Escribió todo lo que recordaba en una libreta que había comprado en una papelería local. Estaba entusiasmada, como una adolescente que espera el baile de fin de curso. Por primera vez sentía que de verdad formaba parte del misterioso proceso. Describió a los asistentes con detalle al imaginarlos mentalmente: «Este hombre mayor llevaba un traje azul que no le quedaba bien y una corbata verde lima; esta mujer estaba embarazada como mínimo de siete meses y estaba muy incómoda.» Citaba cada palabra y cada frase que recordaba del panegírico de la doctora: «Nadie salvo Sarah sabe por qué tomó su última decisión…» Identificó los temas musicales que reconoció —Jesús, Alegría de los Hombres, de Bach y una sonata de Mendelssohn—. Puso por escrito todos los fragmentos de conversaciones insustanciales que había conseguido oír mientras estaba en la cola de las personas que entraban en la pequeña sala de la funeraria: «Odio los funerales» y «qué triste» y «chsss niños, ahora a callar…».
Al final de su informe, la señora de Lobo Feroz añadió: «Estoy segura de que la doctora Jayson no me ha reconocido. He desviado la mirada y me he escondido entre la gente. Me he sentado en el fondo de la sala y en cuanto ella ha acabado de hablar he agachado la cabeza. Después he esperado al otro lado de la calle, frente al aparcamiento de la funeraria hasta que todo el mundo se ha ido, incluida la doctora. Ni siquiera ha mirado hacia donde yo estaba.»
Añadió una anotación más: «No ha habido señal de Jordan en ningún momento. Si hubiese venido al funeral, la habría visto enseguida.»
La señora de Lobo Feroz siempre había pensado que sus rasgos anodinos e insulsos eran una traba. En un grupo nunca destacaba y siempre, durante toda su vida, había estado celosa de las chicas populares —entonces mujeres— que sí destacaban. Incluso se irritó un poco porque su doctora no pareció darse cuenta de su presencia, pese a que había tomado medidas para que no la vieran. Pero esta sensación de ligero enfado había sido sustituida por la idea de que su aspecto —precisamente su mediocridad y el hecho de mezclarse a la perfección en un grupo— era de repente una ventaja.
No sabía que su marido, el asesino, había dicho casi lo mismo al principio de su libro.
«Era como una mosca en la pared —pensó—, lo veía y lo oía todo y nadie se daba cuenta de mi presencia.»
Miró hacia abajo a las hojas escritas con su informe: una letra clara, fácilmente legible y una forma de escribir concisa, muy en el estilo preciso de una secretaria.
Era, imaginó, una forma completamente diferente de ponerse en pie y que contasen contigo. «No hace falta hacer mucho ruido o ser muy guapa —se dijo a sí misma—. No hay que medir un metro ochenta y ser pelirroja como las mujeres que protagonizan el libro. Cuando tienes las palabras a tu disposición, eres especial de forma automática.» Para ella era muy seductor y totalmente romántico. Miró las anotaciones escritas en las hojas de rayas que tenía ante sí y esperó haber utilizado un lenguaje descriptivo y exacto.
De pronto se dio cuenta de que su marido nunca antes le había pedido que escribiese algo para él. Esto lo hacía todavía más especial.
El hecho de que hubiese confiado en ella para que asistiese al funeral resultaba muy satisfactorio.
—Es crucial, para todo lo que voy a incluir en la nueva novela —le había dicho su marido mientras contemplaba cómo se arreglaba; había escogido una sencilla y anodina chaqueta gris, pantalones negros y unas gafas tintadas, no exactamente gafas de sol, pero que servían para ocultarle los ojos—. Yo no puedo estar allí, pero necesito saber todo lo que pasa.
No había preguntado por qué ni había dudado de él cuando le dijo que tenía que evitar en todo momento que la reconociesen. Se limitó a arreglarse el pelo con un estilo completamente diferente al habitual. Se había sorprendido al mirarse en el espejo porque la mujer que la miraba no era ella.
Él también le había indicado lo que tenía que decir si alguien la reconocía. «Simplemente hazte la sorprendida y di que conocías al marido de Sarah de hacía años, de su época de estudiante. Eso funcionará. Nadie te hará más preguntas.»
Con una sonrisa, le había informado de la escuela a la que había asistido el marido y en qué universidad había estudiado antes de entrar en el cuerpo de bomberos. También le explicó que el marido de Sarah había asistido a unos cursos nocturnos de Literatura en la escuela de adultos local. «Simplemente di que ahí es donde le conociste —le había dicho—. Un interés común desgraciadamente interrumpido por el accidente.»
Ella había seguido todas las instrucciones al pie de la letra y lo había hecho mejor de lo que él jamás hubiese esperado, o eso creía.
Se felicitó: «Tendrías que haber sido actriz. Artista. Esta ha sido la primera vez que has subido a un escenario y la has bordado.»
Por un momento, pensó que era como si escribiese un capítulo propio que se incluiría palabra por palabra en el libro, lo cual la emocionó sobremanera.
No conseguía estarse quieta en la silla mientras se inclinaba sobre sus notas, rebuscando entre todo lo que recordaba del funeral, añadiendo todo elemento que le venía a la mente, porque sabía que incluso la más pequeña observación podría servir para que toda la descripción funcionase y eso haría que la escena también funcionase y, por último, el capítulo y, en última instancia, el libro entero.
Levantó la vista y de repente vio unos focos que aparecían en la noche y que se adentraban en el camino de entrada a su casa. Se puso en pie, entusiasmada.
La señora de Lobo Feroz se dirigió a la puerta principal para abrirle a su marido. Parecía como si los años que la llevaban hasta los linderos de la vejez se esfumasen en ese momento. Ya no era la mujer tímida, preocupada y enfermiza que ocupaba una posición discreta y sin importancia a su lado. Rebosaba de intensa pasión, como una de las primeras noches en que se conocieron. Era, pensó, «Mata Hari. Una mujer fatal».
Ahora que sabían algo, todavía estaban más asustadas porque subrayaba lo poquísimo que sabían antes.
Las tres pelirrojas hablaban a gritos.
—No tenía ningún motivo para estar allí, lo que significa que solo hay una razón —dijo Jordan con contundencia—. Ella tiene algo que ver con esto.
—No lo sabemos con certeza —repuso Karen con vehemencia—. Maldita sea, Jordan, no podemos sacar conclusiones precipitadas que creemos que son obvias, porque puede que nos equivoquemos.
—Tú dijiste tres lados de un triángulo. Eso es lo que necesitaríamos para entender quién es el Lobo Feroz. Pero solo veo dos. —Sarah saltó en medio de la discusión—. No tengo ni idea de quién es esta mujer y por qué ha venido a mi funeral. Así que, ¿dónde está el tercer lado?
—El hecho de que no sepas quién es y que nosotras sí lo sepamos, ese es el tercer lado —resopló Jordan.
—Eso no tiene sentido —repuso Karen.
—Entonces, déjame que te pregunte una cosa: ¿perseguir a tres desconocidas que da la casualidad que son pelirrojas porque tienes algún tipo de obsesión de mierda por los cuentos tiene sentido? En serio, ¿tiene sentido?
—Debe de tenerlo. De alguna forma. De alguna manera. Tiene sentido.
—Fantástico. ¿Estás diciendo que no estamos más cerca de descubrir nada y de hacer algo sobre ese Lobo de mierda porque no estamos seguras? Estupendo. De verdad, estupendo de cojones.
Jordan caminaba por la habitación moviendo las manos de la rabia. Solo sabía una cosa: que quería hacer algo. Cualquier cosa. La idea de esperar a la muerte la estaba matando, pensó. La ironía se le escapaba. Sabía que se estaba comportando de forma impulsiva. Pero ya no pensaba que eso fuese un error.
Sarah se dejó caer en la silla, intentando entender por qué una desconocida había ido a su funeral y por qué eso la disgustaba tanto. Se dijo que tenía que haber otros asistentes, personas que no eran antiguos amigos, conocidos o familia de los alumnos a los que había dado clase. Tenía que haber aficionados a los funerales que ocupaban sus vidas desesperadas asistiendo a todo tipo de funeral que viesen anunciado, para poder derramar falsas lágrimas y pensar que eran afortunados porque sus vidas, por tristes que fuesen, no habían acabado.
Miró fijamente la pantalla del ordenador: el rostro parcialmente oculto de la mujer estaba congelado. «¿Por qué no podría esa mujer ser uno de esos?»
«Claro que podría.»
«Pero también podría ser alguien totalmente diferente.»
Sarah dirigió la mirada a Karen y a Jordan. Las dos representaban polos opuestos. Una tenía prisa por contraatacar. La otra era excesivamente prudente. «Hubiese estado bien —pensó—, si ella hubiese encajado entre las dos, la fuerza de la razón.» Pero este no era el caso: en parte quería salir corriendo, en ese preciso instante, aprovecharse de su nueva vida como Cynthia y dejar a las otras dos atrás para que se enfrentasen al Lobo. Estaría a salvo. Él estaría satisfecho con las otras dos pelirrojas. Ella sería libre. Una oleada de egoísmo y de miedo a punto estuvo de vencerla.
La rechazó.
—Solo podemos hacer una cosa —dijo bruscamente, como una maestra imponiendo orden a una clase desobediente—. Ahora vamos a ser nosotras quienes vamos a vigilarla.
Jordan esperó hasta que oyó en su dormitorio el sonido de la puerta al cerrarse. Se dirigió a la ventana y vigiló hasta que vio a la profesora responsable de la residencia escabullirse rápidamente en la oscuridad de la noche.
Justo detrás de Jordan había una pandilla de adolescentes, sus compañeras de habitación. Todas se iban a un baile en la galería de arte del colegio. Ya se oían por el campus los acordes estridentes de un grupo de rock local que tocaba una versión de la vieja canción de Wilson Pickett In the Midnight Hour. Entonces cogió un destornillador, de los que se utilizaban para reparar aparatos electrónicos, y el carné de estudiante plastificado. Ya se había descalzado para poder caminar por el pasillo sin hacer ruido.
Vivir en una antigua casa victoriana de más de ciento cincuenta años convertida en dormitorios individuales para alumnos de clase alta tenía una ventaja importante. Era de sobras conocido que las cerraduras de las puertas eran muy viejas y endebles y la información que siempre pasaba de un ocupante de un dormitorio al siguiente era cómo utilizar el borde del carné de estudiante de plástico duro para forzar cualquier cerradura y abrirla.
Esperaba que la puerta del modesto apartamento de la planta baja que ocupaba la profesora responsable de la residencia tuviese la misma descuidada seguridad.
La tenía.
Pasó el borde de la tarjeta entre la jamba y la cerradura, dobló la tarjeta con un movimiento experto y la puerta se abrió. Encima tuvo la suerte de que la profesora había dejado la lámpara del escritorio encendida, así que Jordan pudo moverse con rapidez por las habitaciones, sin tropezarse con muebles distribuidos de una manera para ella desconocida.
Lo que buscaba podía estar en el escritorio o cerca del teléfono de la mesilla del dormitorio. Jordan no tardó más de noventa segundos en localizarlo.
Se trataba de una carpeta azul con el nombre y el logo del colegio debajo de las palabras: Confidencial/Directorio del personal y del cuerpo docente. Los alumnos no tenían acceso al directorio. Si ellos o sus padres, invariablemente enfadados, querían contactar con alguien de la administración o del personal docente, en la página web del colegio aparecía la lista de los correos electrónicos y los números de teléfono oficiales. Sin embargo, el directorio que Jordan había cogido de debajo de un montón de trabajos de alumnos tenía información que no era tan fácil de obtener.
Lo abrió en la sección titulada: «Despacho del Director.»
Allí, al lado de «Secretaria de Administración» había un nombre. Estaba el número de la oficina y el número privado, además de la dirección y, todavía mejor, entre paréntesis aparecía un nombre masculino. El marido de la secretaria.
La mano le tembló cuando leyó el nombre.
«¿Eres el Lobo?»
Durante un instante, la cabeza le dio vueltas con frenesí. Jordan respiró hondo para calmar el pulso acelerado y el nudo en el estómago. A continuación, copió toda la información de la entrada del directorio con tinta negra en el dorso de la mano. Tenía miedo de perder un trozo de papel. Quería esta información tatuada en la piel.
Sintió que una mezcla de miedos y seguridades se debatían en su interior. Intentó vencer esas sensaciones, diciéndose que debía conservar la calma, que debía mantener la concentración para dejar el directorio exactamente igual como lo había encontrado. Se recordó que debía asegurarse de que no había cambiado nada y que no había dejado ningún rastro en el apartamento de la profesora, ni siquiera el olor de su miedo. El aire en el apartamento parecía agrio, como humo amargo. Se instó a ser sigilosa y a asegurarse de que salía de la habitación con el mismo sigilo y secretismo que había utilizado al entrar.
«Que nadie te vea, Jordan», se había advertido.
«Sé invisible.»
Durante un instante pensó que tenía su gracia. Había entrado en el apartamento y había actuado como un ladrón, había quebrantado una norma del colegio que significaba la expulsión inmediata, sin embargo, no había robado nada, tan solo una información que quizá fuese mucho más importante que cualquier cosa que jamás había tenido en sus manos. Era como robar algo que podía ser muy valioso o, por el contrario, no valer nada.
Se desplazó con sigilo por la habitación y apretó la oreja contra la puerta. No se oía a nadie en el exterior. Inspiró rápidamente, como si fuese una submarinista preparándose para zambullirse bajo aguas oscuras y giró poco a poco el pomo de la puerta para salir. Lo extraño fue que en ese segundo deseó haber traído el cuchillo de filetear. Decidió que a partir de ese momento lo tendría siempre a mano.
El grupo estaba tocando una versión de She’s so Cold, de los Rolling Stones, y hacía una imitación pasable de Mick, Keith y el resto de la banda, incluidas las lastimeras súplicas del cantante condensadas en las letras. El grupo local estaba en una esquina de la sala principal de la galería de arte. Normalmente, la galería exponía obras de los estudiantes, del profesorado y de ex alumnos, pero el espacio abierto se podía convertir con facilidad en una pista de baile. Alguien había sustituido las luces del techo por una gigantesca bola plateada que reflejaba destellos de luz sobre la pista abarrotada. La música reverberaba en las paredes; los estudiantes giraban o, en diferentes grupos, muy juntos, gritaban más fuerte que la música del grupo. Hacía mucho calor y había mucho ruido. En un lateral había una mesa con refrescos atendida por dos de los profesores más jóvenes que repartían vasos de plástico con un ponche aguado rojo. Otro par de profesores situado a los lados de la pista vigilaba a los alumnos e intentaba asegurarse de que no saliesen a hurtadillas cogidos de la mano para tener un encuentro ilícito. Era una tarea imposible; Jordan sabía que el calor de la sala se traduciría en conectar. «Más de uno perderá la virginidad esta noche», se dijo.
Tres veces se había abierto camino a codazos a través de la masa densa y móvil de alumnos que bailaban, las tres veces atravesando la pista en diagonal, deteniéndose un par de veces para mover el cuerpo en círculos para que así la confundiesen con una de las asistentes a la fiesta. Sin embargo, tenía la mirada fija en las salidas y en los profesores que intentaban evitar las inevitables escapadas a lugares más oscuros y tranquilos.
Jordan había asistido a suficientes bailes de este tipo como para saber lo que sucedería. Los profesores descubrirían a una pareja intentando salir junta. O serían lo bastante listos como para darse cuenta de que la alumna de segundo que salía por la puerta derecha tenía intención de encontrarse con el alumno del último curso que salía por la puerta izquierda y pararían a los dos.
Jordan esperó el momento oportuno. Cuando vio una pareja que intentaba salir, se deslizó tras ellos. Sabía lo que iba a pasar.
—¿Adónde se supone que vais? —exigió saber el profesor.
Interrogó a la pareja, que al menos tuvo la sensatez de soltarse de la mano y contestó con timidez y sudando que solo querían salir y que no hacían nada malo y que no tenían la menor idea de lo que el profesor pensaba que iban a hacer.
Y mientras discutían, Jordan se coló por la puerta.
Se dirigió rápidamente pasillo abajo. Con cada paso, la música se iba desvaneciendo tras ella. Al final del pasillo se detuvo. A su derecha había una escalera, a su izquierda otro pasillo que llevaba a los servicios. Habría profesores vigilando todos los lavabos. Era un lugar obvio para que las parejas se metiesen mano a toda prisa o para tragarse con rapidez una pastilla o esnifar cocaína. Los chavales que querían utilizar el baile como tapadera para fumar marihuana siempre eran lo bastante listos como para salir al exterior para que el revelador olor de la droga no pudiese ser detectado por las narices de sabueso de los profesores.
Las escaleras de la derecha bajaban a una segunda planta donde se encontraban los estudios de dibujo y de escultura.
Jordan miró por encima del hombro, se había convertido en algo habitual asegurarse de que no la seguían, y entonces voló escaleras abajo.
Un profesor que hacía rondas cada quince minutos más o menos vigilaba los estudios, que eran uno de los lugares preferidos para enrollarse. Jordan pretendía esquivar estos lugares tan obvios y salir por una puerta de la planta baja y, pegada a las sombras, dirigirse hasta al edificio contiguo, el de Ciencias y Física. Parecía como si fuese un prisionero de guerra que esquiva las torres de control y a los guardias.
Estar en el último curso y llevar cuatro años en el colegio era una ventaja. Para cuando llegaba el momento de la graduación, ya se conocían todas las pequeñas manías y las idiosincrasias del colegio, por ejemplo, que las puertas no las cerraban con llave.
Jordan ignoró las aulas que estaban nada más entrar y bajó por unas escaleras. Los laboratorios estaban abajo y sus ventanas no daban a los principales pasajes y patios del colegio sino a los campos de deporte. Estaba oscuro, la única luz era la del edificio de Arte, donde se celebraba el baile, que estaba bien iluminado. Estaba en silencio; el ruido de sus zapatillas deportivas al golpear el suelo y su respiración era lo único que se oía cerca, todo lo demás era el rhythm and blues y el rock and roll de la banda que tocaba en el edificio de al lado.
Jordan se paró en la puerta del tercer laboratorio y la abrió. El interior era negro y gris. Distinguía las sombras de los aparatos del laboratorio colocados sobre mesas amplias donde los alumnos hacían los experimentos.
—¿Karen? ¿Sarah? —susurró.
—Estamos aquí —respondieron desde la sombra de una esquina.