La mañana pareció transcurrir muy lentamente mientras Grace atendía la habitual ronda de citas. Por mucho que intentara concentrarse en sus pacientes y sus problemas, no lo lograba.
Una y otra vez, su mente volvía a recordar una piel tostada por el sol y unos ardientes ojos azules.
Y una sonrisa…
Cómo desearía que Julian no le hubiese sonreído jamás. Esa sonrisa podía muy bien ser su perdición.
—… y entonces le dije: «Mira, Dave, si quieres ponerte mi ropa, de acuerdo. Pero no toques mis vestidos de diseño, porque cuando veo que te quedan mejor que a mí me entran ganas de donarlos al Ejército de Salvación». ¿Hice bien, doctora?
Grace levantó la vista del cuadernillo en el que estaba garabateando monigotes con lanzas en ristre.
—¿Qué decías, Rachel? —le preguntó a la paciente, que estaba sentada en un sillón frente a ella.
La mujer era una fotógrafa que vestía con mucha elegancia.
—¿Estuvo bien lo de decirle a Dave que no se pusiera mi ropa? Lo que quiero decir es que, joder, no sienta muy bien que a tu novio le quede tu ropa mejor que a ti, ¿no?
Grace asintió.
—Por supuesto. Es tu ropa y no tendrías por qué verte obligada a guardarla bajo llave.
—¿Lo ve? ¡Lo sabía! Eso fue lo que le dije. Pero ¿acaso me escuchó? No. Él puede llamarse Davida siempre que quiera y decirme que es una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre; pero en el fondo, me presta tanta atención como lo hacía mi ex marido. Le juro que…
Grace miró el reloj con disimulo… otra vez. Casi había acabado su tiempo con Rachel.
—Mira, Rachel —le dijo, interrumpiéndola antes de que pudiese comenzar su consabida arenga sobre los hombres y sus irritantes costumbres—, puede que debamos dejar el tema para el lunes, cuando tengamos la sesión conjunta con Dave, ¿no crees?
Rachel asintió.
—Estupendo. Pero recuérdeme el lunes que tengo que hablarle sobre Chico.
—¿Chico?
—El chihuahua que vive en el apartamento de al lado. Juraría que ese perro me ha echado el ojo.
Grace frunció el ceño. Era imposible que Rachel insinuara lo que ella acababa de entender.
—¿El ojo?
—Como lo oye, el ojo. Puede que parezca un chucho, pero ese perro solo piensa en el sexo. Cada vez que paso a su lado, me mira por debajo de la falda. Y no se imagina lo que hace con mis zapatillas de deporte. Ese perro es un pervertido.
—De acuerdo —contestó Grace, cortándola de nuevo. Empezaba a sospechar que no había nada que pudiera hacer por Rachel y su empeño en que todos los especímenes masculinos se morían por poseerla—. No te preocupes, nos ocuparemos de desentrañar el enamoramiento que ese chihuahua siente por ti.
—Gracias, doctora. Es usted la mejor. —Rachel recogió su bolso del suelo y se encaminó hacia la puerta.
Grace se frotó la frente mientras las palabras de Rachel resonaban en su cabeza. ¿Un chihuahua? ¡Dios Santo!
Pobre Rachel. Tenía que haber algún modo de ayudar a esa desdichada mujer.
Aunque, bien pensado, era preferible tener un chihuahua lanzando miradas lujuriosas a tu falda que un esclavo griego.
—Ay, Lanie —murmuró—. ¿Por qué dejo que me metas en estos líos?
Antes de que pudiera analizar ese pensamiento en profundidad, sonó el zumbido del intercomunicador.
—¿Sí, Lisa?
—Su cita de las once ha sido cancelada y durante su cita con la señorita Thibideaux su amiga Selena Laurens ha llamado doscientas veces, y le aseguro que no estoy exagerando lo más mínimo. Ha dejado una cantidad impresionante de mensajes urgentes para que la llame al móvil tan pronto como sea posible.
—Gracias, Lisa.
Tras coger el teléfono, Grace marcó el número de Selena.
—¡Gracias a Dios! —exclamó su amiga antes de que Grace pudiese pronunciar palabra—. Mueve el culo hasta aquí y llévate a tu novio a tu casa. ¡Ahora mismo!
—No es mi novio, es tu…
—¡Vaya! ¿Quieres saber lo que es? —le preguntó Selena con un tono histérico—. Es un puto imán de estrógenos, eso es lo que es. En este mismo momento estoy rodeada por una multitud de mujeres. Sunshine está encantada, claro, porque está vendiendo más cerámica de la que ha vendido en toda su vida. He intentado llevar a Julian de vuelta a tu casa esta mañana, pero no he podido abrir un huequecito entre semejante muchedumbre. Te lo juro, cualquiera que lo viera pensaría que hay un famoso. No he visto algo parecido en toda mi vida. Y ahora, ¡mueve el culo y ven a ayudarme!
La línea se quedó muda.
Grace maldijo su suerte antes de pedirle a Lisa a través del intercomunicador que cancelara todas las citas pendientes para el resto del día.
Tan pronto como Grace llegó a la plaza, entendió lo que Selena había querido decirle. Habría unas veinte mujeres alrededor de Julian, y unas cuantas docenas más se quedaban boquiabiertas al pasar junto al puestecillo.
Las que estaban más cerca de él se empujaban y se daban codazos con el fin de llamar su atención.
No obstante, lo más increíble de todo fue ver a tres mujeres que no le quitaban las manos de encima mientras una cuarta les hacía una foto.
—Gracias —ronroneó una de ellas, cuya edad rondaría los treinta y cinco, dirigiéndose a Julian antes de arrebatarle la cámara a la chica que acababa de hacer la instantánea.
Acto seguido, sujetó la cámara delante del pecho en un intento por atraer la atención de Julian, pero él no pareció interesado en lo más mínimo.
—Esto es algo maravilloso —continuó barboteando—. Estoy impaciente por llegar a casa y enseñársela a mi grupo de lectura. Jamás me creerán cuando les cuente que me he encontrado con un modelo de portada de novela romántica en el Barrio Francés.
Algo en la postura rígida de Julian le indicó a Grace que no le gustaba la atención que despertaba. Sin embargo, el hecho de que no se comportara de forma abiertamente grosera era un punto a su favor.
De cualquier modo, esa sonrisa no le llegaba a los ojos y no se parecía en nada a la que le había dedicado a ella la noche anterior.
—Ha sido un placer —les dijo.
Las risitas que siguieron al comentario fueron ensordecedoras. Grace agitó la cabeza con incredulidad. ¡Chicas, un poco de dignidad!, pensó.
Pese a todo, teniendo en cuenta el rostro de Julian, su cuerpo y su sonrisa, debía reconocer que cada vez que él la miraba también se sentía un poco ligera de cascos.
Así pues, ¿cómo podía culparlas por comportarse como adolescentes a la puerta de un concierto en un centro comercial?
De repente, Julian miró más allá de la marea de admiradoras en ebullición hormonal y la vio. Grace enarcó una ceja para indicarle que encontraba la situación bastante divertida.
Al instante, la sonrisa se desvaneció de su rostro y clavó los ojos en ella como un hambriento depredador que acabara de encontrar su próxima comida.
—Si me disculpan —dijo al tiempo que se abría paso entre las mujeres para dirigirse hacia Grace.
Ella tragó saliva al percibir la inmediata hostilidad de las mujeres, que fruncieron el ceño en masa al mirarla.
Sin embargo, lo peor de todo fue el repentino y visceral arrebato de deseo que se adueñó de ella e hizo que su corazón comenzara a latir descontrolado. Con cada paso que daba Julian, la sensación se multiplicaba por diez.
—Bienvenida, agapimeni —la saludó Julian antes de cogerle la mano para depositar un beso en sus nudillos.
Grace sintió una ardiente descarga eléctrica en la espalda y, antes de que pudiera moverse, Julian la estrechó entre sus brazos para darle un beso apasionado y devastador.
Ella cerró los ojos de forma instintiva y saboreó la calidez de su boca, de su aliento; la sensación de esos brazos que la atrapaban con fuerza contra su pecho, duro como una roca. Comenzó a darle vueltas la cabeza.
¡Por el amor de Dios, ese hombre sí que sabía besar! No había forma de explicar lo que ese hombre le hacía con los labios.
Y su cuerpo… Grace nunca había sentido nada parecido a esos músculos duros y firmes que se flexionaban a su alrededor.
Una de las admiradoras susurró un «¡Lagarta!» apenas audible que rompió el hechizo.
—Julian, por favor —murmuró—. Nos están mirando.
—¿Crees que me importa?
—¡Pues a mí sí!
Julian emitió un gruñido y separó sus labios de los de Grace antes de volver a dejarla sobre el suelo. Fue en ese momento cuando ella comprendió que se había apoyado en él con todo su peso y que el hombre la había levantado sin esfuerzo alguno.
Colorada como un tomate, Grace fue consciente de las miradas envidiosas de las mujeres mientras estas se dispersaban de mala gana.
Con el descontento y la renuencia reflejados en el rostro, Julian la soltó y dio un paso hacia atrás.
—Por fin —dijo Selena con un suspiro—. Ahora casi puedo oír con normalidad. —Sacudió la cabeza—. De haber sabido que algo así iba a funcionar, yo misma lo habría besado.
Grace la miró con una sonrisa burlona.
—Bueno, tú tienes la culpa de todo.
—¿Y se puede saber por qué? —le preguntó Selena.
Grace señaló la ropa de Julian con un gesto de la mano.
—Mira cómo va vestido. No puedes mostrar en público a un dios griego que lleva tan solo unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes dos tallas más pequeña de la que necesita. ¡Por el amor de Dios, Selena! ¿En qué estabas pensando?
—Pues en que estamos a 38 grados y hay una humedad del 110 por ciento. No quería que muriera de un golpe de calor.
—Señoras, por favor —dijo Julian, que se interpuso entre ellas—. Hace demasiado calor para ponerse a discutir en plena calle sobre algo tan trivial como mi ropa. —Recorrió el cuerpo de Grace con una mirada hambrienta y sonrió de un modo que habría derretido a cualquier mujer—. Y no soy un dios griego, solo soy un semidiós menor.
Grace no entendió una palabra de lo que Julian había dicho porque el sonido de su voz la había dejado cautivada. ¿Cómo lo conseguía? ¿Cómo le daba a su voz ese tono tan erótico?
¿Sería su timbre profundo?
No, era algo más; pero que la colgasen si entendía qué podía ser.
En realidad, lo único que quería era encontrar una cama y dejar que Julian le hiciese todo lo que se le antojara. Sentir su apetitosa piel bajo las manos.
Grace se fijó en Selena y vio la forma en que su amiga se comía con los ojos las piernas desnudas y el trasero de Julian.
—Tú también lo sientes, ¿verdad? —le preguntó.
Selena alzó la mirada y parpadeó.
—¿El qué?
—El magnetismo. Es como si él fuera el Flautista de Hamelín y nosotras fuéramos las ratas, seducidas por su música. —Grace se dio la vuelta y observó el modo en que las mujeres lo miraban; algunas incluso estiraban el cuello para verlo mejor—. ¿Qué es lo que tiene que nos hace olvidar nuestra voluntad? —preguntó.
Julian arqueó una ceja con un gesto arrogante.
—¿Yo te atraigo en contra de tu voluntad?
—Para serte sincera, sí. No me gusta sentirme de este modo.
—¿Y cómo te sientes? —le preguntó él.
—Sexy —le contestó antes de pensarlo dos veces.
—¿Como si fueras una diosa? —preguntó él de nuevo con voz ronca.
—Sí —respondió sin más cuando Julian se acercó a ella.
No la tocó, aunque tampoco hizo falta. Su mera presencia la abrumaba. Y consiguió que la cabeza comenzara a darle vueltas con solo clavar esa magnética mirada en sus labios y después en su cuello. Grace habría podido jurar que sentía el calor de la boca de Julian enterrada en el hueco de su garganta.
Y él ni siquiera se había movido.
—Yo puedo decirte de qué se trata —ronroneó Julian.
—Es la maldición, ¿verdad?
El hombre negó con la cabeza al tiempo que alzaba una mano para pasarle el dedo muy lentamente por el pómulo. Grace cerró los ojos con fuerza al sentir que la consumía una feroz oleada de deseo. Le estaba costando la misma vida no girar la cabeza para atrapar ese dedo con los dientes.
Julian se inclinó un poco más para frotar su mejilla contra la de ella.
—Se trata del hecho de que yo aprecio en ti cosas que los hombres de tu época ni siquiera ven.
—Se trata del hecho de que tienes el gluteus traserus más firme que he visto en mi vida —intervino Sunshine—. Por no mencionar una voz y un acento que son para morirse. Me gustaría que alguna de vosotras dos me dijera dónde puedo conseguir uno así.
Grace estalló en carcajadas ante el inesperado comentario de Sunshine.
Julian, a quien no le habían hecho ni pizca de gracia las palabras de la chica, se dio la vuelta para mirarla.
—Míralo —dijo Sunshine al tiempo que señalaba a Julian con el lápiz. Tenía la mano manchada de pintura gris, al igual que la mejilla derecha—. ¿Cuándo fue la última vez que te topaste con un hombre con unos músculos tan tonificados que se puede ver cómo la sangre corre por sus venas? Tu novio es… a ver… está bueno. Está buenísimo. —Y después añadió con una expresión muy seria—: Está como un camión.
Sunshine giró un poco su cuaderno con el fin de que Grace pudiera ver el boceto de Julian que había dibujado.
—¿Te das cuenta del modo en que la luz resalta el tono dorado de su piel? Da la sensación de que el sol lo besara de verdad.
Grace frunció el ceño. Sunshine tenía razón.
Cuando Julian se inclinó hacia ella, sus ojos reflejaban una pasión abrasadora.
—Vuelve a casa conmigo, Grace —le susurró al oído—. Ahora. Deja que te abrace, que te desnude y que te enseñe cómo quieren los dioses que un hombre ame a una mujer. Te juro que lo recordarás durante toda la eternidad.
Grace cerró los ojos cuando el aroma a sándalo invadió sus sentidos. El aliento de Julian le acariciaba el cuello y su rostro estaba tan cerca que podía sentir los incipientes pelos de su barba rozándole la mejilla.
Todo su cuerpo quería rendirse ante él. Sí, por favor, sí, le suplicaba.
Bajó la mirada hasta el hombro masculino. Hasta la superficie esculpida de sus músculos. Hasta el hueco de su garganta. Dios, se moría por pasar la lengua sobre esa piel dorada. Por comprobar si el resto de su cuerpo era tan delicioso como su boca.
Julian sería espléndido en la cama. Sin lugar a dudas.
Sin embargo, ella no significaba nada para él. Nada en absoluto.
—No puedo —susurró al tiempo que daba un paso atrás.
La decepción asomó a los ojos del hombre. Al instante su semblante se tornó duro y resuelto.
—Podrás —le aseguró.
En el fondo, Grace sabía que Julian tenía razón. ¿Cuánto tiempo sería capaz una mujer de resistirse a un hombre como él?
Alejando esos pensamientos de la mente, Grace miró al otro lado de la calle, al centro comercial Jackson Brewery.
—Deberíamos ir a comprar algo que sea de tu talla.
—¿Qué querías que hiciera? Le saca una cabeza a Bill y es dos veces más ancho de hombros —afirmó Selena—. Por si no lo recuerdas, fue a ti a quien se le ocurrió la brillante idea de que lo trajera conmigo.
Grace le hizo un gesto burlón con la cara.
—De acuerdo. Estaremos en Brewery, por si nos necesitas.
—Muy bien, pero tened cuidado.
—¿Que tengamos cuidado? —preguntó Grace.
Selena señaló a Julian con el pulgar.
—Si hay una estampida de mujeres, hazme caso y apártate de su camino. Desde que se fue el último grupo de admiradoras no siento el pie derecho.
Grace se alejó entre carcajadas. Sabía que Julian iría tras ella. De hecho, lo sentía justo a sus espaldas. Su presencia era incuestionable; tenía una forma de lo más desagradable de invadir todos y cada uno de sus pensamientos y sus sentidos.
Ninguno de los dos dijo una palabra mientras atravesaban la atestada calle y entraban en la primera tienda. Grace echó un vistazo a su alrededor en busca de la sección de ropa masculina. Cuando la localizó, se dirigió hacia allí.
—¿Qué estilo de ropa te gusta más? —le preguntó a Julian al tiempo que se detenía junto al expositor de los vaqueros.
—Para lo que tengo en mente, el nudismo es lo que mejor funciona.
Grace puso los ojos en blanco.
—Tratas de escandalizarme, ¿verdad?
—Tal vez. Debo admitir que me gustas mucho cuando te sonrojas.
Y se acercó a ella.
Grace se apartó y dejó que el mostrador de los vaqueros se interpusiera entre ellos.
—Creo que necesitarás por lo menos tres pares de pantalones mientras estés aquí.
Él suspiró y miró los vaqueros con detenimiento.
—No te molestes, me iré dentro de unas semanas.
Grace lo miró echando chispas por los ojos.
—¡Por el amor de Dios, Julian! —exclamó, indignada—. Te comportas como si nadie se hubiera preocupado de vestirte en tus anteriores invocaciones.
—No lo hicieron.
Grace se quedó helada al notar el tono hueco y desapasionado de su voz.
—¿Me estás diciendo que en los últimos dos mil años nadie se ha molestado en darte algo de ropa?
—Solo en dos ocasiones —respondió con el mismo tono apagado—. Una vez, durante una ventisca en la Inglaterra de la Regencia, una de mis invocadoras me puso un camisón rosa de volantes antes de sacarme al balcón para que su marido no me encontrara en la cama. La segunda vez fue demasiado bochornosa para contártela.
—No tiene gracia. No me cabe en la cabeza que una mujer pueda mantener a un hombre a su lado durante todo un mes sin ponerle algo de ropa.
—Mírame, Grace —le dijo al tiempo que extendía los brazos para que contemplara su musculoso y apetecible cuerpo—. Soy un esclavo sexual. Antes de que tú llegaras, a nadie se le había ocurrido que necesitara ropa para cumplir con mis obligaciones.
La pasión que se leía en la mirada de Julian la dejó en un estado de trance, pero lo que la conmovió de veras fue el dolor que se reflejaba en esas profundidades azules y que él intentaba ocultar. Un dolor que le llegó al alma.
—Te lo aseguro —prosiguió él en voz baja—, una vez que me tenían dentro, hacían cualquier cosa por mantenerme allí. En la Edad Media, una de las invocadoras llegó a atrancar la puerta de su habitación y le dijo a todo el mundo que tenía la peste.
Horrorizada por semejantes palabras, Grace apartó la mirada. Lo que estaba describiendo era increíble, si bien la expresión de su rostro le decía que no exageraba ni un ápice.
No quería ni imaginarse las degradaciones que Julian debía de haber sufrido a lo largo de los siglos. Por todos los santos, la gente trataba a los animales mejor de lo que lo habían tratado a él.
—¿Te invocaban y ninguna de ellas conversaba contigo ni te daba ropa?
—La fantasía de todo hombre, ¿no es cierto? Tener a un millón de mujeres dispuestas a arrojarse a tus brazos, sin buscar compromisos ni promesas. Sin buscar otra cosa que tu cuerpo y las pocas semanas de placer que puedes proporcionarles. —El tono ligero no consiguió ocultar la amargura que lo invadía.
Tal vez esa fuese la fantasía de cualquier hombre, pero estaba claro que no era la de Julian.
—Bueno —dijo Grace, volviendo a los vaqueros—, yo no soy así y vas a necesitar ropa para cuando te lleve a sitios públicos.
La ira restalló de forma tan amenazadora en los ojos de Julian que ella dio un involuntario paso hacia atrás.
—No me maldijeron para ser mostrado en público, Grace. Estoy aquí para servirte a ti y solo a ti.
Qué bien sonaba eso. De cualquier modo, no iba a darse por vencida. No podría utilizar a un ser humano de la forma que Julian describía. Estaba mal, y no sería capaz de volver a mirarse en el espejo si le hiciera algo así.
—Me da igual —dijo de forma decidida—. Quiero que salgas conmigo y vas a necesitar ropa. —Comenzó a mirar las tallas de los pantalones.
Julian guardó silencio.
Grace levantó la vista y descubrió que tenía una mirada sombría y furiosa.
—¿Qué?
—¿Qué de qué? —replicó él.
—Nada. Vamos a ver cuál de estos te queda mejor. —Cogió unos cuantos vaqueros de diferentes tallas y se los ofreció.
Por el modo en que Julian reaccionó, cualquiera habría pensado que le estaba dando una mierda de perro.
Sin hacer caso de su expresión horrorizada, Grace lo empujó hacia los probadores y cerró con fuerza la puerta de uno de los compartimientos en cuanto él estuvo dentro.
Julian entró al estrecho probador y se vio asaltado de modo simultáneo por tres frentes enemigos.
En primer lugar, las reducidas dimensiones del lugar, que le provocaron un terror incontrolable. Durante un minuto apenas pudo respirar mientras luchaba contra el irrefrenable deseo de huir del estrecho y reducido habitáculo. No podía hacer un solo movimiento sin darse un golpe con la puerta o con los espejos.
En segundo lugar, y aún peor que la claustrofobia, fue ver su rostro reflejado en el espejo. Hacía siglos que no contemplaba su reflejo. El hombre que tenía delante se parecía tanto a su padre que le entraron ganas de hacer añicos el cristal. Ambos tenían los mismos rasgos marcados, la misma mirada despectiva. Lo único que no compartían era la profunda e irregular cicatriz que atravesaba la mejilla izquierda de su progenitor.
Y, en tercer y último lugar, pudo ver por primera vez en incontables siglos las tres finas trenzas que lo identificaban como general y que le caían sobre el hombro.
Alzó una temblorosa mano y las tocó mientras hacía algo que no había hecho en mucho tiempo: recordar el día que se ganó el derecho a llevarlas.
Durante la batalla de Tebas, el general que estaba al mando de su tropa fue abatido y el ejército macedonio comenzó a replegarse aterrorizado. Él agarró la espada del general, reagrupó a sus hombres y los condujo a la victoria, aplastando a los romanos.
El día posterior a la lucha, la reina de Macedonia en persona le trenzó el cabello y le regaló las tres cuentas de cristal que sujetaban las trenzas en los extremos.
Julian encerró las bolitas en un puño.
Esas trenzas habían pertenecido al que una vez fuera un orgulloso y heroico general macedonio, líder de un ejército tan poderoso que había obligado a los romanos a huir con el rabo entre las piernas.
La imagen lo atormentaba.
Bajó la mirada hacia el anillo que llevaba en la mano derecha. Un anillo que llevaba allí tanto tiempo que ya ni siquiera lo notaba; hacía mucho que había olvidado su significado.
Las trenzas, sin embargo…
No había pensado en ellas desde hacía muchos, muchos siglos.
Al tocarlas en ese momento, recordó al hombre que había sido. Recordó los rostros de sus familiares. Recordó a la gente que una vez se había desvivido por atender sus necesidades. A aquellos que lo temían y lo respetaban.
Recordó una época en la que él mismo gobernaba su destino y el mundo conocido se extendía ante él para que lo conquistara.
Y en el presente no era más que…
Con un nudo en la garganta, cerró los ojos y se quitó las cuentas del extremo de las trenzas antes de comenzar a deshacerlas.
Mientras sus dedos se afanaban en deshacer la primera de ellas, miró los pantalones que había dejado caer al suelo.
¿Por qué Grace estaba haciendo eso por él? ¿Por qué se empeñaba en tratarle como a un ser humano?
Estaba tan acostumbrado a ser tratado como un objeto que la amabilidad de esa mujer le resultaba insoportable. El trato impersonal y frío que había mantenido con el resto de sus invocadoras lo había ayudado a tolerar la maldición, a no recordar quién y qué había sido tiempo atrás.
A no recordar lo que había perdido.
Había sido aquel trato lo que le había permitido concentrarse en el momento presente, en los placeres efímeros que tenía por delante.
Sin embargo, los seres humanos no vivían de ese modo. Tenían familias, amigos, un futuro y muchos sueños.
Esperanzas.
Cosas que hacía siglos que él había perdido. Cosas que jamás volvería a conocer.
—¡Maldito seas, Príapo! —murmuró mientras tironeaba con fuerza de la última trenza—. ¡Y maldito sea yo también!
Grace se quedó de una pieza cuando Julian salió por fin del probador vestido con unos vaqueros que parecían haber sido diseñados especialmente para él.
La ceñida camiseta de tirantes que Selena le había prestado acababa justo sobre la estrecha y musculosa cintura. La cinturilla del pantalón descansaba sobre las caderas, dejando a la vista una porción de ese vientre duro y plano, dividido en dos por la línea de vello oscuro que comenzaba bajo el ombligo y desaparecía bajo los vaqueros.
Grace se moría de ganas de acercarse a él y deslizar la mano por ese sugerente sendero para investigar hasta dónde llevaba. Recordaba demasiado bien la imagen de Julian desnudo delante de ella.
Tras respirar hondo a través de los dientes, tuvo que admitir que los vaqueros le sentaban de maravilla. Estaba mucho mejor que con los pantalones cortos… si es que eso era posible.
Sunshine estaba en lo cierto: ese hombre tenía el mejor culo que un vaquero hubiese tapado jamás, y en lo único que podía pensar era en pasar la mano por ese trasero y darle un buen apretón.
La vendedora y la clienta a la que esta atendía dejaron de hablar y observaron a Julian con la boca abierta.
—¿Me quedan bien? —le preguntó a Grace.
—¡No lo sabes tú bien, cariño! —le contestó Grace sin aliento, antes de poder contenerse.
Julian esbozó esa sonrisa suya que no le llegaba a los ojos.
Grace se colocó tras él con el fin de ver la talla del pantalón.
Desde luego que sí… ¡Un culo precioso!
Distraída por su bien formada retaguardia, le pasó los dedos por la espalda sin darse cuenta mientras cogía la etiqueta. Sintió que Julian se tensaba.
—¿Sabes? —dijo él, mirándola por encima del hombro—. Disfrutaríamos muchísimo más si ambos estuviésemos desnudos. Y en tu cama.
Grace escuchó el jadeo de sorpresa de la vendedora y la otra mujer. Con el rostro abochornado, se enderezó y lanzó una mirada furiosa a Julian.
—Está claro que tenemos que hablar acerca de cuáles son los comentarios que resultan apropiados en un lugar público.
—Si me llevaras a casa, no tendrías que preocuparte por eso.
Ese tipo era implacable.
Sacudiendo la cabeza con incredulidad, Grace cogió dos pares más de vaqueros, unas cuantas camisas, un cinturón, unas gafas de sol, calcetines, zapatos y varios boxers enormes y horrorosos. Ningún hombre estaría atractivo con esos calzoncillos, decidió. Y lo último que le hacía falta era que Julian resultase aún más apetecible.
Hizo que Julian se pusiera un polo, uno de los vaqueros y unas zapatillas deportivas antes de marcharse.
—Ahora pareces casi humano —bromeó Grace cuando dejaron atrás los probadores.
Julian le dedicó una mirada fría y letal.
—Solo por fuera —replicó en voz tan baja que ella no estuvo segura de haber escuchado bien.
—¿Qué has dicho? —le preguntó.
—Que solo soy humano por fuera —dijo él en voz más alta.
A Grace le dio un vuelco el corazón al atisbar la angustia en la mirada del hombre.
—Julian —comenzó a decir con tono de reproche—, eres humano.
Él apretó los labios y le contestó con una mirada sombría y cautelosa.
—¿En serio? ¿Tú crees que es humano vivir dos mil años? ¿Que solo te permitan caminar por el mundo unas cuantas semanas cada dos o tres siglos?
Echó un vistazo a su alrededor y vio que las mujeres lo miraban a hurtadillas entre los huecos de los estantes de ropa. Mujeres que se detenían por completo en cuanto le ponían la vista encima.
Hizo un amplio gesto con la mano, señalando el espectáculo que se desarrollaba a su alrededor.
—¿Has visto que hagan eso con alguien más? —El rostro de Julian adoptó una expresión dura y peligrosa antes de atravesarla con la mirada—. No, Grace, jamás he sido humano.
Con el deseo de reconfortarlo, ella extendió un brazo y le acarició la mejilla con la palma de la mano.
—Eres humano, Julian.
La duda que vio en los ojos del hombre le partió el corazón.
Sin saber muy bien qué hacer ni qué decir para que se sintiera mejor, dejó pasar el tema y se encaminó hacia la salida. Estaba a punto de llegar a la puerta cuanto se dio cuenta de que Julian no se encontraba con ella.
Se giró y lo localizó de inmediato. Se había desviado hasta la sección de lencería femenina y estaba de pie junto a un expositor del que colgaban unos minúsculos camisones de color negro. Grace volvió a ponerse como un tomate. Habría jurado que podía escuchar los lascivos pensamientos que pasaban por la mente masculina.
Sería mejor que fuese a toda prisa a buscarlo antes de que cualquiera de las mujeres se ofreciera como modelo. Se acercó con rapidez a él y se aclaró la garganta.
—¿Nos vamos?
Él la recorrió lentamente con la miradaza de arriba abajo y Grace supo que se la estaba imaginando con una de esas prendas de gasa.
—Estarías espectacular con esto.
Ella lo miró con escepticismo. Aquella cosa era tan fina que podría considerarse transparente. Al contrario de lo que le sucedía a Julian, su cuerpo no conseguía hacer que nadie volviera la cabeza… a menos que el susodicho estuviese muy desesperado. O que hubiese estado entre rejas un par de décadas.
—Espectacular no sé, pero congelada seguro.
—No durante mucho tiempo.
Grace contuvo la respiración al escuchar sus palabras; sabía que Julian decía la verdad.
—Eres muy malo.
—No, en la cama no. —Bajó la cabeza hacia la de Grace—. En realidad, en la cama soy muy…
—¡Os encontré!
Grace retrocedió de un salto al escuchar la voz de Selena.
Julian le dijo algo a su amiga en una lengua extraña que ella no logró entender.
—Conque esas tenemos… —replicó con tono acusador—. Grace no entiende el griego clásico. Se dedicó a dormir durante todo el semestre. —Selena la miró y chasqueó la lengua—. ¿Lo ves? Te dije que algún día te serviría para algo.
—Sí, claro… —dijo ella entre risas—. Como si en aquella época yo me pudiera haber imaginado que ibas a convocar a un esclavo sexual gri… —La voz de Grace se extinguió al caer en la cuenta de que Julian estaba presente.
Avergonzada, se mordió el labio.
—No pasa nada, Grace —la tranquilizó él en voz baja.
No obstante, ella sabía que el comentario lo había molestado. Era lógico.
—Sé lo que soy, Grace. La verdad no me ofende. En realidad, me ofende más que me llames «griego». Fui entrenado en Esparta y luché con el ejército macedonio. Solía evitar cualquier contacto con Grecia antes de ser maldecido.
Grace ladeó la cabeza al escuchar las palabras que Julian acababa de decir, o mejor dicho, las que no había dicho. No había hecho mención alguna a su infancia.
—¿Dónde naciste? —le preguntó.
En la mandíbula de Julian comenzó a palpitar un músculo y sus ojos se oscurecieron de forma siniestra. Cualquiera que hubiese sido el lugar de su nacimiento, no parecía agradarle demasiado.
—Muy bien, soy medio griego; pero prefiero olvidar esa parte de mi herencia.
De acuerdo. Tema espinoso. De ahora en adelante, Grace borraría la palabra «griego» de su vocabulario.
—Volviendo al asunto del camisón negro —dijo Selena—, debo decir que hay uno rojo por allí que creo que le quedaría mucho mejor.
—¡Selena! —masculló Grace.
Su amiga pasó de ella por completo y condujo a Julian al estante donde estaba colgada la lencería de color rojo. Selena cogió un picardías transparente abierto por la parte delantera, de tirantes finos y con un cordoncillo que se anudaba bajo el pecho. El conjuntito lo completaban unas braguitas abiertas en la parte inferior y un liguero de encaje del mismo tono.
—¿Qué te parece? —le preguntó Selena a Julian al tiempo que sostenía el conjunto frente a él.
El hombre lanzó a Grace una mirada especulativa.
Si continuaban con ese jueguecito, acabaría muerta de la vergüenza.
—¿Queréis dejar ya eso? —les preguntó—. No pienso ponérmelo.
—Voy a regalártelo de todas formas —dijo su amiga con voz resuelta—. Estoy casi segura de que Julian será capaz de convencerte de que te lo pongas.
El hombre observó a Selena con una chispa de diversión en los ojos.
—Preferiría convencerla de que se lo quitara.
Grace se cubrió la cara con las manos y dejó escapar un gemido.
—Acabará animándose —predijo Selena en tono conspirador.
—No lo haré —replicó Grace, aún oculta tras las manos.
—Sí que lo harás —concluyó Julian, mientras Selena iba a pagar el picardías.
Sus palabras estaban tan cargadas de arrogancia y seguridad en sí mismo que a Grace no le cupo ninguna duda de que ese hombre no estaba acostumbrado a que lo desafiaran.
—¿Te has equivocado alguna vez? —le preguntó.
El humor desapareció de la mirada de Julian al mismo tiempo que el velo volvía a caer sobre su semblante. Esa expresión vacía escondía algo, Grace estaba segura de ello. Algo muy doloroso, a juzgar por la repentina tensión de su cuerpo.
Julian no volvió a pronunciar una sola palabra hasta que Selena regresó y le tendió la bolsa.
—Por cierto —comentó su amiga—, estoy pensando en unas velas, música ambiental y…
—Selena —la interrumpió Grace—, te agradezco mucho lo que intentas hacer, pero en lugar de centrarnos en mí, ¿podemos ocuparnos de Julian por un minuto?
Selena lo miró de reojo.
—Claro, ¿le pasa algo?
—¿Sabes cómo sacarlo del libro? De forma permanente.
—No tengo ni la menor idea. —Se giró hacia Julian—. ¿Tú sabes algo al respecto?
—No he dejado de repetirle que es imposible.
Selena asintió con la cabeza.
—Es muy testaruda. Nunca presta atención a lo que se le dice, a menos que sea lo que ella quiere oír.
—Testaruda o no —replicó Grace dirigiéndose a Julian—, no entiendo por qué quieres permanecer encerrado en un libro.
Julian apartó la mirada.
—Grace, dale un respiro.
—Eso es lo que estoy intentando.
—Está bien —dijo Selena, cediendo finalmente—. A ver, Julian, ¿qué horrible pecado cometiste para acabar metido en un libro?
—Arrogancia.
—Vaya, vaya… —comentó Selena con tono fúnebre—. Ese es uno de los malos. Grace, puede que él tenga razón. En aquella época solían hacer cosas como despedazar a la gente tan solo por eso. Deberías haber prestado atención durante las clases de cultura clásica. Los dioses griegos son realmente despiadados en lo referente a los castigos.
Grace los miró con los ojos entrecerrados.
—Me niego a creer que no exista ningún modo de liberarlo. ¿No podemos destruir el libro, o convocar a uno de tus espíritus, o hacer algo para ayudarlo?
—¡Vaya! ¿Ahora crees en mi magia vudú?
—No mucho, la verdad. Pero te las arreglaste para traerlo hasta aquí. ¿No se te ocurre nada que nos ayude?
Selena se mordisqueó el pulgar con un gesto pensativo.
—Julian, ¿qué dios estaba a tu favor?
Él respiró hondo, como si estuviera harto de sus preguntas.
—En realidad, ninguno de ellos me apreciaba mucho. Como era un soldado, solía hacer sacrificios a Atenea, pero tenía más contacto con Eros.
Selena le dedicó una sonrisa traviesa.
—El dios del amor y el deseo; lo entiendo perfectamente.
—No es por las razones que piensas —contestó él con sequedad.
Selena hizo caso omiso a sus palabras.
—¿Has intentado alguna vez recurrir a Eros?
—No nos hablamos.
Grace puso los ojos en blanco ante el despreocupado sarcasmo de Julian.
—¿Por qué no intentas convocarlo? —sugirió Selena.
Grace la miró echando chispas por los ojos.
—Selena, ¿podrías hacer el favor de ser un poco más seria? Sé que me he burlado de tus creencias durante todos estos años, pero ahora estamos hablando de la vida de Julian.
—Estoy hablando muy en serio —replicó con énfasis—. Lo mejor para Julian sería invocar a Eros y pedirle ayuda.
¡Coño! ¿Por qué no?, pensó Grace. Hasta la noche anterior, jamás habría creído que alguien pudiera convocar a Julian. Quizá Selena tuviese razón.
—¿Lo intentarás? —preguntó Grace a Julian.
Él dejó escapar un suspiro de frustración, como si estuviera a punto de zarandearlas a las dos.
Con aspecto cabreado, echó la cabeza hacia atrás y mirando al techo dijo:
—Cupido, cabrón inútil, te invoco en tu forma humana.
Grace alzó las manos.
—¡Madre mía! No entiendo cómo no se aparece después de llamarlo de ese modo…
Selena se echó a reír.
—Muy bien —dijo Grace—. De todas formas, no me creo nada de este abracadabra. Vamos a dejar las bolsas en mi coche, a comer algo y a pensar en una opción más productiva que invocar al tal «Cupido, cabrón inútil». ¿Estáis de acuerdo?
—De acuerdo —contestó Selena.
Grace le dio a su amiga la bolsa con la ropa prestada.
—Aquí están las cosas de Bill.
Selena echó un vistazo al interior y frunció el ceño.
—¿Dónde está la camiseta blanca de tirantes?
—Luego te la doy.
Selena volvió a reírse.
Julian caminaba tras ellas, escuchando sus bromas mientras salían de la tienda.
Por fortuna, Grace había encontrado una plaza libre en el aparcamiento del Brewery.
Julian observó cómo dejaban las bolsas en el coche. Aunque le costara admitirlo, tenía que reconocer que le gustaba el hecho de que Grace estuviese tan interesada en ayudarlo.
Nadie lo había estado antes.
Había recorrido el camino de su existencia en solitario, con el único apoyo de su inteligencia y su fuerza como salvavidas. Ya estaba cansado de todo antes de ser maldecido. Cansado de la soledad, de no contar con nadie en este mundo ni en el otro que se preocupara por él.
Era una lástima no haber conocido a Grace antes de la maldición. Ella habría sido un buen bálsamo para su inquietud. Pero, a decir verdad, las mujeres de su época eran muy diferentes.
Grace lo veía como a un igual, mientras que las mujeres de su tiempo lo habían tratado como a una leyenda a la que debían temer o aplacar.
¿Qué tenía esa mujer que la hacía única? ¿Qué había en ella que la hacía capaz de ayudarlo cuando su propia familia le había dado la espalda?
No estaba muy seguro. Era una mujer especial, simple y llanamente. Un corazón puro en un mundo plagado de egoísmo. Nunca había creído posible encontrar a alguien como ella.
Incómodo por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, echó un vistazo a la multitud, que no parecía afectada en lo más mínimo por el opresivo calor reinante en esa extraña ciudad.
Sus oídos captaron la discusión que una pareja mantenía a unos metros de distancia. La mujer estaba enfadada porque su marido se había dejado algo atrás. Tenían un niño de unos tres o cuatro años que caminaba entre ambos. El trío se acercaba a la acera que había frente a Julian.
Sonrió al mirarlos. Le resultaba imposible recordar la última vez que había visto a una familia unida, inmersa en sus quehaceres. La imagen despertó una parte de él que apenas recordaba tener: el corazón. Se preguntó si esas personas sabrían apreciar el regalo que suponía tenerse los unos a los otros.
Mientras la pareja continuaba con la discusión, el niño se detuvo, distraído por algo situado al otro lado de la calle.
Julian contuvo el aliento cuando todos sus instintos le avisaron de lo que el niño estaba a punto de hacer.
Grace cerró el maletero del coche. Por el rabillo del ojo vio una mancha azul que se dirigía a la calle a toda carrera. Le llevó un segundo darse cuenta de que era Julian, que atravesaba como una exhalación el aparcamiento. Frunció el ceño con extrañeza y entonces vio al pequeñín que acababa de poner un pie en la calzada atestada de coches.
—¡Dios mío! —exclamó al escuchar el chirrido de los frenos.
—¡Steven! —gritó una mujer.
Con un movimiento propio de una película, Julian saltó el muro que separaba el aparcamiento de la calle y cogió al niño al vuelo. Tras protegerlo contra su pecho, se abalanzó sobre el guardabarros del coche que acababa de frenar, saltó de medio lado hasta el capó, se incorporó y volvió a saltar para bajarse del vehículo.
Aterrizaron a salvo en el carril contiguo un segundo antes de que otro coche colisionara con el primero y se abalanzara directamente sobre ellos.
Aterrada, Grace contempló cómo Julian se subía de un salto a la capota de un viejo Chevy, se deslizaba por ella hasta el parabrisas y se dejaba caer al suelo. Tras rodar unos cuantos metros, por fin se detuvo y permaneció inmóvil, tendido sobre un costado.
El caos invadió la calle, que se llenó de gritos y chillidos al tiempo que la multitud rodeaba el escenario del accidente.
Grace temblaba, presa del pánico, mientras se abría camino entre el gentío en un intento por llegar al lugar donde había caído Julian.
—Por favor, que esté bien. Por favor, que esté bien —murmuraba una y otra vez, suplicando que ambos hubieran sobrevivido al golpe.
Cuando logró atravesar la marea humana y llegó al lugar donde habían caído, vio que Julian no había soltado al niño. Aún lo tenía firmemente sujeto entre sus brazos.
Incapaz de creer lo que estaba viendo, se detuvo con el pulso desbocado.
¿Estaban vivos?
—No he visto nada igual en mi vida —comentó un hombre situado junto a ella.
Todo el mundo parecía opinar lo mismo.
Despacio y con mucho miedo, Grace se acercó a Julian cuando vio que empezaba a moverse.
—¿Estás bien? —escuchó que le preguntaba al niño.
El pequeño le contestó con un lastimero aullido.
Sin hacer caso del grito ensordecedor, Julian se puso en pie con cuidado y sin soltar al niño.
Pese al alivio que sintió al saber que estaban vivos, Grace no podía creer lo que veían sus ojos. ¿Cómo demonios podía moverse?
¿Cómo se las habría arreglado para mantener al niño en brazos?
Julian se tambaleó un poco, pero recuperó el equilibrio con rapidez sin dejar de sujetar al pequeño.
Grace lo ayudó poniéndole una mano en la espalda.
—No deberías haberte puesto en pie —le dijo cuando vio la sangre que le caía por el brazo izquierdo.
Él no pareció escucharla.
Sus ojos tenían una mirada extraña y sombría.
—Tranquilo, pequeñín —murmuró Julian mientras sostenía al niño en un brazo y le acunaba el rostro con la otra mano.
Comenzó a mover la parte superior del cuerpo y a mecer al pequeño del mismo modo reconfortante y seguro con que lo haría un padre. Con la mirada perdida, apoyó la mejilla sobre la coronilla del niño.
—Ya está —susurró—. Ahora estás a salvo.
Semejante actitud dejó atónita a Grace. Estaba claro que ese hombre había consolado a algún niño antes. Pero ¿cuándo habría estado un soldado griego cerca de un niño?
A menos que hubiera sido padre.
La mente de Grace comenzó a girar como un torbellino ante esa posibilidad, mientras Julian dejaba a la llorosa criatura en brazos de su madre, que sollozaba aún más fuerte que el niño.
¡Dios Santo! ¿Sería posible que Julian hubiese tenido hijos? Y si así fuera, ¿dónde estaban esos niños?
¿Qué les habría sucedido?
—Steven —gimoteó la mujer al tiempo que sostenía al niño contra el pecho—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te alejes de mi lado?
—¿Se encuentra bien? —le preguntaron al unísono el padre del niño y el conductor a Julian.
Con una mueca de dolor, Julian se pasó la mano por el bíceps del brazo izquierdo, como si estuviera comprobando su estado.
—Sí, no es nada —respondió, aunque Grace percibió la rigidez de su pierna izquierda, lugar donde le había golpeado el coche.
—Necesitas que te vea un médico —le dijo ella, justo cuando Selena se unía al grupo.
—Estoy bien, de verdad. —La tranquilizó con una débil sonrisa antes de bajar la voz de modo que solo ella pudiese escucharlo—. Pero he de decir que los carros hacían menos daño que los coches cuando chocabas con ellos.
A Grace le horrorizó su retorcido sentido del humor.
—¿Cómo puedes bromear con esto? Pensé que habías muerto.
Él se encogió de hombros.
Mientras el padre del niño le daba las gracias una y otra vez por haber salvado a su hijo, Grace echó un vistazo a la sangre que manaba justo por encima del codo de Julian. Un reguero de sangre que se evaporaba al instante, como si se tratara de algún raro efecto especial sacado de una película de ciencia ficción.
De pronto, Julian apoyó todo su peso sobre la pierna herida y el dolor que se reflejaba en su rostro desapareció.
Grace intercambió una atónita mirada con Selena, que también se había percatado de lo que acababa de suceder. ¿Qué coño había sido eso?
¿Era humano o no?
—Nunca podré agradecérselo lo suficiente —insistía el hombre—, creía que los dos habían muerto.
—Me alegro de haberlo visto a tiempo —susurró Julian.
Extendió la mano hacia la cabeza del niño. Estaba a punto de acariciar los rizos castaños del pequeño cuando se detuvo. Grace observó la lucha que las emociones mantenían en su rostro antes de que Julian recuperara su actitud estoica y retirara la mano.
Sin decir una palabra, comenzó a caminar hacia el aparcamiento.
—¿Julian? —lo llamó, apresurándose para darle alcance—. ¿De verdad estás bien?
—No te preocupes por mí, Grace. Mis huesos no se rompen y rara vez sangro. —En esa ocasión, su voz destilaba una inconfundible amargura—. Es un regalo de la maldición. Las Moiras prohibieron mi muerte para que no pudiera escapar a mi castigo.
Grace se encogió al ver la angustia que reflejaban sus ojos.
Sin embargo, no solo estaba interesada en el hecho de que hubiese sobrevivido. También quería preguntarle por el niño, por el modo en que lo había mirado, como si estuviera reviviendo una horrible pesadilla. No obstante, las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
—El héroe se merece una recompensa —dijo Selena cuando los alcanzó—. ¡Vamos a la Praline Factory!
—Selena, no creo que…
—¿Qué es eso? —preguntó él.
—El praliné es un dulce típico de Nueva Orleans. Ambrosía cajún —explicó Selena—. Algo que debería estar a tu altura.
En contra de las protestas de Grace, Selena los condujo al interior del centro comercial, hacia la escalera mecánica. Una vez allí, subió al primer escalón y se dio la vuelta para mirar a Julian, que subía tras ella.
—¿Cómo has conseguido saltar sobre el coche? ¡Ha sido increíble!
Julian se encogió de hombros.
—¡Vamos, hombre, no seas modesto! Te parecías a Keanu Reeves en Matrix. Gracie, ¿te fijaste en el movimiento que hizo?
—Sí, lo vi —contestó ella en voz baja al percibir lo incómodo que se sentía Julian con los halagos de Selena.
También se dio cuenta de la forma en que las mujeres lo miraban boquiabiertas.
Julian tenía razón. Aquello no era normal. Pero claro, ¿cuántas veces podía contemplarse a un hombre como él en carne y hueso? ¿Un hombre que exudara un atractivo sexual tan visceral?
Era un saco de feromonas andantes.
Y un héroe a partir de ese momento.
Aunque, por encima de todo, era un misterio para ella. Grace se moría por saber un montón de cosas sobre él. Y de un modo u otro, conseguiría averiguarlas durante el mes que tenían por delante.
Cuando llegaron a la Praline Factory, situada en el último piso, Grace compró dos pralinés de azúcar y nueces y una Coca-Cola.
Sin pensarlo dos veces, le ofreció uno de los dulces a Julian.
En lugar de cogerlo, él se inclinó y le dio un bocado mientras ella lo sostenía.
Saboreó el manjar de tal forma que la temperatura de Grace subió varios grados. Esos abrasadores ojos azules se clavaban en ella como si estuvieran deseando darse un festín con su cuerpo en lugar de hacerlo con el dulce.
—Tenías razón —dijo con esa voz ronca que le erizaba la piel—. Está delicioso.
—¡Vaya! —exclamó la vendedora desde el otro lado del mostrador—. Ese acento no es de por aquí cerca. Usted no es de la zona.
—No —contestó Julian—. No soy de aquí.
—¿Y de dónde es?
—De Macedonia.
—Eso está en California, ¿verdad? —preguntó la chica—. Tiene pinta de ser uno de esos surferos que se pasan el día en la playa.
Julian frunció el ceño.
—¿California?
—Es de Grecia —le explicó Selena a la chica.
—¡Ah! —exclamó ella.
Julian alzó una ceja a modo de reproche.
—Macedonia no es…
—Colega —dijo Selena, con los labios manchados de praliné—, por estos lares puedes considerarte afortunado si encuentras a alguien que conozca la diferencia.
Antes de que Grace pudiera responder a las bruscas palabras de Selena, Julian le colocó las manos en la cintura y la alzó para apoyarla sobre su pecho.
Acto seguido, se inclinó hacia delante y atrapó su labio inferior con los dientes para acariciarlo con la lengua.
A Grace comenzó a darle vueltas la cabeza al notar la ternura del abrazo.
Julian profundizó el beso un momento antes de soltarla y alejarse.
—Tenías azúcar en el labio inferior —le explicó con una diabólica sonrisa que hizo que sus hoyuelos aparecieran en todo su esplendor.
Grace parpadeó, asombrada al darse cuenta de lo mucho que la excitaban y la deprimían a la vez sus caricias.
—Podrías habérmelo dicho.
—Cierto, pero mi método ha sido mucho más divertido.
Grace no pudo rebatir ese argumento.
Se alejó de él sin pérdida de tiempo y trató de pasar por alto la sonrisa cómplice de Selena.
—¿Por qué me tienes tanto miedo? —le preguntó Julian de buenas a primeras en cuanto llegó a su lado.
—No te tengo miedo.
—¿No? Y entonces, ¿qué es lo que te asusta? Cada vez que me acerco a ti, te encoges de miedo.
—No me encojo de miedo —insistió Grace. Joder, ¿había eco o qué?
Julian estiró el brazo para pasárselo por la cintura. Ella se apartó con rapidez.
—Te has encogido —le dijo con tono mordaz justo cuando llegaban a la escalera mecánica.
A pesar de que Grace iba un escalón por debajo de Julian, él la rodeó con los brazos y apoyó la barbilla sobre su cabeza. Su presencia la rodeaba por completo, la envolvía y hacía que se sintiera extrañamente mareada y querida.
Estudió con detenimiento la fuerza que se apreciaba en esas manos morenas que se extendían sobre las suyas a la altura del cinturón. La forma en que se marcaban las venas, resaltando su poder y su belleza. Al igual que el resto de su cuerpo, sus manos y sus brazos eran maravillosos.
—Nunca has tenido un orgasmo, ¿verdad? —le susurró él al oído.
Grace se atragantó con el praliné.
—Este no es lugar para hablar de eso.
—He acertado, ¿verdad? —le preguntó—. Por eso…
—No es eso —lo interrumpió ella—. De hecho sí que he tenido algunos.
Vale, era una mentira. Pero él no tenía por qué saberlo.
—¿Con un hombre?
—¡Julian! —masculló—. ¿Qué os pasa a Selena y a ti que creéis tener libertad para discutir sobre mi vida privada en público?
Él inclinó aún más la cabeza, acercándola tanto a su cuello que Grace pudo sentir el roce de su aliento sobre la piel y oler su cálido y fresco aroma.
—¿Sabes una cosa, Grace? Puedo proporcionarte un placer tan intenso que ni siquiera podrías imaginártelo.
Grace se estremeció de la cabeza a los pies. No le costaba ningún esfuerzo creerlo.
Sería tan fácil dejar que le demostrara sus palabras…
Pero no podía. Estaría mal y, sin tener en cuenta lo que él dijese, se sentiría incómoda. Y en el fondo, sospechaba que él también.
Se echó hacia atrás lo justo para mirarlo a los ojos.
—¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no me interese tu propuesta?
Sus palabras lo dejaron perplejo.
—¿Y cómo es posible?
—Ya te lo he dicho: la próxima vez que me acueste con un hombre, quiero que estén involucradas otras partes de su cuerpo además de las obvias. Quiero tener su corazón.
Julian miró sus labios con ojos hambrientos.
—Te aseguro que no lo echarías de menos.
—Sí que lo haría.
El hombre dio un respingo y se apartó de ella como si lo hubiera abofeteado.
Grace sabía que acababa de tocar otro tema espinoso. Puesto que quería descubrir más cosas sobre él, se dio la vuelta y lo miró a los ojos.
—¿Por qué es tan importante para ti que me dé por vencida? ¿Te ocurrirá algo si no cumplo con mi parte?
Él dejó escapar una risotada amarga.
—Como si las cosas pudiesen empeorar más…
—En ese caso, ¿por qué no te dedicas a disfrutar del tiempo que pases conmigo sin pensar en… —bajó la voz— el sexo?
Los ojos de Julian llamearon.
—¿Disfrutar con qué? ¿Conociendo a personas cuyos rostros me perseguirán durante toda la eternidad? ¿Crees que me divierte mirar a mi alrededor sabiendo que en unos días me arrojarán de nuevo al agujero vacío y oscuro donde puedo oír, pero no puedo ver, saborear, sentir ni oler? ¿Donde mi estómago se retuerce constantemente de hambre y la garganta me arde por la sed que no puedo satisfacer? Tú eres lo único que me está permitido disfrutar. Y tienes toda la intención de negármelo.
Los ojos de Grace se llenaron de lágrimas. No quería hacerle daño. No era su intención.
No obstante, Paul había utilizado un truco similar para ganarse su compasión y llevársela a la cama. Y eso le había destrozado el corazón.
Tras la muerte de sus padres, Paul le había asegurado que la quería. Había estado junto a ella para consolarla y brindarle su apoyo. Y cuando finalmente confió en él por completo y le entregó su cuerpo, él le hizo tanto daño, fue tan cruel, que aún sentía un profundo dolor en el alma.
—Lo siento mucho, Julian. De verdad que sí. Pero no puedo hacerlo. —Bajó de la escalera mecánica y se encaminó hacia la salida del centro comercial.
—¿Por qué? —le preguntó Julian cuando Selena y él le dieron alcance.
¿Cómo podía explicárselo? Paul le había hecho tanto daño aquella noche… No había demostrado consideración alguna por sus sentimientos. Ella le pidió que se detuviera, pero él no lo hizo.
«Mira, se supone que la primera vez duele», le había dicho Paul. «¡Joder! Deja de llorar; acabaré en un minuto y podrás marcharte».
Para cuando Paul acabó, se sentía tan humillada y herida que se pasó días enteros llorando.
—¿Grace? —La voz de Julian se introdujo entre el torbellino de sus pensamientos—. ¿Qué te sucede?
Le costó la misma vida contener las lágrimas. Pero no lloraría. No en público. No así. No permitiría que nadie sintiera lástima por ella.
—No es nada —le contestó.
Impaciente por conseguir una bocanada de aire, aunque fuese más ardiente y espeso que un chorro de vapor a presión, Grace se dirigió a la salida lateral del Brewery que daba al Moonwalk. Julian y Selena la siguieron.
—Grace, ¿qué es lo que te ha hecho llorar? —le preguntó Julian.
—Paul —oyó que susurraba Selena.
Grace la fulminó con la mirada mientras se esforzaba por recuperar la calma. Con un suspiro entrecortado, miró a Julian.
—Ojalá pudiera meterme en la cama contigo sin más, pero no puedo. ¡No quiero que me utilicen de ese modo y tampoco quiero utilizarte! ¿Es que no lo entiendes?
Julian apartó los ojos de ella con la mandíbula tensa.
Grace siguió su mirada y vio que un grupo de seis rudos moteros se acercaba hasta ellos. La vestimenta de cuero debía de ser agobiante con esa temperatura, si bien ninguno de ellos parecía notarlo mientras se daban codazos y se reían a carcajadas.
En ese momento, Grace se fijó en la mujer que los acompañaba. Una mujer cuya forma de caminar, lenta y seductora, era el equivalente femenino al elegante y ágil paso de Julian. La chica también poseía esa belleza excepcional que solo se veía en las actrices y las modelos.
Alta y rubia, la mujer llevaba un escueto top de cuero y unos shorts cortísimos y ajustados que abrazaban una figura por la cual Grace sería capaz de asesinar.
La chica comenzó a aminorar el paso con el fin de quedarse rezagada tras los hombres mientras se deslizaba las gafas por el puente de la nariz para mirar fijamente a Julian.
Grace se encogió por dentro.
¡Dios Santo! Esto puede ponerse muy feo, pensó. Ninguno de los desaliñados y rudos moteros parecía pertenecer al tipo de hombre que tolera que su novia mire a otro tío. Y lo último que deseaba era una pelea en el Moonwalk.
Grace agarró la mano de Julian y tiró de él en dirección contraria.
No obstante, él se negó a moverse.
—¡Venga, Julian! —lo apremió con cierto nerviosismo—. Tenemos que volver al centro comercial.
A pesar de eso, siguió sin moverse.
Observaba a los moteros echando chispas por los ojos, como si quisiera asesinarlos. En un momento dado, antes de que Grace pudiera pestañear, se zafó de su mano y echó a correr hacia el grupo para agarrar a uno de ellos por la camisa.
Estupefacta, Grace observó cómo Julian asestaba al tipo un puñetazo en la mandíbula.