Julian se quedó mirando fijamente a Grace con la cabeza hecha un lío mientras esas palabras resonaban en su mente.
¿Sería cierto? ¿Podría atreverse a creerlo?
¿Se atrevería a albergar esperanza después de tanto tiempo…?
—¿Tu apellido es Alexander? —repitió con incredulidad.
—Sí —respondió ella con una enorme y alentadora sonrisa dibujada en el rostro.
Cupido miró de repente a su hermano.
—¿Ya habéis hecho uso común de vuestras partes íntimas?
—No —contestó Julian—. Aún no. —Y pensar que había estado enfadado por eso…
Grace había evitado que cometiera el tercer error más grande de su vida. Le daban ganas de besarla en ese mismo momento.
Una sonrisa iluminó el rostro de Cupido.
—¡Maldición! Que es lo que tú te vas a quitar de encima, al parecer… Nunca he conocido a una mujer que pudiese estar cerca de ti más de diez minutos sin quitarse…
—Cupido —intervino Julian antes de que soltara un largo discurso acerca del número de mujeres con las que se había acostado—. ¿Tienes alguna otra información relevante?
—Una cosa más: el éxito de la fórmula de mamá depende de que Príapo no lo descubra. Si lo hiciera, podría evitar que te liberaras con uno de sus desagradables truquitos.
Julian apretó los puños al recordar algunos de los actos más repugnantes de su hermano.
Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, Príapo lo había odiado desde su nacimiento. Y con el paso de los años, su hermano le había conferido un nuevo significado a la expresión «rivalidad fraternal».
Julian dio un sorbo a su bebida.
—No lo descubrirá a menos que tú se lo digas.
—A mí no me mires —replicó Cupido—. No soy de los suyos. Me confundes con el primo Dioni. Y ahora que lo recuerdo, tengo que reunirme con mis chicos. Tenemos pensado hacerle un gran tributo al viejo Baco esta noche. —Extendió el brazo y dejó la mano con la palma hacia arriba—. Mi arco, si eres tan amable.
Con cuidado de no pincharse, Julian lo sacó del bolsillo y se lo devolvió.
En ese momento, percibió la extraña mirada de su hermano mayor; una mirada de afecto sincero.
—Estaré cerca por si me necesitas. Solo tienes que llamarme. Por mi nombre… nada de «Cupido». Y por favor, deja eso de «cabrón inútil». ¡Joder! —Lo miró con una sonrisa burlona—. Debería haber sabido que eras tú.
Julian no dijo nada mientras recordaba lo que había sucedido la última vez que hizo valer la oferta de su hermano.
Cupido se levantó y miró a Grace y a Selena antes de sonreír a Julian.
—Buena suerte con tu intento de obtener la libertad. Que la fuerza de Ares y la sabiduría de Atenea te guíen.
—Y que Hades se encargue de asar tu vieja alma.
Cupido soltó una carcajada.
—Demasiado tarde. Ya lo hizo en el siglo III y no fue tan horrible. Nos vemos, hermanito.
Julian guardó silencio mientras Cupido se abría camino hacia la puerta de salida, como cualquier ser humano normal.
La camarera les trajo el pedido.
Julian cogió la extraña comida, que consistía en un trozo de carne metido entre dos rebanadas de pan; pero a decir verdad, no tenía mucha hambre. Había perdido el apetito.
Grace cubrió la carne con una salsa roja, la tapó con el pan y le dio un bocado. Selena picoteaba de una ensalada aderezada con una salsa blanca.
Al levantar la mirada, Grace percibió que Julian observaba cómo comía con el ceño fruncido. Su semblante parecía aún más preocupado que antes y la evidente rigidez de su mandíbula indicaba que estaba apretando los dientes.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Él entrecerró los ojos con recelo.
—¿De verdad estás dispuesta a hacer lo que Eros ha dicho?
Grace dejó la hamburguesa en el plato y se limpió la boca con la servilleta. En realidad, no le gustaba mucho la idea de que Julian usase su cuerpo para obtener la libertad. Una relación de una sola noche, sin compromisos ni promesas.
Julian se iría en cuanto acabase con ella. No le cabía duda.
¿Por qué iba a querer quedarse junto a ella un hombre como él cuando podría tener a cualquier mujer de la tierra comiendo de la palma de su mano?
Pese a todo, no podía condenarlo a que siguiera viviendo eternamente en un libro. No cuando ella podía liberarlo.
—Quiero que me cuentes la historia completa de cómo acabaste en ese libro —le dijo Grace en voz baja—. Y también lo que le ocurrió a tu esposa.
No lo habría creído posible, pero la mandíbula de Julian se tensó todavía más. El hombre estaba tratando de escabullirse de nuevo.
Sin embargo, no pensaba permitir que lo hiciera. Ya era hora de que Julian entendiera por qué le preocupaba el hecho de acostarse con él.
—Julian, me estás pidiendo demasiado. No tengo mucha experiencia en esto de relacionarme con los hombres.
Él frunció el ceño.
—¿Eres virgen?
—Ojalá —murmuró Grace.
Julian vio el dolor que inundó sus ojos al susurrar esas palabras. Avergonzada, Grace bajó la vista al suelo.
¡No!, rugió su mente. No era posible que hubiese sufrido lo que se estaba imaginando. En cuanto la mera posibilidad cruzó por su mente, lo invadió una inesperada oleada de furia.
—¿Te violaron?
—No —susurró ella—. No… exactamente.
La confusión disipó la ira de Julian.
—Entonces, ¿qué pasó?
—Era joven y estúpida —continuó ella muy despacio.
—El muy cerdo se aprovechó de lo mal que estaba Grace tras la muerte de sus padres —explicó Selena con la voz cargada de resentimiento—. Era uno de esos sucios embusteros que te sueltan lo de «Solo quiero cuidarte» para conseguir lo que quieren y después salen corriendo.
—¿Te hizo daño? —le preguntó Julian.
Grace asintió con la cabeza.
Otra extraña oleada de furia volvió a adueñarse de él. No tenía muy claro por qué le importaba tanto lo que le había sucedido a Grace, pero por alguna razón que no acababa de comprender, así era.
Y quería vengarse en su nombre.
Vio cómo le temblaba la mano. La cubrió con la suya y comenzó a acariciarle suavemente los nudillos con el pulgar.
—Solo me acosté con él una vez —confesó Grace en un murmullo—. Ya sé que se supone que la primera vez duele, pero no tanto. Y pese a lo mucho que me dolió físicamente, fue aún peor el hecho de que a él no pareciera importarle lo más mínimo. Me sentí como si solo estuviese allí para complacerlo, como si ni siquiera fuera una persona a sus ojos.
A Julian se le hizo un nudo en el estómago. Conocía muy bien ese sentimiento.
—Esa misma semana —prosiguió ella—, al ver que no iba a verme ni respondía al teléfono, fui a su apartamento. Era primavera y tenía las ventanas abiertas. Cuando me acerqué… —Se interrumpió con un sollozo.
—Su compañero de piso y él habían hecho una apuesta para ver cuál de los dos desfloraba a más vírgenes ese año —concluyó Selena—. Grace escuchó cómo se reían de ella.
Una furia letal y siniestra se apoderó de Julian. Había conocido a muchos hombres de esa calaña. Y jamás había podido soportarlos. De hecho, siempre había sido un placer para él librar a la humanidad de su hedionda presencia.
—Me sentí tan utilizada… tan estúpida —murmuró Grace. Levantó la mirada. La agonía que se reflejaba en sus ojos abrasó a Julian—. No quiero volver a sentirme así. —Se tapó la cara con una mano, pero no antes de que él atisbara la humillación en su mirada.
—Lo siento mucho, Grace —susurró al tiempo que la acercaba hacia él.
Así que de eso se trataba. Esa era la fuente de sus demonios. Julian la abrazó con fuerza y apoyó la mejilla sobre su cabeza. Al instante se vio envuelto por un aroma a flores, suave y femenino.
Cómo ansiaba poder consolarla. Y qué culpable se sentía. Sin lugar a dudas, Penélope se había sentido igual de utilizada por él. Bien sabían los dioses que al final le había causado mucho más daño del que ella le había ocasionado.
Se merecía la maldición, pensó con amargura.
Se la había ganado a pulso, y no le haría más daño a Grace. Era una buena mujer, con un gran corazón, y se negaba a aprovecharse de él.
—No pasa nada, Grace —la consoló con ternura al tiempo que le rodeaba la cabeza con los brazos para acunarla—. No te pediré que hagas esto por mí.
Ella alzó la cabeza y lo miró atónita. No podía creer que Julian dijese algo así.
—No puedo dejar de hacerlo.
—Sí que puedes. Solo tienes que olvidarlo. —La angustia que destilaba su voz era patente. Esa extraña cadencia dejaba muy claro el tipo de hombre que había sido en su día.
—¿En serio crees que podría hacer eso?
—¿Y por qué no? Todos los miembros de mi familia lo hicieron. Tú ni siquiera me conoces. —Su mirada se tornó sombría al soltarla.
—Julian…
—Hazme caso, Grace: no me lo merezco. —Tragó saliva antes de volver a hablar—. Como general, fui implacable en el campo de batalla. Aún puedo ver las miradas horrorizadas de los miles de hombres que murieron bajo mi espada mientras los hacía pedazos sin el más mínimo asomo de remordimiento. —Buscó la mirada de Grace—. ¿Por qué iba a querer alguien como tú ayudar a alguien como yo?
En su mente volvió a ver el modo en que Julian había acunado al niño en sus brazos; volvió a escuchar la amenaza que le había proferido a Cupido si al dios se le ocurría hacerle daño; y supo por qué. Tal vez su pasado hubiera sido tal y como acababa de describirlo, pero no era un ser perverso por naturaleza. Podría haberla violado en cualquier momento. Y en lugar de hacerlo, ese hombre que apenas había conocido la ternura, se había limitado a abrazarla.
No, a pesar de todos los crímenes de su pasado, había bondad en él.
Julian había sido un hombre de su tiempo. Un general de la antigüedad forjado en el fragor de la batalla. Un hombre que se había criado en el campo de batalla, bajo unas condiciones tan brutales que ella ni siquiera podía imaginar.
—¿Y tu esposa? —preguntó Grace.
Un músculo comenzó a palpitar en la mandíbula del hombre.
—Le mentí, la traicioné y la engañé, y al final la maté.
Grace se crispó ante la inesperada confesión.
—¿Tú la mataste?
—Puede que no fuese yo quien le quitara la vida, pero a fin de cuentas fui el responsable. Si no… —Su voz se desvaneció al tiempo que cerraba los ojos con fuerza.
—¿Qué? —preguntó Grace—. ¿Qué ocurrió?
—Manipulé no solo mi destino, sino también el suyo. Y al final, las Moiras me castigaron por ello.
Grace no estaba dispuesta a dejar el tema ahí.
—¿Cómo murió?
—Enloqueció al descubrir lo que yo le había hecho. Lo que Eros había hecho… —Enterró la cara entre las manos cuando lo asaltaron los recuerdos—. Fui un estúpido al creer que Eros podía conseguir que alguien me amara.
Grace extendió el brazo y le pasó la mano con suavidad por el rostro.
Julian la miró a los ojos. Estaba tan hermosa allí sentada… La ternura de su mirada le resultaba sorprendente. Ninguna mujer lo había mirado nunca de ese modo.
Ni siquiera Penélope. Siempre había faltado algo en la mirada de su mujer. En sus caricias.
Su corazón, comprendió con un sobresalto. Grace estaba en lo cierto. Era muy diferente cuando el corazón de una persona no estaba involucrado. Era algo muy sutil, pero siempre había percibido la indiferencia en las caricias de Penélope y el vacío en sus palabras… y eso le había llegado hasta lo más profundo de su denigrada alma.
De repente, Cupido se materializó junto a Selena y miró a Julian con cierto embarazo.
—Se me olvidó una cosa.
Julian dejó escapar un suspiro largo y exasperado.
—Me da la sensación de que siempre os olvidáis de algo que, por regla general, es lo más importante. ¿Qué se te ha olvidado en esta ocasión?
Cupido no fue capaz de enfrentar la mirada de su hermano.
—Como muy bien sabes, estás condenado a sentirte obligado a… digamos… complacer a la mujer que te invoca.
Julian miró a Grace y su miembro se endureció al instante.
—Soy muy consciente de ese hecho.
—Pero ¿eres consciente de que con cada día que pases sin poseerla tu cordura irá desapareciendo? Para cuando el mes llegue a su fin, te habrás convertido en un maníaco desesperado por la falta de sexo y solo lograrás curarte si cedes a esa ansia. Si no lo haces, hermano, sufrirás una agonía tan dolorosa que a su lado el castigo de Prometeo parecerá una estancia en los Campos Elíseos.
Selena se quedó boquiabierta.
—¿Prometeo no es el dios que supuestamente entregó el fuego a la humanidad? —preguntó Grace.
—Sí —respondió Cupido.
Grace lanzó una mirada nerviosa a Julian.
—¿El que fue encadenado a una roca y condenado a que todos los días un águila se comiese sus entrañas?
—Y a recuperarse cada noche para que el ave pudiera seguir comiendo al día siguiente —concluyó Julian.
Desde luego, los dioses sabían cómo castigar a aquellos que los ofendían.
Una ira amarga se extendió por sus venas mientras fulminaba a su hermano con la mirada.
—Os odio.
Cupido asintió.
—Lo sé. Ojalá no hubiese hecho nunca lo que me pediste. Lo siento mucho. Lo creas o no, mamá y yo estamos muy arrepentidos.
Sumido en un torbellino de emociones, Julian no fue capaz de decir nada y dejó que la desesperación lo inundara. En ese momento, vio el rostro de Penélope en su mente y dio un respingo.
Aceptaba que su propia familia lo castigara, pero jamás debieron ir tras aquellos que eran inocentes.
Cupido depositó una cajita en la mesa, delante él.
—Si quieres seguir aferrándote a la esperanza de ser libre, es más que probable que necesites esto.
—Cuídate de los regalos de los dioses —dijo Julian con acritud antes de abrir la caja para descubrir dos pares de grilletes de plata y un juego de diminutas llaves que descansaban sobre un lecho de satén azul oscuro. Al instante reconoció el intrincado estilo de su padrastro.
—¿Hefesto?
Su hermano hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ni siquiera Zeus puede romperlas. Cuando sientas que pierdes el control, te aconsejo que te encadenes a algo realmente sólido y que… —Hizo una pausa para mirar a Grace con cara de pocos amigos—, la mantengas alejada.
Julian respiró hondo. De haber podido, se habría reído ante semejante ironía. En cada una de las invocaciones acababa encadenado a algo, ya fuera de un modo u otro.
—Esto es inhumano —murmuró Grace.
Cupido le dedicó una torva mirada.
—Nena, hazme caso: si no lo encadenas, lo lamentarás.
—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó Julian a su hermano.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Depende mucho de ti y del autocontrol que poseas —refunfuñó Cupido—. Claro que, conociéndote, es bastante posible que salgas de esto sin necesidad de utilizarlas.
Julian cerró la caja. Era un hombre fuerte, pero no podía mostrarse tan optimista como su hermano. Su optimismo había sufrido una muerte lenta y dolorosa mucho tiempo atrás.
Eros le dio unas palmaditas en la espalda.
—Buena suerte.
Julian no dijo nada cuando su hermano se fue. No dejó de observar la caja mientras las palabras de Cupido resonaban en su cabeza. Si algo había aprendido a lo largo de los siglos, era a dejar que las Moiras se salieran con la suya.
Era una estupidez pensar siquiera que tenía una oportunidad de ser libre. Ese era su destino y debía aceptarlo. Era un esclavo, y un esclavo seguiría siendo.
—¿Julian? —dijo Grace—. ¿Qué te pasa?
—No podemos hacerlo. Llévame a casa, Grace. Llévame a casa y deja que te haga el amor. Vamos a olvidarlo todo antes de que alguien, que sin lugar a dudas serás tú, salga herido.
—Pero esta es tu oportunidad de ser libre. Es posible que sea la única que se te presente. ¿Has sido convocado antes por alguna mujer que llevara el nombre de Alejandro?
—No.
—En ese caso, tenemos que hacerlo.
—No lo entiendes —le dijo entre dientes—. Si lo que Eros dice es cierto, para cuando llegue la última noche no seré la misma persona.
—¿Y quién serás?
—Un monstruo.
Grace lo miró con escepticismo.
—No creo que pudieras convertirte en un monstruo.
Él le dedicó una mirada furiosa.
—No tienes ni idea de lo que soy capaz de hacer. Cuando la locura de los dioses se cierne sobre alguien, esa persona está más allá de cualquier tipo de ayuda. De cualquier esperanza. —Se le hizo un nudo en el estómago—. No deberías haberme invocado, Grace. —Extendió el brazo para coger su vaso.
—¿Te has parado a pensar que quizá todo esto estuviera predestinado? —le preguntó ella de repente—. Tal vez te invoqué porque estaba escrito que yo te liberara.
Julian miró a Selena, que seguía al otro lado de la mesa.
—Me convocaste porque Selena te engañó. Lo único que tu amiga quería era que disfrutaras de unas cuantas noches placenteras que te ayudaran a superar el pasado para que estuvieras en condiciones de buscar un hombre decente sin temer que pudiera hacerte daño.
—Pero es posible que…
—No hay peros que valgan, Grace. No estaba predestinado.
La mirada de Grace se posó sobre la muñeca del hombre. Extendió el brazo y acarició los caracteres griegos que ascendían desde la muñeca hasta la mitad del antebrazo.
—¡Qué bonito! —exclamó—. ¿Es un tatuaje?
—No.
—¿Y qué es? —insistió ella.
—Príapo lo grabó a fuego —respondió él, sin llegar a responder.
Selena se incorporó un poco y le echó un vistazo.
—Dice: «Maldito seas por toda la eternidad y más allá».
Grace colocó la palma de la mano sobre la inscripción y miró a Julian a los ojos.
—No puedo imaginar lo que has debido de sufrir durante todo este tiempo. Y tampoco puedo entender por qué tu propio hermano te hizo algo así.
—Como dijo Cupido, sabía muy bien que no debía tocar a una de las vírgenes de Príapo.
—En ese caso, ¿por qué lo hiciste?
—Porque fui un estúpido.
Grace rechinó los dientes y reprimió el deseo de estrangularlo. ¿Por qué nunca contestaba sus preguntas?
—¿Y qué te hizo…?
—No me apetece hablar del tema —masculló Julian.
Ella le soltó el brazo.
—¿Alguna vez has dejado que alguien se acerque a ti, Julian? Apostaría cualquier cosa a que siempre has sido uno de esos tipos que no descubren su corazón ante nadie. Uno de esos que preferirían que les cortasen la lengua antes de que alguien descubriera que no son seres insensibles. ¿Te comportaste así con Penélope?
Julian apartó la mirada cuando los recuerdos comenzaron a inundarlo.
Recuerdos de una infancia plagada de hambre y privaciones.
Recuerdos de noches agónicas deseando…
—Sí —respondió de forma sucinta—. Siempre estuve solo.
Grace lo sentía por él, pero no podía permitir que Julian se rindiera.
De un modo u otro, encontraría la manera de llegar hasta su corazón. Encontraría la forma de animarlo a que intentara romper la maldición.
A buen seguro, debía de haber algún modo de hacerlo luchar.
Y Grace juró que lo hallaría.