No tenemos lugar en este cuerpo para los buenos perdedores.
Queremos hombres rudos, que vayan allí ¡y ganen!
Almirante JONAS INGRAM, 1926
Cuando hubimos acabado con todos los ejercicios que un soldado puede hacer en tierra llana, nos llevaron a unas montañas terribles para hacer cosas más difíciles todavía: las Rocosas del Canadá, entre el monte de Buena Esperanza y el monte Waddington. El Campamento Sargento Spooky Smith era muy parecido al Campamento Currie (aparte de su situación más dura), pero era mucho más pequeño. Bien, el tercer regimiento también era ahora mucho más pequeño: menos de cuatrocientos hombres, cuando habíamos empezado con más de dos mil. La compañía H estaba organizada ahora como un simple pelotón, y el batallón como si fuera una compañía. Pero seguíamos llamándonos «la compañía R», y Zim era «oficial al mando de la compañía», y no Jefe de pelotón.
Lo que significaba aquel endurecimiento, realmente, era mucha más instrucción personal. Teníamos más cabos instructores que antes escuadras, y el sargento Zim, con sólo cincuenta hombres a su cargo en vez de los doscientos sesenta con que empezara, tenía sus vigilantes ojos fijos constantemente en cada uno de nosotros…, incluso cuando no estaba allí. Por lo menos, en el momento en que uno hacía algo mal resultaba que lo tenía precisamente a sus espaldas.
Sin embargo, las broncas que recibíamos tenían un aire casi amistoso, lo que resultaba horrible en cierto modo, porque nosotros habíamos cambiado también, no sólo el regimiento. Los que quedábamos —uno de cada cinco— éramos casi soldados, y Zim trataba de que lo fuéramos del todo, y no de fastidiarnos porque sí.
Ahora también veíamos más al capitán Frankel. Se pasaba la mayor parte del tiempo enseñándonos, y no sentado ante una mesa; nos conocía a todos, de nombre y de vista, y parecía tener un archivo en la mente. Sabía exactamente qué progresos había hecho cada hombre con cada arma, con cada pieza de equipo, por no mencionar el trabajo extra que había hecho, los informes médicos o si había recibido carta de casa últimamente.
No era tan severo con nosotros como Zim; sus palabras eran suaves, y había que hacer una auténtica barbaridad para que se borrara la sonrisa amistosa de su rostro; sin embargo, no había que dejarse engañar por eso, ya que había pura armadura de berilo tras la sonrisa. Nunca llegué a decidir quién era mejor soldado, si Zim o el capitán Frankel; quiero decir si se prescindía del cargo y se pensaba en los dos como soldados. Indudablemente, ambos valían más que los demás instructores, pero ¿quién era el mejor? Zim lo hacía todo con precisión y estilo, como si estuviera pasando revista; el capitán Frankel hacía lo mismo con aire de divertirse, como si fuera un juego. Los resultados eran idénticos, mas nada resultaba tan fácil como parecía si era el capitán el que lo realizaba.
Necesitábamos esa abundancia de instructores. Saltar con el traje, como ya he dicho, resulta fácil en terreno llano. Bien, el traje salta a igual altura y con la misma facilidad en las montañas, pero supone una gran diferencia tener que saltar sobre un muro vertical de granito, entre dos árboles muy juntos, y anular el control de propulsión en el último instante. Tuvimos tres bajas graves en la práctica en campo abierto, dos muertos y un licenciado por orden médica.
Con todo, esa muralla rocosa es todavía más dura sin el traje, equipados con cuerdas y picos. La verdad es que yo no comprendía qué utilidad podían tener aquellos ejercicios de alpinismo para las tropas espaciales, pero ya había aprendido a tener la boca cerrada y tratar de asimilar cuanto nos enseñaran. Lo aprendí y no fue tan difícil. Si alguien me hubiera dicho un año antes que sería capaz de trepar por una pared de roca, tan lisa y perpendicular como el muro de un edificio, sólo con un martillo, unos clavitos de acero y un rollo de cuerda, me habría reído en su cara. Soy un tipo de terreno llano. Corrijo: era un tipo de terreno llano. Ha habido algunos cambios.
Allí empecé a descubrir hasta qué punto había cambiado. En el Campamento Sargento Spooky Smith teníamos permiso, para ir a la ciudad, quiero decir. Bueno, también en el Campamento Currie habíamos tenido «permiso» después del primer mes. Lo cual significaba que un domingo por la tarde, si uno no estaba de servicio, podía identificarse en la tienda del oficial de día y alejarse paseando del campamento todo lo que quisiera, siempre que recordara que había de estar de regreso al pasar lista por la noche. Pero allí no había nada a esa distancia, si se exceptúa a los conejos: ni chicas, ni teatros, ni bailes, ni nada.
Sin embargo, el permiso, incluso en el Campamento Currie, no era mal privilegio. A veces puede ser muy importante, en realidad, el alejarse hasta no ver una tienda, ni un sargento, ni siquiera los rostros de los mejores amigos entre la tropa, y no tener que ir a paso ligero porque sí, y disponer de tiempo para examinar la propia alma. Podías perder ese privilegio según diversos grados: verte limitado al campamento, o a la calle de tu propia compañía, lo que significaba que ni siquiera podías ir a la biblioteca, ni a lo que llamaban cariñosamente «la tienda de recreo» (partidas de parchís y juergas semejantes). O bien te veías aislado, lo que quería decir que debías quedarte en tu tienda cuando no era requerida tu presencia en otra parte.
Esto último no tenía demasiada importancia, pues solía añadirse a horas de trabajo extra, tan agobiantes que no quedaba demasiado tiempo para estar solo, aparte de poder dormir. Era como un simple adorno, como una cereza sobre el pastel, para avisarte, a ti y al mundo, de que no sólo habías cometido una estupidez, sino algo indigno de un miembro de la Infantería Móvil, y por tanto no merecías reunirte con los demás soldados hasta haber limpiado la mancha.
En cambio, en el Campamento Spooky podíamos ir a la ciudad, si lo permitía el servicio, la buena conducta, etc., por supuesto. Salían naves de transporte hacia Vancouver todos los domingos por la mañana, justo después de los servicios religiosos (que se habían adelantado a treinta minutos después del desayuno), y volvían justo antes de la cena y también antes del toque de queda. Los instructores podían pasar el sábado por la noche en la ciudad, u obtener un pase de tres días si el servicio se lo permitía.
No había hecho más que salir de la nave en mi primer permiso cuando comprendí en parte que había cambiado. Johnnie ya no encajaba. En la vida civil, quiero decir. Todo me parecía absurdamente complejo, e increíblemente desordenado.
No trato de criticar a Vancouver. Es una hermosa ciudad, en un marco precioso; las gentes son encantadoras, están acostumbradas a tener a la I.M. en la ciudad, y acogen muy bien a las tropas. Hay un centro social para nosotros en la misma ciudad, donde celebran bailes para los soldados cada semana y se ocupan de que haya jovencitas para que bailemos con ellas, y señoras mayores para asegurarse de que un muchacho tímido (yo, con gran asombro por mi parte, ¡pero prueben a estar unos cuantos meses sin más hembras alrededor que las conejas!) sea presentado a alguien y pueda bailar, por mal que lo haga.
Sin embargo, yo no fui al centro social en aquel primer permiso. Me dediqué a pasear y a mirarlo todo, los hermosos edificios, los escaparates llenos de todo tipo de cosas innecesarias (ni un arma entre ellas) y las gentes que iban de un lado a otro o paseaban haciendo exactamente lo que les daba la gana, sin ver a dos vestidos del mismo modo… Y a las chicas.
Especialmente a las chicas. Aún no había comprendido lo maravillosas que eran. Bueno, yo he sido un entusiasta de las chicas desde el día en que observé por primera vez que la diferencia consistía en algo más que en vestirse de modo distinto. Por cuanto recuerdo, jamás pasé por ese período que se supone pasan los chicos, cuando saben que las chicas son distintas y no les gustan. A mí siempre me han gustado las chicas.
Pero ese día comprendí que siempre las había mirado como algo normal.
Las chicas son sencillamente maravillosas. El hecho de pararse en una esquina y verlas pasar ya resulta encantador. No caminan. Por lo menos no hacen lo que nosotros al caminar. No sé cómo describirlo pero es algo mucho más complejo y totalmente delicioso. No mueven sólo los pies, se mueve todo, y en distintas direcciones…, y todo con gracia.
Aún seguiría allí si no hubiera venido un policía. Se dirigió a nosotros y dijo:
—¿Qué tal, muchachos? ¿Os divertís?
Leí rápidamente las cintas sobre su pecho y quedé impresionado:
—¡Sí, señor!
—No tienes por qué decirme señor. Aquí no hay gran cosa que hacer. ¿Por qué no vais al centro de hospitalidad? —Nos dió la dirección, nos señaló el camino y partimos hacia allí: Pat Leivy, «Gatito» Smith y yo. Aún nos gritó: «¡Que lo paséis bien! ¡Y no os metáis en líos!», exactamente lo mismo que nos dijera el sargento Zim cuando entramos en la nave.
Pero no llegamos allí. Pat Leivy había vivido en Seattle cuando era pequeño, y quería echar una ojeada a su antigua ciudad. Tenía dinero, y se ofreció a pagarnos el trayecto en la nave si le acompañábamos. No me importó. Las naves salían cada veinte minutos y nuestros pases no se limitaban a Vancouver. Smith decidió venir también.
Seattle no era muy diferente de Vancouver, y las chicas abundaban asimismo. Me encantó. Sin embargo, Seattle no estaba tan acostumbrada a tener a la I.M. a manadas, y elegimos un mal sitio para cenar, en el que no se nos acogió bien, un bar-restaurante allá en los muelles.
Verán, no es que estuviéramos bebidos. Bueno, «Gatito» Smith había tomado dos cervezas con la cena, pero siempre se mostraba amistoso y amable. De ahí le venía el apodo. La primera vez que luchó cuerpo a cuerpo con el cabo John, éste le había dicho con disgusto: «Un gatito me habría dado más fuerte», de modo que se le quedó el nombre.
Éramos los únicos uniformes del lugar, los demás clientes eran marineros, de la marina mercante. Seattle acoge muchísimas naves de superficie. Yo lo ignoraba entonces, pero los de la marina mercante no nos aprecian. Se debe en parte al hecho de que sus sindicatos han intentado una y otra vez que su profesión sea clasificada como equivalente al Servicio Federal, sin el menor éxito. Mas también sé que es algo más, algo que se remonta a siglos de historia.
Había por allí jóvenes de nuestra edad —la edad adecuada para servir un plazo, sólo que ellos no estaban en el ejército—, con el pelo largo, desaliñados, sucios. Bien, digamos con el aspecto que tenía yo antes de enrolarme.
De pronto empezamos a notar que, en la mesa detrás de la nuestra, dos de aquellos idiotas y dos marineros (a juzgar por la ropa) se dedicaban a comentar con el propósito de que los oyéramos. No voy a repetir sus palabras…
No dijimos nada. De pronto, cuando los comentarios se hacían ya más personales y las risotadas más fuertes, y todo el mundo se había callado y estaba escuchando, «Gatito» me susurró:
—Salgamos de aquí.
Capté la mirada de Pat Leivy; éste asintió. No teníamos ninguna cuestión que resolver. Se trataba de uno de esos lugares en los que pagas antes de tomar las copas. Nos levantamos y salimos. Ellos nos siguieron.
Pat me susurró: «Ten cuidado», y seguimos caminando sin mirar atrás.
Cargaron contra nosotros.
Le di al mío un golpe en el cuello al dar la vuelta, le dejé pasar a mi lado y giré para ayudar a mis compañeros. Pero todo había terminado. Cuatro atacantes, cuatro en el suelo. «Gatito» se había librado de dos, y Pat había enrollado al otro en torno a una farola por lanzarle un poco demasiado fuerte.
Alguien, el propietario supongo, debió de haber llamado a la policía en cuanto nos pusimos en pie para salir, puesto que llegaron casi en seguida mientras aún estábamos preguntándonos qué hacíamos con aquello. Dos policías. Era ese tipo de vecindario.
El más viejo de los dos quería que presentáramos una denuncia, pero no estábamos dispuestos. Zim había dicho que no nos metiéramos en problemas. «Gatito», con su carita de crío de quince años, dijo:
—Supongo que tropezaron.
—Claro —dijo el oficial de policía; retiró un cuchillo de la mano extendida de mi atacante, lo colocó contra el bordillo y rompió la hoja—. Bien, muchachos, será mejor que salgáis corriendo…, y de la ciudad.
Nos fuimos. Me alegré de que ni Pat ni «Gatito» quisieran llevar más lejos el asunto. Es muy grave que un civil ataque a un miembro de las Fuerzas Armadas pero ¿qué diablos?, las cuentas estaban saldadas. Ellos nos atacaron y se llevaron los golpes. Empatados.
Sin embargo, es una buena medida la de no ir de permiso armados, y que nos hayan adiestrado a salir de apuros sin matar. Porque todo sucedió por reflejos. Nunca creí que saltarían contra nosotros hasta que lo hicieron, y no pensé nada en absoluto hasta que todo hubo terminado.
Pero así es como aprendí por primera vez hasta qué punto había cambiado.
Volvimos a la estación y tomamos la nave hacia Vancouver.
Empezamos a practicar bajadas de combate en cuanto nos trasladaron al Campamento Spooky. Un pelotón cada vez, en rotación (un pelotón completo, es decir una compañía), era transportado al norte de Walla Walla, subía a bordo, iba al espacio, hacía una bajada, pasaba por un ejercicio y volvía al campamento en otra nave. Un día de faena. Con ocho compañías eso nos daba casi una bajada por semana, y luego un poco más cuando se intensificaron los ejercicios y las bajadas se hicieron más difíciles: sobre montañas, en el hielo ártico, en el desierto australiano y, antes de graduarnos, en la Luna, donde la cápsula se coloca a sólo treinta metros y explota al lanzarte, y uno tiene que andar muy listo y aterrizar sólo con el traje (sin aire ni paracaídas), y donde un mal aterrizaje puede dejarte sin aire y sin vida.
Si menudearon más las bajadas fue por culpa de las bajas, muertos o heridos, y también porque algunos se negaron a entrar en las cápsulas. Lo hicieron y ahí acabo todo para ellos; ni siquiera les riñeron, sólo los retiraron a un lado, aquella noche se les pagó y fuera. Hasta un hombre que había hecho varias bajadas podía verse vencido por el pánico y negarse. Los instructores se mostraban amables con él, tratándole como a un amigo que está enfermo y no mejora.
Nunca me negué a entrar en la cápsula, pero desde luego sí sufrí pánico. Siempre temblaba. Estaba aterrado a más no poder cada vez. Y aún lo estoy.
Pero nunca pertenecerá a las tropas espaciales quien no haga esas bajadas.
Cuentan una historia, que probablemente será falsa, de un I.M. que estaba de visita turística en París. Visitó los Inválidos, miró la tumba de Napoleón y preguntó a un guardia francés:
—¿Quién es?
Lógicamente, el francés se mostró escandalizado.
—¿Es que monsieur no lo sabe? ¡Es la tumba de Napoleón! Napoleón Bonaparte, el soldado más grande que ha vivido jamás.
El I.M. pensó en ello. Luego preguntó:
—¿Sí? ¿En qué lugares bajó?
Casi con seguridad que es mentira, porque hay un gran letrero ante la puerta que dice exactamente quién era Napoleón. Pero así es como sienten al respecto las tropas espaciales.
Al fin nos graduamos.
Ahora veo que me he dejado por decir casi todo. Ni una palabra sobre la mayoría de nuestras armas, nada del día en que bajamos todos y estuvimos tres días para apagar un bosque incendiado; nada de aquella «alerta de prácticas» que resultó real, sólo que no lo supimos hasta que hubo terminado, ni del día en que voló la tienda del cocinero… En realidad, no he hablado del tiempo y, créanme, el tiempo es muy importante para un soldado de infantería, la lluvia y el barro especialmente. Pero, si bien es importante mientras sucede, parece demasiado aburrido hablar de ello. Pueden obtener descripciones de casi cualquier clase de tiempo en un almanaque, y encajarlas en cualquier pasaje. Probablemente acertarán.
El regimiento había empezado con 2.009 hombres; nos graduamos 187. De los otros, catorce habían muerto (uno ejecutado, y su nombre borrado) y los demás habían renunciado, habían sido despedidos, o transferidos o licenciados por los médicos, etc. El mayor Malloy hizo un discurso corto, todos recibimos el certificado, pasamos revista por última vez y se acabó el regimiento, guardándose su bandera hasta que se necesitara de nuevo (tres semanas más tarde) para enseñar a otro par de miles de civiles que eran un cuerpo de ejército, y no una multitud.
Ya era un «Soldado Adiestrado», con autorización de poner esas iniciales ante mi número de serie en vez de la «R» de recluta. Un gran día.
El más grande de mi vida hasta entonces.