Algo iba mal. Grace lo percibía en el ambiente mientras se internaba en el Barrio Francés. Julian iba sentado junto a ella, mirando por la ventanilla con expresión ausente.
Había intentado que hablara en varias ocasiones, pero no había modo de que despegara los labios. Lo único que se le ocurría era que estaba deprimido por lo sucedido en el cuarto de baño. Para un hombre habituado a mantener un férreo control de sí mismo debía de ser duro perderlo de aquel modo.
Dejó el coche en el aparcamiento público.
—¡Vaya, qué calor hace! —exclamó en cuanto salió, al sentir el asalto del aire cargado y denso.
Echó un vistazo a Julian, que estaba realmente deslumbrante con las gafas de sol oscuras que le había comprado. Una fina capa de sudor le cubría la piel.
—¿Hace demasiado calor para ti? —le preguntó, pensando en lo mal que lo estaría pasando con los vaqueros y el polo de punto.
—No va a matarme, si te refieres a eso —le contestó con mordacidad.
—Estamos un poquito quisquillosos, ¿no?
—Lo siento —se disculpó él al llegar a su lado—. Estoy pagando mi mal humor contigo y no tienes la culpa de nada.
—No importa. Estoy acostumbrada a ser el chivo expiatorio. Tanto es así que lo he convertido en mi profesión.
Puesto que no podía verle los ojos, Grace no sabía si sus palabras le habían hecho gracia o no.
—¿Eso es lo que hacen tus pacientes?
Ella asintió.
—Hay días que resultan espeluznantes. Aunque la verdad es que me preocupo mucho más cuando me grita un hombre que cuando lo hace una mujer.
—¿Te han hecho daño alguna vez? —El afán de protección que destilaba su voz la dejó perpleja. Y le encantó, por extraño que pareciera. Había echado de menos que alguien la protegiera.
—No, no me han hecho daño —respondió, tratando de aliviar la tensión que acababa de adueñarse del cuerpo de Julian.
Y esperaba que todo siguiera igual, aunque después de la llamada de Rodney no tenía la certeza de que el hombre no fuera a ser esa excepción que acabara haciéndole daño.
Estás siendo ridícula. El mero hecho de que el hombre te ponga los pelos de punta no significa que sea peligroso, pensó.
El semblante de Julian era duro y severo.
—Creo que deberías buscarte una nueva profesión.
—Tal vez —respondió de forma evasiva. No tenía ninguna intención de dejar su trabajo—. A ver, ¿qué te gustaría ver primero?
Él se encogió de hombros con desinterés.
—Me da exactamente igual.
—En ese caso, vayamos al acuario. Por lo menos hay aire acondicionado.
Lo cogió del brazo, cruzó el aparcamiento y se encaminó por Moonwalk hacia el lugar.
Julian permaneció en silencio mientras ella compraba las entradas y lo guiaba hacia el interior. No volvió a pronunciar palabra hasta que estuvieron paseando por los túneles subacuáticos que les permitían observar las distintas especies marinas en su hábitat natural.
—Es increíble —murmuró Julian cuando una enorme raya pasó por encima de él.
A Grace, la expresión de su rostro le recordó la de un niño. Tenía una especie de luz interior que hacía brillar sus ojos y que la conmovió en lo más hondo.
De repente, sonó su busca. Grace soltó una maldición, pero se detuvo al ver el número. ¿Una llamada desde el despacho un sábado?
Qué raro.
Sacó el móvil del bolso y llamó.
—¡Hola, Grace! —le dijo Beth tan pronto como descolgó—. Escucha, estoy en mi consulta. Anoche entró alguien al despacho.
—¡No! ¿Quién podría hacer algo así?
Grace captó la mirada curiosa en los ojos de Julian. Le ofreció una sonrisa insegura mientras escuchaba a Beth Livingston, la psiquiatra que compartía la consulta con Luanne y con ella.
—Ni idea. Hay un equipo de la policía científica buscando huellas. Por lo que sé, no se han llevado nada importante. ¿Tenías algo de valor en tu consulta?
—Solo el ordenador.
—Sigue allí. ¿Algo más? ¿Dinero, cualquier otra cosa?
—No, nunca dejo objetos de valor ahí.
—Espera, el agente quiere hablar contigo.
Grace esperó hasta que escuchó una voz masculina.
—¿Doctora Alexander?
—Sí, soy yo.
—Soy el oficial Allred. Parece que se llevaron su organizador Rodolex y unos cuantos expedientes. ¿Sabe de alguien que pudiera estar interesado en ellos?
—Pues no. ¿Necesita que vaya para allá?
—No, no lo creo. En realidad, por el momento solo estamos buscando huellas; pero si se le ocurre algo, llámenos, por favor. —Y le pasó el teléfono a Beth.
—¿Quieres que vaya? —le preguntó a su amiga.
—No. No hay nada que puedas hacer. A decir verdad, es bastante aburrido.
—Vale, llámame al busca si necesitas algo.
—Lo haré.
Grace cortó la llamada y volvió a guardar el teléfono en el bolso.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Julian.
—Alguien entró anoche en mi despacho.
Él frunció el ceño.
—¿Para qué?
—Ni idea. —Grace imitó el ceño de Julian mientras le daba vueltas al asunto—. No puedo imaginarme para qué iba a querer alguien mi Rodolex. Desde que me compré la Palm Pilot la primavera pasada, ni siquiera lo he usado. Es muy extraño.
—¿Tenemos que irnos?
Ella agitó la cabeza.
—No hace falta.
Julian dejó que Grace lo guiara por los diferentes acuarios y que le leyera las extrañas inscripciones que explicaban detalles sobre las distintas especies y sus hábitats.
Por todos los dioses, cómo le gustaba escuchar el sonido de su voz al leer. Había algo muy relajante en la voz de Grace. Le pasó un brazo por los hombros mientras paseaban. Ella le rodeó la cintura y enganchó un dedo en una de las trabillas del pantalón.
El gesto le aflojó las rodillas. Fue entonces cuando Julian se dio cuenta de que vivía para sentir el roce de su cuerpo. Y de que lo disfrutaría mucho más si ambos estuvieran desnudos.
Cuando ella le sonrió, su corazón adquirió un ritmo frenético. ¿Qué tenía esa mujer que lo conmovía como nadie lo había hecho jamás?
En el fondo, lo sabía. Era la primera mujer que lo veía a él. No su aspecto, ni su cuerpo, ni sus proezas de guerrero. Ella veía su alma.
Jamás había creído que pudiera existir una persona así.
Grace lo trataba como a un amigo. Y su interés en ayudarlo era genuino. O eso parecía, al menos.
Es parte de su trabajo, pensó.
¿O no?
¿Podía una mujer tan maravillosa y compasiva como ella preocuparse de verdad por un hombre como él?
Grace se detuvo delante de otra inscripción. Julian se colocó tras ella y le rodeó los hombros con los brazos. Ella le acarició distraídamente los antebrazos mientras leía.
Con el cuerpo en llamas a causa del deseo que despertaba en él, Julian inclinó la barbilla para apoyarla sobre su cabeza y escuchar la explicación mientras observaba cómo nadaba el pez. El olor de la piel femenina invadió su mente y, de pronto, anheló volver a su casa, donde podría quitarle la ropa.
Era incapaz de recordar la última vez que había sentido por una mujer un deseo tan intenso como el que Grace despertaba en él. Se moría de ganas de perderse en su interior. De sentir sus uñas arañándole la espalda mientras gritaba al llegar al clímax.
Que las Moiras se apiadasen de él, porque esa mujer se le había metido bajo la piel.
Eso era lo que lo aterraba. Porque ella ocupaba un lugar en su corazón que podría llegar a herirlo como ninguna otra cosa.
Ella sola podría acabar con él de una vez por todas.
Era casi la una cuando salieron del acuario. Grace se encogió tan pronto como volvieron a la calle y el calor la asaltó. En días como ese se preguntaba cómo pudo sobrevivir nadie antes de que se inventara el aire acondicionado.
Miró a Julian y sonrió. Por fin había encontrado a alguien que podría contestar a esa pregunta.
—Dime una cosa: ¿qué hacíais para sobrevivir en días tan calurosos como este?
Él enarcó una ceja con un gesto arrogante.
—Hoy no hace calor. Si quieres saber lo que es el calor, trata de atravesar un desierto con todo tu ejército llevando la armadura y con solo medio odre de agua para mantenerte.
Ella hizo un gesto compasivo.
—Eso sí que suena abrasador.
Julian no respondió.
Grace echó un vistazo a la plaza, atestada de gente.
—¿Quieres que vayamos a ver a Selena mientras damos una vuelta por la plaza? Debe de estar en su tenderete. El sábado suele ser uno de sus mejores días.
—Lo que quieras.
Agarrados de la mano, bajaron la calle hasta Jackson Square. Como era de esperar, Selena estaba en su puestecillo con un cliente. Grace comenzó a alejarse para no interrumpir, pero Selena la vio y le hizo un gesto para que se acercara.
—Oye, Gracie, ¿te acuerdas de Ben? Bueno, mejor dicho, del profesor Lewis, de la facultad.
Grace vaciló al reconocer al tipo corpulento, entrado ya en los cuarenta.
¿Que si lo recordaba? Le había puesto una nota bajísima en su asignatura, lo que le había bajado la nota media de todo el curso. Sin mencionar que el hombre tenía un ego tan grande como el territorio de Alaska y que le encantaba hacer pasar un mal rato a sus alumnos. De hecho, aún recordaba a una pobre chica que se había echado a llorar cuando les dio el sádico examen final que había preparado. El tío se rió a mandíbula batiente cuando vio la reacción de la chica.
—Hola —saludó Grace tratando de no demostrar su antipatía. Suponía que el hombre no podía evitar ser detestable. Como buen licenciado por la Universidad de Harvard, debía de pensar que el mundo giraba a su alrededor.
—Señorita Alexander —dijo con ese tono despectivo tan insoportable que ella recordaba a la perfección.
—En realidad debería llamarme doctora Alexander —lo corrigió, encantada al ver cómo abría los ojos por la sorpresa.
—Discúlpeme —le dijo con un tono de voz que distaba mucho de parecer arrepentido.
—Ben y yo charlábamos sobre la Antigua Grecia —explicó Selena, que le dirigió una diabólica sonrisa a Julian—. A mi parecer, Afrodita era hija de Urano.
Ben puso los ojos en blanco.
—No me cansaré de decirte que la opinión más extendida es que era hija de Zeus y Dione. ¿Cuándo vas a aceptarlo y a unirte al resto de nosotros?
Selena pasó de él.
—Dime, Julian, ¿quién tiene razón?
—Tú —le respondió.
Ben recorrió a Julian de arriba abajo con una arrogante mirada. Grace sabía que lo único que veía en él era a un hombre excepcionalmente apuesto que solo sabría de anuncios de cerveza y coches.
—Joven, ¿ha leído usted alguna vez a Homero? ¿Sabe siquiera quién es?
Grace reprimió una carcajada al escuchar la pregunta. Estaba impaciente por escuchar la respuesta de Julian.
Él se rió con ganas.
—He leído a Homero muchas veces. Las obras que se le atribuyen no son más que una amalgama de leyendas que se han contado tantas veces que los verdaderos hechos se han perdido en la antigüedad; muy al contrario que Hesíodo, que escribió la Teogonía con la ayuda directa de Clío.
El doctor Lewis dijo algo en griego clásico.
—Es más que una simple opinión, doctor —le contestó Julian en inglés—. Es un hecho probado.
Ben volvió a mirarlo con atención, pero Grace sabía que aún no estaba muy dispuesto a creer que alguien con el aspecto de Julian pudiera darle una lección en su propio campo.
—¿Y usted cómo lo sabe?
Julian le respondió en griego.
Por primera vez desde que conociera a aquel hombre hacía ya diez años, Grace lo vio componer una expresión de sorpresa.
—¡Dios mío! —jadeó—. Habla griego como si fuera su lengua materna.
Julian le dedicó una sonrisa a Grace.
—Ya te lo dije —dijo Selena—. Conoce a los dioses griegos mejor que cualquier otra persona.
El doctor Lewis vio entonces el anillo de Julian.
—¿Es eso lo que creo que es? —inquirió—. ¿Un anillo de general?
Julian asintió.
—Así es.
—¿Le importa que le eche un vistazo?
Julian se lo quitó y se lo ofreció.
El doctor Lewis contuvo el aliento.
—¿Macedonio? Del siglo II antes de Cristo, presumo.
—Exacto.
—Es una reproducción increíble —comentó Ben al tiempo que se lo devolvía.
Julian se lo puso de nuevo.
—No es una reproducción.
—¡Imposible! —jadeó Ben con incredulidad—. No puede ser original, está demasiado nuevo.
—Lo tenía un coleccionista privado —apuntó Selena.
La mirada de Ben pasó de Selena a Julian con rapidez.
—¿Cómo lo consiguió? —le preguntó.
Julian hizo una pausa mientras recordaba el día en que se lo dieron. Kirian de Tracia y él habían sido ascendidos a la vez después de salvar prácticamente los dos solos la ciudad de Temópolis de las garras de los romanos.
Había sido una batalla larga, sangrienta y brutal.
Su ejército se había desperdigado y había dejado solos a Kirian y a él para defender la ciudad. Julian había esperado que Kirian lo abandonara también, pero el idiota le había sonreído con una espada en cada mano y le había dicho: «Es un hermoso día para morir. ¿Qué te parece si matamos a todos los cabrones romanos que podamos antes de pagarle a Caronte?».
Ese chiflado de Kirian de Tracia siempre había tenido más pelotas que cerebro.
Cuando todo terminó, bebieron hasta acabar debajo de las mesas. Y a la mañana siguiente los despertaron con la noticia del ascenso.
Por los dioses, de todas las personas que había conocido en Macedonia, era a Kirian a quien más echaba de menos. Era el único que siempre le había guardado las espaldas y lo había defendido.
—Fue un regalo —respondió Julian.
El tipo echó un vistazo a la mano de Julian con los ojos rebosantes de codicia y asombro.
—¿Consideraría usted la posibilidad de venderlo? Estaría dispuesto a pagarle bastante por él.
—Nunca —replicó Julian al recordar las heridas que había recibido durante la batalla de Temópolis—. No sabe por lo que pasé para conseguirlo.
Ben sacudió la cabeza.
—Ojalá alguien me hiciese alguna vez un regalo como este. ¿Tiene la más ligera idea de lo que le darían por él?
—La última vez que lo comprobé, me ofrecieron mi peso en oro.
Ben soltó una carcajada y dio una palmada sobre la mesa de cartas de Selena.
—Muy bueno. Ese era el precio para liberar a un general capturado, ¿verdad?
—Para aquellos que eran demasiado cobardes como para morir luchando, sí.
Los ojos de Ben mostraron un nuevo respeto al observar a Julian.
—¿Sabe a quién perteneció?
Fue Selena quien respondió:
—A Julian de Macedonia. ¿Has oído hablar de él en alguna ocasión, Ben?
Ben se quedó con la boca abierta y los ojos como platos.
—¿Estás hablando en serio? ¿Es que no sabes quién fue?
El rostro de Selena adoptó una expresión extraña.
Dando por sentado que no lo sabía, Ben continuó hablando.
—Tesio dijo de él que iba a ser el nuevo Alejandro Magno. Julian era hijo de Diocles de Esparta, también conocido como Diocles el Carnicero; un hombre que, en comparación, haría que el Marqués de Sade pareciera Ronald McDonald. Según los rumores, Julian nació de una relación entre Afrodita y el general, después de que Diocles evitara que uno de los templos de la diosa fuera profanado. La opinión más extendida hoy en día es que su madre fue una de las sacerdotisas del templo.
—¿De verdad? —preguntó Grace.
Julian puso los ojos en blanco.
—A nadie le interesa quién pudo ser el tal Julian. Ese tipo murió hace siglos.
Ben pasó por alto el comentario y siguió alardeando de sus conocimientos.
—Los romanos lo conocían como «Augusto Julio Punitor»… —Miró a Grace y añadió para que ella lo entendiera—: Julian, el Gran Ejecutor. Kirian de Tracia y él dejaron un rastro sangriento a lo largo de todo el Mediterráneo durante la cuarta guerra macedonia contra Roma. Julian despreciaba a los romanos y juró que vería la ciudad arrasada bajo su ejército. Kirian y él estuvieron a punto de postrar a Roma de rodillas ante ellos.
La mandíbula de Julian se relajó un poco.
—¿Sabe qué le ocurrió a Kirian de Tracia?
Ben dejó escapar un silbido.
—No tuvo un final agradable. Fue capturado. Los romanos lo crucificaron en el año 47 antes de Cristo.
Julian se encogió por dentro al escucharlo. Con una mirada apesadumbrada y sin dejar de juguetear con el anillo, dijo:
—Ese hombre era sin duda uno de los mejores guerreros que jamás han existido. Amaba la lucha como ningún otro que haya conocido. —Sacudió la cabeza—. Recuerdo que una vez Kirian condujo su carro a través de una barrera de escudos y les partió el espinazo a los romanos. Eso permitió que sus soldados los derrotaran con tan solo un puñado de bajas. —Frunció el ceño—. No puedo creer que lo capturaran.
Ben encogió los hombros con un gesto indiferente.
—Bueno, una vez desaparecido Julian, Kirian era el único general macedonio digno de dirigir un ejército; por eso los romanos fueron tras él con todo lo que tenían.
—¿Qué le sucedió a Julian? —preguntó Grace, que sentía curiosidad por saber lo que los historiadores opinaban del tema.
Julian le lanzó una mirada furiosa.
—Nadie lo sabe —le respondió Ben—. Es uno de los grandes misterios del mundo antiguo. Aquí tenemos a este general al que nadie puede derrotar en el campo de batalla y, de repente, ¡puf!, desaparece sin dejar rastro a los treinta y dos años. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa de Selena—. La última vez que se le vio fue en la batalla de Conjara. Con un brillante movimiento táctico, logró que Livio perdiera su hasta entonces inexpugnable posición. Fue una de las mayores derrotas en la historia del Imperio Romano.
—¿Y a quién le importa? —se quejó Julian.
Ben hizo caso omiso de la interrupción.
—Tras la batalla, se supone que Julian mandó decir a Escipión el Joven que le perseguiría, en venganza por la derrota que este acababa de infligirle al ejército macedonio. Aterrorizado, Escipión abandonó su carrera militar en Macedonia y se marchó como voluntario a la Península Ibérica para seguir luchando allí. —El profesor meneó la cabeza—. Pero Julian se desvaneció antes de poder llevar a término la amenaza. Encontraron a toda su familia asesinada en su propio hogar. Y ahí es donde la cosa se pone interesante.
Ben miró de soslayo a Selena antes de continuar:
—Los escritos macedonios que han llegado hasta nuestros días afirman que Livio lo hirió de muerte durante la batalla y que, en mitad de un increíble dolor, Julian regresó cabalgando a casa para asesinar a su familia y evitar de este modo que su enemigo los tomara como esclavos.
»Los textos romanos aseguran que Escipión ordenó a varios de sus soldados que atacaran a Julian en mitad de la noche. Al parecer, lo mataron junto al resto de su familia, lo descuartizaron y ocultaron los pedazos de su cuerpo.
Julian soltó un bufido al escuchar aquello.
—Escipión era un cobarde y un fanfarrón. Jamás se habría atrevido a atacarm…
—¡Bueno! —exclamó Grace, interrumpiendo a Julian antes de que se delatara—. Hace un tiempo espléndido, ¿verdad?
—Escipión no era ningún cobarde —replicó Ben—. Nadie puede discutir sus éxitos en la Península Ibérica.
Grace vio que el odio restallaba en los ojos de Julian.
Sin embargo, Ben no pareció notarlo.
—Joven, el valor de ese anillo que lleva es incalculable. Me encantaría saber cómo puede conseguirse algo así. Y a ese respecto, mataría por saber qué le ocurrió a su primer dueño.
Grace intercambió una mirada de incomodidad con Selena.
Julian le sonrió con sarcasmo a Ben.
—Julian de Macedonia desató la ira de los dioses y fue castigado por su arrogancia.
—Supongo que esa podría ser otra explicación. —En ese momento, sonó la alarma de su reloj—. Coño, tengo que recoger a mi esposa.
Se puso en pie y le ofreció la mano a Julian.
—No nos han presentado con propiedad. Soy Ben Lewis.
—Julian —le contestó, aceptando el saludo.
El doctor Lewis se rió. Hasta que se dio cuenta de que Julian no bromeaba.
—¿En serio?
—Se podría decir que me pusieron el nombre de su general macedonio.
—Su padre debe de haber sido como el mío, un enamorado de todo lo griego.
—En realidad, su lealtad estaba con Esparta.
Ben rió con más ganas. Echó una mirada rápida a Selena.
—¿Por qué no lo traes a la próxima reunión del Sócrates? Me encantaría que los chicos lo conocieran. No es muy frecuente encontrar a alguien que conoce la historia griega casi tan bien como yo.
Dicho eso, volvió a dirigirse a Julian.
—Ha sido un placer. —Y se despidió de Selena con un gesto de la mano—. ¡Nos vemos!
—Bueno —comenzó a decir Selena una vez que Ben hubo desaparecido entre el gentío—, amigo mío, has logrado lo imposible. Acabas de dejar impresionado a uno de los investigadores de la Antigua Grecia más importantes de este país.
Julian no pareció muy impresionado, aunque Grace sí.
—Lanie, ¿crees que es posible que Julian pueda trabajar como profesor en la facultad una vez acabemos con la maldición? Estaba pensando que pod…
—No, Grace —la interrumpió él.
—¿Cómo que no? Vas a necesitar…
—No voy a quedarme aquí.
Julian tenía la misma expresión fría y vacía que la noche que lo habían invocado. Y a Grace la partió en dos.
—¿Qué quieres decir? —inquirió ella.
Él desvió la mirada.
—Atenea me ha hecho una oferta para devolverme a casa. Una vez rompamos la maldición, me enviará de nuevo a Macedonia.
Grace se esforzó por seguir respirando.
—Entiendo —dijo, aunque se estaba muriendo por dentro—. Usarás mi cuerpo y después te irás. —Y siguió con un nudo en la garganta—: Al menos, no tendré que pedirle a Selena que me lleve a casa después.
Julian retrocedió como si lo hubiera abofeteado.
—¿Qué quieres de mí, Grace? ¿Por qué ibas a querer que me quedara aquí?
Ella no conocía la respuesta. Lo único que sabía era que no quería que se marchara. Quería que se quedara.
Pero no en contra de su voluntad.
—Te voy a decir algo —le dijo. Comenzaba a enfadarse ante la idea de que la abandonara—: no quiero que te quedes. De hecho, se me está ocurriendo una cosa, ¿qué tal si te vas a casa de Selena por unos días? —Y entonces miró a su amiga—. ¿Te importaría?
Selena abría y cerraba la boca como un pez luchando por respirar. Julian extendió un brazo hacia Grace.
—Grace…
—No me toques —le advirtió apartando su propio brazo—. Me das asco.
—¡Grace! —exclamó Selena—. No puedo creer que tú…
—No importa —dijo Julian con voz fría y carente de emoción—. Al menos, no me ha escupido a la cara con su último aliento.
Lo había herido. Grace podía verlo en sus ojos; pero él también le había hecho daño. Muchísimo daño.
—Hasta luego —le dijo a Selena antes de marcharse, dejando allí a Julian.
Selena dejó escapar el aire mientras observaba a Julian, que contemplaba cómo Grace se alejaba de ellos. Su cuerpo estaba rígido y tenía un tic en la mandíbula.
—Donde pone el ojo, pone la bala. Un golpe directo al corazón. Una herida en carne viva.
Julian la dejó clavada con una mirada hostil.
—Dime, Oráculo. ¿Cuáles deberían haber sido mis palabras?
Selena barajó sus cartas.
—No lo sé —respondió con cierta melancolía—. Supongo que uno nunca se puede equivocar cuando es sincero.
Julian se frotó los ojos y se sentó en la silla que había frente a la mesa de Selena. No había tenido intención de herir a Grace.
Y jamás podría olvidar la expresión de su rostro cuando le había escupido esas horribles palabras: «No me toques. Me das asco».
Se esforzó por respirar a través de la agonía. Las Moiras seguían burlándose de él.
Debían de tener un día aburrido en el Olimpo.
—¿Quieres que te lea las cartas? —le preguntó Selena, devolviéndolo al presente.
—Claro, ¿por qué no? —contestó. La mujer no iba a decirle nada que no supiera ya.
—¿Qué quieres saber?
—¿Alguna vez…? —Hizo una pausa antes de formular la misma pregunta que hiciera al Oráculo de Delfos siglos atrás—, ¿… conseguiré romper la maldición? —preguntó en voz baja.
Selena barajó las cartas y sacó tres. Abrió unos ojos como platos.
Julian no necesitaba que las interpretara. Ya lo veía por sí mismo: una torre destrozada por un rayo, un corazón atravesado por tres espadas y un demonio que sujetaba las cadenas de dos personas.
—No pasa nada —le dijo a Selena—. Jamás creí que pudiera salir bien.
—Eso no es lo que nos dicen las cartas —susurró—. Pero tienes toda una batalla por delante.
Julian soltó una amarga carcajada.
—Manejo bien las batallas. —Era el dolor que sentía en el corazón lo que iba a acabar con él.
Grace se enjugó las lágrimas de la cara mientras entraba en el camino de acceso al jardín. Apretó los dientes al bajarse del coche y cerró la puerta con un fuerte golpe.
Julian podía irse a la mierda. Que se quedara atrapado en el libro para toda la eternidad. Ella no era un trozo de carne a su entera disposición.
¿Cómo pod…?
Buscó en el bolsillo las llaves de la entrada.
—¿Y cómo no iba a hacerlo? —murmuró cuando encontró la llave correcta y abrió la puerta.
En ese instante la ira la abandonó. Estaba siendo irrazonable y lo sabía. Julian no tenía la culpa de que Paul hubiera sido un cerdo egoísta. Y tampoco tenía la culpa de que ella temiera que la utilizaran.
Estaba culpando a Julian por algo en lo que no había participado, pero aun así…
Solo quería que alguien la amara. Que alguien quisiera quedarse a su lado.
Y había esperado que al ayudar a Julian, él se quedara cerca y…
Cerró la puerta y sacudió la cabeza. Por mucho que deseara que las cosas fueran distintas, no era posible. Había escuchado lo que Ben había contado acerca de la vida de Julian. La historia que el mismo Julian contó a los niños sobre la batalla.
Recordó el modo en que había cruzado la calle como una exhalación para salvar al niño.
Julian había sido educado para liderar un ejército desde su nacimiento. No pertenecía al presente. Su lugar estaba en el mundo antiguo. Era muy egoísta por su parte tratar de mantenerlo a su lado, como si fuera una mascota que acabase de rescatar.
Subió las escaleras sin mucho ánimo, con el corazón destrozado. Tendría que alejarse de él. Era lo único que podía hacer. Porque, en el fondo, sabía que cuanto más supiera acerca de Julian, más cariño le cogería. Y si él no tenía intención de quedarse, acabaría muy herida.
Había subido la mitad de la escalera cuando alguien llamó a la puerta principal. Por un instante se le levantó el ánimo al pensar que podía ser Julian; pero eso fue hasta que llegó a la puerta y vio la silueta de un hombre bajito que esperaba en el porche.
Entreabrió la puerta y emitió un jadeo.
Era Rodney Carmichael.
Llevaba un traje marrón oscuro con una camisa amarilla y corbata roja. Se había peinado hacia atrás el pelo corto y negro, y la miraba con una radiante sonrisa.
—¡Hola, Grace!
—Señor Carmichael —lo saludó con frialdad, aunque el corazón le latía a toda prisa. Había algo espeluznante en ese tipejo delgado—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Pasaba por aquí y me detuve para saludar. Se me ocurrió que pod…
—Tiene que marcharse.
El hombre frunció el ceño.
—¿Por qué? Solo quiero hablar contigo.
—Porque no atiendo a mis pacientes en casa.
—Vale, pero yo no soy…
—Señor Carmichael —le dijo con brusquedad—. Tiene que marcharse. Si no lo hace, llamaré a la policía.
Sin inmutarse ante la ira de Grace, el tipo asintió con la paciencia de un santo.
—Bueno, supongo que estarás muy ocupada. Puedo pasar por aquí más tarde. Yo también tengo mucho que hacer. ¿Vengo luego, entonces? Podemos cenar juntos.
Estupefacta, Grace lo miró fijamente a los ojos.
—No.
Él sonrió ante la negativa.
—Vamos, Grace. No seas así. Sabes que estamos hechos el uno para el otro. Si me dejas…
—¡Márchese!
—Muy bien, pero volveré. Tenemos mucho de que hablar. —Se dio la vuelta y bajó las escaleras del porche.
Con el pulso acelerado, ella cerró la puerta y echó el pestillo.
—Voy a matarte, Luanne —dijo mientras se dirigía a la cocina.
Al pasar por la salita de estar, una sombra en la ventana llamó su atención.
Era Rodney.
Aterrada, cogió el teléfono y llamó a la policía.
Tardaron casi una hora en llegar. Rodney permaneció en el jardín todo el tiempo, de ventana en ventana, observándola a través de las rendijas de las persianas. Hasta que no vio que el coche de policía subía por el camino de entrada, no desapareció por el patio trasero.
Grace tomó una profunda bocanada de aire para calmar sus nervios y abrió la puerta para que pasaran los agentes.
Los policías se limitaron a informarle de que no podían hacer nada para mantener a Rodney alejado de ella. Lo máximo que podía hacer era conseguir una orden de alejamiento, pero puesto que era ella la que debía encargarse del tratamiento de Rodney hasta que Luanne regresara, sería del todo inútil.
—Lo siento —se disculpó uno de los policías cuando los acompañó a la puerta—, pero no ha incumplido ninguna ley que nos permita ayudarla a librarse de él. Podría solicitar una orden de detención por allanamiento, pero a menos que tenga antecedentes, no servirá de nada.
El agente, un hombre joven, le dirigió una mirada compasiva.
—Sé que no le va a servir de mucho consuelo, pero intentaremos patrullar por la zona con más frecuencia. Aunque el verano es una época especialmente ajetreada para nosotros. A título personal, le aconsejo que se marche a casa de un amigo durante un tiempo.
—De acuerdo, muchas gracias.
Tan pronto como se marcharon, recorrió la casa a toda prisa con el fin de asegurarse de que todas las puertas y ventanas estaban cerradas.
Intranquila, no dejaba de echar vistazos a su alrededor, esperando ver entrar a Rodney a través de un agujero en la pared, como si se tratara de una cucaracha.
Ojalá supiera realmente si el tipo era o no peligroso… Su informe del hospital psiquiátrico mencionaba un comportamiento alterado y una tendencia a inmiscuirse en la vida de las mujeres, pero no había hecho daño físico a ninguna de ellas. Se limitaba a aterrorizar a sus víctimas imponiéndoles su presencia de modo continuo, razón por la que había acabado en el hospital para que evaluaran su caso.
Como psicóloga, Grace sabía que no había nada particularmente peligroso en Rodney, pero eso no evitaba que se sintiera asustada como mujer.
Lo último que quería era acabar como una estadística más.
No, no podía quedarse allí esperando a que el tipo regresara y la encontrara sola.
Se apresuró a subir las escaleras para hacer el equipaje.