Capítulo 13

¿Creéis que este cuerpo de ejército tan baqueteado es un parvulario?

Bueno. ¡Pues no lo es! ¿Entendido?

Observación atribuida a un cabo de los ejércitos helenos ante las murallas de Troya. 1194 A.C.

El Rodger Young lleva un pelotón y está abarrotado; el Tours lleva seis… y aún hay sitio. Tiene los tubos suficientes para dejarlos caer a todos a la vez, y todavía queda sitio libre para llevar dos veces ese número y hacer una segunda bajada. Claro que entonces estaría más que abarrotado y habría que hacer las comidas en el cuarto de marchas, y poner literas en los pasillos y salas de bajada, y tomar aire cuando el de al lado no inspira, ¡y decirle que saque ese codo de mi ojo! Me alegro de que no doblaran el número mientras yo estaba en esa nave.

Pero la nave tiene velocidad e impulso suficientes para lanzar tropas numerosas y en buenas condiciones de lucha en cualquier punto del espacio de la Federación, y en gran parte del espacio de las Chinches. Con el impulso de los generadores Cherenkov puede hacer 400 parsecs, digamos de Sol a Capella, cuarenta y seis años luz, en menos de seis semanas.

Por supuesto, un transporte de seis pelotones no es mucho comparado con una nave de batalla, o una de pasajeros; tan enormes resultan problemáticas. La I.M. prefiere corbetas ligeras y rápidas de un pelotón, que dan flexibilidad a cualquier operación mientras que, si lo dejáramos en manos de la marina, sólo tendríamos transportes de regimientos. Se necesita casi tanto protocolo de la marina para dirigir una corbeta como para dirigir un monstruo lo bastante grande para un regimiento, aparte del mantenimiento y la limpieza, por supuesto, pero de eso se encargan los soldados. De todos modos, esos soldados perezosos no hacen nada más que dormir, comer y sacar brillo a los botones, así que les irá bien tener un poco de trabajo. Eso dice la marina.

La verdadera opinión de la marina aún es más extremada: el ejército está anticuado y debería ser abolido.

La marina no lo dice oficialmente, pero si uno habla con un oficial naval que esté de D & R, y pavoneándose, se enterará de muchas cosas. Ellos creen que pueden luchar en cualquier guerra, ganarla y enviar a unos cuantos de los suyos para mantener sojuzgado el planeta hasta que el Cuerpo Diplomático se haga cargo.

Admito que sus nuevos «juguetes» pueden borrar a cualquier planeta del cielo. Nunca lo he visto, pero lo creo. Tal vez yo esté tan anticuado como el Tyrannosaurus Rex. Pero no me siento anticuado, y nosotros, los micos, podemos hacer muchas cosas que le resultan imposibles al mejor navío. Si el gobierno no quiere que se hagan esas cosas, ya nos lo dirá sin duda alguna.

Quizá sea mejor que ni la marina ni la I.M. tengan la última palabra. Un hombre no puede aspirar a mariscal del espacio a menos que haya mandado un regimiento y una nave capital, haya pasado por la I.M., con todas sus dificultades, y luego sea oficial naval (creo que el pequeño Birdie pensaba en eso); o bien hacerse primero piloto espacial, y luego ir al Campamento Currie, etcétera.

Seguro que yo escucharía con todo respeto al hombre que hubiese hecho ambas cosas.

Como la mayoría de los transportes, el Tours es una nave mixta. El cambio más notable para mí fue que me permitieran el paso al «Norte del Treinta». El mamparo que separa la sección de las damas de la de los rudos personajes que se afeitan no es necesariamente el número 30 pero, por tradición, se le llama el «Mamparo Treinta» en cualquier nave mixta. La sala de oficiales está justo tras él, y más allá empieza el espacio reservado a las damas. En el Tours la sala de oficiales servía también como cantina para las mujeres, que comían justo antes que nosotros y, entre las comidas, se dividía —mediante una partición— en una sala de recreo para ellas, y un saloncito para sus oficiales. Los oficiales varones tenían un salón, llamado el salón de juego, justo detrás del treinta.

Además del hecho tan obvio de que la bajada y recogida exige los mejores pilotos (o sea mujeres), hay otra razón más de peso para asignar a los transportes esas oficiales navales. Es bueno para la moral de las tropas.

Olvidemos las tradiciones de la I.M. por un momento. ¿Se les ocurre algo más estúpido que permitir que le disparen a uno desde la nave en una cápsula, sin más perspectiva que las heridas y la muerte? Y en cambio, si alguien ha de cometer esa estupidez, ¿se les ocurre un medio más seguro de mantener a un hombre entusiasmado hasta el punto de hallarse dispuesto a hacerlo que recordarle de continuo que la única buena razón por la que los hombres luchan es una realidad viva y que respira a su lado?

En una nave mixta, lo último que oye un soldado antes de una bajada (quizá lo último que oiga en la vida) es una voz de mujer deseándole suerte. Si ustedes no creen que eso sea importante, probablemente es que ya no pertenecen a la raza humana.

El Tours tenía quince oficiales navales, ocho femeninos y siete masculinos, y ocho oficiales de I.M. incluido yo mismo (y me satisface mucho decirlo). No voy a admitir que el «Mamparo Treinta» me llevara a la Escuela de Oficiales, pero el privilegio de comer con las señoras es un incentivo mayor que el aumento de paga. La capitana era la presidenta de la cantina; mi jefe, el capitán Blackstone, el vicepresidente, no por el rango (tres oficiales navales iban por delante de él) pero, como oficial al mando de las fuerzas de ataque, tenía de facto más categoría que todo el mundo, excepto la capitana.

Todas las comidas eran formales. Esperábamos en la sala de juego hasta que sonaba la hora, entrábamos con el capitán Blackstone y aguardábamos de pie tras las sillas. Entonces llegaba la capitana seguida de sus damas y, cuando ella llegaba a la cabecera de la mesa, el capitán Blackstone se inclinaba y decía: «Señora presidenta…, señoras…», y ella contestaba: «Señor vicepresidente…, caballeros…», y el que estaba al lado de cada mujer la ayudaba a sentarse.

Este ritual establecía que se trataba de un acontecimiento social, no de una conferencia de oficiales; por tanto, se utilizaban rangos y títulos, excepto que a los oficiales navales más recientes, y a mí entre los I.M., se nos llamaba «señor» o «señorita», con una excepción que me desconcertó.

En mi primera comida a bordo, oí que llamaban «mayor» al capitán Blackstone, aunque las insignias de sus hombros decían claramente «capitán». Más tarde averigüé la verdad. No puede haber dos capitanes en un navío de la marina; por tanto, un capitán del ejército sube de rango socialmente antes que cometer el error incalificable de ser llamado por el título reservado al monarca absoluto. Si un capitán de la marina está a bordo y no es la capitana, a él o a ella se le llama «comodoro», aunque la capitana sea una simple teniente.

La I.M. observa todo esto, evitando inconvenientes en la sala de oficiales y sin prestar atención a esa tonta costumbre en nuestra propia parte del barco.

La jerarquía se observaba rigurosamente en cada lado de la mesa, con la capitana a la cabecera y el oficial al mando de las fuerzas de combate al otro extremo, la cadete más joven a su derecha y yo a la derecha de la capitana. Con mucho gusto me habría sentado junto a la cadete más joven, pues era muy bonita, pero ese arreglo está cuidadosamente planeado. Ni siquiera llegué a saber nunca cómo se llamaba.

Yo sabía que, por ser el inferior de todos, debía sentarme a la derecha de la capitana, pero lo que ignoraba era que debía ayudarla a sentarse. En mi primera comida ella se quedó esperando, y nadie se sentó hasta que el tercer ingeniero ayudante me dio un codazo. En la vida me he visto más apurado, desde un incidente muy desgraciado en el jardín de infancia, aunque la capitana Jorgensen actuó como si nada hubiera sucedido.

Cuando la capitana se pone en pie, la comida ha terminado. Ella era bastante puntual, pero en una ocasión siguió sentada sólo unos minutos y el capitán Blackstone se enojó. Así que se puso en pie y dijo:

—Capitana…

—¿Sí, mayor?

—¿Querrá la capitana dar la orden de que se nos sirva a mis oficiales y a mí en la sala de juego?

—Ciertamente, señor —contestó ella fríamente.

Y nos sirvieron. Pero ningún oficial naval se unió a nosotros.

Al sábado siguiente, ella ejerció su privilegio de inspeccionar los I.M. a bordo, cosa que rara vez hacen las capitanas de una nave transporte. Se limitó, sin embargo, a recorrer las filas sin hacer comentarios. No era realmente una ordenancista, y tenía una sonrisa agradable cuando perdía su rigidez. El capitán Blackstone asignó al segundo teniente «Rusty» Graham para que me hiciera sudar las matemáticas; ella lo descubrió (no sé cómo) y dijo al capitán Blackstone que me enviara a su despacho después del almuerzo, una hora cada día, y allí me daba clase de matemáticas, e incluso me reñía cuando mis «deberes» no estaban correctos.

Nuestros seis pelotones eran dos compañías que formaban un batallón de choque. El capitán Blackstone mandaba la Compañía D los Bribones de Blackie, y también el batallón. El oficial al mando de nuestro batallón según el cuadro de mandos, el mayor Xera, iba con las Compañías A y B en la nave gemela del Tours, el Playa de Normandía, quizás a media galaxia de distancia. Sólo estaba al frente de nosotros cuando todo el batallón bajaba a la vez, salvo en el caso de que el capitán Blackie enviara ciertos informes y cartas a través de él. Otros asuntos iban directamente a la Flota, División o Base, y Blackie tenía un sargento que era un auténtico genio para ayudarle a tener las cosas en orden y a manejar tanto una compañía como un batallón de choque en combate.

Los detalles administrativos no son sencillos en un ejército extendido a través de cientos de naves y a través de muchos años luz. En el viejo Valley Forge, en el Rodger Young y ahora en el Tours, yo estaba en el mismo regimiento: el Tercer Regimiento (los «Mimaditos») de la Primera División de I.M. (Polaris). Dos batallones formados por unidades disponibles habían recibido el nombre de «Tercer Regimiento» en la Operación Casa de Chinches, pero yo no vi a «mi» regimiento. Todo lo que vi fue al capitán Bamburger y a muchas Chinches.

Tal vez me enviaran con una comisión a los Mimaditos, me hiciera viejo y me jubilara, sin ver jamás al oficial al mando de la compañía, pero él también mandaba el primer pelotón (los «Moscardones») en otra corbeta. No supe su nombre hasta que lo vi en mi despacho de la E.C.O.

Hay una leyenda sobre un «pelotón perdido» que se fue de Descanso y Recreo cuando su corbeta quedó fuera de servicio. El oficial al mando de la compañía acababa de ser ascendido, y los otros pelotones habían sido distribuidos tácticamente en otros puntos.

He olvidado qué le sucedió al teniente del pelotón, pero el D & R es el momento de rutina para cambiar a un oficial, en teoría después de que alguien ha ido a relevarle, si bien los relevos siempre son escasos.

Dicen que ese pelotón disfrutó de un año local de vida feliz por la Churchill Road antes de que alguien los echara de menos. No me lo creo. Pero podría suceder.

La escasez crónica de oficiales afectaba mucho a mis deberes en los Bribones de Blackie. La I.M. tiene el porcentaje menor de oficiales de cualquier ejército, y este factor es precisamente parte del «prisma divisional» de la I.M. «Prisma divisional» es jerga militar, pero la idea es sencilla: si uno tiene 10.000 soldados, ¿cuántos luchan?, ¿y cuántos se limitan a pelar patatas, conducir camiones, contar tumbas y manejar el papeleo?

En la I.M. luchan 10.000 hombres.

En las guerras masivas del siglo XX se necesitaban a veces 70.000 hombres (¡es un hecho!) para que sólo 10.000 lucharan.

Admito que necesitamos a la marina para que nos coloque donde hemos de luchar; sin embargo, las fuerzas de ataque de la I.M., incluso en una corbeta, suponen al menos el triple de la tripulación de la nave. También se necesitan civiles para que nos faciliten las provisiones y nos sirvan. Un diez por ciento de la I.M. estamos de Descanso y Recreo en cualquier momento, y a los mejores se les envía en rotación como instructores a los campamentos de reclutas.

Aunque haya algunos I.M. en despachos, siempre verán ustedes que les falta un brazo, una pierna o algo semejante. Estos —como el sargento Ho y el coronel Nielssen— son los que se niegan a retirarse, y realmente valen por dos, ya que así permiten que haya más I.M. al ocupar esos puestos que requieren espíritu de lucha pero no perfección física. Realizan un trabajo que no pueden hacer los civiles, porque en ese caso contrataríamos civiles. Los civiles son como las judías; uno los compra cuando los necesita para cualquier trabajo que sólo requiera habilidad y sentido común.

Pero no se puede comprar el espíritu de lucha. Anda escaso. Nosotros lo usamos todo, y no malgastamos nada. El I.M. es el ejército más pequeño de la historia con relación a la población que defiende. No se puede comprar a un I.M., ni forzarle, ni coaccionarle, ni siquiera se le puede retener si él desea irse. Puede presentar la renuncia treinta segundos antes de una bajada, perder el valor y negarse a entrar en la cápsula, y lo único que ocurre es que se le paga y nunca puede votar.

En la E.C.O. estudiamos ejércitos que, a lo largo de la historia, eran conducidos como esclavos de galeras. Pero el I.M. es un hombre libre; lo que le impulsa surge de su interior, del respeto a sí mismo y de la necesidad del respeto de sus compañeros, y de ese orgullo al formar parte de ellos que se llama moral o esprit de corps.

La base de nuestra moral es «todo el mundo trabaja, todos luchan». Un I.M. no anda buscando influencias para conseguir un trabajo fácil y seguro; ésos no existen. Por supuesto, un soldado trata de buscar lo mejor, porque a cualquiera con el sentido común suficiente para marcar el paso se le ocurre si no debería estar limpiando compartimentos o arreglando los almacenes; es el viejo derecho del soldado.

Pero todos los puestos «fáciles y seguros» están cubiertos por civiles, y ese buen soldado está en su cápsula seguro de que todos, desde el general hasta el último mico, van con él. Tal vez a años luz, o en un día diferente, o quizás una hora más tarde, no importa. Lo que importa es que todo el mundo baja. Por eso entra en su cápsula, aunque no tenga conciencia de ello.

Si alguna vez nos desviamos de esto, la I.M. se hará pedazos. Todo lo que nos mantiene unidos es una idea, que une con más fuerza que el acero, pero cuyo poder mágico depende de que siga intacta.

Esta regla de que «todos luchan» es lo que permite que la I.M. siga adelante con tan pocos oficiales.

Sé de esto más de lo que quisiera porque hice una pregunta tonta en historia militar y me encargaron la realización de un trabajo que me obligó a averiguar casi todo lo ocurrido desde «De Bello Gallico» al «Colapso de la Hegemonía Dorada», el clásico de Tsing. Piensen en una división ideal de la I.M. (sobre el papel, porque no la encontrarán en parte alguna). ¿Cuántos oficiales requiere? No importan las unidades provenientes de otros cuerpos; tal vez no estén presentes en una trifulca y no son como la I.M. (los talentos especiales unidos a la Logística y Comunicaciones tienen todos el rango de oficial). Si a un tipo de memoria especial, como un telépata o un sensor, o un hombre de suerte, le hace feliz que yo le salude, estoy dispuesto a hacerlo. Él es más valioso que yo, y jamás podría reemplazarle aunque viviera doscientos años. O bien cojan el cuerpo K-9; un cincuenta por ciento «oficiales», pero el otro cincuenta por ciento son neo-perros.

Ninguno de ésos está en la línea de mando, de modo que limitémonos a nosotros y a lo que se necesita para dirigirnos.

Esta división imaginaria tiene 10.800 hombres en 216 pelotones, cada uno con un teniente. Tres pelotones por compañía exigen 72 capitanes; cuatro compañías por un batallón exigen 18 mayores o tenientes coroneles. Seis regimientos con seis coroneles pueden formar dos o tres brigadas, cada una con un general de segunda más un general de primera, jefe supremo.

Y eso nos da 317 oficiales de un total, incluidos los mandos, de 11.117.

No hay lagunas, y cada oficial manda un equipo. Los oficiales suponen un total del tres por ciento, que es lo que tiene la I.M., pero dispuesto de un modo distinto. En realidad, muchos pelotones están mandados por sargentos, y muchos oficiales tienen más de un cargo con objeto de cumplir algunas tareas totalmente necesarias.

Incluso un jefe de pelotón ha de tener su personal: su sargento de pelotón.

Pero puede pasarse sin uno, y su sargento puede pasarse sin él.

Sin embargo, un general ha de tener su plantilla; el trabajo es demasiado amplio para realizarlo solo. Necesita un buen personal de planeamiento, y un personal más reducido de combate. Como nunca hay suficientes oficiales, en su transporte los oficiales doblan como personal de planificación, y son elegidos entre los mejores matemáticos en logística de la I.M. Y luego bajan a luchar con sus propios equipos. El general baja con su personal de combate, más un pequeño equipo de las tropas más duras de la I.M. La tarea de éstas consiste en impedir que el general sea molestado por los extraños mientras dirige la batalla. A veces lo consiguen.

Además de ese personal necesario, cualquier equipo superior a un pelotón debería tener un oficial delegado. Pero nunca hay suficientes oficiales, así que nos las arreglamos con lo que tenemos. Llenar cada puesto necesario de combate, una tarea para un oficial, exigiría un promedio de oficiales del cinco por ciento; pero el tres por ciento es todo lo que tenemos.

En vez de ese óptimo cinco por ciento, que la I.M. jamás puede alcanzar, en el pasado muchos ejércitos comisionaban al diez por ciento de su número, o incluso al quince por ciento… ¡y en ocasiones un ridículo veinte por ciento! Esto suena como un cuento de hadas, pero fue realidad, especialmente durante el Siglo XX.

¿Qué clase de ejército tiene más oficiales que cabos? (¡Y más suboficiales que soldados!)

Un ejército organizado para perder las guerras, si es que la historia significa algo. Un ejército que es, sobre todo, organización, burocracia y altos cargos, y la mayoría de cuyos soldados jamás luchan.

Pero ¿qué hacen los oficiales que no mandan a los que luchan?

Tocar el violón al parecer: oficial del club de oficiales, oficial de moral, oficial de atletismo, oficial de información pública, oficial de recreo, oficial de transporte, oficial legal, capellán, capellán ayudante, segundo ayudante del capellán, oficial al cargo de cualquier cosa que se les ocurra, incluso, sí, ¡oficial de la guardería!

En la I.M. todas esas cosas son trabajo extra para los oficiales de combate o, si son auténticos trabajos, se realizan mejor, de modo más barato y sin desmoralizar a un equipo de lucha, contratando civiles. Pero la situación llegó a ser tan decadente en una de las mayores potencias del Siglo XX que a los verdaderos oficiales, los que mandaban a los hombres en la batalla, les dieron insignias especiales para distinguirlos de las hordas de húsares de salón.

La escasez de oficiales empeoró a medida que avanzaba la guerra, porque el índice de bajas siempre es mayor entre los oficiales, y la I.M. jamás da un mando a un hombre sólo para llenar una vacante. A la larga, cada regimiento debe proveer su parte de oficiales. Las fuerzas de ataque en el Tours necesitaban treinta oficiales: seis jefes de pelotón, dos oficiales al mando de una compañía y dos ayudantes, y un oficial al mando de las fuerzas de ataque con su personal: un delegado y un ayudante.

Lo que tenían eran seis… y yo.

Cuadro de Mandos

Batallón de choque - Fuerzas de ataque

Capitán Blackstone

(«primer cargo»)

Sargento de Flota

Compañía C, «Los Walaby de Warren», Primer teniente Warren

Compañía D, «Los Bribones de Blackie», Capitán Blackstone

(«segundo cargo»)

Primer pelotón, Primer pelotón

Primer teniente Bayonne, (Primer teniente Silva-Hospital)

Segundo pelotón, Segundo pelotón

Segundo teniente Sukarno, Segundo teniente Khoroshen

Tercer pelotón, Tercer pelotón

Segundo teniente N'gam, Segundo teniente Graham

Yo debía haber estado a las órdenes del teniente Silva, pero él salió para el hospital el día en que yo me presenté, enfermo con algún tipo de trastorno nervioso. Sin embargo, eso no significaba necesariamente que yo recibiera su pelotón. Un tercer teniente temporal no está considerado como una baza. El capitán Blackstone podía colocarme a las órdenes del teniente Bayonne, y poner a un sargento a cargo de su primer pelotón, e incluso aceptar un «tercer cargo» y dirigir el pelotón personalmente.

En realidad hizo ambas cosas, aunque a la vez me asignara como jefe de pelotón del primer pelotón de los Bribones. Lo consiguió tomando al mejor sargento de los Walaby para que actuara como su personal de batallón, y luego puso a su sargento de flota como sargento de pelotón de su primer pelotón, un trabajo dos grados por debajo de sus insignias. Entonces el capitán Blackstone me lo explicó en una conferencia pesadísima: yo figuraría en el cuadro de mandos como jefe de pelotón, pero el mismo Blackie y el sargento de Flota lo dirigirían.

Mientras yo me portara bien, podría seguir actuando; incluso se me permitiría bajar como jefe de pelotón, pero una palabra de mi sargento al oficial al mando de mi compañía y las tenazas se cerrarían sobre mí.

Me pareció muy bien. Sería mi pelotón mientras pudiera dirigirlo y, si no era capaz, cuanto antes me retiraran mejor para todo el mundo. Además, no destrozaba tanto los nervios el conseguir así un pelotón en vez de por una catástrofe repentina en la batalla.

Me tomé mi trabajo muy en serio porque era mi pelotón, pero aún no había aprendido a delegar autoridad y, durante una semana, estuve en la sección de las tropas mucho más de lo conveniente para un equipo. Blackie me llamó a su despacho.

—Hijo, ¿qué diablos cree que está haciendo?

Contesté rígidamente que trataba de que mi pelotón estuviera dispuesto para la acción.

—¿De veras? Pues no es eso lo que consigue. Los tiene más nerviosos que una colmena de abejas enloquecidas. ¿Por qué demonios cree que le entregué al mejor sargento de la flota? Si se va a su camarote, se cuelga de un gancho ¡y se queda allí…! hasta que suene el «Preparados para la acción», él le entregará el pelotón tan afinado como un violín.

—Como el capitán quiera —contesté bruscamente.

—Y otra cosa…, no puedo soportar a un oficial que actúe como un maldito cadete. Olvide esa estupidez de hablarme en tercera persona. Guárdesela para los generales y la capitana. Deje de cuadrar los hombros y chocar los talones. Se supone que los oficiales han de mostrarse relajados, hijo.

—Sí, señor.

—Y que sea la última vez que me dice «señor» durante toda una semana. Lo mismo digo del saludo. Quítese ese aire de cadete malhumorado y trate de sonreír.

—Sí, se… De acuerdo.

—Así está mejor. Apóyese en la pared. Rásquese. Bostece. Lo que sea, menos esa actitud de soldadito de plomo.

Lo intenté… y sonreí tontamente al descubrir que no es fácil romper un hábito. Apoyarse es mucho más difícil que mantenerse firme. El capitán Blackstone me estudió.

—Practíquelo —dijo—. Un oficial no puede parecer asustado ni tenso. Eso es contagioso. Ahora dígame, Johnnie, qué necesita su pelotón. No importan las trivialidades; no me interesa saber si cada hombre tiene el número reglamentario de calcetines en el armario.

—Hum… —Pensé a toda prisa—. ¿Sabe, por casualidad, si el teniente Silva se proponía ascender a Brumby a sargento?

—Da la casualidad de que sí lo sé. ¿Cuál es su opinión?

—Bien…, el informe dice que ha estado actuando como jefe de sección durante los dos últimos meses. Sus notas de eficiencia son buenas.

—Le he pedido su opinión, Rico.

—Pues, se… Lo siento. Nunca le he visto trabajar sobre el terreno, de modo que no puedo tener una auténtica opinión; todo el mundo puede actuar bien en la sala de bajadas. Pero, tal como lo veo, él ha estado actuando como sargento demasiado tiempo para rebajarle ahora y promover a un jefe de escuadra por encima de él. Debería conseguir esa tercera sardineta antes de que bajemos, o ser transferido cuando volvamos. Antes incluso, si hay oportunidades de transferencia espacial.

Blackie gruñó:

—Se muestra usted muy generoso al ceder a mis Bribones…, para ser un tercer teniente.

Me puse rojo.

—Sin embargo —dije—, es un punto débil en mi pelotón. Brumby debería ser ascendido o transferido. No le quiero de nuevo en su antiguo puesto con alguien ascendido por encima de él. Es posible que se sienta amargado, y entonces habría otro punto débil. Si no puede conseguir esa otra sardineta, debería ir a presentarse en el Departamento de Reemplazos. Así no se sentirá humillado y tendrá la oportunidad de llegar a ser sargento en otro equipo, en vez de quedarse aquí, en un callejón sin salida.

—¿De veras? —No sonaba burlón en realidad—. Después de ese análisis maestro, aplique sus poderes de deducción y dígame por qué el teniente Silva no lo transfirió hace tres semanas, cuando llegamos a Santuario.

Ya me lo había preguntado yo. El momento de transferir a un hombre es lo antes posible en cuanto uno decide dejar que se marche… y sin aviso. «Es mejor para el hombre y para el equipo», dice el libro. Contesté lentamente:

—¿Estaba ya enfermo el teniente Silva en ese momento, mi capitán?

—No.

Las piezas encajaban.

—Capitán, recomiendo a Brumby para el ascenso inmediato.

—Hace un momento estaba a punto de prescindir de él como inútil —replicó enarcando las cejas.

—Oh, no lo es ni mucho menos. Dije que tenía que ser una cosa u otra pero no sabía cuál. Ahora sí lo sé.

—Continúe.

—Bien, eso supone que el teniente Silva es un oficial eficiente…

—Le diré, para su información, que Silva «el Rápido» tiene un historial de «Excelente, Recomendado para el Ascenso» en su Formulario Treinta y Uno.

—Pero yo sabía ya que él era bueno —continué—, porque he heredado un magnífico pelotón. Tal vez un buen oficial no ascienda a un hombre por…, bueno, por muchas razones, y sin embargo no pone sus dudas por escrito. Sin embargo, en este caso, de no haber podido recomendarle para sargento, no le habría retenido en el equipo a fin de poder sacarle de la nave a la primera oportunidad. Pero no lo hizo. Por tanto, sé que se proponía ascender a Brumby. —Y añadí—: Pero no comprendo por qué no lo hizo hace tres semanas, para que Brumby pudiera haber lucido su tercera sardineta en el D & R.

El capitán Blackstone sonrió.

—Eso es porque usted no me considera eficiente a mí.

—¿Cómo dice, señor?

—No importa. Usted ha sabido desentrañar esta maraña, y yo no espero nunca que un cadete todavía tierno conozca todos los trucos. Pero escuche y aprenda, hijo. Mientras dure esta guerra, no ascienda jamás a un hombre justo antes de volver a la Base.

—¿Por qué no, mi capitán?

—Me habló de enviar a Brumby al Departamento de Reemplazo si no iba a ser ascendido. Pues ahí es, exactamente, adonde habría ido a parar si le hubiéramos ascendido hace tres semanas. Usted no sabe lo ansiosos que se muestran ahí, en el departamento de suboficiales. Repase los archivos y encontrará la petición de que enviemos dos sargentos por cuadro. Con un sargento de pelotón enviado a la E.C.O. y un puesto de sargento vacante, yo estaba bajo en mi plantilla y podía rehusar. —Sonrió sarcástico—. Es una guerra muy dura, hijo, y ellos te roban a tus hombres si no les vigilas. —Sacó dos hojas de papel de un cajón—. Mire.

Uno era una carta de Silva al capitán Blackie, recomendando a Brumby para sargento. Llevaba fecha de hacía más de un mes.

El otro era el despacho de Brumby para sargento, fechado el día siguiente a nuestra salida de Santuario.

—¿Eso le convence? —preguntó.

—¿Cómo? ¡Claro que sí!

—He estado esperando a que usted descubriera el punto débil de su equipo y me dijera lo que había que hacer. Me satisface que lo adivinara, aunque sólo a medias, porque un oficial con experiencia lo habría analizado de inmediato con el cuerpo de mando y los informes del servicio. No importa, así es como se gana experiencia. Ahora veamos lo que debe hacer. Escríbame una carta como la de Silva, con fecha de ayer. Encargue a su sargento de pelotón que le diga a Brumby que usted le ha propuesto para una tercera sardineta, sin mencionar que Silva lo hizo. Usted no lo sabía cuando hizo la recomendación, de modo que lo dejaremos así. Cuando yo le tome el juramento a Brumby, le haré saber que sus dos oficiales le recomendaron por separado, lo que hará que se sienta eufórico. ¿De acuerdo? ¿Algo más?

—Pues…, no en la organización, a menos que el teniente Silva planeara ascender a Naidi, segundo de Brumby. En cuyo caso podríamos ascender a un suboficial a aspirante, y eso nos permitiría ascender a cuatro soldados a suboficiales, incluidos tres vacantes que existen ahora. No sé si es política suya el mantener el cuerpo de mando (C.D.M.) lleno, o no.

—Podríamos hacerlo —repuso amablemente Blackie—, puesto que usted y yo sabemos que algunos de esos chicos no van a tener muchos días para disfrutarlo. Recuerde tan sólo que nunca ascendemos a un hombre a menos que haya entrado en combate, por lo menos no en los Bribones de Blackie. Discurra el modo de hacerlo con su sargento de pelotón y comuníquemelo. No hay prisa. En cualquier momento antes de que me acueste hoy. ¿Algo más?

—Bien, mi capitán, estoy preocupado por los trajes.

—Y yo también. Y todos los pelotones.

—No sé de los demás pelotones pero, con cinco reclutas que vestir, más cuatro trajes dañados, y dos más retirados esta semana pasada y reemplazados por el almacén… No sé cómo Cunha y Navarre podrán calentar tantos y hacer los tests de rutina en los otros cuarenta y uno, y que todo esté dispuesto para la fecha calculada. Aunque no surjan problemas…

—Siempre surgen problemas.

—Sí, mi capitán. Pero se requieren doscientas ochenta y seis horas de trabajo sólo para calentar y probar, más ciento veintitrés horas de comprobaciones de rutina. Y siempre se necesita algo más de tiempo.

—Bien, ¿qué cree usted que puede hacerse? Los demás pelotones le ayudarán si terminan con sus propios trajes por anticipado. Cosa que dudo. No espere que le ayuden los Walaby; es más probable que tengamos que ayudarles.

—Ya… Mi capitán, no sé qué opinará usted de esto, ya que me dijo que permaneciera alejado de la sección de tropas, pero cuando yo era cabo fui ayudante del sargento de Artillería y Armaduras.

—Siga.

—Bien, al final yo mismo era el sargento de A. y A. Pero sólo ocupaba el puesto de otro hombre, ya que no soy un mecánico cualificado en A. y A. Sin embargo, sí soy un ayudante bastante bueno y, si me lo permitiera…, bueno, podría calentar los trajes nuevos o hacer las comprobaciones de rutina. Así Cunha y Navarre tendrían más tiempo para los auténticos problemas.

Blackie se echó atrás y sonrió.

—Señor Rico, he revisado las ordenanzas cuidadosamente, y no encuentro ninguna que diga que un oficial no deba ensuciarse las manos. —Y añadió—: Menciono esto porque algunos de los «jóvenes caballeros» que nos han sido asignados han leído, al parecer, esa ordenanza que no existe. De acuerdo, coja un mono de trabajo, pues no hay necesidad de que se ensucie el uniforme además de las manos. Vaya a buscar a su sargento de pelotón, háblele de lo de Brumby y ordénele que prepare las recomendaciones para llenar esos vacíos en el C.D.M., por si yo decidiera confirmar su recomendación de Brumby. Luego dígale que usted va a dedicar todo su tiempo al trabajo en Artillería y Armaduras, y que desea que él se encargue de todo lo demás. Dígale que, si tiene algún problema, le busque a usted en la Armería. No le diga que me consultó; sólo déle órdenes. ¿Me sigue?

—Sí, se… Sí.

—De acuerdo, adelante. Al pasar por la sala de juego, presente por favor mis respetos a «Rusty» y dígale que venga a verme.

Jamás estuve tan ocupado como durante las dos semanas siguientes, ni siquiera en el campamento de reclutas. Trabajar como mecánico de Artillería y Armaduras unas diez horas al día no era mi única tarea. Estaban las matemáticas, por supuesto, y no había modo de saltárselo, puesto que me daba clases la capitana. Y las comidas, digamos hora y media al día. Más el trabajo de mantenerme en forma, afeitarme, ducharme, abotonarme los uniformes y tratar de encontrar al sargento de marina y obligarle a abrir la lavandería para sacar un uniforme limpio diez minutos antes de la inspección. (Es una ley no escrita de la marina la de que todo debe estar siempre cerrado cuando más se necesita).

Montar guardia, la revista, la inspección y un mínimo de rutina de pelotón suponía otra hora al día. Pero además, yo era «George». Cada equipo tiene un «George». Es el oficial más joven, al que se encargan todos los trabajos adicionales: monitor de atletismo, censor del correo, árbitro en las competiciones, oficial de escuela, encargado de cursos por correspondencia, fiscal en un consejo de guerra, tesorero del fondo de préstamos mutuos, custodio de las publicaciones registradas, oficial de almacén, oficial de la cantina de tropa, y un interminable etcétera.

«Rusty» Graham había sido «George» hasta que me pasó alegremente el muerto. No se sintió tan alegre cuando yo insistí en el inventario de todo aquello que debía hacer. Me sugirió que, si no tenía el sentido común suficiente para aceptar el inventario firmado por un oficial comisionado, tal vez entonces una orden directa me hiciera cambiar de opinión. Pero me mostré firme y le dije que pusiera sus órdenes por escrito, y con una copia certificada, de modo que yo pudiera conservar el original y entregar la copia al oficial al mando del equipo.

«Rusty» se echó atrás, furioso (ni siquiera un segundo teniente es tan tonto como para poner tales órdenes por escrito). Aquello no me alegró ni mucho menos, puesto que «Rusty» era mi compañero de habitación y me ayudaba con las matemáticas, pero aún así hicimos el inventario. Me llevé una bronca del teniente Warren por ser tan estúpidamente oficioso, pero abrió su caja y me permitió ver los partes registrados. El capitán Blackstone abrió la suya sin comentarios, y no sería yo capaz de decir si él aprobó que yo hiciera el inventario o no.

Los partes estaban bien, pero no lo referente a las cuentas. ¡Pobre «Rusty»! Había aceptado las cuentas de su predecesor y ahora no cuadraban… Y no sólo el otro oficial no estaba en la nave, sino que había muerto. «Rusty» se pasó una noche sin dormir (¡y yo también!) y luego se presentó a Blackie y le dijo la verdad.

Este le pegó una bronca, luego repasó lo que faltaba y halló el modo de describir la mayor parte como «perdido en combate». Lo cual redujo el abono de «Rusty» a unos cuantos días de paga, pero Blackie le obligó a seguir con ese trabajo, posponiendo por tanto indefinidamente la liquidación en efectivo.

No todos los trabajos de «George» daban tantos dolores de cabeza. No hubo ningún consejo de guerra, ya que no suele haberlos en un buen equipo de combate. Tampoco había correo que censurar, ya que el barco iba con impulso Cherenkov. Y lo mismo ocurría con los préstamos, por razones similares. Delegué en Brumby la cuestión del atletismo, y la del arbitraje dependía de si había competiciones o no. La cantina de la tropa era excelente; yo ponía la inicial en los menús y a veces inspeccionaba la cocina, es decir abría un bocadillo sin quitarme siquiera el mono cuando trabajaba hasta tarde en la Armería. Los cursos de correspondencia significaban mucho papeleo, ya que algunos continuaban con sus estudios —tanto si había guerra como si no—, pero los delegué en mi sargento de pelotón, y el suboficial, que era su ayudante, llevaba los informes.

Sin embargo, los trabajos de «George» sumaban unas dos horas al día, ya que había muchísimos.

Calculen cómo me dejaba todo esto: diez horas de A. y A.; tres horas de matemáticas; comidas: hora y media; aseo personal: una hora; papeleo militar: una hora; «George»: dos horas; dormir: ocho horas. Total: veintiséis horas y media. La nave ni siquiera se regía según el día de Santuario, de veinticinco horas, porque una vez en marcha, seguíamos la hora de Greenwich y el calendario universal.

Por tanto, sólo podía privarme de horas de sueño.

Estaba sentado en la sala de juego, hacia la una de la madrugada, luchando con las matemáticas, cuando entró el capitán Blackstone.

—Buenas noches, mi capitán —le dije.

—Buenos días, querrá decir. ¿Qué demonios le pasa, hijo? ¿Insomnio?

—No exactamente.

Cogió el montón de hojas, diciendo:

—¿No puede encargarse su sargento de todos estos papeles? Ah, ya comprendo. Váyase a la cama.

—Pero, mi capitán…

—Vuelva a sentarse, Johnnie. Me proponía hablarle. Nunca le veo aquí, en la sala de juego, por las tardes. Paso ante su habitación y siempre está trabajando en su mesa. Cuando su compañero se acuesta, usted se traslada aquí. ¿Cuál es el problema?

—Bueno…, parece que no consigo ponerme al día.

—Eso no lo consigue nadie. ¿Cómo va su trabajo en la Armería?

—Muy bien. Creo que lo completaremos.

—También yo lo creo. Mire, hijo, usted ha de tener sentido de la proporción. Tiene dos deberes primordiales. El primero cuidarse de que el equipo de su pelotón esté a punto, y eso ya lo hace. No tiene que preocuparse por el pelotón en sí, como le dije. El segundo, y tan importante como el otro, es que se encuentre dispuesto para luchar. Se olvida de eso.

—Estaré dispuesto, mi capitán.

—Tonterías. No está haciendo ejercicio, y pierde sueño. ¿Es así como se prepara una bajada? Cuando uno dirige un pelotón, hijo, ha de estar en forma. De aquí en adelante, hará ejercicio desde las cuatro y media a las seis todos los días. Estará en la cama y con la luz apagada a las once y, si tarda en dormirse quince minutos dos noches seguidas, informará al médico para que le imponga un tratamiento. Es una orden.

—Sí, señor. —Sentí que los mamparos caían sobre mi y añadí desesperado—: Mi capitán, no veo cómo puedo acostarme a las once y a la vez encargarme de que se haga todo.

—Entonces, que no se haga. Como le dije, muchacho, ha de tener sentido de la proporción. Dígame en qué emplea su tiempo.

Se lo dije y asintió.

—Lo que me figuraba. —Recogió el cuaderno de «deberes» de matemáticas y volvió a dejarlo—. Esto, por ejemplo. Desde luego, quiere trabajar en ello, pero ¿por qué ha de hacerlo con tanta intensidad antes de que nos metamos en acción?

—Bueno, yo pensé…

—Lo que no hizo precisamente fue pensar. Hay cuatro posibilidades, y sólo una le exige que termine esos deberes. Primera: podrían matarle. Segunda: podría recibir una herida y retirarse con una comisión honoraria. Tercera: podría salir bien, pero que le suspendiera en su Formulario Treinta y Uno su examinador, es decir yo. Lo cual es precisamente lo que tanto teme de momento. Pero, hijo, yo ni siquiera le permitiré bajar si usted aparece con los ojos enrojecidos por falta de sueño y los músculos fláccidos por falta de ejercicio. La cuarta posibilidad es que usted comprenda bien su deber, en cuyo caso tal vez le deje dirigir un pelotón. Entonces supongamos que lo hace y que nos ofrece la mejor actuación desde que Aquiles mató a Héctor, y yo le apruebo. Sólo en ese caso habría de terminar sus ejercicios de matemáticas. De modo que puede realizarlos en el viaje de regreso.

»Con esto queda liquidado el asunto: ya hablaré yo con la capitana. Y ahora mismo le relevo del resto de sus tareas. En el camino de vuelta a casa podrá dedicar tiempo a las matemáticas. Si es que volvemos a casa. Pero jamás llegará a ninguna parte si no aprende a establecer prioridades. ¡Váyase a la cama!

Una semana más tarde hicimos un reencuentro, dejando el impulso Cherenkov y reduciendo la velocidad de la luz mientras la flota intercambiaba señales. Se nos enviaron Instrucciones, el Plan de Batalla, nuestra Misión y Ordenes —un montón de palabras tan largo como una novela— y nos dijeron que no bajáramos en cápsulas.

Sí, estaríamos en la operación, pero marcharíamos como caballeros resguardados en botes de retirada. La razón de ello era que la Federación dominaba ya la superficie: las Divisiones Segunda, Tercera y Quinta de I.M. lo habían hecho…, y pagando en efectivo.

Aquel lugar no parecía digno de ese precio. El Planeta P es más pequeño que la Tierra, con una gravedad de superficie de 0,7, compuesto sobre todo de mares fríos como el hielo y rocas, con una flora a base de líquenes y ninguna fauna de interés. Es imposible respirar la atmósfera durante mucho tiempo, pues está contaminada con óxido nitroso y demasiado ozono. Su único continente es poco más o menos la mitad de Australia, aparte de unas islas que carecen de valor. Probablemente, requeriría tanta formación de tierras como Venus antes de que pudiéramos utilizarlo.

Sin embargo, no estábamos comprando una finca para vivir en ella. Si habíamos ido a ese lugar era porque las Chinches estaban allí, y lo habían ocupado para luchar contra nosotros, según pensaba el Alto Mando. Este nos comunicó que el Planeta P era una base de avance incompleta (87 6%) para utilizarla en contra nuestra.

Como el planeta no valía la pena, la solución de rutina para librarse de la base de las Chinches sería que las naves quedaran a una distancia segura y convirtieran aquella esfera en inhabitable, tanto para el hombre como para la Chinche. Pero el comandante en jefe tenía otras ideas.

La operación estaba planeada como una incursión. Resulta increíble llamar incursión a una batalla que supone cientos de naves y miles de bajas, sobre todo teniendo en cuenta que, mientras tanto, la marina y muchas otras tropas mantenían la guerra en marcha a muchos años luz, en el espacio de las Chinches, con objeto de impedirles que acudieran a defender este planeta.

Pero el comandante en jefe no malgastaba hombres. Este raid gigante decidiría tal vez quién iba a ganar la guerra, ya fuera al año siguiente o treinta años más tarde. Necesitábamos aprender más cosas sobre la psicología de las Chinches. ¿Habría que borrarlas a todas de la Galaxia? ¿O era posible derrotarlas e imponer la paz? No lo sabíamos. Las comprendíamos tan poco como entendíamos a las termitas.

Para aprender su psicología habíamos de entrar en comunicación con ellas, saber sus motivaciones, descubrir por qué luchaban y en qué condiciones se detendrían. Y, para eso, el Cuerpo de Guerra Psicológica necesitaba prisioneros.

Los obreros son fáciles de capturar, pero un obrero Chinche apenas es algo más que una máquina animada. Los guerreros pueden capturarse quemándoles bastantes patas como para dejarlos inválidos; pero son casi tan estúpidos, sin el que los dirige, como los obreros. De tales prisioneros nuestros investigadores habían aprendido cosas muy importantes: la invención de aquel gas aceitoso que mataba a las Chinches pero no a nosotros surgió del análisis de la bioquímica de los obreros y guerreros, y de sus investigaciones habían surgido otras armas nuevas incluso en el breve tiempo que llevaba yo en el ejército. Sin embargo, para descubrir por qué luchaban las Chinches, necesitábamos estudiar a los miembros de su casta de cerebros. Y también confiábamos en intercambiar prisioneros.

Hasta ese momento, jamás habíamos cogido a una Chinche viva. O bien habíamos liquidado sus colonias de la superficie, como en Sheol, o (con demasiada frecuencia) las tropas se habían introducido por sus agujeros y no habían vuelto a salir. Muchos hombres valientes se habían perdido de ese modo.

Sin embargo, aún habíamos perdido más por fallos en la recogida. A veces, un equipo sobre el terreno veía cómo barrían del cielo a sus naves. ¿Qué le sucedía a tal equipo? Que probablemente moría hasta el último hombre. Con seguridad, seguía luchando hasta haber agotado la energía y las municiones, y entonces los supervivientes eran capturados con la misma facilidad que un insecto caído de espaldas.

Por nuestros cobeligerantes, los Huesudos, sabíamos que muchos soldados desaparecidos seguían vivos y prisioneros (confiábamos en que fuesen miles; al menos estábamos seguros de que eran centenares). Los del Servicio de Inteligencia opinaban que los prisioneros eran llevados siempre a Klendathu. Las Chinches sienten la misma curiosidad acerca de nosotros que nosotros acerca de ellas, una raza de individuos capaces de construir ciudades, naves espaciales y ejércitos puede ser incluso más misteriosa para una colmena que estos bichos lo son para nosotros.

Fuera como fuese, ¡deseábamos recuperar a los prisioneros!

Según la lógica severa del universo, quizás eso parezca una debilidad. Tal vez alguna raza que no se moleste en rescatar a uno de los suyos explote esa característica humana para borrarnos del universo. Los Huesudos apenas cuentan con esa característica, y las Chinches no la conocen en absoluto, al parecer. Nadie ha visto jamás que una Chinche acudiera en ayuda de un camarada herido. Cooperan perfectamente en la lucha, pero abandonan a sus unidades en el instante en que ya no les resultan útiles.

Nuestra conducta es diferente. Cuántas veces se ha podido leer este titular: DOS HOMBRES MURIERON AL TRATAR DE RESCATAR A UN NIÑO QUE SE AHOGABA. Si un hombre se pierde en las montañas, cientos saldrán a buscarle, aunque tal vez algunos mueran. Sin embargo, cuando de nuevo alguien se pierde, otros tantos voluntarios aparecen.

Mala aritmética…, pero muy humana. Pervive en todas nuestras tradiciones, en todas las religiones humanas y en toda nuestra literatura la convicción racial de que, cuando un ser humano necesita ayuda, nadie debe pensar en el precio.

¿Debilidad? Tal vez sea ésa la única fuerza que nos permita ganar una galaxia.

Sea debilidad o fuerza, las Chinches no la tienen. Y no habría posibilidad de intercambiar guerreros por guerreros.

Pero, en una poliarquía de colmena, algunas castas son valiosas. Así lo esperaba al menos el Cuerpo de Guerra Psicológica. Si pudiéramos capturar a las Chinches cerebro, vivas y sin heridas, tal vez lográramos comerciar en buenos términos.

¿Y si capturásemos a una reina?

¿Cuál sería el valor de intercambio por una reina? ¿Todo un regimiento? Nadie lo sabía, pero el Plan de Batalla nos ordenaba que capturáramos a la «aristocracia» de las Chinches, reinas y cerebros, a cualquier precio, apostando a que podríamos intercambiarlos por seres humanos.

El tercer propósito de la Operación Realeza consistía en desarrollar métodos: cómo bajar a sus agujeros, cómo sacarlos de allí, cómo vencerlos sin aniquilarlos por completo. A soldado por guerrero podíamos ahora derrotarles sobre el terreno; a nave por nave, nuestra marina era mejor, pero hasta el momento no habíamos tenido suerte al tratar de bajar por sus agujeros.

Si fallábamos en este intercambio de los prisioneros en los términos que fuese, entonces todavía teníamos que: a) ganar la guerra; b) hacerlo de tal modo que pudiéramos recuperar a los nuestros o c) (había que admitirlo) morir intentándolo y perder. El Planeta P era el terreno de pruebas para decidir si era posible aprender a exterminarlos.

Se leyeron las Instrucciones a los soldados, y cada uno siguió oyéndolas en sueños durante la preparación por hipnosis. De modo que, aunque todos sabíamos que la Operación Realeza estaba preparando el terreno para el rescate eventual de nuestros compañeros, también sabíamos que en el Planeta P no había prisioneros humanos, ya que nunca habíamos bajado allí. De modo que nadie necesitaba tratar de ganar una medalla con la esperanza de efectuar personalmente un rescate. No era sino otra caza de Chinches, pero con fuerzas masivas y con nuevas técnicas. Íbamos a pelar ese planeta como si fuera una cebolla, hasta que todas las Chinches hubieran salido a la superficie.

La marina había asolado las islas y la parte no ocupada del continente hasta que todo quedó lleno de radiactividad. Podíamos perseguir a las Chinches sin preocuparnos por la retaguardia. La marina mantenía asimismo toda una red de naves en órbita en torno al planeta, para escoltar a las de transporte y mantener la vigilancia de la superficie, a fin de asegurarse de que las Chinches no nos atacaran por detrás a pesar de aquella destrucción.

Según el plan de batalla, las órdenes para los Bribones de Blackie eran que apoyáramos a la misión principal cuando se nos dijera, cuando se presentara la oportunidad, relevando a otra compañía en una zona capturada, protegiendo a las unidades de otros cuerpos en esa zona, manteniendo el contacto con las unidades de I.M. en torno a nosotros… y destruyendo a cualquier Chinche que asomara su maldita cabeza.

De modo que nos bajaron cómodamente en una nave y aterrizamos sin oposición. Me llevé a mi pelotón al trote, con los trajes electrónicos. Blackie iba por delante para encontrarse con el oficial al mando de la compañía, al que había que relevar, captar la situación y estudiar el terreno. Así que echó a correr hacia el horizonte como un conejo al que persiguen.

Hice que Cunha enviara a los exploradores de la primera sección para localizar los ángulos delanteros del área de mi pelotón, y envié al sargento hacia la izquierda para que estableciera contacto con un pelotón del Quinto Regimiento. Nosotros, el Tercer Regimiento, teníamos que mantener una extensión de quinientos kilómetros de anchura y ciento treinta de longitud; mi parte en ella era un rectángulo de setenta kilómetros de longitud y veinticinco de anchura en el flanco izquierdo del ángulo delantero. Los Walaby estaban detrás de nosotros, el pelotón del teniente Khoroshen a la derecha, y «Rusty» tras él.

Nuestro Primer Regimiento ya había relevado a un regimiento de la Quinta División delante de nosotros, con un «salto» que les colocó en mi ángulo y por delante. «Vanguardia» y «retaguardia», «flanco derecho» e «izquierdo» se referían a la orientación establecida en las señales de reconocimiento de cada traje de comando, que se ajustaban a la red de señales del plan de batalla. No teníamos un auténtico frente, simplemente un área, y de momento la única lucha se llevaba a cabo a varios cientos de kilómetros a nuestra arbitraria derecha y retaguardia.

En algún punto de esa zona, probablemente a unos trescientos kilómetros, debía de estar el segundo pelotón, Compañía G, Segundo Batallón, Tercer Regimiento…, comúnmente conocido como los Rufianes.

O tal vez estuvieran a cuarenta años luz de distancia. La organización táctica nunca encaja con el Cuadro de Organización. Todo lo que yo sabía del Plan es que algo llamado «el Segundo Batallón» estaba a nuestra derecha, más allá de los muchachos del Playa de Normandía. Pero ese batallón podía pertenecer a otra división. El mariscal del Espacio juega al ajedrez sin consultar con las piezas.

De todos modos, yo no debía pensar ahora en los Rufianes. Tenía mi tarea como miembro de los Bribones. Mi pelotón estaba bien de momento —todo lo seguro que puede estarse en un planeta hostil— pero yo tenía mucho que hacer antes de que el primer escuadrón de Cunha llegara al extremo más lejano. Necesitaba:

1. Localizar al jefe de pelotón que había estado defendiendo esta zona.

2. Fijar los ángulos e identificarlos para los jefes de sección y de escuadra.

3. Establecer contacto con ocho jefes de pelotón en los flancos y en los ángulos, cinco de los cuales deberían estar ya en posición (los del Quinto y Primer Regimiento), y tres (Khoroshen, de los Bribones, y Bayone y Sukarno, de los Walaby) que ahora avanzaban hacia su posición.

4. Conseguir que mis propios muchachos se extendieran hasta sus puntos iniciales con la mayor rapidez posible y por la ruta más corta.

Esos puntos debían establecerse en primer lugar, ya que la columna abierta en que desembarcamos no lo haría. La última escuadra de Brumby debía desplazarse hacia el flanco izquierdo; la escuadra líder de Cunha tenía que extenderse desde la vanguardia a la izquierda, en oblicuo; las otras cuatro escuadras habían de abrirse en abanico en el centro.

Ese es el despliegue normal, y habíamos hecho prácticas para realizarlo con rapidez en la sala de bajadas.

—¡Cunha! ¡Brumby! Tiempo para desplegarlos —grité, utilizando el circuito de los suboficiales.

—¡Entendido, uno! ¡Entendido, dos!

—Jefes de sección, tomen el mando y avisen a cada recluta. Van a pasar muchos Chalados. No quiero que les disparen por error. —Pasé a mi circuito privado y dije—: Sargento, ¿ha establecido contacto con la izquierda?

—Sí, señor. Me ven a mí y a usted.

—Bien, no veo una señal luminosa en nuestro ángulo de anclaje…

—Falta.

—…así que dirija a Cunha por D.R. Lo mismo para el explorador jefe —ése era Hughes— y que éste fije una nueva señal.

Me pregunté por qué el Tercero o el Quinto no habrían reemplazado aquella señal de anclaje en mi ángulo izquierdo, donde tres regimientos se unían, pero era inútil hablar de ello y continué:

—D.R. Conteste. Tienen dos siete cinco, doce kilómetros.

—Señor. El cambio de dirección es nueve seis, límite doce kilómetros.

—Bastante cerca. No he encontrado todavía a mi número opuesto, de modo que estoy adelantando al máximo. Cuidado con las tropas.

—Lo tengo, señor Rico.

Avancé a toda velocidad mientras seguía hablando por el circuito de oficiales:

—Cuadro Negro Uno, conteste Negro Uno… Chalados de Chang…, ¿me oyen? Contesten.

Quería hablar con el jefe de patrulla que íbamos a relevar, y no por cumplir simplemente, sino para conseguir información.

No me gustaba lo que había visto.

O bien los jefes supremos eran demasiado optimistas al creer que habíamos montado unas fuerzas invencibles contra una pequeña base de Chinches, todavía no desarrollada, o los Bribones habían ido a caer en un punto donde todo era un caos. En los pocos momentos que llevaba fuera de la nave había visto ya media docena de trajes electrónicos por el suelo; confiaba en que estuvieran vacíos, hombres muertos posiblemente, pero de todas formas eran demasiados.

Aparte de eso, mi radar táctico mostraba todo un pelotón (el mío) avanzando en posición, pero sólo algunos dirigiéndose a la recogida o aún en posición. Tampoco veía yo sistema alguno en sus movimientos.

Yo era responsable de 1.250 kilómetros cuadrados de terreno hostil, y deseaba ardientemente descubrir cuanto pudiera, antes de que mis escuadras se metieran en el lío. El plan de batalla había ordenado una nueva doctrina táctica que yo hallaba deprimente: no cierren los túneles de las Chinches. Blackie nos lo había explicado como si se le hubiera ocurrido a él y le gustara, pero yo lo dudaba.

La estrategia era sencilla y supongo que lógica… si podíamos permitirnos las pérdidas. Que salgan las Chinches. Buscarlas y matarlas en la superficie. Que siguieran saliendo. No bombardeen los agujeros, no arrojen gas… Que salgan. Al cabo de algún tiempo —un día, dos días, una semana—, si realmente nuestras fuerzas eran abrumadoras, dejarían de salir. El personal de Planeamiento había calculado (¡no me pregunten cómo!) que las Chinches permitirían que muriera de un setenta a un noventa por ciento de sus guerreros antes de renunciar a borrarnos de la superficie.

Entonces empezaríamos a introducirnos en el interior, matando a los guerreros supervivientes al bajar, y tratando de capturar viva a la «realeza». Sabíamos el aspecto que tenía la casta de los cerebros, los habíamos visto muertos (en fotografía) y sabíamos que no podían correr: unas patas apenas funcionales y un cuerpo hinchado que era, sobre todo, sistema nervioso. A las reinas jamás las habíamos visto los humanos, pero el Cuerpo de Guerra Biológica había hecho unos diseños de lo que se suponía que sería su aspecto: monstruos obscenos, más grandes que un caballo y totalmente inmóviles.

Aparte de los cerebros y reinas, podía haber otras castas en la realeza. Si así fuera había que animar a los guerreros a salir y morir, y luego capturar viva cualquier cosa, excepto guerreros y obreros.

Un plan preciso y precioso… sobre el papel. Lo que significaba para mí era que yo tenía un área de 25 x 70 kilómetros tal vez, abarrotada de agujeros de Chinches sin cerrar. Deseaba las coordenadas de cada uno de ellos.

Si había demasiados…, bueno, podía cegar algunos por accidente y dejar que mis chicos se concentraran en la vigilancia del resto. Un soldado con traje de merodeador puede cubrir mucho terreno, pero no puede vigilar dos cosas a la vez. No es un ser sobrehumano.

Salté varios kilómetros por delante de la primera escuadra sin dejar de llamar al jefe del pelotón de Chalados, llamando a la vez a cualquiera de sus oficiales y describiendo la nota de mi transmisión de señal (da, di, da, da).

No hubo respuesta.

Al fin fue mi jefe el que me contestó:

—¡Johnnie! Corte ese ruido. Contésteme por el circuito de conferencia.

Eso hice, y Blackie me dijo secamente que dejara de buscar al jefe de los Chalados por el Cuadro Negro Uno. Ya no existían. Oh, tal vez quedara algún suboficial vivo en alguna parte, pero la cadena de mando se había roto.

Según el libro, alguien asciende siempre. Pero eso sucede cuando se han roto demasiados eslabones. Como el coronel Nielssen me dijera en una ocasión allá en el remoto pasado, es decir hacía casi un mes.

El capitán Chang había entrado en acción con tres oficiales además de él; sólo quedaba uno ahora (mi compañero de clase, Abe Moise) y Blackie trataba de averiguar por él la situación. Abe no fue de mucha ayuda. Cuando yo me uní a la conferencia y me identifiqué, Abe pensó que yo era el oficial al mando de su batallón y me dio un informe abrumadoramente preciso, al tiempo que carente de todo sentido.

Blackie interrumpió y me ordenó que continuara.

—Olvídese de las órdenes de relevo. La situación será tal como usted la vea, de modo que siga moviéndose y observe.

—¡De acuerdo, jefe! —Crucé mi propia área hacia el extremo más lejano, el ángulo de anclaje, a toda velocidad posible, abriendo los circuitos en mi primer salto—: ¡Sargento! ¿Qué hay de esa señal para el anclaje?

—En ese ángulo no hay lugar para colocarla, señor. Hay allí un nuevo cráter, escala seis.

Solté un silbido. Podría meterse todo el Tours en un cráter de tamaño seis. Uno de los trucos que las Chinches utilizaban contra nosotros, si estábamos en la superficie y ellos bajo tierra, era hacer estallar minas. (Nunca usaban misiles, excepto desde las naves espaciales). Si uno estaba próximo al punto de explosión, el shock de ésta acababa con él; si estaba en el aire al estallar la mina, la onda expansiva alteraba los girostatos y dejaba el traje sin control.

Nunca había visto un cráter mayor que los de la escala cuatro. La teoría era que jamás originarían una explosión demasiado intensa por el daño que supondría para sus hábitats trogloditas, aunque los reforzaran.

—Coloque otra señal —le dije—. Comuníqueselo a los jefes de sección y de escuadra.

—Ya lo he hecho, señor. Ángulo uno, uno, cero; kilómetros uno punto tres. Da, dit, dit. Debería poder leerlo, ya que está a unos tres, cinco, de donde está usted.

Hablaba con la serenidad de un sargento instructor de maniobras, y me pregunté si habría notado algún nerviosismo exagerado en mi voz.

Lo encontré en mi radar, sobre la ceja izquierda: uno largo y dos cortos.

—De acuerdo. Veo que la primera escuadra de Cunha está casi en posición. Disperse esa escuadra y que patrulle en el cráter. Iguale las áreas. Brumby tendrá que tomar seis kilómetros más de longitud.

Me dije, muy enojado, que cada hombre tenía ya que patrullar treinta kilómetros cuadrados; si ahora lo extendíamos tanto significaría treinta y cinco por hombre, y una Chinche puede salir por un agujero de menos de un metro y medio de ancho.

—¿Está muy caliente ese cráter? —añadí.

—Rojo ámbar en el borde. No he estado en su interior, señor.

—Manténgase fuera. Lo comprobará más tarde. —Rojo ámbar mataría a un humano sin protección, pero un soldado con el traje electrónico puede soportarlo por algún tiempo. Si había tanta radiación en el borde, sin duda el fondo nos freiría los ojos. Dígale a Naidi que envíe a Malan y Bjork a la zona ámbar, y que ellos fijen escuchas en tierra.

Dos de mis cinco reclutas iban en aquella primera escuadra, y los reclutas son como cachorros curiosos: meten la nariz en todo.

—Dígale a Naidi que me interesan dos cosas: el movimiento dentro del cráter y los ruidos en el terreno alrededor. —Nosotros no íbamos a enviar tropas por un agujero tan radiactivo que sólo la salida los matara. Pero las Chinches sí lo harían, si con ello lograban alcanzarnos—. Que Naidi me dé el informe. Que nos lo dé a los dos, quiero decir.

—Sí, señor. —Y mi sargento de pelotón añadió—: ¿Puedo hacer una sugerencia?

—Por supuesto. Y no espere a pedir permiso la próxima vez.

—Navarre puede manejar el resto de la primera sección. El sargento Cunha podría llevar la escuadra al cráter y dejar a Naidi libre para supervisar la vigilancia de los escuchas en tierra.

Sabía lo que él estaba pensando. Naidi, un cabo reciente que jamás había tenido una escuadra sobre el terreno, no era realmente el hombre para cubrir lo que parecía el punto de mayor peligro en el Cuadro Negro Uno. El sargento quería retirar de allí a Naidi por las mismas razones por las que yo retirara a los reclutas.

Me pregunté si él sabría lo que yo estaba pensando. El tipo usaba el traje que llevara como personal del batallón de Blackie; tenía un circuito más que yo, uno privado con el capitán Blackstone.

Probablemente Blackie estaba escuchándonos por ese circuito extra. Era indudable que el sargento de mi pelotón no estaba de acuerdo con la disposición que yo daba al mismo. Si no seguía su consejo tal vez oyera de inmediato la voz de Blackie interrumpiéndome y diciendo:

«Sargento, tome el mando. Señor Rico, está relevado»

Pero ¡maldita sea!, un cabo al que no se le permitiera mandar su escuadra no era un cabo, y un jefe de pelotón que sólo repitiera las sugerencias de su sargento era un traje vacío.

No lo medité demasiado. La idea cruzó como un rayo por mi cabeza y contesté de inmediato:

—No puedo perder a un cabo para que se dedique a cuidar a dos reclutas. Ni a un sargento para que dirija a cuatro soldados y un cabo segundo…

—Pero…

—Aguarde. Quiero que se releve la vigilancia del cráter cada hora. Quiero que nuestro primer pelotón revise los agujeros rápidamente. Los jefes de escuadra comprobarán cualquier agujero del que se informe y darán señales indicando las coordenadas, de modo que los jefes de sección, el sargento de pelotón y el jefe de pelotón puedan inspeccionarlas a medida que vayan llegando. Si no hay demasiados, pondremos guardia en cada uno. Lo decidiré más tarde.

—Sí, señor.

—En el segundo turno quiero que un pelotón, con todos los hombres posibles y lentamente, revise los agujeros que nos saltamos en la primera pasada. Los ayudantes de los jefes de escuadra utilizarán los visores en esa pasada. Los jefes de escuadra observarán la posición de cualquier soldado o traje sobre el terreno. Tal vez queden algunos Chalados, heridos pero vivos. Pero nadie ha de detenerse, ni para comprobar el estado físico, a menos que yo lo ordene. Primero hemos de conocer la situación de las Chinches.

—Sí, señor.

—¿Alguna sugerencia?

—Sólo una —contestó—. Creo que los ayudantes de escuadra deberían usar los visores en esa primera pasada.

—Bien, hágalo de ese modo.

Su sugerencia tenía sentido, ya que la temperatura del aire en la superficie era mucho más baja que la que las Chinches tienen en sus túneles; un agujero camuflado dejaría salir aire que se vería como un géiser con los rayos infrarrojos. Miré el radar.

—Los chicos de Cunha están casi al límite —proseguí—. Inicie el desfile.

—¡Muy bien, señor!

—Corto.

Apagué el amplio circuito y continué hacia el cráter mientras escuchaba a todo el mundo a la vez. El sargento ya revisaba el plan dispuesto, interceptando a una escuadra y dirigiéndola hacia el cráter, distribuyendo el resto de la primera sección en una contramarcha de dos escuadras, a la vez que mantenía a la segunda sección en una barrida de rotación según lo previsto, pero con seis kilómetros más de profundidad. También hacía que avanzaran las secciones, luego las dejaba y cogía la primera escuadra cuando ésta llegaba al ángulo de anclaje en el cráter y le daba instrucciones, y después hablaba a los jefes de sección con el tiempo suficiente para darles la nueva posición de las señales a las que dirigirse.

Lo hizo con la misma precisión que el tambor en un desfile, y con más rapidez y menos palabras de lo que lo habría hecho yo. Un ejercicio de emisión de órdenes con el traje energético, y con un pelotón extendido sobre muchos kilómetros de terreno, es mucho más difícil que la precisión exacta de un desfile, pero tiene que ser así o de lo contrario se les vuela la cabeza a los compañeros en la acción o, como en este caso, se barre dos veces una parte del terreno y se salta la otra.

Pero el maestro de maniobras sólo tiene un radar de la situación de su formación; puede ver únicamente con sus ojos a los que tiene cerca. Mientras yo escuchaba, los veía en mi propio radar, como luciérnagas que pasaran ante mi rostro en líneas precisas, «deslizándose a rastras» porque, incluso sesenta kilómetros por hora es una marcha lenta si se comprime una formación de treinta kilómetros en un radar que un hombre pueda ver.

Escuchaba a todo el mundo a la vez, porque quería oír lo que se decía en las escuadras.

Nadie hablaba. Cunha y Brumby dieron sus órdenes secundarias y se callaron. Los cabos repitieron los cambios de escuadra que eran necesarios; los ayudantes de escuadra y sección repitieron las correcciones ocasionales de intervalo o alineación, y los soldados no dijeron nada en absoluto.

Oía la respiración de cincuenta hombres como el rumor silencioso de la marea, roto exclusivamente por las órdenes imprescindibles y con las menos palabras posibles. Blackie había tenido razón: al pelotón lo habían puesto en mis manos «tan afinado como un violín».

¡No me necesitaban! Yo podía irme a casa, y mi pelotón seguiría adelante tan bien como ahora.

Quizá mejor…

No estaba seguro de haber acertado al destacar a Cunha para guardar el cráter: si estallaba allí el lío, y no llegábamos a tiempo hasta aquellos chicos, la excusa de que yo lo había hecho «según el libro» sería inútil. Si te matan, o si dejas que otro muera «según el libro», la muerte sigue siendo irremediable.

Me pregunté si los Rufianes tendrían alguna vacante para un sargento fracasado.

La mayoría del Cuadro Negro Uno era tan llano como la pradera en torno al Campamento Currie, y mucho más desnudo. Me alegré por ello, pues nos daba la oportunidad de ver a una Chinche saliendo de la tierra y disparar primero. Cubríamos tanto terreno que los intervalos de seis kilómetros entre los hombres, y de unos seis minutos entre las oleadas de una barrida, representaban toda la densidad con la que podía funcionar el pelotón. No era suficiente; cualquier punto estaría libre de vigilancia al menos durante tres o cuatro minutos entre las pasadas del pelotón, y pueden salir muchas Chinches de un pequeño agujero en tres o cuatro minutos.

El radar ve más rápido que el ojo, por supuesto, pero no con tanta exactitud.

Además, no nos atrevíamos a utilizar sino armas selectivas de corto alcance, porque nuestros hombres se extendían en torno y en todas direcciones. Si una Chinche asomaba la cabeza, y se le lanzaba un disparo letal, seguro que no demasiado lejos de ella había un soldado. Eso limita mucho el alcance y la fuerza del armamento que uno se atreve a utilizar. En esta operación, sólo los oficiales y sargentos iban armados con cohetes-bomba, pero es que, además, no se esperaba que los usáramos. Si un cohete-bomba no encuentra su blanco, tiene la desagradable costumbre de seguir y seguir buscando hasta encontrar uno, y no sabe distinguir al amigo del enemigo. El cerebro que puede introducirse en un cohete de tamaño reducido es bastante torpe.

Hubiera preferido cambiar mi función en aquella zona con miles de I.M. en torno a nosotros, por el simple ataque con un pelotón en el que uno sabe dónde están los suyos y todo lo demás es un blanco enemigo.

No perdí el tiempo quejándome. No dejaba de saltar hacia el cráter mientras observaba el terreno y trataba de mirar por el radar también. No encontré agujeros de Chinches, pero salté sobre un lecho seco, casi un cañón, que podía ocultar algunos. No me detuve a verlo; sencillamente, di sus coordenadas a mi sargento de pelotón y le ordené que alguien los comprobara.

El cráter era incluso mayor de lo que yo había imaginado; el Tours se habría perdido dentro de él. Pasé el contador de radiación a la cascada direccional, tomé la lectura del fondo y los lados: de rojo a rojo múltiple, hasta el límite de la escala; peligroso para una larga exposición, incluso para un hombre con el traje acorazado. Calculé su anchura y profundidad mediante el contador de amplio alcance del casco, y luego giré en torno y traté de distinguir alguna abertura que llevase bajo tierra. No encontré ninguna, pero sí hallé aparatos de observación del cráter colocados allí por los pelotones de los regimientos quinto y primero, de modo que dividí la vigilancia por sectores, a fin de que los aparatos solicitaran ayuda de los tres pelotones, coordinados a través del primer teniente Do Campo, de los Cazadores de Cabezas, a nuestra izquierda. Entonces saqué de allí a Naidi y la mitad de su escuadra (incluidos los reclutas) y los envié de nuevo al pelotón, informando de esto a mi jefe y a mi sargento de pelotón.

—Mi capitán —dije a Blackie—, no recibimos vibraciones del suelo. Voy a bajar ahí y comprobar si hay agujeros. Las lecturas demuestran que no tendré demasiada radiación si yo…

—Joven, aléjese de ese cráter.

—Pero, mi capitán, yo sólo quería…

—Cállese. No puede aprender nada útil. Aléjese.

—Sí, señor.

Las nueve horas siguientes fueron tediosas. Habíamos sido condicionados de antemano para cuarenta horas de servicio (dos revoluciones del Planeta P) mediante el sueño forzado, la elevación del azúcar en la sangre y la adoctrinación por hipnotismo y, por supuesto, los trajes son autónomos en lo referente a las necesidades personales. Los trajes no pueden durar tanto tiempo, pero cada hombre llevaba unidades de energía extra, y cartuchos de aire para recargar. Sin embargo, un pelotón que no actúa resulta aburrido, y es fácil distraerse.

Hice cuanto se me ocurrió, ordenando a Cunha y a Brumby que se turnaran como sargentos de maniobras (dejando así al sargento y al jefe de pelotón libres para circular a su antojo). Ordené que no se repitieran las pasadas según el mismo esquema, a fin de que cada hombre comprobara cada vez un terreno nuevo para él. Hay una variación enorme de esquemas para cubrir un área dada, si se alternan las combinaciones. Aparte de eso, consulté con mi sargento de pelotón y anuncié que se concederían puntos para una mención de honor por el primer agujero descubierto, la primera Chinche aniquilada, etc. Trucos de campamento, pero estar alerta significa seguir vivo, de modo que cualquier cosa es buena para evitar el aburrimiento.

Finalmente, recibimos la visita de una unidad especial —tres ingenieros de combate en un coche aéreo utilitario— que escoltaba a un dotado, un sensor especial. Blackie me avisó de que llegaban.

—Protéjalos y déles lo que pidan.

—Sí, señor. ¿Qué necesitarán?

—¿Cómo voy a saberlo? Si el mayor Landry desea que usted se quite la piel y baile sin ella, tiene que complacerle.

—Sí, señor. El mayor Landry.

Hice correr la voz y preparé guardaespaldas por subzonas. Luego fui a recibirlos cuando llegaron porque sentía curiosidad. Nunca había visto a un dotado espacial en su trabajo. Aterrizaron en la retaguardia de mi flanco derecho y salieron del vehículo. El mayor Landry y dos oficiales llevaban traje acorazado y lanzallamas de mano, pero el sensor no, ni armas tampoco; sólo una mascarilla de oxígeno. Iba vestido con uniforme de faena sin insignias, y parecía terriblemente aburrido por todo aquello. No me lo presentaron. Tenía el aspecto de un chico de dieciocho años…, hasta que me acerqué y vi la red de arrugas en torno a sus ojos cansados.

Al bajar se quitó la mascarilla. Me quedé horrorizado y hablé al mayor Landry de casco a casco, sin radio.

—Mayor, aquí el aire está «caliente». Además, se nos ha avisado de que…

—Cállese —dijo el mayor—. Él lo sabe.

Me callé. El dotado se alejó a poca distancia, dio media vuelta y se tiró del labio inferior. Tenía los ojos cerrados y parecía sumido en sus pensamientos. Luego los abrió y dijo, malhumorado:

—¿Cómo esperan que uno trabaje con todos esos idiotas saltando alrededor?

El mayor Landry ordenó bruscamente:

—Que el pelotón baje a tierra.

Tragué saliva y empecé a discutir… Luego hablé por el circuito que todos podían oír:

—Primer pelotón de los Bribones…, ¡al suelo y congelados!

Diré en favor del teniente Silva que todo lo que oí fue el eco de mi orden, tal como la repetía a la escuadra. Entonces pregunté:

—Mayor, ¿puedo dejarles que se muevan en tierra?

—No. Y cállese.

De pronto el sensor regresó al coche y se puso la máscara. No había sitio para mí, pero me permitieron —me ordenaron en realidad— que me agarrara al vehículo y me elevara con ellos. Nos alejamos un par de kilómetros. De nuevo, el sensor se quitó la mascara y se paseó un rato. Esta vez habló a uno de los ingenieros de combate, que inclinó la cabeza y empezó a hacer dibujos en un cuaderno.

Esa unidad de misión especial aterrizó una docena de veces en mi área, repitiendo cada vez la misma rutina aparentemente sin sentido: luego se trasladaron al terreno del Quinto Regimiento.

Justo antes de irse, el oficial que había estado escribiendo arrancó una hoja del cuaderno y me la entregó.

—Aquí tiene el mapa subterráneo. La banda roja y ancha es el único bulevar de las Chinches en su área. Está casi a trescientos metros de profundidad al comienzo, pero sube hacia la retaguardia izquierda y sale a menos de ciento cincuenta. Esa red de líneas azules que se une a ella es una gran colonia de Chinches. He marcado los únicos lugares en los que se halla a unos treinta metros de la superficie. Podrá poner en ellos unos escuchas hasta que vengamos aquí a resolverlo.

Me quedé mirándole:

—¿Este mapa es digno de crédito?

El oficial ingeniero miró al sensor y luego me dijo en voz baja:

—¡Por supuesto que sí, idiota! ¿Qué intenta hacer? ¿Trastornarle?

Se marcharon mientras yo lo estudiaba. Aquel artista ingeniero había hecho un doble diseño, y la caja los había combinado en una pintura estereográfica de los primeros trescientos metros bajo la superficie. Me quedé tan abstraído mirándolo que tuvieron que recordarme que anulara la orden de «congelación». Entonces retiré a los escuchas de tierra del cráter, saqué a dos hombres de cada escuadra y les di la situación de aquel mapa infernal para que escucharan a lo largo del camino principal de las Chinches y por toda la ciudad.

Informé a Blackie. Éste me cortó en cuanto empecé a describir los túneles de las Chinches según las coordenadas.

—El mayor Landry ya me envió un facsímil. Déme únicamente las coordenadas de sus puestos de escucha.

Eso hice. Entonces me dijo:

—No está mal, Johnnie. Pero tampoco es eso lo que yo quiero. Ha puesto más escuchas de lo que necesita sobre esos túneles. Coloque a cuatro a lo largo del bulevar de las Chinches, y ponga cuatro más en círculo en torno a su ciudad. Eso le deja otros cuatro. Sitúe a uno en el triángulo formado por el ángulo de su retaguardia derecha y el túnel principal, y los otros tres en el área mayor al otro lado del túnel.

—Sí, señor. —Y añadí—: Mi capitán, ¿podemos confiar en ese mapa?

—¿Qué le preocupa?

—Bueno…, parece magia. Magia negra.

—Ya. Mire, hijo, tengo un mensaje especial del mariscal del Espacio para usted. Me ordena que le diga que este mapa es oficial, y que él se preocupará de todo lo demás a fin de que usted dedique todo su tiempo al pelotón. ¿Me sigue?

—Sí, mi capitán.

—Pero las Chinches pueden desplazarse a toda prisa, de modo que preste una atención especial a los puestos de escucha fuera del área de los túneles. Cualquier ruido que, en esos cuatro puestos exteriores, sea más alto que el suspiro de una mariposa, ha de ser comunicado de inmediato, sea lo que sea.

—Sí, señor.

—Cuando se desplazan hacen un ruido semejante al tocino que se está friendo, por si nunca lo ha oído. Detenga esas patrullas de su pelotón. Deje a un hombre en observación visual del cráter. Que la mitad del pelotón duerma dos horas, mientras la otra mitad hace turnos de dos en dos para escuchar.

—Sí, señor.

—Tal vez le visiten más ingenieros de combate. Aquí está el plan revisado. Una compañía de zapadores hará estallar y cerrará ese túnel principal donde se halla más cerca de la superficie, ya sea en su flanco izquierdo o más allá, en el territorio de los Cazadores de Cabezas. A la vez, otra compañía de ingenieros hará lo mismo en el punto en que el túnel se bifurca, a unos cincuenta kilómetros a su derecha, en el territorio del Primer Regimiento. Cuando se hayan llevado a cabo las voladuras, una gran parte de su calle principal, y otra parte aún mayor de su ciudad, quedarán cortadas. Mientras tanto, se estará haciendo lo mismo en otros muchos lugares. Después… ya veremos, O bien las Chinches salen a la superficie y tenemos una batalla campal, o se quedan quietecitas y tendremos que bajar a buscarlas, por secciones.

—Comprendo.

No estaba muy seguro, pero sí había comprendido mi cometido: disponer de nuevo los puestos de escucha y que durmiera la mitad del pelotón. Luego la caza de Chinches, en la superficie si teníamos suerte, o abajo si era preciso hacerlo.

—Que su flanco establezca contacto con esa compañía de zapadores cuando llegue. Ayúdeles si lo necesitan.

—De acuerdo, mi capitán —dije de corazón.

Los ingenieros de combate son casi tan buen equipo como la infantería; es un placer trabajar con ellos. En caso de apuro luchan, quizá no con arte pero sí con valor. O bien siguen adelante con su trabajo sin alzar siquiera la cabeza mientras la batalla se desarrolla en torno a ellos. Tienen un lema extraoficial, muy cínico y muy antiguo: «Primero hacemos los agujeros, luego morimos en ellos», que viene a complementar el lema oficial: «¡Podemos hacerlo!» Ambos son literalmente ciertos.

—Adelante, hijo.

Doce puestos de escucha significaban que podía situar media escuadra en cada puesto, o un cabo y un subcabo más tres soldados, y permitir que dos de cada grupo de cuatro durmieran mientras los otros dos se turnaban para escuchar. Navarre y el otro ayudante de sección podían observar el cráter, dormir y cambiar de turno, mientras los sargentos de sección se turnaban para encargarse del pelotón. La redistribución no necesitó más de diez minutos, una vez hube detallado el plan y dado a conocer la situación a los sargentos. Nadie había de desplazarse demasiado. Avisé a todos de que estuvieran alerta a la llegada de una compañía de ingenieros. En cuanto cada sección me informó de que su puesto de escucha ya estaba en marcha, hablé por el circuito general:

—Números impares. Échense y prepárense a dormir. Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, ¡duerman!

Un traje no es una cama, pero sirve. Lo mejor de la preparación hipnótica para el combate es que, en el caso improbable de que haya oportunidad de descansar, puede dormirse a un hombre de inmediato merced a una orden poshipnótica y despertarlo con la misma rapidez, teniéndolo alerta y dispuesto a luchar. Eso salva muchas vidas, porque un hombre puede agotarse de tal modo en la batalla que empiece a disparar contra cosas que ni siquiera existen, y en cambio no ve aquello que debería atacar.

Pero yo no tenía intenciones de dormir. No me habían dicho que lo hiciera, ni yo lo había pedido. La misma idea de dormir sabiendo que tal vez muchos miles de Chinches estaban apenas a unas docenas de metros me revolvía el estómago. Tal vez aquel sensor fuera infalible; quizá las Chinches no pudieran alcanzarnos sin alertar a los puestos de escucha.

Quizá…, pero no quería correr el riesgo.

Abrí el circuito privado:

—Sargento.

—Sí, señor.

—También usted podría echarse una siesta. Yo me quedaré de vigilancia. Échese y prepárese para dormir. Uno…, dos…

—Disculpe, señor. Tengo una sugerencia.

—¿Sí?

—Si he comprendido bien el plan revisado, no se espera acción alguna durante las próximas cuatro horas. Usted podría dormir ahora, y luego…

—Olvídelo, sargento. Yo no voy a dormir. Voy a hacer la ronda de los puestos de escucha y esperar a esa compañía de zapadores.

—Muy bien, señor.

—Comprobaré el número tres, ya que estoy aquí. Quédese usted con Brumby y descanse un poco mientras…

—¡Johnnie!

Corté la conversación.

—Sí, mi capitán.

¿Habría estado escuchando el Viejo?

—¿Ha establecido ya todos los puestos?

—Sí, mi capitán, y los números impares están durmiendo. Estoy a punto de inspeccionar cada puesto. Luego…

—Que lo haga el sargento. Quiero que usted descanse.

—Pero mi capitán…

—Échese. Es una orden directa. Prepárese para dormir. Uno…, dos…, tres… —¡Johnnie!

—Mi capitán, con su permiso me gustaría inspeccionar mis puestos primero. Luego descansaré, si usted lo dice, pero preferiría seguir despierto. Yo…

Oí una risita de Blackie.

—Mire, hijo, ya ha dormido una hora y diez minutos.

—¿Cómo?

—Compruebe el reloj. —Lo hice, y me sentí como un idiota—. ¿Esta bien despierto, hijo?

—Sí, señor. Así lo creo.

—Las cosas se han animado. Despierte a los impares y ponga a los números pares a dormir. Con suerte, tal vez dispongan de una hora. Así que duérmalos, inspeccione los puestos y vuelva a llamarme.

Lo hice e inicié la ronda sin decir una palabra a mi sargento de pelotón. Estaba enojado, tanto con él como con Blackie… Con el oficial al mando de mi compañía porque me molestaba que me hubiera hecho dormir contra mi voluntad, y en cuanto al sargento, tenía la molesta sospecha de que eso no habría ocurrido de no haber sido él el auténtico jefe y yo tan sólo un figurón.

Pero después de comprobar los puestos número tres y uno (no había ruidos de ninguna clase; los dos estaban por delante del área de las Chinches) me fui calmando. Después de todo, era una tontería echar la culpa a un sargento, incluso a un sargento de Flota, por algo que hiciera el capitán.

—Sargento…

—¿Sí, señor Rico?

—¿Quiere dormir ahora con los números pares? Le despertaré un minuto o dos antes que a ellos.

Vaciló ligeramente.

—Señor, me gustaría inspeccionar los puestos de escucha.

—¿No lo ha hecho ya?

—No, señor. He dormido la última hora.

—¿Cómo?

Su voz sonaba apurada.

—El capitán me pidió que lo hiciera. Puso a Brumby temporalmente al mando y me durmió inmediatamente después de relevarle a usted.

Empecé a hablar… y me eché a reír sin poder evitarlo.

—Sargento, podemos irnos donde sea y dormir otro ratito. Estamos perdiendo el tiempo. El capitán Blackie es el que dirige este pelotón.

—He descubierto, señor —contestó rígidamente— que el capitán Blackstone siempre tiene una buena razón para todo lo que hace.

Asentí pensativo, olvidando que estaba a quince kilómetros de mi interlocutor.

—Sí, es cierto. Siempre tiene una buena razón, y como nos hizo dormir a los dos, probablemente nos quiere a ambos despiertos y alerta ahora.

—Creo que ésa es la verdad.

—Y… ¿tiene alguna idea de por qué?

Fue bastante lento en responder.

—Señor Rico —dijo lentamente—, si el capitán lo supiera nos lo diría. Jamás he visto que él retuviera información. Pero hace a veces las cosas de cierto modo sin poder explicar por qué. Las corazonadas del capitán…, bueno, he aprendido a respetarlas.

—Sí. Los jefes de escuadra son todos números pares. ¿Están dormidos?

—Sí, señor.

—Alerte al cabo segundo de cada escuadra. No despertaremos ahora a nadie, pero cuando lo hagamos, los instantes pueden ser importantes.

—Inmediatamente.

Comprobé el puesto adelantado que me faltaba, luego cubrí los cuatro puestos que cerraban la ciudad de las Chinches, puse mis audífonos en la onda de cada escucha. Tenía que forzarme a escuchar porque se les oía allá abajo, hablando entre ellos. Yo deseaba salir corriendo, y escuchar era todo lo que podía hacer para que no se me notara el miedo.

Me pregunté si aquel «talento especial» no sería tan sólo un hombre con un oído increíblemente agudo.

Bien, no sé cómo lo hizo pero el caso es que las Chinches estaban donde él dijo que estarían. Allá en la Escuela de Oficiales nos habían hecho demostraciones con una grabación del sonido de las Chinches. Los cuatro puestos de escucha estaban recogiendo los sonidos típicos de una gran ciudad, ese chirrido que tal vez sea su conversación (aunque ¿para qué necesitan hablar si todos están controlados, y por control remoto, por la casta de los cerebros?), algo semejante al crujir de ramitas y hojas secas, y un susurro de fondo que siempre se oye en una ciudad y que tal vez sea maquinaria, el acondicionador de aire quizás.

Pero no se oía ese ruido siseante que hacen al cortar por la roca.

Los sonidos a lo largo del bulevar de las Chinches no eran los típicos de una gran ciudad, sino un ronquido vago que se incrementaba cada pocos minutos, como si pasara mucho tráfico por él. Escuché en el puesto número cinco y luego tuve una idea y la comprobé haciendo que cada hombre de guardia, en cada uno de los cuatro puestos a lo largo del túnel, me gritara: «¡Ahora!» cada vez que el rugido se hacía más fuerte.

Entonces informé:

—¿Mi capitán?

—¿Sí, Johnnie?

—El tráfico por esa carretera Chinche va en una dirección, desde donde yo estoy hacia usted. La velocidad es, aproximadamente, de ciento ochenta kilómetros por hora, y pasa una carga cada minuto poco más o menos.

—Bastante aproximado —concedió—. Yo lo calculé en ciento setenta y cinco, con una carga cada cincuenta y ocho segundos.

—¡Oh! —Me sentí algo apurado y cambié de tema—. No he visto a la compañía de zapadores.

—Ni la verá. Eligieron un punto en la retaguardia del área de los Cazadores de Cabezas. Lo siento. Debería habérselo dicho. ¿Algo más?

—No, señor.

Desconecté y me sentí mejor. Incluso Blackie podía olvidarse de algo, y mi idea no había sido errónea. Dejé la zona del túnel para inspeccionar el puesto de escucha a derecha y a retaguardia del área Chinche, el puesto ocho.

Como en los demás, había dos hombres dormidos, uno escuchando y uno de guardia. Pregunté a éste:

—¿Recibe algo?

—No, señor.

El hombre que escuchaba, uno de mis cinco reclutas, alzó la vista y dijo:

—Señor Rico, creo que este aparato acaba de estropearse.

—Lo comprobaré —dije.

Se movió a un lado para permitirme escuchar por él. «¡Tocino frito!» ¡y tan alto que casi me parecía olerlo! Pulsé todos los botones de bandas del circuito:

—¡Primer pelotón, arriba! ¡Despierten, llamen e informen!

Y luego, por el circuito de los oficiales:

—¡Capitán! ¡Capitán Blackstone! ¡Urgente!

—Tranquilo, Johnnie. Informe.

—Sonidos de «tocino frito», señor —contesté, tratando desesperadamente de mantener firme la voz—. Puesto doce, en coordenadas Este Nueve, Cuadro Negro Uno.

—Este Nueve —asintió—. ¿Decibelios?

Miré apresuradamente el contador sobre el radar:

—No lo sé, mi capitán. Fuera de escala y en el punto máximo. ¡Parece ser que los tengo justo bajo los pies!

—¡Estupendo! —estalló, y yo me pregunté como podía sentirse así—. ¡La mejor noticia que he tenido hoy! Ahora escuche, hijo. Despierte a sus muchachos…

—¡Ya lo he hecho, señor!

—Muy bien. Retire a dos escuchas y que vayan a comprobar en torno al puesto doce. Trate de imaginar por dónde van a salir las Chinches. Y apodérese de ese punto. ¿Me entiende?

—Le oigo, señor —dije cuidadosamente, pero no le entiendo.

Suspiró:

—Johnnie, va a hacer que me salgan canas. Mire, hijo, nosotros queremos que salgan, y cuantos más mejor. Usted no tiene armamento para hacerles frente, aparte de hacer estallar su túnel cuando lleguen a la superficie… ¡y eso es precisamente lo que no debe hacer! Si salen como un ejército, ni un regimiento es capaz de dominarlos. Pero eso es exactamente lo que quiere el general, y tiene una brigada de armas pesadas en órbita aguardando el instante. De modo que usted observa el punto de salida, se retira y lo mantiene bajo observación. Si tiene la suerte de que se realice una salida importante en su área, se merecerá un reconocimiento que le llevará hasta la cumbre. Así que ¡suerte y siga vivo! ¿Lo ha entendido ya?

—Observar la salida, retirarme y evitar el contacto.

—Sí.

—Observar e informar.

—Eso es.

Retiré a los escuchas nueve y diez del tramo medio del «bulevar de las Chinches» y les ordené que se acercaran a las coordenadas Este Nueve desde la derecha y la izquierda, deteniéndose cada kilómetro para comprobar si oían ruidos de «tocino frito». Al mismo tiempo, corrí el puesto doce y lo llevé hacia la retaguardia, a la vez que constataba cómo iba desapareciendo el sonido.

Mientras tanto, mi sargento iba reagrupando al pelotón en el área delantera, entre la ciudad Chinche y el cráter, todos menos los doce hombres que escuchaban sobre el terreno. Como teníamos la orden de no atacar, ambos nos preocupábamos ante la perspectiva de tener al pelotón demasiado extendido para que los hombres pudieran prestarse ayuda. De modo que los reagrupamos en una línea compacta de ocho kilómetros de longitud, con la sección de Brumby a la izquierda, más cerca de la ciudad Chinche. Eso dejaba a los hombres con una separación de menos de trescientos metros (casi hombro con hombro para las tropas espaciales), así que coloqué a nueve hombres en puestos de escucha a distancia de apoyo de un flanco o del otro. Sólo los tres escuchas que trabajaban conmigo estaban fuera del alcance de una pronta ayuda.

Dije a Bayonne, de los Walaby, y a Do Campo, de los Cazadores de Cabezas, que ya no estaba patrullando y porqué, e informé de nuestra reagrupación al capitán Blackstone, quien gruñó:

—Como prefiera. ¿Ha calculado ya ese punto de salida?

—Parece encontrarse en Este Diez, mi capitán, pero es difícil fijarlo. Los sonidos son muy altos en un área de unos cinco kilómetros, y parece que se incrementan. Estoy intentando rodearla en un nivel de intensidad que apenas se halla en la escala. —Y añadí—: ¿Podrían estar haciendo un nuevo túnel horizontal, justo bajo la superficie?

Pareció sorprendido.

—Es posible, mas espero que no… Queremos que salgan. —Luego continuó—: Hágame saber si el centro del ruido se mueve. Compruébelo.

—Sí, señor. Mi capitán…

—Diga.

—Usted nos dijo que no atacáramos cuando salieran. Si es que salen. Entonces ¿qué hemos de hacer? ¿Vamos a ser sólo espectadores?

Hubo un largo silencio, quince o veinte segundos; tal vez estuviera consultando «a los de arriba». Al fin dijo:

—Señor Rico, usted no tiene que atacar ni en Este Diez ni cerca de ese punto, sino en cualquier otro sitio. El propósito es cazar Chinches.

—Sí, señor —dije alegremente—. Cazaremos Chinches.

—¡Johnnie! —exclamó bruscamente—. Si trata de cazar medallas en vez de Chinches, y yo lo averiguo, ¡se encontrará con un Formulario Treinta y Uno de muy mal aspecto!

—Mi capitán —repliqué ansioso— ni siquiera quiero ganar una medalla. La idea es cazar Chinches.

—De acuerdo. Ahora, deje de molestarme.

Llamé a mi sargento de pelotón, explicándole los nuevos límites de nuestra tarea, y le dije que corriera la voz, y que se asegurara de que el traje de cada hombre tuviese una carga suficiente de energía, aire y potencia.

—Acabamos de hacerlo, señor. Sugiero que relevemos a los soldados que están con usted —y nombró a tres hombres.

Era razonable, ya que mis escuchas en tierra no habían tenido tiempo de recargar. Pero los relevos que él había nombrado eran todos ellos exploradores.

Me maldije en silencio por mi estupidez, El traje de un explorador es tan rápido como el de un comando, y tiene dos veces la velocidad del de merodeador. Yo había tenido la molesta sensación de que algo quedaba por hacer, y lo había atribuido al nerviosismo que sentía siempre que estaba cerca de las Chinches.

Ahora lo sabía. Aquí estaba yo, a quince kilómetros de mi pelotón, con un grupo de tres hombres… con traje de merodeador. Cuando las Chinches salieran, iba a verme enfrentado a una decisión imposible, a menos que los hombres que me acompañaban pudieran correr a la misma velocidad que yo.

—Está bien —dije—, pero ya no necesito a esos tres hombres. Envíe a Hughes inmediatamente. Que él releve a Nyberg. Utilice a los otros tres exploradores para relevar a los puestos de escucha más adelante.

—¿Sólo Hughes? —preguntó, dudoso.

—Hughes es suficiente. Yo mismo me encargaré de la escucha. Dos de nosotros podemos vigilar el área. Ahora sabemos dónde están ellos. —Y añadí—: Que venga Hughes a paso ligero.

Durante los siguientes treinta y siete minutos nada sucedió. Hughes y yo fuimos de un lado a otro por la vanguardia y retaguardia de la zona en torno a Este Diez, escuchando cinco segundos cada vez y avanzando luego. Ya no era necesario instalar el micrófono en la roca; bastaba con que tocara el suelo para recoger el ruido de «tocino frito», fuerte y claro. El área de ruido se expandía, pero su centro no cambiaba. En una ocasión llamé al capitán Blackstone para decirle que el sonido había cesado en seco, y tres minutos después para decirle que ya se había reanudado. Aparte de eso utilicé el circuito de los exploradores e hice que mi sargento se ocupara del pelotón y de los puestos de escucha junto al mismo.

Al cabo de ese tiempo, todo sucedió a la vez.

Una voz gritó por el circuito de exploradores:

—¡Tocino frito! ¡Albert Dos!

Lo abrí y grité:

—¡Capitán! ¡Tocino frito en Albert Dos, Negro Uno! —Y establecí contacto con los pelotones que me rodeaban—: ¡Informen! ¡Tocino frito en Albert Dos, Cuadro Negro Uno!

Inmediatamente, oí a Do Campo informando:

—Sonidos de tocino frito en Adolf Tres, Verde Doce.

Se lo pasé a Blackie y, al conectar de nuevo el circuito de mis exploradores, oí:

—¡Chinches! ¡Chinches! ¡Socorro!

—¿Dónde?

No hubo respuesta. Volví a preguntar:

—¡Sargento! ¿Quién informó de Chinches?

Contestó al instante:

—Están saliendo de su ciudad…, hacia Bangkok Seis.

—¡Atáqueles! —Pasé a Blackie—: Chinches en Bangkok Seis, Negro Uno… ¡Estoy atacando!

—Ya le oí ordenarlo —contestó sereno—. ¿Qué hay de Este Diez?

—Este Diez esta…

De pronto, el terreno se hundió bajo mis pies y me vi rodeado de Chinches.

No sabía qué había ocurrido. No estaba herido; había sido como caer entre las ramas de los árboles…, sólo que estas ramas estaban vivas y me atacaban a empellones mientras mis girostatos protestaban y trataban de mantenerme en pie. Una caída de tres o cuatro metros, a profundidad suficiente para no ver la luz del día.

Y de repente la salida de los monstruos vivientes me hizo subir de nuevo a la superficie, y el adiestramiento recibido dio buenos resultados. Estuve al instante en pie, hablando y luchando:

—La salida principal por Este Diez…, no, Este Once, donde estoy ahora. Un agujero enorme por el que salen a centenares…, a más que centenares.

Llevaba un lanzallamas en cada mano y los iba quemando a la vez que informaba.

—¡Salga de ahí, Johnnie!

—¡Ya! —y empecé a saltar.

Y me detuve. Detuve el salto a tiempo, dejé de lanzar llamas y los miré bien…, porque de pronto comprendí que yo debía de estar muerto.

—Corrijo —dije, sin apenas poder creerlo—. La salida por Este Once es un camuflaje. No hay guerreros.

—Repita.

—Este Once, Negro Uno. En este ataque no hay más que obreros hasta el momento. No hay guerreros. Estoy rodeado de Chinches, y todavía siguen saliendo, pero ninguna de ellas va armada, y las que están más próximas a mí tienen los rasgos típicos del obrero. No he sido atacado. —Y añadí—: Mi capitán, ¿cree que éste podría ser un movimiento de diversión? ¿Con el ataque auténtico por otro punto?

—Podría ser —admitió—. Su informe ya ha sido enviado a la división, de modo que deje que sean ellos los que discurran. Siga por ahí y compruebe lo que ha informado. No dé por sentado que todas son obreros; puede descubrir la verdad del modo peor para usted.

—De acuerdo, mi capitán.

Di un salto enorme, muy amplio, tratando de salir de aquella masa de monstruos inofensivos pero asquerosos.

La llanura reseca estaba cubierta de formas negras que reptaban en todas direcciones. Puse al máximo los controles de los propulsores y aumenté el salto gritando:

—¡Hughes! ¡Informe!

—¡Chinches, señor Rico! Millones y millones de ellas. ¡Estoy quemándolas!

—Hughes, eche una buena mirada a esas Chinches. ¿Algunas devuelven el ataque? ¿No son todas obreros?

—¿Cómo? —Di en tierra y salté de nuevo. Él continuó—: ¡Eh! Tiene razón, señor. ¿Cómo lo supo?

—Únase de nuevo a su escuadra, Hughes. —Cambié de circuito—. Mi capitán, varios miles de Chinches han salido cerca de aquí en cierto número de agujeros aún no calculado. No me han atacado. Repito: no me han atacado en absoluto. Si hay algún guerrero entre ellas, deben estar aguardando la orden de hacer fuego y utilizando a los obreros como camuflaje.

No me contestó.

Hubo un vivo resplandor muy brillante a la izquierda, seguido de inmediato por otro similar pero más lejos, a la derecha. Automáticamente anoté el tiempo y las posiciones.

—Capitán Blackstone…, responda.

En la parte alta del salto intenté captar su señal, pero el horizonte estaba lleno de colinas bajas en Cuadro Negro Dos. Cambié y grité:

—¡Sargento! ¿Puede buscar por mí al capitán?

En ese mismo instante se apagó la señal de mi sargento.

Me dirigí allí a toda la velocidad que fui capaz de sacarle al traje. No había estado observando el radar cuidadosamente; el sargento tenía el pelotón y yo había estado muy ocupado, primero con los escuchas y luego con unos centenares de Chinches. Había suprimido todas las señales, excepto las de los suboficiales, para ver mejor.

Estudié ahora el radar, capté a Brumby y a Cunha, sus jefes de escuadra y los ayudantes de sección.

—Cunha ¿dónde está mi sargento de pelotón?

—Reconociendo un agujero, señor.

—Dígale que estoy en camino y voy a reunirme con ellos. —Cambié de circuito sin esperar—. Primer pelotón de los Bribones a segundo pelotón…, ¡respondan!

—¿Qué quiere? —gruñó el teniente Koroshen.

—No encuentro al capitán.

—Ni lo encontrará. No está.

—¿Muerto?

—No. Pero ha perdido la energía, así que ya no cuenta.

—Oh, entonces ¿es usted el oficial al mando de la compañía?

—Sí, ¿y qué? ¿Acaso quiere ayuda?

—No, señor.

—Entonces cállese, a menos que la necesite. Tenemos aquí mucho más de lo que podemos manejar.

—Muy bien —y de pronto comprendí que también yo tenía mucho más de lo que podía manejar.

A la vez que informaba a Koroshen, cambié a visión completa y a corto alcance, ya que estaba casi al lado de mi pelotón, y ahora vi que mi primera sección desaparecía, un hombre tras otro. La señal de Brumby fue la primera en desaparecer.

—¡Cunha! ¿Qué sucede con mi primera sección?

Su voz sonó tensa:

—Están bajando todos, tras el sargento de pelotón.

Si hay algo en el libro que sirva para esta situación, no lo conozco. ¿Había actuado Brumby sin órdenes? ¿O se las habían dado sin que yo las oyera? Bueno, el hombre estaba ya bajando por un agujero de las Chinches, fuera de la vista y del oído… ¿Era el momento para andar con legalismos? Ya hablaríamos de todo eso mañana. Si alguno de nosotros tenía un mañana…

—Muy bien —dije—. Regreso ahora. Informe.

Mi último salto me llevó entre ellos. Vi una Chinche a mi derecha y le di antes de bajar. Esta no era un obrero; había estado disparando mientras se movía.

—He perdido tres hombres —contestó Cunha entrecortadamente. No sé cuántos habrá perdido Brumby. Estallaron por tres lugares a la vez. Ahí es donde tuvimos las bajas. Pero estamos diezmándolos…

Una tremenda onda expansiva me alcanzó justo cuando saltaba de nuevo, desviándome en el aire. Tres minutos treinta y siete segundos…, o sea cincuenta kilómetros. ¿Serían los zapadores que hacían estallar los agujeros?

—¡Primeras secciones! ¡Prepárense para otra onda expansiva! —y aterricé torpemente casi sobre un grupo de tres o cuatro Chinches. No estaban muertas, pero tampoco luchaban; sólo se retorcían. Les lancé una granada y salté de nuevo. ¡Atizadles ahora! —grité—. Están casi fuera de combate. ¡Y cuidado con esa siguiente…!

La segunda explosión resonó cuando lo estaba diciendo. No fue tan violenta.

—¡Cunha! Recoja a su sección. Que todos ataquen a paso ligero.

La recogida fue lenta y desordenada; faltaban demasiados hombres, como comprobé en el radar. Pero el ataque fue preciso y rápido. Yo disparaba en el borde y cacé a media docena de Chinches. La última se mostró activa de pronto, justo antes de que la quemara. ¿Por qué les afectaban los golpes más que a nosotros? ¿Porque no llevaban armadura? ¿O era su cerebro Chinche, allá abajo, en algún punto, el que estaba afectado?

La recogida general totalizó diecinueve hombres efectivos, más dos muertos, dos heridos y tres fuera de acción por fallo del traje. A dos de estos últimos les estaba reparando Navarre el traje, recogiendo unidades de energía de los muertos y heridos. El tercero era imposible de arreglar, por tener dañada la radio y el radar, de modo que Navarre le encargó que cuidara a los heridos, lo más próximo a una recogida que podíamos hacer hasta que fuéramos relevados.

Mientras tanto, yo estaba inspeccionando, con el sargento Cunha, los tres puntos por donde habían salido las Chinches de su hábitat inferior. La comparación con el mapa subterráneo demostraba, como cualquiera podía haber adivinado, que habían hecho nuevos agujeros en los puntos donde sus túneles estaban más próximos a la superficie.

Un agujero estaba ya cerrado; era un montón de rocas sueltas. El segundo no mostraba actividad alguna de Chinches. Le dije a Cunha que dejara allí a un cabo y un soldado con órdenes de matar a cualquier Chinche y de cerrar el agujero con una bomba si empezaban a salir. Estaba muy bien que el mariscal del Espacio siguiera sentado y decidiendo qué agujeros debían cerrarse, pero yo tenía allí una situación, no una teoría.

Luego examiné el tercer agujero, el que se había tragado a mi sargento y a medio pelotón de mis hombres.

Había un corredor a seis metros de la superficie, y las Chinches se habían limitado a retirar el tejado a lo largo de unos quince metros. Adónde había ido a parar esa roca, y si eso fue lo que originó el ruido de tocino frito mientras lo hacían, no lo sabía. El tejado de roca había desaparecido, y los lados del agujero estaban inclinados y acanalados. El mapa mostraba lo que debía haber sucedido; los otros dos agujeros provenían de pequeños túneles laterales, pero éste era parte de su laberinto principal, de modo que los otros dos habían sido movimientos de diversión, y el ataque principal había surgido de aquí.

¿Acaso aquellas Chinches eran capaces de ver a través de la roca sólida?

No había nada a la vista en el agujero, ni Chinche ni humano. Cunha me indicó la dirección por donde se había adentrado la segunda sección. Ya habían pasado siete minutos y cuarenta segundos desde que el sargento se introdujera por el agujero, y algo más de siete desde que le siguiera Brumby. Miré hacia la oscuridad, tragué saliva y se me revolvió el estómago.

—Sargento, tome el mando de su sección —dije, tratando de que mi voz sonara despreocupada—. Si necesita ayuda, llame al teniente Koroshen.

—¿Órdenes, señor?

—Ninguna. A menos que vengan de arriba. Voy a bajar y a buscar a la segunda sección, y tal vez quede fuera de contacto por algún tiempo.

Luego me lancé a toda prisa al agujero porque ya me fallaban los nervios.

A mis espaldas oí:

—¡Sección! ¡Primera escuadra! ¡Segunda escuadra! ¡Tercera escuadra! ¡Por escuadras, síganme! —y Cunha saltó al agujero también.

Así no me sentí tan solo.

Hice que Cunha dejara dos hombres en la boca para cubrir la retaguardia, uno en el suelo del túnel y el otro a nivel de la superficie. Entonces les dirigí por el túnel que había seguido la segunda sección, avanzando con la mayor rapidez posible, que no era excesiva, ya que el tejado del túnel estaba justo sobre nuestra cabeza. Un hombre puede moverse como si patinara con un traje acorazado y sin alzar los pies, pero no es fácil ni natural. Sin el traje, podríamos haber avanzado mucho más aprisa.

Utilizamos de inmediato los visores y eso nos confirmó algo que habíamos aprendido en teoría: las Chinches ven mediante infrarrojos. Aquel túnel oscuro estaba bien iluminado si se miraba con los visores. De momento, no tenía rasgos especiales; eran simples muros de roca que se arqueaban sobre un suelo uniforme y nivelado.

Llegamos a otro túnel que cruzaba aquél en el que estábamos, y me detuve. Hay reglas sobre el modo de disponer las fuerzas de ataque bajo tierra, pero ¿de qué sirven? Lo único seguro era que el hombre que había escrito aquellas reglas jamás las había probado, porque, antes de la Operación Realeza, nadie había vuelto para decir lo que había funcionado y lo que había sido inútil.

Una de las reglas exigía que se pusieran guardias en cada intersección semejante a ésta. Pero yo ya había dejado dos hombres guardando nuestro punto de salida. Si dejaba el diez por ciento de mis fuerzas en cada intersección, pronto estaría diez veces más cerca de la muerte.

Decidí que nos mantendríamos unidos, y decidí también que ninguno de nosotros sería capturado. No por las Chinches. Era mejor una muerte limpia y noble, y con esa decisión mi mente se liberó de un gran peso y ya no me sentí preocupado.

Miré con cautela en la intersección, examiné ambos lados: no se veían Chinches. De modo que grité por el circuito de los suboficiales:

—¡Brumby!

El resultado fue asombroso. Uno apenas oye su propia voz cuando habla por la radio del traje, ya que se está escudado de todo sonido. Pero allí abajo, en aquella red de corredores, mi voz volvió hacia mí como si todo el complejo fuera un enorme amplificador de ondas:

—¡BRRRUMMBY!

Sentí un gran dolor en los oídos:

Y al instante lo sufrí de nuevo:

—¡SEÑORR RRRICCCO!

—No tan fuerte —dije, tratando también yo de hablar muy bajito—. ¿Dónde está?

Brumby contestó en un tono menos ensordecedor:

—Señor, no lo sé. Estamos perdidos.

—Bien, tómelo con calma. Vamos a buscarles. No pueden hallarse muy lejos. ¿Está el sargento de pelotón con usted?

—No, señor. Nosotros nunca…

—Espere. —Cambié a mi circuito privado—: Sargento…

—Le oigo, señor. —Su voz sonaba serena, y había reducido el volumen al máximo—. Brumby y yo estamos en contacto por radio, pero aún no hemos podido reunirnos.

—¿Dónde está usted?

Vaciló ligeramente:

—Señor, mi consejo es que se reúnan con la sección de Brumby y luego regresen a la superficie.

—Responda a mi pregunta.

—Señor Rico, podría pasarse toda una semana aquí y no me encontraría. Además, no puedo moverme. Usted debe…

—¡Cállese, sargento! ¿Está herido?

—No, señor, pero…

—Entonces ¿por qué no puede moverse? ¿Hay Chinches?

—Muchísimas. Ahora no pueden llegar hasta mí, pero tampoco yo puedo salir. Por eso creo que será mejor que usted…

—Sargento, ¡está perdiendo el tiempo! Estoy seguro de que sabe exactamente el camino que siguió. Dígamelo mientras yo miro el mapa. Y deme una lectura de vernier de su rastreador. Es una orden directa. Informe.

Lo hizo, con precisión y concisión. Encendí la lámpara de la cabeza, me quité los visores y lo fui siguiendo en el mapa.

—De acuerdo —dije en seguida—. Usted se halla directamente debajo de nosotros, en otros dos niveles inferiores, y ya sé qué camino tomar. Estaremos ahí en cuanto recojamos a la segunda sección. Espere —y pasé a Brumby.

—Diga, señor.

—Cuando llegó a la primera intersección del túnel, ¿continuó hacia la derecha, la izquierda o siguió adelante?

—Seguí recto hacia adelante, señor.

—De acuerdo. Cunha, tráigalos a todos. Brumby, ¿tiene problemas con las Chinches?

—Ahora no, señor. Pero así es como nos perdimos. Nos enredamos con un puñados de ellos y, cuando terminó, vimos que nos habían obligado a dar la vuelta.

Empecé a preguntar por las bajas; luego decidí que las malas noticias podían esperar. Quería reunir a mi pelotón y salir de allí. Una ciudad de Chinches, sin Chinches a la vista, me preocupaba mucho más que los habitantes que habíamos supuesto que íbamos a encontrar. Brumby nos dirigió en las dos intersecciones siguientes, y yo fui tirando bombas «paralizadoras» en cada corredor que no utilizábamos. Las bombas «paralizadoras» son un derivado del gas nervioso que habíamos utilizado contra las Chinches en el pasado; en vez de matarlas, origina en las Chinches una especie de parálisis temblorosa. Nos las habían entregado para esta operación, pero habría cambiado toda una tonelada de éstas por algunas bombas auténticas. Sin embargo, tal vez nos protegieran los flancos.

En un túnel muy largo perdí el contacto con Brumby; algún problema con la reflexión de las ondas de radio, supongo, pues le cogí de nuevo en la intersección siguiente.

Pero allí ya no podía decirme a qué lado debía volverme. Era el lugar donde las Chinches les habían atacado.

Y entonces cayeron sobre nosotros.

No sé de dónde salieron. Un segundo todo estaba tranquilo… y al segundo siguiente oí el grito de «¡Chinches! ¡Chinches!», procedente de los hombres que me seguían. Me volví y de pronto aquello se llenó de Chinches. Sospecho que ésas paredes pulidas no son tan sólidas como parecen. Es el único modo de explicar cómo aparecieron repentinamente a nuestro alrededor y entre nosotros.

No podíamos usar lanzallamas, ni podíamos lanzar bombas; había demasiado peligro de matarnos entre nosotros. Pero las Chinches no tenían tantos remilgos sobre sus congéneres, con tal de matar a uno de nosotros. Sin embargo, teníamos manos, y teníamos pies…

No pudo haber durado más de un minuto, y desaparecieron con la misma rapidez. Sólo quedaron sus restos en el suelo…, y también cuatro de mis hombres.

Uno era el sargento Brumby, muerto. Durante la escaramuza se nos había unido la segunda sección. No estaban muy lejos, se mantenían agrupados para no perderse todavía más en aquel laberinto, y habían oído la lucha. Nos habían localizado por el estruendo, ya que les era imposible por radio.

Cunha y yo nos aseguramos de que los caídos estaban realmente muertos y entonces consolidamos las dos secciones en una de cuatro escuadras y seguimos bajando…, hasta hallar a las Chinches que habían tenido sitiado a nuestro sargento de pelotón.

La lucha no fue tal, porque él ya me había avisado de lo que podía esperar. Había capturado a una Chinche cerebro y estaba utilizando su hinchado cuerpo como escudo. Él no podía salir, pero tampoco ellos podían atacarle sin suicidarse (literalmente) al matar a su propio cerebro.

Como no teníamos esa desventaja, los atacamos por detrás.

Estaba yo mirando aquella cosa horrible que él retenía, y me sentía satisfecho a pesar de nuestras pérdidas, cuando de pronto oí muy cerca el ruido de «tocino frito». Un gran trozo del techo cayó sobre mí, y la Operación Realeza terminó para Johnnie Rico.

Me desperté en la cama y pensé que estaba de vuelta en la E.C.O. y que había tenido una pesadilla espantosa acerca de las Chinches. Pero no estaba en la Escuela de Candidatos a Oficiales, sino en una enfermería temporal de la nave transporte Argonne, y realmente había tenido un pelotón a mi cargo durante casi doce horas.

Ahora ya no era sino un paciente más que padecía envenenamiento de óxido nitroso y exposición excesiva a la radiación por haber estado sin el traje acorazado durante más de una hora antes de que me retiraran, más unas costillas rotas y el golpe en la cabeza que me dejara fuera de acción.

Pasó mucho tiempo antes de que me enterara de todo lo referente a la Operación Realeza, aunque algunos detalles jamás los sabré. Por qué Brumby se metió en el agujero con su sección, por ejemplo. Brumby está muerto, y Naidi murió también después de él, y lo que de verdad me alegra es que ambos consiguieran sus sardinetas y las llevaran aquel día en el Planeta P cuando nada salió según el plan.

Lo que sí llegué a saber eventualmente fue por qué mi sargento de pelotón decidió bajar a aquella ciudad de las Chinches. Había sido mi informe al capitán Blackstone, cuando le dije que aquella salida espectacular no había sido más que un movimiento de diversión: obreros enviados a la muerte. Cuando los auténticos guerreros Chinches surgieron donde él estaba, el sargento decidió (correctamente, y minutos antes de que el alto mando llegara a la misma conclusión) que las Chinches estaban actuando a la desesperada, o no utilizarían a sus obreros simplemente para que recibieran nuestros disparos.

Vio que el contraataque dirigido desde la ciudad de las Chinches no tenía fuerza suficiente, y decidió que el enemigo carecía ahora de reservas. Entonces pensó que, en ese preciso momento, un hombre que actuara solo quizá tuviera la oportunidad de efectuar una incursión, hallar a la «realeza» y capturarla. Recuerden: ése era el propósito de la operación. Teníamos abundancia de fuerzas para esterilizar sencillamente el Planeta P, pero nuestro objetivo era capturar las castas de la realeza y aprender a introducirnos en su ciudad. De modo que él lo intentó, aprovechó ese momento… y triunfó en ambas cosas.

Lo cual supuso la mención de «misión cumplida» para el primer pelotón de los Bribones. No eran muchos los otros pelotones, entre varios centenares de ellos, que podían decir lo mismo. No se capturaron reinas (las Chinches las mataron primero), y sólo seis cerebros. Ninguno de los seis fueron intercambiados, porque no vivieron lo suficiente. Pero los chicos del Departamento de Guerra Psicológica consiguieron especímenes vivos, de modo que supongo que la Operación Realeza sí fue un éxito.

Mi sargento de pelotón recibió un ascenso por mérito de campaña. A mí no me ofrecieron uno (ni yo lo habría aceptado), pero no me sorprendió saber que él sí había sido ascendido. El capitán Blackie me había dicho que yo tenía «al mejor sargento de la flota», y jamás tuve duda de que su opinión fuera correcta. Había conocido antes a mi sargento de pelotón. No creo que ningún otro Bribón lo supiera; no por mí, y desde luego no por él. Dudo que el mismo Blackie lo supiera. Pero yo había conocido a mi sargento de pelotón desde mi primer día como recluta.

Se llama Zim.

Mi papel en la Operación Realeza no me pareció un gran éxito. Estuve en el Argonne más de un mes, primero como paciente, luego como baja de reemplazo, antes de que se decidieran a dejarme, con algunos otros, en Santuario. Eso me dio demasiado tiempo para pensar, sobre todo en las bajas, y en lo mal que yo había actuado durante mi breve período en el terreno como jefe de pelotón. Sabía que no lo había mantenido todo en orden al modo en que el teniente solía hacerlo. Ni siquiera me las había arreglado para que me hirieran luchando; había permitido que me cayera encima un trozo de roca.

En cuanto a las bajas…, no sabía cuántas eran, pero sí que, cuando yo cerré filas, sólo quedaban cuatro escuadras, y yo había empezado con seis. Ignoraba cuántas más podía haber habido antes de que Zim los sacara a la superficie, antes de que los Bribones fueran relevados o recogidos.

Ni siquiera sabía si el capitán Blackstone seguía vivo (en realidad sí lo estaba; se había hecho cargo del mando en el momento en que yo me metía bajo tierra), y no tenía idea del procedimiento a seguir si un candidato a oficial estaba vivo y su examinador muerto. Pero estaba convencido de que el Formulario Treinta y Uno volvería a hacer de mí, con toda seguridad, un sargento. Realmente, ya no me parecía importante que el libro de matemáticas se hubiera quedado en otra nave.

Sin embargo, cuando me permitieron levantarme de la cama la primera semana que estuve en el Argonne, y después de andar meditabundo y tristón todo un día, pedí prestados unos libros a uno de los oficiales y me puse a trabajar. Las matemáticas suponen un trabajo duro y que ocupa la mente, y no viene mal aprender todo lo posible al respecto, sea cual fuere el rango que uno tenga. Todas las cosas importantes se basan en las matemáticas.

Cuando al fin me presenté en la E.C.O. y devolví mis insignias, me enteré de que era un cadete de nuevo, y no un sargento. Supongo que Blackie me concedió el beneficio de la duda.

Mi compañero de cuarto, Ángel, estaba en nuestra habitación con los pies sobre la mesa y ante ellos un paquete: mis libros de matemáticas. Me miró y pareció sorprendido.

—¡Eh, John! ¡Creíamos que se te habían cargado!

—¿A mí? Las Chinches no me quieren tanto. ¿Cuándo te vas?

—¡Vaya, ya he salido de aquí! —protestó Ángel—. Me fui un día después que tú, hice tres bajadas y regresé hace una semana. ¿Qué te retrasó tanto?

—Volví por el camino más largo. Estuve un mes como pasajero.

—Algunos tienen suerte. ¿Qué bajadas hiciste?

—Ninguna —admití.

Sonrió:

—¡Algunos tienen suerte de veras!

Quizás Ángel tuviera razón, porque finalmente me gradué. Pero él tuvo parte del mérito, por su paciencia al darme clases. Supongo que mi «suerte» se ha basado generalmente en los demás: Ángel y Jelly, y el teniente, y Carl, y el coronel Dubois, sí, y mi padre, y Blackie…, y Brumby, y Ace… y, sobre todo y siempre, el sargento Zim. Capitán de grado Zim ahora, con rango permanente de primer teniente. No habría sido correcto que yo acabara con un rango superior al suyo.

Bennie Montez, compañero mío de clase, y yo estábamos en el campo de aterrizaje de la flota el día siguiente a la graduación, esperando subir a nuestras naves. Éramos aún unos segundos tenientes tan novatos que el hecho de que nos saludaran nos ponía nerviosos, y yo lo disimulaba leyendo la lista de naves en órbita en torno a Santuario, una lista tan larga que estaba bien claro que algo importante se preparaba, aunque nadie había juzgado correcto mencionármelo. Me sentía excitado. Se habían cumplido a la vez mis dos deseos más ardientes: me enviaban a mi antiguo equipo, y mientras mi padre aún estaba allí. Y lo que se estaba preparando, fuera lo que fuera, significaba que el teniente Jelal pronto me daría la última cepillada imprescindible, con alguna bajada importante en perspectiva.

Estaba tan entusiasmado que no podía hablar de ello, así que me dedicaba a estudiar las listas. ¡Caray, qué cantidad de naves! Las habían colocado según el tipo a que pertenecían, eran demasiadas para situarlas de otro modo. Empecé por leer los transportes de tropas, lo único que le importaba a un I.M.

¡Y estaba el Mannerheim! ¿Habría alguna posibilidad de ver a Carmen? Casi seguro que no, pero podía enviar un despacho y averiguarlo.

Grandes naves: el nuevo Valley Forge, y el nuevo Ypres. Y Maraton, El Alamein, Iwo, Gallipoli, Layte, Mame, Tours, Gettysburg, Hastings, Álamo, Waterloo…, todos aquellos lugares cuyos nombres brillaban merced a los soldados que lucharan allí, cubiertos de barro.

Y pequeñas naves, las que recibieron sus nombres de las tropas de infantería: Horacio, Alvin York, Swamp Fox, el mismo Rodger Young, ¡bendito sea!, el Coronel Bowie, Devereux, Vercingetorix, Sandino, Aubréy Causens, Kamehameha, Audie Murphy, Xenofon, Aguinaldo…

Dije:

—Debería haber una llamada Magsaysay.

—¿Por qué? —preguntó Bennie.

—Por Ramón Magsaysay —le expliqué—. Un gran hombre, un gran soldado, y probablemente el jefe de la guerra psicológica si viviera hoy. ¿No estudiaste historia?

—Bueno… —admitió Bennie—, aprendí que Simón Bolívar construyó las Pirámides, se cargó a la Armada e hizo el primer viaje a la Luna.

—Olvidaste que se casó con Cleopatra.

—¡Oh, eso! Bien, supongo que cada país tiene su propia versión de la historia.

—Estoy seguro de ello.

Añadí algo entre dientes y Bennie preguntó:

—¿Qué has dicho?

—Lo siento, Bennie, no es más que un antiguo refrán, en mi propio idioma. Supongo que podría traducirse, más o menos, por «El hogar está donde está tu corazón».

—Pero ¿qué idioma es ése?

—Tagalo. Mi lengua nativa.

—¿No hablan inglés estándar en tu tierra?

—Por supuesto que sí. Para los negocios, la escuela y cosas así. Sólo en casa hablamos un poco nuestra lengua. Por tradición, ya sabes.

—Sí, lo sé. Los míos hablan en español por idéntica razón. Pero ¿dónde…? —En el altavoz empezó a sonar Meadowland, y Bennie me lanzó una amplia sonrisa—: ¡Tengo una cita con una nave! Cuídate, amigo. Ya nos veremos.

—Cuidado con las Chinches.

Me volví y continué leyendo nombres de las naves: Pal Maleter. Montgomery, Tchaka, Jerónimo…

Y entonces oí el sonido más dulce del mundo: «¡… brilla el nombre, brilla el nombre de Rodger Young!»

Agarré la mochila y salí corriendo. «El hogar está donde está tu corazón»…, y yo volvía a mi hogar.