Selena se dedicó a observar cómo Julian se paseaba nervioso por delante de su puesto mientras le echaba las cartas a un turista. Dios Santo, habría podido pasarse todo el día viendo cómo caminaba. Ese hombre tenía un modo de andar tan arrebatador que le hacía desear salir corriendo a casa para agarrar a Bill y hacerle unas cuantas cosas pecaminosas.
Las mujeres no dejaban de acercarse a él una y otra vez, pero Julian siempre lograba quitárselas de encima. A decir verdad, resultaba de lo más divertido ver a todas esas chicas pavoneándose a su alrededor mientras él permanecía ajeno a sus estratagemas. Jamás habría pensado que existiera un hombre semejante.
Pero claro, hasta ella podía llegar a aborrecer el chocolate si se daba un atracón.
Y por el modo en que las mujeres respondían a la presencia de Julian, dedujo que él ya se había empachado en más de una ocasión. Lo que era peor, parecía muy preocupado.
Selena se sentía fatal por lo que les había hecho a Julian y Grace. Su idea había parecido bastante sencilla en un principio. Quizá ella debería haber reflexionado un poco más…
¿Cómo iba a saber quién era Julian? Si al menos el nombre hubiera activado alguna lucecita en su cabeza… De todos modos, su especialidad era la Edad de Bronce griega, que ya era Prehistoria en la época de Julian.
Lo peor era que tampoco había meditado mucho acerca de si el tipo del libro era realmente humano. Pensaba que era alguna clase de genio o criatura mágica sin pasado ni sentimientos.
Señor, cuando metía la pata lo hacía hasta el fondo.
Meneando la cabeza, observó cómo Julian rechazaba otra oferta, esta vez procedente de una atractiva pelirroja. El hombre era un verdadero imán de estrógenos.
Acabó de echar las cartas.
Julian aguardó un rato antes de acercarse a la mesa.
—Llévame con Grace.
No era una petición. A Selena no le cabía ninguna duda de que era el mismo tono de voz que antaño empleara para colocar sus tropas en formación de combate.
—Dijo que…
—No me importa lo que dijera. Necesito verla.
Selena envolvió la baraja en el pañuelo. ¿Qué coño? Tampoco le hacía mucha falta tener una amiga…
—Vas directo a tu funeral.
—Ojalá —dijo él en voz tan baja que Selena no supo si lo había escuchado bien.
Julian la ayudó a recoger sus cosas y a meterlas en el carrito antes de llevarlo todo hasta la pequeña caseta que tenía alquilada para guardarlo.
No tardaron mucho en ponerse en camino en dirección a casa de Grace.
Aparcaron en el camino del jardín justo cuando Grace estaba guardando sus maletas en el coche.
—¡Hola, Gracie! —saludó Selena—. ¿Adónde vas?
Grace miró furiosa a Julian.
—Me marcho por unos días.
—¿Adónde? —le preguntó su amiga.
Grace no contestó.
Julian salió del coche y fue directo hacia ella. Iba a arreglar las cosas, costara lo que costase.
Grace arrojó una bolsa al maletero y se alejó de Julian.
Él la cogió por un brazo.
—No has contestado a la pregunta.
Ella se zafó de su mano.
—¿Y qué vas a hacer, pegarme si no lo hago? —le dijo, mirándolo con los ojos entrecerrados.
El resentimiento de Grace hizo que Julian se encogiera.
—¿Y te extrañas de que quiera marcharme? —En ese momento se percató de las lágrimas que ella trataba de ocultar. Tenía los ojos húmedos y brillantes. El dolor lo partió en dos—. Lo siento, Grace —murmuró mientras cubría su mejilla con la mano—. No pretendía hacerte daño.
Grace observó la batalla que mantenían el arrepentimiento y el deseo en el rostro de Julian. Su caricia era tan tierna y tan suave… Por un instante, estuvo a punto de creer que le importaba de verdad.
—Yo también lo siento —susurró—. Ya sé que no es culpa tuya.
Él soltó una brusca y amarga carcajada.
—En realidad, todo lo que sucede es culpa mía.
—Bueno… ¿Estáis bien? —preguntó Selena.
Julian clavó su ardiente mirada en Grace con tal intensidad que ella sintió un estremecimiento.
—¿Quieres que me vaya? —le preguntó él.
No, no quería. Ese era el problema, que no quería que volviera a abandonarla. Jamás.
Grace cogió las manos de Julian entre las suyas y las apartó de su rostro.
—Estamos bien, Selena.
—En ese caso, me voy a casa. Nos vemos.
Grace apenas fue consciente de que su amiga ponía en marcha el coche y se alejaba. Julian reclamaba toda su atención.
—A ver, ¿adónde ibas? —le preguntó.
Por primera vez desde que la policía se marchara, Grace sintió que podía respirar de nuevo. Con la presencia de Julian, el miedo se desvaneció como la niebla bajo el sol.
Se sentía segura.
—¿Recuerdas lo que te conté sobre Rodney Carmichael?
Él asintió.
—Estuvo aquí hace un rato. Ese… ese hombre me pone nerviosa.
La ira fría e irracional que adoptó el rostro de Julian la dejó estupefacta.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Se esfumó en cuanto llegó la policía. Por eso me marchaba. Iba a alojarme en un hotel.
—¿Todavía quieres marcharte?
Grace negó con la cabeza. Con él allí, se sentía completamente a salvo.
—Cogeré tu bolsa —le dijo Julian.
La sacó y cerró el maletero.
Grace abrió la marcha de regreso a la casa.
Pasaron el resto del día en una apacible soledad. Al llegar la noche se tumbaron en el suelo delante del sofá, reclinados sobre los cojines.
Grace apoyó la cabeza sobre el duro vientre de Julian mientras acababa de leerle Peter Pan y hacía todo lo posible para no distraerse con el maravilloso olor que desprendía su cuerpo. Ni con la maravillosa sensación de poder tocarlo.
Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y explorar los firmes músculos de su torso con la boca.
Julian le acariciaba el pelo con lentitud mientras la observaba. Dios, cómo la afectaban esas abrasadoras caricias… Lograban que deseara poder despojarlo de la ropa para saborear cada centímetro de su cuerpo.
—Fin —dijo ella al tiempo que cerraba el libro.
La ardiente expresión del rostro de Julian la dejó sin aliento.
Ella se desperezó y arqueó levemente la espalda, apoyándose un poco más sobre él.
—¿Quieres que te lea algo más?
—Sí, por favor. Tu voz me relaja.
Ella lo contempló durante un instante antes de sonreír. No recordaba que ningún otro cumplido hubiese significado tanto como ese para ella.
—Tengo la mayor parte de los libros en mi habitación —le dijo mientras se ponía en pie—. Vamos, te enseñaré mi tesoro secreto y buscaremos otro para leer.
La siguió escaleras arriba.
A Grace no se le escapó la ardorosa mirada con la que Julian contempló la cama antes de posar sus ojos en ella.
Fingió no darse cuenta y abrió la puerta del enorme vestidor. Encendió la luz y deslizó la mano con cariño por las estanterías que su padre había colocado tantos años atrás.
El hombre se lo había pasado en grande mientras colocaba las estanterías con su mejor amigo. Dado que ambos eran hombres de letras, lo habían dejado todo hecho un desastre y su padre acabó con dos uñas negras antes de que todo estuviese terminado. Su madre no había parado de reírse y de llamar a su marido «carpintero de pacotilla», pero a él no parecía importarle. Grace jamás olvidaría la expresión de orgullo que mostraba su rostro cuando terminó por fin y colocó sus libros en las estanterías.
Adoraba esa estancia. Allí era donde sentía de verdad el amor de sus padres. Allí se refugiaba de los problemas y sufrimientos que la perseguían.
Cada uno de los libros que guardaba en ese lugar contenía un recuerdo especial, y todos eran importantes para ella. Miró a su izquierda y vio Shanna, con la que había comenzado su afición a la novela romántica. The Wolfling la había introducido en la ciencia ficción. Y su adorado Bimbos del Sol Muerto, su primera novela de misterio.
También estaban allí las viejas novelas de sus padres y las tres copias de los libros de texto que su padre había escrito antes de que ella naciera.
Ese era su santuario y Julian era la primera persona que ponía un pie en él, sin contar a sus padres.
—Llevas tiempo coleccionando libros —comentó él mientras echaba un vistazo a las atestadas estanterías.
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Fueron mis mejores amigos mientras crecía. Creo que el amor por la lectura es el mejor regalo que mis padres me han dado. —Alzó el libro de Peter Pan—. Este era de mi padre, de cuando era niño. Es mi posesión más preciada.
Lo devolvió a una de las estanterías y cogió un ejemplar de Belleza Negra.
—Mi madre me leía este una y otra vez.
Hizo un pequeño recorrido, mostrándole sus libros.
—Rebeldes —susurró con adoración—. Era mi libro favorito en el instituto. ¡Ah!, y este también, ¿Puedes demandar a tus padres por abuso de autoridad?
Julian soltó una carcajada.
—Ya veo que significan mucho para ti. Se te ilumina el rostro al mirarlos.
Algo en su mirada le dijo a Grace que él estaba pensando en otro modo de hacer que se iluminara…
Tragando saliva ante la idea, se dio la vuelta y rebuscó en la estantería de la derecha, donde guardaba los clásicos, mientras Julian seguía mirando los de la izquierda.
—¿Qué te parece este? —le preguntó él, que sostenía una de sus novelas románticas en la mano.
Grace soltó una risilla nerviosa al ver a la pareja que se abrazaba medio desnuda en la portada.
—¡Madre mía! Me parece que no.
Él miró la portada y alzó una ceja.
—Vale —dijo Grace al tiempo que le quitaba el libro de las manos—, has descubierto mi más oscuro secreto. Soy una adicta a las novelas románticas históricas, pero lo último que necesitas es que te lea una apasionada escena de amor en voz alta. Muchísimas gracias, pero no.
La mirada de Julian se clavó en sus labios.
—Preferiría recrear una apasionada escena de amor contigo —dijo en voz baja, acercándose a ella.
Grace comenzó a temblar. Tenía la espalda pegada a la estantería y no podía retroceder más. El hombre colocó un brazo por encima de su cabeza y presionó ese enorme cuerpo contra el suyo antes de inclinar la cabeza para acercarse a sus labios.
Grace cerró los ojos. La presencia de Julian inundaba todos sus sentidos. La rodeaba de una forma de lo más perturbadora.
Por una vez, él mantuvo las manos quietas y se limitó a tocarla con los labios. Daba igual.
La cabeza de Grace comenzó a girar de todos modos.
¿Cómo era posible que su esposa hubiera elegido a otro hombre teniéndolo a él? ¿Cómo podría rechazarlo una mujer en su sano juicio? Ese hombre era el paraíso.
Julian profundizó el beso y comenzó a explorar su boca con la lengua. Grace pudo sentir los poderosos latidos del corazón del hombre cuando la apretó con más fuerza, así como la dureza de esos músculos que se contraían a su alrededor.
Jamás había sido tan consciente de la presencia de otro ser humano. Él la llevaba hasta el límite, la hacía experimentar sensaciones que no sabía que pudiesen existir.
Julian se retiró un poco y apoyó la mejilla contra la suya. Su aliento le rozaba el pelo y le ponía la piel de gallina.
—Me muero de ganas de estar dentro de ti, Grace —murmuró—. Quiero sentir tus piernas alrededor de mi cuerpo, sentir tus pechos debajo de mí, escucharte gemir mientras te hago el amor muy despacio. Quiero que tu aroma impregne mi cuerpo y quiero sentir tu aliento sobre la piel. —Todo su cuerpo se tensó antes de separarse de ella—. Pero ya estoy acostumbrado a desear cosas que no puedo tener —susurró.
Grace extendió la mano para tocarle el brazo. Julian cogió su mano, se la llevó a los labios y depositó un rastro de pequeños besos sobre los nudillos.
El anhelo que se reflejaba en su apuesto rostro hizo que Grace se encogiera por dentro.
—Busca un libro y me comportaré.
Ella tragó saliva mientras Julian se alejaba. En ese momento se fijó en su viejo ejemplar de La Ilíada. Sonrió. Le iba a encantar, estaba segura.
Lo cogió y bajó las escaleras.
Julian estaba sentado delante del sofá.
—¡Adivina lo que he encontrado! —exclamó Grace con nerviosismo.
—No tengo la más remota idea.
Ella lo sostuvo en alto y sonrió.
—¡La Ilíada!
Julian se animó al instante y los hoyuelos relampaguearon en su rostro.
—Cántame, ¡oh, diosa!
—Muy bien —respondió ella antes de sentarse a su lado—. Y hay una cosa que te va a gustar todavía más: es una versión bilingüe, con el original griego y la traducción inglesa.
Le ofreció el libro.
Por la expresión de Julian, cualquiera habría dicho que le había entregado el tesoro de un rey. Abrió el libro.
De inmediato, sus ojos volaron sobre las páginas mientras pasaba la mano con reverencia por las hojas cubiertas con la antigua escritura griega.
Era incapaz de creer que estuviese viendo de nuevo su idioma escrito después de tanto tiempo. Hacía una eternidad que no lo leía en otro lugar que no fuera su brazo.
Siempre le habían encantado La Ilíada y La Odisea. De niño, había pasado horas oculto tras los barracones leyendo pergaminos una y otra vez; o escabulléndose para escuchar a los bardos en la plaza de la ciudad.
Entendía a la perfección lo que Grace sentía por sus libros. Él había sentido lo mismo en su juventud. A la más mínima oportunidad, se escapaba a un mundo de fantasía donde los héroes siempre triunfaban. Donde los demonios y los villanos eran aniquilados. Donde los padres y las madres amaban a sus hijos.
En las historias no había hambre ni dolor. Solo libertad y esperanza. Fue a través de esas historias como aprendió lo que eran la compasión y la ternura. El honor y la integridad.
Grace se arrodilló junto a él.
—Echas de menos tu hogar, ¿verdad?
Julian desvió la mirada. Solo echaba de menos a sus hijos.
Al contrario que a Kirian, la lucha nunca le había importado. El hedor de la muerte y la sangre, los quejidos de los moribundos. Solo había luchado porque eso era lo que se esperaba de él. Y había liderado un ejército porque, como bien dijo Platón, cada ser humano está capacitado por naturaleza para realizar una actividad a la cual se entrega. Por su naturaleza, Julian siempre había sido un líder nato y no alguien que siguiera a los demás.
No, no lo echaba de menos, pero…
—Era lo único que conocía.
Grace le rozó el hombro, pero fue la preocupación que reflejaban sus ojos grises lo que lo dejó desarmado.
—¿Querías que tu hijo fuera soldado?
Él negó con la cabeza.
—Jamás quise que su juventud se viera truncada, como les ocurrió a tantos de mis hombres —contestó con la voz ronca—. Bastante irónico, ¿no es cierto? Ni siquiera le permitía jugar con la espada de madera que Kirian le regaló para su cumpleaños; ni le dejaba tocar la mía cuando estaba en casa.
Grace le colocó una mano en la nuca y tiró de él para acercarlo. Sus caricias eran tan increíblemente relajantes… Tan cálidas. Lo hacían ser consciente de su soledad.
—¿Cómo se llamaba?
Julian tragó saliva. No había pronunciado los nombres de sus hijos desde el día de su muerte. No se había atrevido, pero no obstante, quería compartirlos con Grace.
—Atólico. Mi hija se llamaba Calista.
La sonrisa de Grace denotaba cierta tristeza, como si compartiera su dolor por la pérdida.
—Tenían unos nombres preciosos.
—Eran unos niños preciosos.
—Si se parecían en algo a ti, me lo creo.
Eso era lo más hermoso que nadie le había dicho jamás.
Julian le pasó la mano por el pelo, dejando que los mechones se escurrieran sobre su palma. Cerró los ojos y deseó poder quedarse así para siempre.
El miedo a tener que abandonarla lo estaba destrozando. Nunca le había gustado la idea de ser engullido por el desolador infierno del libro; pero en esos instantes, al pensar que jamás volvería a verla, que jamás volvería a oler el dulce aroma de su piel, que sus manos jamás volverían a rozar el suave rubor de sus mejillas…
Era más de lo que podía soportar.
Por los dioses, y pensar que hasta entonces había creído que estaba maldito…
Grace se alejó un poco y lo besó con suavidad en los labios antes de coger el libro.
Julian tragó saliva. Ella quería rescatarlo y, por primera vez en todos aquellos siglos, él quería que lo rescataran.
Se tendió en el suelo para que Grace pudiera volver a apoyar la cabeza sobre él. Le encantaba sentirla así. Sentir su pelo extendido sobre los brazos y el torso.
Estuvieron tumbados en el suelo hasta las primeras horas de la madrugada. Julian la escuchaba mientras ella leía las historias de Ulises y Aquiles. Se dio cuenta de que el cansancio iba haciendo mella en Grace, pero ella continuó leyendo. Hasta que al final cerró los ojos y se quedó dormida.
Julian sonrió y le quitó el libro de las manos para dejarlo a un lado. Le acunó la mejilla con la mano mientras la observaba.
No tenía sueño. No quería desaprovechar ni un solo segundo del tiempo que tenía para estar a su lado. Quería contemplarla, tocarla. Absorberla. Porque atesoraría esos recuerdos durante toda la eternidad.
Nunca había pasado una noche así: tumbado tranquilamente en el suelo junto a una mujer sin que ella montara su cuerpo y le exigiese que la tocara y la poseyera.
En su época los hombres y las mujeres no solían pasar demasiado tiempo juntos. Durante las temporadas que pasó en su hogar, Penélope apenas le había dirigido la palabra. De hecho, ni siquiera había demostrado mucho interés en él.
Las noches que iba a buscarla, ella no lo rechazaba. No obstante, tampoco se había mostrado ansiosa por recibir sus caricias. Siempre había conseguido despertar la pasión en el cuerpo de su esposa, pero no en su corazón.
Deslizó las manos por el pelo negro de Grace, saboreando la sensación que le provocaban los mechones al enredarse entre los dedos. Clavó la mirada en su anillo. Emitía un tenue brillo a la luz de la estancia.
En su mente lo vio cubierto de sangre. Recordaba cómo se le clavaba en el dedo cuando blandía la espada en mitad de una batalla. Ese anillo lo había significado todo para él y no le había resultado fácil conseguirlo. Se lo había ganado con el sudor de su frente y con las numerosas heridas que sufrió su cuerpo. Le había costado mucho, pero había merecido la pena.
Hubo una época en la que, si bien no amado, fue un hombre respetado. Y en su vida como mortal, eso lo había significado todo para él.
Con un suspiro, echó la cabeza hacia atrás para apoyarse en el cojín del sofá que había puesto sobre el suelo y cerró los ojos.
Cuando por fin consiguió dormirse, no fueron los rostros del pasado los que poblaron su mente, sino la imagen de unos claros ojos grises que se reían con él, de una negra melena que se desparramaba sobre su pecho y de una voz suave que leía palabras que le resultaban familiares aunque, de algún modo, extrañas.
Grace se desperezó lánguidamente al despertarse. Abrió los ojos y se sorprendió al darse cuenta de que tenía la cabeza apoyada sobre el abdomen de Julian. Él tenía la mano enterrada en su pelo y, a juzgar por la respiración relajada y profunda, todavía estaba dormido.
Alzó la mirada hacia su rostro. Tenía una expresión tranquila, casi infantil.
Y entonces se percató de que no había tenido la pesadilla. Julian había dormido toda la noche.
Con una sonrisa en los labios, comenzó a incorporarse muy despacio para no despertarlo.
No funcionó. Tan pronto como levantó la cabeza, Julian abrió los ojos y la abrasó con una intensa mirada.
—Grace —murmuró.
—No quería despertarte.
—No pasa nada.
Ella señaló las escaleras con el pulgar.
—Iba arriba a darme una ducha. ¿Hace falta que cierre la puerta?
Sus ojos la recorrieron con avidez.
—No, creo que podré comportarme.
Ella sonrió.
—Me parece que ya he oído eso antes.
Julian no respondió.
Ella subió y se dio una ducha rápida.
Cuando acabó, fue a su habitación y se encontró a Julian tumbado en la cama, hojeando el ejemplar de La Ilíada.
El hombre clavó la vista en ella al darse cuenta de que solo llevaba puesta una toalla. Esos hoyuelos aparecieron en medio de una expresión tan lasciva que consiguió que la temperatura de Grace ascendiera varios grados.
—Solo voy a coger la ropa y…
—No —dijo él con tono autoritario.
—¿No? —preguntó Grace con incredulidad.
La expresión de Julian se suavizó.
—Preferiría que te vistieras aquí.
—Julian…
—Por favor.
Grace se removió con incomodidad ante la petición. Jamás había hecho algo así en su vida.
—Por favor, por favor… —volvió a rogarle con un asomo de sonrisa.
¿Qué mujer habría podido resistirse ante esa expresión?
Lo miró de reojo.
—No te atrevas a reírte —le dijo mientras separaba la toalla con vacilación.
Julian miró sus pechos con ojos hambrientos.
—Puedes estar bien segura de que eso es lo último que se me ocurriría.
Acto seguido, se levantó de la cama y, con los gráciles movimientos de un depredador, se acercó a la cómoda donde Grace guardaba la ropa interior. Un extraño escalofrío recorrió su espalda mientras observaba cómo la mano de Julian rebuscaba entre sus braguitas hasta encontrar las de seda negra que Selena le había regalado.
Después de sacarlas, Julian se arrodilló en el suelo delante de ella para ponérselas. Sin aliento y totalmente a cien, Grace bajó la vista para contemplar aquella cabeza rubia antes de levantar una pierna para dejar que él le pasara las braguitas por el pie.
Cuando sus manos deslizaron la seda pierna arriba y sus labios siguieron el rastro con un reguero de besos, Grace comenzó a temblar. Julian extendió las manos sobre sus muslos y aquello causó estragos en todos sus sentidos. Pero lo peor de todo fue cuando, una vez que las braguitas estuvieron colocadas en su sitio, el hombre la acarició levemente entre las piernas antes de apartarse.
A continuación, sacó el sujetador negro a juego del cajón.
Como una muñeca que careciera de voluntad, dejó que él se lo pusiera. Las manos de Julian le rozaron los pezones mientras abrochaba el enganche delantero; una vez cerrado, deslizó los dedos bajo el satén para prodigarle una cálida caricia que logró que Grace se estremeciera de la cabeza a los pies.
Julian inclinó la cabeza para atrapar sus labios. Ya podía sentir cómo se extendía el fuego en su interior, exigiéndole que la poseyera. Exigiéndole que aliviara el dolor de su entrepierna aunque fuese por un instante.
Grace gimió cuando él profundizó el beso. Carente de toda voluntad, sintió cómo la levantaba en brazos para sentarla en la cama delante de él. De forma instintiva, ella le rodeó la cintura con las piernas y siseó al sentir los duros abdominales que presionaban sobre el núcleo de su cuerpo.
Julian le recorrió la espalda con las manos. La visión del cuerpo húmedo y desnudo de Grace estaba grabada a fuego en su mente. Estaba llegando a un punto sin retorno cuando un destello de luz cegadora iluminó la habitación.
Deslumbrado por el resplandor, Julian se apartó de ella.
—¿Has sido tú? —le preguntó Grace sin aliento, mirándolo con una expresión de adoración.
Julian sonrió y negó con la cabeza.
—Ojalá pudiera atribuírmelo, pero estoy bastante seguro de que tiene otro origen.
Echó un vistazo a la habitación y sus ojos se detuvieron sobre la cama. Parpadeó.
No podía ser…
—¿Qué es eso? —preguntó Grace cuando se dio la vuelta para mirar la cama.
—Es mi escudo —contestó Julian, incapaz de creer lo que veían sus ojos.
Hacía siglos que no contemplaba su escudo. Atónito, lo contempló fijamente. Estaba en el mismo centro de la cama y emitía débiles destellos bajo la luz.
Conocía cada una de las muescas y los arañazos que había en él; recordaba cada uno de los golpes que los habían producido.
Con miedo a estar soñando, extendió la mano para tocar el relieve en bronce de Atenea y su búho.
—¿Y esta es tu espada también?
Julian le agarró la mano antes de que pudiera tocarla.
—Esa es la Espada de Cronos. No la toques jamás. Si alguien que no lleva su sangre la toca, su piel quedará marcada para siempre con una terrible quemadura.
—¿En serio? —preguntó ella al tiempo que bajaba de la cama para alejarse de la espada.
—En serio.
Grace miró a la cama con el ceño fruncido.
—¿Qué hacen aquí?
—No lo sé.
—¿Y quién los envía?
—No lo sé.
—Pues eso no ayuda mucho que digamos.
Julian no pareció captar su sarcasmo. En lugar de darse por aludida, Grace lo observó mientras contemplaba su escudo. Pasaba la mano sobre él como un padre que mirara con adoración a un hijo pródigo.
El hombre cogió su espada y la depositó en el suelo, debajo de la cama.
—No olvides que está aquí —le dijo muy serio—. Ten mucho cuidado de no tocarla.
Su expresión se volvió más ceñuda al incorporarse para mirar de nuevo el escudo.
—Debe de ser obra de mi madre. Solo ella o uno de sus hijos podrían enviármelos.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
Julian entrecerró los ojos mientras recordaba el resto de la leyenda que rodeaba su espada.
—Estoy seguro de que ha enviado la espada por si tengo que enfrentarme con Príapo. La Espada de Cronos también es conocida como la Espada de la Justicia. No acabará con su vida, pero hará que ocupe mi lugar en el libro.
—¿Lo dices en serio?
Julian asintió.
—¿Puedo tocar el escudo?
—Claro.
Grace pasó la mano sobre las incrustaciones doradas y negras que formaban la imagen de Atenea y el búho.
—Es muy bonito —dijo, maravillada.
—Kirian lo mandó hacer cuando me nombraron general supremo.
Grace acarició la inscripción grabada bajo la figura de Atenea.
—¿Qué dice aquí?
—«La muerte antes que el deshonor» —respondió Julian con un nudo en la garganta.
Sonrió con melancolía al recordar a Kirian a su lado en las batallas.
—El escudo de Kirian decía: «El botín para el vencedor». Solía mirarme antes de la lucha y decir: «Llévate tú el honor, adelfos, y yo me quedo con el botín».
Grace guardó silencio al escuchar el extraño tono de su voz. Colocó más cerca el escudo mientras trataba de imaginarse el aspecto que habría tenido Julian cuando lo cogía en alto.
—¿Kirian? ¿Te refieres al hombre que fue crucificado?
—Sí.
—Lo apreciabas mucho, ¿verdad?
Él sonrió con tristeza.
—Le llevó un tiempo acostumbrarse a mí. Yo tenía veintitrés años cuando su tío lo asignó a mi tropa, después de narrarme con todo detalle lo que me sucedería si dejaba que «Su Alteza» resultara herido.
—¿Era un príncipe?
Julian asintió.
—Y no le tenía miedo a nada. Con apenas veinte años ya cargaba en la batalla o se metía en peleas para las que no estaba preparado, desafiando a todo el mundo a que tratara de hacerle daño. Parecía que cada vez que me daba la vuelta, tenía que sacarlo a rastras de algún extraño contratiempo. Pero resultaba muy difícil no apreciarlo. A pesar de su carácter exaltado, tenía un gran sentido del humor y era leal hasta la médula. —Pasó la mano por el escudo—. Ojalá hubiese estado allí para poder salvarlo de los romanos.
Grace le acarició el brazo en un gesto comprensivo.
—Estoy segura de que los dos juntos habríais sido capaces de salir de cualquier atolladero.
Los ojos de Julian se iluminaron al escuchar semejante observación.
—Cuando nuestros ejércitos marchaban juntos, éramos invencibles. —Tensó la mandíbula al mirarla—. Solo era cuestión de tiempo que Roma cayera en nuestras manos.
—¿Por qué despreciabais tanto al Imperio Romano?
—Juré que destruiría Roma el mismo día que conquistaron Prymaria. Kirian y yo fuimos enviados como refuerzo, pero llegamos demasiado tarde. Los romanos habían sitiado la ciudad y habían asesinado a sangre fría y de un modo salvaje a todas las mujeres y a los niños. Jamás había visto una carnicería semejante. —Su mirada se oscureció—. Tratábamos de enterrar a los muertos cuando los romanos nos tendieron una emboscada.
Grace se quedó helada al escucharlo.
—¿Qué ocurrió?
—Derroté a Livio y estaba a punto de matarlo cuando, de pronto, intervino Príapo. Lanzó un rayo a mi caballo y caí en mitad de las tropas romanas. Estaba seguro de que iba a morir pero, justo entonces, Kirian apareció de la nada e hizo retroceder a Livio hasta que pude ponerme en pie de nuevo. Livio llamó a sus hombres a retirada y desapareció antes de que pudiésemos acabar con él.
Grace se dio cuenta de que Julian estaba justo detrás de ella, tan cerca que podía percibir el calor que desprendía su cuerpo. El hombre le colocó un brazo a cada lado, aprisionándola contra el colchón, antes de apoyarse contra su espalda.
Ella tuvo que apretar los dientes ante la ferocidad del deseo que la invadió. Julian no la estaba sujetando, pero la devastación que provocaba en sus sentidos era igual de profunda. Él inclinó la cabeza para mordisquearle el cuello.
Sentir esa lengua contra la piel hizo que todas las hormonas del cuerpo de Grace estallaran en llamas. Arqueó la espalda cuando notó un hormigueo en los pechos. Si no lo detenía…
—Julian —murmuró, si bien su voz distaba mucho de transmitir la advertencia que pretendía.
—Lo sé —susurró él—. Voy de camino a darme una ducha fría. —Cuando salía de la habitación, Grace escuchó que mascullaba una palabra en voz baja—: Solo.
Después de desayunar, Grace decidió enseñarle a conducir.
—Esto es ridículo —protestó Julian mientras ella aparcaba en el estacionamiento del instituto.
—¡Venga ya! —se burló Grace—. ¿No sientes curiosidad?
—No.
—¿No?
Julian suspiró.
—Está bien, un poco.
—Bueno, entonces imagina las historias que podrás contarles a tus hombres cuando regreses a Macedonia sobre la gran bestia de acero que condujiste… alrededor de un aparcamiento.
Julian la miró perplejo.
—¿Eso significa que estás de acuerdo con que me marche?
¡No!, quiso gritarle. Pero en lugar de eso, soltó un suspiro. En el fondo, sabía que jamás podría pedirle que abandonara todo lo que había sido en su día para quedarse con ella.
Julian de Macedonia era un héroe. Una leyenda.
Jamás podría ser un plácido hombre del siglo XXI.
—Sé que no puedo hacer que te quedes conmigo. No eres ningún cachorrito abandonado que me haya seguido a casa.
Julian se puso rígido al escucharla. Grace tenía razón. Por eso le resultaba tan difícil abandonarla. ¿Cómo podría separarse de la única persona que lo veía como un hombre?
No sabía por qué quería enseñarle a conducir, pero al parecer, la hacía feliz compartir su mundo con él. Y por alguna razón que no quería analizar demasiado a fondo, a él le gustaba hacerla feliz.
—Muy bien. Enséñame a dominar esta bestia.
Grace salió del coche para que Julian pudiera colocarse en el asiento del conductor.
Cuando Julian se sentó, ella no pudo evitar hacer una mueca al ver a un hombre de más de metro noventa embutido en un asiento que había sido diseñado para una mujer de poco menos de un metro sesenta.
—Lo siento, se me olvidó echar el asiento hacia atrás.
—No puedo moverme ni respirar, pero no te preocupes, estoy bien.
Ella soltó una carcajada.
—Hay una palanca bajo el asiento. Tira de ella y podrás moverlo hacia atrás.
Julian lo intentó, pero tenía tan poco espacio que no logró alcanzarla.
—Espera —dijo Grace—, yo lo haré.
El hombre echó la cabeza hacia atrás cuando ella se inclinó por encima de su muslo y apretó los pechos contra su pierna para poder pasarle el brazo entre las rodillas. El cuerpo de Julian reaccionó con una repentina y feroz erección.
Cuando Grace apoyó la mejilla sobre su entrepierna para tirar de la palanca, Julian pensó que moriría allí mismo.
—¿Te has dado cuenta de que estás en la posición perfecta para…?
—¡Julian! —exclamó ella. Al retroceder, vio el bulto que se marcaba en los vaqueros y su rostro adquirió un brillante tono rojo—. Lo siento.
—Yo también —murmuró él.
Por desgracia, Grace aún tenía que mover el asiento, así que Julian se vio forzado a soportar la postura una vez más. Con los dientes apretados, alzó un brazo y se agarró al reposacabezas con todas sus fuerzas. Le estaba costando la misma vida no rendirse a la salvaje lujuria que había invadido su cuerpo.
—¿Estás bien? —le preguntó ella en cuanto colocó el asiento en su sitio y regresó al suyo.
—¡Claro! —contestó él con ironía—. Estoy muy bien, aunque debo decir que caminar sobre brasas me resultó menos penoso que el dolor que está padeciendo mi entrepierna en estos momentos.
—Ya te he pedido perdón.
Él se limitó a mirarla.
Grace le dio unas palmaditas en el brazo.
—Venga, ¿llegas bien a los pedales?
—Me encantaría llegar hasta los tuyos…
—¡Julian! —exclamó de nuevo Grace. Ese hombre era un salido—. ¿Quieres concentrarte?
—De acuerdo, ya me estoy concentrando.
—No me refería a que te concentraras en mis pechos.
Julian bajó la mirada hacia el regazo de Grace.
—Ni ahí tampoco.
Para su sorpresa, hizo un puchero semejante al de un niño enfadado. La expresión era tan extraña en él que Grace no tuvo más remedio que echarse a reír de nuevo.
—Vale —le dijo ella—. El pedal que está a tu izquierda es el embrague; el del medio es el freno; y el de la derecha, el acelerador. ¿Te acuerdas de lo que te he explicado sobre ellos?
—Sí.
—Bien. Ahora, lo primero que tienes que hacer es apretar el embrague y meter la marcha atrás. —Y con estas palabras, colocó la mano sobre la palanca de cambios que estaba situada entre los dos asientos para mostrarle cómo debía moverla.
—En serio, Grace. No deberías acariciar esa cosa de esa forma delante de mí. Es una crueldad por tu parte.
—¡Julian! ¿Te importaría prestar atención? Estoy intentando enseñarte a cambiar de marcha.
Él resopló.
—Ojalá me cambiaras a mí las marchas del mismo modo.
Grace le respondió con un gruñido.
A juzgar por el brillo malicioso de sus ojos, Julian no estaba arrepentido en lo más mínimo.
Intentó dar marcha atrás, pero soltó el embrague demasiado rápido y el coche se caló.
—Se supone que esto no debería pasar, ¿verdad? —preguntó.
—No, a menos que quieras tener un accidente.
Él suspiró y lo intentó de nuevo.
Una hora más tarde, después que se las hubiera arreglado para dar una vuelta alrededor del aparcamiento sin golpear los postes y sin que el coche se calara, Grace se dio por vencida.
—Menos mal que fuiste mucho mejor general que conductor.
—Ja, ja —exclamó con sarcasmo, pero había un brillo en su mirada que indicó a Grace que no se sentía ofendido—. Lo único que alegaré en mi defensa es que el primer vehículo que conduje fue un carro de guerra.
Grace le sonrió.
—Bueno, en estas calles no estamos en guerra.
Con una mirada escéptica, él le respondió:
—Yo no lo veo así. Recuerda que he visto las noticias de la noche. —Apagó el motor—. Creo que dejaré que conduzcas un rato.
—Muy inteligente por tu parte. A decir verdad, ahora no puedo permitirme comprar un coche nuevo.
Salió del coche para cambiar de asiento, pero cuando se cruzaron a la altura del maletero el hombre la sujetó para darle un beso tan abrasador que ella acabó mareada. El hombre le agarró las manos y se las apretó con fuerza contra esas estrechas caderas mientras le mordisqueaba los labios.
Por el amor de Dios, una mujer podía acostumbrarse a eso con facilidad… con mucha facilidad.
Julian fue el primero en separarse.
—¿Quieres llevarme a casa para que te mordisquee otras cosas?
Sí, eso era lo que quería. Y precisamente por eso no se atrevía. De hecho, el beso la había dejado tan trastornada que no podía ni hablar.
Julian sonrió ante la mirada extraviada y hambrienta de Grace, que observaba sus labios como si aún pudiese saborearlos. En ese momento la deseó más que nunca. Deseó poder arrancarle la goma del pelo y dejar que esa melena se desparramara sobre su pecho.
Cómo deseaba estar de regreso en casa, donde podría quitarle los pantalones cortos y escuchar sus dulces murmullos de placer mientras él le…
—El coche —dijo ella, parpadeando como si despertara de un sueño—. Íbamos a entrar en el coche.
Julian le dio un pequeño beso en la mejilla.
Una vez dentro del coche y con los cinturones de seguridad abrochados, Grace lo miró de soslayo.
—¿Sabes una cosa? Creo que hay dos cosas en Nueva Orleans que aún no has probado.
—En primer lugar, tengo que poseerte en un…
—¿Quieres dejarlo ya?
Julian se aclaró la garganta.
—Está bien. ¿Cuál es tu lista?
—Bourbon Street y la música moderna. Y de una de ellas nos podemos encargar ahora mismo. —Dicho eso, puso la radio.
Se echó a reír al reconocer «Hot Blooded»[2] de Foreigner. Teniendo en cuenta quién era su pasajero, la canción resultaba de lo más apropiada.
Julian la escuchó, pero no pareció muy impresionado.
Grace cambió de emisora.
Él frunció el ceño.
—¿Qué has hecho?
—He cambiado de emisora. Lo único que hay que hacer es apretar los botones.
El hombre jugueteó con el dial durante un rato, hasta que encontró «Love Hurts», [3] de Nazareth.
—Vuestra música es interesante.
—¿Te hace añorar la tuya?
—Dado que la mayoría de la música que escuchaba procedía de las trompetas y los tambores que nos acompañaban a la batalla, no. Creo que soy capaz de apreciar esto.
—¿El qué? —preguntó ella juguetona—. ¿La música o el hecho de que el amor hace daño?
Todo rastro de humor desapareció del rostro de Julian.
—Puesto que nunca he conocido lo que es el amor, no sabría decirte si hace daño o no. Pero me imagino que ser amado no debe de hacer tanto daño como no serlo.
A Grace le dio un vuelco el corazón al escuchar sus palabras.
—Entonces —dijo ella para cambiar de tema—, ¿qué quieres hacer cuando regreses a tu casa?
—No lo sé.
—Lo más probable es que vayas a darle una buena patada en el culo a Escipión, ¿verdad?
Él se echó a reír ante semejante idea.
—Ya me gustaría.
—¿Por qué? ¿Qué te hizo?
—Se cruzó en mi camino.
Vale, no era eso lo que ella esperaba escuchar.
—Y a ti no te gusta que nadie se cruce en tu camino, ¿cierto?
—¿Te gusta a ti?
Ella sopesó la pregunta antes de responder.
—Supongo que no.
Para cuando llegaron a Bourbon Street, la calle había sido invadida por la multitud típica de un domingo por la tarde. Grace se abanicó el rostro, luchando contra el intenso calor.
Levantó la vista para mirar a Julian; a ese hombre le sentaba bien hasta el sudor. El pelo húmedo se le rizaba alrededor de la cara y con esas gafas oscuras… ¡Por el amor de Dios!
Sin duda, su atractivo resaltaba aún más gracias a la camiseta blanca de manga corta que se le adhería a los hombros y a la tableta de chocolate que tenía por abdominales. Cuando dejó que su mirada vagara hasta el botón de sus vaqueros, Grace deseó haberle comprado unos más anchos.
De cualquier forma, teniendo en cuenta ese modo de andar seductor y arrogante, Grace dudaba mucho que unos vaqueros más anchos pudiesen ocultar tan tremenda sensualidad.
Julian se detuvo al pasar junto a un club de striptease. A favor del hombre, Grace tuvo que admitir que ni siquiera abrió la boca cuando vio a todas esas mujeres tan ligeras de ropa que se contoneaban tras el cristal, si bien su sorpresa fue bastante evidente.
Mirando a Julian como si quisiera devorarlo, una bailarina exótica se mordió el labio inferior y se pasó la lengua por él de forma sugerente al tiempo que se tocaba los pechos. La mujer le hizo un gesto con un dedo para que entrara al local.
Julian se dio la vuelta.
—Nunca habías visto algo así, ¿verdad? —preguntó Grace, que trató de disimular el malestar que había sentido ante los gestos de la mujer y el alivio que la había invadido al ver la reacción de Julian.
—Roma —contestó él sin más.
Ella se echó a reír.
—No eran tan degenerados, ¿o sí?
—Te sorprendería saber cuánto. Por lo menos aquí nadie hace una orgía en… —Y su voz se perdió al pasar junto a una pareja que se lo estaba montando en una esquina—. No he dicho nada.
Grace estalló en carcajadas.
—¡Vaya pedazo de tío! —le dijo una prostituta a Julian cuando pasaron junto a otro club—. Entra y te lo hago gratis.
Él negó con la cabeza sin detenerse.
Grace lo cogió de la mano y lo detuvo.
—¿Se comportaban así las mujeres antes de la maldición?
Él asintió.
—Esa es la razón de que Kirian fuera mi único amigo. Los hombres que conocía no podían soportar la atención que me prestaban. Las mujeres me perseguían allí donde estuviésemos, intentando meter las manos por debajo de mi armadura.
Grace meditó aquello durante un instante.
—¿Y estás seguro de que ninguna de esas mujeres te amaba?
Él la miró con una chispa de diversión en los ojos.
—El amor y la lujuria son cosas distintas. ¿Cómo puedes amar a alguien a quien no conoces?
—Supongo que tienes razón.
Siguieron caminando calle abajo.
—Cuéntame cosas sobre tu amigo. ¿Por qué no le importaba que las mujeres se quedaran con la boca abierta al verte?
Julian le dedicó una sonrisa llena de hoyuelos.
—Kirian estaba profundamente enamorado de su esposa, así que no le importaba ninguna otra mujer. Jamás me vio como un competidor.
—¿Conociste a su esposa?
Julian negó con la cabeza.
—Aunque nunca lo hablamos, creo que los dos intuíamos que habría sido una mala idea.
Grace percibió el cambio en su rostro. Sin duda alguna, estaba recordando a Kirian.
—Te culpas por lo que le sucedió, ¿verdad?
Julian apretó los dientes al imaginar lo que debía de haber sentido su amigo al ser capturado por los romanos. Considerando las ganas que tenían de atraparlos a ambos, no había duda de que le habían hecho sufrir lo suyo antes de matarlo.
—Sí —contestó en voz baja—. Sé que tengo la culpa. Si no hubiera despertado la ira de Príapo, habría estado allí para ayudar a Kirian a luchar contra ellos.
Además de que sabía con absoluta certeza que gran parte de la desgracia de Kirian provenía del hecho de haber sido tan estúpido como para convertirse en su amigo.
Dejó escapar un suspiro.
—Una vida brillante que no tendría que haber acabado de esa forma. Si hubiera aprendido a controlar su osadía, habría llegado a ser un magnífico gobernante —dijo, cogiendo la mano de Grace y dándole un ligero apretón.
Caminaron en silencio mientras Grace trataba de ingeniar un modo de animarlo.
Al pasar por la Casa del Vudú de Marie Laveau, ella se detuvo y lo arrastró al interior. Mientras recorrían el museo de miniaturas, le explicó los orígenes del vudú.
—¡Uuuh! —dijo cogiendo un muñeco de vudú de una estantería—. ¿Quieres vestirlo como Príapo y clavarle unos cuantos alfileres?
Julian se echó a reír.
—¿Por qué no imaginarnos que es Rodney Carmichael?
Grace reprimió una sonrisa.
—Eso sería muy poco profesional por mi parte, ¿no es cierto? Aunque debo admitir que resulta de lo más tentador.
Dejó el muñeco en su sitio antes de fijarse en el mostrador de cristal donde estaban expuestos los amuletos y la bisutería. Justo en el centro había un collar de cuentas negras, azules y verdes trenzadas de un modo tan intrincado que daba la sensación de ser un delgado hilo negro.
—Trae buena suerte a quien lo lleva —le dijo la vendedora al percibir el interés de Grace—. ¿Le gustaría verlo de cerca?
Grace asintió.
—¿Funciona?
—Claro que sí. La magia de este diseño es muy poderosa.
Grace no sabía si creer lo que había dicho la mujer; pero, para ser franca, una semana atrás jamás habría creído posible que dos mujeres borrachas pudieran devolver a la vida a un general macedonio.
Le pagó el colgante a la mujer y se acercó a Julian.
—Agáchate —le dijo.
Él la miró con escepticismo.
—¡Vamos! —lo apremió ella—. Sé bueno y dame el gusto.
La vendedora rió al ver que Grace le colocaba el amuleto en el cuello.
—Ese chico no necesita un amuleto de la suerte, chère. Lo que necesita es un hechizo que disperse la atención de todas esas mujeres que le están mirando el trasero ahora que está agachado.
Grace miró por encima de Julian y descubrió que tres mujeres le miraban el culo con los ojos como platos. Por primera vez sintió un horrible ramalazo de celos.
No obstante, el sentimiento se evaporó por completo cuando él le dio un cariñoso beso en la mejilla antes de incorporarse. Con una mirada diabólica, Julian le pasó un brazo alrededor de los hombros en un gesto posesivo.
Al pasar junto a las mujeres, Grace no pudo reprimir un travieso impulso. Se detuvo junto a ellas y les dijo:
—Por cierto, desnudo está muchísimo mejor.
—Estoy seguro de que tú lo sabes muy bien, cariño —comentó Julian mientras se ponía las gafas de sol antes de volver a colocar el brazo sobre los hombros de Grace.
Ella le rodeó la cintura con la mano para meterla en el bolsillo delantero del pantalón mientras él la estrechaba con fuerza contra su costado.
—¿Sabes una cosa? —le susurró Julian al oído—. Si quieres meter un poco más la mano en el bolsillo, yo no voy a quejarme lo más mínimo.
Ella le dio un pequeño apretón, pero dejó la mano donde estaba.
Las miradas envidiosas de las mujeres los persiguieron mientras se alejaban caminando por la acera.
Para cenar, Grace lo llevó a la marisquería de Mike Anderson. Cuando depositaron un plato de ostras para Julian sobre la mesa, ella hizo una mueca de asco.
—¡Puaj! —exclamó cuando él se metió una en la boca.
Julian la miró ceñudo y ofendido.
—Están deliciosas.
—Pues yo no opino lo mismo.
—Eso es porque no sabes cómo se comen.
—Claro que lo sé. Abres la boca y dejas que ese bicho viscoso se deslice por tu garganta.
Él bebió un trago de cerveza.
—Esa es una forma de comerlas.
—Así es como acabas de hacerlo tú.
—Cierto. Pero… ¿No te gustaría probar otro modo?
Ella se mordió el labio con indecisión. Había algo en el comportamiento de Julian que le indicaba que podría ser peligroso aceptar ese desafío.
—No lo sé.
—¿Confías en mí?
—No mucho —resopló ella.
Él se encogió de hombros y le dio otro trago a la cerveza.
—Tú te lo pierdes.
—¡Vale, está bien! —exclamó ella, demasiado curiosa como para continuar negándose—. Pero si me dan arcadas, recuerda que te lo advertí.
Julian tiró de la silla de Grace con los talones para colocarla a su lado, tan cerca que sus muslos se rozaban. Se secó las manos en los vaqueros y cogió la ostra más pequeña.
—Muy bien —le susurró al oído antes de pasarle el brazo libre por los hombros—. Echa la cabeza hacia atrás.
Grace obedeció. Él deslizó los dedos por la piel de la garganta, causándole una oleada de escalofríos. Ella tragó saliva, sorprendida por la ternura de sus caricias. Sorprendida por lo bien que se sentía con él a su lado.
—Abre la boca —le dijo en un murmullo mientras le rozaba el cuello con la nariz.
Ella volvió a obedecer.
Julian dejó que la ostra resbalara hasta su boca. En cuanto el manjar descendió por la garganta de Grace, Julian pasó la lengua por su cuello en dirección contraria.
Ella se estremeció ante la inesperada sensación. Los pezones se le endurecieron y un millón de escalofríos recorrieron su piel. ¡Era increíble! Había sido la primera vez que pasara por alto el sabor de la ostra.
Se puso roja como un tomate al recordar dónde se encontraban. Abrió los ojos y agradeció de inmediato el hecho de que se hubieran sentado en un rincón oscuro.
—¿Te ha gustado? —le preguntó de modo juguetón.
Ella no pudo evitar sonreír.
—Eres incorregible.
—Al menos lo intento.
—Pues lo consigues a las mil maravillas.
Antes de que Julian pudiera responder, el teléfono móvil de Grace comenzó a sonar.
—¡Puf! —resopló ella mientras lo sacaba del bolso. Quienquiera que fuese, ya podía tener algo importante que decirle.
Contestó.
—¿Grace?
Se encogió al escuchar la voz de Rodney.
—Señor Carmichael, ¿cómo ha conseguido este número de teléfono?
—Estaba apuntado en tu Rodolex. He venido a verte de nuevo, pero no estás en casa. —Suspiró—. Estaba deseando pasar el día contigo. Tenemos una conversación pendiente. Pero no pasa nada. Puedo reunirme contigo donde te encuentres. ¿Estás en el Barrio Francés con tu amiga la vidente?
El miedo la dejó paralizada.
—¿Cómo conoce a mi amiga?
—Sé muchas cosas de ti, Grace. ¡Mmm! —murmuró—. Perfumas los cajones de tu ropa interior con ambientador de rosas.
El terror la embargó por completo y no pudo moverse. Comenzaron a temblarle las manos.
—¿Está en mi casa?
A través del teléfono podía oír cómo el tipo abría y cerraba los cajones de su cómoda. De repente, soltó una maldición.
—¡Zorra! —masculló Rodney—. ¿Quién es él? ¿Con quién coño te has estado acostando?
—¡Pero cómo se…!
La comunicación se cortó.
Grace temblaba tanto cuando colgó el teléfono que apenas podía respirar.
—¿Qué sucede? —le preguntó Julian, con el ceño fruncido por la preocupación.
—Rodney está en mi casa —le dijo con voz trémula. Marcó de inmediato el número de la policía para denunciarlo.
—Nos encontraremos allí —le informó el agente—. No entre en su domicilio hasta que lleguemos.
—No se preocupe, no lo haré.
Julian le cogió las manos.
—Estás temblando.
—¡No me digas! Resulta que tengo a un psicópata metido en mi casa olisqueando mi lencería e insultándome. ¿Por qué tendría que temblar?
Aquellos oscuros ojos azules la tranquilizaron con una mirada protectora antes de que Julian le apretara con más fuerza de las manos.
—Sabes que no voy a permitir que te haga daño.
—Te lo agradezco mucho, Julian. Pero este hombre está…
—Muerto si se acerca a ti. Sabes que no te abandonaré.
—Por lo menos hasta la próxima luna llena.
Julian apartó la mirada y Grace comprendió que esa era su intención.
—No pasa nada —dijo ella con valentía—. Puedo hacerme cargo de esto, de verdad. He estado sola durante años. Esta no es la primera vez que un cliente me acosa. Y dudo mucho que vaya a ser el último.
Los ojos de Julian se clavaron en ella con un fuego azul en sus profundidades.
—¿Cuántos de tus pacientes te han acosado?
—Eso no es asunto tuyo, sino mío.
Julian la miró como si estuviera a punto de estrangularla.