Julian y Grace ayudaron a Selena a desmontar el puestecillo ambulante y a guardarlo todo en el jeep antes de regresar a casa sorteando el tráfico típico de un viernes por la noche.
—Has estado muy callado —comentó Grace cuando se detuvo ante un semáforo en rojo.
Observó cómo la mirada de Julian seguía el movimiento de los restantes automóviles que circulaban por la calzada. Parecía tan perdido… como alguien atrapado en el límite de los sueños y la realidad.
—No sé qué decir —respondió él tras una breve pausa.
—Dime lo que sientes.
—¿Con respecto a qué?
Grace se echó a reír.
—Está claro que eres un hombre —le dijo—. ¿Sabes? Las sesiones con los hombres son las más difíciles. Llegan y pagan ciento veinticinco dólares la hora para no decir casi nada. Jamás lograré entenderlo.
Julian bajó la vista hasta su regazo y ella observó cómo frotaba de forma distraída el anillo de general con el pulgar.
—Dijiste que eras una sexóloga, ¿en qué consiste eso exactamente?
Grace volvió a internarse en el tráfico.
—Tú y yo estamos en el mismo negocio, más o menos. Ayudo a las personas que tienen problemas para relacionarse. A las mujeres que tienen miedo de tener relaciones íntimas con los hombres, o a aquellas a las que les gustan los hombres un poco más de la cuenta.
—¿Ninfómanas?
Grace asintió.
—He conocido a unas cuantas —confesó él con un suspiro.
—Apuesto a que sí.
—¿Y los hombres? —preguntó Julian.
—No son fáciles de ayudar. Como ya te he dicho, no suelen hablar mucho. Tengo un par de pacientes que sufren de miedo escénico…
—¿Y eso qué es?
—Algo que a buen seguro tú no padecerías jamás —le contestó, pensando en la continua y arrogante persecución a la que la sometía. Tras aclararse la garganta, se lo explicó—: Son hombres que tienen miedo de que sus compañeras se rían de ellos cuando están en la cama.
—Ah.
—También tengo unos cuantos que abusan verbalmente de sus esposas o novias, y otros dos que quieren cambiarse de sexo…
—¿Se puede hacer eso? —preguntó Julian, asombrado.
—¡Claro! —respondió Grace con un gesto de la mano—. Te sorprendería saber de lo que son capaces los médicos hoy en día.
Grace tomó una curva para dirigirse a su casa.
Julian permaneció callado durante tanto tiempo que ella estaba a punto de enseñarle lo que era la radio, cuando de repente preguntó:
—¿Por qué quieres ayudar a esa gente?
—No lo sé —le contestó Grace con franqueza—. Supongo que se remonta a mi infancia, una época de muchas inseguridades para mí. Mis padres me querían mucho, pero no sabía relacionarme con otros niños. Mi padre era profesor de historia y mi madre ama de casa…
—¿Qué es un ama de casa?
—Una mujer que se queda en casa y hace las cosas típicas de las madres. En el fondo, nunca me trataron como a una niña; por eso, cuando estaba cerca de otros niños no sabía qué hacer. Ni qué decir. Me asustaba tanto que me ponía a temblar. Al final, mi padre comenzó a llevarme a un psicólogo y, después de un tiempo, mejoré bastante.
—Salvo con los hombres.
—Esa es una historia muy diferente —le dijo con un suspiro—. De adolescente era una chica desgarbada y los chicos del instituto no se acercaban a mí a menos que fuera para burlarse.
—¿Por qué se burlaban de ti?
Grace se encogió de hombros con indiferencia. Por lo menos, esos viejos recuerdos ya no la molestaban. Hacía mucho que los había superado.
—Porque estaba plana, tenía orejas de soplillo y un montón de pecas.
—¿Que estabas plana?
—No tenía pecho.
Grace habría jurado que podía sentir el calor que desprendía la mirada de Julian cuando inspeccionó sus pechos.
Al mirarlo de reojo, confirmó sus sospechas. De hecho, el hombre la estaba observando como si se hubiera quitado la camisa y estuviera en mitad de…
—Tus pechos son muy bonitos.
—Gracias —le respondió con torpeza, aunque se sentía de alguna forma halagada por un cumplido tan poco convencional—. ¿Y tú?
—Yo no tengo pechos.
Lo dijo con un semblante tan inexpresivo y una voz tan seria que Grace se deshizo en carcajadas.
—No me refería a eso y lo sabes muy bien. ¿Cómo fue tu adolescencia?
—Ya te lo he dicho.
Ella le lanzó una mirada amenazadora.
—En serio.
—En serio: luchaba, comía, bebía, me acostaba con mujeres y me bañaba. Por lo general, en este orden.
—Todavía tenemos problemas con eso de la falta de confianza, ¿no? —preguntó ella de forma retórica.
Asumiendo su papel de psicóloga, cambió a un tema que a él le resultara más fácil.
—¿Por qué no me cuentas qué sentiste la primera vez que participaste en una batalla?
—No sentí nada.
—¿No estabas asustado?
—¿De qué?
—De morir o de que te hirieran.
—No.
La sinceridad de su sencilla respuesta consiguió desconcertarla.
—¿Cómo es posible que no tuvieras miedo?
—No tienes miedo a morir cuando no tienes nada por lo que seguir viviendo.
Angustiada por sus palabras, Grace tomó el camino de entrada a su casa.
Tras decidir que sería mejor dejar un tema tan serio por el momento, bajó del coche y abrió el maletero.
Julian cogió las bolsas y la siguió hasta la casa.
Se dirigieron a la planta alta. Grace sacó sus cómodos vaqueros del cajón superior del mueble e hizo sitio en los cajones para poder guardar la ropa nueva de Julian.
—Ya está —dijo después de coger las bolsas vacías y arrojarlas a la papelera de mimbre, situada junto a la cómoda—. Es viernes por la noche. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Te apetece una noche tranquila o prefieres dar una vuelta por la ciudad?
La hambrienta mirada del hombre la recorrió de la cabeza a los pies, haciendo que ardiera al instante.
—Ya conoces mi respuesta.
—Vale. Un voto a favor de arrojarse al cuello de la doctora y otro en contra. ¿Alguna otra alternativa?
—¿Qué tal una noche tranquila en casa, entonces?
—De acuerdo —respondió Grace al tiempo que se acercaba a la mesita de noche para coger el teléfono—. Déjame que compruebe los mensajes y después prepararemos la cena.
Julian siguió colocando su ropa mientras ella llamaba al servicio de contestador y hablaba con ellos.
Acababa de doblar la última prenda cuando percibió una nota de alarma en la voz de Grace.
—¿Dijo lo que quería?
Julian se volvió para mirarla. Grace tenía las pupilas ligeramente dilatadas y sujetaba el teléfono con demasiada fuerza.
—¿Por qué le dio mi número de teléfono? —preguntó enfadada—. Mis pacientes jamás deben saber mi número privado. ¿Puedo hablar con su superior?
Julian se acercó a ella.
—¿Algo va mal?
Grace alzó la mano para indicarle que permaneciera en silencio con el fin de poder escuchar lo que la otra persona le estaba diciendo.
—Muy bien —dijo tras una larga pausa—. Tendré que cambiar de nuevo el número. Gracias. —Cortó la llamada y colgó el auricular con el ceño fruncido por la preocupación.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó él.
Grace soltó un suspiro de irritación mientras se frotaba el cuello.
—La compañía acaba de contratar a una chica nueva que se ha ido de la lengua y le ha dado mi número privado a uno de mis pacientes.
Hablaba tan rápido que a Julian le costaba trabajo seguirla.
—Bueno, en realidad, no es mi paciente —prosiguió sin detenerse—. Jamás habría aceptado a un hombre así, pero Luanne, la doctora Jenkins, no es tan selectiva. La semana pasada tuvo que marcharse de la ciudad a toda prisa por una emergencia familiar, así que Beth y yo hemos tenido que repartirnos sus pacientes para atenderlos mientras ella está fuera. De todos modos, no pensaba quedarme con este hombre tan horripilante, pero Beth no pasa consulta los viernes y él solo puede asistir los miércoles y los viernes, debido al régimen de libertad condicional.
Grace lo miró con el pánico reflejado en sus pálidos ojos grises.
—Yo seguía sin querer atenderlo, pero el supervisor de su caso me juró que no habría ningún problema. Dijo que el tipo no representaba una amenaza para nadie.
Julian comenzó a sentir un punzante dolor de cabeza por la cantidad de información que Grace le estaba proporcionando y por tratar de descifrar las palabras que no tenían sentido alguno para él.
—¿Eso es un problema?
—Solo es un poquito espeluznante —contestó ella con las manos temblorosas—. Es un acosador al que acaban de dar el alta de un hospital psiquiátrico.
—¿Un acosador? ¿Un hospital psiquiátrico? ¿Qué es eso?
Al escuchar la explicación, Julian no pudo evitar quedarse con la boca abierta.
—¿Permitís que estas personas campen a sus anchas por ahí?
—Bueno, sí. La idea es ayudarlos.
Julian estaba horrorizado. ¿Qué clase de mundo era ese en el que los hombres se negaban a proteger a sus mujeres y niños de algo así?
—En mi época, no permitíamos que este tipo de personas se acercaran a nuestras familias. Nos asegurábamos de que no andaran sueltos por nuestras calles.
—¡Bienvenido al siglo XXI! —exclamó Grace con amargura—. Aquí hacemos las cosas de un modo… distinto.
Julian sacudió la cabeza ensimismado, mientras meditaba acerca de todas las cosas de esa época que le resultaban extrañas. No podía entender a la gente actual, y tampoco comprendía su modo de vida.
—No encajo en este mundo —confesó con un hilo de voz.
—Julian…
Se alejó cuando vio que Grace se acercaba a él.
—Grace, sabes que es así. Supongamos que rompemos la maldición ¿De qué me va a servir? ¿Qué se supone que voy a hacer aquí? No puedo leer tu idioma, no sé conducir y no tengo posibilidades de trabajar. Hay demasiadas cosas que no entiendo. Me siento perdido…
Ella se estremeció ante la evidente angustia que Julian intentaba ocultar con todas sus fuerzas.
—Lo que ocurre es que estás un poco agobiado. Pero lo haremos pasito a pasito. Te enseñaré a conducir y a leer. Y con respecto al trabajo… sé que eres capaz de hacer muchas cosas.
—¿Como qué?
—No lo sé. Además de ser un soldado, ¿a qué otra cosa te dedicabas en Macedonia?
—Era un general, Grace. Lo único que sé hacer es dirigir a un antiguo ejército en una batalla. Nada más.
Grace tomó su cara entre las manos y lo miró con dureza.
—No te atrevas a abandonar ahora. Me has dicho que no te daba miedo luchar. ¿Cómo puedes asustarte por esto?
—No lo sé, pero me asusta.
Algo extraño ocurrió en ese instante y Grace se dio cuenta de que Julian le había permitido vislumbrar parte de lo que ocultaba en su interior. No de forma muy íntima, pero a juzgar por la expresión del rostro del hombre, se había colocado en una posición de vulnerabilidad al admitir aquello. En el fondo, Grace sabía que no pertenecía al tipo de hombre que solía reconocer algo así.
—Yo te ayudaré.
La duda que reflejaban esos ojos azules hizo que se le contrajera el estómago.
—¿Por qué?
—Porque somos amigos —le respondió con ternura al tiempo que le acariciaba la mejilla con el pulgar—. ¿No fue eso lo que le dijiste a Cupido?
—Ya escuchaste su respuesta. No tengo amigas.
—Ahora sí.
Él se inclinó y le dio un beso en la frente antes de atraerla hacia su cuerpo para darle un fuerte abrazo. Un cálido aroma a sándalo inundó su cabeza mientras escuchaba cómo el corazón de Julian latía frenéticamente bajo su mejilla y esos bíceps tostados por el sol se flexionaban junto a su rostro. La ternura del abrazo significó para Grace mucho más que un mero instante de placer físico… Le llegó al alma.
—De acuerdo, Grace —dijo Julian en voz baja—. Lo intentaremos. Pero prométeme que no dejarás que te haga daño.
Ella lo miró con el entrecejo fruncido.
—Estoy hablando en serio. Una vez que me pongas los grilletes, no me sueltes bajo ninguna circunstancia. Júralo.
—Pero…
—¡Júralo! —insistió él con brusquedad.
—Muy bien. Si no puedes controlarte, no te liberaré. Pero yo también quiero que me prometas una cosa.
Él se apartó un poco y la miró con escepticismo, sin alejarla de la seguridad de sus brazos.
—¿Qué?
Grace apoyó las manos sobre sus fuertes bíceps. En cuanto posó las palmas sobre la piel de Julian, sintió cómo esta se erizaba bajo su contacto. El hombre contempló sus manos con una de las expresiones más tiernas que ella había visto nunca.
—Prométeme que no vas a desistir —dijo Grace—, que vas a intentar acabar con la maldición.
Julian la miró con una sonrisa extraña.
—Está bien. Lo intentaré.
—Y lo lograrás.
Él soltó una carcajada.
—Tienes el optimismo de una niña.
Grace le devolvió la sonrisa.
—Soy clavadita a Peter Pan.
—¿Peter qué?
Ella se alejó de sus brazos a regañadientes. Tomándolo de la mano, lo llevó hasta la puerta del dormitorio.
—Acompáñame, esclavo macedonio mío, y te contaré quiénes son Peter Pan y los Niños Perdidos.
—Entonces, ¿ese chico nunca se hizo mayor? —preguntó Julian mientras preparaban la cena.
A decir verdad, a Grace le había sorprendido bastante que él no se quejara cuando le pidió que se encargara de la ensalada. Parecía bastante acostumbrado a usar cuchillos para cortar comida.
Poco dispuesta a investigar esa pequeña peculiaridad, se concentró en la salsa para los tallarines.
—No. Regresó a la isla con Campanilla.
—Interesante.
Grace cogió una cucharada de salsa. Tras colocar una mano debajo de la cuchara, sopló para enfriarla y se la ofreció a Julian.
—Dime qué te parece.
Él se inclinó y abrió la boca. Grace le introdujo la cuchara en la boca y observó cómo saboreaba la salsa.
—Está deliciosa.
—¿Demasiada sal, quizá?
—No, está perfecta.
Ella le dedicó una sonrisa radiante.
—Toma —le dijo él, ofreciéndole un taquito de queso.
Grace abrió la boca, pero él no se lo dio. Aprovechándose de las circunstancias, se adueñó de sus labios para besarla a conciencia.
Madre del amor hermoso, una lengua con semejante capacidad de movimiento debería ser inmortalizada en bronce o conservada de algún modo. Un tesoro así no podía desaparecer.
Y esos labios…
Mmm, Grace no quería pararse a pensar en esos deliciosos labios y en lo que eran capaces de hacer.
Julian extendió los dedos sobre la parte inferior de la espalda femenina para apretarla contra sus caderas, justo sobre el bulto que tensaba los vaqueros. Por amor de Dios, ese hombre estaba maravillosamente dotado y Grace comenzó a temblar ante la idea de que desplegara todos sus encantos sexuales sobre ella.
¿Sería capaz de sobrevivir a algo así?
Percibió que el cuerpo de Julian se tensaba y que empezaba a respirar con dificultad. Estaba dejándose arrastrar por la pasión y ella comenzó a temer que si no lo detenía en ese momento, ninguno de los dos sería capaz de parar después.
Por mucho que odiara la idea de abandonar el tórrido abrazo, Grace dio un paso atrás.
—Julian, compórtate.
El hombre respiraba de forma entrecortada; ella pudo observar la lucha que sostenía consigo mismo mientras la devoraba con los ojos.
—Sería mucho más sencillo que me comportara si no estuvieses tan buena, joder.
El comentario fue tan inesperado que Grace estalló en carcajadas.
—Lo siento —se disculpó al captar el gesto irritado de Julian—. Al contrario de lo que te ocurre a ti, yo no estoy acostumbrada a que me digan este tipo de cosas. El mayor cumplido que me han hecho nunca fue el de un chico llamado Rick Glysdale cuando vino a recogerme el día del baile de graduación. Me miró de arriba abajo y dijo: «¡Joder! Te has arreglado más de lo que esperaba».
Julian frunció el ceño.
—Me preocupan los hombres de esta época, Grace. Todos parecen ser unos completos imbéciles.
Riéndose de nuevo, ella le dio un ligero beso en la mejilla y se acercó a la olla para sacar la pasta del agua antes de que se cociera demasiado.
Mientras echaba los tallarines en el escurridor, se acordó del pan.
—¿Puedes echarle un vistazo a los panecillos?
Julian se acercó al horno y se agachó, ofreciéndole a Grace una deliciosa vista de su parte trasera. Ella se mordió el labio inferior mientras reprimía el impulso de acercarse y pasar la mano por ese firme y prieto trasero.
—Están a punto de quemarse.
—¡Mierda! ¿Puedes sacarlos? —le preguntó, tratando de no derramar el agua hirviendo.
—Claro. —Julian cogió el trapo de la encimera y comenzó a sacar el pan.
De repente, soltó un juramento que llamó la atención de Grace.
Ella se volvió y vio que el trapo estaba ardiendo.
—¡Allí! —exclamó al tiempo que se quitaba de en medio—. Échalo al fregadero.
Él lo hizo, pero al pasar junto a Grace le rozó la mano con el trapo y ella siseó de dolor.
—¿Te he quemado? —le preguntó.
—Un poco.
Julian hizo una mueca al cogerle la mano para examinarle la quemadura.
—Lo siento —le dijo, un momento antes de llevarse su dedo a la boca.
Atónita, Grace no fue capaz de moverse mientras él pasaba la lengua por la sensibilizada piel de su dedo. A pesar de la quemazón de la herida, la sensación era muy agradable. Muy, pero que muy agradable.
—Eso no le viene muy bien a la quemadura —susurró.
Con el dedo aún en la boca, Julian le dedicó una sonrisa traviesa y extendió el brazo para abrir el grifo que estaba a sus espaldas. Trazó un círculo completo con la lengua alrededor del dedo una vez más antes de abrir la boca y colocar la mano de Grace bajo el chorro de agua fría.
Mientras le sujetaba el dedo con una mano para que el agua aliviara el escozor de la quemadura, extendió la otra para cortar un trozo de la planta de aloe que estaba en el alféizar de la ventana.
—¿Cómo es que conoces las propiedades del aloe? —le preguntó ella.
—Sus propiedades curativas se conocían mucho antes de que yo naciera —respondió él.
Cuando le frotó el dedo con la viscosa savia de la planta, Grace sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se le hacía un nudo en el estómago.
—¿Te sientes mejor?
Ella asintió con la cabeza.
Con la ternura y el deseo reflejados en los ojos, Julian contempló sus labios como si aún pudiese percibir su sabor.
—Creo que, a partir de ahora, dejaré que seas tú la que se encargue del horno —le dijo.
—Es probable que sea lo mejor.
Grace se apartó de él y sacó los panecillos antes de que se quemaran.
Sirvió los platos y precedió a Julian hasta la sala de estar, donde se sentaron a comer en el suelo delante del sofá mientras veían Matrix.
—Me encanta esta película —dijo ella cuando comenzó.
Julian colocó el plato sobre la mesita de café y se acercó a Grace.
—¿Siempre comes en el suelo? —le preguntó antes de llevarse un trozo de pan a la boca.
Fascinada por la armonía de sus movimientos, Grace observó con detenimiento cómo se tensaba la mandíbula de Julian al masticar.
¿Es que no había ninguna parte de su cuerpo que no consiguiera hacerle la boca agua? Comenzaba a entender por qué el resto de sus invocadoras lo había utilizado.
La idea de mantenerlo encerrado en una habitación durante un mes estaba empezando a resultarle muy tentadora.
Y además tenían los grilletes…
—Bueno —dijo, obligándose a alejar su mente de aquella maravillosa y bronceada piel y de lo bien que estaría Julian desnudo y desparramado sobre su colchón—. Está la mesa del comedor, pero como la mayoría de las noches estoy sola, prefiero tomarme un cuenco de sopa en el sofá.
Julian giró de forma magistral el tenedor sobre la cuchara hasta que los tallarines quedaron enrollados a la perfección.
—Necesitas a alguien que cuide de ti —le dijo antes de llevarse el tenedor a la boca.
Grace se encogió de hombros.
—Yo me cuido sola.
—No es lo mismo.
Grace lo miró con el ceño fruncido. Algo en la voz del hombre le indicaba que no lo decía desde un punto de vista machista. Julian hablaba desde el corazón y basándose en su propia experiencia.
—Supongo que todos necesitamos a alguien que nos cuide, ¿verdad? —susurró ella.
Él volvió la cabeza para mirar la televisión, pero no antes de que Grace pudiera atisbar el brillo del deseo en sus ojos.
Lo observó mientras permanecía unos minutos atento a la película. Aun distraído, ese hombre comía de forma impecable. Ella no hacía más que desperdigar la salsa por todas partes, pero él ni siquiera había dejado caer una sola gota.
—Enséñame a hacer eso —le dijo.
Julian la miró con curiosidad.
—¿El qué?
—Lo que haces con la cuchara. Me estás poniendo de los nervios. Nunca consigo que mis tallarines acaben enrollados en el tenedor; se quedan todos sueltos y me pongo perdida.
—Claro, y no queremos que nos rodeen un montón de tallarines gigantes que lo dejen todo hecho un asco, ¿verdad?
Grace se echó a reír porque sabía muy bien que no estaba hablando de los tallarines.
—A ver, ¿cómo lo haces?
Julian tomó un sorbo de vino y dejó la copa a un lado.
—Espera, así me resultará más fácil enseñártelo.
Y se deslizó entre el sofá y Grace.
—Julian… —le dijo ella con un tono de advertencia.
—Solo voy a enseñarte lo que quieres saber.
—No sé yo… —dijo ella, dubitativa.
De todos modos, no podía evitar que su proximidad le llegara hasta los huesos, hasta el alma. La calidez del pecho de Julian se extendió por su espalda cuando la rodeó con sus maravillosos brazos. Había colocado las piernas a ambos lados del cuerpo de Grace y tenía las rodillas dobladas. Cuando se inclinó hacia delante, ella notó que su miembro le presionaba la cadera. Por primera vez, no la conmocionó. Por raro que pareciera, estaba empezando a acostumbrarse.
Cuando el cuerpo esbelto y musculoso de Julian se movía tras ella, percibía el poder y la fuerza que emanaban de él. Y ese hecho la dejaba sin aliento y muy insegura.
Una serie de sentimientos extraños se adueñaron de ella con una intensidad desconocida. ¿Qué tenía Julian que le hacía sentirse tan protegida y feliz?
Si se trataba de la maldición, habría que cambiarle el nombre, porque no había nada malévolo en las sensaciones que la embargaban.
—Muy bien —le dijo Julian al oído, provocando que una descarga eléctrica la recorriera de la cabeza a los pies. Al instante, le cogió las manos y los dos juntos sostuvieron los cubiertos.
Él cerró los ojos mientras inhalaba el dulce y agradable aroma a flores que desprendía el cabello de Grace. Le costó la misma vida concentrarse en la tarea de enseñarle a comer tallarines y olvidarse de lo mucho que deseaba hacerle el amor.
Los dedos de Grace se deslizaban de forma provocativa entre los suyos, intensificando de ese modo las sensaciones que aquella piel cálida y suave provocaba en él. Un nuevo tipo de desesperación se adueñó de su cuerpo. Una para la que no tenía nombre. Sabía lo que quería de ella, y no se trataba solo de su cuerpo.
Pero no se atrevía a pensar en eso.
No se atrevía a tener esperanzas.
Grace estaba más allá de su alcance. Su corazón se lo decía, y también su alma. Ni todo el anhelo del mundo podría cambiar un hecho esencial: no se merecía una mujer como ella.
Jamás había merecido…
Tras abrir los ojos, le mostró el modo de usar la cuchara como ayuda para enrollar los tallarines en el tenedor.
—¿Ves? —murmuró cuando le acercó el tenedor a los labios—. Es sencillo.
Ella abrió la boca y Julian introdujo con cuidado el tenedor. Mientras lo sacaba, deslizándolo despacio entre sus labios, se sintió como si acabaran de atarlo a una mesa de tortura.
El corazón le latía a un ritmo frenético y salvaje, y su sentido común le decía que se alejara de ella.
Pero no podía. Llevaba tanto tiempo sin compañía… Tanto tiempo sin tener un amigo…
No podía dejarla ahora. No sabía cómo hacerlo.
Así que siguió dándole de comer.
Grace se acomodó entre sus brazos. Dejó caer las manos y permitió que él tomara el control. Mientras masticaba los tallarines, cogió un trozo de pan y se lo ofreció a Julian. Él le mordisqueó los dedos cuando se lo metió en la boca.
Grace sonrió y le acarició el mentón mientras masticaba. Mmm, ese músculo que se tensaba bajo su mano… Le encantaba cómo se movía su cuerpo, cómo se relajaban y se contraían sus músculos, por muy pequeño que fuese el esfuerzo.
Una mujer jamás podría cansarse de mirar a un hombre semejante.
Mientras tomaba un sorbo de vino, Julian le robó unos cuantos tallarines.
—¡Oye, tú! —le dijo bromeando—. Eso es mío.
Sus celestiales ojos azules resplandecieron al sonreír y al instante siguió dándole de comer.
Mientras masticaba, Grace le acercó la copa de vino a los labios.
Por desgracia, no calculó bien y la alejó demasiado pronto, de modo que el vino se derramó por la barbilla de Julian y le cayó en la camisa.
—¡Lo siento! —exclamó, limpiándole la barbilla con los dedos. Sintió el roce de la barba bajo los dedos—. ¡Madre mía! ¡La que he formado!
A él no pareció molestarle en absoluto. Al contrario, tras cogerle la mano, se dedicó a lamer el vino que sus dedos habían limpiado.
Grace dejó escapar un gemido. Se sintió recorrida por un millar de oleadas de placer mientras Julian le lamía los dedos desde las yemas hasta los nudillos y los mordisqueaba con mucha suavidad.
Uno a uno, los fue limpiando sin prisa alguna. Y cuando acabó, le alzó la barbilla y capturó sus labios en un beso.
Pero no fue el beso exigente y voraz al que la había acostumbrado. El que utilizaba paraseducirla ydevorarla.
Ese fue suave y pausado. Tierno. Los labios del hombre se mostraban delicados pero exigentes.
Fue él quien se retiró primero.
—¿Todavía tienes hambre? —preguntó.
—Sí —murmuró Grace, que no se refería precisamente a la comida, sino a los apetitos que experimentaba cuando estaba a su lado.
Julian le ofreció más tallarines.
Cuando ella volvió a acercarle la copa para darle de beber, Julian le cubrió la mano con la suya al tiempo que la observaba con una mirada burlona.
Así siguieron, dándose de comer y deleitándose en su mutua compañía, hasta el final de la película. Julian pareció muy interesado en las luchas finales.
—Vuestras armas son fascinantes —comentó.
—Supongo que para un general deben de serlo.
Él la miró de reojo y siguió atento a la película.
—¿Qué es lo que más te gusta de Matrix?
—Las alegorías.
Julian hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Tiene muchas influencias de Platón.
—¿Conoces a Platón? —le preguntó sorprendida.
—Lo estudié cuando era joven.
—¿En serio?
Él no pareció encontrarle mucha gracia al asunto.
—Resulta que se las arreglaron para enseñarnos unas cuantas cosas entre paliza y paliza.
—Estás tomándote el tema a la ligera, Julian.
—Ya.
En cuanto acabó la película, la ayudó a recoger la cocina.
Cuando Grace comenzó a cargar el lavavajillas, sonó el teléfono.
—No tardaré nada —le dijo mientras corría hacia la salita para contestar.
—Grace, ¿eres tú?
Se quedó helada al escuchar la voz de Rodney Carmichael.
—Hola, señor Carmichael —lo saludó con frialdad.
En ese momento habría matado a Luanne por marcharse de la ciudad.
Tan solo había tenido una sesión con Rodney el miércoles, pero había sido suficiente para hacer que deseara contratar a un detective privado que buscase a Luanne y la trajera de vuelta.
El tipo le daba escalofríos.
—¿Dónde estuviste hoy, Grace? No estarás enferma, ¿verdad? Podría llevarte…
—¿No le cambió Lisa su cita?
—Sí, pero estaba pensando que podíam…
—Mire, señor Carmichael, no atiendo a mis pacientes en casa. Le veré a la hora de su sesión. ¿De acuerdo?
Se hizo el silencio al otro extremo de la línea.
—¿Grace?
Ella dio un respingo y soltó un chillido al escuchar la voz de Julian a sus espaldas.
La curiosa expresión del rostro del hombre le habría resultado graciosa de no haber estado tan aterrada.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
—Sí, lo siento —dijo mientras colgaba el teléfono—. Era ese paciente del que te hablé. Rodney Carmichael. Me saca de quicio.
—¿De quicio?
—Que me pone muy nerviosa. —Por primera vez, se sintió más que agradecida por la presencia de Julian. Si él no hubiera estado allí, se habría refugiado en la hospitalidad de Selena y Bill para lo que quedaba del fin de semana—. Venga —le dijo antes de apagar la luz de la cocina—. ¿Nos vamos arriba y empezamos las clases de lectura?
Julian negó con la cabeza.
—No te rindes con facilidad, ¿verdad? —le preguntó.
—No…
—Muy bien —le respondió mientras la seguía escaleras arriba—. Acepto que me des clases si te pones el picardías roj…
—No, no y no. —Grace se detuvo en mitad de la escalera y se dio la vuelta para mirarlo—. Ni hablar.
Él se acercó y le echó hacia atrás el pelo que le caía sobre el hombro.
—¿No sabes que necesito una musa que me inspire a aprender? ¿Y qué mejor musa que tú vestida con…?
Grace le colocó los dedos sobre los labios para impedir que siguiera hablando.
—Si me pongo eso, dudo mucho que vayas a aprender algo que no sepas ya.
Él le mordisqueó los dedos.
—Prometo comportarme bien.
A pesar de saber que era una idea pésima, Grace dejó que la convenciera.
—Será mejor que te comportes —le advirtió por encima del hombro cuando acabó de subir los escalones y se metió en su habitación.
Entró en el enorme vestidor que su padre había convertido en biblioteca años atrás y se dedicó a rebuscar en los estantes hasta que encontró su viejo ejemplar de Peter Pan.
Mientras tanto, Julian rebuscó en sus cajones para encontrar el deplorable atuendo.
Intercambiaron objetos en el centro de la habitación.
Grace corrió hacia el cuarto de baño y se cambió de ropa, pero tan pronto como se vio en el espejo con el diáfano camisón rojo, fue incapaz de moverse. ¡Uf! Si Julian la veía con esas pintas saldría corriendo de la habitación sin dejar de gritar.
Incapaz de soportar la humillación de verlo decepcionado por su cuerpo, se quitó el picardías y se puso su sencilla camisola rosa antes de envolverse en su grueso albornoz y regresar a la habitación.
Julian sacudió la cabeza.
—¿Por qué te has puesto eso?
—Mira, no soy idiota. Sé que no tengo el tipo de cuerpo que hace que los hombres babeen.
—¿Qué estás tratando de decirme? ¿Que eres un hombre?
Ella frunció el ceño ante la lógica de su razonamiento.
—No.
—Entonces, ¿cómo sabes que no tienes el tipo de cuerpo que despierta el deseo de los hombres?
—Pues porque no me miran. ¿Vale? Los hombres no babean por mí del mismo modo que las mujeres hacen contigo. ¡Por el amor de Dios! Si hasta me considero afortunada cuando se dan cuenta de que soy una mujer…
—Grace —murmuró Julian al tiempo que se ponía en pie y se acercaba a los pies de la cama—. Ven aquí —le ordenó.
Ella obedeció.
Julian la colocó justo delante del espejo de cuerpo entero.
—¿Qué ves? —le preguntó.
—A ti.
Él le sonrió desde el espejo. Se inclinó y apoyó la barbilla sobre el hombro de Grace.
—¿Qué ves cuando te miras?
—Veo a alguien que necesita perder de seis a nueve kilos y comprarse un cargamento de crema antimanchas para quitarse las pecas.
A Julian no pareció hacerle gracia.
Le rodeó la cintura con las manos para llegar hasta la parte delantera del albornoz, donde descansaba el nudo del cinturón.
—Deja que te diga lo que veo yo —le ronroneó al oído mientras colocaba las manos sobre el cinturón, sin llegar a desatarlo—. Veo un hermoso cabello tan oscuro como la noche. Suave y abundante. Tienes esa clase de cabello que a un hombre le encantaría sentir sobre la piel desnuda de su abdomen. El cabello en el que un hombre desea enterrar la cara para aspirar su aroma.
Grace se estremeció.
—Tienes rostro de diablillo, con forma de corazón, y unos labios llenos y sensuales que piden a gritos ser besados. En cuanto a tus pecas, son fascinantes. Añaden un toque juvenil a tu cuerpo que te hace única e irresistible.
Dicho así, no sonaba tan mal…
Julian dio un tirón al cinturón, abrió el albornoz e hizo una mueca al ver la camisola rosa.
Abrió el albornoz aún más.
—¿Qué tenemos aquí? —murmuró sin dejar de devorarla con los ojos.
Antes de que Grace pudiera pensar siquiera en protestar, Julian le bajó el albornoz por los brazos y lo dejó caer al suelo, a sus pies. Volvió a apoyar la barbilla sobre su hombro para contemplarla a través del espejo.
En ese momento, comenzó a levantarle el borde de la camisola.
—Julian —dijo ella, cogiéndole la mano.
Sus miradas se entrelazaron en el espejo. Grace se quedó helada, incapaz de moverse al sentir que la pasión y la ternura que se reflejaban en los ojos de Julian la sumían en un estado de trance.
—Quiero verte, Grace —le dijo en un tono que dejaba a las claras que no admitiría un no por respuesta.
Antes de que ella pudiera recobrar la cordura, Julian le quitó la camisola y le pasó las manos sobre la piel desnuda de su vientre.
—Tus pechos no son pequeños —susurró al tiempo que se enderezaba tras ella—. Tienen el tamaño perfecto para la mano de un hombre. —Y para demostrar su afirmación, alzó las manos y los cubrió con ellas.
—Julian —gimió Grace con el cuerpo en llamas—. Recuerda tu promesa.
—Me estoy comportando bien —respondió él con voz ronca.
Tras apoyar la cabeza sobre sus duros pectorales, Grace se quedó sin aliento al contemplar en el espejo cómo Julian abandonaba sus pechos para deslizar las manos hacia las costillas y hacia las caderas, donde introdujo las manos bajo el elástico de sus braguitas.
—Tienes un cuerpo hermoso, Grace —le dijo mientras le acariciaba el pubis.
Por primera vez en toda su vida, Grace creyó que así era. Julian le mordisqueó el cuello mientras jugueteaba con los rizos oscuros de su entrepierna.
—Julian —suplicó, sabiendo que si no lo detenía en ese momento no sería capaz de hacerlo más tarde.
—Tranquila —le dijo al oído—. Ya te tengo.
Y entonces, separó los tiernos pliegues de su sexo y la acarició.
Grace soltó un gemido cuando la pasión amenazó con consumirla. Julian capturó sus labios y la besó en profundidad.
De forma instintiva, ella se dio la vuelta entre sus brazos para saborearlo mejor.
Julian la levantó del suelo y la llevó hasta la cama sin despegarse de sus labios. De algún modo, se las arregló para acomodarla sobre el colchón y tumbarse sobre ella sin dejar de besarla.
Estaba claro que ese hombre poseía un gran talento.
Grace estaba a cien. Se sentía arder con sus caricias. Con ese aroma tan diabólicamente erótico. Con la sensación de su cuerpo tendido junto a ella. Comenzó a temblar de pies a cabeza mientras él le separaba los muslos con las rodillas y se colocaba aún vestido sobre ella.
Sentir su peso era algo maravilloso. Sentir ese cuerpo duro y viril mientras frotaba sus esbeltas caderas contra ella. Incluso a través de los vaqueros, Grace sentía la presión de su erección sobre el núcleo de su cuerpo. Como si estuvieran atraídas por un imán, sus caderas se alzaron para acompasarse al movimiento de Julian.
—Eso es, Grace —murmuró sobre sus labios mientras seguía frotando su miembro hinchado contra ella de un modo tan magistral que Grace supo que ya habría llegado al clímax si lo tuviera dentro—. Siente mis caricias. Siente mi deseo por ti, solo por ti. No luches contra él.
Ella volvió a gemir cuando Julian abandonó sus labios y dejó un abrasador reguero de besos por su garganta para llegar a sus pechos, que comenzó a succionar con suavidad.
Grace deliraba de placer cuando enterró las manos en los rizos rubios de Julian.
Él continuó atormentando sus pechos con la lengua de forma implacable.
Le temblaba todo el cuerpo por el tremendo esfuerzo que le estaba costando mantenerse vestido. Quería introducirse en ella con tanta desesperación que su cordura se estaba haciendo jirones.
Con cada embestida de sus caderas contra las de Grace, la agonía del deseo insatisfecho le provocaba unos inmensos deseos de gritar. Era la tortura más deliciosa que jamás había experimentado.
Y todo empeoró al sentir que ella deslizaba las manos por su espalda y las introducía en los bolsillos traseros del pantalón para darle un apretón.
Julian se estremeció ante la sensación.
—¡Sí, Dios, sí! —jadeó Grace cuando él aumentó el ritmo de sus embestidas.
A Julian comenzó a darle vueltas la cabeza. Tenía que hundirse en ella. Y si no podía hacerlo de una manera, por todos los templos de Atenas que lo haría de otra.
Se apartó de ella y se movió hacia abajo, pasando los labios por su abdomen y besándole las caderas al tiempo que le quitaba las braguitas.
Grace empezó a temblar de pies a cabeza al darse cuenta del poder que el hombre ostentaba en ese momento.
—Por favor —le suplicó, incapaz de soportarlo más.
No protestó cuando él le separó un poco más los muslos con los codos. Julian le colocó las manos bajo las caderas y la alzó de modo que las piernas de Grace quedaran colgando sobre sus hombros.
Ella abrió los ojos de par en par en el mismo instante en que Julian la acarició con la boca.
Enterró las manos en el pelo del hombre antes de echar la cabeza hacia atrás para soltar un gemido de placer ante las rítmicas e íntimas caricias que la lengua de Julian le prodigaba. Jamás había sentido algo como aquello. Una y otra vez. Dentro y fuera. La lengua de Julian la lamió, la atormentó y hurgó en su interior hasta dejarla exhausta y sin aliento.
Julian cerró los ojos y gruñó cuando probó su sabor por primera vez. Era delicioso. Los murmullos de placer que escapaban de la garganta de Grace resonaban en sus oídos. Percibía las respuestas de su cuerpo ante cada caricia sensual que le prodigaba con la lengua. De hecho, sentía cómo le temblaban los muslos y el trasero contra las mejillas y los hombros.
Grace respondía retorciéndose de la forma más sensual.
Con la respiración entrecortada, Julian quiso mostrarle con exactitud lo que se había estado perdiendo. Cuando saliera de la habitación esa noche, esa mujer no volvería a encogerse de temor ante sus caricias.
Grace soltó un pequeño grito cuando él bajó la mano para penetrarla con el pulgar mientras continuaba torturándola con la lengua.
—¡Julian! —jadeó cuando un estremecimiento involuntario consiguió que se pusiera a temblar.
Él movió el dedo y la lengua aún más rápido, más hondo. Su lengua giraba y giraba mientras la penetraba y la acariciaba. A Grace comenzó a darle vueltas la cabeza al sentir el roce de la barba de Julian contra los muslos y la entrepierna.
Y justo cuando pensaba que ya no podría soportarlo más, alcanzó el clímax de forma tan violenta que echó la cabeza hacia atrás y gritó mientras su cuerpo se convulsionaba, presa de continuas oleadas de placer.
Sin embargo, Julian no se detuvo; siguió dándole placer hasta que tuvo otro nuevo orgasmo, casi seguido al primero.
Al tercero creyó morir.
Sin fuerzas y completamente saciada, movió la cabeza a uno y otro lado sobre la almohada mientras él continuaba con su implacable asalto.
—Por favor, Julian, por favor —le suplicó mientras su cuerpo seguía experimentando continuos espasmos a causa de sus caricias—. No puedo más.
Solo entonces, él se apartó.
Con la respiración entrecortada, Grace se sentía palpitar de la cabeza a los pies. Jamás había experimentado un placer tan intenso.
Julian ascendió por su cuerpo trazando una senda de besos hasta llegar al cuello, donde se detuvo.
—Dime la verdad, Grace —le dijo al oído—. ¿Has sentido algo así antes?
—No —susurró ella con honestidad. Dudaba que muchas mujeres, si es que había alguna, hubiesen conocido algo semejante a lo que ella acababa de experimentar—. No tenía ni idea de que pudiera ser así.
Julian la contempló con una mirada hambrienta, como si quisiera devorarla.
Ella sintió la presión de su erección sobre la cadera y cayó en la cuenta que él no había llegado al orgasmo. Había mantenido su promesa.
Con el pulso desbocado ante semejante descubrimiento, quiso que él experimentara lo mismo que ella acababa de vivir. O al menos, algo que se le aproximara.
Bajó la mano y comenzó a desabrocharle los pantalones.
Julian le cogió la mano y se la llevó a los labios para besarle la palma con mucha ternura.
—Eres muy amable, pero no hace falta que te molestes.
—Julian —lo reprendió ella—. Sé que para un hombre resulta muy doloroso si no se…
—No puedo —la interrumpió él.
Grace lo miró sin comprender.
—¿Que no puedes qué?
—Tener un orgasmo.
Grace se quedó boquiabierta. Estaba bromeando, ¿no? Sin embargo, sus ojos la contemplaban con total seriedad.
—Es parte de la maldición —le explicó él—. Puedo darte placer, pero si me tocas en este momento lo único que conseguirás será hacerme más daño.
En un arranque de compasión, Grace extendió la mano para acariciarle la mejilla.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque quería hacerlo.
Ella no lo creyó. No. Apartó la mano de su rostro y miró hacia otro lado.
—Lo que quieres decir es que estabas obligado a hacerlo, ¿no? También es parte de la maldición, ¿no es cierto?
Él la cogió por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.
—No. Estoy luchando contra la maldición. Si no lo hiciera, ahora mismo estaría dentro de ti.
—No lo entiendo.
—Yo tampoco —le confesó mirándola a los ojos como si buscase en ella la respuesta—. Acuéstate aquí conmigo —susurró—. Por favor.
Grace se encogió de dolor por el sufrimiento que destilaba aquella sencilla petición. Su pobre Julian. ¿Qué le habían hecho? ¿Cómo podían hacerle eso a alguien como él?
Julian cogió el libro y se lo dio a Grace.
—Lee para mí.
Ella abrió el cuento mientras él colocaba las almohadas en la cabecera de la cama. Se estiró en el colchón e hizo que Grace se tumbara a su lado. Sin decir una sola palabra, tiró de la manta para que los cubriera a ambos antes de rodearla con un brazo.
Grace se vio asaltada de nuevo por ese aroma a sándalo cuando comenzó a leer la historia de Wendy y Peter Pan.
Estuvieron así durante una hora.
—Me encanta tu voz. Tu forma de hablar —le dijo Julian cuando ella hizo una pausa para pasar una página.
Grace sonrió.
—Debo decir lo mismo de ti. Tienes la voz más cautivadora que he escuchado jamás.
Julian le quitó el libro de las manos y lo dejó sobre la mesita de noche. Ella lo miró a los ojos, que rebosaban de deseo mientras la contemplaban con un anhelo que la dejó sin aliento.
En ese momento y para su asombro, Julian la besó con delicadeza en la punta de la nariz.
Acto seguido, estiró el brazo, cogió el mando a distancia y bajó las luces para dejar la habitación en penumbras. Grace no supo qué decir mientras él se acurrucaba a sus espaldas y la abrazaba.
Julian le apartó el pelo de la cara y apoyó la cabeza en la almohada, al lado de la suya.
—Me encanta tu olor —le susurró al tiempo que su brazo la rodeaba con más fuerza.
—Gracias —susurró ella.
No estaba segura, pero le daba la impresión de que Julian estaba sonriendo.
Grace se acurrucó aún más, atraída por la calidez del cuerpo masculino, pero los vaqueros le rasparon las piernas.
—¿No estás incómodo con la ropa puesta? ¿No deberías cambiarte?
—No —respondió él en voz baja—. De este modo, sé que mi cucharilla permanecerá alejada de tu…
—Ni se te ocurra decirlo —lo interrumpió con una carcajada—. No te ofendas, pero tu hermano es asqueroso.
—Sabía que había una razón para que me gustaras tanto.
Grace le quitó el mando a distancia de las manos.
—Buenas noches, Julian.
—Buenas noches, cariño.
Grace apagó la luz.
Al instante notó cómo Julian se tensaba. Su respiración se convirtió en un jadeo entrecortado y se apartó de ella.
—¿Julian?
Él no contestó.
Preocupada, Grace encendió la luz para poder verlo. Julian había cruzado los brazos por delante del pecho y se abrazaba con fuerza. Tenía la frente cubierta de sudor y una mirada aterrada y salvaje mientras se esforzaba por respirar.
—¿Julian?
Él observó la habitación como si acabara de despertar de una pesadilla espantosa. Grace vio cómo alzaba un brazo y colocaba la mano en la pared para asegurarse que todo era real y no una alucinación.
Mientras se humedecía los labios, se pasó la mano por el pecho y tragó saliva.
Fue entonces cuando Grace lo entendió.
La oscuridad. Por eso no había apagado las luces y solo había bajado la intensidad.
—Lo siento mucho, Julian. No se me ocurrió…
Él no dijo nada.
Grace lo abrazó, asombrada por el hecho de que un hombre tan fuerte buscase su consuelo como si no pudiera separarse de ella. Julian apoyó la cabeza sobre sus pechos.
Con los dientes apretados, Grace sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Y en ese instante supo que jamás le dejaría regresar a ese libro. Nunca.
De algún modo, romperían la maldición. Y cuando todo hubiese acabado, esperaba que Julian pudiera vengarse de los responsables de su sufrimiento.