Yahveh dijo a Gedeón: Demasiado numeroso es el pueblo que te acompaña. […] pregona esto a oídos del pueblo: «El que tenga miedo y tiemble, que se vuelva y mire» […] Veintidós mil hombres de la tropa se volvieron, y quedaron diez mil. Yahveh dijo a Gedeón: «Hay todavía demasiada gente; Hazles bajar al agua y allí te los pondré a prueba» […] Gedeón hizo bajar la gente al agua y Yahveh le dijo: «A todos los que lamieren el agua con la lengua como lame un perro, los pondrás a un lado y a todos los que se arrodillen para beber, los pondrás al otro». El número de los que lamieron el agua con las manos a la boca resultó ser de trescientos. […] Entonces Yahveh dijo a Gedeón: «Con los trescientos hombres […] os salvaré […] todos los demás vuelvan cada uno a su casa».
Jueces, 7, 2-7
Dos semanas después de llegar allí, nos quitaron los catres. Quiero decir que tuvimos el dudoso placer de plegarlos, cargarlos seis kilómetros y dejarlos en un almacén. Para entonces ya no nos importó; el suelo parecía mucho más cálido y blando, especialmente cuando la alerta sonaba a media noche y teníamos que salir a rastras y jugar a la guerra, cosa que ocurría unas tres veces por semana. Pero yo me dormía inmediatamente después de una de esas maniobras; había aprendido a dormir en cualquier lugar, en cualquier momento, sentado, de pie, incluso marchando en fila. Hasta podía dormir al formar en parada por la tarde, en posición de firmes, y disfrutar de la música sin que ésta me despertara… Pero podía despertarme instantáneamente en cuanto se oía la orden de pasar revista.
Hice un descubrimiento muy importante en el Campamento Currie. La felicidad consiste en dormir lo suficiente. Sólo eso; nada más. Todas las personas ricas y desgraciadas que uno conoce toman pastillas para dormir. Los de Infantería Móvil no las necesitan. Denle a un soldado un catre y tiempo para dormir y se sentirá tan feliz como un gusano en una manzana…, un gusano dormido.
Teóricamente, disfrutábamos de ocho buenas horas de sueño cada noche, y una hora y media después de la cena como tiempo libre. Pero en realidad las horas de sueño dependían de las alertas, el servicio nocturno, las marchas por el campo y la voluntad de Dios y el capricho de todos los que estaban por encima de uno. Y en cuanto al tiempo libre de la tarde, si no lo fastidiaba algún servicio extra por delitos de poca monta, lo más normal era tener que sacarle brillo a los zapatos, lavar la ropa, cortarse el pelo (algunos tuvimos suerte con los peluqueros, pero hasta una cabeza afeitada al rape resultaba agradable, y cualquiera puede hacer eso), por no mencionar otras mil faenas más relacionadas con el equipo, la persona o las exigencias de los sargentos. Por ejemplo, aprendimos a contestar:
«¡Bañado!» al pasar lista por la mañana, lo que quería decir que uno se había tomado un baño al menos desde la diana anterior. Cualquiera podía mentir y salirse con la suya (yo lo hice un par de veces), pero al menos uno de nuestra compañía, que soltó esa palabra cuando había pruebas palpables y convincentes de que no se había bañado desde hacía cierto tiempo, fue fregoteado con cepillos duros y con jabón del suelo por sus compañeros de escuadrón mientras un cabo instructor vigilaba y soltaba sugerencias muy útiles.
Pero si no se tenía cosa más urgente que hacer después de la cena, cabía escribir una carta, tumbarse a la bartola, charlar, comentar sobre los mil y un fallos morales y mentales de los sargentos, y lo mejor de todo: hablar de la hembra de la especie (estábamos convencidos de que no existían tales criaturas, que sólo era un mito creado por la imaginación exacerbada; un chico de nuestra compañía afirmaba haber visto una chica allá en el cuartel general del regimiento, pero todos lo juzgaron un embustero y un fantasioso). O bien jugar a las cartas. Yo aprendí, y lo pagué bien caro, a no ir directamente al robo, y nunca lo he hecho desde entonces. En realidad, jamás he jugado a las cartas desde entonces.
O bien, si realmente se disponía de veinte minutos, se podía dormir. A eso se dedicaba la mayoría; casi siempre íbamos varias semanas atrasados en cuanto al sueño.
Tal vez haya dado la impresión de que el campamento era más duro de lo necesario. No es cierto.
Era lo más duro posible, y además a propósito.
Todo recluta estaba convencido de que se trataba de puro egoísmo, sadismo calculado, el gozo diabólico de unos tarados mentales al hacernos sufrir a los demás.
No era cierto. Estaba demasiado programado, era demasiado intelectual, estaba organizado con un exceso de eficiencia e impersonalidad, para ser crueldad por el puro placer de la crueldad. Se había planeado como una operación, y con propósitos tan carentes de emociones como los de un cirujano. Sí, admito que tal vez algunos instructores disfrutaban con ello, pero tampoco me consta que lo hicieran; y en cambio sí sé ahora que los oficiales de psicología trataban de rechazar a los déspotas al elegir instructores. Buscaban personas bien adiestradas en el arte de hacer la vida lo más dura posible para un recluta. Un déspota es alguien demasiado estúpido y demasiado involucrado emocionalmente para que resulte eficiente, y es probable que se canse de su diversión y acabe siendo demasiado blando.
Sin embargo, tal vez hubiera algún déspota entre ellos. Al fin y al cabo he oído decir que ciertos cirujanos (y no necesariamente los malos) disfrutan con los cortes y la sangre que acompañan al arte humano de la cirugía.
De eso se trataba: de cirugía. Su propósito inmediato consistía en librarse lo antes posible de aquellos reclutas que fueran demasiado blandos o demasiado infantiles para llegar a ser miembros de la Infantería Móvil. ¡Y vaya si se libraban de ellos a manadas! (Casi me tiraron a mí). Nuestra compañía se redujo al tamaño de una patrulla en las primeras seis semanas. A algunos se les dejó ir y se les permitió que, si lo deseaban, cumplieran su plazo de servicio en las unidades de no-combatientes; a otros se les despidió acusados de Mala Conducta, o de Actuación Insatisfactoria, o por Consejo Médico.
Generalmente, uno no sabía por qué se marchaba un hombre, a menos que le viera irse y él ofreciera voluntariamente esa información. Pero algunos de ellos se hartaban, lo expresaban en voz alta y presentaban la renuncia, perdiendo para siempre la posibilidad de disfrutar de privilegios políticos. Otros, en especial hombres maduros, no podían soportar el esfuerzo físico por mucho que lo intentaran. Me acuerdo de uno de ellos, un tipo agradable llamado Carruthers, que debía tener treinta y cinco años. Se lo llevaron en una camilla mientras seguía gritando, casi sin voz, que aquello no era justo… y que volvería.
Fue un poco triste porque apreciábamos a Carruthers y él lo había intentado de verdad, así que tratamos de apartar la vista y dimos por sentado que ya no le veríamos de nuevo, que era un firme candidato a las ropas civiles como inútil para el servicio. Sólo que sí le vimos de nuevo mucho después. Había rechazado la licencia (no estábamos obligados a aceptar la decisión médica) y nos lo encontramos como tercer cocinero en un transporte de tropas. Él se acordaba de mí y no paraba de hablar de los viejos tiempos, tan orgulloso de haber sido alumno del Campamento Currie como lo estaba mi padre de su acento de Harvard. Se juzgaba así un poco mejor que el marinero corriente. Bien, tal vez lo fuera.
Pero más importante que el propósito de quitarnos toda grasa superflua, y de ahorrar al gobierno los costes de entrenamiento de los que no servían para ello, estaba el propósito primordial de asegurarse, hasta donde fuera humanamente posible, de que ningún soldado entrara en una cápsula de bajada de combate a menos que estuviera preparado para ello: en forma, resuelto, disciplinado y entrenado. De lo contrario, no era justo para la Federación; desde luego, no era justo para sus compañeros de equipo y, lo peor de todo, no era justo para él mismo.
Pero ¿era acaso el campamento más duro de lo necesario?
Todo lo que puedo decir es esto: la próxima vez que tenga que hacer una bajada de combate quiero que los hombres que estén junto a mí sean graduados del Campamento Currie, o de su equivalente en Siberia. De otro modo me negaré a entrar en la cápsula.
Por supuesto, entonces yo pensaba que todo aquello era un montón de estupideces cargadas de malicia. Por ejemplo, cuando llevábamos allí una semana nos dieron una especie de uniforme marrón de desfile a cambio del traje de faena que habíamos soportado todo ese tiempo (los uniformes completos vinieron mucho más tarde). Me fui con la chaqueta al almacén y me quejé al sargento de aprovisionamiento. Como sólo tenía ese cargo y unos modales bastante paternales, le juzgué semi-civil. Aún no sabía leer entonces las cintas que llevaba en el pecho, o no me habría atrevido a hablarle.
—Mi sargento, esta chaqueta es demasiado larga. El comandante de mi compañía dice que me sienta como si fuera una tienda de campaña.
Miró la pieza del uniforme pero no la tocó.
—¿De veras?
—Sí. Quiero una que me siente bien.
Ni siquiera entonces se movió.
—Voy a decirte una cosa, hijito. Sólo hay dos tamaños en este ejército. Demasiado grande y demasiado pequeño.
—Sin embargo, el oficial de mi compañía…
—No lo dudo.
—Pero ¿qué voy a hacer?
—¡Ah! ¿Es un consejo lo que quieres? Bien, eso es lo que tenemos en el almacén…, y acabamos de recibirlo. Verás lo que haré. Te daré una aguja, incluso te daré una bobina de hilo. No necesitas tijeras; una hoja de afeitar es mucho mejor. Puedes estrecharla por las caderas, pero deja tela hacia los hombros porque habrás de ensancharla más adelante.
El único comentario del sargento Zim al ver mi obra fue:
—Puedes hacerlo bastante mejor. Dos horas de servicio extra.
De modo que lo arreglé para la revista siguiente.
Aquellas primeras seis semanas se dedicaron a endurecernos a base de ejercicios de desfile de tropas y de muchas marchas. Eventualmente, así como fueron aclarándose las filas por los que se iban a casa, o adonde fuera, llegamos al punto en que podíamos caminar ochenta kilómetros en diez horas sin agotarnos, lo que es una buena marca para un caballo, en caso de que usted nunca haya utilizado las piernas. Y no descansábamos deteniéndonos, sino cambiando el paso: marcha lenta, marcha rápida y trote. A veces recorríamos toda esa distancia, vivaqueábamos, comíamos las raciones de campaña, dormíamos en sacos de dormir y regresábamos al día siguiente…, marchando, por supuesto.
Un día partimos para una marcha diurna corriente, sin el saco de dormir sobre los hombros, sin raciones. No me sorprendió que no nos detuviéramos a almorzar; ya había aprendido a robar azúcar y pan duro de la cantina y a ocultármelo en los bolsillos pero, cuando seguimos alejándonos del campamento por la tarde, empecé a preocuparme. Sin embargo, había aprendido a no hacer preguntas tontas.
Nos detuvimos poco antes de anochecer, tres compañías ahora algo reducidas. Formamos un batallón y desfilamos sin música, se montó la guardia y se disolvió la formación. Inmediatamente alcé la vista hacia el cabo instructor Bronski porque era un poco más fácil tratar con él que con los demás, y porque yo sentía cierta responsabilidad. Daba la casualidad de que, en ese momento, yo era un caso cabo-recluta. Esas sardinetas no significaban demasiado —aparte del privilegio de llevarse las broncas por lo que hacía la propia escuadra además de por lo que hacía uno mismo—, y solían desvanecerse con la misma rapidez con que aparecían. Zim había probado primero a todos los de más edad como cabos, y yo había heredado un brazalete con las sardinetas dos días antes, cuando nuestro jefe de escuadra no pudo aguantar más y tuvo que ser llevado al hospital.
Así que dije:
—Cabo Bronski, ¿cuándo darán el pienso? ¿A qué hora comemos?
Me sonrió.
—Llevo un par de galletas. ¿Quieres que las comparta contigo?
—¿Cómo? ¡Oh!, no, señor; gracias. —Yo llevaba mucho más que un par de galletas; ya estaba aprendiendo—. ¿Acaso no van a tocar fajina?
—A mi tampoco me lo han dicho, hijo. Pero no veo que lleguen helicópteros. Ahora bien, si yo estuviera en tu lugar reuniría a mi escuadra y discurriría algo. Tal vez uno de vosotros consiga darle a un conejo con una piedra.
—Sí, señor, pero… ¿vamos a quedarnos aquí toda la noche? No tenemos sacos de dormir.
Sus cejas se alzaron.
—¿Que no hay sacos de dormir? ¡Vaya, sí que es cosa…! —Pareció meditarlo—. Hum… ¿Has visto alguna vez cómo se apretujan las ovejas unas contra otras bajo una tormenta de nieve?
—No, señor.
—Puedes probar. Ellas no se hielan, quizá vosotros tampoco. O bien, si no te gusta la compañía, prueba a caminar por ahí toda la noche. Nadie te molestará mientras sigas dentro de los límites de los centinelas. No te helarás si no paras de moverte. Claro que mañana tal vez estés un poco cansado… —dijo, y sonrió otra vez.
Saludé y me volví a mi escuadra. Reunimos las provisiones que llevábamos y nos las repartimos, así que acabé con menos comida de lo que tenía antes. Algunos idiotas ni siquiera se habían llevado nada, o se habían comido todo lo que llevaban durante la marcha. Pero unas cuantas galletas y un par de ciruelas hacen milagros para acallar ese despertador que es el estómago.
Y además, ese truco de las ovejas da buenos resultados. Toda nuestra sección, tres escuadras, lo puso en práctica. Claro que no lo recomiendo como el mejor modo de dormir, pues o uno está en el círculo exterior, helado por un lado y tratando de calentarse por el otro, o se encuentra en el interior más caliente pero sufriendo las patadas, los codazos y la halitosis de los demás. Uno va pasando de una posición a otra durante toda la noche, como si estuviera en un asador, sin despertar del todo pero sin estar profundamente dormido. Lo cual hace que una noche se alargue hasta parecer una eternidad.
Nos despertamos al amanecer al grito familiar de: «¡Arriba! ¡A paso ligero!», animados por los bastones que los instructores aplicaban con destreza sobre los que destacaban del montón, y luego hicimos ejercicios de calistenia. Me sentía como si fuera ya cadáver, y apenas comprendía que pudiera tocarme los pies. Pero lo hice a pesar del dolor y, veinte minutos más tarde, ya de nuevo en camino, sólo me sentía más viejo. El sargento Zim ni siquiera tenía arrugado el uniforme, y el muy canalla incluso se las había arreglado para afeitarse.
El sol nos calentaba la espalda mientras marchábamos, y Zim nos hizo cantar; música antigua al principio, como «Le Régiment de Sambre et Meuse», y «Caissons» y «Halls of Montezuma», y luego nuestra propia «Polca de las tropas», que lanza al paso rápido y luego al trote. El sargento Zim era incapaz de cantar afinado; todo lo que tenía era mucha voz. Pero Breckinridge si tenía un oído estupendo y nos arrastraba a todos, a pesar de las terribles notas desafinadas de Zim. Ya nos sentíamos otra vez orgullosos y satisfechos de nosotros mismos.
Pero no nos sentimos tan orgullosos ochenta kilómetros más tarde. Había sido una noche muy larga, y un día interminable, y Zim nos pegó una bronca por nuestro aspecto en la revista y algunos se llevaron un paquete por no haberse afeitado en los nueve minutos justos entre el término de la marcha y la presencia en la revista. Varios reclutas presentaron la renuncia esa noche, y yo pensé en ello, pero no lo hice porque llevaba aquellas sardinetas y no me habían degradado todavía.
Esa noche hubo una alerta de dos horas.
Más tarde aprendí a apreciar aquel lujo casi hogareño de sentirse escudado por dos o tres docenas de cuerpos cálidos porque, doce semanas después, me bajaron en cueros vivos en una zona primitiva de las Rocosas del Canadá, y tuve que encontrar el camino, más de sesenta kilómetros a través de las montañas. Lo hice, odiando al ejército a cada paso que daba.
Sin embargo, no estaba en demasiada mala forma cuando me presenté. Un par de conejos se habían despistado algo más que yo, de modo que no llegué muerto de hambre, ni completamente desnudo. Llevaba sobre el cuerpo una buena capa de grasa de conejo y de suciedad, y mocasines en los pies, ya que los conejos no necesitaban la piel para nada. Es curioso lo que se puede hacer con una astilla de roca si se dispone de una. Supongo que nuestros antepasados cavernícolas no eran tan torpes como a veces pensamos.
Otros lo consiguieron también, los que aún quedaban por allí para intentarlo y no quisieron renunciar antes que aceptar la prueba; todos excepto dos chicos, que murieron en ella. Todos volvimos a las montañas y nos pasamos trece días buscándolos, trabajando con helicópteros para dirigirnos desde arriba y el mejor equipo de comunicación para ayudarnos, y con los instructores con trajes electrónicos para supervisar y comprobar cualquier rumor, porque la Infantería Móvil no abandona a los suyos mientras quede una mínima esperanza.
Luego los enterramos con todos los honores a los sones de Esta tierra es nuestra y con el rango póstumo de capitán, los primeros de nuestro regimiento que llegaron tan alto. Porque de un capitán no se espera necesariamente que siga vivo (morir es parte de su oficio), pero si les preocupa mucho cómo muere. Ha de ser con la cabeza alta, a paso ligero y sin dejar de esforzarse.
Breckinridge fue uno de ellos; el otro era un australiano que no conocía. No fueron los primeros en morir en el adiestramiento, ni los últimos.