Tiene que ser culpable, de lo contrario no estaría aquí.
Cañón de estribor: ¡FUEGO!
El disparo es demasiado bueno para ese piojoso, ¡lárgale una patada!
Cañón de babor: ¡FUEGO!
Canto antiguo utilizado para dirigir el ritmo de las salvas de los cañones.
Pero eso fue después de que salimos del Campamento Currie, y en nuestra estancia en él habían ocurrido muchas cosas. Entrenamiento de combate, sobre todo; ejercicios de combate y maniobras de combate, con las manos desnudas, o un simulacro de armas nucleares. Jamás habría pensado que hubiese tantos modos diferentes de luchar. Para empezar, con las manos y los pies, y si usted cree que eso no son armas, es que no ha visto al sargento Zim y al capitán Frankel (oficial al mando de nuestro batallón) haciendo una demostración de boxeo francés, o al pequeño Shujumi trabajando con las manos y con una amplia sonrisa. Zim lo nombró inmediatamente instructor con este propósito, y nos exigió que aceptáramos sus órdenes, aunque no teníamos que saludarle ni decir «señor».
A medida que fueron aclarándose las filas, Zim dejó de molestarse en acudir personalmente a la formación, excepto en el momento de la revista, y cada vez dedicaba más tiempo a la instrucción, completando la labor de los instructores. Era mortal de necesidad con cualquier arma, pero sobre todo le encantaban los cuchillos y usaba el de su propia confección en vez de utilizar el modelo general, que era muy bueno. Era un poco más humano como profesor individual, o sea sencillamente insoportable en vez de un repugnante bicho. Incluso era muy paciente con las preguntas tontas.
Una vez, durante uno de los descansos de dos minutos que se concedían a lo largo de todo un día de faena, uno de los chicos, un muchacho llamado Ted Hendrick, le preguntó:
—Mi sargento, supongo que esto de lanzar el cuchillo es divertido, pero ¿por qué tenemos que aprenderlo? ¿De qué va a servirnos?
—Bien —contestó Zim—. Supongamos que todo lo que tienes es un cuchillo. O ni siquiera eso. ¿Qué haces? ¿Decir tus oraciones y morir? ¿O cargarte al enemigo como sea? Hijo, esto es algo auténtico, no es un juego en el que puedas rendirte si ves que vas muy retrasado.
—Pero eso es precisamente lo que quiero decir, señor. Supongamos que no tengo ningún arma. O sólo uno de esos mondadientes. Y que el hombre contra el que lucho tiene toda clase de armas peligrosas. No es posible hacer nada al respecto. Él me tiene liquidado ya.
—Te equivocas por completo, hijo —respondió Zim casi amablemente—. No existe eso de «armas peligrosas».
—¿Cómo, señor?
—Que no hay armas peligrosas; sólo hombres peligrosos. Estamos tratando de enseñarte a ser peligroso… para el enemigo. Peligroso incluso sin cuchillo. Mortal mientras te quede una mano o un pie y aún estés vivo. Si no sabes lo que quiero decir debes leer Horacio en el puente o La muerte del bueno de Richard; los dos libros están en la biblioteca del campamento. Pero veamos ese caso que mencionaste anteriormente. Yo soy tú, y todo lo que tienes es un cuchillo. Ese blanco que está detrás de mí, ése que has fallado, el número tres, es un centinela armado con todo menos una bomba de hidrógeno. Tienes que matarle, en silencio, inmediatamente y sin darle tiempo a pedir ayuda. —Zim se volvió ligeramente y ¡ziuu! un cuchillo que ni siquiera tenía antes en la mano temblaba en el centro del blanco número tres—. ¿Lo ves? Vale más que lleves dos cuchillos, pero tienes que hacerte con él aunque sea con las manos desnudas.
—Pero…
—¿Aún te preocupa algo? Habla. Para eso estoy aquí, para contestar a tus preguntas.
—Sí, señor. Usted dijo que ese centinela no llevaba ninguna bomba H. Pero es que sí las llevan, ésa es la cuestión. Bueno, por lo menos nosotros las llevamos si somos centinelas, y es muy probable que el centinela al que ataquemos las lleve también. Es decir, no ese hombre precisamente, pero sí el enemigo que combatimos.
—Te comprendo.
—¿Lo ve, señor? Si podemos utilizar la bomba H y, como usted dice, no se trata de un juego sino de algo real, de una guerra, y nadie está bromeando, ¿no resulta ridículo todo esto de ir arrastrándose entre los matojos, lanzando cuchillos y exponiéndose uno a que lo maten, e incluso a perder la guerra, si dispone de un arma real que pueda utilizar para ganarla? ¿De qué sirve que todo un ejército de hombres arriesguen la vida con armas anticuadas, cuando uno de esos intelectuales puede hacer mucho más sólo con apretar un botón?
Zim no contestó en seguida, lo que era algo muy extraño en él. Luego dijo suavemente:
—¿Te encuentras a gusto en la infantería, Hendrick? Porque ya sabes que puedes presentar la renuncia.
Hendrick murmuró algo en voz baja. Zim dijo:
—¡Más alto!
—Yo no quiero renunciar, señor. Me propongo sudar hasta cumplir mi plazo de servicio.
—Comprendo. Bien, la pregunta que has hecho, ni tú deberías haberla hecho, ni un sargento está cualificado para contestarla. Se supone que ya sabías la respuesta antes de unirte a nosotros. O debías saberla. ¿No había en tu escuela un curso de historia y filosofía moral?
—¿Cómo? Claro que sí, señor.
—Entonces ya oíste la respuesta. Pero te daré mi propia opinión…, extraoficialmente, claro. Si quisieras enseñarle una lección a un bebé, ¿le abrirías la cabeza?
—¿Qué? ¡Caray! No, señor.
—Claro que no. Se la meterías en ella poco a poco. Hay circunstancias en que puede ser tan estúpido atacar una ciudad enemiga con bombas H como lo sería abrirle la cabeza a un niño con un hacha. La guerra no es, pura y simplemente, violencia y muerte; la guerra es la violencia controlada por un propósito. El propósito de la guerra consiste en mantener por la fuerza las decisiones de tu gobierno. El propósito no es matar al enemigo sólo por el hecho de matarle, sino obligarle a hacer lo que tú quieras que haga. No la muerte, sino la violencia controlada y con propósito. Ahora bien, no es asunto tuyo, ni mío, decidir el propósito o el control. Jamás corresponde a un soldado el decidir cuándo, dónde o cómo (o por qué) está luchando; eso corresponde a los estadistas y generales. Los estadistas deciden por qué y hasta qué punto; a partir de ahí, los generales nos dicen dónde, cuándo y cómo. Nosotros nos encargamos de la violencia; otras personas, «mentes más viejas y más sabias» según dicen, se encargan del control. Como debe ser. Esa es la mejor respuesta que puedo darte. Si no te satisface, te daré una notita para que vayas a hablar con el comandante del regimiento. Si él no consigue convencerte, entonces ¡vete a casa y sé un paisano! Porque, desde luego, en ese caso jamás serás un buen soldado.
Se puso en pie de un salto.
—Creo que me habéis hecho hablar demasiado con una excusa —dijo—. ¡Arriba, soldados! ¡A paso ligero! ¡Contra los blancos! Hendrick, tú el primero. Esta vez quiero que tires el cuchillo hacia el sur. El sur, ¿entiendes? No el norte. Ese blanco va a atacarte por el sur y quiero que el cuchillo vaya por lo menos en esa dirección. Sé que no darás en el blanco, pero a ver si puedes asustarle un poco. No vayas a rebanarte una oreja, ni a clavárselo al que viene detrás de ti, pero métete en esa cabezota tuya sin seso la idea del sur. ¿Dispuesto? Al blanco. ¡Ya!
Hendrick falló de nuevo.
Nos entrenábamos con palos, y con alambre (¡hay que ver cuántas cosas desagradables pueden hacerse con un alambre!), y aprendimos todo cuanto puede hacerse con armas realmente modernas, y cómo hacerlo, y cómo mantener el equipo: armas nucleares simuladas, cohetes de infantería y distintos tipos de gas, de veneno, de armas incendiarias y de demolición. Así como otras cosas que más vale no discutir aquí. Pero también aprendimos mucho de las armas «anticuadas». Por ejemplo, bayonetas en rifles falsos, o rifles que no eran falsos sino casi idénticos al rifle de infantería del Siglo XX, similares a los rifles deportivos que se usan para la caza; sólo que nosotros disparábamos balas sólidas, balas de plomo sobre blancos a distancias bien medidas y blancos móviles que simulaban emboscadas. Se suponía que eso nos hacía aprender a utilizar cualquier arma que apuntase automáticamente y nos adiestraba a estar alerta, dispuestos a lo que fuera. Bien, supongo que lo conseguían. Estoy muy seguro de que sí.
Usábamos esos rifles en las maniobras en campo abierto para simular armas mortales y más desagradables también. Utilizábamos con profusión el simulacro; teníamos que hacerlo. Una bomba o granada «explosiva», contra el material o personal, sólo explotaba lo suficiente para soltar gran cantidad de humo negro; también había otras que soltaban un gas que hacía estornudar y llorar, lo cual significaba que uno ya estaba muerto o paralizado, y eso era tan desagradable que todos estábamos pendientes de las precauciones antigás, porque además le pegaban una bronca al que se había dejado pescar.
Todavía dormíamos menos, pues más de la mitad de las maniobras se hacían de noche, con visores, radar, equipo de audio y cosas por el estilo.
Los rifles que utilizábamos para simular armas que apuntaban automáticamente estaban cargados con cartuchos sin bala. Sólo una entre quinientas, al azar, era una bala auténtica. ¿Peligro? Sí y no. Ya el mero hecho de estar vivo es peligroso, y una bala no explosiva no mataría probablemente a menos que diera en la cabeza o en el corazón, y quizá ni siquiera entonces. Lo que hacía aquella «bala auténtica entre quinientas» era que nos preocupáramos por ponernos a cubierto, en especial porque sabíamos que los que disparaban esos rifles eran instructores, tiradores certeros, y que en realidad hacían todo lo posible por acertar. Nos aseguraban que no se proponían darle a un hombre en la cabeza, pero que a veces suceden accidentes.
Claro que este tipo de seguridad no resultaba muy tranquilizador. Aquella bala auténtica entre quinientas convertía las tediosas maniobras en una ruleta rusa a gran escala. Uno dejaba de aburrirse la primera vez que oía un «sssh» junto al oído antes de oír los disparos del rifle.
Pero nos fuimos confiando, ésa es la verdad, y entonces nos llegaron noticias del alto mando de que si no nos despabilábamos, esa incidencia de balas auténticas sería de una entre cien, y que si eso no funcionaba, de una entre cincuenta. No sé si ese cambio se llevó a cabo o no —no había forma de saberlo— pero sí sé que reaccionamos a toda prisa porque un chico de la compañía inmediata recibió en las nalgas una bala auténtica, lo que dio lugar a una cicatriz asombrosa y a muchos comentarios ingeniosos, y al renovado interés por parte de todos por ponerse a cubierto. Nos reímos de aquel chico porque recibió el disparo en ese sitio, pero todos sabíamos que podía haber sido en nuestra propia cabeza.
Los instructores que no disparaban no se ponían a cubierto. Vestían una camisa blanca y paseaban erguidos de un lado a otro con sus estúpidos bastones, muy seguros al parecer de que ni siquiera un recluta dispararía intencionadamente contra un instructor, lo que tal vez fuera exceso de confianza por parte de algunos. Sin embargo, sólo había una posibilidad entre quinientas de que incluso un disparo lanzado con toda intención asesina fuera real, y el factor de seguridad aumentaba si pensábamos que, de todos modos, el recluta no sabría disparar tan bien. Un rifle no es un arma fácil, no puede ajustarse automáticamente en absoluto. He oído decir que, incluso en aquellos tiempos en que las guerras se libraban y decidían con esos rifles, se necesitaban varios miles de tiros para matar a un hombre. Parece imposible, pero todas las historias militares están de acuerdo en que es cierto. Al parecer, la mayoría de las veces ni siquiera se apuntaba; sólo se disparaban para forzar al enemigo a mantener la cabeza baja e impedir que ellos disparasen.
En cualquier caso, ningún instructor resultó herido o muerto por disparos de rifle. Tampoco los reclutas murieron por las balas; todas las muertes fueron ocasionadas por otras armas, o por cualquier cosa que resultaba muy contraproducente si uno no la hacía según las reglas. Por ejemplo, un chico se rompió el cuello poniéndose a cubierto con demasiado entusiasmo cuando empezaron a dispararle, pero ninguna bala le alcanzó.
Sin embargo, y por una reacción en cadena, este asunto de las balas y de ponerse a cubierto me hundió hasta el fondo en el Campamento Currie. En primer lugar, ya había perdido mis sardinetas, no tanto por lo que yo hiciera sino por algo que hizo uno de mi escuadra cuando yo ni siquiera estaba allí, cosa que expliqué. Bronski me dijo que me callara la boca. De modo que fui a contárselo a Zim. Este me dijo fríamente que yo era responsable de lo que hicieran mis hombres, tanto si estaba con ellos como si no, y me impuso seis horas de trabajo extra, aparte de echarme una bronca por haberle hablado sin el permiso de Bronski. Luego recibí una carta que me trastornó mucho; mi madre se decidió al fin a escribirme. A continuación, me disloqué el hombro en mi primer ejercicio con traje acorazado (los que se utilizan en las prácticas llevan un dispositivo, de modo que el instructor pueda dañar el traje a voluntad por control remoto. Me caí y me disloqué el hombro), lo cual me dejó demasiado tiempo libre para pensar, en un momento en que tenía muchas razones, o así me lo parecía, para sentir pena de mí mismo.
Como estaba libre de trabajos pesados, aquella mañana era oficial de día en la oficina del comandante del batallón. Al principio me esforcé muchísimo, pues nunca había estado allí antes y deseaba causar una buena impresión. Pero descubrí que no era celo por el trabajo lo que quería el capitán Frankel, sino que me estuviera sentado y quieto, sin decir nada y sin molestarle. Lo cual también me dejó tiempo para compadecerme de mí mismo, ya que no me atrevía a dormirme.
Poco después del almuerzo, se me fue todo el sueño de repente. Entró el sargento Zim, seguido por tres hombres. Zim iba tan limpio y arreglado como de costumbre, pero la expresión de su rostro le asemejaba a la clásica figura de la muerte sobre el caballo fantasmal, y en el ojo derecho llevaba una señal como si alguien se lo hubiera puesto morado, cosa imposible, por supuesto. De los tres hombres que le acompañaban, el de en medio era Ted Hendrick. Iba muy sucio pero, claro, la compañía estaba de maniobras en el campo; nadie barre por allí y uno pasa mucho tiempo revolcándose en la porquería. Sin embargo, tenía también el labio partido y sangre en la barbilla y en la camisa, y le faltaba la gorra. Tenía una mirada salvaje.
Iba entre dos policías militares. Éstos llevaban rifles; Hendrick no. Uno de ellos era de mi escuadra, un tipo llamado Leivy. Parecía excitado y satisfecho, y me hizo un guiño cuando nadie nos miraba.
El capitán Frankel se mostró sorprendido:
—¿Qué ocurre, sargento?
Zim, firme y rígido, habló como si recitara algo de memoria:
—Señor, el oficial al mando de la compañía informa al oficial al mando del batallón. Disciplina. Articulo nueve mil ciento siete. Desprecio de las órdenes y normas tácticas, estando el equipo en simulacro de combate. Artículo nueve mil ciento veinte. Desobediencia a las órdenes, en las mismas condiciones.
—¿Y me lo trae a mí, sargento? —El capitán Frankel estaba desconcertado—. ¿Oficialmente?
Aún no comprendo cómo un hombre puede parecer tan apurado como Zim cuando a la vez su rostro y su voz eran totalmente inexpresivos.
—Señor, si me permite que le explique… El hombre no aceptó la disciplina administrativa. Insistió en ver al oficial al mando del batallón.
—Comprendo. Un legalista. Bien, sigo sin entenderlo, sargento, pero técnicamente es su privilegio. ¿A qué se referían las órdenes y normas tácticas?
—Era una «congelación», señor.
Miré a Hendrick pensando: «Vaya, vaya, se la va a cargar». Se llama «congelación» a lo que debe hacer un soldado que se pone a cubierto todo lo aprisa que puede y luego se congela, es decir no se mueve en absoluto, ni siquiera eleva las cejas, hasta que le relevan de la orden. También se puede congelar a alguien que ya está a cubierto. Se cuentan historias de hombres que han sido heridos durante una congelación y han muerto lentamente, sin moverse siquiera, sin emitir un sonido.
Frankel alzó las cejas.
—¿Y en cuanto a la segunda parte?
—Lo mismo, señor. Tras fallar en la congelación, se negó a obedecer la orden de quedarse congelado de nuevo cuando se le mandó que lo hiciera.
—¿Nombre?
El capitán Frankel estaba ahora muy serio.
—Hendrick T.C., señor —contestó Zim—. Recluta siete nueve seis cero nueve dos cuatro.
—Muy bien, Hendrick, queda privado de todos los privilegios durante treinta días y recluido en su tienda cuando no esté de servicio o durante las comidas, con la única excepción de las necesidades sanitarias. Estará de servicio tres horas extra cada día a las órdenes del cabo de guardia: una hora antes de apagar las luces, una hora justo antes de diana y otra hora durante la comida de mediodía y en lugar de ella. Su cena consistirá en pan y agua, tanto pan como pueda comer. Estará de servicio diez horas extra cada domingo, y ya se ajustará al horario para que pueda asistir a los servicios religiosos si es que lo desea.
Yo pensé: «¡Madre mía, ya no puede haber más!».
El capitán Frankel continuó:
—Hendrick, la única razón por la que le tratamos con tanta benevolencia es que no se me permite otra cosa que no sea un consejo de guerra, y no quiero estropear la hoja de servicio de su compañía. Retírese.
Volvía la vista a los papeles sobre su mesa, con el incidente casi olvidado, cuando Hendrick aulló:
—¡Pero es que no ha oído lo que yo tengo que decir!
El capitán alzó los ojos.
—¡Vaya, lo siento! ¿Es que usted tiene algo que decir?
—Pues… ¡maldita sea, sí! El sargento Zim la ha tomado conmigo. Ha estado acosándome, acosándome, acosándome todo el día, desde el momento en que llegué. Él…
—Es su trabajo —dijo el capitán fríamente—. ¿Niega las dos acusaciones en contra de usted?
—No, ¡pero él no le ha dicho que yo estaba echado sobre un hormiguero!
Frankel pareció asqueado.
—Ya, de modo que usted permitiría que le mataran, y quizás a sus compañeros de equipo también, por unas cuantas hormiguitas.
—No unas cuantas. Había cientos de hormigas. ¡Y de las que pican!
—¿De verdad? Jovencito, permítame que se lo explique bien claro. Aunque hubiera sido un nido de víboras, se suponía que se le exigía que usted siguiera congelado. —Hizo una pausa—. ¿Tiene algo que decir en su defensa?
Hendrick seguía con la boca abierta.
—¡Claro que sí! ¡Él me golpeó! ¡Me puso las manos encima! Todos ellos están siempre golpeándonos con esos estúpidos bastoncitos, dándonos en el trasero y entre los hombros, y poniéndonos firmes, y lo he aguantado. Pero esta vez me ha pegado con las manos. Me derribó al suelo y gritó: «¡Congélate, imbécil!». ¿Qué le parece eso?
El capitán Frankel se miró las manos y volvió a alzar la vista a Hendrick.
—Joven, usted sufre una confusión muy común entre los civiles. Cree que a sus superiores no se les permite que «le pongan las manos encima», como dice. En condiciones puramente sociales eso es cierto. Por ejemplo, si coincidiéramos casualmente en un teatro o en una tienda, yo no tendría más derecho, siempre que usted me tratara con el debido respeto a mi rango, a darle una bofetada del que tendría usted a dármela a mí. Mas en lo referente al servicio, la regla es totalmente distinta…
Giró en su silla y señaló algunos libros bastante desencuadernados.
—Esas son las leyes bajo las cuales vive ahora. Puede examinar todos los artículos de esos libros, todos los casos de consejo de guerra que se han presentado, y no encontrará una sola palabra que diga, o implique, que un oficial superior no puede «ponerle las manos encima», o golpearle de cualquier otro modo, por cuestiones del servicio. Hendrick, yo podría romperle la mandíbula, y sólo tendría que responder ante mis oficiales superiores en cuanto a la necesidad de dicho acto. Pero no sería responsable ante usted. Podría hacer todavía más. Hay circunstancias en las que a un oficial superior, comisionado o no, no sólo se le permite, sino que se le exige que mate a un oficial o a un hombre a sus órdenes, sin demora y quizá sin previo aviso y, lejos de ser castigado, se ve felicitado por ello. Cuando se pone fin a una conducta cobarde frente al enemigo, por ejemplo. —Dio unos golpecitos en su mesa—. En cuanto a esos bastones, tienen dos razones de ser. En primer lugar, indican la autoridad de esos hombres. En segundo lugar, esperamos que los utilicen sobre ustedes para obligarles a ponerse firmes y a marchar a paso ligero. No hay posibilidad de que ustedes resulten heridos, tal como los usan; todo lo más les dolerá un poco. Pero ahorran miles de palabras. Digamos que usted no se presenta puntual a diana. Sin duda, el cabo de servicio podría ir a hablarle con todo cariño, preguntarle si desea tomar el desayuno en la cama esa mañana, si es que pudiéramos permitimos el lujo de tener un cabo que actuara de camarera. Pero no podemos; por eso le da un buen golpe a su cama portátil y sigue trotando por la fila, aplicando el castigo donde hace falta. Por supuesto, podría darle una patada, lo que sería igualmente legal, y casi tan efectivo. Pero el general a cargo del adiestramiento y la disciplina cree que es más digno, tanto para el cabo de servicio como para usted, sacar a un dormilón de la cama con ese bastón impersonal de la autoridad. Y yo también. Aunque nada importa lo que usted y yo pensemos al respecto. Así es como lo hacemos y basta.
Hizo una pausa, suspiró y continuó:
—Hendrick, le explico todo esto porque es inútil castigar a un hombre a menos que éste sepa por qué se le castiga. Usted ha sido un mal chico (y digo «chico» porque evidentemente no es un hombre todavía, aunque seguiremos intentándolo), un chico demasiado malo teniendo en cuenta la etapa de su adiestramiento. Nada que haya dicho sirve de defensa, ni siquiera como circunstancias atenuantes. Usted no parece conocer las reglas, ni tener idea de su deber como soldado. Así que dígame con sus propias palabras por qué se siente maltratado. Quiero que todo quede claro. Podría haber algo en su favor, aunque confieso que no consigo imaginar qué pueda ser.
Yo había echado una miradita o dos al rostro de Hendrick mientras el capitán seguía haciéndole pedazos; en cierto modo, sus palabras suaves eran una bronca mucho peor que cualquiera de las de Zim. La expresión de Hendrick había pasado de la indignación al más puro asombro, y luego a la depresión.
—¡Hable! —gritó Frankel repentinamente.
—Yo…, bien, se dio la orden de congelación y yo me arrojé al suelo, y entonces descubrí que estaba sobre ese hormiguero. Así que me puse de rodillas para separarme como medio metro, y entonces me golpearon por detrás y caí de bruces, y él me gritó, y yo me levanté y le di un golpe, y él…
—¡CÁLLESE!
El capitán Frankel había saltado de la silla y parecía medir tres metros, aunque apenas era más alto que yo. Miraba fijamente a Hendrick.
—¿Que usted… golpeó… al oficial… de su compañía?
—¿Qué? Ya se lo he dicho. Pero él me dio primero. Por detrás. Yo ni siquiera le vi. Y eso no se lo aguanto a nadie. Así que le pegué, y él me golpeó otra vez, y entonces…
—¡Silencio!
Hendrick se detuvo. Luego añadió:
—Quiero salir de este asqueroso cuerpo.
—Creo que podemos darle ese gusto —dijo Frankel con voz gélida—. Y a toda prisa además.
—Pues denme un papel. Presento la renuncia.
—Un momento. Sargento Zim.
—Sí, señor.
Zim no había hablado en todo ese tiempo. Seguía en pie, la mirada al frente, rígido como una estatua, inmóvil a excepción de los músculos de la mandíbula que se le contraían espasmódicamente. Le miré ahora y comprobé que tenía un ojo morado, algo precioso. Hendrick debía de haberle atizado de firme. Pero Zim no lo había mencionado, ni el capitán Frankel lo había preguntado, suponiendo quizá que el sargento había tropezado con una puerta y que ya se lo explicaría más tarde si lo deseaba.
—¿Se han hecho públicos los artículos pertinentes a su compañía, como es de rigor?
—Sí, señor. Se han dado a conocer, y se leen todos los domingos por la mañana.
—Lo sé muy bien. Sólo lo preguntaba para el informe.
Todos los domingos, justo antes de la llamada para ir a la capilla, nos hacían formar y nos leían en voz alta los artículos disciplinarios de las Leyes y Ordenanzas de las Fuerzas Militares. Estaban colocados también en el tablón ante la tienda de los oficiales de servicio. Nadie hacía mucho caso de esa lectura; no era más que otro ejercicio. Uno podía ponerse firme y dormir mientras los leían. Lo único que entendíamos, si es que entendíamos algo, era lo que se denominaba «los treinta y un modos de dar en tierra». Después de todo, los instructores ya se ocupan de que uno se empape bien de todas las ordenanzas que necesita saber. Esos «treinta y un modos» eran un chiste viejo. Me refiero a las treinta y una ofensas capitales. De vez en cuando, alguien presumía, o acusaba a otro, de haber descubierto el modo treinta y dos, siempre algo ridículo y generalmente obsceno.
«Golpear a un oficial superior…».
De repente, aquello ya no resultaba divertido. ¿Pegar a Zim? ¿Colgar a un hombre por eso? Caray, casi todo el mundo en la compañía había probado a luchar con el sargento Zim, y algunos incluso le habíamos atizado cuando nos instruía en el combate cuerpo a cuerpo. Porque él se hacía cargo de nosotros personalmente cuando ya nos habían trabajado los demás instructores y empezábamos a creérnoslo. Entonces venía él a sacarnos brillo. En una ocasión vi como Shujumi le dejaba inconsciente. Bronski le tiró un cubo de agua y Zim se levantó, sonrió, le dio la mano a Shujumi… y lo lanzó volando hacia el horizonte.
El capitán Frankel miró en torno y me hizo una seña.
—Usted. Llame al cuartel general del regimiento.
Lo hice, aunque los dedos no me obedecían. Me eché atrás cuando el rostro del oficial apareció en la pantalla y el capitán se hizo cargo de la llamada.
—Ayudante —dijo aquel rostro.
—El oficial al mando del segundo batallón —dijo Frankel con voz tensa— presenta sus respetos al oficial al mando del regimiento. Solicito y exijo un oficial para actuar en un tribunal.
El rostro preguntó:
—¿Cuándo lo necesita, Ian?
—En cuanto pueda presentarse aquí.
—Inmediatamente. Estoy seguro de que Jake está en el cuartel general. ¿Artículo y nombre?
El capitán Frankel identificó a Hendrick y citó el número de un artículo. El rostro en la pantalla soltó un silbido y se puso grave.
—En seguida, Ian. Si no puedo encontrar a Jake, iré ahí personalmente, en cuanto se lo diga al Viejo.
El capitán Frankel se volvió hacia Zim.
—Esta escolta… ¿son testigos?
—Sí, señor.
—¿Lo vio también el jefe de su sección? —Zim vaciló un segundo.
—Creo que sí, señor.
—Tráigalo. ¿Hay alguien por ahí con traje electrónico?
—Sí, señor.
Zim utilizó el teléfono mientras Frankel decía a Hendrick:
—¿Qué testigos puede aportar en su defensa?
—¿Cómo? Yo no necesito testigos. Él sabe lo que hizo. Sólo quiero ese papel y largarme de aquí.
—Cada cosa a su tiempo.
Y en un tiempo muy rápido, me dije yo. Menos de cinco minutos después entró a paso ligero el cabo Jones en traje de comando, llevando al cabo Mahmud en brazos. Dejó caer, a Mahmud y se largó justo cuando entraba el teniente Spieksma. Este dijo:
—Buenas tardes, capitán. ¿Están aquí el acusado y los testigos?
—Todo dispuesto. Ya puede empezar, Jake.
—¿La grabadora en marcha?
—Lo está ahora.
—Muy bien. Hendrick, un paso al frente. —Hendrick obedeció con aire desconcertado, como si empezara a fallarle la seguridad en sí mismo. El teniente Spieksma continuó a toda prisa—: Consejo de guerra llevado a cabo por orden del mayor F. X. Malley, oficial al mando del tercer regimiento, Campamento Arthur Currie, bajo la Orden General Número Cuatro, publicada por el general al mando de las cuestiones de Adiestramiento y Disciplina, referente a las Leyes y Ordenanzas de las Fuerzas Militares, Federación Terrena. A petición del capitán Ian Frankel, asignado a la Infantería Móvil y al frente del Segundo Batallón, Tercer Regimiento. El tribunal: Teniente Jacques Spieksma, asignado a la Infantería Móvil y al frente del Primer Batallón, Tercer Regimiento. Acusado: Hendrick, Theodore C., recluta siete nueve seis cero nueve dos cuatro. Artículo nueve mil ochenta. Delito: golpear a su oficial superior, estando la Federación Terrena en estado de emergencia.
Lo que me dejó atónito fue la rapidez con que se hacía aquello. De pronto me vi nombrado «oficial del tribunal», y se me ordenó que «retirara» a los testigos y los tuviera dispuestos. No sabía cómo iba a llevarme al sargento Zim si a éste no le daba la gana, pero él echó una mirada a Mahmud y a los dos soldados y todos salieron, a fin de no oír lo que allí se decía. Zim se separó de los demás y se limitó a esperar. Mahmud se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo que tuvo que apagar, ya que fue el primero al que llamaron. En menos de veinte minutos todos habían prestado declaración, relatando casi la misma historia que Hendrick. A Zim no le llamaron para nada.
El teniente Spieksma preguntó a Hendrick:
—¿Desea interrogar a los testigos? El tribunal le ayudará si lo desea.
—No.
—Póngase firme y diga «señor» cuando se dirija al tribunal.
—No, señor. —Y añadió—: Quiero un abogado.
—La ley no permite un abogado en un consejo de guerra. ¿Quiere declarar en su propia defensa? No se le exige que lo haga y, en vista de las pruebas presentadas, el tribunal no tomará nota judicial si decide no hacerlo. Pero se le avisa que cualquier declaración que haga puede ser utilizada en contra suya, y que será sometido a contrainterrogatorio.
—No tengo nada que decir. —Hendrick se encogió de hombros—. ¿De qué me serviría?
—El tribunal insiste: ¿desea declarar en su propia defensa?
—No, señor.
—El tribunal debe hacerle una pregunta técnica. El artículo según el cual se ve acusado ¿le fue dado a conocer antes del momento de la supuesta ofensa de que se le acusa? Puede contestar sí o no, o quedarse callado, pero es responsable de su respuesta, según el artículo nueve mil ciento sesenta y siete, que se refiere al perjurio.
El acusado siguió mudo.
—Muy bien. El tribunal volverá a leerle el artículo de la acusación en voz alta, y le repetirá la pregunta. «Artículo nueve mil ochenta. Cualquier miembro de las Fuerzas Militares que ataque o golpee, o intente atacar o golpear…».
—Oh, supongo que sí. Nos leen todo eso cada domingo por la mañana, una lista de cosas que no puedes hacer.
—¿Le fue o no le fue leído ese artículo en particular?
—Pues…, sí, señor. Lo fue.
—Muy bien. Habiéndose negado a declarar, ¿tiene algo que decir como circunstancias atenuantes?
—¿Señor?
—¿Quiere decirle al tribunal algo al respecto? ¿Cualquier circunstancia que crea que tal vez afecte a las pruebas presentadas? ¿O algo que pueda mitigar la supuesta ofensa, como por ejemplo, que estaba enfermo, o drogado, o sometido a medicación? No está bajo juramento en este punto; puede decir lo que quiera que crea que vaya a ayudarle. Lo que el tribunal trata de descubrir es esto: ¿hay algo en este caso que le parezca injusto? Si es así, ¿por qué?
—¡Claro! ¡Claro que es injusto! ¡Todo el caso es injusto! ¡Él me golpeó primero! ¿Me ha oído? ¡Él me golpeó primero!
—¿Algo más?
—¿Qué? No, señor. ¿No es bastante?
—El juicio ha terminado. Soldado Theodore C. Hendrick, ¡un paso al frente!
El teniente Spieksma había estado en posición de firmes todo el tiempo; ahora, el capitán Frankel se levantó también. De pronto, aquel lugar pareció helado.
—Soldado Hendrick, se le declara culpable de la acusación.
El estómago se me revolvió de repente. Se lo iban a cargar. Iban a ahorcar a Ted Hendrick. Y yo había desayunado junto a él precisamente esa mañana…
—El tribunal le sentencia —continuó la voz, mientras yo temía vomitar— a diez latigazos y a expulsión por mala conducta.
Hendrick tragó saliva.
—Quiero presentar mi renuncia al ejército.
—El tribunal no se lo permite. El tribunal desea añadir que su castigo es muy leve, sencillamente porque este tribunal no tiene jurisdicción para asignar un mayor castigo. La autoridad que le presentó ante este tribunal especificó un consejo de guerra, y este tribunal no va a discutir sus razones. Pero si usted hubiera sido sometido a un consejo de guerra general, es casi seguro que, con las pruebas presentadas ante este tribunal, dicho consejo le hubiera condenado a ser colgado por el cuello hasta morir. Es usted afortunado, y la autoridad que nos lo sometió ha sido muy misericordiosa. —El teniente Spieksma hizo una pausa y continuó—: La sentencia será llevada a cabo en cuanto la autoridad competente haya revisado y aprobado el informe, si es que lo aprueba. El tribunal se retira. Sáquenlo de aquí y enciérrenlo.
Lo último iba dirigido a mí, pero en realidad no tuve que hacer nada más que telefonear a la tienda de la guardia, que me entregó un recibo por Hendrick cuando se lo llevaron.
A la llamada para los enfermos, esa tarde el capitán Frankel me libró de servicio y me envió a ver al médico, el cual volvió a declararme apto para el servicio. Regresé a mi compañía justo a tiempo para vestirme y formar para la revista, y para que Zim me insultara por llevar «manchas en el uniforme». Bueno, él tenía una mancha aún mayor sobre un ojo, pero no se lo mencioné.
Alguien había levantado un gran poste en el terreno de revista, justo donde estaba el ayudante. Cuando llegó el momento de leer las órdenes, en vez de la «orden de rutina del día», u otra tontería semejante, dieron a conocer el consejo de guerra de Hendrick.
Luego le sacaron entre dos guardias armados, con las manos esposadas ante él.
Nunca había visto azotar a nadie. Allá en casa, cuando lo hacen en público, claro, siempre lo llevan a cabo detrás del Edificio Federal, y mi padre me había dado órdenes estrictas de que me apartara de allí. Intenté desobedecerle una vez, pero lo fui dejando de un día para otro y ya no volví a intentarlo.
Una vez es demasiado.
Los guardias le levantaron los brazos y sujetaron las esposas a un gancho en la parte superior del poste. Luego le quitaron la camisa, y resultó que ya estaba preparado y no llevaba camiseta. El ayudante dijo:
—Lleven a cabo la sentencia del tribunal.
Un cabo instructor de otro batallón se adelantó con el látigo. El sargento de guardia llevó la cuenta.
Es una cuenta muy lenta, cinco segundos entre cada azote, y parece mucho más. Ted ni siquiera parpadeó hasta el tercero, luego empezó a sollozar.
Lo siguiente que supe fue que estaba mirando al cabo Bronski. Este me golpeaba en el rostro y su mirada era intensa. Se detuvo y preguntó:
—¿Ya se encuentra bien? De acuerdo, vuelva a las filas. A paso ligero. Estamos a punto de pasar revista.
Eso hicimos, y volvimos al área de nuestra compañía. No comí mucho esa noche en la cena, pero tampoco lo hizo la mayoría.
Nadie dijo una palabra acerca de mi desmayo. Descubrí después que no había sido el único, que un par de docenas de chicos se habían desmayado también.