En la parte superior de la zona Jordan vaciló, luego giró a la derecha e hizo un bloqueo para el alero del lado débil. La jugada era nueva y diseñada para anotar a aro pasado por la línea de fondo. Pero cada vez que la habían ensayado, había fallado porque la chica que se suponía que debía llevar a su defensa hacia Jordan era lenta y permitía que la jugadora del equipo contrario se deslizara por el pequeño espacio que la indecisión creaba y no la bloqueaban, manteniendo la presión constante. La jugada la marcaba la base gritando una cifra que empezaba por el número tres y habían ensayado variaciones en las que Jordan salía del bloqueo hacia la canasta, u otras en las que el alero del lado débil hacía un segundo bloqueo al escolta, pero esto también fallaba si la otra chica no obligaba a la defensa a ir contra el pecho de Jordan. Todo dependía de aquella primera incursión y movimiento.
Jordan odiaba aquella serie de jugadas porque si no se conseguía bloquear al defensor siempre consideraban que era culpa de ella, cuando lo que se le pedía era que se mantuviera firme en su posición y era la única de la pista consciente del mal ángulo que había adoptado su compañera de equipo, y de la falta de convicción para que se produjera el choque de cuerpos. Era como si su compañera de equipo tuviera miedo de que alguien se hiciera daño, pero la consecuencia era que las demás chicas pensaban que Jordan se mostraba débil y tímida, cuando en realidad no había nada que le gustara más que la sensación de los cuerpos al chocar.
Los momentos breves de peligro y amenaza de lesión, ese era el objetivo de Jordan en la vida.
Dio un paso y se quedó parada, bajó los brazos y los dejó pegados al cuerpo para ser como un pilar en la cancha. Sabía que la base driblaba detrás de ella, a tres metros quizá. Había una cacofonía continua que parecía cernirse por encima de la cancha, de forma que el chirrido de las zapatillas de básquet en contacto con el parqué encerado se elevaba y se mezclaba con los gritos de entusiasmo y exhortaciones del público en las gradas descubiertas.
Jordan vio a su compañera de equipo fingiendo a lo largo de la línea de fondo y que luego se giraba e iba directa al codo, el lugar donde acaba la línea de tiros libres, donde Jordan esperaba. Vio que la defensa se movía con rapidez para seguirle el ritmo y Jordan enseguida vio que, como era de esperar, su compañera de equipo no se había colocado en el ángulo correcto. Estaba cerca pero no lo bastante cerca. Es lo que siempre hacía y aquel pequeño y sutil movimiento, este temor al contacto físico era lo que siempre hacía que la jugada fracasara.
En una cancha de básquet las cosas se suceden rápido. El movimiento no solo se define por la velocidad, sino también por la colocación. Los ángulos son esenciales. La posición del cuerpo resulta crucial. A Jordan le encantaba la arquitectura del juego, el hecho de que cada pequeño detalle se convirtiera en el elemento de una ecuación que acababa conduciendo al éxito. Despreciaba la falta de pasión que notaba en algunas de sus compañeras, quienes, según creía, se limitaban a seguir los movimientos del juego mientras que para Jordan cada minuto en la cancha era de dedicación y liberación totales. Cuando el partido empezaba se olvidaba de todo. O eso es lo que pensaba. Se imaginaba que si fuera religiosa, el éxtasis de los rezos sería exactamente el mismo al sentimiento que la embargaba cuando jugaba un partido.
«Soy una monja en la cancha», imaginó.
Se inclinó hacia delante desde la cintura y tensó los músculos.
«Pero no tan inocente.»
Sabía que lo que estaba a punto de hacer era ilegal pero también sabía que en una ocasión un gran periodista había escrito que el baloncesto es un juego de delitos sutiles y, por tanto, en una milésima de segundo tomó la decisión de que era un buen momento para arriesgarse a cometer uno.
Jordan vio que la defensa se movía rápido por el hueco que quedaba entre ella y su compañera, espacio que no debería estar allí. Así pues, justo cuando las tres estuvieron bien juntas, ella inclinó el hombro ligeramente y se movió hacia delante un par de centímetros en el momento en que se juntaron. Fue un movimiento sutil y Jordan imaginó que no difería demasiado de la caricia especial de un amante devoto. Salvo que esta era mucho más violenta.
La chica del otro equipo se llevó la fuerza del hombro de Jordan en el pecho. Jordan oyó cómo el aire le salía del cuerpo, así como un gruñido y un pequeño grito ahogado cuando las dos colisionaron. Su compañera de equipo se zafó del grupo de jugadoras al instante, salió libre por el otro lado, y cogió el pase. «Un tiro fácil», pensó Jordan, mientras se dirigía a la canasta no a esperar el rebote sino a situarse en posición tal como les habían enseñado y por instinto.
Estaba totalmente convencida de que oiría el silbato del árbitro que diría: «¡Falta! ¡Número 23!»
Oyó al público lanzando vítores.
Oyó al entrenador del equipo contrario desde el banquillo en la línea de banda gritando como loco: «¡Bloqueo ilegal! ¡Bloqueo ilegal!»
«Y que lo jures, entrenador», pensó.
A su lado, la jugadora del equipo contrario, que había recuperado el aliento, susurró:
—¡Zorra!
«Y que lo jures, otra vez», se dijo. No lo expresó en voz alta. En cambio, se colocó en su posición defensiva dando una gran zancada y preguntándose si debería estar alerta por si un codo se desviaba hacia su mejilla o un puño se le clavaba en la espalda cuando el árbitro no miraba. El baloncesto también es un juego de revanchas ocultas y sabía que ella se merecía por lo menos una.
El ruido de la multitud subió de volumen ante la expectativa, llenó el gimnasio, no quedaba mucho tiempo y el partido iba muy igualado y Jordan sabía que cada acción de la cancha en los segundos restantes decantaría la balanza hacia uno u otro equipo. Los momentos finales de un partido de básquet exigían la máxima dedicación y una concentración intensa. Pero algo muy distinto le vino a la mente. «El Lobo Feroz es más listo que Caperucita Roja. Le lleva la delantera en todo momento. Nadie acude a rescatarla. Nadie la salva. Está completamente sola en el bosque y no puede hacer nada para evitar lo inevitable. Muere. No, peor: se la come viva.»
Jordan intentó quitarse de encima la investigación de la noche anterior. Se había pasado dos horas en la biblioteca, leyendo los cuentos de los hermanos Grimm, y otros noventa minutos en el ordenador, examinando las interpretaciones psicológicas del cuento de Caperucita Roja.
Todo lo que había leído la había aterrorizado y fascinado a la vez. Se trataba de una combinación de sentimientos espantosa.
Oyó que una de sus compañeras de equipo gritaba: «¡A defender! ¡A defender!» Y cuando su contrincante se colocó en posición, Jordan colocó el hombro contra la espalda de la chica con un movimiento tipo «Aquí estoy yo». Oía que gritaban:
—¡Bloqueo de espalda! ¡Cuidado con el bloqueo!
«Caos organizado», pensó Jordan. Le encantaba aquella parte del juego.
Una chica del equipo contrario lanzó un triple imprudente. Apresurada, dejó que la combinación de vítores, del poco tiempo que quedaba, lo igualado del marcador y su exceso de confianza alejaran el balón del aro. Jordan dio un salto, fue a por el rebote, lo cogió en el aire y balanceó los codos a uno y otro lado con fuerza para apartar a cualquiera que intentara arrebatárselo. Durante un segundo se sintió como si estuviera sola, cerniéndose cual ángel por encima de la cancha. Entonces cayó de nuevo en el parqué. Notó la superficie rugosa de la piel sintética en las palmas sudorosas. Tenía ganas de golpear a alguien, de darle una paliza, pero se contuvo. Por el contrario, pasó la pelota al base y pensó: «Ahora ganaremos», pero comprendió que el mensaje del cuento era que la pérdida de la inocencia era inevitable y que el Lobo Feroz y todo lo que simbolizaba sobre la inexorable fuerza de la maldad acabaría ganando. «No me extraña que cambiaran el cuento —pensó—. La versión original era una pesadilla.»
Sonó el silbato. Le habían hecho falta a una de sus compañeras de equipo. El otro equipo había optado por ir a por todas para entrar en el partido. «Esperanza patética —imaginó Jordan—. Se creen que fallaremos los tiros libres. No es lo más probable.»
Pero no creía que hubiera ganado nada aquella tarde. El partido, quizá. Pero nada más.
En los segundos que siguen al silbido final, sobre todo en un partido igualado, en las gradas se produce una oleada de alivio que choca contra olas de decepción. La euforia y la decepción son como corrientes opuestas en un canal estrecho a medida que cambia la marea. Al igual que el océano se ve obligado por la naturaleza a ir en distintas direcciones, las emociones vienen y van. El Lobo Feroz se regocijaba de la sensación palpable de indecisión que lo rodeaba. Sentía cómo la liberación y la frustración batallaban en el ambiente enrarecido del gimnasio. Ganadores y perdedores.
Estaba sumamente orgulloso de Pelirroja Tres. Le encantaba cómo había luchado en todas las jugadas y cómo había aprovechado todos los errores que su homóloga había cometido. Le pareció poder degustar el sudor que le apelmazaba el pelo y que le brillaba en la frente. «Es una jugadora nata», pensó. El afecto y la admiración no hicieron sino aumentar el deseo que sentía de matarla. Se sentía atraído hacia ella, como si exudara alguna fuerza magnética que solo él sentía.
Dejó escapar un «¡Sí! ¡Así me gusta!» bien fuerte, igual que cualquier otro padre o espectador que llenaba las gradas.
Cerró la libreta y se introdujo un lápiz en el bolsillo de la chaqueta. Más tarde, en la intimidad del despacho donde escribía, repasaría las observaciones anotadas. Al igual que un periodista, las notas rápidas del Lobo Feroz tendían a ser crípticas: palabras sueltas como «ágil», «desagradable», «dura» y «fiera» mezcladas con descripciones más largas, como «parece poseída por el juego» y «no parece que hable con nadie más en la cancha, ni de su equipo ni del contrario». Ni bobadas ni ánimos. Nada de chocar los cinco con las compañeras del equipo. Nada de «impactante», o gritos de «¡Y uno!» dirigidos a la oposición. Nada de golpearse el pecho con autocomplacencia de cara a la galería. Solo una intensidad singular que en todo momento supera a las nueve jugadoras restantes en la cancha.
Más otra observación deliciosa: «El pelo de Pelirroja Tres hace que parezca que está en llamas.»
Al Lobo Feroz le costaba apartar la mirada de Pelirroja Tres pero sabía que cada movimiento que hacía era como estar en un escenario, por lo que se obligó a desviar la vista y a observar a otras jugadoras. Le resultó casi doloroso. Aunque sabía que nadie le estaba mirando, le gustaba imaginar que «todo el mundo» le observaba en todo momento. Tenía que dar en el blanco y pronunciar ciertas frases en el instante preciso, para no diferenciarse de cualquiera de las personas que atestaban las gradas descubiertas de madera.
La gente que le rodeaba estaba levantándose, estirándose, recogiendo los abrigos, preparándose para marcharse, o, si eran estudiantes, buscando las mochilas o bolsas con libros. Se atrevió a mirar por encima del hombro al recoger la chaqueta para observar al equipo —con Pelirroja Tres en última posición— saliendo al trote de la cancha. El partido del equipo universitario masculino estaba previsto para al cabo de veinte minutos y había cierta aglomeración de las personas que dejaban los asientos y los recién llegados que deseaban ocuparlos. Se encasquetó la gorra de béisbol, con el nombre de la escuela estampado. Estaba convencido de que presentaba el aspecto de cualquier padre, amigo, administrativo de la escuela o urbanita aficionado al baloncesto juvenil. Y dudó de que alguien se hubiera percatado de que tomaba notas; había muchos ojeadores de universidad y periodistas deportivos de la prensa local que asistían a los partidos con libretas en mano como para que él llamara la atención.
Era algo que al Lobo Feroz le encantaba: parecer normal cuando era todo lo contrario. Notaba cómo se le aceleraba el pulso. Miró a las personas que se agolpaban a su alrededor. «¿Alguno de vosotros es capaz de imaginar quién soy realmente?», se preguntó. Lanzó una última mirada hacia la puerta de los vestuarios y captó una última imagen del pelo de Pelirroja Tres mientras desaparecía. «¿Sabes lo cerca que he estado hoy?» Le entraron ganas de susurrárselo al oído.
Pensó: «Ella no lo sabe pero tenemos una relación más íntima que dos amantes.»
El Lobo Feroz se dispuso a salir del gimnasio, inmerso como estaba en el gentío. Tenía mucho trabajo, tanto de planificación como de escritura, y estaba ansioso por regresar al despacho y trabajar un poco. Se preguntó si había captado lo suficiente en lo que había visto aquel día para empezar un nuevo capítulo del libro y fue directo al comienzo en su mente: «Pelirroja Tres tenía una expresión de clara determinación y dedicación total cuando cogió el rebote en el aire. Creo que ni siquiera oía los gritos de entusiasmo que le llovieron. Aun sabiendo que su muerte estaba programada, no permitió que eso la distrajera.»
Sí, le gustaba. De repente oyó una voz tranquila y alegre procedente de justo detrás.
—¿Estás totalmente seguro de que no deberíamos quedarnos a ver el partido de los chicos?
Vaciló al volverse hacia la señora de Lobo Feroz. Ella también se había encasquetado una gorra de béisbol bien gastada con el nombre de la escuela.
—No, cariño —repuso, sonriendo. Cogió la mano de su esposa como un adolescente que se enamora por primera vez—. Creo que he tenido más que suficiente por hoy.
«Sal por la puerta. Gira la manecilla y sal por la puerta. Sabes que puedes hacerlo.»
Sarah Locksley se retorcía por la tensión en el pequeño vestíbulo de su casa. Vestía unas botas de cuero marrón, vaqueros ceñidos y un sobretodo marrón claro de invierno largo. Se había duchado y peinado e incluso aplicado un poco de maquillaje en las mejillas y en los ojos. Llevaba el gran bolso colorido colgado del hombro y notaba cómo el peso del .357 Magnum cargado tiraba de ella. Sabía que presentaba un aspecto totalmente presentable y sereno y cualquier desconocido que pasara por allí y la observara pensaría que no era más que una mujer de poco más de treinta años camino del súper o de cualquier otro recado y que dejaba en casa a su marido e hijos. A lo mejor una visita al centro comercial o una cita con las amigas para una salida de chicas en la que compartir unos cuantos tentempiés y una ensalada baja en calorías seguida de alguna comedia romántica necia en el multiplex. El hecho de que Sarah estuviera atenazada por la desesperación quedaba totalmente disimulado. Lo único que tenía que hacer era abrir la puerta de su casa, salir a la lánguida luz de la tarde, dirigirse a su coche, arrancar el motor, poner la marcha y salir, al igual que cualquier persona normal con algo que hacer una tarde del fin de semana.
Sabía que no era una persona normal. Se estremeció como si tuviera frío. «No soy normal para nada. Ya no.»
Unos pensamientos extraños, dispares, se agolparon en su mente: «Está justo fuera. Me matará antes de que tenga tiempo de sacar el revólver de Ted. Pero al menos presento buen aspecto. Si me muero dentro de un minuto, al menos los de la ambulancia y el forense que inspeccione mi cadáver pensarán que soy limpia y ordenada y no como soy en realidad. ¿Por qué supone una diferencia?»
No estaba segura pero la había.
«No está ahí fuera. Todavía no. El Lobo Feroz no actuó con rapidez. Acechó a Caperucita.»
Una parte de ella quería atrincherarse en casa, levantar barricadas y protegerse, a la espera de que el Lobo Feroz apareciera e intentara derribar su casa de un soplido. «Salvo que —se recordó Sarah negando con la cabeza— ese es el puto cuento equivocado. Yo no soy uno de los tres cerditos. Mi casa quizás esté hecha de paja, pero es que no es este cuento.»
Volvió a vacilar y colocó la mano en la manecilla. No era como si tuviera miedo, una buena parte de ella contemplaba la muerte con buenos ojos. Era más la incertidumbre de la situación. Se sentía atrapada en un torbellino, como un maremoto que la zarandeaba de un lado a otro y amenazaba con sumergirla bajo unas olas oscuras. Sintió que respiraba de forma entrecortada y rápida, pero no notaba que le faltara el aliento. Era como si los sonidos procedieran de otro lugar.
Cerró los ojos.
«Bueno. Si es esto, al menos será rápido.»
«Igual que Teddy y Brittany. No vieron el camión. En un momento dado estaban vivos, riendo y pasándolo bien y de repente murieron. Quizá me pase a mí lo mismo. Pues bien, Lobo Feroz. ¡Dispárame ahora mismo!»
Abrió la puerta con virulencia y se quedó enmarcada en el espacio.
«¡Dispara de una puta vez!»
Cerró los ojos. Esperó.
Nada.
Notaba cómo iba cayendo el frescor de la noche. La refrescó y se dio cuenta de que estaba sudando, acalorada, como si hubiera estado haciendo ejercicio.
Parpadeó.
Su calle estaba como siempre. Tranquila. Vacía.
Respiró hondo y salió. «A lo mejor hay una bomba lapa en mi coche y cuando lo ponga en marcha explotará como en las películas de gánsteres de Hollywood.»
Se situó al volante y sin vacilar, giró la llave. El motor se puso en marcha y ronroneó como un gato al que se acaricia.
«Bueno, a lo mejor el Lobo Feroz me embiste con un camión y así moriré como Ted y Brittany.»
Dirigió el coche a la calle y se paró. Volvió a cerrar los ojos. «De lado. A 55 o 60 kilómetros por hora. Igual que el camión cisterna. Venga. Estoy esperando. Estoy preparada.»
Sarah cerró los ojos con más fuerza.
«Será en cualquier momento», pensó.
Tenía la impresión de que la bocina del coche pitaba a todo volumen desde varios metros de distancia del oído izquierdo. El sonido cortó el aire como una explosión.
Soltó un grito ahogado y alzó un brazo sin querer, como si quisiera protegerse del impacto. Abrió los ojos rápidamente y profirió una especie de grito y sollozo a partes iguales.
La bocina volvió a sonar.
Pero esta vez pareció infantil, como el sonido de un juguete.
Se giró a medias en el asiento y vio que estaba obstruyendo el paso a una pareja que viajaba en un pequeño utilitario japonés que quería ir calle abajo. El hombre que iba al volante aparentaba poco más de sesenta años y su esposa, que conservaba el pelo oscuro y parecía un poco más joven, le hacía señas con la mano, pero no de un modo impaciente o desagradable. Más bien parecían preocupados y confundidos. Sarah se quedó mirando a la pareja y entonces fue encajando al azar las piezas en su cabeza. «Estoy bloqueando la carretera. Quieren pasar.»
La mujer del asiento del copiloto bajó la ventanilla. Desde unos tres metros de distancia le preguntó:
—¿Algún problema?
«Sí. No. Sí. No.» Sarah no respondió y se limitó a hacer un gesto con la mano con la intención de disculparse sin dar explicaciones. Puso la primera con cierta dificultad. Entonces pisó el acelerador con fuerza y, sin mirar atrás, condujo rápidamente calle abajo. No sabía exactamente adónde iba pero, fuera adonde fuese, iba a toda velocidad, respirando con fuerza, casi hiperventilando como un nadador que se prepara para sumergirse en aguas desconocidas, a la espera de oír el pistoletazo de salida.
—Qué raro —dijo la señora de Lobo Feroz.
—A lo mejor la chica ha recibido una llamada, o se ha acordado de que se había dejado algo. Pero no hay que pararse en medio de la calle —repuso el Lobo Feroz—. Es muy peligroso.
—Menos mal que estabas atento —dijo su esposa—. Está claro que hay gente rara en el mundo.
—Y que lo digas —respondió mientras seguía conduciendo—. No quiero llegar tarde. —Sonrió—. ¿Escuchamos la radio? —preguntó amablemente, girando el dial hasta que encontró la emisora de música clásica. Odiaba la música clásica aunque siempre le había dicho a su mujer que le encantaba.
Karen Jayson estaba sentada a su escritorio con una libreta electrónica médica en la superficie de madera que tenía delante, con la cabeza entre las manos. El día tocaba a su fin, había sido largo pero no en exceso, y no tenía motivos para sentirse tan agotada como se sentía.
Era una mujer acostumbrada a estar, si no totalmente convencida de las cosas, al menos segura, y la carta del Lobo Feroz había erosionado su seguridad. Tras hablar con el agente Clark, había dejado la carta de lado y se había dicho a sí misma que la olvidara. Luego la había vuelto a coger y se había dicho que tenía que hacer algo. Pero no sabía muy bien qué hacer exactamente. Tenía la sensación de que debía hacer algo de forma activa pero tenía muy poca idea de qué podía ser ese algo. Había hecho todo lo que le había dicho el agente Clark. Había llamado a una empresa de seguridad que al día siguiente iba a instalarle un sistema de alarma en casa. Había repasado los historiales de los pacientes, buscando algún error que pudiera haber provocado una amenaza. Se había devanado los sesos para encontrar algún agravio, real o imaginado, que hubiera conllevado el «has sido elegida para morir». Incluso había entrado en el sitio web del refugio de animales de la localidad para ver si tenían algún perro grande y fiero para adoptar. Había buscado el número de varios detectives privados y había comprobado las valoraciones de distintos programas de consumidores para ver quién recibía las mejores críticas y se había anotado el número de teléfono de dos hombres distintos. Había empezado a marcar uno de los números pero había acabado colgando el teléfono.
Karen despreciaba el pánico por encima de todo.
O incluso la apariencia de pánico.
En la facultad de Medicina, durante las rotaciones como residente, se había planteado seriamente ser médico de urgencias porque incluso ante los chorros de sangre, los gritos de agonía y la necesidad de actuar con rapidez para salvar una vida, siempre se había considerado una persona extremadamente tranquila. Cuantas más cosas se desintegraban a su alrededor, más le bajaba el pulso. Pensó que la respuesta a la carta amenazadora debería ser exactamente igual a cuando le llegaba la víctima de un accidente, destrozada y en peligro de muerte inminente.
Le gustaba considerarse una persona totalmente racional, incluso cuando asomaba a la superficie su lado humorista. Pero desde que había abierto la carta, se había visto incapaz siquiera de pensar en un número humorístico. Ni un solo chiste, ni un sarcasmo, ni un juego de palabras, ni un comentario agudo sobre política… nada de lo que formaba parte habitual de sus números había asomado a sus pensamientos.
Había tenido unos sueños tortuosos, que la dejaban cansada y enfadada.
Se recostó en el asiento y se balanceó.
Karen quería actuar pero más allá de las sencillas medidas que había tomado, era incapaz de ver qué dirección tomar. Le parecía una sensación terrible. No hay nada peor que querer captar un momento y no saber cómo.
Meneaba la cabeza adelante y atrás, como si estuviera en desacuerdo con algo que se había dicho, cuando se abrió la puerta de su consulta.
—Disculpe, doctora, no quiero molestarla…
—No, no, no pasa nada. Estaba absorta en mis pensamientos.
Karen miró a la enfermera. En su consulta solo trabajaban tres personas: una enfermera joven, que hacía dos años que había acabado la carrera y que llevaba tatuado un sol naciente en la nuca y que recientemente le había preguntado a Karen con vacilación cómo podía quitárselo; y su recepcionista de siempre, una mujer mayor que conocía a muchos de los pacientes y sus dolencias mejor que Karen.
—Última paciente del día —dijo la enfermera—. Lleva esperando un par de minutos en la sala de exploración 2 y…
Dejó que se le apagara la voz antes de soltarle una reprimenda. Karen comprendía dos cosas: la enfermera quería marcharse a casa para estar con su novio auxiliar sanitario y que no tenía por qué hacer esperar a la última paciente del día por muy desasosegada que estuviera.
Karen respiró hondo y se levantó de la silla de un salto. Adoptó la actitud de «doctora atenta».
—No es más que un chequeo rutinario —dijo la enfermera—. El cardiólogo ya la ha visitado. El informe está en su historial. Está bien. Hay que hacerle un reconocimiento físico de seguimiento. Nada grave.
Le tendió a Karen una carpeta con sujetapapeles con el historial. Karen se levantó y ni siquiera lo miró porque de repente se sintió ligeramente culpable por haber hecho esperar a una paciente sin necesidad. Se recolocó la bata blanca y se dirigió rápidamente a la sala de exploración.
La paciente estaba sentada en la camilla con expresión sonriente, vestida con una bata de hospital.
—Hola, doctora —dijo.
—Hola, señora… —Karen lanzó un vistazo rápido a la carpeta para identificar el nombre de la mujer desde fuera. Dijo el nombre apresuradamente para intentar disimular el hecho de no haberla saludado por su nombre, como hacía con todos sus pacientes, con una familiaridad que implicaba que se había pasado el día estudiando los problemas médicos que el paciente tenía. Aquello la preocupó. Normalmente no le costaba recordar el nombre de sus pacientes y se riñó en su interior por el fallo. Sabía que a veces el estrés produce bloqueos en la memoria. Odiaba esa sensación. Que una amenaza anónima se inmiscuyera en su vida diaria le parecía fatal.
No tenía ni idea de que aquel día tenía que haber saludado a la paciente diciendo:
«Hola, señora de Lobo Feroz…»
… Ni tampoco tenía la menor idea de que sentado pacientemente en la pequeña sala de espera, leyendo un ejemplar pasado de The New Yorker estaba el hombre que en secreto anhelaba atisbar a la doctora que había dado en llamar «Pelirroja Uno».