Capítulo 12

No basta en absoluto con que un oficial sea capaz […] Debe ser también un caballero de educación liberal, modales refinados, cortesía perfecta y el mayor sentido del honor personal […] Ningún acto meritorio por parte de un subordinado debe escapar a su atención, aunque la recompensa sea tan sólo una palabra de aprobación. Y, a la inversa, no debe pasar por alto una sola falta de cualquier subordinado.

Por muy ciertos que sean los principios políticos por los que ahora luchamos, las naves deben ser gobernadas bajo un sistema de absoluto despotismo.

Confío en que he dejado claro ante vosotros las tremendas responsabilidades […] Debemos hacer cuanto podamos con todo lo que tenemos.

JOHN PAUL JONES

14 de septiembre de 1775.

Extractos de una carta al comité naval de los insurrectos de N.A.

El Rodger Young volvía de nuevo a la Base en busca de reemplazos, tanto de cápsulas como de hombres. Se habían cargado a Al Jenkins cuando cubría una recogida, que nos había costado el Padre también. Y además había que reemplazarme a mí. Llevaba ahora las insignias de sargento (por la muerte de Migliaccio), pero tenía la corazonada de que serían de Ace en cuanto yo dejara la nave. Sabía que había sido algo puramente honorario, ese ascenso sólo había sido una amable despedida por parte de Jelly, ya que yo me iba a la Escuela de Oficiales.

Pero eso no me impedía sentirme orgulloso de ellas. En el campo de aterrizaje de la Flota crucé la puerta de salida con la cabeza muy alta y me fui al mostrador de cuarentena para que me sellaran las órdenes. Mientras lo hacían, oí una voz cortés y respetuosa a mis espaldas.

—Disculpe, sargento, pero ese bote que acaba de bajar ¿es del Rodger…?

Me volví para ver quién hablaba; me fijé en las mangas, vi que era un cabo, un hombre bajo y ligeramente cargado de hombros, sin duda uno de nuestros…

—¡Padre!

Entonces el cabo me echó los brazos al cuello:

—¡John! ¡John! ¡Oh, mi pequeño Johnnie!

Le besé, le abracé y me eché a llorar. Tal vez el empleado civil del mostrador de cuarentena no hubiera visto nunca que dos suboficiales se besasen. Bien, sólo con que hubiera alzado una ceja en gesto de sorpresa le habría pateado. Pero ni eso vi. Estaba muy ocupado. Él tuvo que recordarme que me llevara las órdenes.

Para entonces ya nos habíamos limpiado la nariz y secado las lágrimas. Ya no éramos un espectáculo. Le dije:

—Papá, busquemos un rincón tranquilo y sentémonos a hablar. Quiero que me lo cuentes todo —inspiré profundamente—. Creí que habías muerto.

—No. Casi me mataron en una o dos ocasiones. Pero, hijo…, sargento, he de averiguar lo de ese bote de aterrizaje. Verás…

—¡Oh, ése! Sí, es del Rodger Young. Precisamente yo…

—Entonces tengo que largarme ahora mismo. —Parecía muy desilusionado—. He de presentarme allí. —Luego añadió ansiosamente—: Pero tú volverás pronto a bordo ¿no, Johnnie? ¿O es que estás de Descanso y Recreo?

—No, no. —Pensé a toda prisa. ¡Mira que ocurrir esto!—. Verás, padre, yo sé el horario del bote. No subirás a bordo por lo menos en una hora y pico. Ese bote no es de recogida rápida; tiene que encargarse del combustible cuando el Rodger complete este pase, si es que el piloto no ha de esperar al pase siguiente. Hay que cargar primero.

Me miró dudoso:

—Mis órdenes dicen que me presente de inmediato al piloto en el primer bote disponible de la nave.

—¡Padre, padre! ¿Por qué has de ser tan condenadamente reglamentario? A la chica que pilota eso no le importará que tú subas ahora o justo cuando vayan a largarse. De todas formas, harán la llamada por los altavoces diez minutos antes de salir. No puedes perderlo.

Me dejó que le llevara a un rincón tranquilo. Cuando nos sentamos repitió:

—¿Irás en el mismo bote, John? ¿O más tarde?

—Yo…

Le enseñé mis órdenes; me pareció el modo más sencillo de darle la noticia. Barcos que se cruzan en la noche, como en la historia de Evangeline… ¡caray, qué modo de salir mal las cosas!

Él las leyó, vi lágrimas en sus ojos y dije a toda prisa:

—Mira, padre, voy a tratar de volver. No querría estar en otro equipo que con los Rufianes. Y más ahora que estás tú con ellos. Bueno, yo sé que es una desilusión, pero…

—No estoy desilusionado, John.

—¿Cómo?

—Es orgullo. Mi hijo va a ser oficial. Mi pequeño Johnnie… Claro, desilusión también. Había estado soñando con este día. Pero puedo esperar un poco más, —sonrió entre lágrimas—. Has crecido, muchacho. Y engordado también.

—Supongo que sí. Pero, papá, no soy oficial aún, y tal vez sólo pase unos días fuera del Rodger. Quiero decir que a veces nos despiden con toda rapidez y…

—¡Basta de eso, jovencito!

—¿Qué?

—Tú lograrás ser oficial. No vuelvas a hablar de que te despidan, —de pronto sonrió—. Es la primera vez que he podido decirle a un sargento que se callara.

—Bien…, desde luego lo intentaré, padre, y si lo consigo seguro que pediré ir al viejo Rodger. Pero…

—Sí, lo sé. Pero tu petición no significará nada a menos que haya una vacante para ti. No importa. Si esta hora es cuanto tenemos, vamos a sacarle el mayor partido posible. Estoy tan orgulloso de ti que me estallan las costuras. ¿Cómo te ha ido, Johnnie?

—¡Oh, estupendo, estupendo!

Yo pensaba que la cosa no era tan mala. Mi padre estaría mejor con los Rufianes que en cualquier otro equipo. Todos mis amigos cuidarían de él, le conservarían vivo. Tenía que enviar un telegrama a Ace. Porque mi padre, desde luego, jamás revelaría que yo era su hijo.

—Papá, ¿cuánto tiempo llevas en esto?

—Poco más de un año.

—¡Y ya eres cabo!

Sonrió amargamente.

—Los hacen a toda prisa en estos tiempos.

No tenía que preguntar a qué se refería. Las bajas. Siempre había vacantes en los Cuadros de Organización. Apenas se conseguían bastantes soldados adiestrados para llenarlas. En cambio, dije:

—Sí, pero papá, tú eres…, quiero decir, ¿no eres un poco viejo para el ejército? Podrías estar en la marina, o en logística, o…

—¡Yo quise la Infantería Móvil y lo conseguí! —replicó enfáticamente—. Y no soy más viejo que la mayoría de los sargentos, no tan viejo en realidad. Hijo, el simple hecho de que tenga veintidós años más que tú no me coloca en una silla de ruedas. Y la edad tiene sus ventajas también.

Había algo de cierto en eso. Recordé que el sargento Zim siempre había probado primero a los hombres maduros cuando se trataba de dar sardinetas a los soldados. Y papá jamás haría tonterías en la Básica como yo, nada de latigazos para él. Probablemente, ya le habían considerado para suboficial antes de que terminara la Básica. El ejército necesita muchos hombres maduros; es una organización paternalista.

No tenía que preguntarle por qué había elegido la I.M., ni por qué medios había venido a parar a mi nave. Me alegraba de ello, y me sentía más adulado que si me hubiera expresado todo su orgullo en palabras. Tampoco iba a preguntarle por qué se había alistado: creía saberlo ya. Por mamá. Ninguno de los dos la había mencionado, era demasiado penoso. De modo que cambié de tema bruscamente.

—Ponme al día. Dime dónde has estado, y qué has hecho.

—Bien, me adiestré en el Campamento San Martín.

—¿Cómo? ¿No en Currie?

—Es uno nuevo. Pero con el mismo régimen, según creo. Sólo que en él te adiestran dos meses más aprisa, porque no tienes los domingos libres. Luego pedí el Rodger Young, pero no lo conseguí, y terminé en los Voluntarios de McSlattery. Es un buen equipo.

—Sí, lo se —tenían fama de rudos, duros y desagradables, casi tan buenos como los Rufianes.

—Debería decir que era un buen equipo. Hice varias bajadas con ellos y mataron a algunos chicos, así que al cabo de algún tiempo conseguí éstas —y se miró las sardinetas—. Ya era cabo cuando bajamos en Sheel…

—¿Tú estabas allí? ¡Yo también!

Con una emoción repentina me sentí más cerca de mi padre de lo que había estado en mi vida.

—Lo sé. Al menos sabía que estaba allí tu equipo. Yo me hallaba a unos ochenta kilómetros al norte de tu posición, por lo que pude adivinar. Nos encargamos del contraataque cuando ellos empezaron a surgir del suelo como murciélagos de una cueva. —Se encogió de hombros—. De modo que, cuando acabó aquello, yo era un cabo sin equipo. No quedaba lo suficiente de nosotros como para un cuadro de jefes completo. Por eso me enviaron aquí. Podía haber ido con los Osos de Kodiak, pero dije unas palabritas al encargado de las colocaciones y, por supuesto, el Rodger Young vino con una vacante para un cabo. Así que aquí estoy.

—¿Y cuándo te enrolaste?

Comprendí que era un error en cuanto hube hecho la pregunta, pero había que dejar el tema de los Voluntarios de McSlattery; el huérfano de un equipo muerto desea olvidarlo.

Papá respondió en voz baja:

—Poco después de lo de Buenos Aires.

—Ah, comprendo.

No habló durante unos segundos. Luego añadió suavemente:

—No estoy seguro de que lo comprendas, hijo.

—¿Cómo dices?

—No será fácil de explicar. Desde luego, la pérdida de tu madre tuvo mucho que ver en ello. Pero no me enrolé por vengarla, aunque también pensaba en eso. Tú tuviste mucho más que ver con ello.

—¿Yo?

—Sí, tú, hijo. Siempre comprendí lo que tú hacías mejor que tu madre. No la culpes. Ella jamás tuvo la oportunidad de entenderlo, lo mismo que un pájaro es incapaz de entender lo que significa nadar. Yo sabía incluso por qué lo hiciste, aunque entonces quería que tú lo supieras. Por lo menos la mitad de mi enfado contigo era puro resentimiento porque tú estabas haciendo algo que en el fondo de mi corazón, comprendía que también debía haber hecho. Pero tampoco tú fuiste la causa de que me enrolara. Sólo colaboraste en mi decisión, y no interviniste en el servicio que elegí. —Hizo una pausa—. Yo no estaba en buena forma cuando tú te enrolaste. Visitaba a mi hipnoterapeuta con bastante regularidad, jamás lo sospechaste, ¿verdad?, pero no habíamos llegado más que a la franca aceptación de que yo me sentía muy insatisfecho. Después de que te fuiste te eché la culpa, pero no era culpa tuya, y lo sabía, y supongo que mi terapeuta también. Creo que yo me enteré de que estábamos metidos en un gran problema antes que la mayoría, pues nos pidieron que nos dedicáramos al armamento militar más de un mes antes de que se anunciara el estado de emergencia. Estábamos dedicados casi enteramente a la producción de armamento mientras tú te hallabas aún en el campamento.

»Me sentí mejor durante ese período, trabajando hasta agotarme y demasiado ocupado para acudir al terapeuta. Luego me sentí más preocupado que nunca, —sonrió—. ¿Hijo, sabes mucho acerca de los civiles?

—Bien…, no hablamos el mismo lenguaje. Eso sí lo sé.

—Muy bien expresado. ¿Te acuerdas de la señora Ruitman? Tuve unos cuantos días de permiso en cuanto terminé la Básica y fui a casa. Vi a algunos de nuestros amigos para despedirme de ellos, y también a ella la visité. Estuvo hablando de muchas bobadas y al fin dijo: «¿De modo que se va? Bueno, si para en Faraway debe buscar a mis queridos amigos, los Regate».

»Le dije, con la mayor amabilidad posible, que no lo creía probable, ya que los arácnidos habían ocupado Faraway. Eso no la preocupó en absoluto. Se limitó a decir: «¡Oh, eso no importa! Ellos son civiles» —y mi padre sonrió maliciosamente.

—Sí, lo sé.

—Pero me adelanto a mi historia. Te dije que entonces aún me sentía más preocupado. La muerte de tu madre me dejó libre para lo que tenía que hacer, aunque ella y yo estábamos más unidos que la mayoría. Sin embargo, su muerte me liberó. Entregué el negocio a Morales.

—¿El viejo Morales? ¿Podrá manejarlo?

—Sí. Porque tiene que hacerlo. Muchos estamos haciendo cosas que jamás creímos que pudiéramos hacer. Le di un buen puñado de acciones, ya sabes el viejo dicho de la fuerza que mueve el mundo, y el resto lo dividí en dos partes, dejándolo en fideicomiso. La mitad para las Hijas de la Caridad; la mitad para ti cuando quieras volver y cogerlo. Si vuelves. No importa. Al menos había descubierto qué andaba mal en mí. —Hizo una pausa y añadió suavemente—: Tenía que hacer un acto de fe. Tenía que demostrarme a mí mismo que era un hombre. No sólo un animal dedicado a la economía, productor-consumidor, sino un hombre.

En ese momento, antes de que yo pudiera responderle nada, los altavoces del muro empezaron a cantar: «…brilla el nombre, brilla el nombre de Rodger Young», y una voz femenina añadió: «Personal para el Rodger Young, suban a bordo. Dársena H. Nueve minutos».

Mi padre se puso en pie de un salto y cogió su mochila.

—¡Ese es para mí! Cuídate, hijo, y aprueba esos exámenes. O descubrirás que aún no eres lo bastante mayor para valerte por ti mismo.

—Lo haré, padre.

Me abrazó a toda prisa.

—¡Te veré cuando volvamos! —dijo, y se largó a paso ligero.

En la oficina exterior de la comandancia me presenté a un sargento de Flota que se parecía muchísimo al sargento Ho; incluso le faltaba un brazo. Sin embargo, no tenía su sonrisa. Yo dije:

—Sargento de carrera, John Rico, desea presentarse al oficial al mando según sus órdenes.

Miró el reloj.

—Su bote bajó hace setenta y tres minutos. ¿Qué ha ocurrido?

Entonces se lo expliqué. Se mordió el labio inferior y me miró meditabundo.

—He oído todas las excusas posibles. Pero usted acaba de iniciar una nueva página. Su padre, su propio padre. ¿Iba realmente a presentarse en su nave justo cuando usted salía de ella?

—La pura verdad, sargento. Puede comprobarlo…, el cabo Emilio Rico.

—No comprobamos las declaraciones de los «jóvenes caballeros» aquí. Simplemente, las archivamos por si resulta que no han dicho la verdad. De acuerdo, un chico que no llegara tarde por despedir a su padre no valdría mucho en cualquier caso. Dejémoslo estar.

—Gracias, sargento. ¿Me presento ahora al oficial al mando?

—Ya se ha presentado a él. —Hizo una señal en una lista—. Quizá dentro de un mes, a partir de ahora, le enviará con otras dos docenas de oficiales. Aquí tiene sus órdenes, y una lista de las cosas que no debe hacer. Puede empezar por quitarse esas sardinetas. Pero guárdelas; tal vez las necesite más tarde. A partir de ahora, usted es «mister Rico» no «sargento».

—Sí, señor.

—No me llame «señor». Yo le llamaré «señor» a usted. Pero no le gustará.

No voy a describir la Escuela de Candidatos a Oficiales (E.C.O.). Es como la Básica pero al cubo, y con muchos libros. Por las mañanas nos comportábamos como soldados, haciendo las cosas de siempre que ya hiciéramos en la Básica, y en combate, y recibiendo broncas por el modo en que lo hacíamos… de boca de los sargentos. Por las tardes éramos cadetes y «caballeros», y contestábamos preguntas y recibíamos clases referentes a una lista interminable de temas: matemáticas, ciencias, galactografía, xenología, hipnopedia, logística, estrategia y táctica, comunicaciones, ley militar, lectura de terrenos, armas especiales, psicología de mando, cualquier cosa, desde el cuidado y alimentación de los soldados a por qué Jerjes perdió la gran batalla. Sobre todo cómo convertirse en una catástrofe viviente a la vez que se cuida a cincuenta hombres, educándoles, apreciándoles, dirigiéndoles, salvándoles… pero jamás mimándoles.

Teníamos camas, que utilizábamos muy poco; teníamos habitaciones, duchas y baños, y cada cuatro candidatos disponíamos de un sirviente civil que nos hacía la cama, nos limpiaba las habitaciones y sacaba brillo a los zapatos, preparaba los uniformes y hacía cualquier recado. No se proponían que este servicio fuera un lujo; su propósito consistía en dar al estudiante más tiempo para cumplir lo que era realmente imposible al liberarle de todo aquello que cualquier graduado de Básica sabe ya hacer perfectamente.

Seis días trabajarás y harás todo lo posible,

el séptimo lo mismo y colgarás del cable.

O, como dice la versión del ejército: «y limpiarás el establo», lo que demuestra cuántos siglos tiene este refrán. Ojalá pudiera vérmelas con uno de esos civiles que creen que nosotros vivimos bien, y hacerle pasar un mes en la E.C.O.

Por las tardes, y todo el domingo, estudiábamos hasta quemarnos las pestañas y sentir dolor en los oídos; luego dormíamos (si es que dormíamos) con un altavoz hipnopédico sonando bajo la almohada.

Nuestras canciones de marcha eran adecuadamente derrotistas: «¡No quiero el ejército para mí, no quiero el ejército para mí! Preferiría estar tras el arado como en los viejos tiempos». O «No quiero estudiar más sobre guerra»; o «¡No hagáis un soldado de mi hijo!, gritó la madre llorosa», y —la favorita de todas— el viejo clásico «Los caballeros oficiales», con el estribillo sobre la pequeña oveja perdida: «¡Dios tenga piedad de aquellos como nosotros, oh, sí!».

Sin embargo, yo no recuerdo haberme sentido desgraciado. Demasiado ocupado, supongo. Allí no existía esa «rima» psicológica que había que escalar y con la que uno tropieza en la Básica. Allí sólo había, sencillamente, el temor constante a fracasar. Me preocupaba sobre todo la mala preparación que yo llevaba en matemáticas. Mi compañero de habitación, un colono de Hesperus con el nombre extrañamente adecuado de «Ángel», se quedaba en pie noche tras noche dándome clase.

La mayoría de los instructores, especialmente los oficiales, eran inválidos. Los únicos que recuerdo con el dominio completo de brazos, piernas, ojos, oídos, etc., eran algunos de los suboficiales instructores de combate, y tampoco todos. Nuestro profesor en las peleas sucias iba sentado en una silla electrónica, llevaba un collarín de plástico y estaba totalmente paralizado del cuello para abajo. Pero no tenía paralizada la lengua, su vista era fotográfica y la cólera con que podía analizar y criticar cuanto veía compensaba aquel impedimento de escasa importancia.

Al principio me preguntaba por qué aquellos hombres, candidatos indudables al retiro físico y a la pensión completa, no se aprovechaban de ello y se iban a casa. Luego dejé de preguntármelo.

Supongo que la mayor emoción de toda mi carrera de cadete fue una visita de la alférez Ibáñez, la de los ojos oscuros, oficial de vigilancia y piloto bajo instrucción en la corbeta transporte Mannerheim. Apareció Carmencita con un aspecto increíble, con el traje blanco de la marina, y tan pequeña como un pisapapeles, mientras mi clase estaba formada por la revista de la cena. Pasó ante todos nosotros —se podía oír cómo estallaban los ojos a su paso— siguió en línea recta hasta el oficial de servicio y le preguntó por mí, diciendo mi nombre con voz clara y penetrante.

Del oficial de servicio, capitán Chandar, todos creíamos que no había sonreído en la vida, ni a su propia madre; pero ahora sonrió a la pequeña Carmen haciendo una extraña mueca y admitió mi existencia, ante lo cual ella le miró encantada agitando las pestañas, le explicó que su nave estaba a punto de salir y que, por favor, ¿podía llevárseme a cenar?

Así me encontré en posesión de un pase de tres horas, altamente irregular y que no tenía precedentes. Tal vez la marina haya desarrollado técnicas de hipnosis que aún no han llegado al ejército. O quizás el arma secreta de Carmencita sea más antigua, y no utilizable por la I.M. En cualquier caso, no sólo me lo pasé maravillosamente bien, sino que mi prestigio entre mis compañeros de clase, no demasiado alto hasta entonces, llegó a la cumbre.

Fue una noche gloriosa, y valió la pena fallar en dos clases al día siguiente. La ensombreció un poco el hecho de que los dos sabíamos lo de Carl —que murió cuando las Chinches destrozaron nuestra estación de reserva en Plutón—, pero sólo un poco, ya que ambos habíamos aprendido a vivir con esas cosas.

Algo sí me dejó atónito. Carmen se relajó y se quitó la gorra mientras estábamos comiendo, y su cabello, negro como ala de cuervo, había desaparecido. Ya sé que muchas chicas de la marina se afeitan la cabeza; después de todo, no resulta práctico tener que preocuparse del cabello largo en un barco de guerra, y muy en especial un piloto no puede correr el riesgo de que el pelo se le ponga delante de los ojos en una maniobra de caída libre. Caray, yo me había afeitado también la cabeza sólo por comodidad y limpieza, pero mi imagen mental de la pequeña Carmen incluía su melena de pelo negro y espeso.

Ahora bien, ¿saben?, en cuanto uno se acostumbra a ello resulta incluso gracioso. Quiero decir que, si una chica es guapa, sigue siéndolo con la cabeza afeitada. Y eso sirve para distinguir a una chica de la marina de las civiles, como aquellas antiguas calaveras de las bajadas de combate. Hacía que Carmen tuviera un aire distinguido, le daba dignidad y, por primera vez, comprendí plenamente que era en verdad un oficial y un luchador…, aparte de ser una chica muy bonita.

Volví al cuartel con estrellas en los ojos y un ligero olor a perfume. Carmen me había dado un beso de despedida.

La única clase de la E.C.O. a cuyo contenido voy a referirme es la de historia y filosofía moral.

Me sorprendió descubrirla en el currículum. Dicha materia no tiene nada que ver con el combate ni con la dirección de un pelotón; su relación con la guerra (con lo que sí está relacionada) consiste en explicar por qué se lucha, tema que ya ha decidido cualquier candidato mucho antes de llegar a la Escuela de Candidatos a Oficiales. Un I.M. lucha porque es I.M.

Decidí que esa clase debía de ser una repetición en beneficio de aquellos de nosotros (quizá la tercera parte) que no habían asistido a ella en el colegio. Más del veinte por ciento de mi clase de cadetes no provenían de la Tierra (siempre firma un porcentaje mucho mayor de gentes de las colonias que de la Tierra, lo que hace que uno se pregunte por qué), y de las tres cuartas partes de terrestres algunos eran de territorios asociados y de otros lugares donde tal vez no se enseñaba historia y filosofía moral. De modo que la juzgué como una clase de adorno que aliviaría un poco de las más difíciles, las de las notas con puntos decimales.

Me equivoqué. Al contrario que en la escuela superior, aquí había que aprobarla. No con exámenes, sin embargo. El curso los incluía, claro, más ejercicios preparados, tests y demás… pero sin notas. Lo que había que obtener era la opinión del instructor de que uno merecía la comisión.

Si su opinión era contraria, uno se hallaba sentado ante una junta que no sólo se preguntaba si podrías ser oficial, sino si pertenecías al ejército en cualquier rango, por rápido que uno fuera con las armas, y que decidía si debía darte instrucción extra o despacharte y condenarte a ser un civil.

La historia y filosofía moral actúa como una bomba de explosión retardada. Uno se despierta a media noche y piensa: «¿Pero qué diablos quiso decir con eso?». Lo mismo había ocurrido incluso con mi clase en la escuela superior. Muchas veces ni sabía de lo que hablaba el coronel Dubois. Cuando yo estudiaba creía que era una estupidez que esa asignatura estuviera en el departamento de ciencias. No era como la física o la química. ¿Por qué no la incluían en los otros estudios inútiles a los que pertenecía? La única razón por la que la seguía atentamente era por las discusiones tan deliciosas que se originaban.

No tenía idea de que «mister Dubois» trataba de enseñarme por qué luchar, incluso mucho después de que yo decidiera que, de todas formas, deseaba hacerlo.

Bueno, ¿por qué tenía yo que luchar en realidad? ¿No era ridículo que expusiera mi tierna piel a la violencia de unos desconocidos poco amistosos? ¿Especialmente si la paga, en el rango que fuera, no suponía siquiera un sueldo, y las horas terribles y las condiciones de trabajo eran peores aún? Cuando yo podía estar tranquilamente sentado en casa mientras se encargaban de esas cosas personas duras de cráneo que disfrutaban con ese juego. Especialmente, cuando los desconocidos contra los que luchaba jamás me habían hecho nada personalmente hasta que yo iba allí y empezaba a destrozarles su casa. Pero ¿qué clase de tontería es ésta?

¿Luchas porque eres un I.M.? Chico, estás tan loco como los perros del doctor Pavlov. Corta el rollo y empieza a pensar.

El mayor Reid, nuestro instructor, era ciego y tenía la desconcertante costumbre de mirar al frente y llamarte por tu nombre. Estábamos repasando los sucesos a raíz de la guerra entre la Alianza ruso-anglo-americana y la Hegemonía china, a partir de 1987. Pero ese día supimos la noticia de la destrucción de San Francisco y del Valle de San Joaquín. Yo pensé que él nos haría algunos comentarios. Después de todo, incluso un civil podía comprenderlo ahora: se trataba de las Chinches o nosotros. Luchar o morir.

El mayor Reid no mencionó San Francisco. Hizo que uno de nosotros resumiera el tratado negociado en Nueva Delhi en el que se ignoró por completo a los prisioneros de guerra y, por implicación, ese tema se abandonó ya para siempre; luego, el armisticio quedó reducido a nada, y los prisioneros continuaron donde estaban; en un bando, porque en el otro se les dejó en libertad y, durante los Desórdenes, se volvieron a sus casas o no, según su voluntad.

La víctima del mayor Reid habló de los prisioneros no liberados: supervivientes de dos divisiones de paracaidistas británicos y unos cuantos miles de civiles capturados sobre todo en Japón, Filipinas y Rusia, y sentenciados por «crímenes» políticos.

—Aparte de ellos había otros muchos prisioneros militares —continuó la víctima del mayor Reid— capturados durante y antes de la guerra. Incluso se rumoreó que algunos habían sido capturados en otra guerra anterior, de la que tampoco fueron liberados. El total de prisioneros retenidos jamás se supo. Los cálculos más exactos dan el número de unos sesenta y cinco mil.

—¿Por qué los «más exactos»?

—Bueno, ése es el cálculo del libro de texto, señor.

—Por favor, sea más preciso al hablar. ¿El número era mayor o menor que cien mil?

—No lo sé, señor.

—Nadie lo sabe. ¿Era mayor que mil?

—Probablemente, señor. Casi seguro.

—Completamente seguro, porque muchos más llegaron a escapar, volvieron a casa y dieron sus nombres. Veo que no se ha leído la lección a fondo. ¡Señor Rico!

Ahora era yo la víctima.

—Sí, señor.

—¿Cree que mil prisioneros no liberados son razón suficiente para empezar o reanudar una guerra? Recuerde que millones de inocentes pueden morir, que morirán con seguridad, si la guerra se inicia o se reanuda.

No vacilé:

—¡Sí, señor! Es razón más que suficiente.

—«Más que suficiente». Muy bien. Y un prisionero no liberado por el enemigo, ¿es razón suficiente para iniciar o reanudar una guerra?

Vacilé. Sabía la respuesta de la I.M., pero no creí que fuera ésa la que él quería. Insistió bruscamente:

—¡Vamos, vamos, señor Rico! Tenemos un límite superior de mil; le invito a meditar en el límite inferior de uno solo. Nadie puede firmar un pagaré que diga «una cantidad entre una y mil libras», y empezar una guerra es algo mucho más serio que pagar dinero. ¿No sería criminal poner en peligro a todo un país, a dos países en realidad, para salvar a un hombre, especialmente si ese hombre tal vez no se lo merece? ¿Y si muere mientras tanto? Miles de personas mueren a diario por culpa de los accidentes; entonces, ¿por qué dudar por un solo hombre? ¡Conteste! Conteste sí o no. Está haciéndonos perder el tiempo.

Me tenía cogido. Le di la respuesta de las tropas espaciales.

—¡Sí, señor!

—Sí ¿qué?

—No importa si se trata de mil o de uno solo. Hay que luchar.

—¡Ajá! El número de prisioneros no importa. Muy bien. Ahora pruébeme esa respuesta.

Me quedé helado. Sabía que era la respuesta correcta. Pero no el por qué. Él seguía atacando.

—Hable, señor Rico. Esta es una ciencia exacta. Usted ha hecho una declaración matemática; tiene que demostrarla. Alguien puede afirmar que usted ha asegurado, por analogía, que una patata tiene el mismo valor, ni más ni menos, que mil patatas, ¿no?

—¡No, señor!

—¿Por qué no? ¡Demuéstrelo!

—Los hombres no son patatas.

—Muy bien, señor Rico. Creo que ya hemos fatigado bastante su pobre cerebro por un día. Traiga mañana a clase una prueba escrita, en lógica simbólica, de su respuesta a mi pregunta original. Le daré una pista. Vea la referencia siete en el capítulo de hoy. ¡Señor Salomon! ¿Cómo surgió la presente organización política de los Desórdenes? ¿Y cuál es la justificación moral?

Salomon tropezó en la primera parte. Sin embargo, nadie puede describir con exactitud cómo llegó a existir la Federación, sólo sabemos qué ocurrió. Con los gobiernos nacionales inutilizados a finales del Siglo XX, algo tenía que llenar el vacío y, en muchos casos, eso supuso el regreso de los veteranos. Habían perdido una guerra, la mayoría no tenían empleo, muchos estaban amargados por el tratado de Nueva Delhi, especialmente por la cuestión de los Prisioneros de Guerra, un asunto feo, y todos sabían luchar. Pero no fue una revolución, sino más bien lo que sucedió en Rusia en 1917: cayó el Sistema existente y surgió otro.

El primer caso conocido en Aberdeen, Escocia, fue típico. Algunos veteranos se agruparon como vigilantes para evitar los motines y los saqueos, colgaron a varias personas (incluidos dos ex-combatientes) y decidieron que en su comité no habría más que veteranos. Algo arbitrario al principio. Confiaban un poco en sus camaradas, no confiaban en nadie más. Lo que empezó como una medida de emergencia se convirtió en práctica constitucional en un par de generaciones.

Probablemente, esos ex-combatientes escoceses, ya que juzgaron necesario ahorcar a otros veteranos de la guerra, decidieron que en caso necesario no iban a permitir que unos «malditos civiles, que se aprovechaban de la guerra y del mercado negro, y rehuían el servicio y se beneficiaban de todo» tuvieran nada que ver en ello. ¡Tendrían que hacer lo que se les dijera mientras nosotros, los «micos» del ejército, arreglábamos las cosas! Tal vez lo creo porque supongo que yo habría sentido lo mismo, y los historiadores están de acuerdo en que el antagonismo entre los civiles y los soldados que volvían de la guerra era mucho más intenso de lo que podamos imaginar hoy día.

Salomon no respondió según el libro. Finalmente, el mayor Reid le cortó:

—Traiga mañana a clase un resumen de tres mil palabras. Señor Salomon, ¿puede darme una razón, no histórica ni teórica sino práctica, de por qué la ciudadanía se limita hoy a los veteranos licenciados?

—Pues porque son hombres escogidos, señor. Son muy inteligentes.

—¡Ridículo!

—¿Señor?

—¿Acaso esta palabra es demasiado larga para que la entienda? Dije que eso era una majadería. Los hombres del ejército no son más inteligentes que los civiles. En muchos casos, los civiles lo son más. Esa fue la justificación que se buscó en el intento de golpe de estado justo antes del tratado de Nueva Delhi, la llamada «Rebelión de los científicos». Es decir: que la élite inteligente dirija las cosas y tendremos la utopía. Algo que se les cayó por su propio peso, naturalmente. Porque la investigación científica, a pesar de sus beneficios sociales, no es en sí una virtud social, y los que la practican pueden ser hombres tan egoístas que incluso carezcan de responsabilidad social. Le he dado una pista, señor. ¿No la ha captado?

Salomon contestó:

—Pues… porque los soldados son disciplinados, señor.

El mayor Reid se mostró amable con él.

—Lo siento. Una teoría atractiva que no está apoyada por los hechos. A usted y a mí no se nos permite votar mientras sigamos en el ejército, ni puede comprobarse que la disciplina militar haga a un hombre autodisciplinado una vez haya dejado el servicio, pues el índice de criminalidad entre los veteranos es muy similar al de los civiles. Y ha olvidado además que, en tiempo de paz, la mayoría de los veteranos proceden de servicios auxiliares no combatientes, y que no han estado sometidos a todos los rigores de la disciplina militar; sólo se han visto sometidos a molestias, a exceso de trabajo y a peligros. Y sin embargo, sus votos cuentan.

»Señor Salomon, le he hecho una pregunta con truco —sonrió—. La razón práctica para la continuación de nuestro sistema es la misma razón práctica que existe para que continúe cualquier cosa. Porque da resultados satisfactorios. Sin embargo, resulta instructivo observar los detalles. A través de la historia, los hombres han trabajado para poner la ciudadanía soberana en manos de aquellos que sabrían guardarla y utilizarla con prudencia en beneficio de todos. Un primer intento fue la monarquía absoluta, apasionadamente defendida como «el derecho divino de los reyes».

»A veces se hicieron intentos para elegir un buen monarca en vez de dejarlo en manos de Dios, como cuando los suecos eligieron a un francés, el general Bernadotte, para que les gobernara. La objeción que puede hacerse es que la provisión de Bernadottes es limitada.

»Los ejemplos históricos van de la monarquía absoluta a la anarquía absoluta. La humanidad ha probado casi todos los métodos, y aún se han propuesto algunos más, algunos horribles en extremo, como el comunismo tipo hormiguero animado por Platón bajo el título engañoso de La República. Pero el intento siempre ha sido moralista: aportar un gobierno estable y benévolo.

»Todos los sistemas han tratado de conseguirlo limitando los derechos de ciudadanía a aquellos a los que se juzgaba con la sabiduría suficiente para usarla con justicia. Repito: todos los sistemas, incluso las llamadas «democracias sin límites», excluían de los derechos de ciudadanía a no menos de la cuarta parte de su población por razones de edad, nacimiento, censo, antecedentes criminales u otras causas.

Sonrió cínicamente y prosiguió:

—Nunca he comprendido que un subnormal de treinta años pueda votar con mayor sabiduría que un genio de quince, pero ésa era la época del «derecho divino del hombre común». No importa. Ya pagaron por su locura.

»Los derechos soberanos de ciudadanía han sido concedidos mediante toda clase de reglas: lugar de nacimiento, origen familiar, raza, sexo, propiedades, cultura, edad, religión, etcétera. Todos esos sistemas funcionaron, pero ninguno bien. Todos fueron calificados de tiránicos por muchos, y al fin cayeron o fueron derribados.

»Ahora bien, aquí estamos nosotros con otro sistema, y el nuestro funciona muy bien. Muchos se quejan, pero nadie se rebela; la libertad personal para todos es la mayor en la historia, las leyes son pocas, los impuestos reducidos, el nivel de vida es tan alto como lo permite la productividad, el crimen apenas se conoce. ¿Por qué? No porque nuestros votantes sean más inteligentes que otros; ya hemos rechazado ese argumento. Señor Tammany, ¿puede decirnos por qué nuestro sistema funciona, y funciona mejor que cualquiera de los que utilizaron nuestros antepasados?

No sé de dónde sacó Clyde Tammany su nombre; yo le habría tomado por hindú. Contestó:

—Bien, creo adivinar que es porque los electores son un grupo pequeño; saben que las decisiones dependen de ellos, y estudian el tema a fondo.

—Nada de suposiciones, por favor; ésta es una ciencia exacta. Y su suposición es incorrecta. Los nobles gobernantes de otros muchos sistemas eran un grupo pequeño y muy consciente de todo su poder. Además, nuestros ciudadanos de pleno derecho no son una fracción pequeña en todas partes. Usted sabe, o debería saber, que el porcentaje de ciudadanos entre los adultos va de más del ochenta por ciento en Iskander a menos del tres por ciento en algunas naciones de la Tierra, y sin embargo el gobierno es muy parecido en todas partes. Tampoco los votantes son hombres elegidos; no tienen una sabiduría especial, ni talento o adiestramiento en cuanto a sus tareas soberanas. Por tanto, ¿qué diferencia hay entre nuestros votantes y los que votaban como ciudadanos en el pasado? Ya hemos supuesto bastantes cosas. Voy a declarar lo que es obvio: bajo nuestro sistema, todo votante, y todo el que tiene un cargo, es un hombre que ha demostrado, en el servicio voluntario y difícil, que pone el bienestar del grupo por delante de sus ventajas personales.

»Y ésa es la diferencia práctica.

»Puede fallarle la sabiduría, puede carecer de virtud cívica. Pero su actuación, en conjunto y por término medio, es mucho mejor que la de cualquier otra clase de gobernantes de la historia.

Hizo una pausa para tocar la esfera de un reloj antiguo y «leer» la hora con los dedos.

—Casi ha terminado la clase y aún hemos de decidir la razón moral para nuestro éxito en cuanto a gobernarnos a nosotros mismos. Ahora bien, el éxito continuado jamás es cuestión de suerte. Recuerden que aquí se trata de la ciencia, no de soñar despierto. El universo es lo que es, no lo que queremos que sea. Votar supone tener autoridad, la autoridad suprema de la que se deriva toda otra autoridad, como la mía para amargarles la vida una vez al día. Fuerza, si lo prefieren. El derecho de votar es fuerza, pura y simple, la fuerza del palo y el hacha. Tanto si es ejercida por diez hombres como por diez mil millones, la autoridad política es fuerza.

»Pero este universo consiste en dualidades emparejadas. ¿Cuál es el reverso de la autoridad, señor Rico?

Había elegido algo que sí podía contestar:

—La responsabilidad, señor.

—Un aplauso. Tanto por razones prácticas como por razones morales matemáticamente demostrables, la autoridad y la responsabilidad deben ser iguales, y así tiene lugar un equilibrio tan perfecto como el de una corriente que fluye entre puntos de distinta potencia. Permitir una autoridad irresponsable es sembrar el desastre; hacer a un hombre responsable de algo que no controla es comportarse con idiotez ciega. Las democracias sin límites eran inestables porque sus ciudadanos no eran responsables de su manera de ejercer su autoridad soberana, aparte de la lógica trágica de la historia. Este único «impuesto por votar» que nosotros debemos pagar no se conocía. No se hacían intentos para decidir si un votante era socialmente responsable al extremo de su autoridad literalmente ilimitada. Si él votaba por lo imposible, el desastroso posible ocurría de inmediato, y entonces se le hacía responsable a él, volis nolis, y no sólo era destruido él sino también su templo carente de fundamentos.

»Superficialmente, nuestro sistema apenas es ligeramente distinto: nosotros tenemos una democracia no limitada por la raza, el color, el credo, el nacimiento, la riqueza, el sexo o la convicción, y cualquiera puede ganar el poder soberano mediante un plazo de servicio, generalmente corto y no demasiado duro, en comparación con los esfuerzos de nuestros antepasados cavernícolas. Pero esa ligera diferencia supone un sistema que funciona, ya que está construido para encajar con los hechos frente a otro que es inestable por sí mismo. Puesto que la ciudadanía soberana es lo supremo en cuanto a autoridad humana, nos aseguramos de que todos los que la poseen acepten lo definitivo en cuanto a responsabilidad social. Exigimos que toda persona que desee ejercer el control sobre el estado ponga en peligro su propia vida, y la pierda si es necesario, para salvar la vida del estado. La máxima responsabilidad que un ser humano puede aceptar está así equilibrada con la autoridad suprema que un humano puede ejercer. Yin y Yang, perfectos e iguales.

Y el mayor añadió:

—¿Puede alguien aclarar por qué nunca ha habido una revolución contra nuestro sistema, a pesar del hecho de que todo gobierno de la historia las ha tenido? ¿A pesar del hecho notorio de que las quejas son constantes?

—Señor —uno de los cadetes mayores aprovechó la ocasión— la revolución es imposible.

—Sí, pero ¿por qué?

—Porque la revolución, el levantarse en armas, no sólo requiere la insatisfacción, sino también la agresividad. Un revolucionario ha de estar dispuesto a luchar y morir, o sólo es un exaltado de salón. Si usted separa a los agresivos y los convierte en guardianes de las ovejas, éstas nunca crearán problemas.

—¡Muy bien expresado! La analogía siempre es sospechosa, pero ésta se acerca mucho a la verdad. Tráigame una prueba matemática mañana. Hay tiempo para una pregunta más. Háganla y la contestaré. ¿Quién habla?

—Bien, señor… ¿Por qué no…? Bueno, ¿por qué no llegar al límite, exigiendo que todos sirvan en el ejército y dejando que todos voten?

—Joven, ¿puede usted devolverme la vista?

—¿Cómo? ¡No, señor!

—Pues eso sería mucho más fácil que instilar virtud moral, responsabilidad social, en una persona que no la tenga, ni la quiera, y que se resienta de que le echen esa carga encima. Por eso hacemos que sea tan difícil alistarse y tan fácil presentar la renuncia. La responsabilidad social por encima del nivel familiar, o al menos tribal, requiere imaginación, devoción, lealtad, todas las virtudes importantes que un hombre debe desarrollar por sí mismo. Si se le imponen, las rechazará con asco. El servicio obligatorio ya se probó en el pasado. Repase en la biblioteca los informes psiquiátricos de los prisioneros sometidos a un lavado de cerebro en la llamada «Guerra de Corea», hacia 1950, el Informe Mayer. Traiga un análisis a la clase. —Tocó de nuevo el reloj—. Retírense.

El mayor Reid sí nos hacía trabajar.

Pero era interesante. A mí me cayó uno de aquellos ejercicios de tesis maestras que él lanzaba con tanta liberalidad. Yo había sugerido que las Cruzadas fueron diferentes de la mayoría de las guerras. Casi me corta la cabeza, y además me entregó esto: «Se le exige que demuestre que la guerra y la perfección moral derivan de la misma herencia genética».

Lo resumiré así: todas las guerras surgen debido al crecimiento de población (sí, incluso las Cruzadas, aunque uno tiene que estudiar las rutas comerciales y el índice de natalidad, y varios otros aspectos, para demostrarlo). La moral social —todas las reglas morales correctas— deriva del instinto de supervivencia; la conducta moral es la conducta de supervivencia por encima del nivel individual, como en el caso del padre que muere por salvar a sus hijos. Pero como el crecimiento de la población resulta del proceso de supervivencia a través de los demás, entonces, la guerra, ya que resulta del crecimiento de la población, deriva del mismo instinto heredado que produce todas las reglas morales adecuadas a los seres humanos.

A comprobar: ¿Es posible abolir la guerra reduciendo el crecimiento de la población (acabando así con los males evidentes de la guerra) mediante la creación de un código moral bajo el cual la población quede limitada a los recursos?

Sin debatir la utilidad o moralidad de la paternidad planificada, puede comprobarse mediante la observación que cualquier raza que detiene su propio crecimiento es absorbida por las razas que se expanden. Algunos pueblos lo hicieron, según se lee en el historia de la Tierra, y otras razas avanzaron y se apoderaron de ellos.

Sin embargo, supongamos que la raza humana consigue equilibrar los nacimientos y las defunciones del modo más adecuado a sus propios planetas, y de ese modo reina la paz. ¿Qué ocurre entonces?

Pues que muy pronto (digamos el miércoles próximo) las Chinches vienen, acaban con esta raza que «ya no quiere estudiar más acerca de la guerra» y el universo se olvida de nosotros para siempre. Cosa que todavía puede suceder. O bien nosotros nos expandimos y borramos a las Chinches, o ellas aumentan en número y nos borran, porque ambas razas son fuertes e inteligentes, y desean el mismo espacio vital.

¿Saben ustedes con qué rapidez conseguiría el aumento de población que llenáramos todo el universo, hombro con hombro? La respuesta es asombrosa: es como el parpadeo de un ojo en términos de la edad de nuestra raza.

Pruébenlo. Es una expansión a interés compuesto.

Pero ¿tiene algún derecho el hombre a extenderse por el universo?

El hombre es lo que es: un animal salvaje con voluntad de sobrevivir y (hasta ahora) con la capacidad necesaria para enfrentarse a cualquier competencia. A menos que uno lo acepte así, todo lo que se diga sobre la moral social, la guerra, la política —lo que sea— es pura tontería. La moral correcta surge de saber lo que el hombre es, y no lo que a esas viejas solteronas, a esos hombres de buenas intenciones y deseosos de obrar bien, les gustaría que fuera.

El universo nos hará saber —más adelante— si el hombre tiene o no algún «derecho» a expandirse a través de él.

Mientras tanto, la I.M. estará allí, a paso ligero y en movimiento constante, al lado de nuestra propia raza.

Hacia el final se nos fue embarcando a todos para que sirviéramos a las órdenes de un oficial de combate con experiencia. Se trataba de un examen semifinal, pues el instructor a bordo decidiría si uno tenía o no lo que se ha de tener. Cabía pedir la revisión de un tribunal, pero jamás supe de nadie que lo hiciera; o volvían con buenas notas o ya no volvíamos a verles.

Algunos no habían fallado el examen, lo que ocurre es que habían muerto, ya que se les enviaba a naves a punto de entrar en acción. Se nos exigía que tuviéramos siempre el equipaje preparado. Una vez, a la hora del almuerzo, se llamó a todos los oficiales cadetes de mi compañía; se marcharon sin comer y yo me encontré nombrado oficial al mando de la compañía de cadetes.

Como las sardinetas para los reclutas, éste es un honor algo incómodo, pero a los dos días vino mi llamada.

Fui a paso ligero al despacho del oficial al mando, con la mochila al hombro y sintiéndome rebosante de orgullo. Estaba harto de acostarme tarde y de quemarme las cejas con los libros sin llegar a dominar la materia, y harto de quedar mal en clase. ¡Unas cuantas semanas en la alegre compañía de un equipo de combate era justo lo que Johnnie necesitaba!

Pasé ante algunos cadetes recién llegados que trotaban hacia la clase en formación cerrada, todos con esa expresión seria que los candidatos a la E.C.O. tienen cuando comprenden que probablemente se equivocaron al presentarse para oficiales, y me puse a cantar tan contento. Callé al observar que ya podían oírme desde el despacho.

Había en él otros dos cadetes, Hassan y Byrd. Hassan el Asesino era el mayor de nuestra clase, y se parecía a un monstruo que algún pescador hubiera conservado en una botella, mientras que Birdie no era mucho mayor que un pajarito, y apenas más violento que él.

Nos hicieron entrar en el sanctasanctórum. El oficial al mando estaba en la silla de ruedas. Nunca le vimos sin ella, excepto en la inspección y revista del sábado. Supongo que le hacía mucho daño el caminar. Pero eso no significaba que no se le viera; uno podía estar trabajando en un problema en la pizarra, dar media vuelta, y descubrir la silla de ruedas detrás de él y al coronel Nielssen leyendo sus errores.

Jamás interrumpía, porque había la orden tácita de no gritar: «¡Atención!» pero resultaba desconcertante. Parecía capaz de hallarse en seis sitios a la vez.

Este oficial tenía el rango permanente de general de Flota (sí, se trataba de ese Nielssen); su rango de coronel era temporal, pendiente de un segundo retiro y eso le permitía actuar como oficial al mando. En una ocasión pregunté al pagador y él confirmó lo que las reglas estipulaban: el oficial al mando sólo tenía la paga de coronel, pero recuperaría la paga de general de Flota el día en que decidiera retirarse de nuevo.

Bien, como dice Ace, hay gente para todo. A mí no se me ocurriría preferir media paga por el privilegio de adiestrar a una horda de cadetes.

El coronel Nielssen alzó la vista y dijo:

—Buenos días, caballeros. Pónganse cómodos.

Yo me senté, aunque no me sentía cómodo. Él se dirigió a una máquina de café, sacó cuatro tazas y Hassan le ayudó a repartirlas. No me apetecía el café, pero un cadete no rehúsa la hospitalidad de su oficial al mando.

Él tomó un sorbo.

—Tengo sus despachos, caballeros —anunció— y sus despachos provisionales, pero quiero estar seguro de que comprenden su situación.

Ya nos habían dado conferencias al respecto. Íbamos a ser oficiales sólo el tiempo suficiente para la instrucción y las pruebas, «supernumerarios, a prueba y provisionales». Novatos, totalmente superfluos, con buena conducta y excesivamente provisionales. Seríamos de nuevo cadetes en cuanto volviéramos, y podíamos ser rechazados en cualquier momento por los oficiales que nos examinaran.

Seríamos «tercer teniente provisional» —un rango tan necesario como los pies para un pez—, en esa delgada línea entre sargentos de Flota y auténticos oficiales. Es lo más bajo en lo que uno puede estar aunque se le llame, sin embargo, «oficial». Si alguien saludaba alguna vez a un tercer teniente, era porque la luz era muy mala.

—Sus despachos dicen «tercer teniente» —continuó—, pero su paga seguirá siendo la misma, y se les seguirá llamando simplemente «señor». El único cambio en el uniforme serán unas estrellitas en el hombro, más pequeñas incluso que la insignia de cadete. Continuarán recibiendo instrucción, puesto que todavía no ha quedado establecido que estén preparados para ser oficiales. —Sonrió—. ¿Por qué llamarles entonces «tercer teniente»…?

También yo me lo había preguntado. ¿Por qué tanto cuento sobre unos «despachos» que no eran auténticos despachos?

Claro, ya sabía la respuesta del libro…

—¿Señor Byrd? —preguntó el coronel.

—Pues… para colocarnos en la línea de mando, señor.

—¡Exactamente! —Se volvió hacia el Cuadro de Mandos, en un muro. Era la pirámide habitual, con la cadena de mandos bien definida hasta la base—. Miren esto.

Señaló un recuadro unido al suyo por una línea horizontal. Decía: Ayudante del oficial al mando (Señorita Kendrick).

—Caballeros —continuó—, yo tendría muchos problemas para dirigir este lugar sin la señorita Kendrick. Su cabeza es un archivo de acceso rápido de todo lo que sucede por aquí. —Pulsó un control en su silla y habló al aire—. Señorita Kendrick, ¿qué nota sacó el cadete Byrd en ley militar el trimestre pasado?

La respuesta llegó en seguida:

—Noventa y tres por ciento, coronel.

—Gracias —dijo éste—. ¿Lo ven? Yo firmo cualquier cosa que lleve las iniciales de la señorita Kendrick. Me molestaría que un comité de investigación descubriera con qué frecuencia firma ella en mi nombre y yo ni siquiera lo veo. Dígame, señor Byrd, si yo muriera de repente; ¿seguiría la señorita Kendrick llevando esto adelante?

—Pues… —Birdie parecía desconcertado—. Supongo que, con las cosas de rutina, ella haría lo que fuera neces…

—¡Ella no haría nada en absoluto! —tronó el coronel—. A menos que el coronel Chauncey le dijera lo que debía hacer…, y a su estilo. Es una mujer muy lista, y comprende lo que a usted, por lo visto, le resulta difícil, es decir: que ella no está en la línea de mando ni tiene autoridad.

Se detuvo. Luego prosiguió:

—La «línea de mando» no es sólo una frase. Es tan real como un bofetón en el rostro. Si yo le ordenara combatir como cadete, lo más que podría hacer sería pasar las órdenes de otro. Si mataran a su jefe de pelotón y usted diera entonces una orden a un soldado, una buena orden, sensata y prudente, obraría erróneamente, y el soldado cometería el mismo error si le obedeciese. Porque un cadete no pude estar en la línea de mando. Un cadete no tiene existencia militar ni rango, y no es un soldado. Es un estudiante que llegará a ser soldado, bien oficial o en su rango anterior. Mientras esté bajo la disciplina del ejército, no está en el ejército. Por eso…

Un cero. Un cero y sin adornos. Si un cadete no estaba siquiera en el ejército…

—¿Coronel?

—¿Cómo? Hable, jovencito. Señor Rico…

Estaba un poco asustado, pero tenía que decirlo:

—Pero…, si no estamos en el ejército…, entonces ¿no somos I.M., señor?

Me miró fijamente.

—¿Le preocupa eso?

—Pues no creo que me guste mucho, señor.

No me gustaba nada. Me sentía desnudo.

—Comprendo. —Pero no parecía enojado—. Deje que yo me preocupe por los aspectos de la ley espacial acerca de este asunto, hijo.

—Pero…

—Es una orden. Técnicamente, usted no es un I.M. Pero la I.M. no se ha olvidado de usted. La I.M. nunca olvida a los suyos, estén donde estén. Si usted cayera muerto en este instante sería incinerado como John Rico, segundo teniente, Infantería Móvil de… —Se detuvo—. Señorita Kendrick, ¿cuál era la nave del señor Rico?

—El Rodger Young.

—Gracias —y añadió—: de la nave de transporte y combate Rodger Young, asignado al equipo de combate móvil, segundo pelotón, de la compañía George, tercer regimiento, primera división, I. M., los «Rufianes».

Lo recitaba con toda facilidad y sin consultar nada, una vez le hubieron recordado mi nave.

—Un buen equipo de hombres, señor Rico, orgullosos y desagradables. Sus órdenes finales volverían a ellos en caso de defunción, y así figuraría su nombre en el Memorial Hall. Así se nombra siempre a un cadete muerto, hijo, para que podamos enviarlo con los suyos.

Sentí una emoción de alivio y nostalgia, y me perdí unas cuantas palabras.

…con los labios cerrados mientras yo hablo, les tendremos de vuelta en la I.M. donde pertenecen. Ustedes deben ser oficiales temporales para su crucero de prácticas, porque no hay lugar para los parásitos en una bajada de combate. Ustedes lucharán y aceptarán órdenes, y darán órdenes. Ordenes legales, porque tienen el rango y se les ordena que sirvan en ese equipo. Lo cual hace que cualquier orden que ustedes den para llevar a cabo los deberes que se les han asignado sea tan obligatoria como una firmada por el comandante en jefe.

»Incluso más —continuó—. Una vez estén en la línea de mando deben hallarse instantáneamente dispuestos a asumir el más alto mando. Si alguno de ustedes está en un equipo de un solo pelotón, muy probable en el actual estado de la guerra, como ayudante del jefe de pelotón, si se cargan a su jefe pasa a serlo usted. —Agitó la cabeza—. No «jefe de pelotón en acción». No un cadete dirigiendo una maniobra. No un «oficial joven bajo instrucción». De pronto, usted es el Viejo, el Jefe, el oficial al mando, y descubre, con una terrible impresión, que los seres humanos dependen sólo de usted para que les diga qué deben hacer, cómo luchar, cómo completar la misión y salir vivos. Ellos esperan la voz segura del mando, mientras los segundos cuentan, y de usted depende dar esa voz y tomar las decisiones, y lanzar las órdenes adecuadas, y no sólo las más correctas, con voz serena y tranquila. Porque es seguro, caballeros, que su equipo está en apuros, ¡en un gran apuro!, y una voz extraña en la que se adivine el pánico puede convertir al mejor equipo de combate de la galaxia en una masa sin líder, sin ley y amenazada por el terror.

»Todo ese peso implacable caerá sin aviso. Deben actuar de inmediato, sin tener más que a Dios por encima de ustedes. No esperen de Él que les dé los detalles tácticos; ésa es tarea suya. Dios hará todo lo que un soldado tiene derecho a esperar de Él, si les ayuda a evitar que su voz revele el pánico que de seguro sienten.

Hizo una pausa. Yo estaba muy serio, Birdie tenía un aspecto notablemente grave y muy joven, y Hassan sonreía despectivo. Deseé hallarme de regreso en la sala de bajadas del Rodger, sin sardinetas e incluso habiendo recibido una buena tunda. Había mucho que decir acerca del trabajo de ayudante de jefe de sección. Si bien se mira, es mucho más fácil morir que usar la cabeza. El coronel continuó:

—Ese es el momento de la verdad, caballeros. Lamentablemente, no hay otro método, conocido de la ciencia militar, para distinguir a un auténtico oficial de una mala imitación con insignias en los hombros que la prueba del fuego. Los auténticos la pasan… o mueren con gallardía; las imitaciones fracasan lamentablemente.

»A veces, al fracasar, esas malas imitaciones mueren. Pero la tragedia está en la pérdida de los otros, de los demás hombres buenos: sargentos, cabos y soldados, cuya única falta es su mala fortuna de hallarse bajo el mando de un incompetente.

»Intentamos evitarlo. Nuestra primera regla insoslayable es que todo candidato ha de ser un soldado adiestrado que haya pasado la prueba de fuego, un veterano de bajadas de combate. Ningún otro ejército de la historia cumplió a rajatabla esta regla, aunque algunos se aproximaron a ello. La mayoría de las grandes academias militares del pasado, Saint Cyr, West Point, Sandhurst, Colorado Springs, ni siquiera simularon seguirla. Aceptaban a los muchachos civiles, los adiestraban, les daban un despacho y los enviaban, sin la menor experiencia de combate, a dirigir hombres. Y a veces descubrían demasiado tarde que el elegante y joven «oficial» era un idiota, un cobarde o un histérico.

»Al menos, nosotros no tenemos fracasados de ese tipo. Sabemos que ustedes son buenos soldados, valientes y capaces, ya duchos en la batalla, o no estarían aquí. Sabemos que su inteligencia y su cultura se ajustan a un mínimo aceptable. Con eso para empezar, eliminamos a la mayor cantidad posible de los no plenamente competentes y los devolvemos de inmediato a las filas, antes de estropear a unos buenos soldados al forzarles por encima de su capacidad. El curso es muy duro porque lo que más tarde se espera de ustedes todavía lo será más.

»Con el tiempo conseguimos un grupo pequeño cuyas probabilidades parecen bastante buenas. El criterio más importante y aún no demostrado es lo que no podemos probar aquí: ese algo indefinible que supone la diferencia entre un líder en la batalla y el hombre que simplemente tiene el cargo, pero no la vocación. Por eso hay que demostrarlo en el campo de batalla.

»Caballeros, ya han llegado a ese punto. ¿Están dispuestos a prestar el juramento?

Hubo un instante de silencio; luego, Hassan el Asesino contestó con firmeza: «¡Sí, mi coronel!», Birdie y yo lo repetimos como un eco.

Él frunció el ceño.

—Les he estado diciendo lo maravillosos que son, físicamente perfectos, mentalmente alertas, entrenados, disciplinados, probados. La viva imagen del elegante y joven oficial —gruñó—. ¡Tonterías! Tal vez sean oficiales algún día. Así lo espero. No sólo nos molesta malgastar dinero, tiempo y esfuerzo, sino que también, y lo que es mucho más importante, yo sufro angustias mortales cada vez que envío a uno de ustedes, oficiales a medio hacer, a la Flota, sabiendo que puedo estar dejando suelto a un Frankenstein entre un buen equipo de combate. Si comprendieran bien a lo que se enfrentan, no estarían tan dispuestos a prestar el juramento en cuanto se les hace la pregunta. Tal vez lo rechazarían, obligándome a devolverles a su rango permanente. Pero es que no lo comprenden.

»De modo que lo intentaré una vez más. Señor Rico, ¿ha pensado alguna vez lo que sería para usted verse ante un consejo de guerra por perder un regimiento?

Me quedé atónito.

—¿Cómo? No, señor, ¡jamás!

Hallarse ante un consejo de guerra (por cualquier razón) es muchísimo peor para un oficial que para un soldado. Esas ofensas que suponen el despido de los soldados —tal vez con azotes, posiblemente sin ellos— son la muerte para un oficial. ¡Más le valdría no haber nacido!

—Piense en ello —dijo el coronel secamente—. Cuando sugerí que tal vez mataran a su jefe de pelotón no estaba citando lo peor, ni mucho menos, en cuestión de desastres militares. ¡Señor Hassan! ¿Cuál es el mayor número de niveles de mando que cae en una sola batalla?

El Asesino habló con voz aún más dura.

—No estoy seguro, señor. ¿No hubo un breve período, durante la Operación Casa de Chinches, en que un mayor estuvo al mando de una brigada, antes del Sauve qui peut?

—Sí, lo hubo; y su nombre era Fredericks. Consiguió una condecoración y un ascenso. Si nos remontamos a la Segunda Guerra Global podemos hallar el caso en que un oficial naval recién nombrado tomó el mando de un barco importante, y no sólo luchó y lo dirigió, sino que envió señales como si fuera un almirante. Y estaba justificado, aunque había oficiales superiores a él en la línea de mando que ni siquiera estaban heridos. Hubo circunstancias especiales, un corte en las comunicaciones. Pero yo pienso en un caso en que cuatro niveles fueron eliminados en seis minutos. Como si un jefe de pelotón cerrara los ojos y al abrirlos se encontrara al mando de una brigada. ¿Han oído la historia?

Silencio mortal.

—Muy bien. Fue en una de esas guerras de emboscadas que estallaron como consecuencia de las guerras napoleónicas. Ese joven oficial era el más novato en un navío, de la Flota de mar en realidad. Ese joven, poco más o menos de la edad de ustedes y los de su clase, no estaba comisionado. Llevaba el título de «tercer teniente temporal». Observen que ése es el título que ustedes están a punto de obtener. No tenía experiencia de combate; había cuatro oficiales en la cadena de mando por encima de él. Cuando la batalla empezó, su oficial más directo fue herido. El chico lo recogió y lo quitó de la línea de fuego. Eso fue todo, la recogida de un camarada. Pero lo hizo sin que se le ordenara que dejara su puesto. Todos los demás oficiales resultaron muertos mientras él retiraba al herido, y el joven fue juzgado por «desertar de su puesto como oficial al mando en presencia del enemigo», condenado y degradado.

Me quedé sin voz.

—¿Por eso, señor?

—¿Por qué no? Cierto, también nosotros recogemos a los heridos. Pero lo hacemos en circunstancias muy distintas a las de un navío en el mar, y se dan órdenes al encargado de hacerlo. Sin embargo, la recogida jamás es una excusa para abandonar la batalla en presencia del enemigo. La familia de este chico trató, durante siglo y medio, de que se revisara su condena. Sin éxito, por supuesto. Existían dudas acerca de algunas circunstancias, mas ninguna de que hubiera dejado el puesto durante la batalla sin haber recibido la orden. Cierto, era un novato, pero tuvo suerte de que no le ahorcaran. —El coronel Nielssen me miró con ojos fríos—. Señor Rico, ¿podría ocurrirle lo mismo?

Tragué saliva:

—Espero que no, señor.

—Permítame decirle si sería posible en este crucero de prácticas. Supongamos que está en una operación de naves múltiples, con todo un regimiento en la bajada. Los oficiales bajan primero, por supuesto. Hay ventajas e inconvenientes en eso, pero lo hacemos por razones de moral; ningún soldado toca tierra en un planeta hostil sin un oficial. Supongamos que las Chinches lo saben…, y tal vez lo sepan. Supongamos que inventan algún truco para aniquilar a todos aquellos que llegan primero a tierra, pero no para acabar con todos los que siguen bajando. Ahora supongamos, ya que usted es un supernumerario, que tiene que ocupar cualquier cápsula vacante en vez de ser disparado con la primera oleada. ¿Dónde le deja eso?

—Pues…, no estoy seguro, señor.

—Acaba de heredar el mando de un regimiento. ¿Qué va a hacer con su mando, señor? Hable pronto…, ¡las Chinches no esperan!

—Yo… —Recordé la respuesta del libro y la repetí como un loro—: Tomaré el mando y actuaré como las circunstancias lo permitan, señor, según la situación táctica tal como yo la vea.

—¿Conque sí, eh? —gruñó el coronel—. Y a usted le matarán también. Eso es lo único que conseguirá con semejante estupidez. —Sin embargo, yo confío en que usted baje sin parar de moverse y gritando órdenes a todo el mundo, tanto si tienen sentido como si no. No esperamos que los gatitos luchen con los tigres y ganen; sólo confiamos en que lo intenten. De acuerdo, pónganse en pie. Levanten la mano derecha.

Luchó él por ponerse en pie. Treinta segundos más tarde ya éramos oficiales «provisionales, a prueba y supernumerarios».

Pensé que ahora nos daría las insignias y nos dejaría ir. Se supone que no tenemos que comprarlas; son un préstamo, como esa comisión temporal que representan. Pero el hombre se retrepó en la silla y pareció casi humano.

—Miren, muchachos, ya les he dado una conferencia sobre lo malo que va a ser. Quiero que se preocupen por ello, que lo hagan por adelantado, que planeen los pasos que darán frente a cualquier combinación de malas noticias que les lleguen, plenamente conscientes de que su vida pertenece a sus hombres, y que no es suya para malgastarla en una búsqueda suicida de la gloria. Ni tampoco para salvarla, si la situación requiere que la sacrifiquen. Quiero que se preocupen por morir antes de una bajada, de modo que puedan sentirse tranquilos cuando empiece el lío.

»Imposible, claro. A no ser por una cosa: ¿cuál es el único factor que puede salvarles cuando la carga sea demasiado pesada? ¿Alguna respuesta?

Nadie contestó.

—¡Oh, vamos! —dijo el coronel Nielssen despectivamente—. No son reclutas. ¡Señor Hassan!

—El sargento al mando, señor —contestó el Asesino lentamente.

—Es obvio. Probablemente será mayor que ustedes, habrá hecho más bajadas y, desde luego, conocerá mejor al equipo. Como no llevará esa terrible carga del alto mando, podrá pensar con mayor claridad que ustedes. Pídanle consejo. Tienen un circuito sólo para eso.

»Ello no disminuirá su confianza en ustedes; está acostumbrado a que le consulten. Si no lo hacen pensará que son idiotas, unos malditos sabelotodo… y tendrá razón.

»Pero ustedes no necesitan seguir su consejo. Tanto si aprovechan su sugerencia como si se les ocurre algún plan distinto, tomen la decisión y lancen las órdenes. Lo único, ¡lo único!, que puede llenar de terror el corazón de un buen sargento de pelotón es descubrir que está trabajando para un jefe que no sabe tomar una decisión.

»Jamás ha habido un cuerpo de ejército en el que oficiales y soldados fueran más interdependientes que en la I.M., y los sargentos son el aglutinante que los mantiene unidos. No lo olviden nunca.

Giró la silla de ruedas hasta un armario junto a su mesa. Contenía fila tras fila de departamentos, cada uno con una cajita. Sacó una y la abrió.

—¿Señor Hassan?

—¿Señor?

—Estas insignias fueron llevadas por el capitán Terence O'Kelly en su crucero de prácticas. ¿Le parece bien llevarlas?

—Señor… —La voz del Asesino tembló y creí que aquel gigantón iba a estallar en llanto—. ¡Sí, señor!

—Venga. —El coronel Nielssen se las puso y luego dijo—: Llévelas con la misma bizarría que él…, pero devuélvalas. ¿Me entiende?

—Sí, señor. Haré todo lo posible.

—Estoy seguro. Hay un coche aéreo esperando en el tejado, y su nave sale dentro de veintiocho minutos. ¡Llévese su despacho, señor!

El Asesino saludó y salió. El coronel se volvió y tomó otra caja.

—Señor Byrd, ¿es usted supersticioso?

—No, señor.

—¿De veras? Pues yo sí. Supongo que no le importará llevar estas insignias, que a su vez llevaron cinco oficiales, todos ellos muertos en acción.

Birdie apenas vaciló:

—No, señor.

—Estupendo. Porque esos cinco oficiales acumularon diecisiete citaciones, desde la Medalla de Tierra al León Herido. Acérquese. Esta con la mancha marrón debe llevarla siempre en el hombro izquierdo. ¡Y no trate de limpiarla! Procure tan sólo que la otra no se manche del mismo modo. A menos que sea necesario, y usted sabrá cuándo lo es. Aquí tiene una lista de los que las llevaron. Tiene treinta minutos hasta que salga su transporte. Vaya al Memorial Hall y lea los informes de cada uno de ellos.

—Sí, señor.

—¡Llévese su despacho, señor!

Se volvió a mí, me miró al rostro y dijo bruscamente:

—¿Le preocupa algo, hijo? Hable.

—Verá… —Tenía que decirlo—. Señor, ese tercer teniente provisional, el que fue degradado… ¿Cómo averiguó usted lo que sucedió?

—¡Oh! Joven, yo no pretendía asustarle. Simplemente; me proponía alertarle. La batalla tuvo lugar en junio de mil ochocientos trece, al viejo estilo, entre el buque norteamericano Chesapeake y el británico Shannon. Busque en la Enciclopedia Naval, su nave la tendrá. —Se volvió hacia la caja de insignias y frunció el ceño. Luego dijo—: Señor Rico, tengo una carta de uno de sus profesores de la escuela superior, oficial retirado, en la que solicita que se le entreguen las insignias que él llevó como tercer teniente. Lamento decir que debo contestarle que no.

—¿Señor?

Estaba encantado al saber que el coronel Dubois todavía seguía mi pista, y desilusionado a la vez.

—¡Porque no puedo! Entregué esas insignias hace dos años… y jamás volvieron. Baja total. Hum… —Cogió otra caja y me miró—. Usted podría iniciar un par nuevo. El metal no es importante; la importancia de la petición está en el hecho de que su profesor solicitara que las llevase usted.

—Como usted diga, señor.

—O bien… —agitó la caja en la mano— podría aceptar éstas. Han sido llevadas cinco veces, y los últimos cuatro candidatos fallaron todos en su comisión. Nada deshonroso, sólo mala suerte. ¿Está dispuesto a tratar de romper el maleficio? ¿A transformarlas en insignias de la buena suerte?

Hubiera preferido acariciar a un tiburón. Pero contesté:

—De acuerdo, señor. Lo intentaré.

—Muy bien. —Me las puso—. Gracias, señor Rico. Verá, eran las mías. Yo las llevé el primero… y me gustaría muchísimo que me las devolvieran libres de esa mala suerte, y que usted se graduara.

Me sentí dos metros más alto.

—¡Lo intentaré, señor!

—Sé que lo hará. Ahora puede llevarse su despacho, señor. El mismo coche aéreo les llevará a usted y a Byrd. Un momento… ¿Lleva los textos de matemáticas en la mochila?

—¿Cómo, señor? No, señor.

—Cójalos. Ya se ha avisado al encargado del peso de la nave de esa carga extra.

Saludé y me marché a paso ligero. Me había reducido de nuevo a mi tamaño en cuanto mencionó las matemáticas.

Tenía los libros sobre la mesa de mi estudio, atados y con una hoja de las asignaciones diarias, metida bajo el cordel. Tuve la impresión de que el coronel Nielssen jamás dejaba nada al azar…, pero eso ya lo sabía todo el mundo.

Birdie estaba esperando en el tejado junto al coche aéreo. Miró los libros y sonrió.

—Mala suerte. Bien, si estamos en la misma nave te daré clases. ¿Cuál es la tuya?

—Tours.

—Lo siento, yo me voy al Moskva. —Entramos, comprobé el piloto, vi que había sido fijado de antemano hacia el campo, cerré la puerta y el coche despegó. Birdie añadió—: Podía haber sido peor. El Asesino no sólo se llevó los libros de matemáticas, sino dos asignaturas más.

Birdie era indudablemente inteligente, y no había presumido cuando se ofreció para darme clases. Tenía todo el aspecto de un profesor, aunque sus insignias demostraban que era también un soldado.

En vez de estudiar matemáticas, Birdie las enseñaba. Durante una hora al día era miembro de la facultad, lo mismo que el pequeño Shujumi nos adiestraba en el judo en Campamento Currie. La I.M. no desperdicia nada, no puede permitírselo. Birdie obtuvo su licenciatura en matemáticas al cumplir los dieciocho años, de modo que, naturalmente, le asignaron trabajo extra como instructor, lo que no le impedía verse reprendido por lo que fuera el resto del tiempo.

Y no es que se llevara muchas broncas. Birdie poseía esa rara combinación de intelecto brillante, cultura sólida, sentido común y agallas, que hace que un cadete sea calificado de general en potencia. Todos opinábamos que tenía muchas probabilidades de verse al frente de una brigada para cuando cumpliera los treinta, y más con la guerra en marcha.

Pero mis ambiciones no llegaban tan lejos.

—Sería una vergüenza asquerosa que el Asesino fracasara —dije, aunque lo que en realidad pensaba era que sería una vergüenza asquerosa si me suspendían a mí.

—No lo hará —contestó Birdie alegremente—. Se lo harán sudar como sea, aunque tengan que meterle en una cabina hipnótica y alimentarle por un tubo. De todas formas, Hassan podría ser suspendido y, a la vez, recibir un ascenso.

—¿Cómo?

—¿No lo sabes? El rango permanente del Asesino es de primer teniente, con mando en activo, naturalmente. Si le suspenden, recupera su cargo. Mira el reglamento.

Conocía el reglamento. Si me suspendían en matemáticas, yo volvía a ser un simple sargento, lo que siempre es mejor que recibir un puñetazo en un ojo, se mire como se mire. Ya lo había pensado, quedándome despierto noche tras noche después de fallar en un test. Pero esto era distinto.

—Espera —protesté—. ¿Dices que él cedió su grado permanente de primer teniente…, y ahora sólo es tercer teniente provisional…, con objeto de llegar a ser segundo teniente? ¿Estás loco? ¿O el loco es él?

Birdie sonrió.

—Sólo lo bastante para que los dos seamos buenos I.M.

—No lo comprendo…

—Claro que si. El Asesino no tiene más cultura que la recibida en la I.M. Por tanto, ¿cuáles son sus perspectivas de ascenso? Estoy seguro de que podría dirigir a todo un regimiento en batalla y hacer un trabajo magnífico, siempre que otro planeara la operación. Pero dirigir una batalla no es más que una fracción de lo que hace un oficial, especialmente un oficial maduro. Para mandar en una guerra, incluso para planear una sola batalla y montar la operación, has de saber la teoría del juego y conocer el análisis operacional, la lógica simbólica, la síntesis pesimista y otra docena más de materias abstrusas. Puedes aprenderlas por tu cuenta si tienes buena base. Pero has de dominarlas o nunca pasarás de capitán, o quizá de mayor. El Asesino sabe lo que se hace.

—Supongo que sí —dije lentamente—. Birdie, el coronel Nielssen debía de saber que Hassan era oficial; que es un oficial realmente.

—Por supuesto.

—Pues no habló como si lo supiera. A todos nos largó la misma conferencia.

—No del todo. ¿No te diste cuenta de que, cuando quería que se respondiera de cierto modo a una pregunta, siempre se dirigía al Asesino?

Decidí que era cierto.

—Birdie, ¿cuál es tu rango permanente?

El coche estaba aterrizando; él se detuvo un instante, ya con la mano en la portezuela y dijo:

—Soldado raso…, ¡y no puedo arriesgarme a que me suspendan!

—No fallarás —gruñí—. ¡No puedes!

Me sorprendió que ni siquiera fuese cabo, pero un chico tan listo y tan culto como Birdie iría a la Escuela de Oficiales con toda rapidez en cuanto se fogueara en combate, lo cual, con la guerra en marcha, podía ser unos meses después de cumplir los dieciocho.

—Veremos.

La sonrisa de Birdie aún era más amplia.

—Tú te graduarás. Hassan y yo tendremos que preocuparnos, pero tú no.

—¿Que no? Supongamos que la señorita Kendrick me coge manía. —Abrió la puerta y se sobresaltó—. ¡Eh, que está sonando mi llamada! Hasta la vista.

—Hasta la vista, Birdie.

Pero ya no volví a verle, y él no se graduó. Se le encargó una comisión dos semanas más tarde, y sus insignias volvieron con otra condecoración más, la número dieciocho… El León Herido, una condecoración póstuma.