Capítulo 10

El árbol de la libertad debe ser regado de vez en cuando con la sangre de los patriotas.

Thomas Jefferson, 1787

Es decir, creí que era un «Soldado Adiestrado» hasta que me presenté en mi nave. ¿Hay alguna ley por la que uno no pueda equivocarse?

Sé que no he mencionado en absoluto cómo la Federación Terrena pasó de la «paz» a un «estado de emergencia», y después a la «guerra». La verdad es que yo tampoco me di mucha cuenta de ello. Cuando me alisté, la «paz» era la condición normal; al menos, eso pensaba la gente (¿y quién espera jamás otra cosa?). Luego, estando yo en Currie, se pasó a «estado de emergencia», pero yo seguí sin advertirlo puesto que la opinión del cabo Bronski sobre mi corte de pelo, uniforme, ejercicios de combate y equipo era mucho más importante para mí, y lo que pensara el sargento Zim acerca de dichas cosas era terriblemente importante. En cualquier caso, la «emergencia» sigue siendo paz.

La «paz» es una situación en la que ningún civil presta atención a las bajas militares que no merecen una historia espectacular en primera página, a menos que dicho civil sea pariente próximo de una de las bajas. Pero si alguna vez hubo una época en la historia en que «paz» significara que no había guerras en marcha, yo he sido incapaz de descubrirla. Cuando me presenté en mi primer destino, «Los Gatos Monteses de Willie», también conocidos por la Compañía K, Tercer Regimiento, Primera División, Infantería Móvil, y me embarqué con ellos en el Valley Forge (con aquel certificado engañoso en mi mochila), la guerra llevaba varios años en marcha.

Los historiadores no se ponen de acuerdo, al parecer, en si esta guerra debería llamarse «Tercera Guerra Espacial» (o Cuarta), o si el de «Primera Guerra Interestelar» sería un nombre más adecuado. Nosotros sólo la llamamos la «Guerra de las Chinches» si es que hablamos de ella, cosa que no solemos hacer; en cualquier caso, los historiadores fijan el principio de la guerra después del día en que yo me uní a mi primer destino y nave. Para ellos, todo lo ocurrido hasta entonces, y aun después, fueron «incidentes», «patrullas» o «acciones de policía». Sin embargo, uno queda tan muerto si la palma en un «incidente» como si muere en una guerra declarada.

Pero, si he de ser sincero, un soldado no advierte la guerra mucho más que un civil, excepto en su pequeña parcela, y eso sólo en los días en que eso tiene lugar. El resto del tiempo está mucho más preocupado con el tiempo libre, los caprichos de los sargentos y las oportunidades de ganarse al cocinero entre las comidas. Sin embargo, cuando «Gatito» Smith, Al Jenkins y yo nos unimos a ellos en la base Luna, cada uno de los Gatos Monteses de Willie había hecho ya más de una bajada de combate; ellos eran soldados, y nosotros no. No nos sentíamos abrumados por ello —al menos yo— y era mucho más fácil tratar con los sargentos y cabos después del pánico calculado que infundían los instructores.

Necesitamos algún tiempo para descubrir que ese trato comparativamente amable significaba tan sólo que no éramos nadie, y que apenas valía la pena echarnos una bronca a menos que hubiéramos demostrado en una bajada —una auténtica bajada de combate— que podíamos reemplazar a los verdaderos Gatos Monteses que ya habían luchado y habían muerto, y cuyas literas ocupábamos ahora nosotros.

Permítanme que les cuente hasta qué punto era yo novato.

Mientras el Valley Forge se hallaba todavía en la base Luna, me encontré por casualidad con mi jefe de sección vestido con uniforme de gala. Llevaba en la oreja izquierda un pequeño pendiente, una diminuta calavera de oro de hermosa talla, y bajo ella, en vez de las convencionales tibias cruzadas del antiguo diseño de la bandera pirata, había un manojo de huesecillos de oro, tan chiquitines que casi no se veían.

En casa, yo siempre me había puesto pendientes y otras joyas cuando salía a una cita. Tenía unos pendientes de clip preciosos, rubíes tan grandes como la uña del meñique, que habían pertenecido al abuelo de mi padre. Me gustan las joyas, y me había dolido bastante que me pidieran que las dejara antes de entrar en la Básica. Pero por lo visto había un tipo de joya que sí podía llevarse con el uniforme. Yo no tenía agujeros en las orejas —mi madre no lo aprobaba, para los chicos—, pero podía hacer que el joyero lo montara en un clip. Aún me quedaba parte del dinero de la paga de mi graduación, y estaba ansioso de gastarlo antes de que se enmoheciera.

—Oiga, mi sargento. ¿Dónde se compran esos pendientes? Son preciosos.

No me miró despectivamente, ni siquiera sonrió. Sólo dijo:

—¿Te gustan?

—¡Claro que sí! —El oro en bruto destacaba los dorados del uniforme mejor que lo harían las gemas. Estaba pensando que un par todavía sería más bonito, sólo que con los huesos cruzados en vez de toda aquella confusión que colgaba del pendiente—. ¿Los venden en la base?

—No, aquí nunca se venden. —Y añadió—: Al menos, no creo que puedas comprar uno aquí…, espero. Pero te diré una cosa: cuando lleguemos al lugar donde puedas comprarlo, yo me encargaré de que lo sepas. Es una promesa.

—Ah, gracias.

—De nada.

Vi después más calaveras de aquellas, unas con más huesecitos, otras con menos. Mi suposición había sido correcta: se permitía esa joya con el uniforme, al menos estando de permiso. Luego tuve mi oportunidad de «comprar» una, casi inmediatamente, y descubrí que el precio era irrazonablemente alto para un adorno tan sencillo.

Fue la Operación Casa de Chinches, la primera batalla de Klendathu según la llaman los libros de historia, poco después de que Buenos Aires fuera borrada del mapa. Se necesitó la pérdida de Buenos Aires para hacer que esos «marmotas civiles» comprendieran que estaba ocurriendo algo muy grave, porque la gente que no ha viajado no cree realmente en otros planetas, al menos aquí abajo que es donde cuenta. Yo sé que apenas había creído en ellos, y había estado obsesionado por el espacio desde que era un crío.

Pero lo de Buenos Aires aterró realmente a los civiles, que pidieron a gritos que todas las fuerzas volvieran a casa, desde todas partes, se pusieran en órbita en torno al planeta, prácticamente hombro con hombro, y defendieran el espacio que ocupa la Tierra.

Eso era una tontería, por supuesto, ya que no se gana una guerra mediante la defensa sino con el ataque. Ningún «Ministerio de Defensa» ganó jamás una guerra; compruébenlo en la historia. Pero el pedir a gritos tácticas de defensa en cuanto se advierte la amenaza de una guerra parece ser la reacción civil más normal. Luego se empeñan en dirigirla, como el pasajero que trata de quitarle los controles al piloto en una emergencia.

Sin embargo, nadie me pidió mi opinión entonces; me dieron órdenes. Aparte de la imposibilidad de llevar las tropas a casa en vista de nuestras obligaciones de los tratados, con todo lo que eso supondría para los planetas colonos de la Federación y para todos nuestros aliados, estábamos muy ocupados haciendo otra cosa mejor: llevar la guerra hasta las Chinches. Supongo que yo pensé en la destrucción de Buenos Aires mucho menos que la mayoría de los civiles. Ya estábamos a un par de parsecs según el impulso Cherenkov, y la noticia no nos llegó hasta que la recibimos de otra nave después de que acabó el impulso.

Recuerdo que pensé que era algo terrible, y que lo sentí por el único porteño de la nave. Pero Buenos Aires no era mi hogar, la Tierra estaba muy lejos, y yo me hallaba muy ocupado, ya que el ataque a Klendathu, el planeta de las Chinches, se inició inmediatamente después, y pasábamos el tiempo hasta el momento del ataque atados con correas a las literas, drogados e inconscientes, anulado el campo de gravedad interna del Valley Forge a fin de ahorrar energía y conseguir mayor velocidad.

Pero la pérdida de Buenos Aires significó mucho para mí en realidad, ya que transformó mi vida totalmente. Sin embargo, eso no lo supe hasta unos meses más tarde.

Cuando llegó el momento de bajar en Klendathu se me asignó a Dutch Bamburger como supernumerario. Él se las arregló para ocultar su satisfacción ante la noticia y, en cuanto el sargento de pelotón estuvo fuera del alcance de su oído, me dijo:

—Escucha, chico, pégate a mí pero apártate de mi camino. Si me retrasas ahí abajo, te romperé tu estúpido cuello.

Me limité a asentir. Empezaba a comprender que aquélla no era una bajada de prácticas.

Luego me dieron los temblores por algún rato, y en seguida bajamos.

La Operación Casa de Chinches hubiera debido llamarse Casa de Locos. Todo salió mal. Se había planeado como un movimiento general para poner al enemigo de rodillas, ocupar la capital y los puntos clave de su planeta y terminar la guerra. En cambio, casi la perdimos nosotros.

No estoy criticando al general Diennes. No sé si es cierto o no que él exigió más tropas y más apoyo pero permitió que le anulara el mariscal en jefe. Tampoco era asunto mío. Además, dudo que alguno de esos sabelotodo conozca la totalidad de los hechos.

Lo que sí sé es que el general bajó con nosotros y nos dirigió sobre el terreno, y que cuando la situación se hizo imposible, él en persona dirigió los ataques de diversión que permitieron que alguno de nosotros (incluido yo) fuéramos recogidos, y que por eso recibió la muerte allí mismo. Ahora es un resto radiactivo en Klendathu, y es demasiado tarde para llevarlo a juicio, de modo que ¿para qué hablar de ello?

Sin embargo, tengo un comentario que hacer para cualquier estratega de sillón que jamás haya hecho una bajada. Sí, estoy de acuerdo en que el planeta de las Chinches podía haber sido aplastado con bombas H hasta que quedara cubierto de cristal radiactivo. Pero ¿habría ganado eso la guerra? Las Chinches no son como nosotros. Esos seudoarácnidos no son siquiera como las arañas. Son artrópodos que, por casualidad, se parecen a la idea que tendría un loco de una araña gigante e inteligente, pero su organización, psicológica y económica, es más semejante a la de las termitas. Son entidades comunales, la dictadura definitiva de la colmena. Asolar la superficie de su planeta habría matado soldados y obreros, pero no habría matado a la casta de los cerebros y de las reinas. Dudo que alguien pueda estar seguro de que incluso un disparo directo con una bomba H matara a una reina; no sabemos a cuánta profundidad están. Tampoco estoy ansioso por descubrirlo, pues ninguno de los chicos que bajaron por aquellos agujeros ha subido otra vez.

Entonces supongamos que destruimos la superficie productiva de Klendathu. Seguirían teniendo naves y colonias, y otros planetas, como tenemos nosotros, y su cuartel general estaría intacto, de modo que, a menos que se rindieran, la guerra no habría terminado. No teníamos bombas nova en aquella época, no podíamos hacer estallar en pedazos todo el planeta. Si aceptaban el castigo y no se rendían, la guerra debía continuar.

Si es que ellos pueden rendirse…

Los soldados no. Sus obreros no saben luchar (y se pierde mucho tiempo y municiones matando a obreros que no dicen ni pío), y su casta de soldados no sabe rendirse. Pero no cometan el error de pensar que las Chinches sólo son insectos estúpidos porque tienen ese aspecto y no saben rendirse. Sus guerreros son listos, muy diestros y agresivos, más listos que uno, según la regla universal, si la Chinche dispara primero. Puedes quemarle una pata, dos patas, tres patas, y ella sigue avanzando; le quemas las cuatro de un lado y cae…, pero sigue disparando. Has de divisar el centro nervioso y disparar allí, e incluso entonces seguirá trotando junto a uno, disparando a la nada, hasta estrellarse contra un muro o lo que sea.

La bajada fue un lío desde el principio. Cincuenta naves formaban nuestro grupo, y se suponía que dejarían el impulso de Cherenkov y tomarían el impulso de reacción con una coordinación tan perfecta que darían en la órbita y nos bajarían en formación donde se suponía que debíamos caer, sin hacer ni un circuito en torno al planeta para alinear su propia formación. Supongo que eso es difícil. Es más, sé que lo es. Pero cuando sale mal lo paga la I.M.

Nosotros tuvimos suerte porque el Valley Forge y todo lo que contenía desapareció antes de que diéramos en tierra. En aquella formación rápida y tensa (7,5 kilómetros por segundo de velocidad orbital no es un paseo) entró en colisión con el Ypres, y ambas naves quedaron destruidas. Tuvimos suerte de salir de los tubos…, los que salimos, claro, porque la nave seguía disparando cápsulas cuando quedó destruida. Pero no me di cuenta de ello. Estaba dentro de mi cápsula, y en dirección al suelo. Supongo que el oficial al mando de nuestra compañía sabía que la nave se había perdido (y la mitad de sus Gatos Monteses con ella) puesto que salió el primero y tuvo que comprenderlo al perder contacto de repente, por el circuito de comando, con el capitán de la nave.

Pero ya no hay modo de preguntárselo, porque él no fue recogido. Lo único que yo comprendí gradualmente fue que aquello iba de mal en peor.

Las siguientes dieciocho horas fueron una pesadilla. No voy a hablar mucho de ello porque no recuerdo demasiado, sólo escenas de horror. Nunca me han gustado las arañas, venenosas o no; encontrarme una araña común en la cama me pone los pelos de punta. En las tarántulas no quiero ni pensar, y soy incapaz de comer langosta, cangrejos, ni nada parecido. En cuanto tuve la primera visión de una Chinche casi me estalló la cabeza. Pasaron unos segundos antes de comprender que la había matado, y que podía dejar de disparar. Supongo que sería un obrero; dudo que yo estuviera en forma para enfrentarme a un guerrero y ganar.

Pero de todos modos yo estaba en mejor forma que el cuerpo de K-9. Estos habían de bajar (si la bajada se hubiera hecho de modo correcto) en la periferia de nuestro blanco, y se suponía que los neo-perros se adelantarían y facilitarían inteligencia táctica a los escuadrones de interdicción, cuyo papel era asegurar la periferia. Esos Calebs no van armados, por supuesto, aparte de sus dientes. Se supone que un neo-perro oye, ve, huele y le dice a su socio lo que averigua por radio. Todo lo que lleva es una radio y una bomba de destrucción con la que él (o su socio) pueden hacer estallar al perro en caso de recibir una herida grave o ser capturado.

Esos pobres perros no esperaron a que los capturaran; al parecer, la mayoría de ellos se suicidaron en cuanto establecieron contacto. Sentían lo mismo que yo acerca de las Chinches, sólo que peor. Ahora hay neo-perros adoctrinados desde la infancia para observar y evadirse, sin volarse la cabeza ante la simple visión y olor de una Chinche. Pero aquellos no estaban adiestrados así.

No sólo eso fue mal. Pueden pensar lo que quieran, pero todo fue un lío. Yo no sabía lo que pasaba, por supuesto. Me limité a seguir junto a Dutch, tratando de disparar y abrasar a todo lo que se moviera, dejando caer una granada por un agujero en cuanto veía uno. Me acostumbré tan de prisa que pronto fui capaz de matar a una Chinche sin perder municiones ni el juicio, aunque todavía no sabía distinguir entre las que eran inofensivas y las que no. Sólo una entre cincuenta es un guerrero, pero ésa compensa por las otras cuarenta y nueve. Sus armas personales no son tan pesadas como las nuestras, pero sí igualmente letales: tienen un rayo que penetra el traje acorazado y saja la carne como si cortara un huevo duro, y cooperan entre ellas incluso mejor que nosotros… porque el cerebro que está pensando por toda una escuadra no está donde uno puede alcanzarlo, sino allá abajo, en uno de los agujeros.

Dutch y yo tuvimos suerte durante mucho tiempo, destruyendo en un área como de un par de kilómetros cuadrados, haciendo estallar los agujeros con bombas, matando lo que encontrábamos en la superficie y ahorrando los propulsores cuanto nos era posible para una emergencia. La idea era asegurar todo el blanco, y permitir que los refuerzos y la artillería pesada bajaran sin hallar oposición importante. No se trataba de un raid, sino de una batalla para establecer una cabeza de puente, quedarse en ella, asegurarla y permitir que las tropas de refresco y la artillería pesada capturaran o pacificaran todo el planeta.

Sólo que no lo conseguimos.

Nuestra sección sí lo estaba haciendo bien. Pero estaba en el punto erróneo, y fuera de contacto con la otra sección; el jefe y el sargento de pelotón habían muerto, y nadie formó de nuevo nuestras filas. Pero habíamos establecido nuestra posición, la escuadra de armas espaciales había establecido una posición fuerte, y estábamos dispuestos a entregar nuestra posición a las tropas de refresco en cuanto éstas aparecieran.

Sólo que no aparecieron. Bajaron donde nosotros debíamos haber caído, hallaron nativos poco amistosos y ése fue su problema. Nunca los vimos. De modo que nos quedamos donde estábamos, recogiendo heridos de vez en cuando y pasándolos cuando había oportunidad…, mientras nos íbamos quedando sin municiones, sin el líquido para los saltos, e incluso sin energía para que los trajes continuaran moviéndose. Pareció durar algo así como un par de miles de años.

Dutch y yo íbamos corriendo junto a un muro, a fin de llegar a nuestro escuadrón de armas espaciales en respuesta a una llamada de auxilio, cuando la tierra se abrió de pronto delante de Dutch, salió una Chinche y mi compañero cayó.

Disparé el lanzallamas contra la Chinche y lancé una granada en el agujero, que se cerró, y me volví a ver qué le había ocurrido a Dutch. Estaba en el suelo pero no parecía herido. Un sargento de pelotón, a través de los monitores, puede averiguar el estado físico de cada uno de sus hombres, distinguir a los muertos de los que sencillamente no pueden valerse sin ayuda y hacer que los recojan. Pero también puede hacerse manualmente, con los conmutadores a la derecha del cinturón del traje.

Dutch no contestó cuando le llamé. La temperatura de su cuerpo era de 32 grados, la respiración, los latidos del corazón y el cerebro daban lectura cero… Aquello tenía muy mal aspecto pero, a lo mejor, lo que estaba muerto era el traje y no él. Quería convencerme a mí mismo, olvidando que el indicador de temperatura no habría dado lectura alguna en ese caso. De todos modos, cogí el abrelatas de mi propio cinturón y empecé a sacarle del traje, tratando a la vez de vigilar en torno.

Entonces oí una llamada general por el casco, llamada que deseo no volver a oír nunca más.

—¡Sauve qui peut! ¡A casa! ¡A casa! En cualquier nave que podáis. ¡Seis minutos! ¡Todos, salvaos y recoged a los camaradas! ¡A casa en cualquier nave! ¡Sauve qui peut!

Traté de darme prisa.

La cabeza se le separó del cuerpo cuando traté de sacarle del traje, de modo que le dejé caer y me largué de allí. En una bajada posterior habría tenido el sentido común suficiente para recoger sus municiones, pero estaba demasiado aterrado para pensar. Me largué sencillamente de un salto y traté de reunirme con los demás en la posición hacia la que nos encaminábamos.

Aquello ya estaba evacuado, y me creí perdido, perdido y abandonado. Entonces oí la llamada, no la que debería haber oído, Yankee Doodle (de haber sido una nave del Valley Forge), sino «Caña de azúcar» una música que no conocía. No importaba, era una nave. Me dirigí a ella, utilizando generosamente el líquido de saltos que me quedaba y llegué a bordo justo cuando estaban a punto de cerrar; poco después estaba en el Voortrek en tal estado de shock que ni podía recordar mi número de serie.

He oído decir que lo llamaron una «victoria estratégica», pero yo estaba allí y afirmo que nos dieron una buena paliza.

Seis semanas más tarde (y sintiéndome unos sesenta años más viejo), en la Base de la Flota en Santuario subí a otra nave y me presenté como miembro del servicio al sargento Jelal, del Rodger Young. En el lóbulo de la oreja izquierda yo llevaba una calavera con un huesecito. Al Jenkins estaba conmigo, y llevaba una exactamente igual («Gatito» jamás consiguió salir del tubo). Los pocos Gatos Monteses supervivientes estaban distribuidos por todas partes en la Flota; habíamos perdido la mitad de nuestras fuerzas en la colisión entre el Valley Forge y el Ypres; la desastrosa batalla en tierra había hecho ascender nuestras bajas al ochenta por Ciento, y los altos mandos decidieron que era imposible reunir de nuevo el equipo con los supervivientes, de modo que lo cancelaron, metieron los informes en los archivos y esperaron a que las heridas se hubieran curado antes de reactivar la Compañía K (Gatos Monteses) con nuevas caras y viejas tradiciones.

Además, había muchos huecos que llenar en otros equipos.

El sargento Jelal nos dio la bienvenida calurosamente, nos dijo que nos uníamos a un equipo fantástico, «el mejor de la Flota», en una nave perfecta, y ni siquiera pareció advertir las calaveras en las orejas. Más tarde, ese mismo día, nos llevó a conocer al teniente, que sonrió tímidamente y nos dijo unas palabritas paternales. Observé que Al Jenkins no llevaba la calavera de oro. Ni yo tampoco, porque ya había notado que nadie la llevaba en los Rufianes de Rasczak.

Y no lo hacían porque, entre los Rufianes de Rasczak no importaba en lo más mínimo cuántas bajadas de combate hubiera hecho uno, ni cuáles, o eras un Rufián o no lo eras…, y en ese caso no les importabas en absoluto. Puesto que no habíamos ido a ellos como reclutas, sino como veteranos de combate, nos concedieron el beneficio de la duda cuanto les fue posible, y nos dieron la bienvenida sin más que aquella pizca inevitable de formalidad que todo el mundo muestra ante un invitado que no es miembro de la familia.

Pero menos de una semana más tarde, una vez hecha una bajada de combate con ellos, ya fuimos del todo Rufianes, miembros de la familia. Todos nos tuteábamos, incluso reñíamos a veces pero sin que ningún bando sintiera que por ello éramos menos que hermanos de sangre; nos pedíamos y prestábamos cosas, nos incluían en las partidas de juego y gozábamos del privilegio de expresar nuestras propias opiniones, por tontas que fueran, con completa libertad…, y ver que las rechazaban con la misma libertad. Incluso tuteábamos a los suboficiales en muchas ocasiones, excepto estando de servicio. El sargento Jelal estaba siempre de servicio, por supuesto, a menos que uno tropezara con él de permiso, en cuyo caso era «Jelly», un hombre que hacía todos los esfuerzos posibles para comportarse como si su rango señorial no significara nada entre los Rufianes.

Pero el teniente era siempre «el teniente», nunca «mister Rasczak», ni siquiera «teniente Rasczak». Sencillamente «el teniente», al que se hablaba, y del que se hablaba, en tercera persona. No había más dios que el teniente, y el sargento Jelal era su profeta. Jelly podía decir «no» por su cuenta y tal vez le discutieran la decisión, al menos los sargentos inferiores, pero si decía: «Al teniente no le gustaría esto» estaba hablando ex-cátedra y el asunto quedaba liquidado. Nadie trató de comprobar jamás si al teniente le habría gustado o no. La Palabra había sido dicha.

El teniente era un padre para nosotros, y nos amaba y nos mimaba; sin embargo, estaba siempre bastante remoto a bordo de la nave…, e incluso en tierra, a menos que fuera en una bajada. Pero, claro, nadie va a pensar que, en una bajada, un oficial podría preocuparse por cada hombre del pelotón extendido sobre más de doscientos kilómetros cuadrados de terreno. Sin embargo, él sí. Él sí se preocupaba por cada uno de nosotros. No soy capaz de explicar cómo podía seguirnos la pista a todos, pero, en medio del estruendo, sonaba su voz por el circuito de mando: «¡Johnson! ¡Compruebe la escuadra seis! Smitty tiene problemas», y lo que más valía para nosotros era que el teniente lo había observado antes que el propio jefe de escuadra de Smith.

Aparte de eso, cada uno sabía, con una certeza absoluta, que, mientras aún siguiera vivo, el teniente no se retiraría a la nave sin él. En la guerra de las Chinches se han cogido prisioneros, pero ninguno de los Rufianes de Rasczak.

Jelly era como una madre para nosotros, siempre próximo a nosotros; nos cuidaba, pero no nos mimaba en absoluto. Sin embargo, nunca nos llevó ante el teniente para acusarnos, jamás hubo un consejo de guerra entre los Rufianes y ninguno fue ni siquiera azotado. Tampoco Jelly nos imponía servicio extra a menudo; tenía otros métodos para dominarnos. Te miraba de arriba a abajo en la revista diaria y decía simplemente: «En la marina tendrías buen aspecto. ¿Por qué no pides el traslado?», y conseguía resultados, ya que era artículo de fe entre nosotros que los miembros de una tripulación de la marina dormían con el uniforme puesto y jamás se lavaban por debajo del cuello.

Pero Jelly no tenía que mantener la disciplina entre los soldados, porque la mantenía entre sus suboficiales y esperaba de éstos que hicieran lo mismo. Mi jefe de escuadra, cuando me uní a ellos, era Green «el Rojo». Después de un par de bajadas, cuando ya sabía lo magnífico que era ser un Rufián, se me subió el orgullo a la cabeza, me confié en exceso… y le contesté airadamente al «Rojo». Él no me acusó ante Jelly, sólo me llevó a la lavandería, me dio un par de puñetazos y nos hicimos buenos amigos. En realidad, me recomendó para cabo segundo más adelante.

La verdad es que no sabíamos si los miembros de la tripulación dormían con la ropa puesta o no; nosotros nos manteníamos en nuestra parte de la nave y los marineros en la suya, porque no se les acogía precisamente bien si aparecían por nuestra sección como no fuese por razones de servicio… Después de todo, hay ciertas normas sociales y uno debe mantenerlas, ¿no? El teniente tenía su camarote en la sección de los oficiales varones, en la parte de la nave perteneciente a la marina, pero nosotros tampoco íbamos por allí más que de servicio y aun así en raras ocasiones. Sí que nos ofrecíamos, en cambio, para servicio de guardia, porque el Rodger Young era una nave mixta y el capitán y algunos oficiales eran mujeres; en la parte delantera del mamparo treinta estaba la sección de las damas, y día y noche dos I.M. armados hacían guardia ante la puerta. (Durante las batallas, esa puerta, como todas las demás cerradas a gas, quedaba asegurada; nadie se perdía una bajada.)

Los oficiales tenían el privilegio de ir a esa parte del mamparo treinta de servicio, y todos ellos, incluidos el teniente, comían en una cantina mixta, más allá. Pero no se entretenían allí; comían y se largaban. Tal vez algunas naves de transporte se dirijan de otro modo, pero así era como se llevaban las cosas en el Rodger Young. Tanto el teniente como la capitana Deladrier querían una nave en regla, y la conseguían.

Sin embargo, el servicio de guardia era un privilegio. Resultaba un gran descanso el estar de pie junto a aquella puerta, con los brazos cruzados y las piernas abiertas, medio adormilado y sin pensar en nada…, pero siempre bien consciente de que, en cualquier momento, uno podía ver a una mujer aunque no tuviera la oportunidad de hablarle mas que de asuntos del servicio. En cierta ocasión, me llamaron al despacho de la sobrecargo, y ella me habló; me miró a los ojos y me dijo:

—Lleve esto al ingeniero jefe, por favor.

Mi trabajo diario en la nave, aparte de la limpieza, consistía en atender el equipo electrónico bajo la supervisión del «Padre» Migliaccio, jefe de sección en la primera sección, lo mismo que antes solía trabajar bajo la vigilancia de Carl. No hacíamos bajadas de combate con demasiada frecuencia, y todo el mundo trabajaba a diario. Si un hombre no tenía otro talento, siempre podía lavar los mamparos, pues nada estaba suficientemente limpio como para satisfacer al sargento Jelal. Seguíamos las reglas de la I.M.: todo el mundo lucha, todo el mundo trabaja. Nuestro cocinero principal era Johnson, sargento de la segunda sección, un amable muchacho de Georgia (la del hemisferio occidental, no la otra) y un chef de gran talento. También él era un tragón; le gustaba picar entre las comidas, y no veía razón para que los demás no lo hicieran.

Como el Padre dirigía una sección y el cocinero la otra, estábamos muy bien cuidados en cuerpo y alma, pero ¿y si se cargaban a uno de los dos? ¿Cuál de ellos preferiríamos que cayera? Una cuestión que jamás tratamos de resolver, pero que siempre podía discutirse.

El Rodger Young siguió estando muy ocupado, e hicimos cierto número de bajadas, todas diferentes. Cada bajada había de ser distinta, para que el enemigo no pudiera calcular lo que haríamos. Pero no hubo más batallas conjuntas. Operamos solos, patrullando y llevando a cabo incursiones. La verdad es que la Federación Terrena no podía organizar entonces una batalla a gran escala: el fracaso de la operación Casa de Chinches había costado demasiadas naves, y demasiados hombres adiestrados. Es necesario disponer de tiempo para reponerse y entrenar más hombres.

Mientras tanto, las pequeñas naves rápidas, entre ellas el Rodger Young y otras de transporte, trataban de estar en todas partes a la vez, inquietando al enemigo, causándole bajas y largándose a toda prisa. También nosotros teníamos bajas, y las cubríamos cuando volvíamos a Santuario a buscar más cápsulas. Yo seguía temblando de pánico en cada bajada, pero las batallas auténticas no ocurrían con demasiada frecuencia, ni eran demasiado largas, y entre una y otra había días y días de vida a bordo entre los Rufianes.

Fue el período más feliz de mi vida, aunque entonces no fuera plenamente consciente de ello. Yo hacía mi parte de trabajo, como los demás, y disfrutaba también.

No nos sentimos realmente mal hasta que cayó el teniente.

Supongo que ése fue el peor momento de mi vida. Yo estaba ya en baja forma por una razón personal: mi madre se hallaba en Buenos Aires cuando las Chinches destruyeron esa ciudad.

Lo descubrí una de las veces en que hicimos parada en Santuario a recoger cápsulas y nos repartieron el correo, gracias a una carta de mi tía Eleonora, que no fue puesta en clave y enviada como urgente porque ella se había olvidado de poner la señal adecuada, y que me llegó tal como la escribiera: apenas tres líneas cargadas de amargura. En cierto modo parecía culparme por la muerte de mi madre. No quedaba bien claro si era porque yo estaba en las Fuerzas Armadas, y por tanto debía haber impedido el raid, o porque ella opinaba que mi madre había hecho el viaje a Buenos Aires porque yo no estaba en casa, que era donde debía haber estado. Se las arreglaba para implicar ambas cosas en la misma frase.

La rompí e intenté olvidarme de ello. Pensé que mis padres habían muerto ya, los dos, pues papá jamás habría enviado sola a mi madre a un viaje tan largo. Tía Eleonora no lo decía, pero ella jamás habría mencionado a mi padre en cualquier caso; toda su devoción era para su hermana. Casi estaba en lo cierto, aunque luego me enteré de que papá había planeado ir con ella, pero había surgido algo importante y él se había quedado para arreglarlo con el propósito de viajar al día siguiente. Pero tía Eleonora no me lo dijo.

Un par de horas más tarde, el teniente envió a buscarme y me preguntó amablemente si me gustaría quedarme de permiso en Santuario mientras la nave seguía patrullando; me indicó que había acumulado mucho tiempo de Descanso y Recreo (D & R), y bien podía utilizarlo ahora. Ignoro cómo se había enterado de que yo había perdido a un miembro de mi familia, pero indudablemente lo sabía. Le dije que no, y que muchas gracias, señor. Prefería esperar a que todo el equipo disfrutáramos juntos del descanso.

Luego me alegré de haber actuado así, pues de lo contrario no habría estado en la nave cuando mataron al teniente, y eso me habría resultado demasiado duro de soportar. Sucedió muy de prisa, y justo antes de la recogida. Un hombre de la tercera escuadra estaba herido, no grave pero sí caído en tierra; el jefe ayudante de sección avanzó a recogerle… y recibió un buen tiro. El teniente, como de costumbre, lo estaba observando todo a la vez; sin duda había comprobado el estado físico de cada uno de ellos por control remoto, pero jamás lo sabremos. Lo que hizo fue asegurarse de que el jefe ayudante de sección aún estaba vivo. Entonces los recogió a ambos personalmente, uno en cada brazo.

Los arrastró en los últimos diez metros y ambos pudieron ser introducidos en la nave de recogida y, con todo el mundo dentro, desaparecido el escudo protector y sin interdicción, el teniente fue alcanzado y murió instantáneamente.

He omitido con todo propósito los nombres del soldado y del jefe ayudante de sección. El teniente estaba recogiéndonos a todos nosotros con su último aliento. Tal vez yo fuera el soldado. No importaba. Lo que sí importa es que nuestra familia se había quedado sin padre. Era el cabeza de familia, del que habíamos recibido el nombre, el padre que había hecho de nosotros lo que éramos.

Cuando el teniente nos dejó, la capitana Deladrier invitó al sargento Jelal a comer en la parte delantera, con los demás jefes de departamento, pero él pidió que le excusaran. ¿Han visto alguna vez a ese tipo de viuda, con gran firmeza de carácter, que conserva unida a su familia comportándose como si el cabeza de familia hubiera salido y fuera a regresar en cualquier momento? Eso es lo que Jelly hizo. Si acaso se mostró un poco más estricto con nosotros que antes y, si alguna vez tenía que decir: «Al teniente no le habría gustado eso», sus palabras eran casi más de lo que un hombre podía soportar. Jelly no lo decía muy a menudo.

Dejó nuestra organización de equipo de combate casi como estaba; en vez de cambiar a todo el mundo, se limitó a ascender al jefe ayudante de la segunda sección a sargento de pelotón (nominal), dejando a los jefes de sección donde eran necesarios —con sus mismas secciones—, y a mí me ascendió de jefe ayudante de sección a cabo, es decir, un jefe ayudante de sección algo más ornamental. Y el sargento siguió comportándose como si el teniente estuviera simplemente ausente y él se limitara a pasarnos sus órdenes, como de costumbre.

Eso nos salvó.