Lo que obtenemos por poco precio lo estimamos con demasiada ligereza…
Sería extraño en realidad que algo tan excelente como la LIBERTAD
no fuera tan caro.
Thomas Paine
La noche siguiente a la expulsión de Hendrick sufrí la mayor depresión durante mi estancia en el Campamento Currie. No podía dormir, y uno tiene que haber vivido en un campamento del ejército para comprender lo mal que ha de sentirse un recluta para que le ocurra eso. Sin embargo, no había hecho ejercicio en todo el día, de modo que no estaba físicamente cansado, y el hombro me dolía todavía, aunque me hubieran declarado apto para el servicio, y tenía aquella carta de mi madre en la cabeza, y cada vez que cerraba los ojos oía el «crack» del latigazo y veía a Ted lanzarse contra el poste.
No me deprimía el haber perdido las sardinetas. Eso ya no me importaba lo más mínimo porque estaba dispuesto a presentar la renuncia; decidido a hacerlo en realidad. De no haber ocurrido todo a medianoche, cuando no disponía de papel y pluma, lo habría hecho allí mismo.
Ted había cometido un gran error, de una duración de medio segundo. Y realmente había sido sólo un error porque, aunque odiaba la tropa (¿a quién le gustaba?), había estado tratando de ganarse a pulso sus privilegios políticos. Deseaba entrar en la política. Con frecuencia nos decía:
—Cuando consiga la ciudadanía, habrá algunos cambios. Esperad y veréis.
Bien, nunca ocuparía un cargo público. Se había despistado un solo instante y estaba acabado.
Si le había ocurrido a él, todavía podía ocurrirme a mí. ¿Y si yo cometía un error, al día siguiente o a la semana siguiente…? Ni siquiera me permitirían renunciar. Me azotarían a golpe de tambor.
Había llegado el momento de admitir que yo estaba equivocado, y que papá tenía razón; el momento de presentar aquel pedacito de papel, largarme a casa y decirle a mi padre que estaba dispuesto a ir a Harvard y a empezar después a trabajar en el negocio, si aún me lo permitía. El momento de ver al sargento Zim a primera hora de la mañana y decirle que ya estaba harto. Pero no hasta mañana, porque uno no despierta al sargento Zim a no ser por algo que con toda seguridad él deba considerar una emergencia. Créanme ¡no se le despierta! No al sargento Zim.
El sargento Zim…
Me preocupaba tanto como el caso de Ted. Una vez acabó el consejo de guerra y se llevaron a Ted, el sargento se había quedado en el despacho y preguntado al capitán Frankel:
—¿Puedo hablar con el oficial al mando del batallón, señor?
—Desde luego. Me proponía pedirle que se quedara para decirle unas palabras. Siéntese.
Zim me señaló con un gesto, el capitán me miró y no tuvieron que decirme que saliera. Me largué a toda prisa. Pero no había nadie en la oficina exterior, sólo un par de empleados civiles. No me atrevía a salir de allí por si el capitán me llamaba. Así que cogí una silla y me senté.
Les oía hablar a través de la partición en la que apoyaba la cabeza. El cuartel general era un edificio más que una tienda, ya que albergaba el equipo de comunicación y grabación de modo permanente, pero era lo mínimo, un barracón. Las particiones interiores no servían de nada. Dudo que los civiles les oyeran, pues ambos llevaban audífonos de trascripción y estaban inclinados sobre sus máquinas. Además, no me importaban ellos. Yo no pretendía espiar. Bueno, quizá sí.
Zim dijo:
—Señor, solicito ser transferido a un equipo de combate.
Frankel respondió:
—No le oigo, Charlie. El oído enfermo me molesta otra vez.
—Hablo completamente en serio, señor. Este no es mi tipo de servicio.
—Deje de venir a llorar por sus problemas, sargento —repuso Frankel, malhumorado—. Al menos espere hasta que hayamos acabado con los asuntos de rutina. ¿Qué diablos sucedió?
—Mi capitán, ese chico no se merece diez latigazos.
—Claro que no. Usted sabe quién cometió el error, y yo también.
—Sí, señor.
—¿Entonces? Usted sabe mejor que yo que, en esta etapa, estos chicos son como animales salvajes. Sabe cuándo puede volverles la espalda sin correr riesgos y cuándo no. Conoce las reglas y las ordenanzas sobre el artículo nueve mil ochenta, y nunca debe darles la oportunidad de violarlo. Por supuesto, algunos lo intentarán, si no fueran agresivos, no serían buen material para la Infantería Móvil. Son dóciles cuando están formados, y es bastante seguro darles la espalda cuando están comiendo o durmiendo, o sentados sobre el trasero en una conferencia. Pero sáquelos al campo en maniobras de combate, o algo que les lance a la acción rebosantes de adrenalina, y son tan explosivos como un montón de fulminato de mercurio. Eso lo sabe, todos los instructores lo saben. Y están adiestrados para ello; adiestrados para observarlo, adiestrados para reconocerlo antes de que ocurra. Explíqueme cómo es posible que un recluta no adiestrado le pusiera un ojo morado. Ese chico nunca debió ponerle la mano encima; usted debió dejarle inconsciente al comprender que iba a hacerlo. De modo que ¿por qué no reaccionó inmediatamente? ¿Se está ablandando acaso?
—No lo sé —contestó Zim lentamente—. Supongo que es así.
—Hum… Si eso es cierto, un equipo de combate es el último lugar para usted. Pero no es cierto. O no lo era la última vez que usted y yo salimos juntos hace tres días. Entonces, ¿qué pasó?
Zim fue lento en responder:
—Creo que lo había calificado mentalmente como uno de los seguros.
—Esos no existen.
—Sí, señor. Pero era tan responsable, estaba tan tercamente decidido a conseguirlo como fuera… (no tenía aptitudes, pero seguía intentándolo) que sin duda lo juzgué así inconscientemente. —Zim guardó silencio; luego añadió—: Supongo que le apreciaba.
—Un instructor no puede permitirse apreciar a uno de sus hombres.
—Lo sé, señor. Pero les aprecio. Son un grupo estupendo. A estas alturas ya nos hemos librado de los auténticos inútiles. El único problema de Hendrick, aparte de su torpeza, es que creía saber todas las respuestas. Eso no me importaba; también yo creía saberlas a su edad. Los inútiles se han ido a casa, y los que quedan están ansiosos, decididos a dar gusto, y son rápidos…, tan encantadores como una camada de cachorros. Muchos serán buenos soldados.
—De modo que ése fue el punto débil. Que el chico le gustaba. Y por eso no consiguió detenerle a tiempo. Y él ha terminado con un consejo de guerra, los latigazos y la expulsión. Encantador.
—Ojalá hubiera podido recibir yo personalmente esos azotes, señor —dijo Zim ansiosamente.
—Tendrá que esperar su turno, pues yo soy su superior. ¿Qué cree que he estado deseando durante la última hora? ¿Qué cree que temí desde el momento en que le vi entrar aquí con un ojo morado? Hice todo lo posible por quitármelo de encima con un castigo administrativo, y el muy estúpido no me dejaba en paz. Sin embargo, nunca pensé que sería lo bastante loco como para chillar que le había atacado. Es un imbécil, y usted debía haberlo sacado de aquí hace semanas en vez de mimarle hasta que se metiera en problemas. Pero me lo dijo a gritos y delante de testigos, obligándome a tomar nota oficialmente…, y eso acabó con nosotros. Ya no había modo de eliminarlo de los informes, ni modo de evitar el consejo de guerra. Sólo podíamos seguir adelante, tomarnos la medicina y acabar con un civil más, que estará contra nosotros el resto de su vida. Porque un hombre así tiene que ser azotado; ni usted ni yo podemos aceptar el castigo por él, aunque la culpa sea nuestra. Porque el regimiento debe ver lo que ocurre cuando se viola el artículo nueve mil ochenta. Es culpa nuestra, mas el castigo lo recibe él.
—Culpa mía, capitán. Por eso quiero que me transfieran. Señor, creo que es mejor para el equipo.
—¿Sí, eh? Pues yo decido lo que es mejor para mi batallón y no usted, sargento. Charlie, ¿quién cree que sacó su nombre del sombrero? ¿Y por qué? Acuérdese de hace doce años. Era un cabo, ¿se acuerda? ¿Dónde estaba?
—Aquí, como usted sabe muy bien, capitán. Exactamente aquí, en esta pradera olvidada de Dios… ¡Y ojalá nunca hubiera vuelto a ella!
—Eso querríamos todos. Pero da la casualidad de que es el trabajo más importante y más delicado del ejército: convertir a esos cachorros mimados en soldados. ¿Quién era el crío más mimado de su sección?
—Hum… —contestó Zim lentamente—. No me atrevería a decir que usted fue el peor, capitán.
—¿No se atreve, eh? Pues tendría que pensar mucho para nombrar a otro candidato. Yo le odiaba a muerte, «cabo Zim».
Este pareció sorprendido y algo dolido.
—¿De verdad, capitán? Pues yo no le odiaba. Le apreciaba más bien.
—¿Sí? Bien, el odio es otro lujo que un instructor jamás puede permitirse. No debemos odiarles, ni debemos apreciarles. Debemos enseñarles. Pero si usted me apreciaba entonces…, ¡vaya!, creo recordar que tenía un modo muy raro de demostrarlo. ¿Todavía me aprecia? No, no me conteste. No me importa la respuesta o, mejor dicho, no quiero saberla, sea cual sea. Dejémoslo. Yo le despreciaba entonces, y soñaba con hallar el modo de atacarle. No obstante, usted siempre estaba alerta y jamás me dio la oportunidad de verme en un consejo de guerra por el nueve mil ochenta. Por eso sigo aquí, gracias a usted. Y ahora, en cuanto a su petición…, usted solía repetir mucho una orden que me dio una y otra vez cuando yo era un recluta. Tanto que llegué a odiarla más que cualquier otra cosa de las que usted decía o hacía. ¿Lo recuerda? Yo sí, y ahora se la devuelvo: «Soldado, ¡cierre el pico y actúe como un militar!».
—Sí, señor.
—No se vaya aún. Todo este asunto no ha sido una pérdida total. Cualquier regimiento de reclutas necesita una buena lección sobre el significado del nueve cero ocho cero, como ambos sabemos. Aún no han aprendido a pensar, no quieren leer y pocas veces escuchan…, pero sí ven, y la desgracia del joven Hendrick tal vez salve algún día a uno de sus compañeros de ser colgado por el cuello hasta que muera. Sin embargo lamento que esa lección objetiva tuviera que ocurrir en mi batallón, y desde luego me propongo que este batallón no nos dé otra ocasión semejante. Reúna a sus instructores y hábleles. Durante veinticuatro horas, esos chicos estarán en estado de shock. Luego se pondrán melancólicos, y la tensión irá creciendo. Hacia el jueves o viernes algún chico que está a punto de largarse de todos modos empezará a pensar en el hecho de que Hendrick no fue tan castigado al fin y al cabo, que ni siquiera recibió el número de latigazos que se aplican por conducir borracho…, y tal vez imagine que vale la pena atacar al instructor que más odia. Sargento ¡ese golpe jamás ha de darse! ¿Me entiende?
—Sí, señor.
—Quiero que los instructores sean diez veces más prudentes que hasta ahora. Quiero que mantengan las distancias. Quiero que tengan ojos en la nuca, que estén tan alertas como un ratón en una jaula de gatos. Bronski…, dígale unas palabras a Bronski. Tiene tendencia a confraternizar.
—Le pondré en su sitio, señor.
—Cuídese de hacerlo. Porque al próximo chico que se engalle hay que dejarlo inconsciente, no darle un golpecito como hoy. Ha de caer inconsciente, y el instructor tiene que hacerlo antes de que el otro llegue a tocarle, o acabaré con él por incompetente. Que sepan eso. Han de demostrar a esos chicos que no sólo resulta caro, sino imposible, violar el artículo nueve mil ochenta. Que incluso el hecho de intentarlo les cuesta un puñetazo, un cubo de agua en la cara, una mandíbula rota… y nada más.
—Sí, señor. Así se hará.
—Más vale. Porque no sólo degradaré al instructor que se descuide, sino que personalmente me lo llevaré a la pradera y le atizaré a gusto, ya que no quiero a otro de mis muchachos colgado en el poste de los azotes por dejadez de los profesores. Retírese.
—Sí, señor. Buenas tardes, mi capitán.
—¿Qué hay de bueno en esta tarde? Ah, Charlie…
—¿Sí, señor?
—Si no está demasiado ocupado esta noche, ¿por qué no se trae las zapatillas y los guantes a la sala de oficiales y «danzamos» un poco? Digamos hacia las ocho.
—Sí, señor.
—No es una orden, es una invitación. Si realmente se está ablandando, a lo mejor puedo quitarle las insignias de una patada.
—¿Le gustaría apostar algo, mi capitán?
—¿Cómo? ¿Sentado siempre aquí, ante la mesa, y ya con barriga por no moverme de la silla? ¡Claro que no! A menos que usted esté dispuesto a luchar con un pie metido en un cubo de cemento. En serio, Charlie, hemos tenido un día asqueroso, y aún será peor antes de que termine. Si usted y yo sudamos un poco y nos damos unos cuantos golpes, tal vez podamos dormir esta noche a pesar de todos esos críos mimados por sus madres.
—Estaré allí, mi capitán. No cene demasiado. He de resolver un par de cosas por mí mismo.
—No voy a cenar. Voy a seguir sentado aquí y a sudar este informe que el oficial al mando del regimiento desea ver después de cenar y que alguien, cuyo nombre no quiero mencionar, me ha retrasado ya dos horas. De modo que tal vez llegue un poco tarde a nuestra sesión de baile. Váyase ahora, Charlie, y no me moleste más. Hasta luego.
El sargento Zim salió tan bruscamente que apenas tuve tiempo de inclinarme a atarme un zapato para estar fuera de la vista, tras el archivo, cuando él pasó por la oficina exterior. El capitán Frankel gritaba ya:
—¡Oficial de día! ¡Oficial! ¡OFICIAL! ¿Es que tengo que llamarle tres veces? ¿Cómo se llama? Pues asígnese una hora de trabajo extra, con el equipo completo. Busque a los oficiales al mando de las compañías E, F y G con mis saludos. Quiero verles antes de la revista. Después vaya a mi tienda y tráigame un uniforme de gala limpio: gorro, armas de cinto, zapatos, cintas…, pero no medallas. Déjemelo aquí. Luego acuda a la enfermería. Si es capaz de rascarse con ese brazo, como le he visto hacerlo, no puede tener tan mal el hombro. Dispone de treinta minutos antes de la llamada a los enfermos. ¡A paso ligero, soldado!
Conseguí hacerlo pescando a dos de ellos en las duchas de los instructores (un oficial de día puede ir donde sea) y al tercero en su mesa. Las órdenes que le dan a uno no son imposibles, sólo lo parecen porque casi lo son. Estaba preparando el uniforme de revista del capitán Frankel cuando sonó la llamada a los enfermos. Sin alzar la vista gruñó: «Deje este trabajo extra. Retírese», así que llegué a mi tienda justo a tiempo de que me castigaran por «Uniforme desastrado. Dos puntos», y ver los últimos y lastimosos minutos de Ted Hendrick en la Infantería Móvil.
Por eso tuve mucho en qué pensar mientras yacía despierto esa noche. Sabía que el sargento Zim trabajaba intensamente, pero jamás se me había ocurrido que pudiera no estar muy orgulloso y satisfecho de sí mismo con lo que hacía. Parecía tan altanero, tan seguro de sí, tan en paz con el mundo y consigo mismo…
La idea de que aquel robot invencible creyera que había fallado y se sintiera tan profunda y personalmente avergonzado que deseara escapar y ocultar su rostro entre desconocidos, dando como excusa que su marcha sería «mejor para el equipo», me había trastornado tanto, y en cierto modo incluso más, como ver azotar a Ted.
Y que el capitán Frankel estuviera de acuerdo con él, en cuanto a la gravedad del fallo, quiero decir, y que aún echara sal en la herida… ¡Vaya, vaya, vaya! Los sargentos no reciben las broncas. Las dan. Es ley de naturaleza.
Pero tuve que admitir que lo que el sargento Zim había tenido que oír y tragarse era tan humillante y tan degradante que cualquier cosa que nos dijera un sargento parecía, en comparación, una canción romántica. Y sin embargo, el capitán ni siquiera había alzado la voz.
Todo el incidente era tan ridículamente imposible que jamás sentí siquiera la tentación de mencionárselo a alguien.
Y el mismo capitán Frankel… A los oficiales no los veíamos muy a menudo. Aparecían para la revista de la tarde, llegando en el último momento y sin hacer nada que supusiera un trabajo duro. Nos inspeccionaban una vez a la semana, haciendo comentarios en privado a los sargentos; comentarios que, invariablemente, implicaban molestias para alguien, no para ellos desde luego. Y decidían cada semana qué compañía había ganado el honor de llevar los colores del regimiento. Aparte de eso aparecían de vez en cuando para una inspección por sorpresa, planchados, inmaculados, remotos y oliendo débilmente a colonia desaparecían otra vez.
Claro, uno o dos nos acompañaban siempre en las marchas, y en dos ocasiones el capitán Frankel había demostrado su virtuosismo en el boxeo francés. Pero los oficiales no trabajaban, no hacían un auténtico trabajo, ni tenían preocupaciones, porque los sargentos estaban por debajo de ellos, no por encima de ellos.
Sin embargo, al parecer el capitán Frankel trabajaba tanto que perdía algunas comidas, estaba tan ocupado con una cosa u otra que se quejaba de falta de ejercicio, y había de dedicar su tiempo libre a sudar un poco.
En cuanto a preocupaciones, debo decir honradamente que parecía más trastornado por lo ocurrido con Hendrick que el mismo Zim. Sin embargo, no conocía a Hendrick ni de vista; se había visto obligado a preguntarle su nombre.
Tuve la molesta impresión de que yo había estado completamente equivocado en cuanto a la naturaleza misma del mundo en que vivía, como si todas sus partes fueran distintas de lo que parecían ser, como si uno descubriera que su propia madre no era la que siempre había visto, sino una desconocida con una máscara de goma.
Ahora bien, yo estaba seguro de una cosa: no quería averiguar qué era exactamente la Infantería Móvil. Si era tan dura que incluso los semidioses sargentos y oficiales se sentían desgraciados en ella, ¡desde luego era demasiado dura para Johnnie! ¿(Cómo evitar cometer errores en algo que uno ni siquiera entiende? Yo no quería que me colgaran del cuello hasta que muriese. Ni siquiera quería correr el riesgo de ser azotado, aunque siempre haya un médico presente para asegurarse de que no se hace daño permanente. Nadie de nuestra familia había sido azotado jamás (a excepción de unos golpecitos en el colegio, por supuesto, lo cual no es exactamente lo mismo). No había criminales en nuestra familia, ni por el lado materno ni por el paterno, nadie acusado de un crimen. Éramos una familia orgullosa; lo único que nos faltaba era la ciudadanía, y papá no consideraba eso como un auténtico honor, sino como algo vano e inútil. Pero si yo era azotado…, probablemente él sufriría un ataque.
Y sin embargo, Hendrick no había hecho nada que yo no hubiera pensado hacer mil veces. ¿Por qué no lo había hecho? Por timidez, supongo. Sabía que cualquiera de aquellos instructores podía acabar conmigo, de modo que había cerrado la boca y jamás lo había intentado. No tienes valor, Johnnie. Por lo menos Ted Hendrick sí había tenido agallas. Yo no, y un hombre sin agallas no sirve para el ejército, desde luego.
Aparte de eso, el capitán Frankel ni siquiera había aceptado que fuera culpa de Ted. Aunque yo no violara el nueve cero ocho cero por falta de agallas, ¿quién me aseguraba que no cometería otro día otra falta —que no fuese culpa mía— acabando de todos modos colgado en el poste de los azotes?
Es hora de irte, Johnnie, mientras aún tienes tiempo.
La carta de mi madre vino a confirmar mi decisión. Había podido endurecer mi corazón contra mis padres mientras éstos me rechazaban, pero ahora que empezaban a ablandarse no podía soportarlo. O al menos mamá se ablandaba. Así, me había escrito:
…aunque lo sienta debo decirte que tu padre todavía no permite que se mencione tu nombre. Pero, querido mío, ése es su modo de lamentarlo, ya que él no puede llorar. Debes entender, pequeño, que tu padre te ama más que a su vida, más que a mí, y que le has herido profundamente. Les dice a todos que ya eres un adulto capaz de tomar tus propias decisiones, y que se siente orgulloso de ti. Mas es su orgullo el que habla, el amargo dolor de un hombre orgulloso al que ha herido muy hondo en su corazón el ser que más ama. Debes entender, Johnnie, que él no habla de ti ni te ha escrito porque no puede. Todavía no, por lo menos hasta que su dolor sea soportable. Cuando eso ocurra yo lo sabré, y entonces intercederé por ti, y todos estaremos juntos otra vez.
En cuanto a mí, ¿cómo puede enojarse una madre por algo que haga su pequeñín? Claro que me haces sufrir, pero no por eso te quiero menos. Estés donde estés, y hagas lo que quieras hacer, siempre serás mi pequeñín, el que se hace daño en una rodilla y viene corriendo a mi regazo para que le consuele. Mi regazo se ha hecho más pequeño o quizá tú hayas crecido (aunque yo no lo he creído nunca); sin embargo, mis brazos te estarán esperando siempre que los necesites. Los niños pequeños nunca dejan de necesitar el regazo de su madre, ¿verdad, cariño? Espero que no. Espero que me escribas y me lo digas.
Sin embargo, debo añadir que, en vista del tiempo terriblemente largo que hace que no has escrito, será sin duda mejor (a menos que yo te haga saber lo contrario) que dirijas las cartas que me escribas a casa de tía Eleonora. Ella me las remitirá en seguida, sin originar más problemas. ¿Lo entiendes?
Mil besos a mi nene.
Tu MADRE
Claro que lo entendía, y muy bien. Y si mi padre no podía llorar, yo sí. Y lloré.
Al fin logré dormirme, e inmediatamente me despertó una alerta. Corrimos todos al área de bombardeo, todo el regimiento, e hicimos un simulacro de ataque, sin municiones. Por otra parte, llevábamos el equipo completo, no acorazado, incluidos los audífonos, y apenas nos habíamos desplegado cuando llegó la orden de que nos congeláramos.
Aguantamos aquella congelación al menos una hora, y la aguantamos respirando apenas. Hasta un ratoncito que pasara de puntillas habría podido oírse. Algo sí pasó y por encima de mí, un coyote, creo. Ni parpadeé. Pasamos un frío terrible aguantando aquella congelación, pero no me importó. Sabía que era la última.
Ni siquiera oí el toque de diana al día siguiente; por primera vez en muchas semanas me tiraron del saco de dormir, y casi no llegué a la formación para los ejercicios de la mañana. De todos modos, no tenía por qué presentar la renuncia antes del desayuno, ya que, en primer lugar, había de hablar con Zim. Pero éste no apareció en el desayuno. Pedí permiso a Bronski para ir a ver al oficial al mando de la compañía y me dijo: «Claro. Como quieras», sin preguntarme por qué.
Pero no se puede ver a un hombre que no está. Iniciamos una marcha después del desayuno, y yo aún no le había echado la vista encima. Fue ida y vuelta, y nos llevaron el almuerzo en helicóptero, un lujo inesperado. El que se olvidaran de darnos las raciones de campaña antes de la marcha significaba, por lo general, morirse de hambre, a no ser que uno hubiera cogido algo por su cuenta, y yo no había cogido nada. Tenía demasiadas cosas en qué pensar.
El sargento Zim vino con las raciones y nos llamó para entregarnos el correo allí mismo, lo que no era un lujo inesperado. Diré esto en favor de la Infantería Móvil: pueden quitarte la comida, el agua, el sueño o lo que sea, sin previo aviso, pero jamás te retienen el correo un minuto más de lo que exigen las circunstancias. Es algo tuyo, y te lo llevan por el primer transporte disponible, y puedes leerlo en el primer respiro, incluso durante las maniobras. Eso nunca había sido demasiado importante para mí, ya que (aparte de un par de cartas de Carl) no había recibido más que notitas tontas hasta que mi madre me escribió.
Ni siquiera me acerqué cuando Zim empezó a repartirlo. Decidí que no hablaría con él hasta que volviéramos; no quería darle razones para que se fijara en mí hasta que estuviésemos cerca del cuartel general. Así que me sorprendió oír mi nombre y ver que me entregaba una carta. Fui corriendo a recogerla.
Y lo que aún me sorprendió más es que era de Dubois, mi profesor de historia y filosofía moral en la escuela superior. Antes habría esperado una carta de Santa Claus.
Pero es que, al leerla, siguió pareciéndome un error. Tuve que comprobar la dirección y el remitente para convencerme de que sí la había escrito él, y de que era para mí.
Mi querido muchacho:
Te habría escrito mucho antes para expresarte mi satisfacción y orgullo al saber que no sólo te habías presentado voluntario al servicio, sino que también habías elegido mi propio cuerpo del ejército. Pero no para expresar sorpresa. Eso era lo que esperaba de ti, aparte de la satisfacción adicional, y muy personal, de que eligieras la Infantería Móvil. Ése es el tipo de logro que no tiene lugar con demasiada frecuencia y que, sin embargo, hace que valgan la pena todos los esfuerzos realizados por un profesor. Hemos de rechazar muchos guijarros, mucha arena, pero las pepitas de oro son nuestra recompensa.
A estas horas ya habrás comprendido por qué no te escribí de inmediato. Muchos jóvenes, y no necesariamente por una falta reprensible, se ven rechazados durante el entrenamiento. Por eso he esperado (manteniéndome en contacto a través de mis relaciones) hasta que «has sudado el período de instrucción» (¡qué bien conocemos todos el período de instrucción!) y estás seguro de que, aparte de algún accidente o enfermedad, completarás el adiestramiento y tu plazo de servicio.
Ahora estás atravesando la parte más dura del mismo, no la más dura físicamente (pues esa dureza física ya no te molestará más; la tienes superada), sino la más dura espiritualmente. Me refiero a los profundos reajustes que trastornan el alma, y a las reevaluaciones precisas para transformar a un ciudadano en potencia en uno que ya lo es. O más bien debería decir que ya has pasado la parte más difícil a pesar de todas las tribulaciones que te aguardan todavía y las vallas, cada una más alta que la anterior, que aún debes saltar. Pero es la «cima» lo que cuenta y, conociéndote bien, muchacho, sé que he aguardado el tiempo suficiente para estar seguro de que ya has superado la «cima», o estarías en tu casa en este momento.
Cuando alcanzaste esa cima espiritual sentiste algo, algo nuevo. Quizá no puedas expresarlo con palabras (yo sé que no podía cuando era un recluta). De modo que permite que un viejo camarada te preste las palabras, ya que con frecuencia ayuda el saber expresarlo con discreción. Es sencillamente esto: el destino más noble al que un hombre puede aspirar consiste en poner su cuerpo mortal entre su amado hogar y la desolación de la guerra. Las palabras no son mías, por supuesto, como habrás adivinado. Las verdades fundamentales no cambian y, cuando un hombre de visión profunda expresa una de ellas, ya no es necesario formularlas de nuevo por mucho que el mundo cambie. Es una verdad inmutable y siempre cierta, en todos los tiempos, para todos los hombres y para todas las naciones.
Envíame noticias tuyas, por favor, si puedes dedicarle a este viejo parte de tu precioso tiempo libre y escribir una carta de vez en cuando. Y si por casualidad tropezaras con alguno de mis colegas de otros tiempos, transmítele mis más calurosos saludos.
¡Buena suerte, soldado! Estoy orgulloso de ti.
JEAN V. DUBOIS
Coronel retirado de la Infantería Móvil
La firma era tan sorprendente como la carta en sí. ¿El viejo Boca Amarga un coronel? ¡Vaya, el oficial al mando de nuestro regimiento era sólo un mayor! Dubois jamás había hecho alarde de su rango en la escuela. Nosotros habíamos supuesto (si es que pensábamos en ello) que debía de haber sido un cabo o algo así, al que retiraron cuando perdió la mano y al que habían dado un trabajo fácil, la enseñanza de un curso que no había que aprobar ni que aprender, sólo asistir a clase. Por supuesto, sabíamos que era un veterano, ya que la historia y filosofía moral ha de ser enseñada por un ciudadano. Pero ¿la Infantería Móvil? No lo parecía. Tan remilgado, siempre despectivo, meticuloso como un maestro de baile…, no uno de nosotros, los de la tropa, los micos.
Mas así había firmado la carta.
Durante el largo camino de regreso al campamento, estuve pensando en aquella carta asombrosa. No sonaba en absoluto a lo que él decía en clase. Bien, no quiero decir que se contradijera con las cosas que explicaba, pero el tono era completamente distinto. ¿Desde cuándo un coronel le llama «camarada» a un soldado?
Cuando era sólo «mister Dubois», y yo uno de los chicos que asistía a su clase, apenas parecía verme. Sólo una vez, cuando me echó una bronca, diciéndome que yo tenía demasiado dinero y muy poco sentido común. (Bueno, el que mi viejo pudiera haber comprado toda la escuela para regalármela por Navidad ¿era acaso un crimen? Desde luego, no era asunto de Dubois).
Siempre había estado insistiendo en «el valor», comparando la teoría marxista con la teoría ortodoxa de «el uso». Dubois había dicho:
—Por supuesto, la definición marxista del valor es ridícula. Por mucho esfuerzo y trabajo que uno ponga en ello, jamás conseguirá convertir una tarta de barro en una tarta de manzana; seguirá siendo una tarta de barro, que nada vale. Y como corolario, el trabajo mal realizado fácilmente puede restar valor: un cocinero sin talento puede transformar unas manzanas frescas y valiosas en algo incomible, que nada vale. Y a la inversa, un gran chef es capaz de realizar, con esos mismos materiales, algo de valor superior a la tarta de manzana ordinaria, sin más esfuerzo que el que realiza un cocinero vulgar para preparar un postre corriente.
»Estos ejemplos de cocina tiran por tierra la teoría marxista del valor, su falacia de la que se deriva ese gran fraude que es el comunismo, e ilustran la verdad de la definición que se mide en términos de uso, tan de sentido común.
Dubois había agitado furioso el muñón:
—Sin embargo, ¡y que se despierten esos de atrás!, sin embargo, digo, ese viejo místico del Das Kapital, torturado, confuso y neurótico, anticientífico e ilógico, ese fraude pomposo llamado Karl Marx, tuvo con todo la intuición de una verdad muy importante. Si hubiera tenido una mente analítica, tal vez hubiera formulado la primera definición adecuada de «valor», y le habría ahorrado muchísimo sufrimiento a este planeta.
»O tal vez no —añadió—. ¡Usted!
Me incorporé sobresaltado.
—Si no es capaz de escuchar, quizá pueda decirle a la clase si el valor es relativo, o si por el contrario es algo absoluto.
Yo había estado escuchando, pero no veía razón alguna para no escuchar con los ojos cerrados y en una postura cómoda. Sin embargo, su pregunta me cogió desprevenido. No había leído la lección de aquel día.
—Absoluto —contesté al azar.
—Se equivoca —dijo fríamente—. El «valor» no tiene significado si no es en relación con los seres vivientes. El valor de una cosa siempre es relativo a una persona en particular. Es algo completamente personal y distinto en cantidad para cada ser humano. Lo de «valor en el mercado» es una ficción; no es más que la suposición calculada de los valores personales medios, todos los cuales han de ser cuantitativamente distintos, o el comercio sería imposible.
Yo me había preguntado mientras él hablaba qué habría dicho mi padre si le hubiese oído llamar «ficción» al valor en el mercado… Probablemente habría soltado un gruñido de disgusto.
—Esta relación tan personal, «el valor» —prosiguió—, tiene dos factores para un ser humano: primero, lo que puede hacer con una cosa, su uso. Y segundo, qué deben hacer para conseguirla, su costo. Hay una antigua canción que asegura que «las mejores cosas de la vida son gratuitas». ¡No es cierto! ¡Es totalmente falso! Esa fue la falacia trágica que produjo la decadencia y el colapso de las democracias del Siglo XX. Esos nobles experimentos fallaron porque se había hecho creer a la gente que podían votar para pedir lo que querían, y conseguirlo sin esfuerzo, sin sudor, sin lágrimas.
»Nada de valor es gratuito. Incluso el aliento vital, la respiración, se obtiene en el nacimiento mediante el esfuerzo y el dolor. —Todavía seguía mirándome, y ahora añadió—: Si todos ustedes tuvieran que luchar por sus juguetes como ha de luchar el recién nacido para vivir, serían más felices… y mucho más ricos. Tal como están las cosas para algunos de ustedes, les compadezco por la pobreza de su riqueza. ¡Usted! Le concedo en este instante el premio por la carrera de los cien metros. ¿Le hace eso feliz?
—¡Caray! Supongo que sí lo sería.
—Sin bromas, por favor. Ya tiene el premio. Mire, aquí lo escribo: «Gran premio por el campeonato, el sprint de cien metros» —vino hasta mi asiento y me lo colocó sobre el pecho—. Ahí lo tiene. ¿Es feliz? ¿Lo valora o no?
Me sentí amargado. Primero su golpe bajo sobre los chicos ricos —el típico desdén de los que no tienen dinero— y ahora esa farsa. Me lo quité de un tirón y se lo devolví. Dubois pareció sorprendido.
—¿No le hace feliz?
—Sabe muy bien que llegué el cuarto.
—¡Exactamente! El primer premio no tiene valor para usted, porque no lo ha ganado. Pero sí disfruta de una modesta satisfacción al ser el cuarto; se lo ganó. Confío en que alguno de estos sonámbulos que tengo aquí entiendan esta pequeña moraleja. Supongo que el poeta que escribió la letra de aquella canción quería implicar que las mejores cosas de la vida han de comprarse con algo distinto del dinero, lo cual es cierto, lo mismo que el significado literal de sus palabras es falso. Las mejores cosas de la vida están por encima del dinero; su precio es la angustia, el sudor y la dedicación, y el precio que exige la más preciosa de todas las cosas en la vida es la vida misma, el costo definitivo para el valor perfecto.
Medité en las cosas que oyera decir a Dubois —coronel Dubois—, así como en su extraordinaria carta, mientras regresaba al campamento. Luego dejé de pensar porque la banda se colocó junto a mi grupo en la columna y cantamos durante un rato, el grupo francés La marsellesa, por supuesto, y Madelon e Hijos del afán y del peligro, y luego Légion étrangére y Mademoiselle d'Armentiéres.
Es agradable que toque la banda, porque anima cuando uno se encuentra arrastrándose por la pradera. No habíamos tenido más que música enlatada al principio, y eso sólo para la revista y las llamadas. Mas los de arriba habían descubierto muy pronto quién sabía tocar y quién no, de modo que se trajeron instrumentos y se organizó una banda del regimiento, toda nuestra. Incluso el director y el tambor eran reclutas.
Lo cual no significaba que se libraran de nada. ¡Oh, no! Sólo se les permitía y animaba a practicar en su tiempo libre por la noche, o los domingos y fiestas, pero llegaron a desfilar muy satisfechos y a pavonearse en la revista, en vez de estar en las filas con sus compañeros. Así se organizaban la mayoría de las cosas. Nuestro capellán, por ejemplo, era un recluta. Tenía más edad que la mayoría de nosotros, y había sido ordenado en alguna secta casi desconocida, de la que yo jamás había oído hablar. Sin embargo, ponía mucho fuego en sus sermones, tanto si su teología era ortodoxa como si no, y desde luego se hallaba en situación de comprender los problemas de un recluta. Y los cantos resultaban divertidos. Además, no había otro sitio al que ir el domingo por la mañana, entre la limpieza y el almuerzo.
La banda tenía muchos problemas, pero los chicos se las arreglaban para que funcionara. El campamento tenía cuatro gaitas y algunos uniformes escoceses, donados por Lochiel de Cameron, cuyo hijo había muerto allí mismo, durante el entrenamiento, y resultó que uno de los reclutas sabía tocar la gaita: había aprendido con los boy-scouts escoceses. Pronto tuvimos cuatro: quizá no tocaran bien, pero sí muy fuerte. Las gaitas suenan muy raras cuando uno las oye por primera vez, y los dientes rechinan cuando se oye practicar a uno de ellos, porque es como si tuviera un gato bajo el brazo, y además le estuviera mordiendo el rabo.
No obstante, es algo que emociona. La primera vez que los gaiteros chocaron los tacones ante la banda y empezaron a tocar Los muertos de El Alamein se me pusieron los pelos tan de punta que hasta me levantaron el gorro. Ya lo creo que emociona…, hasta saltan las lágrimas.
No podíamos llevar a la banda en las marchas, por supuesto, porque no se les concedían privilegios especiales. Era imposible llevar las tubas y los tambores, porque los de la banda tenían que cargar con el equipo, como todo el mundo; sólo se las arreglaban con algún instrumento lo bastante pequeño para añadirlo a su carga. Pero la Infantería Móvil tiene instrumentos musicales que no creo que se encuentren en ninguna otra parte, como una cajita apenas mayor que una armónica, un truco electrónico que hace el mismo efecto que un cuerno impresionante, y que se toca del mismo modo. Suena la llamada para la banda cuando vamos de marcha, cada muchacho abre el equipo sin detenerse, los compañeros le sacan el instrumento, y él va trotando hacia su posición en la columna de la compañía y empieza a tocar.
Y eso ayuda.
La banda fue retrasándose, hasta que casi dejamos de oírla y por eso también dejamos de cantar, porque perdemos el ritmo si la música queda demasiado lejos.
De pronto comprendí que me sentía maravillosamente bien.
Intenté pensar por qué. ¿Porque llegaríamos dentro de un par de horas y entonces presentaría la renuncia? No. En realidad, cuando decidí hacerlo había experimentado una gran paz, se me habían calmado los nervios y había podido dormir. Pero esto era otra cosa, y no veía la razón…
Y entonces lo comprendí. ¡Había sobrepasado «la cima»!
Ya había acabado el «período de reajuste» de que hablara el coronel Dubois. Había cubierto la cima, y ahora iba hacia abajo, cantando alegremente. Aquella pradera era tan plana como una tarta, pero yo me había sentido como si ascendiera penosamente por una montaña. Y luego, en algún momento —creo que fue mientras cantábamos—, había cubierto la cima, y ahora todo era colina abajo. Mi equipo parecía más ligero, y ya no estaba preocupado.
No hablé con el sargento Zim cuando llegamos; ya no lo necesitaba. En cambio, él sí me habló, haciéndome señas de que me acercara cuando rompimos filas.
—¿Sí, señor?
—Voy a hacerte una pregunta personal, de modo que no respondas si no quieres.
Se detuvo y me pregunté si sospechaba que yo había oído la bronca que le echaran. Temblé de miedo.
—Cuando llegó hoy el correo —prosiguió— recibiste una carta. Por casualidad, ya que no es asunto mío, vi el nombre del remitente. Es un nombre bastante corriente en algunos lugares pero, ésta es la pregunta personal que no necesitas contestar, ¿sabes si la persona que escribió esa carta tiene por casualidad cortada la mano izquierda por la muñeca?
Supongo que me quedé con la boca abierta.
—¿Cómo lo sabe, señor?
—Estaba muy cerca cuando sucedió. Es el coronel Dubois, ¿verdad?
—Sí, señor —y añadí—: Fue mi profesor de historia y filosofía moral en la escuela superior.
Creo que fue la única ocasión en que dejé algo impresionado al sargento Zim. Sus cejas se alzaron algunos milímetros y los ojos se agrandaron ligeramente.
—¿De veras? Pues tuviste una suerte extraordinaria. —Y continuó—: Cuando contestes a su carta, si no te importa, podrías decirle que el sargento Zim le envía sus respetos.
—Sí, señor. Bueno… creo que él también le envía un mensaje.
—¿Cómo?
—Bueno, no estoy seguro. —Saqué la carta y leí—: «Si por casualidad tropiezas con alguno de mis colegas, dale mis más calurosos saludos». ¿Se refiere a usted, señor?
Zim meditó un segundo; sus ojos parecían mirar a través de mí, a lo lejos.
—Pues… sí. A mí, entre otros. Muchas gracias. —Luego, de pronto, todo hubo acabado y dijo bruscamente—: Nueve minutos y a la revista. Y también tienes que ducharte y cambiarte. A paso ligero, soldado.