Los días posteriores fueron los mejores de la vida de Grace. Una vez que se acostumbró a la regla de Julian que prohibía los besos y las caricias íntimas e incitantes, nació entre ellos una relación tan sencilla que le resultó sorprendente y de lo más agradable.
Grace pasaba los días en el trabajo, almorzaba a menudo con Selena y Julian, y dedicaba las noches a tumbarse entre los maravillosos brazos de aquel hombre.
Sin embargo, con cada día que pasaba, el hecho de saber que iba a abandonarla a final del mes la destrozaba más y más.
¿Cómo iba a soportarlo?
Pese a que el tema no abandonaba nunca su mente, se negaba a pensar en aquello de forma continua. Viviría el presente y se preocuparía del mañana cuando llegara.
El sábado por la noche quedaron con Selena y Bill en Tip’s, un local en el Barrio Francés. Aunque era un sitio mucho más frecuentado por los turistas que el original Tippitinas’s, era la noche dedicada al Zydeco y Grace quería que Julian escuchara esa música que Nueva Orleans había hecho famosa.
—¡Hola! —saludó Selena cuando se aproximaron a las mesas del fondo del local—. Empezaba a preguntarme si ibais a dejarnos colgados.
Grace sintió que se ruborizaba al recordar el motivo de su retraso. Algún día aprendería a cerrar la puerta del baño mientras se duchaba…
—Hola, Julian, Grace —dijo Bill.
Grace sonrió al ver que Selena había decorado con pintura fluorescente la escayola del brazo de Bill.
Julian respondió al saludo del marido de su amiga con un breve asentimiento, al tiempo que retiraba una silla para que Grace se sentara. Acto seguido, se sentó junto a ella. En cuanto apareció el camarero, pidieron cervezas y nachos mientras Selena golpeaba la mesa con la mano al ritmo de la música.
—Vamos, Lane —dijo Bill con un deje de irritación—. Será mejor que bailemos antes de que te mate por hacer ese ruidito tan insoportable.
Con una ligera punzada de envidia, Grace observó cómo se alejaban.
—¿Te gustaría bailar? —le preguntó Julian.
A ella le encantaba bailar, pero no quería que Julian pasara un mal rato. No le cabía la menor duda de que el hombre no sabría bailar música moderna. No obstante, fue una invitación muy tierna por su parte.
—No, no pasa nada.
Él no le hizo caso. Se puso en pie y le tendió la mano.
—Sí, vas a bailar.
Tan pronto como llegaron a la pista de baile, Grace comprendió que aquel hombre bailaba tan bien como besaba.
Julian conocía cada paso y daba la sensación de haber nacido bailando. De hecho, sus movimientos resultaban elegantes sin perder el toque masculino y sexy. Grace nunca había visto a nadie bailar así. Y a juzgar por las envidiosas miradas que sentía clavadas en ella, supuso que ninguna de las mujeres presentes había presenciado antes algo semejante.
Cuando el grupo terminó de tocar, estaba acalorada y sin aliento.
—¿Cómo…?
—Fue el regalo de Terpsícore —le contestó Julian antes de pasarle el brazo por los hombros para mantenerla fuertemente pegada a su cuerpo.
—¿De quién?
—De la musa de la danza.
Grace sonrió.
—Recuérdame que le envíe una nota de agradecimiento.
Cuando comenzó la siguiente canción, Julian miró hacia su izquierda y dio un respingo.
—¿Pasa algo? —preguntó ella, mientras seguía la dirección de su mirada.
Él meneó la cabeza y se frotó los ojos.
—Debo de tener visiones.
—¿Qué has visto?
Julian volvió a examinar la multitud en busca del hombre rubio y alto que acababa de ver por el rabillo del ojo. A pesar de que apenas había vislumbrado su imagen, habría jurado que se trataba de Kirian de Tracia.
Con sus casi dos metros de altura, a Kirian siempre le había resultado difícil perderse entre el gentío, por no mencionar que poseía un modo de andar decidido y letal que lo caracterizaba.
Sin embargo, era imposible que Kirian se encontrara en esa época. Debía de ser la locura que volvía a asaltarlo… y le hacía tener visiones.
—Nada —contestó.
Apartó el asunto de su mente y la miró con una sonrisa.
El siguiente tema fue una canción lenta. Julian tiró de Grace para atraerla hacia sus brazos y la estrechó con fuerza mientras se movían con suavidad al ritmo de la música. Ella le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho, donde podía inhalar el suave aroma a sándalo que desprendía. No acababa de entender qué tenía el olor de Julian para volverla loca, pero tenía que reconocer que le hacía la boca agua.
Con la mejilla apoyada sobre su cabeza, Julian comenzó a acariciarle el pelo mientras ella escuchaba los latidos de su corazón. Grace habría podido quedarse así para siempre.
No obstante, la música se detuvo demasiado pronto. Tras dos canciones rápidas más, Grace tuvo que regresar a su asiento. Estaba claro que no tenía el aguante de Julian.
De camino hacia su mesa, comprobó que Julian ni siquiera tenía la respiración alterada y, sin embargo, su frente estaba cubierta de sudor.
Él le apartó la silla. Se sentó muy cerca de ella y cogió su jarra de cerveza para dar un gran sorbo.
—¡Julian! —exclamó Selena con una carcajada—. No tenía ni idea de que pudieras moverte así.
Bill puso los ojos en blanco.
—¿Pensamientos lujuriosos de nuevo, Lane?
Selena le dio un puñetazo a su marido en el estómago.
—Sabes que no es eso. Tú eres el único juguete con el que me apetece jugar.
Bill miró a Julian con escepticismo.
—Sí, claro.
Grace vio que el rostro de Julian se ensombrecía.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Él le respondió con una sonrisa plagada de hoyuelos y a ella se le olvidó la pregunta.
Permanecieron sentados en silencio escuchando al grupo, mientras Julian y ella se ofrecían nachos el uno al otro.
Cada vez que Grace apartaba la mano de los labios de Julian, él la capturaba y se la llevaba de nuevo a la boca para chupar los restos de queso que se habían quedado pegados en las yemas de los dedos. Sentir esa lengua contra la piel hizo que su cuerpo estallara en llamas.
Grace soltó una carcajada al sentir que el deseo la embargaba. Ojalá se hubieran quedado en casa. ¡Le habría encantado quitarle la ropa a Julian y lamer el queso fundido de su piel durante el resto de la noche!
Definitivamente, iba a añadir queso para nachos a la lista de la compra.
Con los ojos brillantes, Julian llevó la mano de Grace hasta su regazo y le mordisqueó un poco el cuello antes de apartarse para tomar otro trago de cerveza.
—Selena —dijo Bill, distrayendo a Grace. El hombre le ofreció una servilleta a su esposa—. Tal vez te apetezca limpiarte la baba que te gotea por la barbilla.
Selena puso los ojos en blanco.
—Gracie, necesito ir al baño. Vamos.
Julian se echó hacia atrás para dejarla pasar. Observó que Grace se perdía entre la multitud y casi al instante, las mujeres comenzaron a asediarlo.
Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Por qué siempre tenían que revolotear a su alrededor? Le encantaría poder sentarse tranquilo por una vez sin tener que mantener a raya las manos de unas mujeres que ni siquiera se molestaban en preguntarle el nombre antes de empezar a sobarlo.
—Hola, nene —ronroneó una atractiva rubia, que fue la primera en llegar a su lado—. Me gusta cómo bailas. ¿Qué tal si…?
—No estoy solo —respondió él, entrecerrando los ojos a modo de advertencia.
—¿Estás con esa? —dijo la mujer con sorna mientras señalaba con un dedo hacia el lugar por donde Grace había desaparecido—. Venga ya. Pensaba que habías perdido una apuesta o algo así.
—Yo pensé que lo hacía por lástima —comentó otra mujer que se había acercado con una chica morena.
Dos hombres surgieron en ese momento de entre la multitud.
—¿Qué hacéis aquí vosotras tres? —preguntaron los tipos a sus compañeras.
Las mujeres le dedicaron una mirada compungida a Julian.
—Nada —dijo la rubia, mirándolo por última vez antes de darse la vuelta para marcharse.
Los hombres miraron furiosos a Julian.
Él arqueó una ceja con un gesto burlón y tomó otro trago de cerveza con indiferencia. Los tipos debieron de darse cuenta de que la idea de pelear con él era bastante estúpida, porque se reunieron con sus chicas y se marcharon.
Julian dejó escapar un suspiro de fastidio. Algunas cosas no cambiaban nunca, daba igual la época en la que se encontrara.
—Oye —le dijo Bill inclinándose un poco por encima de la mesa—. Sé que últimamente has pasado mucho tiempo con mi mujer. Por tu bien, espero que no te estés metiendo en mi territorio. ¿Me has entendido?
Julian tomó una bocanada de aire. ¿También Bill?
—Por si no lo has notado, solo estoy interesado en Grace.
—Sí, claro —refunfuñó Bill—. No me malinterpretes, Grace me cae muy bien, pero no soy idiota. No puedo creer que seas el tipo de hombre que se conforma con una hamburguesa cuando tiene un montón de jugosos solomillos de ternera esperándolo.
—Para serte sincero, me importa una mierda lo que tú creas.
Grace vaciló al volver a la mesa donde las esperaban Julian y Bill. La tensión de Julian era palpable. Sostenía la cerveza con tanta fuerza que era extraño que la botella no hubiera estallado en pedazos.
—Bill —dijo Selena mientras rodeaba el cuello de su marido con los brazos—. ¿Te importaría mucho si bailo con Julian?
—Joder, claro que me importaría.
De inmediato, Julian se disculpó y se acercó a la barra.
Grace lo siguió sin perder un instante.
Estaba pidiendo otra cerveza cuando ella lo alcanzó.
—¿Estás bien? —le preguntó Grace.
—Sí.
Sin embargo, no parecía estarlo. En realidad, su aspecto decía todo lo contrario.
—¿Sabes una cosa? Sé cuando no estás siendo sincero conmigo. Así que confiesa, Julian. ¿Qué pasa?
—Deberíamos marcharnos.
—¿Por qué?
Julian miró de soslayo a Selena y a Bill.
—Creo que sería lo más sensato.
—¿Por qué?
Julian soltó un gruñido ronco.
Antes de que pudiera contestar, aparecieron tres hombres tras él y, a juzgar por sus expresiones, Grace intuyó que no estaban muy contentos.
Y lo peor era que Julian parecía ser la fuente de su malestar.
El más grande de los tres era un monstruo culturista unos siete centímetros más bajo que Julian, pero de músculos mucho más desarrollados y voluminosos. El tipo frunció los labios mientras recorría la espalda de Julian de arriba abajo con la mirada. Y en ese preciso instante, Grace lo reconoció.
Paul.
Se le aceleró el pulso. Físicamente, Paul había cambiado muchísimo con los años. Tenía la cara más redonda, arrugas prematuras alrededor de los ojos y había perdido mucho pelo. Pero seguía conservando la misma sonrisa burlona.
—Este era el que estaba con Amber —le dijo uno de sus secuaces.
Grace sintió un escalofrío en la espalda al observar la calma letal que se había apoderado de Julian. No había modo de predecir lo que Julian podía hacer y, a juzgar por lo que estaba viendo, Paul no había cambiado por dentro tanto como por fuera. No era más que un niñato de anuncio que siempre se movía con su séquito. Estaba convencido de que siempre debía demostrar su poder en todo lo que hacía. Con ese ego de macho prepotente, estaba claro que no se iría hasta que consiguiera enredar a Julian en una pelea.
Lo único que esperaba Grace era que su general tuviera más sentido común y no cayera en la trampa.
—¿Necesitáis algo? —preguntó Julian sin mirar a Paul ni a sus amigos.
Paul se echó a reír y palmeó a uno de los suyos en el pecho.
—¿No crees que tiene voz de pito? Pensaba que el niño bonito iba detrás de mi chica, pero por su pinta y por su voz, creo que va detrás de uno de vosotros.
Julian se volvió y miró a Paul con una expresión que habría hecho retroceder a cualquiera con dos dedos de frente.
Paul, por supuesto, carecía de sentido común. Nunca lo había tenido.
—¿Qué pasa contigo, niño bonito? —se burló Paul—. ¿Te he ofendido? —Miró a sus amigos y sacudió la cabeza—. Lo que pensaba, es un mariquita cobarde con voz de pito.
Julian soltó una carcajada, mucho más siniestra que alegre.
—Venga, Julian —le dijo Grace, cogiéndolo del brazo antes de que las cosas se pusieran peor—. Vámonos.
Paul la miró con su característica sonrisilla burlona y entonces la reconoció.
—Vaya, vaya, vaya… Grace Alexander. Hace mucho que no nos vemos. —Le dio una palmada en la espalda al tipo moreno que estaba a su lado—. Oye, Tom, ¿te acuerdas de Grace, la de la facultad? Sus braguitas blancas me hicieron ganar nuestra apuesta.
Julian se quedó paralizado ante sus palabras.
Grace sintió que el viejo dolor regresaba, pero se negó a demostrarlo. Jamás volvería a darle ese gusto a Paul.
—No me extraña que fuera detrás de Amber —siguió Paul—. Lo más probable es que quisiera probar a una mujer que no estuviese todo el rato llorando mientras se la tira.
Julian giró hacia Paul con tal rapidez que Grace apenas fue capaz de percibir el movimiento. Paul se movió un poco, pero Julian se agachó y le asestó un puñetazo en las costillas que lo envió de espaldas a la multitud que se agolpaba a unos metros por detrás de ellos.
Con una maldición, corrió de nuevo hacia Julian.
Este se hizo a un lado, le puso la zancadilla y lo empujó para hacerlo volar por los aires.
Paul aterrizó de espaldas en el suelo.
Antes de que pudiera moverse, Julian le colocó el pie sobre la garganta y le sonrió con tal frialdad que Grace comenzó a temblar de la cabeza a los pies.
Paul agarró el pie de Julian con las dos manos para tratar de zafarse. El esfuerzo hacía que los brazos le temblaran, pero el pie de Julian se quedó donde estaba.
—¿Sabías que solo son necesarios poco más de dos kilos para aplastar el esófago por completo? —le preguntó Julian con un tono de voz tan normal que resultaba aterrador.
Los ojos y los brazos de Paul comenzaron a hincharse cuando Julian ejerció más presión sobre su cuello.
—Tío, por favor —suplicó Paul mientras intentaba quitarse el pie de Julian de encima—. Por favor, no me hagas daño, ¿vale?
Grace contuvo el aliento con horror al ver que Julian lo pisaba aún con más fuerza.
Tom se acercó a ellos.
—Hazlo —le advirtió Julian— y te saco el corazón para que tu amigo se lo coma.
Grace se quedó helada al ver la mirada letal de Julian. Ese no era el hombre tierno que le hacía el amor por las noches. Ese era el rostro del general que una vez había mandado al infierno a los mejores soldados romanos.
A Grace no le cabía duda de que Julian era muy capaz de llevar a cabo la amenaza, ni de que lo haría si fuera necesario. Y a juzgar por la palidez del rostro de Tom cuando retrocedió, el hombre pensaba lo mismo.
—Por favor —volvió a implorar Paul antes de empezar a llorar—. Por favor, no me hagas daño.
Grace tragó saliva al escuchar las palabras que tanto la habían atormentado. Eran las mismas que ella había pronunciado entre sollozos en la cama de Paul.
Fue entonces cuando Julian la miró a los ojos. Grace pudo contemplar la furia en su mirada, al igual que el deseo de matar a Paul por ella.
—Déjalo, Julian —le dijo en voz baja—. No te llega ni a la suela de los zapatos.
Julian miró a Paul con los ojos entrecerrados.
—En el lugar del que procedo, descuartizamos a los cobardes inútiles como tú a modo de entrenamiento.
Justo cuando Grace tuvo la certeza de que iba a matarlo, Julian apartó el pie.
—Levántate.
Frotándose el cuello, Paul se puso en pie muy despacio.
La mirada gélida y letal de Julian hizo que Paul se encogiera.
—Le debes una disculpa a mi mujer.
Paul se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—Lo siento.
—Dilo como si lo sintieras de verdad —lo amenazó Julian en voz baja.
—Lo siento, Grace. De verdad. Lo siento muchísimo.
Antes de que ella pudiese responder, Julian le pasó un brazo por los hombros con un gesto posesivo para salir a paso tranquilo del local.
Ninguno de ellos habló hasta que llegaron al coche, pero Grace percibía el profundo malestar de Julian. Estaba totalmente rígido, como la cuerda de un arco tensada en exceso.
—Ojalá me hubieras dejado matarlo —le dijo Julian mientras ella buscaba las llaves del coche en el bolsillo de los vaqueros.
—Julian…
—No te haces una idea de lo que me ha costado dejar que se vaya. No soy de ese tipo de hombres que pueden marcharse sin más. —Golpeó el techo del coche de Grace con la palma de mano y, al instante, se dio la vuelta para mascullar—: ¡Maldita sea, Grace! Hubo una época en la que me alimentaba de las entrañas de tipos como ese. Y he pasado de eso a…
Julian dudó un instante cuando dos mil años de recuerdos reprimidos afluyeron a su mente. Volvió a verse como el respetado líder que fuera en su día. El héroe de Macedonia. El hombre que una vez había conseguido que legiones completas de romanos se rindieran ante la simple aparición de su estandarte.
Y después vio en lo que se había convertido. Una cáscara vacía. Una codiciada mascota sometida a la voluntad de aquella que lo invocaba.
Durante dos mil años había vivido sin emociones y sin pronunciar más que un puñado de palabras.
Había entrado en modo de supervivencia. Y se había dejado arrastrar.
Hasta que Grace llegó y descubrió su lado humano…
Ella observó la miríada de emociones que cruzó por el rostro de Julian. Ira, confusión, horror y, a la postre, una terrible agonía. Se acercó hasta el otro lado del coche, pero él no permitió que lo tocara.
—¿Es que no lo ves? —le preguntó con voz ronca a causa de las intensas emociones—. Ya no sé quién soy. En Macedonia sabía quién era, pero después me convertí en esto. —Alzó el brazo para que Grace pudiera ver las palabras que Príapo grabara a fuego—. Pero ahora tú lo has cambiado todo —concluyó, mirándola fijamente.
La angustia que reflejaban sus ojos estaba desgarrando a Grace.
—¿Por qué has tenido que cambiarme, Grace? ¿Por qué no me dejaste como estaba? Había aprendido a no sentir nada a fuerza de voluntad. Venía a este mundo, hacía lo que me ordenaban y me marchaba sin más. No deseaba nada. Y ahora… —Miró a su alrededor como un hombre inmerso en una pesadilla de la que no pudiera escapar.
Ella extendió el brazo.
—Julian…
Él se alejó de su mano al tiempo que negaba con la cabeza.
—¡No! —exclamó, mientras se pasaba una mano por el pelo—. Ya no sé a qué lugar pertenezco. No lo entiendes.
—Entonces, explícamelo —le suplicó Grace.
—¿Cómo voy a explicarte lo que es caminar entre dos mundos y ser despreciado por ambos? No soy humano, ni tampoco un dios; soy un híbrido abominable. No tienes idea de cómo crecí: mi madre me entregó a mi padre, que me entregó a su esposa, que me entregaba a cualquiera que estuviese cerca para alejarme de su vista. Y durante los últimos veinte siglos no he sido más que una moneda de cambio, algo que se podía comprar y vender. He pasado toda mi vida buscando un lugar al que poder llamar hogar; buscando a alguien que me quisiera por lo que soy, no por mi rostro ni por mi cuerpo.
Grace no podía soportar el tormento que reflejaban sus ojos.
—Yo te quiero, Julian.
—No, no es cierto. ¿Cómo ibas a quererme?
Su pregunta la dejó boquiabierta.
—¿Y cómo no iba a hacerlo? Dios mío, jamás en mi vida he deseado tanto estar con alguien como ahora deseo estar contigo.
—Lo que sientes es lujuria.
Eso sí que consiguió enfadarla. ¡Cómo se atrevía a despreciar sus sentimientos como si fuesen algo trivial! Lo que sentía hacia él era mucho más profundo que la mera lujuria, era algo que le llegaba hasta el alma.
—No me digas lo que siento y lo que no. No soy ninguna niña.
Julian sacudió la cabeza, incapaz de creer sus palabras. Se trataba de la maldición. Tenía que ser eso. Nadie podía amarlo. Nadie lo había hecho nunca, desde el día en que nació.
Pero que Grace lo amara…
Sería un milagro. Sería…
La gloria. Y él no había nacido para saborearla.
«Sufrirás como ningún otro hombre ha sufrido.»
No era más que otra estratagema de los dioses. Otro cruel engaño concebido para castigarlo.
Y ya estaba cansado. Exhausto y agotado por la lucha. Lo único que quería era escapar del sufrimiento. Encontrar un puerto donde refugiarse de aquellos aterradores sentimientos que lo asaltaban cada vez que la miraba.
Grace apretó los dientes al ver el rechazo en los ojos de Julian. No obstante, ¿quién podría culparlo?
Lo habían herido en incontables ocasiones. Sin embargo, de algún modo, de alguna forma, lograría demostrarle lo mucho que significaba para ella.
Tenía que hacerlo. Porque perderlo significaría la muerte para ella.