir George—. Además, un marido siempre tiene la última palabra, ocurra lo que ocurra. Cosas peores podrías encontrar. —Bajando la voz, añadió—: Lady Hallim tiene la finca en usufructo hasta que se case Elizabeth. Puesto que las propiedades de una mujer pertenecen al marido, todo pasará a manos de su esposo el día de la boda.
—Lo sé —dijo Robert.
Jay no lo sabía, pero no se extrañó: a casi nadie le gustaba legar una finca de considerable tamaño a una mujer.
—Tiene que haber un millón de toneladas de carbón en las entrañas de High Glen… todas las vetas discurren en aquella dirección. El trasero de la chica se sienta sobre una fortuna y perdona la vulgaridad de la expresión —añadió sir George, riéndose.
Pero Robert seguía mostrándose tan desconfiado como de costumbre.
—No sé si le gusto o no.
—¿Y por qué no le vas a gustar? Eres joven, vas a ser muy rico y, cuando yo muera, serás baronet… ¿qué más podría desear una chica?
—Algo de romanticismo tal vez —contestó Robert, pronunciando la palabra casi con repugnancia, como si fuera una moneda desconocida que le acabara de ofrecer un mercader extranjero.
—La señorita Hallim no puede permitirse el lujo de ser romántica.
—No sé —dijo Robert—. Lady Hallim siempre ha tenido deudas, que yo recuerde. ¿Por qué no va a seguir así para siempre?
—¿Quieres que te cuente un secreto? —dijo sir George, volviendo la cabeza hacia atrás para asegurarse de que nadie pudiera oírle—. ¿Sabes que tiene hipotecada toda la finca?
—Lo sabe todo el mundo.
—He averiguado casualmente que su acreedor no está dispuesto a renovársela.
—Pero lady Hallim puede pedirle dinero a otro prestamista y pagársela —replicó Robert.
—Probablemente —dijo sir George—, pero ella no lo sabe. Y su asesor financiero no se lo dirá… ya me he encargado yo de eso.
Jay se preguntó qué tipo de soborno o amenaza habría utilizado su padre para convencer al asesor de lady Hallim.
Sir George soltó una risita.
—Como ves, Robert, la joven Elizabeth no puede permitirse el lujo de rechazarte.
En aquel momento, Henry Drome se apartó de la conversación que estaba manteniendo con otro invitado y se acercó a los tres Jamisson.
—Antes del almuerzo, George, tengo que preguntarle una cosa. Sé que puedo hablar con toda franqueza delante de sus hijos.
—Por supuesto.
—Las dificultades con las colonias americanas me han golpeado muy fuerte, plantadores que no pagan sus deudas y cosas por el estilo, y me temo que este semestre no podré hacer frente a mis obligaciones con usted.
Estaba claro que sir George le habría prestado dinero. Por regla general, el hacendado solía ser muy duro con sus deudores: o pagaban o iban a la cárcel. Ahora, sin embargo, contestó:
—Lo comprendo, Henry. Los tiempos son muy difíciles. Págueme cuando pueda.
Jay se quedó boquiabierto de asombro, pero enseguida comprendió por qué motivo su padre se mostraba tan benévolo. Drome era pariente de Olive, la madre de Robert, y su padre era magnánimo con Henry por ella. Jay se sintió tan asqueado que se apartó de ellos.
Las damas regresaron al salón. La madre de Jay reprimió una sonrisa como si guardara un secreto muy divertido. Antes de que el joven pudiera preguntarle qué era, entró otro invitado, un desconocido vestido con un traje gris de clérigo. Alicia le dirigió unas palabras y después se acercó con él a sir George.
—Te presento al señor Cheshire —le dijo—. Ha venido en sustitución del pastor.
El recién llegado, un joven con gafas y una anticuada peluca rizada, tenía la cara picada de viruelas. Aunque sir George y los hombres de cierta edad seguían llevando peluca, los más jóvenes raras veces lo hacían y Jay jamás la llevaba.
—El reverendo York le envía sus excusas —dijo el señor Cheshire.
—Faltaría más —contestó sir George, alejándose sin miramientos.
Los jóvenes clérigos desconocidos le importaban un bledo.
Todos pasaron al comedor. Los aromas de la comida se mezclaban con el olor a moho y humedad de los viejos y pesados cortinajes.
En la alargada mesa se había dispuesto un exquisito surtido de viandas: carne de venado, buey y jamón; un salmón entero asado y varios tipos de empanadas. Sin embargo, Jay apenas pudo comer. ¿Le cedería su padre la propiedad de Barbados? En caso contrario, ¿qué le daría? Le resultaba muy difícil estar allí comiendo carne de venado como si tal cosa cuando todo su futuro estaba a punto de decidirse.
En cierto modo, Jay apenas conocía a su padre. A pesar de que vivían juntos en la casa familiar de Grosvenor Square, sir George estaba siempre en el almacén del centro de la ciudad con Robert. Por su parte, él se pasaba todo el día con su regimiento. A veces, coincidían brevemente a la hora del desayuno o a la hora de cenar… aunque muchas veces sir George cenaba en su estudio mientras echaba un vistazo a los periódicos. Jay no podía adivinar lo que haría su padre.
Jugueteó con la comida y esperó.
El señor Cheshire resultó ser un hombre ligeramente conflictivo.
Eructó ruidosamente dos o tres veces, derramó su copa de clarete y Jay le sorprendió mirando sin disimulo el escote de la dama que tenía a su lado.
Se habían sentado a la mesa a las tres de la tarde y, cuando las damas se retiraron, el día invernal ya estaba declinando hacia la oscuridad del crepúsculo. Tan pronto como los hombres se quedaron solos, sir George se removió en su asiento y soltó una volcánica ventosidad.
—Así está mejor —dijo.
Un criado entró con una botella de oporto, una caja de tabaco y un estuche de pipas de arcilla. El joven clérigo llenó una pipa y dijo:
—Lady Jamisson es una dama espléndida, sir George, con su permiso. Francamente espléndida.
Parecía un poco bebido, pero, aun así, semejante comentario no se podía pasar por alto. Jay salió en defensa de su madre.
—Le agradeceré que no hable más de lady Jamisson —le dijo fríamente.
El clérigo acercó una cerilla a su pipa, inhaló y empezó a toser.
Estaba claro que jamás en su vida había fumado. Las lágrimas asomaron a sus ojos, jadeó, balbuceó y volvió a toser. La tos lo sacudió con tal fuerza que la peluca y las gafas se le cayeron… y entonces Jay vio inmediatamente que no era un clérigo y soltó una sonora carcajada. Los demás le miraron con curiosidad. Aún no habían visto nada.
—¡Miren! —dijo Jay—. Pero ¿es que no ven quién es?
Robert fue el primero en darse cuenta.
—¡Dios bendito, es la señorita Hallim disfrazada!
Se produjo una pausa de sobrecogido silencio. Después, sir George se empezó a reír y los otros, comprendiendo que se lo estaba tomando a broma, también se rieron.
Lizzie tomó un sorbo de agua y tosió un poco más. Mientras la joven se recuperaba, Jay admiró su disfraz. Las gafas ocultaban sus brillantes ojos oscuros y los rizos laterales de la peluca oscurecían en parte su bello perfil. Un blanco calcetín de hilo le ensanchaba el cuello y cubría la delicada piel femenina de su garganta. Había utilizado carbón o algo por el estilo para conferir a sus mejillas un aspecto cacarañado y se había pintado unos pelillos en la barbilla como si fueran la barba de un jovenzuelo que no se afeitara todos los días. En las sombrías estancias del castillo en una nublada tarde de invierno en Escocia, nadie había conseguido ver el disfraz.
—Bueno, ha demostrado usted que se puede hacer pasar por un hombre —dijo sir George cuando la joven dejó de toser—. Pero todavía no puede bajar a la mina. Vaya en busca de las otras damas y le haremos a Jay su regalo de cumpleaños.
Por un instante, Jay había olvidado su zozobra, pero ahora le dio un vuelco el corazón al pensar en ella.
Se reunieron con las damas en el vestíbulo. La madre de Jay y Lizzie se estaban partiendo de risa. Por lo visto, Alicia conocía el secreto y ésta había sido la causa de su enigmática sonrisa antes del almuerzo. En cambio, la madre de Lizzie no sabía nada y estaba muy seria. Sir George se adelantó hacia la entrada principal de la casa. Ya estaba casi oscuro y había dejado de nevar.
—Aquí tienes —dijo sir George—. Éste es tu regalo de cumpleaños.
Delante de la casa un mozo sujetaba el caballo más hermoso que Jay hubiera visto en su vida. Era un soberbio semental blanco de unos dos años de edad, con los esbeltos perfiles de un purasangre árabe. La presencia de la gente lo ponía nervioso, por cuyo motivo empezó a brincar hacia un lado, obligando al mozo a sujetarlo por la brida para calmarlo. Tenía una mirada salvaje y Jay comprendió inmediatamente que correría como el viento.
Estaba absorto en la contemplación del animal, cuando la voz de su madre le cortó los pensamientos como un cuchillo.
—¿Eso es todo? —preguntó Alicia.
—Vamos, Alicia —dijo sir George—, espero que no empieces a amargarnos la fiesta…
—¿Eso es todo? —repitió ella con el rostro torcido en una mueca de cólera.
—Si —reconoció sir George.
A Jay no se le había ocurrido pensar que su padre le había hecho aquel regalo en sustitución de la finca de Barbados. Miró fijamente a sus padres y, al comprenderlo, se sintió tan dolido que no pudo decir nada.
Pero su madre habló por él. Jay jamás la había visto tan furiosa.
—¡Este es tu hijo! —dijo Alicia sin poder dominar la estridencia de su voz—. Acaba de cumplir veintiún años… tiene derecho a una parte de la herencia en vida… ¿Y tú le das un caballo?
Los invitados contemplaban la escena con horrorizada fascinación.
Sir George enrojeció de cólera.
—¡A mí nadie me dio nada cuando cumplí los veintiún años! —replicó enfurecido—. No heredé tan siquiera un par de zapatos…
—Vamos, por el amor de Dios —dijo despectivamente Alicia—. Todos sabemos que, cuando tu padre murió, tú tenías catorce años y tuviste que ponerte a trabajar en un taller para mantener a tus hermanas… pero eso no es motivo para que le hagas pasar miseria a tu propio hijo, ¿no crees?
—¿Miseria? —replicó sir George, extendiendo las manos como si quisiera abarcar el castillo, la hacienda y el tren de vida que llevaban—. ¿Qué miseria?
—Tiene que independizarse… dale la finca de Barbados, por Dios.
—¡Esa es mía! —protestó Robert.
A Jay se le destrabó finalmente la lengua.
—La plantación nunca se ha administrado como es debido —dijo—. Yo la dirigiría más bien como un regimiento, conseguiría que los negros trabajaran más y resultara más rentable.
—¿Crees de veras que lo podrías hacer? —le preguntó su padre.
A Jay le dio un vuelco el corazón: a lo mejor, su padre cambiaría de idea.
—¡Por supuesto que sí! —contestó con ansia.
—Bueno, pues, yo no —dijo secamente su padre.
Jay sintió algo así como un puñetazo en el estómago.
—No creo que tengas la menor idea acerca de cómo se administra una plantación o cualquier otro negocio —graznó sir George—. Creo que estás mejor en el Ejército donde te limitas a hacer lo que te mandan.
Jay se quedó anonadado al oír las palabras de su padre.
—Nunca montaré este caballo —dijo, contemplando el precioso semental blanco—. Te lo puedes guardar.
—Robert heredará el castillo, las minas de carbón, los barcos y todo lo demás… ¿le vas a dar también la plantación? —dijo Alicia.
—Es el hijo mayor.
—Jay es más joven, pero es también hijo tuyo. ¿Por qué tiene Robert que quedarse con todo?
—Por su madre —contestó sir George.
Alicia miró fijamente a sir George y justo en aquel momento Jay se dio cuenta de que su madre odiaba a su padre. «Y yo también —pensó—. Odio a mi padre».
—Pues entonces, maldito seas —dijo Alicia entre los escandalizados murmullos de los invitados—. Maldito seas por siempre.
Dicho lo cual, dio media vuelta y volvió a entrar en la casa.