En un abrir y cerrar de ojos, Grace pasó de estar desnuda junto a Julian en su dormitorio a encontrarse tumbada en el lecho circular de una estancia que le recordaba a un harén. Su cuerpo estaba cubierto por una pieza de seda de color rojo intenso, tan liviana y suave que se deslizaba sobre su piel como si fuera agua.
Intentó moverse pero no pudo. Aterrada, abrió la boca para chillar.
—No te molestes —le recomendó Príapo cuando se acercó al lecho. Recorrió su cuerpo con una mirada hambrienta antes de subir a la cama y colocarse de rodillas a su lado—. No puedes hacer nada a menos que yo lo desee. —Le pasó un dedo largo y frío por la mejilla, como si quisiera comprobar la textura y la calidez de su piel—. Entiendo por qué te desea Julian. Tienes fuego en la mirada. Inteligencia. Valor. Es una pena que no nacieras en la época del Imperio Romano. Podrías haberme proporcionado innumerables campeones que lideraran mis ejércitos.
El dios suspiró mientras bajaba la mano hasta el hueco de la garganta de Grace.
—Pero así es la vida y así son los caprichos de las Moiras. Supongo que tendré que conformarme con utilizarte hasta que me canse de ti. Si me complaces, tal vez permita que Julian te recupere en ese momento. Siempre y cuando él te siga deseando después de que mis hijos hayan ensanchado tu cuerpo.
Sus ojos ardían de deseo y Grace se echó a temblar bajo su escrutinio.
No podía creer que Príapo fuese tan egoísta. Tan vanidoso. Aterrorizada, quiso hablar, pero él se lo impidió.
¡Por el amor de Dios, tenía poder absoluto sobre ella!
Una fuerza invisible la alzó para colocarla de espaldas sobre los almohadones mientras Príapo se quitaba la túnica.
Los ojos de Grace se abrieron como platos al ver su desnudez y la erección que tenía. El terror la asaltó de nuevo.
—Ahora puedes hablar —le dijo mientras se acercaba para recostarse junto a ella.
—¿Por qué quieres hacerle esto a Julian?
La ira oscureció los ojos del dios.
—¿Que por qué? Ya oíste lo que dijo. Su nombre era reverenciado por todo aquel que lo escuchaba, mientras que el mío apenas se pronunciaba siquiera en los templos de mi madre. Incluso ahora se burlan de mí. Mi nombre se ha perdido en la antigüedad, al contrario que su leyenda, que se cuenta una y otra vez a lo largo y ancho del mundo. No obstante, yo soy un dios y él no es más que un bastardo a quien ni siquiera le está permitido morar en el Olimpo.
—Aparta las manos de ella, segundón inútil. No eres digno ni de lamerle las suelas de los zapatos.
El corazón de Grace comenzó a latir con desenfreno al escuchar la voz de Julian. Alzó la cabeza de los almohadones y lo vio al pie del estrado en el que se encontraban. Estaba en el centro de la estancia y solo llevaba puestos los vaqueros, aunque iba armado con el escudo y la espada.
—¿Cómo…? —preguntó Príapo al tiempo que bajaba de la cama.
Julian le dedicó una sonrisa perversa.
—La maldición ha desaparecido. Estoy recuperando mis poderes. Ahora puedo localizar e invocar a cualquiera de vosotros.
—¡No! —gritó Príapo. Al instante, su cuerpo quedó cubierto por su armadura.
Grace luchaba por librarse de aquella fuerza que la mantenía inmovilizada cuando Príapo cogió una espada y un escudo de la pared que había tras ella para abalanzarse sobre Julian.
Hipnotizada por el espectáculo, observó la lucha de hermano contra hermano.
Jamás había contemplado nada semejante. Julian giraba con agilidad en aquella macabra danza mientras contrarrestaba una a una las fieras estocadas de su hermano. El suelo y la cama temblaban por la intensidad de la lucha.
No era de extrañar que Julian se hubiera convertido en leyenda.
Sin embargo, tras unos minutos vio que Julian se tambaleaba. Bajó el escudo.
—¿Qué te pasa? —se burló Príapo, que utilizó su propio escudo para empujarlo—. ¡Ah, lo había olvidado! Puede que la maldición haya desaparecido, pero aún estás débil. Tardarás días en recuperar toda tu fuerza.
Julian sacudió la cabeza y alzó el escudo.
—No necesito de toda mi fuerza para acabar contigo.
Príapo soltó una carcajada.
—Valientes palabras, hermanito. —Y bajó la espada, que se estrelló directamente sobre el escudo de Julian.
Grace contuvo el aliento cuando los golpes comenzaron de nuevo.
Justo cuando estaba segura de que Julian ganaría, Príapo lo engañó para que blandiera su espada a una distancia mayor de la que debería. Tan pronto como Julian dejó desprotegido el flanco, Príapo levantó la espada y la hundió en el vientre de su hermano. Julian dejó caer la espada.
—¡No! —chilló Grace horrorizada.
Con el rostro transfigurado por la incredulidad, Julian se tambaleó hacia atrás, pero no pudo ir muy lejos con la espada de Príapo hundida en su cuerpo y su hermano aún sosteniéndola.
—Vuelves a ser humano —se burló Príapo antes de hundir la espada un poco más y rotar la hoja. Levantó un pie para apoyarlo en la cadera de su hermano y apartarlo de una patada.
Libre de la espada, Julian trastabilló y cayó. Su escudo resonó con fuerza al golpear el suelo justo a su lado.
Príapo sonreía de oreja a oreja cuando se acercó a Julian.
—Es posible que no haya ninguna arma humana que pueda acabar contigo, hermanito, pero no eres inmune a un arma inmortal.
La fuerza que inmovilizaba a Grace desapareció de repente. Tan rápido como pudo, cruzó la habitación para llegar junto a Julian, que yacía en un charco de sangre. Respiraba de forma laboriosa y todo su cuerpo se convulsionaba.
—¡No! —sollozó Grace mientras sostenía su cabeza en el regazo. Sus ojos se clavaron, horrorizados, en la herida abierta del costado.
—Mi preciosa Grace —dijo Julian al tiempo que alzaba una mano ensangrentada para acariciarle la mejilla.
Ella le limpió la sangre de los labios.
—No me abandones, Julian —rogó.
Él compuso una mueca de dolor. Dejó caer la mano y luchó por respirar.
—No llores por mí, Grace. No lo merezco.
—¡Sí lo mereces!
Él negó con la cabeza y le apretó la mano con fuerza.
—Has sido mi Gracia Redentora.[4] Sin ti, jamás habría conocido el amor. —Tragó saliva y se llevó la mano de Grace al corazón—. Y nunca habría vuelto a ser quien fui.
Grace observó cómo la luz desaparecía de sus ojos.
—¡No! —volvió a gritar, acunando su cabeza sobre el pecho—. ¡No, no, no! No puedes morir. Así no. ¿Me oyes, Julian? Por favor… ¡No te vayas! ¡Por favor!
Lo abrazó con fuerza al tiempo que la agonía que invadía su corazón y su alma brotaba en forma de lágrimas.
—¡No! —El grito resonó con ferocidad a través de la estancia haciendo que esta se agitara.
Grace vio que el color abandonaba el rostro de Príapo al escuchar el chillido. Se escuchó un trueno y, con un brillante destello de luz, Afrodita apareció delante de ella. La agonía que asomó al rostro de la diosa cuando vio el cuerpo frío y exangüe de Julian fue indescriptible.
Con los ojos azules abiertos de par en par por la incredulidad y la ira, miró a Príapo.
—¿Qué has hecho? —le preguntó.
—Fue una pelea justa, madre. O él o yo. No tenía otra opción.
Afrodita dejó escapar un grito agónico que provenía de lo más hondo de su corazón.
—Provoqué la ira de Zeus y la de las Moiras para conseguir su libertad. ¿Quién coño crees que eres para hacer esto? —Miró a Príapo como si su mera presencia le provocara náuseas—. ¡Era tu hermano!
—Era tu bastardo, pero nunca fue mi hermano.
Afrodita gritó de furia.
—¡Cómo te atreves!
Cuando la diosa miró de nuevo a Julian, Grace vio el dolor que se reflejaba en su rostro.
—Mi precioso Julian —sollozó—. Jamás debí permitirles que te hicieran daño. ¡Dulce Citera! ¿Adónde me ha llevado mi egoísmo? —Cayó de rodillas a su lado—. Te dejé solo cuando debía haberte protegido.
—¡Vamos, madre, déjalo ya! —exclamó Príapo, como si la aflicción de la diosa lo aburriera—. Julian sabía lo que nosotros ya conocíamos desde el principio de los tiempos: solo piensas en ti misma y en lo que los demás deberíamos hacer por ti. Es tu naturaleza. Y al contrario que Julian, todos la aceptamos hace eones.
Afrodita no se tomó muy bien esas palabras. De hecho, su rostro se convirtió en una máscara de granito y se puso en pie con toda la dignidad y la elegancia que cabría esperar en una diosa.
Enarcó una ceja y miró a Príapo.
—¿Has dicho que fue una lucha justa? Bien, pues tengamos una lucha justa. Tánatos aún no ha reclamado el alma de Julian. Todavía no es demasiado tarde para salvarlo. Lo único que tengo que hacer es revivir su corazón.
Grace sintió que una repentina oleada de calor atravesaba el cuerpo de Julian.
Se echó hacia atrás y observó el aura dorada que comenzó a rodearlo al tiempo que la herida de su costado se cerraba por sí sola. Los vaqueros se desintegraron poco a poco y fueron reemplazados por unas grebas y unas sandalias de oro. El resplandor dorado ascendió hasta cubrir su pecho que, al instante, quedó oculto a la vista por una antigua armadura dorada repujada con cuero rojo y una túnica. Sobre los antebrazos aparecieron unas anchas tiras de cuero marrón.
El tinte azulado desapareció de su rostro.
De repente, tomó una profunda bocanada de aire que hizo que todo su cuerpo se estremeciera y abrió los ojos. Cuando alzó la mirada vio a Grace y sonrió de esa forma que a ella le llegaba hasta el alma.
Ella se mordió los labios al sentir que la embargaba la felicidad. ¡Estaba vivo!
—¿Qué coño está pasando? —rugió Príapo.
Sobre ellos apareció una mujer que flotaba con total tranquilidad. Su pelo negro lanzaba destellos mientras miraba con furia a Príapo.
—Como muy bien ha dicho tu madre, ya es hora de que tengamos una lucha justa, Príapo. Hace mucho que tendría que haberse celebrado. Y esta vez no habrá ninguna Alejandría que distraiga a Julian e impida que lleve a cabo su venganza.
—¿Qué? —preguntó Afrodita—. Atenea, ¿qué estás diciendo?
—Lo que digo es que Príapo envió a esa mujer con toda la intención de distraerlo mientras él acudía a tu templo para refugiarse de la furia de Julian.
Grace supo que era cierto en cuanto vio la expresión de Príapo. El dios frunció los labios.
—Atenea, ¡zorra traicionera! Siempre lo mimaste.
Atenea soltó una carcajada antes de desvanecerse en el aire para volver a aparecer junto a Afrodita.
—Nadie lo mimó nunca. Eso fue lo que lo convirtió en el mejor guerrero que jamás tuviera el ejército espartano. Y eso es lo que va a hacer que te dé una buena patada en el culo en este momento.
Julian se puso en pie. La expresión sombría de su rostro hizo que Grace se estremeciera.
Afrodita se movió para interponerse entre sus dos hijos y, cuando alzó la mirada hacia Julian, Grace vio que sus ojos estaban llenos de orgullo.
—Esta es la segunda vez que te doy la vida, Julian. Me arrepiento de no haber sido la madre que necesitaste la primera vez. No tienes ni idea de lo mucho que desearía poder cambiar el pasado. Lo único que puedo hacer ahora es darte mi amor y mi bendición. —La diosa desvió la vista hasta Príapo—. Y ahora dale una buena patada en el culo a este imbécil malcriado.
—¡Madre! —gimoteó Príapo.
Julian clavó la vista en su hermano. Comenzó a balancear la espada alrededor de su cuerpo mientras se acercaba a Príapo.
—¿Estás preparado?
Príapo atacó sin avisar. Aunque, a decir verdad, no tenía la menor importancia.
Grace se quedó boquiabierta al verlos luchar. Si antes había pensado que Julian era un buen guerrero, no había comparación alguna con la forma en que luchaba en ese instante.
Se movía con una agilidad y una velocidad que jamás habría creído posibles.
Atenea se puso al lado de Grace. Alzó un brazo y rozó ligeramente la seda roja que la cubría.
—Bonito vestido.
Grace la miró con el ceño fruncido debido a la incredulidad.
—¿Están luchando a muerte y tú te dedicas a admirar mi ropa?
Atenea rió.
—Confía en mí; elijo con mucho cuidado a mis generales. Príapo no tiene ninguna posibilidad frente a Julian.
Grace volvió a concentrarse en los dos hombres en el mismo instante en que Julian golpeaba a Príapo con su escudo. El dios perdió el equilibrio, se tambaleó y Julian aprovechó para hundirle la espada en el costado.
—Púdrete en el Tártaro, cabrón —dijo Julian con desdén cuando el cuerpo de Príapo se desintegró entre destellos multicolores.
Grace corrió hacia él.
Julian arrojó la espada y el escudo a un lado y la cogió en brazos para girar con ella alrededor de la estancia.
—¡Estás vivo! ¿Verdad que sí? —le preguntó.
—Sí, lo estoy.
Grace se dejó caer sobre él. Julian la bajó, deslizándola muy despacio sobre su armadura, centímetro a centímetro. Hasta que pudo reclamar sus labios con un beso.
Grace oyó que alguien carraspeaba.
—Discúlpame, Julian —dijo Atenea al ver que no soltaba a Grace—. Debes tomar una decisión. ¿Quieres que te envíe a casa o no?
Grace se echó a temblar.
Julian clavó una mirada interrogante en ella. Le acarició la mejilla con mucha suavidad, como si estuviera saboreando el tacto de su piel.
—Solo he conocido un hogar en todos los siglos de mi existencia.
Grace se mordió el labio al tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Estaba a punto de abandonarla. Dios Santo, lo único que pedía era la fuerza necesaria para soportar el dolor.
Julian se inclinó y le besó la frente.
—Y es al lado de Grace —susurró sobre su pelo—. Si ella me acepta.
Grace sintió un alivio de tal intensidad que le entraron ganas de gritar y reír; no obstante, lo que más deseaba era abrazarlo y no dejarlo marchar nunca.
—¡Por el amor de Dios, Julian! —exclamó con una indiferencia que no sentía—. No lo sé… Ocupas toda la cama. Y esos boxers tan espantosos que llevas… ¿Crees que voy a poder soportarlo? Si vuelves conmigo, tendremos que deshacernos de ellos. Y nada de volver a dormir con los vaqueros puestos, me raspan las piernas.
Él soltó una carcajada.
—No te preocupes. Para lo que tengo en mente, el nudismo viene mucho mejor.
La risa de Grace se unió a la suya mientras Julian le tomaba la cara entre las manos.
Cuando intentó besarla, ella se alejó juguetona.
—¡Ah, por cierto! ¿Esta es tu armadura?
Él frunció el ceño.
—Lo es… o al menos lo era.
—¿Podemos quedárnosla?
—Si tú quieres… ¿por qué?
—Porque… Mmm, cariño —ronroneó Grace recorriendo su espectacular cuerpo con una mirada lasciva—, te queda de muerte. Si te la pones, te prometo que pasarás un buen rato en la cama cinco o seis veces al día.
Atenea y Afrodita rieron al unísono.
Aparecieron en la habitación de Grace con otro de aquellos destellos cegadores; exactamente en la misma posición en la que estaban antes de que Príapo apareciera.
—¡Oye! —exclamó Grace, enfadada—. ¿Dónde está la armadura?
Apareció junto con el yelmo, la espada y el escudo en un rincón del dormitorio.
—¿Ya estás contenta? —le preguntó Julian antes de acomodarla sobre su pecho.
—Delirante de felicidad.
El hombre alzó la cabeza y la besó de tal forma que Grace se estremeció de la cabeza a los pies. Ella gimió al sentir la calidez de la boca de Julian sobre la suya. Al sentir su cuerpo bajo ella.
Jamás permitiría que volviera a marcharse.
—Por cierto…
Julian se apartó de los labios de Grace con un gruñido y alzó la sábana para que los cubriera a ambos.
Grace la sujetó con fuerza a la altura de la barbilla.
—Atenea —dijo Julian, irritado—, ¿es que no vas a dejar de interrumpirnos?
La diosa no parecía avergonzada lo más mínimo cuando se aproximó a la cama. Llevaba una caja dorada.
—Bueno, es que se me ha olvidado una cosa.
—¿Qué? —preguntaron al unísono con manifiesta exasperación.
Antes de que Atenea pudiera contestar, apareció Afrodita.
—Ya me encargo yo —le dijo a Atenea antes de quitarle la caja de las manos.
Atenea se desvaneció.
Afrodita se acercó a la cama, dejó la caja al lado de Julian y la abrió.
—Si vas a quedarte en esta época, necesitarás varias cosas: un certificado de nacimiento, un pasaporte, un permiso de residencia… —La diosa miró la tarjeta verde y frunció el ceño—. No, espera, esto no lo vas a necesitar. —Miró a Grace—. ¿O sí?
—No, señora.
Afrodita sonrió mientras la tarjeta se evaporaba.
—También hay un carnet de conducir; pero, si aceptas un consejo maternal, deja que sea Grace quien se encargue del coche. No te lo tomes a mal, pero eres un completo desastre al volante. —Afrodita suspiró—. Es una pena que no tengamos un dios para esas cuestiones. Pero qué se le va a hacer. —Cerró la caja y se la ofreció a su hijo—. Aquí tienes; puedes echarle un vistazo luego.
Cuando Afrodita comenzó a alejarse, Julian se incorporó en la cama y la cogió de la mano.
—Gracias, madre… por todo.
La diosa lo miró con los ojos llenos de lágrimas y le dio unas palmaditas en la mano.
—Siento muchísimo no haberme enterado de lo que les ocurrió a tus hijos hasta que fue demasiado tarde. No sabes lo mucho que me arrepiento de no haberlo descubierto hasta después de que Tánatos reclamara sus almas.
Julian le dio un apretón cariñoso.
—¿Me llamarás si necesitas cualquier cosa? —preguntó la diosa.
—Te llamaré aunque no necesite nada.
Afrodita se llevó la mano de Julian a los labios y la besó. Miró a Grace y a su hijo una vez más.
—Quiero seis nietos. Como mínimo.
—¡Oye! —exclamó Grace, que acababa de sacar de la caja un título universitario—. ¿Le has dado una licenciatura en Historia Antigua? ¿Y de Harvard?
Afrodita asintió con la cabeza.
—También hay una de Lengua y Cultura Clásicas. —Miró a Julian—. No estaba segura de lo que querrías hacer, por eso he dejado que seas tú quien elija.
—¿Podemos usarlos de verdad? —preguntó Grace.
—Claro que sí. Si miras un poco más abajo encontrarás su certificado de notas.
Grace lo hizo y al mirarlo jadeó.
—No es justo, ¡solo hay matrículas de honor!
—Por supuesto —rezongó Afrodita con indignación—. Mi hijo jamás será un segundón. —Sonrió—. No me molesté con el certificado de matrimonio. Supuse que querríais encargaros de eso personalmente. Y tan pronto como Julian decida cuál será su apellido, aparecerá en todos los documentos. —La diosa rebuscó bajo los papeles y sacó una libreta bancaria—. Por cierto, he convertido el dinero que tenías en Macedonia en dólares para que puedas utilizarlo aquí.
Grace abrió la libreta y se quedó con la boca abierta.
—¡Jesús, María y José! ¡Eres asquerosamente rico!
Julian estalló en carcajadas.
—Ya te lo dije: se me daba muy bien lo de conquistar.
Afrodita extendió una mano con la palma hacia arriba y el libro donde Julian había estado atrapado apareció entre sus brazos.
—También pensé que te gustaría buscar un lugar seguro donde guardar esto.
Julian se quedó boquiabierto cuando su madre se lo tendió.
—¿Me estás encargando de la custodia de Príapo?
Afrodita se encogió de hombros.
—Él te mató. No podía dejar que se marchara sin castigarlo de algún modo. Acabará saliendo… siempre que se comporte como un buen chico.
Grace casi se sentía apenada por el pobre Príapo.
Casi.
Afrodita se inclinó y besó a Julian en la mejilla.
—Siempre te he querido. Solo que no sabía cómo demostrarlo.
Él asintió con la cabeza.
—Supongo que eso suele pasar cuando tu madre es una diosa. No puedes esperar fiestas de cumpleaños y comidas caseras.
—Eso es cierto, pero te he dado muchos otros regalos que a tu novia parecen gustarle muchísimo.
—Ya que hablamos del tema —intervino Grace, asaltada por una idea—, ¿no podemos deshacernos del don que hace que atraiga a las mujeres como un imán?
La diosa la miró con un brillo risueño en los ojos.
—Niña, mira bien a este hombre. ¿Qué mujer en su sano juicio no lo querría en su cama? Tendría que dejarlas ciegas a todas o hacer que Julian engordara y se quedara calvo.
—Déjalo, no importa. Acabaré por acostumbrarme.
—Ya me parecía.
Afrodita desapareció.
Julian envolvió a Grace entre sus brazos y la acercó a él de nuevo.
—¿Estás dolorida?
—No, ¿por qué?
—Porque tengo la intención de pasarme el día entero haciéndote el amor.
Ella le mordisqueó la barbilla.
—Mmm, me gusta esa idea…
Julian la besó.
—¡Ah, espera! —exclamó antes de apartarse de ella.
Grace frunció el ceño cuando él salió de la cama para coger el libro, arrojarlo al pasillo y cerrar la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
Julian volvió a la cama con ese característico andar lento y ágil que la dejaba sin aliento y conseguía ponerla a cien. Trepó al lecho con la misma gracia que un animal salvaje, desnudo y sigiloso, y recorrió su cuerpo con una mirada sensual y ardiente.
—Puede escuchar todo lo que decimos. Y por mi parte, no quiero tenerlo por aquí mientras hago esto.
Grace jadeó cuando Julian la puso de costado.
—O esto —siguió él, al tiempo que deslizaba una mano entre sus muslos y la torturaba sin compasión con sus caricias.
Al momento, se acurrucó contra la espalda de Grace.
—Y sobre todo, no quiero que escuche esto.
Enterró los labios en el cuello de Grace mientras deslizaba la mano por el interior de sus muslos para separarle las piernas e introducirse en ella hasta el fondo.
Grace gimió de placer.
—He estado esperándote dos mil años, Grace Alexander —le susurró al oído—, y cada segundo de espera ha merecido la pena.