Grace permaneció inmóvil durante horas, escuchando la respiración tranquila y acompasada de Julian, que dormía a su lado. El hombre había colocado una pierna entre sus muslos y le rodeaba la cintura con un brazo.
Sentir ese cuerpo envolviéndola la hacía palpitar de deseo.
Y su olor…
Le estaba costando la misma vida no darse la vuelta y enterrar la nariz en la fragancia ligera y especiada de su piel. Nadie la había hecho sentirse así jamás. Tan querida, tan segura.
Tan deseable.
Y se preguntaba cómo era posible algo así, teniendo en cuenta que apenas se conocían. Julian la afectaba de una forma que trascendía lo meramente físico.
Era tan fuerte, tan imponente… Y tan divertido. La hacía reír y la conmovía hasta lo más profundo.
Extendió el brazo y pasó los dedos con suavidad por la mano que tenía delante, justo bajo la barbilla. Ese hombre tenía unas manos preciosas. Largas y elegantes. Incluso relajadas durante el sueño, poseían una fuerza innegable. Y la magia que eran capaces de obrar sobre su cuerpo…
No era sino un milagro.
Pasó el pulgar por el anillo de general y se preguntó qué aspecto habría tenido Julian entonces. A menos que la maldición hubiera alterado su apariencia física, no parecía ser muy mayor. Desde luego, no pasaba de los treinta.
¿Cómo podría haber liderado un ejército a una edad tan temprana? Aunque, a decir verdad, Alejandro Magno apenas tenía edad para afeitarse cuando comenzó sus campañas.
Julian debía de haber sido increíble en el campo de batalla. Grace cerró los ojos y trató de imaginárselo a caballo, cargando contra sus enemigos. Visualizó una vívida imagen del general vestido con la armadura y con la espada en alto mientras luchaba cuerpo a cuerpo con los romanos.
—¿Jasón?
Grace se tensó al escucharlo murmurar en sueños. Giró sobre el colchón para mirarlo.
—¿Julian?
Él tensó el cuerpo y comenzó a hablar en una confusa mezcla de inglés y griego clásico.
—¡No! ¡Oki! ¡Oki! ¡No!
Julian se sentó en la cama. Grace no habría sabido decir si estaba dormido o despierto.
De forma instintiva, le tocó el brazo. Lanzando una maldición, Julian la agarró y tiró de ella para colocarla encima de su cuerpo antes de arrojarla de nuevo de espaldas contra el colchón. Los ojos del hombre mostraban una expresión salvaje mientras la sujetaba y tenía los labios fruncidos.
—¡Maldito seas! —masculló.
—Julian —jadeó Grace cuando él aumentó la presión de sus manos. Intentó que la soltara—. ¡Soy yo, Grace!
—¿Grace? —repitió él con el ceño fruncido, tratando de enfocar la mirada sobre su rostro.
Tras parpadear unas cuantas veces, se apartó de ella. Alzó las manos y las observó como si fuesen dos apéndices extraños que no hubiera visto jamás.
Después clavó los ojos en Grace.
—¿Te he hecho daño?
—No, estoy bien. ¿Y tú?
Él no se movió.
—¿Julian? —Extendió una mano hacia él.
Se alejó de ella como si se tratara de una criatura venenosa.
—Estoy bien. Era un mal sueño.
—¿Un mal sueño o un mal recuerdo?
—Un mal recuerdo que no deja de perseguirme en sueños —murmuró con la voz cargada de dolor antes de levantarse de la cama—. Debería dormir en otro sitio.
Grace lo cogió por el brazo antes de que pudiera marcharse y lo arrastró de nuevo hacia la cama.
—¿Eso es lo que siempre hacías en el pasado?
Él asintió.
—¿Le has contado tus pesadillas a alguien?
Julian la miró horrorizado. ¿Por quién lo había tomado?
¿Por un niño llorón que necesitaba a su madre?
Siempre había guardado la angustia en su interior. Tal y como le habían enseñado. Solo durante las horas de sueño los recuerdos podían traspasar sus defensas. Solo cuando dormía era débil.
En el libro no había nadie que pudiera resultar herido cuando lo asaltaba la pesadilla. Pero una vez liberado de su confinamiento, sabía que era mucho mejor no dormir al lado de alguien a quien pudiera agarrar sin darse cuenta mientras el sueño lo poseía.
Podría haberla matado sin querer.
Y esa idea lo aterraba.
—No —susurró—. Jamás se lo he contado a nadie.
—Entonces, cuéntamelo a mí.
—No —respondió con firmeza—. No quiero revivirlo.
—Lo revives cada vez que sueñas, así que, ¿qué más da? Déjame acercarme a ti, Julian. Deja que intente ayudarte.
¿Se atrevería a albergar esperanzas de que ella pudiese ayudarlo?
Conoces muy bien la respuesta, le dijo su mente.
Pero aun así…
Quería exorcizar los demonios. Quería dormir toda una noche en paz, libre del tormento.
—Cuéntamelo —insistió ella en voz baja.
Grace percibió la renuencia del hombre cuando se reunió con ella en la cama. Permaneció sentado en el borde, con la cabeza entre las manos.
—Me preguntaste una vez qué fue lo que hice para que me maldijeran… Pues bien, me maldijeron porque traicioné al único hermano que jamás he conocido. La única familia que he tenido en la vida.
La angustia de su voz caló muy hondo en Grace. Deseaba con desesperación poder acariciarle la espalda para reconfortarlo, pero no se atrevió por si él volvía a apartarse.
—¿Qué hiciste?
Julian se pasó una mano por el cabello y cerró el puño alrededor de los mechones. Con la mandíbula más rígida que el acero y la mirada fija en la alfombra, contestó:
—Dejé que la envidia me envenenase.
—¿Cómo?
Guardó silencio un rato antes de volver a hablar.
—Conocí a Jasón poco después de que mi madrastra me enviase a vivir a los barracones.
Grace recordaba de forma vaga que Selena le había contado algo acerca de los barracones espartanos, donde se obligaba a vivir a los niños alejados de sus hogares y de sus familias. Siempre se los había imaginado como una especie de internado.
—¿Cuántos años tenías?
—Siete.
Incapaz de imaginar que la obligaran a apartarse de sus padres a esa edad, Grace jadeó.
—Era algo de lo más normal —dijo él sin mirarla—. Y era un niño corpulento para mi edad. Además, la vida en los barracones era infinitamente mejor que la que llevaba junto a mi madrastra.
Grace percibió el veneno que destilaba su voz y se preguntó cómo habría sido aquella mujer.
—Entonces, ¿Jasón vivía contigo en los barracones?
—Sí —murmuró él—. Cada barracón estaba dividido en grupos, y cada uno elegía a un líder. Jasón era el líder de mi grupo.
—¿Qué hacían esos grupos?
—Éramos una especie de unidad militar. Estudiábamos, nos encargábamos de varias tareas, pero sobre todo nos agrupábamos para poder sobrevivir.
Grace se sobresaltó al escuchar esa palabra tan dura.
—¿Sobrevivir a qué?
—Al estilo de vida espartano —contestó Julian con voz áspera—. No sé si conoces algo sobre las costumbres del pueblo de mi padre, pero no contaban con los mismos lujos que el resto de los griegos.
»Los espartanos solo querían una cosa de sus hijos: que nos convirtiéramos en la fuerza militar más impresionante del mundo antiguo. Para prepararnos, nos enseñaban cómo sobrevivir cubriendo tan solo las necesidades más básicas. Nos daban una sola túnica que debíamos conservar durante todo un año, y si se estropeaba, la perdíamos, o acababa por quedarnos pequeña, debíamos apañárnosla sin ninguna. Se nos permitía tener una cama, siempre y cuando la hiciésemos nosotros. Y una vez que llegábamos a la pubertad, no se nos permitía llevar ningún tipo de calzado.
Dejó escapar una carcajada amarga.
—Aún puedo recordar lo mucho que me dolían los pies durante el invierno. Teníamos prohibido encender fuego, y tampoco podíamos taparnos con una manta, así que nos envolvíamos los pies con harapos para evitar que se nos congelaran durante la noche. Por la mañana sacábamos los cadáveres de los chicos que habían muerto de frío.
Grace se encogió de espanto ante el mundo que Julian describía. Trató de imaginarse cómo debía de haber sido vivir así. Peor aún, recordó el berrinche que había cogido a los trece años porque se encaprichó de unos zapatos de ochenta dólares que, según su madre, no eran apropiados para una niña. Sin embargo, a esa misma edad Julian estaba buscando harapos. La injusticia de aquello le partía el corazón en pedazos.
—Solo erais niños.
—Jamás fui un niño —le respondió con sencillez—. Pero lo peor de todo era que apenas nos daban comida, de modo que nos veíamos obligados a robar o a morir de hambre.
—¿Y los padres lo permitían?
Le dedicó una mirada irónica por encima del hombro.
—Lo consideraban un deber cívico. Y puesto que mi padre era el stratgoi de Esparta, la mayoría de los profesores y de los chicos me despreciaron desde el primer momento. Me daban mucha menos comida que al resto.
—¿Tu padre era qué? —le preguntó, ya que no comprendía el término griego que Julian había empleado.
—El general supremo, si lo prefieres. —Respiró hondo antes de continuar—. A causa de su posición y de su reputada crueldad, yo era un paria para mi grupo. Mientras ellos se unían para poder robar comida, a mí me dejaban de lado para que sobreviviera como pudiera. Un día pescaron a Jasón robando comida. Cuando regresamos a los barracones, iban a castigarlo por haber permitido que lo atraparan. Así es que di un paso al frente y asumí toda la culpa.
—¿Por qué?
Julian se encogió de hombros para restarle importancia al asunto.
—Jasón estaba tan débil por la paliza que le habían dado antes que pensé que no sobreviviría si le daban otra.
—¿Y por qué lo habían golpeado antes?
—Era nuestro modo de empezar el día. Tan pronto como nos sacaban a rastras de la cama, nos daban una buena tunda.
Grace esbozó una mueca de dolor.
—Entonces, ¿por qué dejaste que te pegaran en su lugar si tú también estabas herido?
—Como soy hijo de una diosa, puedo aguantar bastantes golpes.
Ella cerró los ojos al recordar las palabras que Selena había dicho esa misma tarde. En esta ocasión no pudo resistir el impulso de acercarse a él. Le puso la mano sobre el bíceps.
Julian no se apartó.
En cambio, le cubrió la mano con la suya y le dio un ligero apretón.
—A partir de aquel día, Jasón me consideró su hermano e hizo que los demás me aceptaran. Aunque mi madre y mi padre tenían otros hijos, nunca había tenido un hermano antes.
Ella sonrió.
—¿Qué ocurrió después?
El bíceps se contrajo bajo su mano.
—Decidimos aunar fuerzas para conseguir lo que necesitábamos. Él distraía a la gente y yo robaba; así, si nos pillaban, yo me llevaba los golpes.
«¿Por qué?» Grace tenía esa pregunta en la punta de la lengua, pero se la mordió. En el fondo, conocía la respuesta: Julian estaba protegiendo a su hermano.
—Con el paso del tiempo —continuó él—, comencé a notar que su padre lo observaba a escondidas en el pueblo. El amor y el orgullo en su rostro eran algo indescriptible. Su madre hacía lo mismo. Se suponía que debíamos apañárnoslas para conseguir comida, pero algunos días Jasón encontraba cosas que sus padres le habían dejado. Pan fresco, cordero asado, una jarra de leche… y a veces, dinero.
—Qué tierno.
—Sí, lo era; pero cada vez que me daba cuenta de lo que hacían por él, la realidad me destrozaba. Quería que mis padres sintieran lo mismo por mí. Habría entregado mi vida de buena gana por que mi padre me mirara una sola vez sin odio; o por que mi madre se preocupara por mí lo bastante para venir a verme. Lo más cerca que estuve nunca de ella fue en su templo de Thimaria. Solía pasar horas contemplando su estatua y preguntándome si sería así de verdad. Preguntándome si pensaba alguna vez en mí.
Grace se sentó tras él, lo abrazó por la cintura y colocó la barbilla sobre su hombro.
—¿Nunca viste a tu madre cuando eras pequeño?
Él le rodeó los brazos con los suyos y echó la cabeza hacia atrás para dejarla reposar sobre el hombro de Grace. Ella sonrió ante el gesto. A pesar de lo tenso y lo nervioso que estaba, le estaba confiando cosas que, estaba segura, jamás había compartido con otra persona.
Y eso hacía que se sintiera muy cerca de él.
—No la he visto nunca —confesó en voz baja—. Me enviaba a otros, pero ella jamás se ha presentado ante mí. Sin importar lo mucho que le implorara, siempre se negó a venir. Después de un tiempo, dejé de pedírselo. Y al final, también dejé de entrar en sus templos.
Grace depositó un beso tierno sobre su hombro. ¿Cómo podía haberlo ignorado su madre? ¿Cómo podía una madre pasar por alto el ruego de un hijo que le suplicaba que fuera a verlo?
Recordó a sus propios padres. El amor y la ternura que le habían prodigado. Y por primera vez se dio cuenta de que lo que sentía por su muerte estaba mal. Durante todos esos años siempre había pensado que habría sido mucho mejor no conocer el cariño que le habían arrebatado de modo tan cruel.
Sin embargo, no era así. Aunque los recuerdos de su infancia y de sus padres eran agridulces, la reconfortaban.
Julian no había conocido nunca la ternura de un abrazo. Ni la seguridad de saber que, hiciera lo que hiciese, sus padres siempre estarían a su lado.
No quería ni imaginarse lo que sería pasar una infancia como la de Julian.
—Pero tenías a Jasón —le susurró, preguntándose si habría sido suficiente para él.
—Sí. Después de que mi padre muriera cuando yo tenía catorce años, Jasón fue lo bastante amable como para dejarme ir a su casa cuando nos daban permiso. Fue durante una de aquellas visitas cuando vi por primera vez a Penélope.
Grace sintió una pequeña punzada de celos al escuchar el nombre de su esposa.
—Era tan hermosa… —murmuró él—, y estaba prometida a Jasón.
Grace se quedó paralizada al escuchar sus palabras.
Vaya, vaya… la cosa se ponía fea.
—Lo peor era —prosiguió él al tiempo que le acariciaba el brazo con suavidad— que estaba enamorada de él. Cada vez que íbamos de visita, se arrojaba en brazos de Jasón para besarlo. Para decirle lo mucho que significaba para ella. Cuando nos marchábamos, le pedía en voz baja que tuviese cuidado. Ella también le dejaba comida para que la encontrase.
Julian hizo una pausa mientras recordaba la imagen de Jasón cuando volvía a los barracones con los regalos de Penélope.
«Algún día te casarás, Julian», le había dicho su amigo mientras hacía gala de los obsequios. «Pero jamás tendrás una esposa como la mía para calentarte la cama».
Aunque su amigo no lo dijera, Julian conocía el motivo de tales palabras: ningún noble pomposo entregaría a su hija en matrimonio a un bastardo desheredado sin familia alguna que lo reconociese.
Cada vez que su amigo pronunciaba esas palabras, su alma se hacía pedazos. Había ocasiones en las que sospechaba que Jasón echaba sal en sus heridas movido por los celos, ya que Penélope se lo comía con los ojos cuando pensaba que su prometido no se daba cuenta. Puede que Jasón fuera el dueño de su corazón, pero al igual que el resto de las mujeres, Penélope lo devoraba con la mirada cada vez que estaba cerca.
Fue por ese motivo que Jasón dejó de invitarlo a su casa. Y el hecho de que le prohibieran regresar al único hogar que había conocido, acabó por destrozarlo.
—Tendría que haber dejado que se casaran —continuó Julian mientras acunaba la cabeza de Grace en su brazo y enterraba el rostro en su cuello para inhalar el dulce aroma de su piel—. Ya lo sabía por aquel entonces, pero no podía soportarlo. Año tras año, vería cómo ella lo amaba, lo mucho que lo adoraba su familia, mientras que yo ni siquiera tenía un hogar adonde acudir.
—¿Por qué? —preguntó Grace—. Has dicho que tenías hermanos, ¿no te habrían dejado quedarte con ellos?
Él negó con la cabeza.
—Los hijos de mi padre me odiaban a muerte. Su madre me habría permitido quedarme con ellos, pero me negaba a pagar el precio que pedía a cambio. No tenía mucho en aquellos días, pero aún conservaba mi dignidad.
—Ahora también la tienes —murmuró ella, abrazándolo con más fuerza por la cintura—. He sido testigo de ella.
Julian la soltó y dejó pasar sus palabras con la mandíbula tensa.
—¿Qué le ocurrió a Jasón? —preguntó Grace. Quería que siguiera hablando mientras estuviese de humor—. ¿Murió en combate?
Él soltó una carcajada amarga.
—No. Cuando fuimos lo bastante mayores para unirnos al ejército, me encargué de mantenerlo a salvo en el campo de batalla. Había prometido a Penélope y a su familia que no permitiría que le ocurriera nada.
Grace sintió que el corazón de Julian latía con rapidez bajo sus brazos.
—Según pasaban los años, fue mi nombre el que la gente comenzó a susurrar con temor y respeto. Mi leyenda y mis victorias se relataban una y otra vez. Y cuando regresaba a Thimaria, acababa durmiendo en la calle o en la cama de cualquier mujer que me abriese la puerta para pasar la noche, a la espera de que me llegara la hora de regresar a la batalla.
Los ojos de Grace se llenaron de lágrimas al percibir el dolor que traslucía la voz de Julian. ¿Cómo podían haberlo tratado de esa manera?
—¿Qué pasó para que cambiaran las cosas? —le preguntó.
Él dejó escapar un suspiro.
—Una noche, mientras buscaba un lugar para dormir, me tropecé con Jasón y Penélope en la calle disfrutando de un abrazo de amantes. Me disculpé con rapidez, pero al alejarme, escuché que Jasón le decía algo a Penélope.
Todo su cuerpo se puso rígido entre los brazos de Grace y el ritmo de su corazón se aceleró todavía más.
—¿Qué dijo? —lo apremió Grace.
Los ojos de Julian se ensombrecieron.
—Ella le preguntó que por qué nunca me quedaba en casa de mis hermanos. Jasón se echó a reír y le contestó: «Nadie quiere a Julian. Es el hijo de Afrodita, la diosa del amor, y ni siquiera ella soporta estar cerca de él».
Grace se quedó sin respiración al escuchar las crueles palabras; no quería ni imaginarse lo que habría sentido Julian al oírlas.
El hombre tomó aire con brusquedad.
—Le había cubierto las espaldas más veces de las que podía recordar. Me habían herido en batalla en incontables ocasiones por protegerlo, incluyendo una vez en la que una lanza me atravesó el costado. Y allí estaba él, burlándose de mí delante de ella. No pude soportar la injusticia. Lo consideraba mi hermano. Y supongo que al final lo fue, ya que me trató del mismo modo que el resto de mi familia. Yo siempre había sido un hijastro bastardo. Solo y repudiado. No entendía por qué él tenía tantas personas que lo querían cuando yo me habría conformado con una sola. Así que, herido y enfadado por sus palabras, hice lo que jamás había hecho: invocar a Eros.
Grace pudo imaginarse sin problemas lo que había ocurrido después.
—Hizo que Penélope se enamorara de ti.
Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Disparó a Jasón con una flecha de plomo que mató su amor por Penélope y a ella le disparó con una de oro para que se enamorara de mí. Se suponía que todo debía acabar ahí, pero…
Grace aguardó a que encontrase las palabras para continuar mientras lo mecía con suavidad entre sus brazos.
—Tardé dos años en convencer a su padre de que le permitiera casarse con un bastardo desheredado sin influencias familiares. Para entonces, mi leyenda se había hecho más grande y me habían ascendido. Por fin había logrado acumular riquezas suficientes para hacer que Penélope viviese como una reina. Y en lo que se refería a ella, no reparé en gastos. Teníamos jardines, esclavos y todo lo que se le antojaba. Le di la libertad y la independencia de las que jamás disfrutaron las mujeres de la época.
—Pero no fue suficiente…
Él negó con la cabeza.
—Seguía faltando algo y yo sabía que ella no se encontraba bien. Aun antes de que Eros interviniese, Penélope siempre fue una mujer demasiado emocional. Dependía de Jasón de un modo reprobable para las espartanas; en una ocasión en la que fue herido, se rapó totalmente la cabeza como muestra de su dolor.
»Después de que Eros disparara sus flechas, Penélope comenzó a pasar por largos períodos de depresión y de furia. Yo hice todo lo que pude por ella y traté de que fuera feliz.
Grace le acarició el pelo mientras lo escuchaba.
—Decía que me quería, pero yo notaba que no se interesaba por mí del mismo modo que lo había hecho por Jasón. Me entregaba su cuerpo de forma generosa, pero no había verdadera pasión en sus caricias. Lo supe desde la primera vez que la besé.
»Intenté convencerme de que no importaba. Muy pocos hombres de la época hallaban el amor en el matrimonio. Además, me ausentaba durante meses, a veces incluso años, mientras dirigía mi ejército. Pero al final, supongo que me parezco demasiado a mi madre, porque siempre anhelé más.
Grace se compadeció de él.
—Y entonces llegó el día en que Eros también me traicionó.
—¿Te traicionó? ¿Cómo? —preguntó ansiosa, intuyendo que ese era el origen de la maldición.
—Príapo y él estuvieron bebiendo la noche posterior a que yo matara a Livio. Borracho, Eros le contó lo que había hecho por mí. Tan pronto como Príapo escuchó la historia, supo cómo vengarse.
»Fue al Inframundo y cogió agua de la Laguna de la Memoria para ofrecérsela a Jasón. En cuanto el agua tocó sus labios, recordó su amor por Penélope. Príapo le contó lo que yo había hecho y le entregó más agua para que se la diera a beber a ella.
Julian notaba que sus labios articulaban las palabras, pero dejó de ser consciente de lo que decía. Cerró los ojos y revivió aquel aciago día.
Acababa de entrar en la casa procedente de los establos, cuando vio a Penélope y a Jasón en el atrio. Besándose.
Atónito, se detuvo a mitad de camino cuando una oleada de temor se apoderó al ser testigo de la pasión de aquel abrazo.
Hasta que Jasón alzó la mirada y lo vio en la puerta.
En el mismo instante que sus ojos se encontraron, Jasón frunció los labios en una mueca de aversión.
—¡Ladrón despreciable! Príapo me contó tu traición. ¿Cómo has podido?
Con el rostro desfigurado por el odio, Penélope se abalanzó sobre Julian y lo abofeteó.
—Asqueroso bastardo, podría matarte por lo que has hecho.
—Yo lo mataré —gritó Jasón al tiempo que desenvainaba su espada.
Julian trató de apartar a Penélope, pero ella se negó.
—Por todos los dioses, ¡he dado a luz a tus hijos! —exclamó su esposa antes de tratar de arañarle la cara.
Julian la sujetó por las muñecas.
—Penélope, yo…
—¡No me toques! —le gritó, zafándose de sus manos—. Me das asco. ¿Crees que alguna mujer decente te querría a la luz del día? Eres despreciable. Repulsivo.
Le dio un empujón que lo envió en dirección a Jasón.
—Córtale la cabeza. Quiero bañarme en su sangre hasta que no pueda distinguir su olor en mi piel.
Jasón blandió la espada.
Julian dio un salto hacia atrás con el fin de ponerse fuera del alcance del arma.
De forma instintiva, buscó su propia espada, pero se detuvo antes de sacarla. Lo último que deseaba era derramar la sangre de Jasón.
—No quiero luchar contigo.
—¿No? ¡Has violado a mi mujer y has engendrado hijos en ella que deberían haber sido míos! Te recibí en mi hogar con los brazos abiertos. Te di una cama cuando nadie te quería cerca, ¿y así me lo pagas?
Julian lo miró con incredulidad.
—¿Que así te pago? ¿Tienes la más mínima idea de todas las ocasiones en las que te he salvado la vida durante las batallas? ¿De cuántas palizas he soportado en tu lugar? ¿Acaso puedes contarlas? Y aun así, te atreviste a burlarte de mí.
Jasón se rió con crueldad.
—Todos excepto Kirian se burlaban de ti, imbécil. De hecho, era el único que te defendía, con tanto empeño que a veces me hacía plantearme qué haríais juntos cuando estabais a solas.
Reprimiendo una ira que lo habría dejado totalmente expuesto y vulnerable al ataque de Jasón, Julian se agachó para esquivar la siguiente estocada.
—Déjalo, Jasón. No me obligues a hacer algo de lo que ambos nos arrepentiríamos más tarde.
—De lo único que me arrepiento es de haber dado cobijo a un ladrón en mi casa —bramó Jasón con ira antes de alzar la espada de nuevo.
Julian intentó agacharse, pero Penélope se acercó hasta él por detrás y le propinó un empujón.
La espada de Jasón le dio en las costillas.
Siseando de dolor, Julian sacó su propia espada y la blandió de tal modo que habría dejado a su amigo sin cabeza de haberlo alcanzado.
Jasón luchaba a muerte, pero Julian se limitaba a defenderse al tiempo que trataba de colocar a Penélope fuera del alcance de las espadas.
—No lo hagas, Jasón. Sabes que tu habilidad con la espada es inferior a la mía.
Su amigo intensificó el ataque.
—No pienso permitir que te quedes con ella de ninguna de las maneras.
Los segundos que siguieron se sucedieron con demasiada rapidez, pero aun así, Julian rememoró las imágenes en su cabeza con una claridad meridiana.
Penélope lo agarró del brazo libre al mismo tiempo que Jasón atacaba. Su esposa lo empujó y la espada no lo hirió de milagro. Totalmente desequilibrado, trató de liberarse de Penélope, pero con ella en medio lo único que consiguió fue tambalearse hacia delante en el preciso momento en que Jasón avanzaba hacia ellos.
En el instante en que chocaron, sintió cómo su espada se hundía en el cuerpo de su amigo.
—¡No! —gritó Julian, que sacó la hoja del vientre de Jasón al tiempo que Penélope dejaba escapar un atormentado chillido de pura angustia.
Jasón cayó al suelo muy despacio.
Mientras se arrodillaba, Julian arrojó su espada a un lado y cogió a su amigo.
—¡Dioses del Olimpo! ¿Qué has hecho?
Escupiendo sangre y tosiendo, Jasón le lanzó una mirada acusadora.
—Yo no he hecho nada. Has sido tú el que me ha traicionado. Éramos hermanos y me robaste el corazón.
Jasón tragó con dificultad mientras sus ojos claros se clavaban en Julian.
—Jamás tuviste nada que no robaras antes.
Julian comenzó a temblar, consumido por la culpa y la agonía. Jamás había tenido intención de que sucediera algo así. Nunca había querido que alguien saliese herido, y menos aún Jasón. Lo único que deseaba era alguien que lo amara. Solo quería un hogar donde fuese bienvenido.
Sin embargo, Jasón tenía razón. Él era el único culpable. De todo.
Los chillidos de Penélope resonaban en sus oídos. Su esposa lo agarró del pelo y comenzó a tirar de él con todas sus fuerzas. Con una mirada salvaje, sacó la daga que Julian llevaba en el cinturón.
—¡Te quiero muerto! ¡Muerto!
Le hundió la daga en el brazo y volvió a sacarla para atacar de nuevo. Él le sujetó la mano.
Con un fuerte tirón, se zafó de él y se alejó.
—No —le dijo con la mirada desenfocada—. Quiero que sufras. Me quitaste lo que más quería. Ahora yo haré lo mismo contigo. —Y salió corriendo.
Abrumado por el dolor y la furia, Julian no pudo moverse mientras veía cómo la vida abandonaba el cuerpo de su amigo.
En ese momento las palabras de su esposa se filtraron entre la neblina que confundía su mente.
—¡No! —rugió mientras se ponía en pie—. ¡No lo hagas!
Llegó a la puerta de los aposentos de Penélope a tiempo de escuchar los gritos de los niños. Trató de abrirla con el corazón en un puño, pero ella la había atrancado desde dentro.
Cuando logró entrar, ya era demasiado tarde.
Demasiado tarde…
Julian se cubrió los ojos con las manos al sentir que el horror de lo sucedido aquel día lo atravesaba de nuevo; pese a todo, también percibió las reconfortantes caricias de Grace en la espalda.
Jamás sería capaz de olvidar la imagen de sus hijos ni el miedo que se adueñó de su corazón. La agonía más absoluta.
Lo único que había amado en el mundo eran sus hijos.
Y solo ellos lo habían amado a él.
¿Por qué? ¿Por qué tuvieron ellos que sufrir a causa de sus actos? ¿Por qué no pudo Príapo torturarlo sin que ellos tuvieran que pagar?
¿Y cómo pudo permitir Afrodita que sucediera todo aquello? Una cosa era que no le hiciese caso a él, pero dejar que sus hijos murieran…
Esa fue la razón de que aquel día acudiera a su templo. Había planeado matar a Príapo. Arrancarle la cabeza de los hombros y clavarla en una lanza.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Grace, devolviéndolo al presente.
—Cuando entré en la habitación ya era demasiado tarde —dijo con la garganta casi cerrada por el dolor—. Nuestros hijos estaban muertos, asesinados por su propia madre. Penélope se había abierto las muñecas y yacía junto a ellos. Llamé a un médico para que tratara de detener la hemorragia. —Hizo una pausa—. Me escupió en la cara con su último aliento.
Grace cerró los ojos, consumida por el dolor de Julian. Era mucho peor de lo que había imaginado.
¡Santo Dios! ¿Cómo había sobrevivido?
Había escuchado numerosos relatos de tragedias a lo largo de su vida, pero ninguno podía compararse con lo que Julian había sufrido. Y lo pasó él solo, sin nadie que lo ayudara. Sin nadie que lo amara.
—Lo siento tanto —susurró ella, acariciándole el pecho para consolarlo.
—Aún no puedo creer que estén muertos —murmuró él con la voz rota de dolor—. Me preguntaste qué hacía mientras estaba en el libro. Me limitaba a recordar las caras de mis hijos. A recordar sus bracitos alrededor de mi cuello. A recordar cómo salían corriendo a mi encuentro cada vez que regresaba a casa después de una campaña. Y a revivir cada uno de los momentos de ese día, deseando haber podido hacer algo para salvarlos.
Grace parpadeó para contener las lágrimas. No era de extrañar que jamás le hubiese hablado a nadie de eso.
Julian tomó una profunda bocanada de aire.
—Los dioses ni siquiera me permiten caer en la locura para poder escapar de esos recuerdos. Ni siquiera se me concede semejante alivio.
Tras esas palabras, no volvió a hablar sobre eso ni sobre nada más. Se limitó a quedarse inmóvil entre los brazos de Grace.
Sorprendida por la fortaleza del hombre, ella estuvo sentada tras él durante horas, abrazándolo. No sabía qué más podía hacer.
Por primera vez en años, sus habilidades de psicóloga le fallaron por completo.
Cuando se despertó, la luz del sol entraba a raudales por las ventanas. Tardó todo un minuto en recordar lo acontecido la noche anterior.
Se sentó en la cama y extendió el brazo para tocar a Julian, pero estaba sola.
—¿Julian? —lo llamó.
Nadie respondió.
Arrojó a un lado el edredón, se levantó de la cama y se vistió deprisa.
—¿Julian? —volvió a llamarlo mientras bajaba la escalera.
Nada. Ni un sonido, aparte de los frenéticos latidos de su corazón.
El pánico comenzó a abrirse paso en su cabeza. ¿Le habría sucedido algo?
Entró corriendo en la sala de estar y descubrió que el libro estaba sobre la mesita de café. Pasó las hojas con rapidez para comprobar que la página donde estuviera Julian seguía vacía. Aliviada por el hecho de que no hubiese logrado regresar al libro de algún modo, continuó registrando la casa.
¿Dónde estaba?
Fue a la cocina y notó que la puerta trasera estaba entreabierta. Frunció el ceño con extrañeza y la abrió del todo para salir al porche.
Echó una ojeada al patio hasta que localizó a los niños de los vecinos sentados en el césped que había entre ambas casas. Sin embargo, lo que más le extrañó fue ver a Julian sentado con ellos, enseñándoles un juego con piedras y palitos.
Los dos niños y una de las niñas estaban sentados a su lado escuchando con atención, mientras su hermana pequeña, de apenas dos años, gateaba entre ellos.
Grace sonrió al contemplar la apacible estampa. La ternura la invadió de repente y se preguntó si Julian habría sido así con sus propios hijos.
Salió del porche y caminó hacia ellos. Bobby era el mayor de los niños, con nueve años; después venía Tommy, con ocho, y Katie, que acababa de cumplir seis. Sus padres se habían mudado al vecindario después de casarse, hacía ya diez años; y aunque tenían una buena relación, jamás habían pasado de ser más que amigables vecinos.
—¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó Bobby cuando llegó el turno de Julian.
—Bueno, el ejército estaba acorralado —continuó Julian al tiempo que movía una de las piedras con un palo—. Había sido traicionado por uno de los suyos: un joven hoplita que había vendido a sus compañeros porque quería convertirse en centurión romano.
—Eran los mejores —lo interrumpió Bobby.
Julian soltó un bufido.
—No eran nada comparados con los espartanos.
—¡Arriba Esparta! —gritó Tommy—. Así anima la mascota de nuestro colegio.
Bobby le dio un empujón a su hermano, haciendo que se tambaleara sobre el césped.
—Estás interrumpiendo la historia.
—No debes golpear a tu hermano jamás —le dijo Julian con brusquedad pero aun así, con cierta ternura—. Se supone que los hermanos deben protegerse los unos a los otros, no hacerse daño.
La ironía de esas palabras hizo que a Grace se le encogiera el corazón. Era una pena que nadie les hubiese enseñado esa lección a los hermanos de Julian.
—Lo siento —se disculpó Bobby—. ¿Qué pasó después?
Antes de que Julian pudiese contestarle, el bebé se cayó y desparramó los palitos y las piedras. Los chicos comenzaron a gritarle, pero Julian los tranquilizó mientras levantaba a Allison y la ponía de nuevo en pie.
Le dio un toquecito en la nariz a la niña que la hizo reír y después volvió a colocar el juego como estaba.
Mientras le llegaba el turno a Bobby para mover la piedra, Julian retomó la historia donde la había dejado.
—El general macedonio observó las colinas que lo rodeaban; estaban atrapados. Los romanos los habían acorralado. No había modo de flanquearlos ni de retroceder.
—¿Se rindieron? —preguntó Bobby.
—Nunca —contestó Julian con convicción—. La muerte antes que el deshonor.
Hizo una pausa cuando esas palabras comenzaron a reverberar en su cabeza. Era la inscripción que adornaba su escudo. Como general, había vivido para honrar ese lema.
Como esclavo, hacía mucho que lo había olvidado.
Los chicos se acercaron un poco más.
—¿Murieron? —preguntó Katie.
—Algunos sí —respondió Julian, tratando de alejar los recuerdos que afluían a su mente. Recuerdos de un hombre que una vez fuera dueño de su propio destino—. Pero no antes de hacer huir a los romanos.
—¿Cómo? —preguntaron los niños con nerviosismo.
En esa ocasión, Julian cogió al bebé antes de que volviera a interrumpir el juego.
—A ver —comenzó Julian mientras le daba a Allison su pelota roja. La niña se sentó sobre la rodilla que tenía doblada y él la sujetó pasándole una mano por la cintura—. Cuando los romanos cargaron hacia ellos, el general macedonio se dio cuenta de que el enemigo esperaba que reuniese a sus hombres en posición de falange, cosa que los habría hecho vulnerables a la caballería y a los arqueros romanos. En lugar de eso, el general ordenó a sus hombres que se dispersaran y que apuntaran con las lanzas a los caballos para romper las líneas de la caballería romana.
—¿Y funcionó? —preguntó Tommy.
Incluso Grace estaba interesada en la historia.
Julian asintió.
—Los romanos no se esperaban ese movimiento en un ejército entrenado. Y puesto que la táctica los pilló completamente desprevenidos, las tropas romanas se dispersaron.
—¿Y el general macedonio?
—Soltó un poderoso grito de guerra mientras cabalgaba en su caballo, Mania, y atravesó el campo hasta llegar a la colina donde los generales romanos se estaban replegando. Estos se dieron la vuelta para enfrentarlo, pero no les sirvió de nada. Con la furia que la traición había depositado en su corazón, cargó sobre ellos y solo dejó a un superviviente.
—¿Por qué? —preguntó Bobby.
—Quería que entregara un mensaje.
—¿Cuál? —inquirió Tommy.
Julian sonrió al escuchar las ávidas preguntas.
—El general hizo jirones el estandarte romano y después usó un trozo para ayudar al romano a vendarse las heridas. Con una sonrisa letal, miró fijamente al hombre y le dijo: «Roma delenda est», Roma está destruida. Después, encadenó al general romano y lo envió de vuelta a su casa para que entregara el mensaje al Senado Romano.
—¡Guau! —exclamó Bobby, impresionado—. Ojalá fueses mi profesor de historia en el colegio. Así aprobaría la asignatura seguro.
Julian alborotó el cabello negro del niño.
—Si te hace sentir mejor, a mí tampoco me interesaba el tema a tu edad. Lo único que quería era hacer travesuras.
—¡Hola, señorita Grace! —la saludó Tommy cuando por fin se dio cuenta de su presencia—. ¿Ha escuchado la historia del señor Julian? Dice que los romanos eran tipos malos.
Julian miró a Grace, que estaba a unos metros de distancia, y ella le sonrió.
—Pues si hay alguien que lo sabe bien, es él.
—¿Puede arreglar mi muñeca? —le pidió Katie a Julian al tiempo que se la ofrecía.
Julian soltó a Allison y cogió la muñeca. Le puso el brazo en su sitio y se la devolvió.
—Gracias —le dijo Katie antes de arrojarse a su cuello para darle un fuerte abrazo.
El anhelo que reflejó el rostro de Julian hizo que Grace notara una punzada en el corazón. Sabía que en ese momento el hombre estaba viendo la cara de su propia hija en el rostro de Katie.
—De nada, pequeña —le contestó con voz ronca, alejándose de ella.
—¿Katie, Tommy, Bobby? ¿Qué estáis haciendo ahí?
Grace levantó la vista justo en el momento en el que Emily rodeaba la casa.
—No estaréis molestando a la señorita Grace, ¿verdad?
—No, en absoluto —le respondió Grace.
Emily no pareció oírlo, porque siguió regañando a los niños.
—¿Y qué está haciendo Allison aquí? Se suponía que debía estar en el patio trasero.
—¡Oye, mamá! —gritó Bobby acercándose a ella a la carrera—. ¿Sabes jugar a parcelon? El señor Julian nos ha enseñado.
Grace se rió a carcajadas mientras los cinco regresaban al jardín delantero, con Bobby hablando sin parar.
Julian tenía los ojos cerrados y parecía estar saboreando el sonido de las voces infantiles.
—Eres todo un cuentacuentos —le dijo Grace una vez que Julian se acercó a ella.
—No creas.
—En serio —replicó ella con énfasis—. ¿Sabes? Me has hecho pensar. Bobby tiene razón: serías un maestro estupendo.
Julian le dedicó una sonrisa burlona.
—De general a maestro. ¿Por qué no cambiarme el nombre al de Catón el Viejo e insultarme de camino?
Ella se echó a reír.
—No estás tan ofendido como quieres hacerme creer.
—¿Y cómo lo sabes?
—Por la expresión de tu rostro y por la luz que hay en tus ojos. —Le cogió el brazo y lo llevó de vuelta al porche—. Deberías pensar seriamente en esa posibilidad. Selena consiguió su licenciatura en Tulane y conoce a mucha gente allí. ¿Quién mejor para enseñar Historia Antigua que alguien que la conoció de primera mano?
Él no respondió. En lugar de eso, Grace notó que comenzaba a mover los pies descalzos sobre la tierra.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Disfrutar de la sensación de la hierba —contestó él con un susurro—. Las hojas me hacen cosquillas en los dedos.
Ella sonrió ante lo infantil de su actitud.
—¿Para eso saliste?
Él asintió.
—Me encanta sentir el sol en la cara.
Grace sabía en el fondo de su corazón que había podido disfrutarlo en muy contadas ocasiones.
—Vamos, prepararé unos cuencos de cereales y desayunaremos en el porche.
Ella subió en primer lugar los cinco escalones que llevaban hasta el porche y lo dejó sentado en su mecedora de mimbre para encargarse del desayuno.
Cuando regresó, Julian tenía la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados en actitud serena.
No quería molestarlo, así que retrocedió.
—¿Sabes que todo mi cuerpo percibe tu presencia? ¿Con todos los sentidos? —le confesó antes de abrir los ojos para mirarla con un deseo abrasador.
—No lo sabía —dijo ella nerviosa, ofreciéndole el cuenco.
Él lo cogió, pero no volvió a hablar del tema. Se limitó a comer en silencio.
Disfrutando del calor del sol, Julian escuchó el suave susurro de la brisa y se recreó con la presencia cercana y reconfortante de Grace.
Se había despertado al amanecer para contemplar la salida del sol a través de las ventanas y había pasado toda una hora dejando que la presencia de Grace lo relajara.
Ella lo tentaba como jamás lo había hecho nadie. Por un solo minuto, se permitió barajar la posibilidad de permanecer en esa época.
¿Y después qué?
Solo tenía una «habilidad» que pudiera serle útil en ese mundo moderno y no era el tipo de hombre que pudiese vivir alegremente de la caridad de una mujer.
No después de…
Apretó los dientes cuando los recuerdos lo abrasaron de nuevo.
A los catorce años había trocado su virginidad por un cuenco de gachas de avena frías y una taza de leche agria. Incluso en ese mismo momento, a pesar de todo el tiempo que había transcurrido, podía sentir las manos de la mujer tocándole el cuerpo, quitándole la ropa, agarrándose febrilmente a él mientras le enseñaba cómo darle placer.
«¡Síiiii!», había ronroneado la mujer. «Eres muy guapo, ¿verdad? Si alguna vez quieres más gachas, solo tienes que venir a verme cuando mi marido no esté en casa».
Se sintió tan sucio después… Tan usado…
Durante los años siguientes durmió muchas más veces entre las sombras de los portales que en una cama acogedora, porque no estaba dispuesto a pagar ese precio por una comida y un poco de comodidad.
Y si alguna vez fuera de nuevo libre, no querría…
Cerró los ojos con fuerza. No se veía en ese mundo. Era demasiado diferente. Demasiado extraño.
—¿Ya has acabado?
Levantó la vista y descubrió que Grace estaba de pie junto a él, con la mano extendida a la espera del cuenco.
—Sí, gracias —le contestó al tiempo que se lo daba.
—Voy a darme una ducha rápida. Volveré en unos minutos.
La contempló mientras se marchaba y dejó que sus ojos se demoraran en esas piernas desnudas. Todavía podía sentir el sabor de su piel en los labios. Y el dulce aroma de su cuerpo.
Grace lo obsesionaba. No se trataba solo de los efectos de la maldición. Había algo más. Algo que jamás había experimentado con anterioridad.
Por primera vez en dos mil años volvía a sentirse como un hombre. Y ese sentimiento venía acompañado de un anhelo tan profundo que le partía en dos el corazón.
La deseaba. En cuerpo y alma.
Y quería su amor.
La idea le hizo dar un respingo.
Sin embargo, era la verdad. No había vuelto a experimentar ese profundo y doloroso deseo de sentir un abrazo tierno desde que era un niño. Necesitaba que alguien le dijera que lo amaba, y que lo hiciese de corazón, no por el efecto de un hechizo.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una maldición. ¿Cuándo iba a aprender?
Había nacido para sufrir. El Oráculo de Delfos se lo había dicho.
«Sufrirás como ningún hombre ha sufrido jamás.»
«Pero ¿me amará alguien?»
«No en esta vida.»
Y se había alejado de allí completamente hundido por la profecía. Qué poco había imaginado entonces el sufrimiento que le aguardaba.
«Es el hijo de la diosa del amor, y ni siquiera ella soporta estar cerca de él.»
La verdad hizo que se encogiera de dolor. Grace jamás lo amaría. Nadie lo haría. Su destino no era que lo liberaran de su sufrimiento. Y lo que era peor, su destino tenía una trágica tendencia a derramar la sangre de todos los que se acercaban a él.
El dolor le desgarró el pecho al pensar que algo pudiera sucederle a Grace.
No podía permitirlo. Tenía que protegerla a toda costa. Aunque eso significara perder su libertad.
Con esa idea en mente, fue en su busca.
Grace se estaba quitando el jabón de los ojos. Al abrirlos se sobresaltó cuando vio que Julian la observaba a través de la rendija de las cortinas de la ducha.
—¡Me has dado un susto de muerte! —exclamó.
—Lo siento.
Él permaneció junto a la enorme bañera de patas, vestido solo con los boxers y apoyado sobre la pared con la misma pose que tenía en el libro: los anchos hombros echados hacia atrás y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo.
Grace se humedeció los labios al contemplar los esculturales músculos de su pecho y de su torso. De súbito, su mirada descendió hasta los boxers rojos y amarillos.
Bueno, decir que ningún hombre estaría bien con ellos había sido un error. Julian estaba fantástico. En realidad, no había palabras que describiesen con exactitud lo buenísimo que estaba con ellos.
Y la sonrisa traviesa e incitante que esbozaba en esos momentos habría derretido el corazón de la más frígida de las mujeres.
Ese hombre era pura dinamita.
Nerviosa, Grace cayó en la cuenta de que estaba completamente desnuda delante de él.
—¿Necesitas algo? —le preguntó mientras se cubría los pechos con la manopla.
Para su consternación, él se quitó los boxers y se metió en la bañera con ella.
El cerebro de Grace se convirtió en papilla al percibir la abrumadora y poderosa presencia masculina de Julian. Esa increíble sonrisa llena de hoyuelos que curvaba sus labios le aceleraba el corazón. La hacía temblar.
—Solo quería mirarte —dijo en voz baja y tierna—. ¿Tienes idea de lo que me haces cuando te pasas las manos por los pechos desnudos?
A juzgar por el tamaño de su erección, Grace se hacía una idea bastante aproximada.
—Julian…
—¿Mmm?
Olvidó lo que iba a decir cuando él acercó la cabeza hasta su cuello. Una oleada de escalofríos la atravesó al sentir que su lengua le abrasaba la piel.
Grace dejó escapar un gemido ante la sobrecarga sensorial que le provocaron las caricias de las manos de Julian unidas a la sensación del agua caliente de la ducha. Apenas fue consciente de que él le quitaba la manopla que aún le cubría los pechos y se llevaba uno a la boca.
Siseó de placer al sentir que la lengua de Julian giraba alrededor de su endurecido pezón, rozándolo levemente y haciéndola arder.
El hombre la ayudó a sentarse en la bañera y la echó hacia atrás para apoyarla contra el respaldo. El contraste de la porcelana fría en la espalda, el cálido cuerpo de Julian por delante y el agua que caía sobre ellos la excitó de un modo que jamás hubiera creído posible.
Nunca antes había apreciado el tamaño enorme de la antigua bañera, pero en ese momento no la habría cambiado por nada del mundo.
—Tócame, Grace —le dijo con voz ronca antes de cogerle la mano para llevarla hasta su hinchado miembro—. Quiero sentir tus manos sobre mí.
Julian se estremeció cuando ella acarició su dureza aterciopelada.
Cerró los ojos cuando comenzó a sentirse abrumado por las emociones. Las caricias de Grace no se limitaban al plano físico; las percibía también a un nivel indefinible. Increíble.
Quería más de ella. Lo quería absolutamente todo de ella.
—Me encanta sentir tus manos sobre la piel —murmuró mientras ella lo tomaba entre sus manos.
Por los dioses, cómo la deseaba… Cómo deseaba que ella le hiciera el amor de verdad, aunque fuera una sola vez.
Que le hiciera el amor con el corazón.
El dolor volvió a desgarrarlo. No importaba cuántas veces hubiera tenido relaciones sexuales, el resultado siempre era el mismo. Siempre acababa herido. Si no en el cuerpo, en lo más profundo del alma.
«Ninguna mujer decente te querría a la luz del día.»
Era cierto y lo sabía.
Grace percibió su tensión.
—¿Te he hecho daño? —preguntó al mismo tiempo que retiraba la mano.
Él negó con la cabeza y le colocó las manos a ambos lados del cuello para besarla a fondo. De repente, el beso cambió y se intensificó, como si Julian estuviera tratando de probar algo ante los dos.
Deslizó la mano por el brazo de Grace para entrelazar sus dedos con los de Grace. A continuación, movió las manos unidas y la acarició entre las piernas.
Grace gimió mientras él la tocaba con las manos entrelazadas. Era lo más erótico que había experimentado jamás.
Comenzó a temblar de los pies a la cabeza cuando Julian aumentó el ritmo de las caricias que sus dedos unidos le prodigaban. Y cuando introdujo los dedos de ambos en su interior, Grace gritó de placer.
—Eso es —le murmuró al oído—. Siéntenos a los dos unidos.
Sin aliento y con el cuerpo en llamas, Grace se aferró al hombro de Julian con la mano libre. ¡Dios, era un amante increíble!
De pronto, él retiró las manos y le alzó una de las piernas para pasársela por la cintura.
Grace lo dejó hacer hasta que se dio cuenta de sus intenciones. Estaba preparándose para penetrarla.
—¡No! —jadeó al tiempo que lo apartaba de un empujón—. Julian, no puedes.
En sus ojos llameaban la necesidad y el deseo más visceral.
—Quiero conseguir al menos esto de ti, Grace. Déjame poseerte.
Ella estuvo a punto de ceder.
Hasta que algo extraño le sucedió a sus ojos. Su color se oscureció y las pupilas se dilataron por completo.
Julian se quedó inmóvil. Con la respiración agitada, cerró los ojos como si estuviera luchando con un enemigo invisible.
Tras lanzar una maldición, se dio la vuelta.
—¡Corre! —gritó.
Grace no vaciló.
Salió como pudo de debajo de él, agarró la toalla y corrió hacia la puerta. Pero no pudo abandonarlo.
Se detuvo en la entrada y miró hacia atrás. Vio que Julian se agachaba hasta quedar apoyado sobre manos y rodillas, y comenzaba a retorcerse como si lo estuvieran torturando.
Lo escuchó golpear la bañera con el puño cerrado mientras gruñía de dolor.
El corazón de Grace latía frenético al verlo luchar. Si supiera qué hacer…
Al final, el hombre cayó exhausto a la bañera.
Aterrada y temblorosa, Grace entró en el cuarto de baño de nuevo y dio tres cautelosos pasos en dirección a la bañera, preparada para salir corriendo si él trataba de agarrarla.
Julian estaba tendido de costado, con los ojos cerrados. Respiraba con dificultad y parecía débil y agotado mientras el agua caía sobre él, aplastando los mechones dorados contra su rostro.
Ella cerró el grifo.
A pesar de eso, Julian no se movió.
—¿Julian?
En ese momento, él abrió los ojos.
—¿Te he asustado?
—Un poco —reconoció Grace con franqueza.
El hombre dejó escapar un suspiro hondo y apesadumbrado antes de sentarse con lentitud. No la miró. Tenía los ojos clavados en algo que estaba a la espalda de Grace.
—No voy a ser capaz de luchar contra esto —afirmó tras una larga pausa. Entonces la miró—. Nos estamos engañando, Grace. Déjame poseerte mientras estoy calmado.
—¿Eso es lo que quieres de verdad?
Julian apretó los dientes al escuchar esa pregunta. No, eso no era lo que quería. Pero lo que deseaba estaba más allá de su alcance.
Quería cosas que los dioses no habían dispuesto para él. Cosas que ni siquiera se atrevía a nombrar, porque el simple hecho de pronunciarlas haría su ausencia aún más insoportable.
—Me gustaría poder morirme.
Grace dio un respingo ante la sincera respuesta. Cómo deseaba poder consolarlo. Librarlo de su sufrimiento.
—Lo sé —le dijo con la voz ronca por las lágrimas que no se atrevía a derramar. Le pasó los brazos alrededor de los fuertes y esbeltos hombros y lo estrechó con fuerza.
Para su sorpresa, Julian apoyó la mejilla contra la suya. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna mientras se abrazaban.
Pasado un tiempo, él se apartó.
—Es mejor que nos detengamos antes de que… —No acabó la frase, aunque tampoco hacía falta. Grace ya había sido testigo de las consecuencias y no tenía ningún deseo de repetir la experiencia.
Lo dejó en el cuarto de baño y fue a vestirse.
Julian salió muy despacio de la bañera y se secó con una toalla. Podía escuchar a Grace en su habitación, abriendo la puerta del armario. En su mente se la imaginó desnuda y la visión lo enardeció.
Lo asaltó una demoledora oleada de deseo, golpeándolo con tal fuerza que estuvo a punto de caer de espaldas al suelo.
Se agarró al lavabo mientras luchaba consigo mismo.
—No puedo seguir viviendo así —murmuró—. No soy un animal.
Levantó la vista y contempló la viva imagen de su padre en el espejo. Observó su reflejo con odio.
Aún podía sentir los latigazos en la espalda que le propinaba su padre hasta que casi no podía tenerse en pie.
«No te atrevas a llorar, niño bonito. No quiero ni una lágrima. Puede que seas el hijo de una diosa, pero este es el mundo en el que vives y aquí no mimamos a los niños bonitos como tú.»
En el fondo de su mente, pudo ver la mirada de aversión de su padre cuando lo derribó al suelo de un puñetazo para después sujetarlo del cuello hasta casi estrangularlo. Julian había tratado de asestarle una patada y luchar, pero a los catorce años era demasiado joven e inexperto como para zafarse de las manos del general.
Con el rostro desfigurado por una mueca de profundo desprecio, su padre le había cortado en la mejilla con una daga, hundiéndola hasta el hueso. Y todo porque había pescado a su esposa mirándolo mientras comían.
«Veamos si ahora te desea.»
El lacerante dolor del corte había sido insoportable y la hemorragia no se había detenido en todo el día. A la mañana siguiente la herida había desaparecido sin dejar huella.
La ira de su progenitor había sido inconmensurable.
—¿Julian?
Sobresaltado, dio un pequeño respingo al escuchar una voz que no había oído en dos mil años.
Echó un vistazo a la estancia, pero no vio nada.
Sin estar muy seguro de si había escuchado la voz o no, dijo en voz baja:
—¿Atenea?
La diosa se materializó delante de él, justo en el vano de la puerta. Aunque llevaba ropas modernas, tenía el pelo negro recogido sobre la cabeza al estilo griego, con unos mechones rizados que le caían sobre los hombros. Sus ojos de color azul claro se llenaron de ternura al sonreír.
—Vengo en nombre de tu madre.
—¿Todavía no es capaz de presentarse ante mí?
Atenea apartó la mirada.
Julian sintió el repentino impulso de reírse a carcajadas. ¿Por qué se molestaba en albergar alguna esperanza de que su madre quisiera verlo?
Ya tendría que haberse acostumbrado.
Atenea jugueteaba con uno de sus rizos mientras lo observaba con una extraña expresión melancólica en el rostro.
—Que conste que te habría ayudado de haber sabido esto. Eras mi general favorito.
De repente, Julian comprendió lo que había ocurrido tantos siglos atrás.
—Me utilizaste en tu pulso contra Príapo, ¿verdad?
Vio la culpa reflejada en los ojos de la diosa antes de que ella pudiese ocultarla.
—Lo hecho, hecho está.
Julian clavó la mirada en ella con una mueca furiosa.
—¿De verdad? ¿Por qué me enviaste a esa batalla cuando sabías que Príapo me odiaba?
—Porque sabía que podías ganar y yo odiaba a los romanos. Eras el único general que podía deshacerse de Livio, y así lo hiciste. Jamás me he sentido tan orgullosa de ti como cuando le cortaste la cabeza.
La amargura lo consumió. No podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Y ahora me dices que estabas orgullosa?
Ella pasó por alto su pregunta.
—Tu madre y yo hemos hablado con Cloto para que te ayude.
Julian se quedó helado al escucharla. Cloto era la Moira encargada de las vidas de los humanos. La hilandera del destino.
—¿Y?
—Si consigues romper la maldición, podremos devolverte a Macedonia. Regresarás al mismo día en que fuiste condenado a permanecer en el pergamino.
—¿Puedo regresar? —repitió con absoluta incredulidad.
—Pero no se te permitirá volver a luchar. Si lo haces, podrías cambiar el curso de la historia. Si te enviamos de vuelta, tendrás que jurar que vivirás recluido en tu villa.
Siempre había una trampa. Tendría que haberlo recordado antes de pensar que podían ayudarlo.
—¿Con qué propósito, entonces?
—Vivirás en tu época. En el mundo que conoces. —Una vez dicho esto, echó un vistazo al cuarto de baño—. O puedes permanecer aquí si lo prefieres. La elección es tuya.
Julian resopló.
—Menuda elección.
—Es mejor que no tener ninguna.
¿De verdad? Ya no sabía qué pensar.
—¿Y mis hijos? —preguntó.
Quería… No, necesitaba que su familia le devolviera a las dos únicas personas que habían significado algo para él.
—Sabes que no podemos cambiar eso.
Julian maldijo a Atenea. Los dioses solo le quitaban cosas. Nunca se las daban.
Atenea extendió el brazo para acariciarle la mejilla con delicadeza.
—Piensa bien lo que vas a elegir —susurró antes de desvanecerse.
—¿Julian? ¿Con quién hablas?
Él parpadeó cuando Grace se detuvo en el pasillo.
—Con nadie —contestó—. Estaba hablando solo.
—Ah —dijo ella, aceptando la mentira sin problemas—. Estaba pensando en llevarte de nuevo al Barrio Francés esta tarde. Podemos visitar el acuario. ¿Qué te parece?
—Claro —respondió él cuando salió del baño.
Grace frunció el ceño, pero no dijo nada mientras se dirigía hacia las escaleras.
Julian fue a cambiarse a la habitación. Mientras se ponía los pantalones, se fijó en las fotografías que Grace tenía en la cómoda. Parecía una niña tan feliz… tan libre. La foto que más le gustaba era una en la que su madre le pasaba los brazos alrededor del cuello y ambas reían a carcajadas.
En ese momento reconoció la verdad. No importaba lo mucho que deseara que las cosas fueran de otro modo, jamás podría quedarse con Grace. Se lo había dicho ella misma la noche que lo invocaron.
Ella tenía su propia vida. Una de la que él no formaba parte.
No, Grace no necesitaba a alguien como él. A alguien que solo atraería la indeseada atención de los dioses sobre su cabeza.
Rompería la maldición y aceptaría la oferta de Atenea.
No pertenecía a esa época. Su lugar estaba en la antigua Macedonia. Solo.