Capítulo 11

No tengo nada que ofrecer más que sangre, trabajo, lágrimas y sudor.

W. Churchill, Estadista y soldado del Siglo XX

Cuando volvimos a la nave después del raid contra los Huesudos, el mismo en el que murió Dizzy Flores, la primera bajada del sargento Jelal como jefe de pelotón, un artillero de la nave, que se encargaba de la cerradura del bote de recogida, me preguntó:

—¿Cómo fue?

—Rutina —contesté brevemente.

Supongo que su pregunta era amistosa, pero yo me sentía muy confuso y no tenía ganas de hablar. Triste por Dizzy, contento de que le hubiéramos recogido al menos, pero furioso porque hubiera sido inútil, y todo ello mezclado con esa impresión de agotamiento y de felicidad por estar de regreso en la nave otra vez, capaz de mover brazos y piernas y notar que todos están presentes. Además, ¿cómo puede hablarse de una bajada con un hombre que jamás ha hecho una?

—¿De verdad? —contestó—. Vosotros lo tenéis muy fácil. Descansáis treinta días y trabajáis treinta minutos. Yo tengo guardia cada tres y vuelta otra vez.

—Sí, lo supongo —dije, y me alejé—. Algunos nacemos con suerte.

—Soldado, parece que estás en las nubes —dijo a mis espaldas.

Y sin embargo había mucho de verdad en lo que dijo el artillero de la marina. Las tropas espaciales somos como los aviadores de las guerras antiguas y mecanizadas: una carrera militar, larga y densa, podía suponer tan sólo unas cuantas horas de combate auténtico frente al enemigo, y el resto era entrenamiento, preparación, ataque y vuelta a la nave, arreglar lo deshecho, prepararse para otra batalla, y práctica, práctica, práctica en los intermedios. No hicimos otra bajada en casi tres semanas, y ésa en un planeta distinto y en torno a otra estrella, una colonia de Chinches. Incluso con el impulso Cherenkov, las estrellas están muy alejadas unas de otras.

Mientras tanto, recibí mis insignias de cabo, nombrado por Jelly y confirmado por la capitana Deladrier en ausencia de un oficial comisionado propio. En teoría, el rango no sería permanente hasta que se aprobara, ante una vacante, por el representante de la I.M. de la Flota, pero eso no significaba nada, ya que el índice de bajas era tan elevado que siempre había más vacantes en los oficiales de Transporte que cuerpos calientes para llenarlas. Yo era cabo cuando Jelly dijo que lo era; el resto era burocracia.

Pero el artillero no tenía razón del todo sobre lo del descanso, pues había cincuenta y tres trajes electrónicos que comprobar, el servicio, las reparaciones entre las bajadas, por no mencionar las armas y el equipo especial. A veces, Migliaccio rechazaba un traje, Jelly confirmaba la decisión, y el ingeniero de armas de la nave, el teniente Farley, decidía que no podía repararlo sin las facilidades de Base; entonces había que sacar un traje nuevo del almacén y pasarlo de «frío» a «caliente», proceso agotador que exigía veintiséis horas de trabajo, sin contar el tiempo del hombre al que se le estaba ajustando.

Sí que estábamos ocupados.

Pero nos divertíamos también. Siempre había varias competiciones en marcha, desde los dados a la Escuadra de Honor, y teníamos la mejor banda de jazz en muchos años luz en el espacio (la única quizá), con el sargento Johnson y su trompeta llevando un ritmo suave para los himnos o dándole al metal hasta que saltaban los mamparos si la ocasión lo requería. Después de aquella recogida fenomenal (¿o debería decir «femenina»?) sin una balística programada, el herrero del pelotón, Archie Campbell, hizo un modelo del Rodger Young para la capitana, y todos firmamos, y Archie grabó nuestras firmas en una placa: «A la piloto lvette Deladrier, con la gratitud de los Rufianes de Rasczak», y la invitamos a comer con nosotros, y el Rufián Downbeat Combo tocó durante la cena, y luego el soldado más joven se la entregó. Ella casi se echó a llorar y le besó, y besó también a Jelly, que se puso rojo como la grana.

Después de ser nombrado cabo, yo tenía que arreglar las cosas con Ace, porque Jelly me confirmó como jefe ayudante de sección. Aquello no estaba bien. Un hombre debería ir ascendiendo por etapas. Yo debía haber cumplido un período como jefe de escuadra en vez de saltar de cabo segundo y jefe ayudante de escuadra a cabo y jefe ayudante de sección. Jelly lo sabía, por supuesto, pero sé muy bien que estaba tratando de mantener el equipo lo más parecido posible a cuando vivía el teniente, lo que significaba que no debía cambiar los jefes de escuadra y de sección.

Ahora bien, eso me dejaba a mí con un problema difícil: los tres cabos a mis órdenes como jefes de escuadra eran en realidad más antiguos que yo, pero, si el sargento Johnson se la cargaba en la bajada siguiente, no sólo perderíamos un magnífico cocinero sino que eso me dejaría al frente de la sección. No debe haber la menor sombra de duda cuando se da una orden: al menos, no en un combate. Yo tenía que aclarar cualquier duda posible antes de que bajáramos de nuevo.

Ace era el problema. No sólo era el más antiguo de los tres, sino que era un cabo de carrera y además mayor que yo. Si Ace me aceptaba, no tendría problema alguno con las otras dos escuadras.

En realidad, yo no había tenido problemas con él a bordo. Después de que recogiéramos juntos a Flores, se había mostrado bastante correcto. Por otra parte, no había habido motivos de roce; nuestras tareas en la nave no nos permitían reunirnos, a no ser en la revista diaria y la guardia, y así todo es fácil. Pero había algo en el aire. Él no me trataba como a alguien de quien tuviera que recibir órdenes.

Así que le busqué en mi tiempo libre. Estaba echado en la litera leyendo un libro, Los Rangers del espacio contra la Galaxia, un cuento bastante bueno, aunque dudo que un cuerpo militar tuviera jamás tantas aventuras y tan pocos fracasos. La nave disponía de una buena biblioteca.

—Ace, tengo que hablar contigo.

Alzó la vista.

—¿De veras? Acabo de dejar la nave. Estoy libre de servicio.

—Tengo que hablarte ahora. Suelta ese libro.

—Pero ¿qué es tan urgente? Quiero terminar este capítulo.

—Vamos, Ace. Si no puedes esperar, yo te diré cómo acaba.

—Hazlo y te mato.

Pero ya había dejado el libro y se incorporaba muy atento. Le dije:

—Ace, es acerca de ese asunto de la organización de la sección… Tú eres más antiguo que yo. Deberías ser el jefe ayudante de sección.

—¡Oh, es eso otra vez!

—Sí. Creo que tú y yo deberíamos ir a hablar con Johnson y hacer que éste arreglara las cosas con Jelly.

—Eso crees, ¿eh?

—Sí. Así es como debería ser.

—¿De veras? Mira, pequeñajo, voy a decirte algo. Yo no tenía nada contra ti. En realidad, acudiste aquel día a paso ligero para recoger a Dizzy, eso te lo concedo. Pero si quieres una escuadra, tendrás que buscarte una tú solito. No pienses en la mía. ¡Mis chicos ni siquiera pelarían patatas para ti!

—¿Es tu última palabra?

—Mi primera, única y última palabra.

Suspiré.

—Eso me figuraba. Pero tenía que estar seguro. Bien, eso lo arregla todo. Sin embargo, tengo otra cosa en la cabeza. Observé por casualidad que los lavabos necesitan una limpieza… y creo que tal vez tú y yo deberíamos hacerla. De modo que deja el libro, pues, como dice Jelly, los suboficiales siempre están de servicio.

No se movió de momento. Dijo en voz baja:

—¿Crees realmente que es necesario, pequeñajo? Como te he dicho, no tengo nada contra ti.

—Pues a mí me parece que sí.

—¿Crees que puedes hacerlo?

—Voy a intentarlo.

—De acuerdo. Vamos a ello.

Nos fuimos a los lavabos, sacamos a un soldado que estaba a punto de tomar una ducha, que en realidad no necesitaba, y cerramos la puerta. Ace dijo:

—¿Has pensado en alguna restricción, pequeñajo?

—Bueno, no me había propuesto matarte.

—De acuerdo. Tampoco huesos rotos, nada que nos impida a cualquiera de los dos bajar la próxima vez…, a no ser en caso de accidente. ¿Te va?

—Me va —acepté—. Bien, será mejor que me quite la camisa.

—No me gustaría manchártela de sangre —dijo, más relajado.

Empecé a quitármela y él me lanzó una coz dirigida a la rodilla. Sin advertir ni dar la menor señal de tensión.

Sólo que no encontró mi rodilla, porque yo ya había aprendido. Una auténtica pelea dura por lo general sólo un par de segundos, el tiempo que se necesita para matar a un hombre, o dejarle sin sentido o incapaz de pelear. Pero habíamos acordado no hacernos un daño permanente, y eso cambia las cosas. Los dos éramos jóvenes, estábamos en magníficas condiciones, bien entrenados y acostumbrados a aceptar castigos. Ace era más corpulento, yo quizás un poco más rápido. En tales condiciones, la estúpida pelea ha de continuar hasta que uno u otro se sienta demasiado agotado… a menos que las cosas se arreglen antes por casualidad. Pero ninguno de los dos iba a permitirlo; éramos profesionales y astutos.

De modo que la cosa siguió durante un tiempo muy largo, aburrido y penoso. Los detalles que pudiera dar resultarían triviales e inútiles; además no tuve tiempo de tomar notas.

Al cabo de todo ese tiempo me vi de espaldas en tierra mientras Ace me echaba agua en el rostro. Me miró, me ayudó a ponerme en pie y me apoyó en un mamparo para que me afirmara.

—¡Pégame! —dijo.

—¿Cómo?

Yo estaba mareado y veía doble.

—Johnnie…, pégame.

Su cara flotaba en el aire delante de mí. Apunté y me lancé con toda la fuerza posible, aunque apenas hubiera podido matar a un mosquito ya enfermo. Ace cerró los ojos y cayó al suelo, y yo tuve que cogerme a un puntal para no caer tras él. Se puso lentamente en pie.

—Muy bien, Johnnie —dijo, agitando la cabeza—. Ya he aprendido la lección. No tendrás más problemas conmigo…, ni con nadie de la sección. ¿De acuerdo?

Asentí; la cabeza me dolía horriblemente.

—¿Un apretón de manos? —preguntó.

Eso hicimos, y también me dolió.

Casi todo el mundo sabía más del desarrollo de la guerra que nosotros, aunque estuviéramos metidos en ella. Por supuesto, eso ocurría después de que las Chinches hubieran localizado nuestro planeta a través de los Huesudos y con sus incursiones hubieran destruido Buenos Aires, transformando los «problemas de contacto» en una guerra declarada, pero antes de que hubiéramos reunido las fuerzas, y antes de que los Huesudos se hubieran cambiado de bando, convirtiéndose de hecho en nuestros cobeligerantes y aliados. Una interdicción para la Tierra, efectiva en parte, había sido establecida desde Luna (nosotros no lo sabíamos), pero, hablando en términos generales, la Federación Terrena estaba perdiendo la guerra.

Tampoco sabíamos eso. E ignorábamos los terribles esfuerzos que se llevaban a cabo para alterar las alianzas contra nosotros y atraer a los Huesudos a nuestro lado. Lo más que nos dijeron al respecto, al darnos instrucciones antes del raid en el que mataron a Flores, fue que actuáramos sin violencia extremada con los Huesudos, que destruyéramos todas las propiedades posibles pero que sólo matáramos a los habitantes cuando fuera inevitable.

Lo que ignora un hombre no puede revelarlo si lo capturan: ni las drogas, ni la tortura, ni el lavado de cerebro, ni la falta de sueño, pueden arrancarte un secreto que no posees. Por eso nos dijeron únicamente lo que era imprescindible para los propósitos técnicos. En el pasado había ejércitos que se replegaban y abandonaban la batalla porque los hombres no sabían por qué luchaban ni contra qué, y por tanto les faltaba la voluntad de luchar. Pero en la I.M. no existe esa debilidad. Para empezar, todos y cada uno éramos voluntarios por una u otra razón, unas buenas, otras malas. Pero luchábamos porque pertenecíamos a la I.M. Éramos profesionales, con esprit de corps. Éramos los Rufianes de Rasczak, el mejor equipo de toda la I.M. ya expurgada; entrábamos en las cápsulas porque Jelly nos decía que era hora de hacerlo, y luchábamos al bajar porque eso es lo que hacen los Rufianes de Rasczak.

Desde luego, no sabíamos que estábamos perdiendo la guerra.

Las Chinches ponen huevos. Y no sólo los ponen, sino que los retienen como reserva y los incuban cuando los necesitan. Si matábamos a un guerrero, o a mil, o a diez mil, los que debían reemplazarles eran incubados y puestos en servicio casi antes de que nosotros volviéramos a la base. Imaginen, si les parece, a una Chinche supervisora de la población lanzando un telefonazo a alguien, allá abajo, y diciéndole:

—Joe, caliéntame diez mil guerreros y tenlos dispuestos para el miércoles…, y dile a los ingenieros que activen los incubadores de reserva N, O, P, Q y R, pues hay mucha demanda.

No digo que lo hicieran exactamente así, pero ésos eran los resultados. Sin embargo, no cometan el error de creer que actuaban puramente por instinto, como las termitas o las hormigas. Sus actos eran tan inteligentes como los nuestros (¡las razas torpes no construyen naves espaciales!), y estaban mucho mejor coordinados. Se necesita un mínimo de un año para adiestrar a un soldado y lograr que luche en coordinación con sus compañeros. Un guerrero Chinche nace ya sabiendo hacerlo.

Cada vez que matábamos mil Chinches a costa de un I.M. era como una victoria para ellos. Nosotros aprendíamos, ¡y a qué precio!, cuán eficiente puede ser un comunismo total si lo utilizan gentes adaptadas realmente a ello merced a la evolución. A los comisarios Chinches no les importaba más el perder soldados que a nosotros emplear municiones. Tal vez hubiéramos podido preverlo estudiando las derrotas que la Hegemonía china infligió a la Alianza ruso-anglo-americana; sin embargo, el problema con esas «lecciones de la historia» es que generalmente se leen mejor después de haber caído de bruces.

Pero sí estábamos aprendiendo. Las instrucciones técnicas y las órdenes tácticas resultantes de cada batalla con ellos se extendían por toda la Flota. Aprendimos a distinguir a los obreros de los guerreros; si uno tenía tiempo, podía averiguarlo por la forma del caparazón, pero la regla más segura era: si viene hacia ti, es un guerrero; si huye, puedes darle la espalda. Aprendimos a no malgastar municiones ni siquiera con los guerreros, excepto en defensa propia; en cambio íbamos tras ellos. Primero encontrar un agujero, luego arrojar una bomba de gas que explota pocos segundos más tarde liberando un líquido oleoso que se evapora en un gas nervioso letal para las Chinches (e inocuo para nosotros), más pesado que el aire y que tiende a bajar…, y entonces se puede utilizar una segunda granada de H.E. para cerrar el agujero.

No sabíamos todavía si esas bombas llegaban a suficiente profundidad para matar a las reinas, pero sí que a las Chinches no les gustaba esa táctica; nuestro servicio de espionaje a través de los Huesudos, y entre las mismas Chinches, era definitivo en ese punto. Además, de ese modo aniquilábamos a fondo su colonia. Tal vez se las arreglaran para evacuar a las reinas y cerebros…, pero al menos estábamos aprendiendo a hacerles daño.

Ahora bien, en cuanto a los Rufianes se refiere, esos bombardeos de gas eran sencillamente otro ejercicio que se hacía de acuerdo con las órdenes, por números y a paso ligero.

Al fin tuvimos que volver a Santuario a por más cápsulas. Éstas se agotan (bueno, y nosotros también), y cuando se acaban hay que volver a la Base, aunque los generadores Cherenkov aún pudieran llevar la nave dos veces en torno a la Galaxia. Poco antes de eso llegó un despacho nombrando a Jelly teniente, en el puesto de Rasczak. Jelly trató de mantenerlo en secreto, pero la capitana Deladrier lo publicó y luego le pidió que comiera en la parte delantera con los demás oficiales. Pero él siguió pasando el resto del tiempo con nosotros.

Para entonces ya habíamos hecho varias bajadas con él como jefe de pelotón, y el equipo se había acostumbrado a seguir adelante sin el teniente. Todavía nos dolía, pero ya era cosa de rutina. En cuanto Jelal recibió el nombramiento, hablamos entre nosotros y decidimos que ya era hora de que lleváramos el nombre de nuestro jefe, como hacían otros equipos.

Johnson era el más antiguo y fue a decírselo a Jelly, obligándome a acompañarle para prestarle apoyo moral.

—¿Sí? —gruñó Jelly.

—Verá, mi sar…, quiero decir, mi teniente. Hemos estado pensando.

—¿Sobre qué?

—Bueno, los chicos lo han hablado entre ellos y piensan… Bien, creen que el equipo debería llamarse «Los Jaguares de Jelly».

—Conque sí, ¿eh? ¿Cuántos están a favor de ese nombre?

—La decisión es unánime —dijo Johnson sencillamente.

—¿Y qué? Cincuenta y dos «sí»… y un «no». Gana el «no».

Y nadie volvió a sacar a relucir el tema.

Poco después nos colocaron en la órbita de Santuario. Me alegré de estar allí, ya que el campo de seudogravedad interna de la nave había sido previamente retirado durante más de dos días mientras el ingeniero jefe lo arreglaba, dejándonos en caída libre, cosa que odio. Nunca seré un auténtico astronauta. Sentir la tierra bajo los pies me parece estupendo. A todo el pelotón se le concedieron diez días de Descanso y Recreo, y fuimos transferidos a los barracones de la Base.

Nunca había aprendido las coordenadas de Santuario, ni el nombre o el número de catálogo de la estrella en torno a la cual gira, porque lo que uno ignora no lo puede decir. El lugar es ultrasecreto, sólo conocido de los capitanes de las naves, los oficiales que las pilotan y gentes así, y todos ellos bajo órdenes hipnóticas de suicidarse, si es necesario, para evitar que los capturen. De modo que yo prefería no saberlo. Con la posibilidad de que el enemigo pudiera tomar la base Luna, e incluso ocupar la Tierra, la Federación mantenía todas las fuerzas posibles en Santuario, de modo que un desastre en la Tierra no significara necesariamente la capitulación.

Pero sí puede decirse qué tipo de planeta es. Como la Tierra, pero retrasado.

Literalmente retrasado, como el niño que necesita diez años para aprender a decir adiós, y que jamás se las arregla para saber comer correctamente. Es un planeta de lo más parecido a la Tierra, de la misma época según los planetólogos; y su estrella es de la misma edad que el Sol y del mismo tipo, según los astrofísicos. Tiene mucha flora y fauna, la misma atmósfera que la Tierra, o parecida, y casi el mismo clima; incluso tiene una luna de buen tamaño, y las mareas excepcionales de la Tierra.

A pesar de todas estas ventajas, apenas se ha desarrollado. Verán, el problema es que es escaso en mutaciones; no disfruta del elevado nivel de radiación natural de la Tierra.

Su flora más típica y más desarrollada es un helecho gigante y primitivo; su animal más característico es un protoinsecto que ni siquiera ha creado colonias. No estoy hablando de la flora y fauna trasplantadas; nuestras plantas se instalan allí y arrinconan a las nativas.

Con el progreso evolutivo casi a cero por falta de radiación y, en consecuencia, un radio de mutación muy bajo, las formas de vida nativa en Santuario no han tenido una oportunidad decente para evolucionar, y no están en condiciones de competir. Sus esquemas genéticos siguen fijos durante un tiempo relativamente largo. No son adaptables; es como si se vieran forzados a jugar con las mismas cartas una y otra vez, durante siglos y siglos, sin esperanzas de llegar a tener una mano mejor.

Mientras estuvieron solos, eso no les importó demasiado; eran deficientes mentales relacionándose con deficientes mentales, por así decirlo. Pero cuando las gentes que habían evolucionado en un planeta que disfruta de radiación elevada y de gran espíritu competitivo se instalaron allí, los nativos se vieron dominados.

Ahora bien, todo lo anterior era obvio para mí desde mis clases de biología en la escuela superior, pero el técnico de la Estación de Investigación del planeta que me lo estaba explicando sacó a relucir una cuestión en la que yo nunca había pensado.

¿Y los seres humanos que han colonizado Santuario?

No los transeúntes como yo, sino los colonos que viven en Santuario, muchos de los cuales nacieron allí, y cuyos descendientes seguirán viviendo allí hasta la enésima generación. ¿Qué hay de sus descendientes? A nadie le hace daño no recibir radiaciones; en realidad es un poco más sano. La leucemia, y ciertos tipos de cáncer, son casi desconocidos en Santuario. Aparte de eso, la situación económica, de momento, está a su favor, pues cuando plantan un campo de trigo (terreno) no necesitan siquiera quitar las malas hierbas. El trigo de la Tierra desplaza todo lo nativo.

Pero los descendientes de esos colonos no evolucionarán. No mucho por lo menos. Ese tipo me dijo que podían mejorar un poco merced a mutación por otras causas, por la sangre nueva que traen los inmigrantes, y por la selección natural entre los esquemas genéticos que ya tienen. Pero todo eso apenas tiene importancia comparado con el índice evolutivo de la Tierra y de cualquier planeta normal. Entonces ¿qué ocurre? ¿Se quedan en su nivel actual mientras el resto de la raza humana sigue adelantándose, hasta ser fósiles vivos, tan fuera de lugar como un pitecántropo en una nave espacial? ¿O acaso se preocupan por el destino de sus descendientes y se someten a rayos X con regularidad, o se dedican a las explosiones nucleares cada año a fin de tener una reserva de radiación en su atmósfera? (Aceptando, por supuesto, los peligros inmediatos de la radiación en sí mismos con objeto de proveer una herencia genética adecuada de mutaciones en beneficio de sus descendientes).

Dicho investigador predice que no harán nada. Afirma que la raza humana es demasiado individualista, demasiado egoísta, para preocuparse tanto por las generaciones futuras. Dice que el empobrecimiento genético de las generaciones distantes por falta de radiación es algo por lo que la mayoría de la gente es incapaz de preocuparse. Y, por supuesto, es una amenaza muy distante. La evolución funciona tan lentamente, incluso en la Tierra, que el desarrollo de nuevas especies es cuestión de muchos, muchos miles de años.

No lo sé. Caray, si la mitad del tiempo no sé ni lo que voy a hacer yo ¿cómo voy a predecir lo que hará una colonia de extraños? Pero estoy seguro de esto: Santuario va a ser totalmente colonizado, por nosotros o por las Chinches. O por alguien más. Es una utopía en potencia, y estando las tierras tan escasas por esta parte de la Galaxia, no se le va a dejar en manos de las formas primitivas carentes de inteligencia.

Es un lugar encantador, mejor en muchos aspectos, para unos días de Descanso y Recreo, que la Tierra. En segundo lugar, y aunque tiene muchísimos civiles, más de un millón, éstos no son malos para ser civiles. Saben que hay una guerra en marcha. La mitad de ellos están empleados en la Base o en la industria de guerra; el resto cultiva alimentos y se los vende a la Flota. Podría decirse que tienen intereses legales en la guerra pero, sean cuales fueren sus razones, respetan el uniforme y no les incomoda tener allí a los soldados. Muy al contrario Si un I.M. entra en una tienda, el propietario le llama «señor» y parece decirlo realmente en serio, aunque a la vez esté tratando de venderle algo inútil por un precio demasiado alto.

En primer lugar, la mitad de esos civiles son mujeres. Uno tiene que haber estado mucho tiempo de patrulla para apreciar eso como es debido. Tienes que haber estado soñando con el día de guardia, con el privilegio de estar dos horas de cada seis con la columna vertebral contra el mamparo y las orejas alzadas a la espera de captar una voz femenina. Supongo que será más fácil en las naves que tocan todos los puertos, pero yo prefiero el Rodger Young. Es algo bueno saber que la razón definitiva por la que uno lucha sí existe, y que no es sólo cosa de su imaginación.

Además de ese maravilloso cincuenta por ciento de los civiles, el cuarenta por ciento de las gentes del Servicio Federal en Santuario también lo constituyen mujeres. Añádase a todo ello que uno disfruta del paisaje más maravilloso de todo el universo explorado.

Y aparte de esas ventajas naturales insuperables, mucho se ha hecho artificialmente para que no se malgaste el tiempo de Descanso y Recreo. La mayoría de los civiles parecen tener dos empleos; incluso se les ve ojerosos por pasarse toda la noche de pie para hacer más agradable el permiso de un soldado. Churchill Road, que va desde la Base a la ciudad, está abarrotada a ambos lados de empresas destinadas a que un hombre se desprenda sin dolor de ese dinero que, de todas formas, no tiene en qué gastar, con el agradable acompañamiento de bebidas, diversiones y música.

Si uno es capaz de pasar ante esas trampas, y aunque ya le hayan sangrado de toda cosa de valor, todavía existen otros lugares en la ciudad casi tan satisfactorios (me refiero a que allí también hay chicas), y que el pueblo agradecido ofrece gratis; muy parecidos al centro social de Vancouver, pero con una acogida todavía mejor.

Santuario, y en especial la ciudad, Espíritu Santo, me pareció un lugar tan ideal que estuve meditando en la idea de retirarme allí cuando expirara mi plazo. Después de todo, nada me importaba realmente que mis descendientes (si es que los había) tuvieran veinticinco mil años después largos tentáculos verdes como todos los demás, o sólo el equipo normal con que yo me había visto forzado a cargar. Aquel profesor de la Estación de Investigación no era capaz de asustarme con su amenaza de la carencia de radiación. En mi opinión (y por lo que veo a mi alrededor), la raza humana ya había alcanzado su cima definitiva, de todos modos.

Sin duda el jabalí macho siente lo mismo por el jabalí hembra pero, si es así, ambos somos muy sinceros.

Hay otras oportunidades de diversión en ese lugar. Recuerdo con especial placer una noche en la que un grupo de Rufianes se enzarzó en una discusión amistosa con un grupo de marineros (no del Rodger Young) sentados en la mesa inmediata. Por culpa de las bebidas, la discusión fue algo escandalosa. De modo que acudió la Policía de la Base y le puso fin con las porras cuando ya estábamos caldeándonos en la respuesta. No hubo consecuencias, aparte de que nosotros tuvimos que pagar los muebles rotos. El comandante de la Base opina que a un hombre que disfruta de D & R se le debe permitir algo de diversión mientras no falte a esas treinta y una normas que pueden acabar con él.

También los barracones donde nos acomodaban estaban bien, nada lujosos pero sí cómodos, y la cocina funciona veinticuatro horas al día, encargándose de todo el trabajo los civiles. No hay toque de diana, ni de queda. Realmente, uno está de permiso y no tiene por qué ir a los barracones si no quiere. Yo me quedé en ellos sin embargo, ya que me parecía ridículo gastarme el dinero en los hoteles cuando allí tenía una cama limpia, buena y gratis, y había mejores modos de gastar mis pagas acumuladas.

La hora extra de cada día resultaba agradable también, ya que podía dormir nueve horas y disponer luego de toda una jornada completa. Recuperé todo el tiempo de sueño que llevaba atrasado desde la Operación Casa de Chinches.

La verdad es que era como un hotel. Ace y yo teníamos un cuarto para nosotros solos, en la parte de los suboficiales de visita. Una mañana, cuando nuestro Descanso y Recreo se acercaba por desgracia a su fin, yo estaba durmiendo pacíficamente bajo la luna local cuando Ace casi me tira de la cama.

—¡A paso ligero, soldado! Las Chinches están atacando.

Le dije lo que podía hacer con las Chinches.

—Vámonos de juerga —insistió.

—No tengo dinero —dije.

La noche anterior había tenido una cita con una encantadora química de la Estación de Investigación. Había conocido a Carl en Plutón, y Carl me había escrito diciéndome que tratara de verla si alguna vez iba a Santuario. Era una pelirroja muy esbelta, con gustos caros. Al parecer, Carl le había insinuado que yo tenía más dinero del que necesitaba, ya que ella decidió la noche anterior que era precisamente su oportunidad de trabar conocimiento con el champaña local. No quise dejar mal a Carl confesando que todo lo que tenía era la paga de un soldado. De modo que la invité a beberlo mientras yo me tomaba lo que allí llaman (aunque no lo es) zumo de piña. El resultado fue que tuve que volver a pie después (los taxis no son gratuitos). Sin embargo, había valido la pena. Y, después de todo, ¿qué es el dinero? Hablo del dinero de las Chinches, claro.

—No es problema —dijo Ace—. Puedo invitarte. Anoche tuve suerte. Conocí a uno de la marina que no sabe nada de porcentajes.

De modo que me levanté, me afeité y me duché, y fuimos a la cocina en busca de media docena de huevos con algo semejante a patatas, jamón, pastelillos calientes, etc., y luego nos fuimos a la ciudad a tomar algo. El camino a lo largo de Churchill Road era caluroso, de modo que Ace decidió parar en una cantina. También yo entré para comprobar si allí el zumo de piña era auténtico. No lo era, pero estaba frío. No se puede pedir todo.

Hablamos de esto y de lo otro, y Ace pidió otra ronda. Probé con el zumo de fresas: lo mismo. Ace se quedó mirando el vaso y luego me preguntó:

—¿Has pensado alguna vez en presentarte para oficial?

—¿Qué? ¿Estás loco? —exclamé.

—No. Mira, Johnnie, esta guerra puede durar mucho. A pesar de toda la propaganda enfocada a los de casa, tú y yo sabemos que las Chinches no están dispuestas a rendirse. Así que, ¿por qué no hacer planes? Como dice el refrán: si has de tocar en la banda, vale más que lleves la batuta que el tambor.

Estaba asombrado ante el giro que había tomado la conversación, especialmente viniendo de Ace.

—¿Y tú? ¿También tú buscas un cargo?

—¿Yo? —dijo asombrado—. Comprueba tus circuitos, hijo; estás sacando conclusiones erróneas. Yo no tengo cultura, y soy diez veces mayor que tú. Pero tú si tienes cultura suficiente para pasar los exámenes de la Escuela de Candidatos Oficiales, y además el coeficiente de inteligencia que a ellos les gusta. Te garantizo que, si te haces de carrera, serás sargento antes que yo, y te elegirán para la Escuela al día siguiente.

—¡Ahora sé que estás loco!

—Escucha a tu papaíto. Odio decirte esto, pero tú eres lo bastante estúpido, vehemente y sincero como para llegar a ser el tipo de oficial al que los hombres siguen encantados adonde sea. Ahora bien, yo…, bueno, yo soy suboficial por naturaleza, con la actitud pesimista idónea para contrarrestar el entusiasmo de las personas como tú. Algún día seré sargento, y luego cumpliré mis veinte años de servicio y me retiraré y conseguiré uno de esos trabajos de reserva, policía tal vez, y me casaré con una chica gorda y con los mismos gustos vulgares que yo, y me dedicaré al deporte, y a pescar, y a irme muriendo a gusto. —Se detuvo para aclararse la garganta y continuó—: Pero tú seguirás en el ejército, y probablemente alcanzarás un alto rango y morirás gloriosamente, y un día leeré algo acerca de ti en la prensa y diré con orgullo: «Yo le conocí. ¡Vaya, hasta solía prestarle dinero! Fuimos cabos juntos». ¿Bien?

—Nunca he pensado en ello —dije lentamente—. Sólo me proponía cumplir un plazo de servicio.

—¿Acaso ves que licencien ahora a los que ya lo han cumplido? —Sonrió amargamente—. ¿Y esperas conseguirlo en dos años?

Eso sí me daba que pensar. Mientras la guerra continuara, un «plazo» no se daba por finalizado. Al menos, no para las tropas espaciales. Era una diferencia de actitud sobre todo, al menos de momento. Los que estábamos cumpliendo un plazo podíamos pensar: «Cuando termine esta maldita guerra de los insectos…» Pero un oficial de carrera jamás pensaría así. No le esperaba nada, aparte del retiro… o la muerte.

Por otra parte, tampoco a nosotros. Pero si uno se hacía de «carrera» y no terminaba la guerra en veinte años… bueno, podían ponerse muy pesados acerca de sus privilegios políticos, aunque jamás retuvieran a un hombre que no quisiera quedarse.

—Quizá no en un plazo de dos años —admití—, pero la guerra no durará siempre.

—¿Que no?

—¿Cómo sería posible?

—Que me cuelguen si lo sé. A mí no me dicen esas cosas. Pero eso no es lo que te preocupa, Johnnie. ¿Acaso te espera alguna chica?

—No. Bueno, había una —contesté lentamente—. Pero no pasó de decirme «querido Johnnie».

Era una mentira, pero la dije porque Ace parecía esperarlo. Carmen no era mi chica, ni una chica que esperara a nadie, pero sí me escribía cartas y las empezaba con un «Querido Johnnie» en las raras ocasiones en que lo hacía.

—Es lo que hacen siempre —asintió Ace con sagacidad—. Prefieren casarse con civiles y tener a alguien con quien charlar cuando tienen ganas. No te importe, hijo; encontrarás muchas más que dispuestas a casarse contigo cuando te retires, y a esa edad estarás más capacitado para manejar a una esposa. El matrimonio es el desastre para un joven, y la comodidad para un viejo. —Miró el vaso—. Me da náuseas verte bebiendo esa porquería.

—A mí me ocurre lo mismo con lo que bebes tú —le dije.

—Como dices, hay gente para todo. —Se encogió de hombros—. Piensa en lo que te he dicho.

—Lo haré.

Ace se metió después en una partida de cartas, me prestó dinero y yo me fui a pasear. Necesitaba pensar.

¿Hacerme de carrera? Aparte de esas bobadas de conseguir un cargo, ¿deseaba yo seguir la carrera? Bueno, yo había pasado por todo esto para obtener mis privilegios políticos, ¿no?, y si seguía la carrera militar estaría tan lejos del privilegio de votar como si jamás me hubiera alistado, porque mientras uno lleva el uniforme no puede votar. Lo cual es como debe ser, por supuesto. Es que si dejaran votar a los Rufianes, ¡esos idiotas serían capaces de votar para que no se hiciera una bajada! No es posible. Sin embargo, yo me había enrolado con objeto de ganar el voto.

¿O no?

¿Me había preocupado alguna vez por votar? No. Era el prestigio, el orgullo, la situación social del ciudadano.

¿O no?

Ni por salvar mi vida era capaz de recordar por qué me había enrolado.

De todas formas, el proceso de votar no era lo que hacía a un ciudadano. El teniente había sido un ciudadano en el auténtico sentido de la palabra, aunque no hubiera vivido lo suficiente para emitir un voto. Porque había «votado» cada vez que hizo una bajada.

¡Y yo también!

Me parecía escuchar todavía al coronel Dubois:

—La ciudadanía es una actitud, un estado de la mente, una convicción emocional de que el todo es mayor que la parte, y que la parte debe sentirse humildemente orgullosa de sacrificarse para que el todo pueda vivir.

Ignoraba todavía si anhelaba colocar mi único cuerpo «entre el amado hogar y la desolación de la guerra», porque seguía sufriendo los temblores antes de cada bajada, y esa «desolación» podía ser muy desolada. Sin embargo, al fin comprendía lo que el coronel Dubois había querido decir. La I.M. era mía, y yo era de ella. Si eso era lo que la I.M. hacía para romper la monotonía, yo lo haría también. El patriotismo era algo esotérico para mí, una idea demasiado amplia para que yo la captara. Pero la I.M. era mi banda, a la que yo pertenecía. Ellos eran toda la familia que me quedaba, los hermanos que nunca había tenido, amigos más íntimos de lo que Carl fuese jamás. Si les dejara, estaría perdido.

Entonces, ¿por qué no convertirme en militar de carrera?

De acuerdo, de acuerdo, pero ¿y esa tontería de presentarme para un cargo? Eso era otra cosa. Podía imaginarme sirviendo veinte años y luego viviendo tranquilo, al modo en que Ace lo había descrito, con cintas en el pecho y zapatillas en los pies, y las veladas en el Club de Veteranos recordando viejos tiempos con otros que también estuvieron en el ejército. Pero ¿oficial de carrera? Aún me parecía oír a Al Jenkins en una de las discusiones que tuvimos al respecto:

—¡Yo soy un soldado! ¡Y voy a seguir siendo soldado! Si sólo eres un soldado, no esperan nada de ti. ¿Quién quiere ser oficial? ¡Ni siquiera sargento! Respiras el mismo aire que ellos ¿no? Y comes lo mismo. Y vas a los mismos lugares y haces las mismas bajadas. Pero sin preocupaciones.

También eso me daba en qué pensar. ¿Qué me habían proporcionado las sardinetas, aparte de alguna bronca?

Sin embargo, yo sabía que sería sargento si alguna vez me lo ofrecían. Uno no rehúsa nada; un I.M. no rehúsa nada. Se adelanta y lo acepta. Un ascenso también, supongo.

No, eso no ocurrirá. ¿Quién era yo para pensar que podía ser alguna vez lo que había sido el teniente Rasczak?

Paseando, me había acercado a la Escuela de Candidatos, aunque no creo que me propusiera ir allí. Una compañía de cadetes se encontraba en el terreno de revista, haciendo ejercicios al trote y con el mismo aspecto que los reclutas, en la Básica. El sol calentaba, y aquello parecía más incómodo que una sesión de pelea en la sala de bajadas del Rodger Young. Yo no había marchado de ese modo desde que terminé la Básica. Esa tontería de los ejercicios para agotar a los muchachos ya estaba superada.

Los observé un poco, sudando con los uniformes. Oí cómo les reñían…, los sargentos también. Lo de siempre. Agité la cabeza y me alejé de allí… y regresé a los barracones, fui al ala de los oficiales y busqué la habitación de Jelly.

Estaba con los pies sobre la mesa, y leyendo una revista. Di con los nudillos en el marco de la puerta. Él alzó la vista y gruñó.

—¿Sí?

—Mi sarg…, quiero decir, mi teniente…

—¡Dilo de una vez!

—Señor, quiero seguir la carrera militar.

Bajó los pies de la mesa.

—Levanta la mano derecha.

Me tomó el juramento, buscó en el cajón de la mesa y sacó unos papeles.

Tenía mis documentos preparados, esperándome para que los firmara. Y ni siquiera se lo había dicho a Ace. ¿Qué les parece?