La nieve coronaba los cerros de High Glen y cubría las boscosas laderas con manchas nacaradas, como una joya sobre la pechera de un vestido de seda verde. Al fondo del valle, una rápida corriente bajaba entre heladas rocas. El fuerte viento que soplaba tierra adentro desde el Mar del Norte llevaba consigo tormentas de aguanieve y granizo.
Para acudir a la iglesia por la mañana los gemelos Malachi y Esther McAsh seguían un camino en zigzag que discurría por la pendiente oriental del valle. Malachi, llamado Mack, llevaba una capa a cuadros escoceses y unos pantalones de tweed, pero sus piernas estaban desnudas por debajo de la rodilla y los pies sin calcetines se le congelaban en el interior de los zuecos de madera. Sin embargo, era joven y de sangre ardiente, por lo que apenas notaba el frío.
Aquél no era el camino más corto para ir a la iglesia, pero High Glen lo entusiasmaba. Las altas laderas de los montes, los tranquilos y misteriosos bosques y las cantarinas aguas constituían un paisaje familiar para su alma. Ya había visto una pareja de águilas nidificar tres veces allí. Como las águilas, él también había robado el salmón de la finca en el fecundo río y, como los ciervos, se había ocultado entre los árboles, inmóvil y en silencio, cuando llegaban los guardabosques.
La propietaria de la finca era lady Hallim, viuda y con una hija.
Las tierras del extremo más alejado de la montaña pertenecían a sir George Jamisson y constituían un mundo completamente distinto.
Los ingenieros habían abierto unos grandes agujeros en las laderas de los montes y unas artificiales colinas de escorias desfiguraban el valle. Grandes carros llenos hasta el tope de carbón avanzaban por el fangoso camino y el río bajaba negro de polvo. Allí vivían los gemelos, en una aldea llamada Heugh, una larga hilera de bajas casitas de piedra que se encaramaba por la colina como una escalera.
Eran las versiones masculina y femenina de la misma imagen.
Ambos tenían un cabello rubio ennegrecido por el polvo del carbón y unos impresionantes ojos verde claro. Ambos eran de baja estatura y anchas espaldas y ambos poseían unas piernas y unos brazos muy musculosos y eran muy testarudos y discutidores.
Las discusiones constituían una tradición familiar. Su padre había sido un inconformista visceral, siempre en desacuerdo con el Gobierno, la Iglesia o cualquier otra autoridad establecida. Su madre había trabajado para lady Hallim antes de casarse y, como muchos criados, se identificaba con la clase alta. Un amargo invierno en que la mina permaneció un mes cerrada a causa de una explosión, su padre murió a causa del llamado esputo negro, la tos que mataba a tantos mineros del carbón; su madre enfermó de neumonía y murió unas semanas después. Pero las discusiones seguían, generalmente los sábados por la noche, en el salón de la señora Wheighel, que era lo que más se parecía a una taberna en la aldea de Heugh.
Los trabajadores de la finca y los aparceros pensaban lo mismo que su madre. Decían que el rey había sido nombrado por Dios y que por eso la gente tenía que obedecerle. Los mineros del carbón habían oído otras ideas distintas. John Locke y otros filósofos decían que la autoridad de un gobierno sólo puede emanar de la autoridad del pueblo. A Mack le gustaba esa teoría.
Pocos mineros sabían leer, pero la madre de Mack si sabía y él había insistido mucho en que le enseñara. Y ella había enseñado a leer a sus dos hijos, sin prestar la menor atención a las burlas de su marido, el cual le decía que tenía unas ideas impropias de su condición social. En casa de la señora Wheighel, Mack solía leer en voz alta artículos del Times y del Edimburgh Advertiser y de periódicos políticos como el radical North Briton. Los periódicos eran de varias semanas e incluso de meses atrás, pero los hombres y las mujeres de la aldea escuchaban con avidez los largos discursos que se reproducían al pie de la letra, las diatribas satíricas y los reportajes sobre huelgas, protestas y disturbios.
Después de una discusión un sábado por la noche en casa de la señora Wheighel, Mack escribió la carta.
Ningún minero había escrito jamás una carta, por lo que hubo largas consultas a propósito de cada palabra. Estaba dirigida a Caspar Gordonson, un abogado de Londres que escribía artículos en los periódicos en los que se ridiculizaba al Gobierno. La carta se confió al buhonero tuerto Davey Patch para que la echara al correo y Mack se preguntó si alguna vez llegaría a su destino.
La respuesta había llegado la víspera y había sido la experiencia más emocionante que jamás le hubiera ocurrido en su vida. Pensó que cambiaría su existencia hasta dejarla irreconocible. Y que quizá le permitiría alcanzar la libertad.
Desde que él recordara, siempre había ansiado ser libre. De niño, envidiaba a Davey Patch, el cual recorría las aldeas vendiendo cuchillos, cuerdas y baladas. Lo más maravilloso de la vida de Davey era, para el pequeño Mack, el hecho de que pudiera levantarse al amanecer e irse a dormir cuando le apeteciera. Desde la edad de siete años, su madre lo despertaba unos minutos antes de las dos de la madrugada para que bajara a la mina donde se pasaba quince horas trabajando hasta las cinco de la tarde. Entonces regresaba a casa muerto de agotamiento y a menudo se quedaba dormido mientras se comía las gachas de la cena.
Ahora Mack ya no quería ser buhonero, pero seguía aspirando a una vida distinta. Soñaba con construirse una casa en un valle como High Glen sobre un terreno que fuera suyo; con trabajar desde el amanecer hasta el ocaso y poder descansar durante todas las horas nocturnas e irse a pescar los días de sol en un lugar donde los salmones no pertenecieran al terrateniente sino a quienquiera que los atrapara. Y la carta que sostenía en la mano significaba que, a lo mejor, sus sueños se podrían convertir en realidad.
—No estoy muy segura de que sea muy adecuado leerla en voz alta en la iglesia —le dijo Esther mientras ambos caminaban por la helada ladera de la montaña.
—¿Por qué no? —replicó Mack, a pesar de que él tampoco lo estaba demasiado.
—Habrá problemas. Ratchett se pondrá furioso. —Harry Ratchett era el capataz, el hombre que dirigía la mina en representación del propietario—. A lo mejor, se lo dice a sir George y entonces, ¿qué harán contigo?
Mack sabía que su hermana tenía razón y por eso estaba nervioso. Lo cual no le impedía discutir con ella.
—Si me guardo la carta para mí, de nada me servirá —dijo.
—Bueno, se la podrías enseñar a Ratchett en privado. A lo mejor, permite que te vayas discretamente sin que se arme un revuelo.
Mack miró por el rabillo del ojo a su hermana gemela y adivinó que su estado de ánimo no era muy dogmático en aquellos momentos. Parecía preocupada más que combativa. Se sintió invadido por una oleada de afecto hacia ella. Cualquier cosa que ocurriera, Esther siempre estaría a su lado.
Aun así, Mack sacudió tercamente la cabeza.
—Yo no soy el único a quien afecta esta carta. Hay por lo menos cinco chicos que querrían marcharse de aquí si pudieran. ¿Y qué me dices de las futuras generaciones?
Ella le miró con perspicacia.
—Puede que tengas razón… pero ése no es el verdadero motivo. Tú lo que quieres es levantarte en la iglesia y demostrar que el propietario de la mina está equivocado.
—¡No, no es cierto! —protestó Mack. Lo pensó un instante y esbozó una sonrisa—. Bueno, puede que haya algo de verdad en lo que dices. Hemos oído muchos sermones sobre el cumplimiento de las leyes y el respeto que debemos a los que están por encima de nosotros. Ahora resulta que nos han estado engañando desde el principio y precisamente sobre la ley que más nos afecta. Pues claro que quiero levantarme y proclamarlo a los cuatro vientos.
—No les des un motivo para castigarte —le dijo Esther, mirándole con semblante preocupado.
Mack trató de tranquilizarla.
—Procuraré ser lo más educado y humilde que pueda —dijo—. Casi no me vas a reconocer.
—¡Humilde! —dijo Esther con escepticismo—. Ya me gustaría verlo.
—Me limitaré a decir cuál es la ley… ¿qué puede haber de malo en ello?
—Es una imprudencia.
—Lo es, desde luego —admitió Mack—. Pero lo voy a hacer de todos modos.
Cruzaron un cerro y bajaron por el otro lado al valle de Coalpit.
A medida que descendían, el aire se iba notando cada vez más templado. Poco después apareció ante su vista la iglesita de piedra junto al puente que cruzaba el sucio río.
Cerca del cementerio se arracimaban unas cuantas chozas de aparceros. Se trataba de unas construcciones redondas con una chimenea abierta en el centro del suelo de tierra y un agujero en la techumbre para que saliera el humo, con un solo cuarto que compartían las personas y el ganado durante todo el invierno. Las casas de los mineros, un poco más arriba, cerca de los pozos de la mina, eran un poco mejores. Aunque también tenían suelos de tierra y techumbres de turba, todas disponían de un hogar y una chimenea como era debido y de una ventanita con cristales al lado de la puerta. Y los mineros no estaban obligados a compartir el espacio con las vacas. A pesar de ello, los aparceros se consideraban libres e independientes y miraban por encima del hombro a los mineros.
Sin embargo, no fueron las cabañas de los campesinos las que ahora habían llamado la atención de Mack y Esther, induciéndoles a detenerse. Delante del pórtico de la iglesia había un carruaje cerrado con un tronco de dos caballos. Varias damas con miriñaque y estolas de pieles bajaban del vehículo con la ayuda del pastor, sosteniendo en sus manos unos elegantes sombreros con adornos de encaje.
Esther rozó el brazo de Mack y le señaló el puente. Montado en un soberbio caballo zaino de caza con la cabeza vuelta hacia el frío viento, estaba el dueño de la mina, el hacendado del valle sir George Jamisson.
Hacía cinco años que Jamisson no aparecía por allí. Vivía en Londres, que estaba a una semana de viaje en barco y a dos en diligencia. La gente decía que había empezado vendiendo velas y ginebra en una tiendecita de una esquina de Edimburgo y que no era precisamente un dechado de honradez. Más tarde un pariente suyo había muerto joven y sin hijos y él había heredado el castillo y las minas.
Sobre aquella base había creado un imperio empresarial que se extendía hasta lugares tan inimaginablemente lejanos como las Barbados y Virginia y se había convertido en una figura absolutamente respetable que ostentaba los títulos de baronet, magistrado y concejal de Wapping, responsable de la ley y el orden en la zona portuaria de Londres.
Ahora habría querido visitar su finca escocesa en compañía de algunos familiares y amigos.
—Bueno, pues, se acabó —dijo Esther, lanzando un suspiro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mack, a pesar de que ya lo adivinaba.
—Ahora ya no podrás leer tu carta.
—¿Por qué no?
—¡Malachi McAsh, no seas tan idiota! —exclamó ella—. ¡No puedes leerla delante del terrateniente!
—Al contrario —dijo testarudamente Mack—. Eso será un acicate.