Capítulo 7

El joven recluta es tonto…; piensa en el suicidio.

Ha perdido sus agallas; ya no tiene orgullo.

Pero día a día le llevan a patadas, y eso le ayuda un poco.

Hasta que se encuentra una mañana con un equipo adecuado y completo.

Librándose de la suciedad, librándose de la compasión.

Y acabando para siempre de hacer las cosas más o menos bien.

RUDYARD KIPLING

No voy a hablar mucho más de mi adiestramiento. La mayor parte fue simplemente trabajo, pero al fin me sentí encajado, y eso es suficiente.

Sin embargo, deseo comentar algo acerca de los trajes electrónicos, en parte porque me sentía fascinado por ellos y también porque eso fue lo que me metió en problemas. No me quejo; recibí mi merecido.

Un miembro de la Infantería Móvil vive gracias a su traje, lo mismo que un miembro del K-9 vive con y para su socio perruno. Los trajes electrónicos son los responsables de que se nos llame «infantería móvil», y no «infantería» a secas. (Claro que también son responsables la nave espacial que nos suelta sobre el terreno, y las cápsulas en las que caemos). Nuestros trajes nos proporcionan mejor vista, mejor oído, una espalda más fuerte (para llevar armas más pesadas y más municiones), mejores piernas, más inteligencia («inteligencia» en sentido militar: un hombre con ese traje puede ser tan idiota como cualquiera, sólo que más le valdrá no serlo), más potencia de tiro, mayor resistencia y menor vulnerabilidad.

Ese traje no es un traje espacial, aunque puede servir. No es primordialmente una armadura, aunque los Caballeros de la Tabla Redonda no iban tan blindados como nosotros. No es un tanque, pero un solo soldado de Infantería Móvil podría coger todo un escuadrón de tanques y destrozarlo sin ayuda de nadie, si es que alguien fuera tan idiota como para lanzar tanques contra un I.M. El traje no es una nave, pero puede volar un poco; por otra parte, ni las naves espaciales, ni las armas, pueden luchar contra un hombre que lo lleve puesto, a no ser saturando de bombas el área en que se encuentra (lo cual sería como quemar una casa para matar una mosca). Y a la inversa, nosotros podemos hacer muchas cosas que resultan imposibles para una nave, aérea, sumergible o espacial.

Hay una docena de modos distintos de originar una destrucción impersonal por completo mediante naves y misiles de uno u otro tipo, con catástrofes tan inmensas y generales que la guerra termina porque esa nación, o planeta, ha cesado de existir. Lo que hacemos nosotros es totalmente distinto. Nosotros hacemos la guerra de un modo tan personal como pudiera serlo un puñetazo en la nariz. Podemos ser muy selectivos, aplicando exactamente la cantidad necesaria de presión en el punto especifico y en el momento preciso. Por supuesto, nunca nos han dicho que bajemos y matemos a todos los pelirrojos zurdos en un área particular, mas si nos lo dijeran lo haríamos. Y lo haremos.

Nosotros somos los que vamos a un lugar en especial, a la hora H, ocupamos el terreno indicado, nos instalamos en él, sacamos al enemigo de sus agujeros y les forzamos allí mismo a rendirse o morir. Somos la infantería sanguinaria, los rudos, los soldados de a pie que van donde está el enemigo y lo capturan personalmente. Llevamos haciendo esto, con cambios en el armamento pero no en nuestro oficio, al menos desde hace cinco mil años, cuando los soldados de a pie de Sargón el Grande obligaron a los sumerios a gritar: «¡Basta!».

Tal vez puedan prescindir de nosotros algún día. Tal vez algún genio loco y miope, con la frente abombada y una mente cibernética, invente un arma capaz de bajar por un agujero, hacer salir al enemigo y obligarle a rendirse o morir, sin matar a la vez a los compañeros que se hallan prisioneros allí. No lo sé; no soy un genio. Sólo soy un I.M. Mientras tanto, y hasta que construyan una máquina que nos reemplace, mis compañeros pueden encargarse de todo ese trabajo, y yo aportaré mi granito de arena.

Tal vez algún día quede todo ordenado y arreglado, y consigamos eso que cantamos en las marchas: «Ya no tendremos que estudiar más sobre la guerra». Es posible. Es posible que ese mismo día el leopardo se vea libre de sus manchas y se convierta en una vaca de Jersey. Pero, repito: no lo sé. No soy un profesor de cosmopolítica. Sólo soy un I.M. Cuando el gobierno me envía a la guerra, voy. Mientras tanto, hago muchas prácticas.

Pero, en tanto no dispongan de una máquina para reemplazarnos, se han preocupado de inventar cosas que nos ayudan. El traje en particular.

No hay necesidad de describir su aspecto, ya que ha sido fotografiado con mucha frecuencia. Vestido con él, uno parece un gran simio de acero, con armas de tamaño gorila. (Quizá por eso cualquier sargento suele iniciar todas sus observaciones con un: «Vosotros, micos…», aunque lo más probable es que los sargentos de César utilizaran el mismo apelativo).

No obstante, los trajes son muchísimo más fuertes que un gorila. Si un I.M. vestido con él luchara con un gorila, éste resultaría muerto, aplastado, y ni el I.M. ni su traje se verían afectados en lo más mínimo.

Los «músculos», la seudomusculatura, han tenido mucha publicidad, mas el mérito está realmente en el control de toda esa potencia. Lo más genial del diseño es que uno no tiene que controlar el traje; se limita a llevarlo como la ropa corriente, como la piel. En lo que se refiere a los distintos tipos de nave hay que aprender a pilotarlas, y se necesita mucho tiempo, todo un juego distinto de reflejos, una mentalidad diferente y artificial. Incluso montar en bicicleta exige un arte adquirido, algo muy distinto de caminar, y no digamos una nave espacial… Eso nunca será para mí. Las naves espaciales son para los acróbatas, que además son buenos matemáticos.

Pero en cuanto al traje, basta con ponérselo.

Pesa unos mil kilos, quizá, con todo el equipo; sin embargo, la primera vez que te meten en uno, inmediatamente puedes caminar, correr, saltar, echarte, coger un huevo sin romperlo (se necesita un poco de práctica, pero todo mejora con la práctica), bailar una jiga (si es que uno sabe bailarla, quiero decir sin el traje) y saltar sobre la casa contigua y aterrizar como una pluma.

El secreto está en la retroacción negativa y la amplificación.

No me pidan que les dibuje todos los circuitos de un traje; no puedo. No obstante, sé que hay violinistas magníficos, solistas de concierto, que tampoco son capaces de hacer un violín. Puedo encargarme del cuidado del traje en tierra, y de sus reparaciones en campaña, y comprobar los trescientos cuarenta y siete pasos, desde «frío» a «dispuesto a llevar», y eso es todo lo que se espera de un estúpido I.M. Pero si mi traje se estropea de verdad, lo que hago es llamar al médico, un doctor en ciencias (ingeniería electromecánica) que figura entre el personal de las naves, por lo general un teniente (léase «capitán» entre nosotros), formando parte de la compañía de la nave transporte de tropas, o que, para su desgracia, ha sido asignado a un cuartel general del regimiento en el Campamento Currie, un destino peor que la muerte para uno de la marina espacial.

Con todo, si realmente está usted interesado en las impresiones, estéreos y esquemática de la fisiología del traje, puede encontrar la mayoría de las respuestas, la parte no clasificada, en cualquier biblioteca pública de buen tamaño. En cuanto a la parte clasificada, puede acudir a un agente enemigo de confianza, y digo «de confianza» porque los espías son bastante pillos. A lo mejor, sólo le cuentan lo que usted podría averiguar gratis en la biblioteca.

Pero he aquí cómo funciona, exceptuando el diagrama. La parte interior del traje es una masa de receptores de presión, cientos de ellos. Se aprieta un botón con el dedo, el traje recibe la presión, la amplifica, y empuja a la vez para tomar la presión de todos los receptores que dieron la orden de apretar. Parece confuso, pero la retroacción negativa resulta siempre confusa la primera vez, aunque el cuerpo lo ha estado haciendo inconscientemente desde que uno dejó de patear como un bebé. Los niños aún lo están aprendiendo, por eso son tan torpes. Los adolescentes y adultos lo hacen sin saber cómo lo aprendieron, y un hombre con la enfermedad de Parkinson no puede hacerlo por tener estropeados los circuitos.

El traje está dotado de retroacción, lo que significa que se adapta a cualquier movimiento que uno haga, si bien con mucha más fuerza.

Fuerza controlada, y controlada sin que uno tenga que pensar en ella. Se da un salto y ese traje tan pesado salta, pero más alto de lo que uno podría saltar. Se pega un salto mayor aún, y los propulsores del traje entran en acción, amplificando lo que hicieron los «músculos» de las piernas y dando un impulso de tres propulsores, cuyo eje de presión pasa por el centro de masa del usuario. De modo que saltas sobre la casa que está ante ti. Y te hace bajar con la misma rapidez con la que subiste, porque el traje advierte tu proximidad al punto de bajada (una especie de radar sencillo, similar a un fusible de proximidad) y por tanto corta los propulsores de nuevo, justo en la cantidad adecuada para ayudar al aterrizaje sin que uno tenga que pensar en ello.

Y ésa es la belleza de un traje electrónico, el no haber de pensar en él. No hay que conducirlo, ni hacerlo volar, ni dirigirlo; uno se limita a llevarlo y él recibe las órdenes directamente de los músculos y hace por su usuario lo que los músculos de éste tratan de hacer. Eso deja la mente libre para manejar las armas y observar lo que pasa en torno, lo cual es de suprema importancia para un soldado de infantería que desea morir en la cama. Si a éste se le carga con una serie de aparatos que está obligado a vigilar, cualquiera equipado con algo mucho más sencillo —digamos un hacha de piedra— se le echará encima y le romperá la cabeza mientras él esté tratando de leer un cuadrante.

Los «ojos» y «oídos» están dispuestos para ayudar sin necesidad de que se les preste atención. Digamos que uno tiene tres audiocircuitos, comunes en un traje de merodeador. El control de frecuencia para mantener la seguridad táctica es muy complejo, con al menos dos frecuencias por cada circuito, las dos necesarias para cualquier señal; cada una de ellas oscila bajo el control de un reloj de cesio, conectado al microsegundo con el otro extremo, pero ése no es problema para el que lleva el traje. Si uno desea el circuito A con el jefe de su escuadra, da un mordisco; si quiere el circuito B, da dos, etc. El micro está colocado en la garganta, los audífonos en los oídos y no pueden fallar, así que sólo hay que hablar. Aparte de esto, los micrófonos exteriores, a cada lado del casco, dan la lectura biauricular del ambiente inmediato, lo mismo que si uno llevara la cabeza desnuda, o bien se pueden anular todos los ruidos del exterior que molesten —a fin de no perderse lo que dice el jefe de patrulla— moviendo simplemente la cabeza.

Como la cabeza es la única parte del cuerpo que no está involucrada en los receptores de presión que controlan los músculos del traje, se usa la cabeza (la mandíbula, la barbilla, el cuello) para conectar cuanto necesita, lo cual deja las manos libres para luchar. Una placa en la barbilla maneja toda la información visual, al igual que la mandíbula conecta los mandos del audio. Toda la información se lee en una pantalla delante de la frente, y ahí ve uno todo lo que está ocurriendo por arriba y por detrás de él. Ese enorme casco procura cierta semejanza con un gorila hidrocéfalo, mas, con suerte, el enemigo no vivirá lo suficiente para sentirse ofendido por ese aspecto, y es una disposición muy conveniente ya que permite ir pasando de una a otra información por radar con mayor rapidez que se cambia de canal para evitar los anuncios, captar una distancia, localizar al jefe, comprobar los dos flancos, y prácticamente todo.

Si uno agita la cabeza como un caballo al que le molesta una mosca, los visores infrarrojos se suben a la frente; basta con volver a agitarla y se bajan. Si se suelta el lanzador de bombas, el traje lo retiene hasta que uno lo necesita otra vez. No hace falta mencionar los turnos de aprovisionamiento de agua o de aire, los girostatos, etc, ya que el fin de todos estos aparatos es el mismo: dejar libertad para que uno ejecute su tarea: matar.

Por supuesto, todo requiere práctica, y uno sigue practicando hasta que la elección del circuito adecuado resulta algo tan automático como cepillarse los dientes. Con todo, el hecho de llevar el traje y de moverse con él, casi no requiere adiestramiento. Si se practican los saltos porque, aunque uno lo hace de modo totalmente natural, llega con ello a saltar más alto, más aprisa, a mayor distancia y durante más tiempo. Esto último supone un nuevo enfoque: Los segundos en el aire pueden utilizarse, pues los segundos son joyas inapreciables en un combate. Mientras uno se halla sobre el terreno en pleno salto, puede obtener la situación y distancia, elegir un blanco, hablar y escuchar, disparar un arma, volver a cargar, decidir saltar de nuevo sin caer en tierra, y anular el automático para utilizar los propulsores otra vez. Todo eso puede hacerse durante un salto, a fuerza de práctica.

No obstante, en general, el traje electrónico no requiere práctica; sencillamente, él lo hace todo por ti. Como lo haría uno mismo, pero mejor. Todo menos una cosa: no puedes rascarte donde te pica. Si alguna vez encuentro un traje que me permita rascarme entre las paletillas, me casaré con él.

Hay tres tipos principales de trajes I.M.: de merodeador, de comando y de explorador. Estos últimos son muy rápidos y de largo alcance, pero con poco armamento. Los trajes de comando son más pesados, con mayor potencia de marcha y de salto, y tienen el triple que los demás en cuanto a mecanismo de comunicación y radar, y un rastreador y contador de bajas que actúa por inercia. Los de merodeador son para esos chicos de mirada adormilada…, los verdugos.

Creo que ya he explicado que me enamoré de mi traje electrónico, aun cuando en la primera prueba me disloqué un hombro. A partir de entonces, cualquier día en que mi sección obtenía permiso para practicar con los trajes, era una fiesta para mí. El día en que sufrí el accidente yo actuaba como jefe de sección, sin serlo, armado con cohetes de bomba A simulados para utilizarlos en un simulacro de oscuridad contra un simulacro de ataque del enemigo. Ese era el problema, todo era un simulacro, pero uno había de actuar como si todo fuera auténtico.

Estábamos retirándonos, «avanzando hacia la retaguardia» quiero decir, cuando uno de los instructores le cortó la energía a uno de mis hombres por radio control, haciendo de él una baja indefensa. De acuerdo con las ordenanzas de la Infantería Móvil, yo ordené su recogida, sintiéndome muy satisfecho de haber lanzado esa orden antes de que mi número dos interviniera para decirlo, y me dediqué luego a lo que tenía que hacer, que era tirar una falsa bomba atómica para desanimar al supuesto enemigo que nos estaba dominando.

Nuestro flanco se movía de un lado a otro, y se suponía que yo había de disparar en diagonal, dejando espacio suficiente para proteger a mis hombres de la explosión, pero apuntando con la exactitud precisa para tumbar a los otros. Con toda rapidez, desde luego. Los movimientos sobre el terreno, y el problema en sí, se habían discutido por anticipado. Todavía éramos novatos, de modo que las únicas variaciones posibles serían las supuestas bajas.

Las normas me exigían que localizara exactamente, mediante la señal del radar, a mis hombres, a los cuales podría afectar la explosión. Pero todo tenía que hacerse a toda prisa, y yo no era sobresaliente en lectura de aquel radar diminuto. Fallé sólo un contacto, me subí los visores y miré con los ojos desnudos y a la luz del sol. Tenía mucho sitio. ¡Caray! Si hasta veía al único hombre afectado, a cosa de un kilómetro de distancia, y todo lo que yo tenía era una pequeña bomba H.E. sin otra función que despedir mucho humo y poco más… De modo que elegí un punto a ojo, cogí el lanzador de cohetes y lo dejé volar.

Entonces me alejé a paso ligero creyéndome muy listo. No había perdido ni un segundo.

Y me cortaron la energía en el aire. Eso no lastima… es una acción retardada, que acaba en el aterrizaje. Caí en tierra y allí me quedé, medio en cuclillas, sostenido por los girostatos pero incapaz de moverme. Nadie puede hacer un movimiento cuando está envuelto en una tonelada de metal y le han cortado la energía.

En cambio, empecé a soltar maldiciones. Jamás había pensado que harían de mí una baja cuando se suponía que yo estaba dirigiendo el asunto. Hubo tacos y demás comentarios.

Debería haber sabido que el sargento Zim actuaba como monitor del jefe de sección. Cayó sobre mí a paso ligero y me habló en privado, cara a cara. Me sugirió que debía dedicarme a barrer los suelos, ya que era demasiado estúpido, torpe y descuidado para lavar los platos sucios. Habló de mi pasado y de mi probable futuro, y de muchas otras cosas que yo no deseaba oír. Terminó diciendo con voz fría:

—¿Te gustaría que el coronel Dubois viera lo que has hecho? Entonces me dejó. Esperé allí, encogido, durante dos horas hasta que acabó el ejercicio. El traje, que antes me resultaba ligero como una pluma, las auténticas botas de siete leguas, me parecía ahora una apisonadora. Al fin volvió a recogerme, me conectó de nuevo la energía y ambos fuimos a toda velocidad al cuartel general del batallón.

El capitán Frankel me dijo menos, pero me hizo más daño. Después hizo una pausa y preguntó con esa voz monótona que utilizan los oficiales cuando citan el reglamento:

—Puede solicitar un juicio en consejo de guerra si lo desea. ¿Qué dice?

Tragué saliva y respondí:

—¡No señor!

Hasta ese momento no había comprendido hasta qué punto me había metido en un lío. El capitán Frankel pareció relajarse ligeramente:

—Entonces veremos qué tiene que decir el oficial al mando del regimiento. Sargento, escolte al prisionero.

Nos dirigimos rápidamente al cuartel general del regimiento y por primera vez vi cara a cara al oficial al mando. Para entonces ya estaba seguro de que iba a ir a juicio, pasara lo que pasara, pero recordaba muy bien lo que le ocurrió a Ted Hendrick por hablar. De modo que no dije nada.

El mayor Malloy sólo me dirigió un total de cinco palabras. Después de oír al sargento Zim, dijo tres:

—¿Es eso cierto?

Yo respondí con un «Sí, señor», y ahí terminó mi actuación. Entonces el mayor Malloy preguntó al capitán Frankel:

—¿Hay alguna posibilidad de mejorar a este hombre?

—Eso creo, señor —dijo el capitán Frankel.

—Entonces probaremos con un castigo —dijo el mayor Malloy. Se volvió hacia mí y añadió:

—Cinco latigazos.

Bien, desde luego no me hicieron esperar. Quince minutos después el doctor había comprobado ya a fondo el estado de mi corazón, y el sargento de guardia me colocaba esa camisa especial que pueden retirar sin sacarla por los brazos, es decir con una cremallera que baja desde el cuello hasta las manos. Acababa de sonar la llamada a revista, y yo me sentía como ausente de todo ello, algo que, según he descubierto, es un modo de estar muerto de miedo. La alucinación de una pesadilla.

Zim entró en la tienda de guardia justo al terminar la llamada. Miró al sargento de guardia —el cabo Jones— y éste salió. Zim se acercó a mí, me metió algo en la mano y murmuró:

—Muérdelo, que eso ayuda. Yo lo sé.

Era un bocado de goma, como el que solíamos ponernos para evitar los dientes rotos en los ejercicios de combate cuerpo a cuerpo. Se fue. Me lo metí en la boca. Luego me pusieron las esposas y salimos.

Leyeron la orden: «… en un simulacro de combate, grave negligencia que, en acción, habría causado la muerte de un compañero de equipo», y entonces me quitaron la camisa y me colgaron.

Ahora bien, es muy curioso: los azotes no son tan duros de aceptar como de ver. No quiero decir que sea un dulce. Me dolió más de lo que nada me doliera en la vida, y la espera entre los golpes es aún peor que los golpes en sí. Pero el bocado de goma me ayudó, y el único grito que solté no llegó a oírse.

Y otra cosa curiosa: nadie me lo mencionó, ni siquiera los compañeros. Por cuanto pude ver, Zim y los instructores me trataron después exactamente igual que antes. Desde el instante en que el doctor me pintó con algo las señales y me dijo que volviera al servicio, todo quedó olvidado. Incluso conseguí cenar un poco esa noche, y simular que tomaba parte en la charla general de la mesa.

Algo más acerca de esos castigos administrativos: no hay una mala nota permanente. Esos informes se destruyen al final del adiestramiento, y uno sale completamente limpio. Lo único que queda es lo que duele más.

Que uno no lo olvida.