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«Lo gracioso —pensó— es que con todos los asesinatos que he cometido, no me gusta mucho ir a funerales. Me hacen sentir incómodo. Están demasiado cargados de emociones descontroladas o de falsos sentimientos.»

Sin querer, se puso a silbar una serie de notas inconexas, no una melodía reconocible. «Gente real como las Pelirrojas. Personajes inventados en mis libros. Muchos tipos de muertes diferentes en mis manos. Tanto si es en una página en prosa o tendidas en una mesa de amortajamiento en el depósito de cadáveres esperando el coche fúnebre y un viaje al crematorio o a un hoyo a dos metros bajo tierra, seguís estando como témpanos. Tanto si morís de viejo, por enfermedad o por muerte repentina, por un navajazo o por un disparo o por el capricho de un autor, al final todo es lo mismo.»

Resopló y pensó que parecía un predicador dándose un sermón.

—Polvo eres y en polvo te convertirás —recitó en un tono burlón, profundo y sonoro.

El Lobo Feroz pensaba que había mezclado a la perfección sus mundos de ficción con la realidad. Era un asesino en ambos mundos. Para él, ya no había mucha diferencia entre los dos —un feliz subproducto de la elección que había hecho de las tres pelirrojas— y rehacerlas en personajes. Se consideraba un maestro de lo real y de lo ficticio. Ser tan competente en ambos ruedos avivó su entusiasmo.

—Tic tac, tic tac. El tiempo avanza, señoras —se dijo.

Rio un poco y se preguntó qué resultaría más estimulante: matar o escribir sobre ello. Las dos cosas eran terriblemente atractivas. Su única preocupación constante era cómo plasmar de forma exacta la muerte de Pelirroja Dos. Era el tipo de nudo desafiante que todo escritor quiere deshacer. «James Ellroy —pensó en unos de sus autores favoritos—. L. A. Confidential. Le gustan los argumentos complicados y retorcidos para después desenredarlos con un lenguaje convincente. Y violencia. Mucha violencia. Cuesta olvidar toda la brutalidad que plasma en el final.» El Lobo Feroz sabía que tenía que conseguir que los últimos momentos de Pelirroja Dos al borde del puente pareciesen tan reales como los que estaba a punto de crear para Pelirroja Uno y Pelirroja Tres. El problema era que no lo había presenciado. Esto le hizo murmurar una maldición. «Maldita sea.» Tenía que asegurarse de que los lectores supiesen que cuando Pelirroja Dos se lanza a las aguas oscuras, cae en el olvido gracias a su empujón.

—Sabes lo suficiente. Tienes los detalles. Solo es cuestión de escribir la descripción adecuada —dijo. Siempre le resultaba reconfortante hablarse en tercera persona.

Hizo una lista mental: «Pánico: lo conoces. Duda: la entiendes. Miedo: bueno, ¿quién lo conoce mejor que tú? Junta esas tres cosas en la mente de Pelirroja Dos y ya lo tienes.»

Pensó en prepararse un baño cuando regresase a casa, sumergir la cabeza debajo del agua e intentar imitar la sensación de ahogarse. «No será lo mismo. No habrá agua negra ni fuertes corrientes que te empujen hacia el fondo. Pero al menos conseguiré entenderlo un poco para hacer que funcione sobre el papel.

»Aguanta la respiración. Y cuando notes que vas a desmayarte, lo sabrás.»

Eso tendría que funcionar.

«Conocer de lo que escribes. Hemingway conocía la guerra. Dickens conocía el sistema de clases británico. Faulkner conocía el sur.

»Todos los buenos escritores llevan a un pequeño periodista dentro.»

Había estacionado el coche en un pequeño aparcamiento de tierra adyacente al parque natural, no lejos de la casa de Pelirroja Uno. La parte trasera de su parcela daba al parque. Había un sendero muy frecuentado por excursionistas de la zona y que llevaba hasta el interior del bosque y subía por un camino empinado pero abordable hasta una colina desde la que se veía el valle en el que vivían las tres pelirrojas y él. Se trataba de un lugar concurrido y en las bonitas mañanas de domingo llegaba a estar atestado con más de una docena de coches y se oían las risas que penetraban por entre los árboles y los arbustos mientras la gente subía y bajaba alegre por el sendero. Pero los días laborables estaba casi vacío, pues muy pocas personas tenían ganas de hacer el camino, aunque no llegaba a ser agotador, después de una larga jornada en un trabajo aburrido. Aquel mediodía solo había tres coches en el aparcamiento, pese a que era fin de semana. El cielo cubierto y gris amenazaba lluvia y el aire era tan frío que veía el vaho de su respiración al bajar la ventanilla. En zonas más altas quizás estuviera nevando. Esto le preocupaba. No quería dejar huellas en la tierra helada. El barro resbaladizo y húmedo ocultaría las huellas de sus zapatos. El barro que se helaba con la caída de las temperaturas revestiría las huellas de las suelas de sus zapatos casi tan bien como un molde de plastilina. Había leído en más de una ocasión sobre asesinos que habían sido identificados por las huella de sus zapatos y era consciente de que incluso el cuerpo de policía más rural sabía cómo identificar huellas de zapatos y de neumáticos.

Miró a su alrededor, a sabiendas de que solo había un par de esforzados senderistas en el bosque, pero quería estar seguro de que nadie veía cómo, incómodo, se cambiaba el traje azul barato para ponerse unos vaqueros, un polar y un cortavientos y pasar rápidamente de un atuendo de funeral a ropa de calle. Tuvo que contorsionarse en el asiento delantero del vehículo para quitarse los pantalones y eso le recordó que se estaba haciendo viejo. Las rodillas le crujían y la espalda se contraía, pero no tenía remedio. Se quitó los zapatos Oxford y deslizó los pies en unos gruesos calcetines de lana y en resistentes botas impermeables.

Después de cambiarse, volvió a comprobar en el retrovisor el bigote y la perilla postizos que llevaba, para asegurarse de que seguían pegados a su rostro y no se habían movido de forma ridícula al ponerse el jersey de cuello alto.

Una vez leyó —en la época anterior a las cámaras de seguridad y a los sistemas de control con vídeo— sobre un atracador de bancos que nunca llevaba máscara para ocultar su identidad, sino que por sistema utilizaba maquillaje de cine para pintarse una impresionante cicatriz falsa en el rostro, que se extendía desde la parte superior de la ceja hasta debajo de la barbilla pasando por la mejilla. «Ese sí que entendía la psicología del crimen», pensó el Lobo Feroz. Cada vez que la policía pedía a los empleados del banco y a otros testigos que describiesen al atracador, todos respondían igual: «No se les escapará porque tiene una cicatriz…», que pasaban a describir con gran detalle. Lo único en lo que se habían fijado era en la cicatriz falsa. Ni en el color de los ojos ni en el del pelo ni en la forma de los pómulos ni en la curva de la nariz ni en la forma de la mandíbula. Eso siempre le había gustado. «La gente solo ve lo obvio. No lo sutil», se dijo.

Sin embargo, la sutileza era la religión que él profesaba.

Del maletero del coche sacó una mochila corriente de color rosa vivo que había comprado en una cadena de tiendas de cosméticos y otros artículos. Estaba adornada con un unicornio blanco encabritado. Era el tipo de mochila que utilizaban las niñitas de guardería para llevar sus cosas. También sacó un bastón de caminar de madera nudosa, al que ató un pañuelo arcoíris de varios colores, una prenda básica entre la comunidad gay y lesbiana de la zona. Se caló en la cabeza una gorra de lana azul marino adornada con el logo de los New England Patriots, un equipo de fútbol americano.

El Lobo Feroz sabía que todos estos artículos juntos creaban un conjunto excéntrico e incongruente y, como la cicatriz del atracador, lo harían invisible ante cualquiera que pudiese encontrarse en el bosque. «Se acordarán de todas las cosas equivocadas», se dijo.

En la mochila rosa había guardado seis cosas: un bocadillo, una pequeña linterna, un termo con café y un par de binoculares de visión nocturna por si decidía quedarse hasta después del atardecer, un catalejo plegable y un ejemplar de Birds of North America, de Audubon.

El libro, que nunca había abierto ni se había preocupado de leer, lo llevaba por si se encontraba a una persona lo bastante curiosa como para pararle, por ejemplo, un guarda del parque, aunque dudaba de que esa tarde hubiese alguien en los senderos. Y no era un águila calva o un búho blanco lo que en realidad tenía intención de espiar.

Empezó a silbar de nuevo. Una melodía alegre y despreocupada. Miró el reloj de muñeca. «La elección del momento es importante», se recordó. Esperó hasta que el minutero llegó a las doce y entonces el Lobo Feroz empezó a subir con rapidez el sendero hasta la zona protegida, buscando la pequeña muesca que había hecho en el tronco de un árbol del sendero para marcar una ruta que descendiese a través del bosque hasta la parte trasera de la casa de Pelirroja Uno.

«Carrera de prueba», pensó. La próxima vez no será una mochila rosa de niña ni un bastón de caminar del orgullo gay. La próxima vez solo llevará el cuchillo de caza.

Pensó en todo lo que había planeado: «Martes. Un día normal y corriente. Un aburrido día en mitad de la semana laboral. Los martes no tienen nada de especial.»

«Salvo que este martes será diferente.»

Contó concienzudamente los minutos que tardó en abrirse camino en la maraña del bosque. Más tarde, pensó, contaría las horas que faltaban hasta el martes por la noche.

«En el exterior de la puerta lateral. Pasada la tienda de ultramarinos y de pizzas. Agáchate por el pasaje que hay detrás del aparcamiento. Mantén la cabeza baja y camina deprisa.»

Pelirroja Dos avanzó deprisa en la luz mortecina del final de la tarde. Había empezado a lloviznar de nuevo y encorvó los hombros y metió la barbilla hacia el pecho para protegerse del frío. Llevaba una vieja y andrajosa gorra negra de béisbol que de poco servía para esconder su mata de pelo, pero era mejor que nada. En la visera se formaron unas gotitas.

La iglesia episcopal local les había parecido un buen lugar para reunirse. Estaba a cuatro manzanas del centro de acogida donde Sarah se ocultaba, cerca de la línea de autobús que venía del colegio de Jordan y a una rápida caminata a través de la principal zona comercial de la población desde el garaje donde Karen podía estacionar el coche y asegurarse de que no la seguían subiendo y bajando varias veces en el ascensor.

«El pastor tiene un despacho en el sótano que nos deja utilizar —había explicado Pelirroja Uno por teléfono—. Le he dicho que intentábamos ayudar a una amiga, esa eres tú, Sarah, en Lugar Seguro y que necesitábamos un lugar para reunirnos en privado y ha sido de lo más comprensivo. Me contó que muchas veces daba sermones sobre la violencia doméstica, así que hice ver que estábamos preocupadas por un marido violento.»

No había dicho: «Ningún Lobo nos seguirá hasta el interior de una iglesia…» Que es lo que Sarah estaba pensando mientras cruzaba el asfalto negro del estacionamiento que brillaba con la lluvia. Un loco pensamiento sobre tierra consagrada o sagrada reverberaba en su interior, aunque, se dijo, eso son los vampiros y no los lobos.

Pelirroja Uno le había dicho que no utilizase la entrada principal de la iglesia, así que la rodeó hasta llegar a la parte posterior. Había una pequeña entrada al sótano con un cartel al lado de la puerta que decía: «Prohibida la entrada durante la misa dominical. El Grupo de AA se reúne lunes, miércoles y viernes de siete a nueve de la noche.»

Pisó un charco, soltó una maldición y siguió deprisa hacia delante. Se sentía casi como un fantasma, como si de repente fuese invisible. Se preguntaba si se debía al funeral; «mucha gente cree que estoy muerta. No dejes que nadie que conocía a la antigua Sarah vea a la nueva Cynthia».

Abrió la puerta y entró en el sótano de la iglesia.

Un radiador silbaba y el vapor emitía un ruido metálico en unas tuberías escondidas. Sarah avanzó por un pasillo estrecho iluminado con bombillas peladas que daban a las paredes encaladas un brillo duro. Al final, el pasillo se abría a un espacio más amplio con un techo bajo e insonorizado y un suelo de linóleo, con un estrado en un extremo y varias filas de sillas plegables de acero gris colocadas delante de un podio vacío. Se trataba de un lugar sórdido y triste y supuso que era allí donde se celebraban las reuniones de Alcohólicos Anónimos.

En una esquina había una puerta abierta y oyó voces. Se dirigió hacia allí y dentro vio a Karen de pie al lado de un escritorio de roble macizo. En las paredes había algunas fotografías informales de un hombre canoso vestido con sotana y celebrando una ceremonia y un par de diplomas de teología, pero no había ni rastro del sacerdote. Jordan estaba al lado de Karen jugueteando con una cámara, algunos cables y un ordenador portátil.

Jordan levantó la vista, sonrió y dijo de broma:

—Eh, difunta, ¿qué tal va?

—Bastante bien. Adaptándome —repuso Sarah.

—Guay.

Karen se acercó y le dio un abrazo a Sarah, cosa que sorprendió a la joven, aunque notaba una especie de calidez que fluía en el abrazo. No era exactamente un abrazo de amiga, era un gesto de «estamos en esto juntas».

—¿Cómo ha ido? —preguntó Sarah. Pensó que se trataba de una pregunta de lo más curiosa, preguntar a alguien cómo había ido su funeral. Pero comprendió que el Lobo había provocado que hiciesen preguntas que estaban muy lejos de cualquier normalidad.

Karen se encogió de hombros y sonrió irónicamente.

—Ha estado bien. Un poco raro, pero bien. Tenías muchos más amigos de los que decías que iban a venir. La gente estaba triste de verdad… —se detuvo antes de terminar la frase, pero Jordan saltó.

—… porque te has suicidado.

La adolescente sonrió y se rio.

Sarah esbozó una sonrisa tímida. Pensó que no había nada en absoluto gracioso en su situación ni en lo que habían hecho ni en lo que planeaban hacer ni en despedirse de su antigua vida, pero al mismo tiempo la respuesta de Jordan era totalmente acertada: todo era muy gracioso, una inmensa broma.

Las tres pelirrojas guardaron silencio unos instantes.

—¿Ha estado allí? —preguntó Sarah.

—No lo sé —repuso Karen—. Había muchos hombres y familias, pero no sabría decir si había algún hombre en concreto. No iba a llevar un cartel que dijese: «Hola, soy el Lobo» o pretender destacar de alguna forma. Yo intentaba mirar a los ojos, pero era difícil…

—Ha tenido que venir —interrumpió Jordan de nuevo, hablando de forma brusca con toda la determinación de una atleta y la seguridad de una adolescente que está totalmente, cien por cien, segura de algo. Las otras dos Pelirrojas eran más mayores y, por lo tanto, estaban más acostumbradas a las dudas—. Quiero decir, venga. ¿Cómo no iba a presentarse en el funeral de lo que él ha creado? Ha estado encima de nosotras en todas las malditas formas posibles, ¿cómo va a mantenerse al margen ahora? Sería como ganar un premio importante de la lotería y no aparecer para reclamarlo.

Karen, por supuesto, imaginó un millón de razones por las que el Lobo podría no haber aparecido. «O una razón —pensó, pero no lo dijo en voz alta—, porque es listo y no necesitaba estar allí porque nos está esperando fuera. O cerca. O a la vuelta de la maldita esquina o en mi casa o en mi consulta o en cualquier sitio donde no me lo espero y ahí es donde voy a morir.»

Negó con la cabeza, pero no necesariamente como respuesta a todo lo que Jordan había dicho, sino más bien contestando de rebote a sus miedos.

Karen tuvo un pensamiento extraño, un recuerdo extraído de repente de un curso de Literatura que había hecho antes de la universidad, años antes de la Química Orgánica y la Estadística y la Física y los meses interminables en la facultad de Medicina. Era un curso sobre Escritura Existencial y no había pensado en él en décadas.

«Madre ha muerto hoy. O quizás ayer; no estoy segura.»

Le entraron ganas de gritar.

«Karen morirá mañana. O quizá pasado mañana; no estoy segura.»

Jordan tecleaba en el ordenador y levantó la vista.

—Eh, funciona. ¡Empieza el espectáculo! —rio secamente—. Lo único que falta son unas palomitas.

Las tres mujeres se inclinaron sobre el escritorio y miraron la pantalla del ordenador llena de imágenes de personas que entraban por la puerta al funeral. Sonaba una música de fondo enlatada. No se oía mucho más, pues los asistentes, respetuosos, estaban en silencio mientras sin saberlo se situaban en el ángulo de visión de la cámara y después se marchaban.

—Triangula —dijo Karen con suavidad—. Cuando necesitas saber una ubicación, piensa en un triángulo y tendrás la respuesta que necesitas.

—Eso somos nosotras —repuso Jordan—. Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. Tres lados del mismo triángulo.

—Continúa mirando —prosiguió Karen—. Sarah, deberías identificar a todo el que puedas. —Abrió el libro de firmas que la funeraria les había proporcionado y donde los asistentes habían escrito breves notas o simplemente habían firmado.

Sarah miró fijamente a la primera persona que se acercó al libro en el vídeo.

—Bien, ese es mi vecino, su mujer y sus dos hijos. El súper patriota rojo, blanco y azul cuyo patio trasero utilizaste la otra noche —le dijo a Karen.

Karen cogió un lápiz e hizo una anotación en el margen del libro.

—Y esos son los padres de una de mis alumnas. Y esa es su hija. Estaba en mi clase antes de que yo dejase la docencia. Ha crecido este año.

A Sarah le entraron ganas de llorar.

—Está muy guapa —susurró.

Escribió otra anotación en el margen.

—Sigue —dijo Karen forzadamente.

Rostros, a veces nombres, muchas veces contextos que saltaban de la pantalla del ordenador a las tres pelirrojas. Jordan manipuló el ratón del ordenador para que el flujo fuese más despacio y una o dos veces para congelar la imagen cuando a Sarah le costaba ubicar a una persona. A veces dudaba y otras era una cuestión instantánea; era como ver una extraña representación teatral, donde no había ni diálogo ni argumento, pero en la que cada imagen separada creaba una profunda y clara impresión. Varias veces Sarah tuvo que parar y caminar por la habitación mientras hurgaba profundamente en los recuerdos para recordar quién era alguna persona. Las tres pelirrojas estaban pendientes de cada hombre que entraba en la fila, se detenía ante el libro, cogía el bolígrafo que había puesto la funeraria y después salía del campo de visión de la cámara.

—Venga, joder —susurró Jordan—. Sé que estás ahí.

El flujo de personas disminuyó y al final cesó.

—Mierda, mierda, mierda —maldijo Jordan de nuevo. En la pantalla se veía la imagen del libro de firmas esperando inútilmente sobre la mesa. La música cesó y se oyeron las primeras palabras del discurso panegírico de Karen—. Cabronazo —añadió Jordan.

—Veámoslo otra vez —sugirió Karen con calma. Tenía que esforzarse mucho para evitar levantar la voz por el pánico.

—No ha venido —concluyó Sarah. Tenía la sensación de que iba a desplomarse. Tenía la impresión de haber perdido el punto de apoyo en la ladera de una montaña y de repente caer al vacío.

Karen vio que Jordan apretaba los puños y golpeaba el aire, en un intento de estampárselos en la cara al Lobo, que estaba y no estaba con ellas.

—Tenemos que verlo otra vez —sugirió Karen, un poco más suave, pero con toda la furia insistente que fue capaz de reunir—. Se nos ha tenido que pasar algo.

Pero en su fuero interno le embargaba el miedo, porque tal vez no se les había pasado nada. Notaba que la ansiedad amenazaba con quebrar cada palabra que pronunciaba y que los latidos del corazón se aceleraban. «Esto tiene que funcionar», gritó para sí. Y no se le ocurría ninguna otra idea. Tenía ganas de echarse a llorar y le costó un inmenso esfuerzo controlarse.

—Empezaremos desde el principio. Y, Jordan, esta vez congela la imagen en cada persona que firma.

Era una tarea meticulosa. Lenta y pausada. Con cada persona que no era el Lobo, crecía la tensión en la habitación. Ninguna sabía exactamente qué buscaban. Les empujaba la disparatada idea de que algo resultaría completamente obvio, aunque las tres pensaban que precisamente lo contrario sería lo más probable.

Jordan quería coger algo y estamparlo. Karen quería gritar bien fuerte y después seguir gritando. Sarah estaba al borde del llanto, pues pensaba que decepcionaba a las otras dos.

Jordan congeló la imagen de un grupo familiar que se entretuvo en el libro de firmas.

—Bueno —dijo, con la voz cargada de frustración—. Y ahora, ¿quién demonios son estos?

—El hombre es un técnico de emergencias médicas que trabajaba en el departamento de bomberos donde mi marido era jefe de turno. Creo que él es quien llamó para…

Se detuvo, incapaz de pronunciar las palabras «el accidente». Se levantó, caminó por la habitación unos pocos metros arbitrarios, como si de repente tuviese miedo de contemplar una segunda vez las imágenes de la pantalla.

Karen comprendió enseguida qué era lo que le hacía dudar a Sarah. Prosiguió ella en un intento de persuadir a Pelirroja Dos para que continuase con el proceso.

—Bien, así que trabajó con tu marido, ¿y las personas que le acompañan quiénes son?

Sarah detuvo sus pasos y volvió a las imágenes. Pero se quedó unos metros alejada, como si la distancia de alguna manera la mantuviese a salvo de sus recuerdos.

—Esa debe de ser su mujer, la que lleva al niño de la mano y al bebé en brazos. Vinieron una o dos veces a cenar. Y supongo que la mujer que está detrás de ella es la suegra. Me acuerdo. Tenían una suegra que vivía con ellos. Creo que mi marido me dijo que estaba cansado de escuchar sus quejas…

—Vale. Sigamos —instó Jordan—, a no ser que creas que el técnico de emergencias es un Lobo.

Karen se detuvo. Había algo que no le gustaba, pero no sabía decir exactamente qué.

—No —repuso con cuidado—. Retrocede un poco y después avanza muy despacio.

Volvió a ver a la familia. El marido llevaba un traje azul. Le quedaba un poco estrecho y se movía con rigidez al acercarse a la mesa y al libro de firmas. Llevaba una corbata que parecía que lo iba a estrangular y tenía un aspecto que hablaba de pérdida. La esposa, de la edad de Sarah, guapa, pero con el pelo un poco despeinado y un maquillaje que parecía que se lo había aplicado a toda prisa, llevaba un bonito vestido floreado y un abrigo y del hombro le colgaba una bolsa de bebé que indudablemente contenía biberones, pañales y sonajeros. Le costaba sujetar en brazos al bebé, que no paraba de moverse, y a la vez agarrar de la muñeca al otro niño para que no saliese corriendo. Era la típica coreografía madre-hijo tan habitual, una de las tantas obligaciones, de las tantas responsabilidades en la situación limitada en que se encontraban: un momento de adultos nada apropiado para niños pequeños.

—Esto no está bien —dijo Karen.

Sarah negó con la cabeza.

—No, lo conozco. Quiero decir que es un hombre dedicado a su trabajo. Salva vidas. No es un asesino.

—Eso no se puede saber con certeza —añadió Jordan con frustración—. El Lobo puede ser cualquiera.

Eso no era lo que preocupaba a Karen sobre la imagen, pero había algo que no estaba bien. No podía estar segura de qué era, pero se inclinó hacia delante, para mirar fijamente y con atención.

—Avanza lentamente —indicó.

Jordan movió el ratón del ordenador.

La suegra apareció en la pantalla, pero su imagen, al inclinarse sobre el libro, estaba parcialmente oculta por la esposa, el marido y los niños.

—Esto no está bien —repitió Karen.

—¿Qué? —preguntó Sarah.

—La madre lo está pasando mal con los niños. ¿Por qué no le da uno a su madre cuando firma en el libro? Pero no lo hace. Quiero decir, ¿no es para eso para lo que les ha acompañado la suegra? ¿Para ayudarlos? Y está claro que la chica necesita…

Karen se calló.

Todas se inclinaron hacia delante.

—No le veo bien la cara —dijo Sarah—. ¡Maldita sea, mira hacia aquí! —casi gritó a la figura que aparecía en la pantalla del ordenador.

—¿Llegaste a conocer a la suegra? —preguntó de repente Karen.

—No.

—Entonces no podemos estar seguras de que…

Calló. Se volvió, como si el hecho de mover el cuerpo hiciese que la imagen de la mujer se viese con mayor claridad. Jordan adelantó la imagen tan solo un poco y acercó su rostro a la pantalla del ordenador.

—¿Sabes quién es? —preguntó Karen bruscamente.

—No —contestó Sarah.

Karen respiró hondo. Dio un grito ahogado al reconocerla de repente.

—Yo sí —añadió.

Hubo un silencio en la habitación. Pensó: «¿Una mujer que asiste a un funeral y no conoce al difunto?» Las tres pelirrojas oían la calefacción que silbaba en las tuberías ocultas en el techo sobre ellas.

—Yo también —dijo Jordan en voz baja. En ese instante, toda su bravuconería de adolescente se había esfumado y palideció.