Capítulo 8

Instruye al joven según sus disposiciones.

que luego, de viejo, no se apartará de ellos.

Proverbios, 22-6

Se azotó también a algunos otros, pero a muy pocos. Hendrick fue el único de nuestro regimiento que recibió los azotes por sentencia de un consejo de guerra; los demás fueron un castigo administrativo, como el mío, y para eso había que llegar hasta el oficial al mando del regimiento, cosa que un oficial subordinado juzga molesta, por decirlo suavemente. Incluso entonces era más probable que el mayor Malloy echara al hombre de una patada «por conducta indeseable» antes que mandara colocar el poste de los azotes. En cierto modo, ser azotado por castigo administrativo es casi un cumplido; significa que los superiores opinan que hay ciertas probabilidades de que uno llegue a adquirir eventualmente el carácter necesario para ser un soldado y un ciudadano, por extraño que parezca de momento.

Yo fui el único que recibió el máximo castigo administrativo; ninguno de los otros mereció más de tres azotes. Nadie estuvo tan cerca como yo de acabar con ropas de paisano, pero conseguí pasar. Eso es una distinción social. No la recomiendo.

En cambio, sí tuvimos otro caso mucho peor que el mío o el de Ted Hendrick, algo realmente nauseabundo. Una vez levantaron la horca.

Bueno, entendámonos. El caso no tuvo en realidad nada que ver con el ejército. El crimen no se cometió en el Campamento Currie, y el oficial de colocación que aceptara a aquel chico para la Infantería Móvil debió de estremecerse al saberlo.

El muchacho desertó dos días después de que llegáramos a Currie. Ridículo, por supuesto, mas en aquel caso nada tuvo lógica. ¿Por qué no presentó la renuncia? La deserción, naturalmente, es una de esas «treinta y una» ordenanzas que dan contigo en tierra, pero el ejército no pide para el culpable la pena de muerte, a menos que haya circunstancias especiales, como «deserción frente al enemigo» o algo que haga de ella, en vez de un modo bastante informal de renunciar, otra cosa imposible de pasar por alto.

El ejército no hace el menor esfuerzo por hallar a los desertores y traerlos de vuelta. Lo cual tiene cierta lógica absurda. Todos somos voluntarios. Somos I.M. porque queremos serlo, estamos orgullosos de ser I.M., y la Infantería Móvil está orgullosa de nosotros. Si un hombre no lo siente así, desde los pies llenos de callos hasta las orejas llenas de pelos, yo no le quiero a mi lado cuando haya problemas. Si estoy en peligro, quiero a mi alrededor hombres que vendrán a recogerme porque soy I.M. y mi piel significa para ellos tanto como la suya propia. No quiero soldaditos sintéticos, corriendo con el rabo entre las piernas en cuanto las cosas se ponen feas. Es mucho más seguro tener un espacio vacío al lado que un supuesto soldado que alimente el síndrome de «recluta a la fuerza». Por tanto, si alguien sale huyendo, se le deja huir. Es una pérdida de tiempo y de dinero el ir a buscarle.

No obstante, la mayoría de ellos vuelven —aunque a veces tarden años—, en cuyo caso el ejército les da desdeñosamente sus cincuenta azotes, en vez de colgarlos, y les deja en libertad. Supongo que debe de ser agotador para los nervios de cualquiera el saberse un fugitivo cuando todo el mundo es ciudadano o residente legal, aunque la policía no esté tratando de encontrarle. «El malvado huye aunque nadie le persiga». La tentación de presentarse de nuevo, aceptar los azotes y poder respirar tranquilo debe de ser abrumadora.

Pero este muchacho no regresó voluntariamente. Llevaba ya cuatro meses ausente, y dudo que ni su compañía le recordara, ya que sólo había estado con ellos un par de días. Probablemente no era más que un nombre sin rostro, «Dillinger, N. L.», del que se informaba a diario al pasar lista por la mañana: ausente sin permiso.

Y entonces mató a una niña.

Fue juzgado y condenado por un tribunal local, pero la tarjeta de identidad demostró que era un soldado no licenciado; hubo que notificarlo al ministerio, y nuestro general en jefe intervino en seguida. Entonces nos lo devolvieron, ya que la ley y la jurisdicción militar tienen precedencia sobre el código civil.

¿Por qué se molestó el general? ¿Por qué no dejó que el sheriff de la localidad hiciera el trabajo?

¿Para «darnos una lección»?

En absoluto. Estoy seguro de que nuestro general no creyó que ninguno de sus chicos necesitara sentirse asqueado para no andar por ahí matando niñas. Ahora estoy convencido de que nos habría evitado el espectáculo de haberle sido posible.

Aprendimos una lección, aunque nadie lo mencionara entonces, y una que cuesta mucho tiempo saber bien, hasta que llega a cobrar carta de naturaleza.

La Infantería Móvil cuida de los suyos, pase lo que pase.

Dillinger nos pertenecía a nosotros, aún estaba en nuestra nómina. Aunque no le quisiéramos en el cuerpo, aunque nunca debiéramos haberle aceptado, aunque nos habríamos alegrado de rechazarle, era miembro de nuestro regimiento. No podíamos renegar de él y dejar que un sheriff se encargara de matarle a dos mil kilómetros de nosotros. Cuando es necesario hacerlo, un hombre —un verdadero hombre— mata personalmente a su perro; no busca a otro para que lo haga.

Los informes del regimiento decían que Dillinger era nuestro, de modo que nuestro deber era ocuparnos de él.

Esa tarde fuimos al terreno de revista a marcha lenta, sesenta redobles por minuto (y es difícil mantener el paso cuando uno está acostumbrado a ciento cuarenta), mientras la banda tocaba Canto fúnebre por los que nadie ha llorado. Entonces sacaron a Dillinger, vestido con el uniforme completo de la I.M., como nosotros, y la banda tocó Danny Deever mientras le quitaban todo rastro de insignias, incluso los botones y la gorra, dejándole con un traje marrón y azul claro que ya no era el uniforme. Los tambores tocaron unos instantes sin parar y todo terminó.

Volvimos a las tiendas a trote rápido. No creo que nadie se desmayara, ni que nadie vomitara tampoco, aunque la mayoría apenas cenamos nada esa noche, y nunca he visto tan silenciosa la cantina. Por desagradable que resultara (era la primera vez que yo veía la muerte; la primera vez para la mayoría de nosotros), no fue el mismo shock de cuando azotaron a Ted Hendrick. Quiero decir que uno no podía ponerse en el lugar de Dillinger, ni se le ocurría pensar: «Podía haber sido yo». Aparte de la cuestión técnica de la deserción, Dillinger había cometido al menos cuatro crímenes capitales. Aunque su víctima no hubiese muerto, él habría bailado a los sones de Danny Deever por cualquiera de los otros tres: secuestro, petición de rescate, negligencia criminal, etcétera.

No le compadecí entonces, ni ahora le compadezco. Ese viejo dicho de que «comprenderlo todo es perdonarlo todo» resulta muy falso. Porque hay cosas que, cuanto más las comprendes, más las odias. Reservo mi compasión para la pequeña Barbara Anne Enthwaite, a quien nunca he visto, y para sus padres, que nunca volverán a verla de nuevo.

Cuando la banda dejó sus instrumentos esa noche iniciamos los treinta días de luto por Barbara, y de vergüenza por nosotros, con las banderas con crespón negro, sin música en la revista y sin cantos en las marchas. Sólo una vez oí quejarse a alguien, y otro le preguntó de inmediato qué le parecería recibir unos cuantos golpes. Desde luego no había sido culpa nuestra, pero nuestro trabajo consiste en defender a las niñas, no en matarlas. Nuestro regimiento había sido deshonrado, y había que borrar esa mancha. Estábamos en desgracia, y nos sentíamos en desgracia.

Esa noche traté de imaginar cómo podría evitarse que sucedieran tales cosas. Por supuesto, apenas suceden en estos días, pero incluso una vez es demasiado. No conseguí encontrar una respuesta que me satisficiera. Ese Dillinger parecía un chico normal, y su conducta e informes no podían haber sido tan malos, pues de lo contrario jamás habría llegado al Campamento Currie, para empezar. Supongo que era una de esas personalidades patológicas sobre las que uno lee en los libros, y a las que no es posible reconocer.

Bien, si no habíamos podido evitar que sucediera una vez, sí había un medio de evitar que se repitiera. El que habíamos utilizado.

Si Dillinger comprendía bien lo que hacía (cosa que parecía increíble), entonces había recibido su merecido. Excepto que era una vergüenza que no hubiera sufrido tanto como la pequeña Barbara Anne. Prácticamente, no había sufrido en absoluto.

Pero supongamos, pues es lo que parecía más probable, que estuviera tan loco como para no darse cuenta de que estaba haciendo algo malo. Entonces ¿qué?

Bien, matamos a los perros rabiosos, ¿no?

Sí, pero estar tan loco es una enfermedad…

No veía más que dos alternativas: o bien era imposible que se recuperara, en cuyo caso mejor estaba muerto, por su propio bien y por la seguridad de los demás, o bien era posible tratarle y devolverle la salud. En cuyo caso, pensé, si alguna vez llegaba a estar lo bastante sano como para vivir en una sociedad civilizada, y meditaba en lo que hizo cuando estaba «enfermo»…, ¿qué le quedaba sino el suicidio?, ¿cómo podría vivir consigo mismo?

Sin embargo, supongamos que escapase antes de que le curaran y volviera a matar otra vez. Y quizás, incluso otra vez. ¿Cómo explicar eso a los abrumados padres de la víctima, y en vista de los antecedentes además?

Entonces sólo veía una respuesta.

Recordé de pronto una discusión en nuestra clase de historia y filosofía moral. Dubois hablaba sobre los desórdenes que precedieron al colapso de la república de Norteamérica, allá en el Siglo XX. Según él, antes de que todo se viniera abajo hubo un período en el que crímenes como el de Dillinger eran tan corrientes como las peleas de perros. El Terror no sólo se hallaba implantado en Norteamérica; Rusia y las Islas Británicas lo sufrían también, así como otros países. Pero llegó al colmo en Norteamérica poco antes de que la civilización se hiciera pedazos.

Las gentes cumplidoras de la ley —nos había dicho Dubois— apenas se atrevían a ir a un parque público por la noche. Hacerlo suponía correr el riesgo de verse atacados por jóvenes salvajes armados con cadenas, cuchillos, pistolas de fabricación casera o porras, y como mínimo resultar herido, robado con toda seguridad o quedar inválido de por vida, o muerto incluso. Tal estado de cosas duró muchos años, hasta que estalló la guerra entre la Alianza ruso-anglo-americana y la Hegemonía china. El asesinato, el vicio, las drogas, el robo, los asaltos y el vandalismo estaban a la orden del día. Y no sólo ocurría en los parques, sino también en las calles y a plena luz del día, en los alrededores de las escuelas, incluso en el interior de las mismas. Pero los parques, sobre todo, eran tan peligrosos que las gentes honradas se alejaban de ellos en cuanto caía la noche.

Yo había intentado imaginar que aquello ocurriera en nuestras escuelas, y sencillamente me había resultado imposible. Ni en nuestros parques. Un parque era un lugar para divertirse, no para que te atacaran. En cuanto a que te mataran en uno de ellos…

—Señor Dubois, ¿acaso no tenían policía? ¿Ni tribunales?

—Tenían mucha más policía que nosotros. Y más tribunales. Y todos sobrecargados de trabajo.

—Entonces no lo entiendo.

Si un chico de nuestra ciudad hiciera algo semejante, él y su padre serían azotados, uno junto a otro. Mas esas cosas no ocurrían ahora. Dubois me pidió entonces:

—Defina a un «delincuente juvenil».

—Pues… uno de esos chicos que solían pegar a la gente.

—Mal.

—¿Cómo? Pero el libro dice…

—Discúlpeme. El texto lo dice así. Sin embargo, llamar rabo a una pata no hace que el nombre encaje. «Delincuente juvenil» es una contradicción de términos, que expresa la clave del problema y el fallo en resolverlo. ¿Ha criado alguna vez un cachorro?

—Sí, señor.

—¿Le enseñó a comportarse bien dentro de casa?

—Pues… sí, señor. Precisamente, mi lentitud en domesticarlo fue lo que hizo que mi madre decidiera al final que los perros debían estar fuera de casa.

—¿Sí? Y cuando su perrito cometía algún error, ¿se enojaba usted?

—¿Por qué? Él no sabía hacerlo mejor. Sólo era un cachorro.

—¿Qué hacía usted?

—Bueno, le reñía, le frotaba el morro con aquello y le daba unos golpes.

—Con toda seguridad él no comprendía sus palabras.

—No, pero sí veía que yo le estaba riñendo.

—Sin embargo, acaba de decir que usted no estaba furioso.

Dubois tenía un modo muy molesto de confundirle a uno.

—No, pero tenía que hacerle pensar que lo estaba. Había de aprender, ¿no?

—Concedido. Pero, si ya había quedado bien claro que usted desaprobaba aquello, ¿cómo podía ser tan cruel como para pegarle además? Usted dijo que el pobre animalito no sabía que obraba mal. No obstante, le hacía daño a propósito. ¡Justifíquese! ¿O acaso es un sádico?

No sabía entonces lo que era un «sádico», pero conocía a los cachorros.

—Señor Dubois, ¡el caso es que hay que hacerlo! Primero le riñes para que sepa que ha hecho algo malo, luego le metes el morro en la porquería para que sepa a qué te refieres y le pegas para que no vuelva a hacerlo otra vez. Y hay que hacerlo en seguida. No sirve de nada castigarle más tarde; eso sólo le confunde. Incluso así, el cachorro no aprende con una sola lección; de modo que se le vigila y se le coge otra vez y se le pega aún más. Pronto aprende. Pero limitarse a reñirle es una pérdida de tiempo. —Y entonces añadí—: Supongo que nunca ha educado cachorros.

—Muchos. Ahora estoy criando un pachón… según sus métodos. Volvamos a esos criminales juveniles. Los peores eran algo más jóvenes que ustedes, los de esta clase, y con frecuencia habían empezado de niños su carrera fuera de la ley. No nos olvidemos de ese cachorro. Los chicos eran capturados a menudo. La policía los arrestaba a puñados a diario. ¿Les reñían? Sí, y a veces con severidad. ¿Les frotaban el morro en lo que habían hecho? Raras veces. La prensa y los organismos oficiales solían mantener sus nombres en secreto; en muchos lugares, así lo exigía la ley para los criminales menores de dieciocho años. ¿Les pegaban? ¡Por supuesto que no! A la mayoría no les habían pegado ni de niños. Había una teoría, y muy extendida, según la cual los golpes, o cualquier castigo que supusiera dolor, causaban al niño un daño psíquico permanente.

(Pensé entonces que sin duda mi padre jamás había oído hablar de esa teoría).

—El castigo corporal en las escuelas estaba prohibido por la ley —había continuado Dubois—. Los azotes, como sentencia de un tribunal, sólo se permitían en una pequeña provincia, Delaware, y únicamente por algunos crímenes, y rara vez se llevaban a efecto. Estaban considerados como un castigo «cruel y extraordinario». —Y Dubois había murmurado—: No comprendo esas objeciones al castigo «cruel y extraordinario». Aunque un juez haya de ser benévolo en sus propósitos, su sentencia ha de hacer que el criminal sufra o no hay castigo, y el dolor es el mecanismo básico, innato en nosotros merced a millones de años de evolución, que nos salvaguarda al avisarnos de que algo amenaza nuestra supervivencia. ¿Por qué ha de negarse la sociedad a utilizar un mecanismo de supervivencia tan altamente perfeccionado? Sin embargo, ese período estaba dominado por las teorías seudo-psicológicas y pre-científicas.

»En cuanto a lo de «extraordinario», el castigo debe ser extraordinario, o no sirve a sus propósitos. —Entonces señaló a otro chico con el muñón—: ¿Qué ocurriría si a un cachorro se le pegara cada hora?

—Pues… probablemente le volveríamos loco.

—Probablemente. Desde luego, no le enseñaríamos nada. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que el director de esta escuela tuvo que azotar a un alumno?

—No estoy seguro. Unos dos años. El chico había robado…

—No importa. Es suficiente tiempo. Significa que tal castigo resulta tan extraordinario como para tener un gran significado, e instruir. Volviendo a aquellos jóvenes criminales…, probablemente no les pegaban de niños; desde luego, no les azotaban por sus crímenes. La secuencia normal era: por una primera ofensa un aviso, una reprimenda, a menudo sin juicio. Después de varias ofensas, una sentencia de confinamiento, pero una sentencia que podía suspenderse mientras el chico quedaba en libertad a prueba. Podía ser arrestado varias veces, incluso condenado varias veces, antes de ser castigado, un castigo que consistía simplemente en encerrarlo con otros como él, de los que aprendía más hábitos criminales. Si no se metía en líos durante su encierro, generalmente podía librarse de más de la mitad de la condena saliendo a prueba «bajo palabra», según la fraseología de la época.

»Esta secuencia increíble duraba años y años, mientras sus crímenes aumentaban en frecuencia y maldad, sin más castigos que esos encierros esporádicos, aburridos pero cómodos. De pronto, al cumplir los dieciocho años, y según la ley, este llamado «delincuente juvenil» se convertía en un criminal adulto. Y a veces, en cuestión de semanas o meses, acababa en la celda de la muerte esperando su ejecución por haber cometido un asesinato. ¡Usted!

Me había señalado de nuevo.

—Supongamos que se limita a reñir a su cachorro sin castigarlo nunca, que le deja seguir soltando porquería por la casa, que de vez en cuando le encierra en un edificio exterior, pero vuelve a dejarle entrar pronto en casa diciéndole tan sólo que no lo haga de nuevo. Luego, un día, se da cuenta de que ya es un perro crecido y que sin embargo no está educado para la casa, y usted coge un arma y le mata de un tiro. Comentarios, por favor.

—¡Vaya! En cuanto a educar a un perro, ése es el modo más absurdo del que he oído hablar.

—De acuerdo. O a un niño. ¿De quién sería la culpa?

—Pues… mía, supongo.

—De acuerdo otra vez. Mas yo no lo supongo. Lo sé.

—Señor Dubois —estalló una chica—, pero ¿por qué? ¿Por qué no pegaban a los niños cuando lo necesitaban, y usaban buenas dosis de correa con los mayores que lo merecían, una lección que jamás olvidarían? Me refiero a los que hacían algo realmente malo. ¿Por qué no?

—No lo sé —había contestado él secamente—, excepto que el método aprobado durante siglos para instilar la virtud social y el respeto a la ley en la mente de los jóvenes no atraía a la clase precientífica y seudoprofesional, los que se denominaban a sí mismos «asistentes sociales», o a veces «psicólogos infantiles». Era demasiado sencillo para ellos, al parecer, ya que cualquiera podía hacerlo echando mano tan sólo de la paciencia y la firmeza necesarias para adiestrar a un cachorro. A veces me he preguntado si no tendrían intereses creados en aquel desorden, pero es improbable; los adultos actúan casi siempre por «razones elevadas», sea cual sea su conducta.

—¡Pero santo cielo! —rebatió la chica—. A mí no me gustaban las zurras, como a ningún niño; no obstante, cuando la necesitaba, mi madre me daba una. La única vez que me dieron azotes en la escuela recibí otra buena tanda cuando llegué a casa, y eso fue hace años. Confío en que nunca me veré ante un juez que me sentencie a ser azotada; una se porta bien, y esas cosas no ocurren. No veo nada erróneo en nuestro sistema, es mucho mejor que no poder salir a la calle por miedo a que te maten. ¡Cielos, eso es horrible!

—Estoy de acuerdo. Jovencita, el trágico error de lo que hicieron aquellas gentes bien intencionadas, en contraste con lo que ellos creían hacer, tiene raíces muy profundas. Porque ellos no tenían una teoría científica de la moral. Sí tenían una teoría de valores morales, y trataban de vivir de acuerdo con ella (no debería haberme burlado de sus motivos), pero su teoría era errónea: un cincuenta por ciento de sueños quiméricos y otro cincuenta por ciento de charlatanería racionalizada. Cuanto más ansiosos estaban de obrar bien, más se alejaban de la verdad. Verá, ellos suponían que el hombre tiene un instinto moral.

—¿Cómo, señor? Bueno, lo cierto es que sí lo tiene. ¡Yo lo tengo!

—No, querida, usted tiene una conciencia cultivada, y muy cuidadosamente adiestrada. El hombre no tiene instinto moral. No nace con sentido moral. Usted no nació con él, ni yo, como no lo tiene el cachorro. Nosotros adquirimos el sentido moral, si es que lo adquirimos, mediante el adiestramiento, la experiencia y el sudor de la mente. Esos desgraciados criminales juveniles nacían sin sentido moral, igual que usted y que yo, pero no tenían oportunidades de adquirirlo; su experiencia no se lo permitía. ¿Qué es el sentido moral? Es una elaboración del instinto de supervivencia. El instinto de supervivencia está en la misma naturaleza humana, y todo aspecto de nuestra personalidad deriva de él. Todo lo que entra en conflicto con el instinto de supervivencia actúa, más pronto o más tarde, para eliminar al individuo, y por tanto deja de aparecer en las generaciones futuras. Esta verdad es matemáticamente demostrable, y comprobable en todas partes. Es el imperativo eterno que controla todo lo que hacemos.

»Pero el instinto de supervivencia puede cultivarse en motivaciones más sutiles y mucho más complejas que el instinto ciego y brutal del individuo por seguir vivo. Jovencita, lo que usted llamó «su instinto moral» no es más que lo que le enseñaron sus mayores: la verdad de que la supervivencia puede tener imperativos más fuertes que los de la suya personal. La supervivencia de su familia, por ejemplo. O de sus hijos, cuando los tenga. O de su nación si seguimos ascendiendo por la escala. Una teoría científicamente comprobable de los valores morales debe estar arraigada en el instinto de supervivencia del individuo, ¡y en nada más!, y debe describir correctamente la jerarquía de supervivencia, observar las motivaciones a cada nivel y resolver todos los conflictos.

»Nosotros disponemos ahora de esa teoría, y podemos resolver cualquier problema moral a cualquier nivel. El propio interés, el deber para con la familia, el deber hacia el país, la responsabilidad hacia la raza humana… Incluso estamos desarrollando una ética exacta para las relaciones extrahumanas. Pero todos los problemas morales pueden ilustrarse con esta cita: «Ningún hombre es capaz de más amor que una gata que muere por defender a sus gatitos». Una vez comprenda usted el problema al que se enfrenta esa gata, y cómo lo resuelve, entonces podrá examinarse y descubrir hasta qué punto de la escala moral está dispuesta a subir.

»Esos delincuentes juveniles estaban en el nivel más bajo. Nacidos únicamente con el instinto de supervivencia, la moralidad mas elevada a la que llegaban era una débil lealtad hacia los grupos de sus pares, las pandillas callejeras. Pero aquellos «empeñados en hacer el bien» intentaban «apelar a sus mejores instintos» «llegar hasta ellos», «prender la chispa de su sentido moral». ¡Bobadas! Ellos no tenían «mejores instintos»; la experiencia les enseñaba que lo que hacían era su modo de sobrevivir. El cachorro jamás recibió su zurra; por tanto, lo que hacía con placer y con éxito debía de ser «moral».

»La base de toda moralidad es el deber, un concepto con la misma relación con respecto al grupo que el interés egoísta tiene con respecto al individuo. Nadie predicaba el deber a aquellos chicos de modo que pudieran entenderlo, es decir con una zurra. No obstante, la sociedad en que vivían les hablaba constantemente de sus «derechos».

»Y así los resultados hubieran podido predecirse, ya que un ser humano no tiene derechos naturales en absoluto.

Dubois había hecho una pausa. Y alguien mordió el anzuelo.

—¿Señor? ¿Qué opina entonces de lo de «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»?

—Ah, sí, «los derechos inalienables». Cada año hay alguno que cita esa poesía magnífica. ¿La «vida»? ¿Qué derecho a la vida tiene un hombre que se está ahogando en el Pacífico? El océano no se apiadará de sus gritos. ¿Qué «derecho» a la vida tiene el hombre que debe morir si ha de salvar a sus hijos? Si él prefiere salvar la suya, ¿lo hará por cuestión de «derechos»? Si dos hombres están muriéndose de hambre, y el canibalismo es la única alternativa frente a la muerte, ¿a cuál de los dos pertenece ese «derecho inalienable»? ¿Y es de verdad un «derecho»? En cuanto a la libertad, los héroes que firmaron aquel gran documento se comprometieron a comprar la libertad con su vida. La libertad jamás es inalienable; debe redimirse con regularidad con la sangre de los patriotas, o se pierde para siempre. De todos los llamados «derechos humanos naturales» que se han inventado, la libertad es el más caro, desde luego, y jamás será gratuito.

»Y respecto al tercer derecho, la «búsqueda de la felicidad», en realidad sí es inalienable, pero no un derecho; es, sencillamente, una condición universal que los tiranos no nos pueden arrebatar, ni los patriotas restaurar. Tanto si me meten en una celda como si me queman en la hoguera o me coronan rey, yo puedo seguir «buscando la felicidad» mientras mi cerebro viva; mas ni los dioses, ni los santos, ni los sabios, ni las drogas sutiles pueden asegurar que la consiga.

Entonces Dubois se volvió hacia mí:

—Dije antes que «delincuente juvenil» era una contradicción de términos. «Delincuente» significa que ha fallado en el cumplimiento del deber. Ahora bien, el deber es una virtud de adultos. En realidad, un joven sólo se hace adulto cuando adquiere un conocimiento del deber y lo abraza con afecto idéntico al amor que ha sentido por sí mismo desde que nació. Nunca hubo, ni puede haber, un «delincuente juvenil». Por otra parte, por cada criminal joven hay siempre uno o más delincuentes adultos, gentes maduras que o no conocen su deber o, conociéndolo, fallan en cumplirlo. Y ése fue el punto débil que destruyó lo que durante muchos años fuera una cultura admirable. Los gamberros que asolaban las calles eran síntomas de una grave enfermedad; sus ciudadanos (todos eran ciudadanos entonces) glorificaron su mitología de los derechos… y se olvidaron por completo de sus deberes. Ninguna nación así constituida es capaz de perdurar.

Me pregunté si el coronel Dubois habría calificado a Dillinger como criminal juvenil que merecía piedad aunque tuviéramos que librarnos de él, o como delincuente adulto que sólo merecía el desprecio.

No lo sé. Nunca lo sabría. De lo único que estaba seguro es de que nunca volvería a matar a otra niña. Eso me satisfizo. Y así me dormí.