Grace hizo lo que cualquier mujer que se encontrara a un hombre desnudo en su sala de estar habría hecho: gritar.
Y después, salir corriendo hacia la puerta.
Lo malo fue que se olvidó de los cojines que habían amontonado en el suelo y que aún estaban allí. Se tropezó con unos cuantos y cayó de bruces.
¡No!, gritó para sus adentros antes de aterrizar de forma poco elegante y dolorosa. Tenía que hacer algo para protegerse.
Muerta de miedo y sin poder dejar de temblar, se abrió paso entre los cojines en busca de un arma. Al sentir algo duro bajo la mano, lo cogió, pero resultó ser una de sus zapatillas rosa con forma de conejo.
¡Joder! Vio la botella de vino por el rabillo del ojo y rodó hacia ella para cogerla antes de girarse con el fin de enfrentar al intruso.
Más rápido de lo que ella habría podido esperar, el hombre cerró sus cálidos dedos alrededor de su muñeca y la inmovilizó con mucho cuidado.
—¿Te has hecho daño? —le preguntó.
Santo Dios, su voz era profunda y masculina, con un melodioso y marcado acento que solo podía describirse como musical. Erótico. Y francamente estimulante.
Con todos los sentidos embotados, Grace miró hacia arriba y…
Bueno…
Para ser honestos, solo vio una cosa. Y lo que vio hizo que las mejillas le ardieran más que el gumbo cajún, uno de los platos picantes de Nueva Orleans. Después de todo, cómo no iba a verlo si estaba al alcance de su mano. Y además, con semejante tamaño.
Al momento, el tipo se arrodilló a su lado para apartarle con mucha ternura el pelo de los ojos. Le recorrió el cuero cabelludo con las manos en busca de alguna herida.
Grace se recreó con la visión de su pecho. Era incapaz de moverse ni de mirar otra cosa que no fuese aquella piel increíble. Luchó contra el impulso de soltar un gemido por la maravillosa sensación que le provocaban sus dedos entre el pelo. Le ardía todo el cuerpo.
—¿Te has golpeado la cabeza? —preguntó él.
De nuevo, ese magnífico y extraño acento que reverberaba a través de su cuerpo como una caricia cálida y relajante.
Grace examinó con detenimiento esa extensión de piel dorada por el sol, que parecía pedirle a gritos que extendiera la mano para acariciarla.
¡El tipo casi resplandecía!
Fascinada, deseó verle el rostro para comprobar por sí misma si era tan increíble como el resto de su cuerpo.
Cuando alzó la mirada más allá de los esculturales músculos de sus hombros, se quedó con la boca abierta. Y la botella de vino se deslizó entre sus adormecidos dedos.
¡Era él!
¡No! No podía ser.
Eso no podía estar sucediéndole a ella, y él no podía estar desnudo en su sala de estar con las manos enterradas en su pelo. Ese tipo de cosas no sucedían en la vida real. Sobre todo a las personas normales como ella.
Pero aun así…
—¿Julian? —preguntó sin aliento.
El hombre tenía la poderosa y definida constitución de un gimnasta en plena forma. Sus músculos eran duros, prominentes y magníficos. Tenía músculos bien definidos hasta en lugares donde Grace ni siquiera sabía que se podían tener. En la parte superior de los hombros, en los bíceps, en los antebrazos. En el pecho y en la espalda. Desde el cuello hasta las piernas.
No había ninguno que no apareciera abultado y lleno de fuerza masculina.
Hasta «aquello» había comenzado a abultarse.
El pelo dorado caía en desordenadas ondas para enmarcar un rostro sin rastro de barba que parecía haber sido esculpido en granito. Pese a ser increíblemente guapo y fascinante, sus rasgos no resultaban femeninos ni delicados. Aunque, sin duda, robaban el aliento.
Unos labios sensuales y plenos se curvaban en una media sonrisa que dejaba a la vista un par de hoyuelos con forma de media luna en cada una de sus bronceadas mejillas.
Y esos ojos…
¡Madre del amor hermoso!
Tenían el color azul claro del cielo en un día perfecto de verano, con un reborde azul oscuro que resaltaba la parte externa del iris. La intensidad de su mirada resultaba abrasadora y reflejaba inteligencia. Grace tenía la impresión de que esa mirada podría matar de verdad.
O al menos resultar devastadora.
Y desde luego ella se sentía devastada en esos momentos. Cautivada por un hombre demasiado perfecto para ser real.
Extendió la mano de forma indecisa para colocarla sobre su brazo. Se sorprendió mucho cuando no se evaporó, lo que demostró que todo aquello no era una alucinación etílica.
No, ese brazo era real. Real, duro y cálido. Comenzó a latirle con fuerza el corazón al sentir que un poderoso músculo se flexionaba bajo la piel de su palma.
Estupefacta, Grace no podía hacer otra cosa que mirarlo fijamente.
Julian arqueó una ceja, intrigado. Nunca antes una mujer había huido de él. Ni lo había dejado de lado tras pronunciar las palabras del encantamiento de invocación.
Todas las demás habían esperado ansiosas a que él tomara forma y se habían arrojado al instante a sus brazos para exigirle que las complaciera.
Sin embargo, esa no…
Era distinta.
Tuvo que reprimir una sonrisa mientras la recorría con la mirada. La abundante melena azabache le llegaba hasta media espalda y sus ojos tenían el color gris pálido del mar justo antes de una tormenta. Ojos grises adornados con minúsculas motitas de color plata y verde que brillaban con calidez e inteligencia.
Su pálida y suave piel estaba cubierta de pequeñas pecas. La mujer era tan adorable como su suave e insinuante voz.
Aunque tampoco es que importara demasiado.
Sin tener en cuenta cuál fuese su apariencia, él estaba allí para servirla sexualmente. Para perderse en el deleite de aquel cuerpo, y tenía toda la intención de hacer justo eso.
—Vamos —le dijo antes de sujetarla por los hombros—. Deja que te ayude a levantarte.
—Estás desnudo —murmuró Grace, mirándolo de arriba abajo con perplejidad mientras se ponían en pie—. Estás totalmente desnudo.
Él le colocó unos cuantos mechones oscuros tras las orejas.
—Lo sé.
—¡Estás desnudo!
—Sí, creo que eso ya lo hemos dejado claro.
—Estás contento y desnudo.
Confundido, Julian frunció el ceño.
—¿Qué?
Ella miró su erección.
—Estás contento —afirmó con una elocuente mirada—. Y estás desnudo.
De modo que así lo llamaban en ese siglo… Tendría que recordarlo.
—¿Y eso te hace sentir incómoda? —le preguntó, asombrado por el hecho de que a una mujer le preocupara su desnudez, cosa que jamás había sucedido con anterioridad.
—¡Bingo!
—Bueno, conozco un remedio —dijo Julian, y su voz se hizo más ronca cuando bajó la mirada hasta su camiseta y hasta los endurecidos pezones que se marcaban a través del tejido blanco. Estaba impaciente por ver esos pezones.
Por saborearlos.
Se acercó para tocarla.
Con el corazón desbocado, Grace retrocedió un paso. Aquello no era real. No podía serlo. Estaba borracha y tenía alucinaciones. O quizá se había golpeado la cabeza con la mesita de café y estaba inconsciente mientras se desangraba hasta la muerte.
¡Sí, eso era! Eso tenía sentido.
Por lo menos, tenía mucho más sentido que ese profundo y palpitante estremecimiento que incendiaba su cuerpo. Un estremecimiento que le pedía que se lanzara al cuello de aquel tipo.
Y tenía que reconocer que era un cuello bonito.
Cuando empiezas a tener alucinaciones, chica, es que definitivamente has perdido la cabeza, pensó Grace. Lo más probable es que hayas trabajado más de la cuenta los últimos días. Estás empezando a traerte a casa los sueños de tus pacientes.
Julian se acercó a ella y le cubrió el rostro con sus fuertes manos. Grace no podía moverse. Se limitó a dejar que le alzara la cabeza hasta que pudo observar aquellos penetrantes ojos que, con toda seguridad, eran capaces de leerle el alma. La hipnotizaban como los de uno de esos depredadores mortíferos que ponían en trance a su presa.
Grace se estremeció entre sus brazos.
En ese momento, unos labios cálidos y exigentes se apoderaron de su boca y no pudo evitar que se le escapara un gemido. Toda la vida había oído hablar de besos que hacían que las rodillas flaquearan, pero esa era la primera vez que lo experimentaba.
Dios, daba gusto acariciar a ese hombre y olía muy bien… pero su sabor era aún mejor.
Por propia iniciativa, sus brazos envolvieron esos amplios y fuertes hombros. Sintió en el pecho el calor del torso del hombre, que la incitaba con la erótica y sensual promesa de lo que vendría a continuación. Y mientras tanto, él acometía sus labios con la maestría de un merodeador vikingo decidido a obtener la devastación total.
Cada centímetro de ese magnífico cuerpo estaba íntimamente pegado al suyo y se frotaba contra ella con la intención de despertar todos sus instintos femeninos. Y por el amor de Dios, la estimulaba como ningún otro hombre lo había hecho jamás. Deslizó la mano por los esculturales músculos de su espalda desnuda y dejó escapar un suspiro al sentir que se contraían bajo su palma.
En ese preciso instante, Grace decidió que si aquello era un sueño, sin lugar a dudas no quería que sonara el despertador.
Ni el teléfono.
Ni…
El hombre le recorrió la espalda con las manos antes de cubrir las nalgas para acercar más sus caderas mientras arrasaba su boca con la lengua. El aroma a sándalo inundaba los sentidos de Grace.
Con el cuerpo en llamas, ella siguió explorando los duros y firmes músculos de esa espalda desnuda, mientras los largos mechones de cabello del hombre le rozaban el dorso de las manos en una erótica caricia.
Julian notó que comenzaba a darle vueltas la cabeza al sentir las cálidas caricias de la mujer; al sentir que sus brazos lo rodeaban con fuerza mientras él recorría con las manos esa piel suave y llena de pecas.
Adoraba la forma incitante en que respondía a sus caricias y los sonidos que emitía. Mmm, se moría de ganas de oír sus gritos cuando llegara al orgasmo. De ver cómo echaba la cabeza hacia atrás mientras se convulsionaba espasmo tras espasmo alrededor de su miembro.
Había pasado mucho tiempo desde que sintiera por última vez las caricias de una mujer. Mucho tiempo desde que mantuviera algún tipo de contacto con una persona.
Su cuerpo ardía de deseo y si ese no fuera su primer encuentro, la estaría saboreando como si fuera un pedacito de chocolate. La tumbaría para devorarla como un hombre famélico en un banquete.
Aunque tendría que esperar hasta que se acostumbrara un poco a él.
Había aprendido muchos siglos atrás que las mujeres siempre se desvanecían tras su primera unión. Y por descontado, no quería que aquella se desmayara.
Todavía no, al menos.
No obstante, no podía esperar un minuto más para poseerla.
La cogió en brazos y se encaminó hacia la escalera.
En un principio, Grace no podía pensar en otra cosa que no fueran esos brazos que la rodeaban con pasión… en el hombre que la llevaba escaleras arriba sin soltar un gruñido de esfuerzo. Sin embargo, cuando pasaron junto a la enorme piña de madera que decoraba el pasamanos de la escalera, salió de su ensimismamiento con un sobresalto.
—¡Oye, tío! —masculló antes de agarrarse a la piña de caoba como si fuera un salvavidas—. ¿Adónde crees que me llevas?
Él se detuvo y la miró con curiosidad. En ese instante, Grace se dio cuenta de que un hombre tan alto y poderoso como ese podría hacerle lo que le diera la gana sin que ella pudiera impedírselo.
Un estremecimiento de terror recorrió su cuerpo.
Sin embargo, y pese al peligro de la situación en la que se encontraba, había una parte de ella que no estaba asustada. Había algo en su interior que le decía que aquel hombre jamás le haría daño de forma intencionada.
—Te llevo a tu dormitorio, donde podremos acabar lo que hemos empezado —afirmó sin más, como si estuvieran hablando del tiempo.
—Pues va a ser que no.
Él encogió aquellos hombros maravillosamente amplios.
—¿Prefieres las escaleras, entonces? ¿O tal vez el sofá? —Se detuvo y echó un vistazo alrededor de la casa, como si estuviera considerando las opciones—. No es mala idea, en realidad. Hace mucho que no poseo a una mujer en un…
—¡No, no y no! El único sitio donde vas a poseerme es en tus sueños. Y ahora déjame en el suelo antes de que me enfade de verdad.
Para su asombro, él obedeció.
En cuanto sus pies tocaron tierra firme y subió dos escalones, Grace comenzó a sentirse un poco mejor.
Por fin estaban frente a frente y casi a la misma altura… Bueno, eso si alguien podía encontrarse a la altura de un hombre que desprendía semejante autoridad y poder innato.
De pronto se sintió sobrecogida por su mera presencia.
¡Era real!
Dios Santo, Selena y ella habían conseguido convocarlo y traerlo a este mundo.
El hombre había clavado los ojos en ella. Tenía una mirada indiferente y su rostro no reflejaba la más mínima muestra de diversión.
—No entiendo por qué estoy aquí. Si no quieres sentirme dentro de ti, ¿por qué me has convocado?
Grace estuvo a punto de soltar un gemido al escuchar aquellas palabras. Y la cosa empeoró cuando se le vino a la mente una imagen de ese cuerpo dorado, esbelto y poderoso mientras la poseía.
¿Qué se sentiría al hacer el amor durante toda la noche con un hombre que estaba tan increíblemente bueno?
Estaba segura de que Julian sería magnífico en la cama. No cabía duda. Con la destreza y agilidad que había demostrado hasta ese momento, no hacía falta decir lo bueno…
Grace se puso tensa ante el rumbo de sus pensamientos. ¿Qué tenía ese hombre?
Jamás en su vida había sentido un deseo sexual como el que sentía en esos momentos. ¡Nunca! Habría podido tumbarlo en el suelo y devorarlo entero.
No tenía sentido.
Con el paso de los años, se había acostumbrado a que le describieran innumerables encuentros sexuales de la forma más gráfica; algunos de sus pacientes incluso intentaban escandalizarla o excitarla.
Ni una sola vez habían conseguido su propósito.
Sin embargo, cuando se trataba de aquel hombre, lo único en lo que podía pensar era en estrecharlo entre sus brazos y en cabalgar encima de él sobre el suelo.
Ese pensamiento tan impropio de ella fue lo que le devolvió la sensatez.
Abrió la boca para responder a su pregunta, pero se detuvo antes de hacerlo. ¿Qué iba a hacer con ese tío?
Aparte de… bueno… aquello.
Sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Qué se supone que voy a hacer contigo?
Los ojos de Julian se oscurecieron por la lujuria al tiempo que intentaba tocarla de nuevo.
¡Dios, sí! Por favor, tócame por todos sitios, gritaba el cuerpo de Grace.
—¡Basta! —exclamó, dirigiéndose tanto a Julian como a sí misma.
Se negaba a perder el control. Debía pensar con la cabeza, no con las hormonas. Ya había cometido ese error una vez y no estaba dispuesta a repetirlo.
Subió de un salto un escalón más y lo miró a los ojos. ¡Jesús, María y José! Estaba buenísimo. El cabello rubio le caía en ondas hasta la mitad de la espalda, donde quedaba sujeto por una tira de cuero marrón oscuro. Excepto por tres finas trenzas rematadas por unas pequeñas cuentas en las puntas que oscilaban con cada uno de sus movimientos.
Las cejas, de color castaño oscuro, se arqueaban sobre unos ojos fascinantes y terroríficos. Unos ojos que la estaban mirando con más pasión de la que debieran.
En ese instante, le entraron ganas de matar a Selena.
Claro que no superaban las que sentía por meterse en la cama con aquel hombre e hincar los dientes en esa piel dorada.
¡Déjalo ya!, se dijo para sus adentros.
—No entiendo qué está pasando aquí —dijo al fin. Tenía que pensar en todo aquello y averiguar lo que debía hacer—. Tengo que sentarme un minuto y tú… —Deslizó los ojos sobre aquel magnífico cuerpo—. Tú tienes que taparte.
Julian frunció los labios, disgustado. Era la primera vez en toda su existencia que alguien le decía eso.
De hecho, todas las mujeres que conociera antes de la maldición no habían hecho otra cosa que tratar de arrancarle la ropa. Lo más rápido posible. Y desde que estaba maldito, sus invocadoras habían dedicado días enteros a contemplar su desnudez mientras recorrían su cuerpo con las manos, deleitándose con su aspecto.
—Quédate aquí un momento —le dijo Grace antes de subir a toda prisa las escaleras.
Julian observó el vaivén de sus caderas mientras subía los peldaños y su miembro se endureció al instante. Apretó los dientes y echó un vistazo a su alrededor en un intento por desechar el ardor que sentía en la entrepierna. La clave estaba en la distracción… al menos hasta que ella sucumbiera a sus encantos.
Cosa que no tardaría en ocurrir. Ninguna mujer podía negarse por mucho tiempo el placer de tenerlo.
Esbozó una sonrisa amarga ante aquella idea y contempló la casa.
¿En qué lugar y en qué época se encontraba?
No sabía cuánto tiempo había estado atrapado. Lo único que recordaba era el sonido de las voces a lo largo del tiempo, el sutil cambio de los acentos y de los dialectos a medida que pasaban los años.
Al observar la luz que se encontraba sobre su cabeza, frunció el ceño. No había ninguna llama. ¿Qué era esa cosa? Se le llenaron los ojos de lágrimas y desvió la vista.
Eso debía de ser una bombilla, decidió.
«Oye, tengo que cambiar la bombilla. Hazme el favor de darle al interruptor que hay junto a la puerta, ¿vale?».
Mientras recordaba las palabras del dueño de la librería, miró hacia la puerta y vio lo que imaginó que era el interruptor. Se alejó de las escaleras y apretó el pequeño dispositivo. De inmediato, las luces se apagaron. Volvió a encenderlas.
Sonrío a pesar de sí mismo. ¿Qué otras maravillas le aguardaban en esa época?
—Aquí tienes.
Julian echó un vistazo a la mujer, que se encontraba en la parte superior de la escalera. Ella le arrojó un largo rectángulo de tela verde oscuro. La atrapó contra el pecho, embargado por una oleada de incredulidad.
¿Había dicho en serio que debía taparse?
Qué extraño. Frunciendo más el ceño, se envolvió las caderas con la tela.
Grace esperó hasta que él se hubo alejado de la puerta para mirarlo de nuevo. Gracias a Dios, por fin estaba tapado. No era de extrañar que los victorianos insistieran tanto en el asunto de las hojas de parra. Era una pena no tener unas cuantas en el patio. Lo único que crecía allí eran unos cuantos acebos y dudaba mucho que al hombre le hicieran mucha gracia.
Grace se encaminó hacia la sala y se sentó en el sofá.
—Te vas a enterar, Lanie —murmuró—. Me las pagarás por esto.
Y en ese preciso instante él se sentó a su lado y consiguió revolucionarle todas las hormonas con su mera presencia.
Grace lo miró con cautela mientras se trasladaba al extremo opuesto del sofá.
—Y bien… ¿Hasta cuándo piensas quedarte aquí?
¡Vaya, esa sí que es una buena pregunta, Grace! ¿Por qué no le preguntas por el tiempo o le pides un autógrafo ya que te pones? ¡Joder!
—Hasta la próxima luna llena. —Esos gélidos ojos dieron muestras de un pequeño deshielo.
Y mientras recorría su cuerpo con la mirada, el hielo se transformó en fuego en décimas de segundo. Se inclinó hacia ella y estiró un brazo para acariciarle la cara.
Grace se puso en pie de un salto y se colocó al otro lado de la mesita de café.
—¿Me estás diciendo que tengo que aguantarte durante todo un mes?
—Sí.
Estupefacta, Grace se pasó la mano por los ojos. No podría entretenerlo durante un mes. ¡Un mes entero, con todos sus días! Tenía obligaciones, responsabilidades. Tenía que buscarse un hobby.
—Mira —le dijo—. Lo creas o no, tengo una vida. Y tú no formas parte de ella.
Por la expresión del rostro del hombre, supo que a él no le afectaban sus palabras. Ni lo más mínimo.
—Si crees por algún casual que estoy encantado de estar aquí contigo, estás muy equivocada. Te aseguro que venir aquí no fue cosa mía.
Esas palabras consiguieron herirla.
—Bueno, pues una parte de ti no siente lo mismo —le dijo mientras dedicaba una furiosa mirada a aquella parte de su cuerpo que aún estaba tiesa como una vara.
Él suspiró al echar un vistazo a su regazo y vislumbrar la protuberancia que se marcaba bajo la toalla.
—Por desgracia, tengo tanto control sobre esto como sobre el hecho de estar aquí.
—Bueno, pues ahí tienes la puerta —dijo Grace al tiempo que la señalaba con el dedo—. Vigila que no te dé en el culo cuando salgas.
—Créeme; si pudiera irme, lo haría.
Grace vaciló al escuchar esas palabras y lo que entrañaban.
—¿Quieres decir que no puedo ordenarte que te marches? ¿Que no puedo hacer que regreses al libro?
—Creo que la expresión que usaste fue: «¡Bingo!».
Grace guardó silencio.
Julian se puso en pie muy despacio sin dejar de observar a la mujer. Durante todos los siglos que llevaba condenado, esa era la primera vez que le sucedía una cosa así. El resto de sus invocadoras habían sabido cuál era su propósito y habían estado más que dispuestas a pasar todo un mes en sus brazos y a utilizar con alegría su cuerpo para obtener placer.
Jamás en su vida, mortal o inmortal, había encontrado a una mujer que no lo deseara físicamente.
Era…
Extraño.
Humillante.
Casi embarazoso.
¿Sería un indicio de que la maldición se debilitaba? ¿De que quizá podría ser libre al fin?
Sin embargo, aun cuando esa idea se paseaba por su mente, sabía que no era cierto. Cuando los dioses griegos decretaban un castigo, lo hacían con tal estilo y ensañamiento que ni siquiera dos milenios lo podrían suavizar.
Hubo una época, mucho tiempo atrás, en la que había luchado contra la condena. Una época en la que había creído que podría liberarse. Pero dos mil años de encierro e implacable tortura le habían enseñado algo: resignación.
Se había ganado a pulso ese infierno personal y, como el soldado que una vez había sido, aceptaba el castigo.
Tragó saliva para tratar de deshacer el nudo que tenía en la garganta y extendió los brazos a los lados para ofrecer su cuerpo a la mujer.
—Haz conmigo lo que desees. Solo tienes que decirme cómo puedo complacerte.
—En ese caso, deseo que te marches.
Julian dejó caer los brazos.
—En eso no puedo complacerte.
Grace comenzó a caminar con frustración de un lado a otro. Había conseguido por fin mantener sus hormonas bajo control y, con la cabeza más despejada, se esforzó por encontrar una solución. No obstante, por mucho que la buscaba, no parecía haber ninguna.
Comenzó a sentir un dolor punzante en las sienes.
¿Qué iba a hacer un mes, todo un mes, con él?
De nuevo, se vio torturada por una visión de Julian tumbado sobre ella, con el pelo cayéndole a ambos lados del rostro para formar un dosel alrededor de sus cuerpos mientras se introducía totalmente en ella.
—Necesito algo… —La voz de Julian se apagó.
Con el cuerpo ardiendo aún por el deseo, Grace se dio la vuelta para mirarlo.
Sería tan fácil rendirse ante él… Pero eso no estaría bien. Se negaba a usar a Julian de ese modo. Como si…
No, no iba a pensar en eso. Se negaba a pensar en eso.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Comida —respondió Julian—. Si no vas a utilizarme de la forma apropiada, ¿te importaría darme algo de comer?
A juzgar por la expresión de su rostro, a medio camino entre la vergüenza y el enfado, Grace supo que a ese hombre no le gustaba tener que pedir nada.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta de una cosa: si para ella aquello resultaba extraño y difícil, ¿cómo narices se sentiría él? ¿Qué sentiría después de haber sido arrancado de dondequiera que estuviese para ser arrojado a su vida como un guijarro lanzado con un tirachinas? Debía de ser terrible.
—Por supuesto —le dijo antes de hacerle un gesto con la mano para que la siguiera—. La cocina está aquí. —Lo precedió por el corto pasillo que llevaba a la parte trasera de la casa.
Abrió el frigorífico y se apartó para que él echara un vistazo.
—¿Qué te apetece?
En lugar de meter la cabeza para buscar algo, el hombre se quedó a medio metro de distancia.
—¿Ha sobrado algo de pizza?
—¿Pizza? —repitió Grace con asombro.
¿Qué sabía él de las pizzas?
Julian se encogió de hombros.
—Me dio la impresión de que te gustaba mucho.
A Grace le ardieron las mejillas al recordar aquel tonto jueguecito. Selena había hecho otro comentario acerca de reemplazar el sexo con la comida y ella había fingido un orgasmo al saborear el último trozo de pizza.
—¿Nos escuchaste?
Con una expresión indescifrable, el hombre contestó en voz baja.
—El esclavo sexual escucha todo lo que se dice en las proximidades del libro.
Grace se dio cuenta de que si las mejillas se le encendían un poco más, acabarían explotando.
—No quedó nada —dijo con rapidez, deseando meter la cabeza en el congelador para enfriársela—. Tengo un poco de pollo que sobró ayer, y también pasta.
—¿Y vino?
Ella asintió con la cabeza.
—Está bien.
Ese tono autoritario consiguió sacarla de sus casillas. Era uno de esos tonos de Tarzán que daba a entender algo como «Yo soy el macho, nena. Tráeme la comida», y consiguió que a Grace le hirviera la sangre.
—Mira, tío, no soy tu cocinera. Como te pases conmigo, te daré de comer Friskies.
Él enarcó una ceja.
—¿Friskies?
—Olvídalo.
Aún irritada, sacó el pollo y lo preparó para meterlo en el microondas.
Julian se sentó a la mesa con esa aura de arrogancia tan masculina que estaba acabando con todas las buenas intenciones de Grace. Deseando de verdad haber tenido una lata de Friskies, ella sirvió un poco de pasta en un cuenco.
—Pero vamos a ver, ¿cuánto tiempo has estado encerrado en ese libro? ¿Desde la Edad Media? —Al menos, actuaba igual que los hombres de aquella época.
Él permaneció tan quieto como una estatua. Ni mostró emociones ni nada de nada. De no haber sabido lo contrario, Grace habría creído que se trataba de un androide.
—Me convocaron por última vez en el año 1895.
—¿En serio? —Grace lo miró con la boca abierta mientras metía el cuenco en el microondas—. ¿En 1895? ¿Estás hablando en serio?
El tipo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿En qué año te metieron en el libro por primera vez?
El rostro del hombre reflejó tal sentimiento de ira que la dejó asombrada.
—Según tu calendario, en el año 149 antes de Cristo.
Grace abrió los ojos de par en par.
—¿En el año 149 antes de Cristo? ¡Jesús, María y José! De modo que cuando te llamé Julian de Macedonia es porque realmente eres de Macedonia. De aquella Macedonia.
Él asintió con un gesto brusco.
Un millón de ideas cruzaban la mente de Grace mientras cerraba el microondas y lo ponía en marcha. Era imposible. ¡Tenía que ser imposible!
—¿Cómo te metieron en el libro? Por lo que tengo entendido, los antiguos griegos no tenían libros, ¿no es verdad?
—En un principio fui encerrado en un rollo de pergamino, que más tarde fue encuadernado como medida de protección —dijo con un tono sombrío y el rostro impasible—. Y con respecto a qué fue lo que hice para que me condenaran: invadí Alejandría.
Grace frunció el ceño. Aquello no tenía ni pizca de sentido; aunque, a decir verdad, nada de aquello tenía sentido alguno.
—¿Y por qué ibas a merecerte un castigo por invadir una ciudad?
—Alejandría no era una ciudad, era una sacerdotisa virgen del dios Príapo.
Grace se puso rígida al escuchar sus palabras y darse cuenta de la magnitud del castigo que implicaba «invadir» a una mujer: un encierro eterno.
—¿Violaste a una mujer?
—No la violé —replicó Julian mirándola con dureza—. Fue de mutuo consentimiento, te lo aseguro.
Vale, estaba claro que había tocado una fibra sensible. Podía verlo con claridad en la frialdad de su conducta. A ese hombre no le gustaba hablar del pasado, así que tendría que ser un poquito más sutil al interrogarlo.
Julian escuchó un extraño timbre antes de que la mujer presionara un resorte y abriera la puerta de la caja negra donde había introducido su comida.
Sacó el humeante cuenco de comida y lo colocó delante de él, junto con un tenedor plateado, un cuchillo, una servilleta de papel y una copa de vino. El cálido aroma se le subió a la cabeza e hizo que su estómago rugiera de necesidad.
Julian supuso que habría debido de quedarse perplejo por la forma y la rapidez con la que ella había preparado la comida, pero después de haber oído hablar de artefactos con nombres tan extraños como tren, cámara, automóvil, fonógrafo, cohete y ordenador, dudaba mucho que alguna cosa pudiera sorprenderlo.
A decir verdad, ya no había nada que sentir, salvo lo esencial, ya que había desterrado todas sus emociones mucho tiempo atrás.
Su existencia no era más que una sucesión de fragmentos temporales a lo largo de los siglos. La única razón de su existencia era satisfacer las necesidades sexuales de sus invocadoras.
Y si algo había aprendido en los dos últimos milenios era a disfrutar de los escasos placeres que podía obtener en cada invocación.
Con ese pensamiento, cogió una pequeña porción de comida y saboreó la deliciosa sensación de los tibios y cremosos tallarines sobre su lengua. Era una pura delicia.
Dejó que los aromas de las especias y del pollo invadieran su cabeza. Había pasado una eternidad desde la última vez que probara la comida. Una eternidad en la que había sufrido un hambre atroz.
Cerró los ojos y tragó.
Puesto que estaba más acostumbrado a pasar hambre que a comer, su estómago se contrajo con ferocidad ante el primer bocado. Apretó con fuerza el cuchillo y el tenedor mientras luchaba por contener aquel terrible dolor.
Sin embargo, no dejó de comer. No mientras quedara comida en el cuenco. Había esperado demasiado tiempo para poder aplacar su hambre y no estaba dispuesto a detenerse en ese momento.
Después de unos cuantos bocados más, los retortijones disminuyeron y le permitieron disfrutar otra vez de la comida.
Y una vez que las contracciones disminuyeron, tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para comer como un hombre y no meterse la comida a puñados en la boca con el fin de saciar el hambre que le devoraba las entrañas.
En ocasiones como esa le resultaba muy difícil recordar que aún era humano y no una bestia violenta y feroz que había sido liberada de su jaula.
Había perdido la mayor parte de su condición humana muchos siglos atrás y estaba decidido a conservar lo poco que le quedaba.
Grace se apoyó en la encimera y lo observó mientras comía. Lo hacía muy despacio, de forma casi mecánica. Ella no habría sabido decir si le gustaba o no la comida, pero el hombre continuaba comiendo.
Lo que más la sorprendió fueron los exquisitos modales europeos que demostraba. Ella nunca había sido capaz de comer de ese modo y se preguntó dónde habría aprendido Julian a utilizar el cuchillo para mantener la pasta en el tenedor y evitar así que se cayera.
—¿Había tenedores en la antigua Macedonia? —le preguntó.
Julian dejó de comer.
—¿Disculpa?
—Me preguntaba cuándo se inventó el tenedor. ¿Ya lo utilizaban en…?
¡Estás desvariando!, le gritó una parte de su mente.
¿Y quién no lo haría en esta situación?, replicó otra. Mira a ese tipo. ¿Cuántas veces crees que alguien ha podido devolver la vida a una estatua griega haciendo el imbécil? ¡Sobre todo a una estatua con ese cuerpo!
No muy a menudo.
—Creo que se inventó a mediados del sigo XV.
—¿En serio? —preguntó ella—. ¿Estuviste allí?
Con una expresión ilegible, el hombre alzó la mirada para preguntarle:
—¿A qué te refieres, al momento en que inventaron el tenedor o al siglo XV?
—Al siglo XV, por supuesto. —Y pensándolo mejor, añadió—: No estabas allí cuando se inventó el tenedor, ¿verdad?
—No. —Julian se aclaró la garganta y se limpió la boca con la servilleta—. Fui convocado en cuatro ocasiones durante aquel siglo. Dos veces en Italia, una en Francia y otra en Inglaterra.
—¿De verdad? —Grace trató de imaginarse cómo habría sido el mundo en aquella época—. Apuesto a que has visto todo tipo de cosas a lo largo de los siglos.
—No tantas.
—¡Vamos, venga ya! En dos mil años…
—He visto sobre todo dormitorios, camas y armarios.
El tono seco de sus palabras la hizo guardar silencio al tiempo que él retomaba la comida. Una imagen de Paul se le clavó en el corazón. Ella solo había conocido a un imbécil egoísta y despreocupado. Al parecer, Julian tenía más experiencia en ese terreno.
—Entonces, ¿te limitas a quedarte en el libro a la espera de que alguien te invoque?
Él asintió.
—¿Y qué haces para pasar el tiempo?
Julian se encogió de hombros y Grace anotó mentalmente que no poseía un gran número de expresiones.
Ni de palabras.
Se acercó a la mesa y se sentó en un taburete frente a él.
—A ver, de acuerdo con lo que me has dicho tenemos que estar juntos durante un mes, de modo que ¿qué tal si nos dedicamos a charlar para hacerlo más agradable?
Julian levantó la mirada, sorprendido. En realidad, no podía recordar la última vez que una mujer había querido dirigirle la palabra para algo que no fuera darle ánimos o hacerle sugerencias que lo ayudaran a incrementar el placer que le proporcionaba. O para ordenarle que volviera a la cama.
Había aprendido a una edad muy temprana que las mujeres solo querían una cosa de él: tener cierta parte de su cuerpo enterrada profundamente entre los muslos.
Con esa idea en mente, recorrió el cuerpo de Grace con la mirada de forma lenta y perezosa hasta detenerse en sus senos, que se endurecieron bajo su prolongado escrutinio.
Indignada, Grace cruzó los brazos sobre el pecho y esperó a que él la mirara a los ojos.
Julian casi soltó una carcajada. Casi.
—A ver —dijo él utilizando sus mismas palabras—. Con la lengua se pueden hacer cosas mucho más placenteras que charlar; por ejemplo, pasártela por los pechos desnudos y por el hueco de la garganta. —Bajó la mirada hasta el lugar aproximado donde quedaba su regazo bajo la mesa—. Por no mencionar otras partes que podría visitar.
Por un instante, Grace se quedó estupefacta. Después le hizo gracia. Para luego ponerse muy cachonda.
Se recordó que, como terapeuta, había oído cosas mucho más sorprendentes que esa.
Sí, claro, pero no habían provenido de una lengua con la que quisiera hacer algo más que hablar.
—Tienes razón, hay otras muchas cosas que se pueden hacer con una lengua… como arrancarla de cuajo —le dijo, regodeándose con la sorpresa que reflejaron sus ojos—. Pero soy una mujer a la que le gusta mucho charlar y tú estás aquí para complacerme, ¿verdad?
El cuerpo de Julian se tensó de forma casi imperceptible, como si se resistiera a aceptar su papel.
—Así es.
—En ese caso, cuéntame lo que haces cuando estás en el libro.
La mirada del hombre se clavó en ella con una intensidad tan abrasadora que a ella le pareció enervante, intrigante y un poco aterradora.
—Es como estar encerrado dentro de un sarcófago —respondió él en voz baja—. Oigo voces, pero no puedo ver luz ni ninguna otra cosa. No puedo moverme. Solo estoy allí, incapaz de moverme. A la espera. A la escucha.
Grace se encogió solo de pensarlo. Recordaba el día, mucho tiempo atrás, que se había quedado encerrada por accidente en el cobertizo de las herramientas de su padre. La oscuridad era total y no había modo de salir. Aterrada, había sentido que se le oprimían los pulmones y que la cabeza empezaba a darle vueltas por el pánico. Chilló y golpeó la puerta hasta que tuvo las manos llenas de moratones.
Al final, su madre la oyó y pudo salir.
Desde entonces, Grace sufría una ligera claustrofobia a causa de la experiencia. No podía ni imaginarse lo que sería pasar siglos enteros en semejante lugar.
—Qué horror —murmuró.
—Al final te acostumbras. Con el tiempo.
—¿De verdad? —No lo sabía por experiencia, pero dudaba de que fuera cierto.
Cuando su madre la sacó del cobertizo, descubrió que solo había estado encerrada media hora; pero a ella le había parecido una eternidad. ¿Qué se sentiría al pasar realmente una eternidad encerrado?
—¿Has intentado escapar alguna vez?
La mirada que le dedicó lo decía todo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Grace.
—Evidentemente, no lo conseguí.
Lo sintió muchísimo por él. Dos mil años encerrado en una cripta tenebrosa. Era un milagro que no se hubiera vuelto loco. Que fuera capaz de sentarse con ella y hablar.
No era de extrañar que le hubiese pedido comida. Privar a una persona de todos los placeres sensoriales era una tortura cruel y despiadada.
En ese momento supo que iba a ayudarlo. No sabía muy bien cómo, pero tenía que haber algún modo de liberarlo.
—¿Y si encontráramos el modo de sacarte de ahí?
—Te aseguro que no hay ninguno.
—Eres un poco pesimista, ¿no?
La miró con cierto humor.
—Estar atrapado durante dos mil años tiene ese efecto sobre las personas.
Sin que su mente dejara de darle vueltas a la idea, Grace observó al hombre mientras acababa la comida. Su parte más optimista se negaba a aceptar ese fatalismo, del mismo modo que la terapeuta que había en ella se negaba a dejarlo marchar sin tratar de ayudarlo. Había jurado aliviar el sufrimiento de las personas, y ella se tomaba sus juramentos muy en serio.
Quien la sigue, la consigue.
Contra viento y marea, ¡encontraría el modo de liberarlo!
Mientras tanto, decidió hacer algo que dudaba mucho que alguien hubiese hecho por él antes: iba a encargarse de que disfrutara de su libertad en Nueva Orleans. Tal vez las demás mujeres lo hubieran mantenido encerrado en los confines de sus dormitorios o de sus vestidores, pero ella no estaba dispuesta a encadenar a nadie.
—Bien, entonces digamos que esta vez vas a ser tú el que disfrute, tío.
Julian levantó la mirada del cuenco con repentino interés.
—Voy a ser tu sirvienta —continuó Grace—. Haremos cualquier cosa que se te antoje. Y veremos todo lo que te apetezca.
El hombre curvó los labios en un gesto irónico mientras daba un sorbo de vino.
—Quítate la camisa.
—¿Cómo dices? —preguntó Grace.
Julian dejó a un lado la copa de vino y la atravesó con una mirada lujuriosa y ardiente.
—Has dicho que puedo ver lo que quiera y hacer lo que se me antoje. Bien, pues quiero ver tus pechos desnudos y después quiero pasar la lengua por…
—Oye, grandullón, tómatelo con calma —le dijo Grace con las mejillas ardiendo y el cuerpo abrasado por el deseo—. Creo que vamos a dejar claras unas cuantas reglas que tendrás que cumplir mientras estés aquí. Número uno: nada de eso.
—¿Y por qué no?
Eso, ¿por qué no?, gritó la voz interior de Grace con una mezcla de súplica y enfado.
—Porque no soy ninguna gata callejera que levanta el rabo para que cualquier gato venga, me monte y se largue.