1
La mayoría de ellos murió en el incendio.
No todos: un centenar o más ni siquiera llegó al claro antes que la nave arrancara de la Tierra para desaparecer en el cielo. Algunos, como Elt Barker, que había saltado por el aire despedido de su motocicleta, no llegaron porque estaban heridos o habían muerto en el camino. Azares de la guerra. Otros, como Ashley Ruvall y la anciana señorita Timms, que trabajaba como bibliotecaria municipal los martes y jueves, salieron demasiado tarde o anduvieron con excesiva lentitud.
Tampoco murieron los que llegaron al claro. La nave desapareció en el cielo y aquel horrible poder agitador que se había apoderado de ellos se redujo a la nada antes que el incendio llegara a aquel lugar (aunque por entonces las chispas volaban ya y muchos de los árboles más pequeños, en el borde oriental, estaban en llamas). Algunos lograron avanzar por el bosque, a tropezones y renqueando, para adelantarse al feroz abanico que se extendía cada vez más. Claro que avanzar más hacia el oeste de nada sirvió a esos pocos (Rosalie Skehan entre ellos, junto con Frank Spruce y Rudy Barfield, hermano del difunto y poco lamentado Letrina) porque tarde o temprano se les acabaría el aire respirable, pese al viento. Por eso era necesario ir primero hacia el oeste y después girar al sur o al norte, en un esfuerzo por esquivar el frente del incendio…, maniobra desesperada en la cual el castigo por el fracaso no era perder el balón, sino quedar hecho cenizas en los Bosques Indios. Unos pocos (no todos, pero sí unos pocos) lo consiguieron.
Sin embargo, la mayoría murió en el claro, el mismo claro donde Bobbi Anderson y Jim Gardener habían trabajado con tanto ahínco durante tanto tiempo. Murieron a un par de metros de aquella cuenca vacía, de la cual se había soltado algo largo tiempo sepultado.
Habían sido usados con dureza por una potencia mucho mayor de lo que ese estado, aún temprano y vacilante de su «conversión», era capaz de soportar. La nave había buscado la red de sus mentes apoderándose luego de ella; la había usado para obedecer la débil pero inconfundible orden del Operador, que fue expresada como VELOCIDAD DE DISTORSIÓN a los circuitos organicocibernéticos de la nave. Las palabras VELOCIDAD DE DISTORSIÓN no constaban en el vocabulario de la nave, pero su concepto era el mismo.
Los vivos yacían por tierra; la mayoría de ellos, inconsciente; algunos profundamente aturdidos. Otros se incorporaron, entre gemidos, apretándose la cabeza, sin prestar atención a las chispas que llovían en derredor. Unos pocos, atentos al peligro que se les aproximaba por el este, trataron de levantarse, pero cayeron de nuevo.
Entre quienes no volvieron a caer se encontraba Chip McCausland, que vivía en Dugout Road con su amante y unos diez chicos. Dos meses y un millón de años antes, Bobbi Anderson había recurrido a él en busca de más hueveras para colocar en ellas su cada vez más expansiva colección de pilas. Chip avanzó hasta la mitad del claro, como un viejo ebrio, y se precipitó en la zanja abierta. Cayó hasta el fondo, chillando, y allí murió con el cuello roto y el cráneo hecho trizas.
Hubo otros, entre aquellos que comprendían el peligro del incendio y habrían podido escapar, que prefirieron no hacerlo. La «conversión» estaba acabada. Había terminado con la partida de la nave. La finalidad de sus vidas quedaba liquidada. Por eso se limitaron a permanecer sentados, esperando que el incendio se encargara de lo que restaba de ellos.
2
Al caer la noche quedaban menos de doscientas personas con vida en Haven. Casi todo el sector oeste del distrito, densamente boscoso, se había quemado o ardía aún. El viento cobró más potencia. El aire empezaba a cambiar, y los restantes Tommyknockers, jadeantes, cerúleos, se reunieron en el patio de Hazel McCready. Phil Golden y Bryant Brown pusieron el gran renovador de aire en marcha. Los demás se reunieron a su alrededor, tal como los antiguos granjeros debieron de haberse reunido alrededor de la estufa en las crudas noches de invierno. Su trabajosa respiración se fue aliviando poco a poco.
Bryant miró a Phil.
(¿Qué clima hará mañana?)
(Cielo despejado, vientos en disminución.)
Marie estaba a poca distancia. Bryant la vio relajarse.
(Bien…, menos mal.)
Menos mal…, por el momento. Pero los vientos no permanecerían en calma el resto de la vida. Y, una vez desaparecida la nave, sólo contaban con aquel artefacto y veinticuatro baterías de camión entre ellos y la asfixia.
(¿Cuánto tiempo?), preguntó Bryant. Nadie respondió. Sólo quedaba el brillo inexpresivo de esos ojos asustados, inhumanos, en la noche iluminada por el incendio.
3
A la mañana siguiente quedaban veinte menos. Durante la noche, la historia de John Leandro había alcanzado difusión internacional, con toda la fuerza de un mazazo. Los ministerios de Interior y Defensa lo negaron, pero decenas de personas habían tomado fotografías de la nave en el momento de elevarse hacia el cielo. Esas fotografías fueron de lo más persuasivas…, y nadie era capaz de controlar el torrente de filtraciones de «fuentes por lo general bien informadas», tales como los asustados residentes de las poblaciones vecinas y los agentes de la guardia nacional que habían llegado primero.
En las fronteras de Haven se mantuvieron barreras, al menos por el momento. El frente del incendio había avanzado hasta Newport, donde, por fin, estaba siendo dominado.
Durante la noche, varios Tommyknockers se volaron la tapa de los sesos.
Poley Andrews tomó un veneno.
Phil Golden, al despertar, descubrió que Queenie, la mujer con la cual se había casado hacía veinte años, se había arrojado al pozo seco de Hazel McCready.
Ese día se produjeron sólo cuatro suicidios; pero las noches…, las noches eran lo peor.
Ya avanzada la semana, cuando por fin el Ejército logró entrar en Haven, como una banda de ineptos asaltantes en una bóveda fortificada, apenas quedaban unos ochenta Tommyknockers en la ciudad.
Justin Hurd mató a un gordo sargento del Ejército con una escopeta de aire comprimido que escupía fuego verde. El gordo estalló. Un asustado miembro del E-4, que en ese momento pasaba a toda velocidad en un transporte de tropas frente al supermercado Cooder, apuntó hacia Justin la ametralladora calibre 50 tras la cual estaba sentado.
—¡Los he liquidado, pajarracos! —gritaba Justin, vestido sólo con un par de calzoncillos amarillentos y sus zapatos de trabajo anaranjados—. ¡Los he liquidado a todos, qué joder, pedazos de…!
Unas veinte balas de calibre 50 hicieron blanco en él. Justin también estalló, o poco menos.
El E-4 vomitó dentro de su máscara antigás y estuvo a punto de asfixiarse antes de que le ajustaran otra máscara al rostro.
—¡Que alguien se apodere de esa escopeta! —gritó un oficial, por un altavoz eléctrico. La máscara apagaba sus palabras, aunque no las deformaba—. ¡Cójanla, pero con cuidado! ¡Sujétenla por el cañón! ¡Repito: con sumo cuidado! ¡No la apunten contra nadie!
Como Gard habría dicho, el apuntar contra alguien siempre viene después.
4
Doce o más cayeron el primer día de la invasión, bajo los disparos de asustados soldados de gatillo fácil, muy jóvenes en su mayoría, que persiguieron a los Tommyknockers casa por casa. Al cabo de un tiempo, el temor de los invasores empezó a ceder. A la caída de la tarde comenzaron a divertirse; en realidad se sentían como si persiguieran conejos por el trigo. Otros veinticuatro o veinticinco murieron antes de que los médicos del Ejército y los altos cerebros del Pentágono comprendieran que el aire, fuera de Haven, resultaba mortal para aquellos mutantes de feria, que en otros tiempos habían sido honrados contribuyentes estadounidenses. El hecho de que los invasores no pudieran respirar el aire «dentro» de Haven debería haberles evidenciado lo inverso, pero entre tanto entusiasmo nadie pensaba con mucho acierto (algo que no habría sorprendido mucho a Gard).
Sólo quedaban unos cuarenta, dementes, en su mayoría; quienes no lo estaban se negaban a hablar. Se improvisó un cercado en la zona que pasaba por la plaza principal de Haven, debajo y a la derecha del ayuntamiento sin torre. Allí fueron confinados durante una semana, período en que murieron otros catorce.
Analizaron aquel aire alterado. La máquina que lo fabricaba fue estudiada con suma atención; las baterías agotadas fueron reemplazadas. Tal como Bobbi había sugerido, los grandes cerebros no tardaron en comprender la mecánica del artefacto. En el Instituto Tecnológico y en los principales laboratorios del país se estaban estudiando ya los principios subyacentes; los científicos casi vomitaban de entusiasmo.
Los veintiséis Tommyknockers restantes, que se sentían como los cansados restos de la última tribu apache en existencia, agotados y atacados de sífilis, fueron trasladados en un avión de carga, de ambiente acondicionado especial, hasta ciertas instalaciones gubernamentales de Virginia. Aquellas instalaciones, en cierta ocasión completamente incendiadas por una criatura, eran conocidas con el nombre de «El Taller». Allí fueron estudiados…, y allí fueron muriendo uno a uno.
La última en abandonar este mundo fue Alice Kimball, la maestra lesbiana (detalle que Becka Paulson había sabido de labios de Jesús, un caluroso día de julio). Murió el 31 de octubre… día de Halloween.
5
Más o menos en el momento en que Queenie Golden, de pie junto al pozo seco de Hazel, se preparaba para saltar, una enfermera entraba en el cuarto de Hilly Brown para verificar el estado del niño, que en los últimos días había mostrado algunas débiles señales de recuperar la consciencia.
Al mirar hacia la cama, frunció el entrecejo. Era imposible que estuviera viendo lo que veía; se trataba de alguna clase de alucinación, una doble sombra arrojada a la pared por la luz del corredor…
Abrió el interruptor de la pared y dio un paso más. Quedó boquiabierta. No era una alucinación. Veía dos sombras en la pared porque había dos niños en la cama. Dormían abrazados.
—¿Qué…?
Dio otro paso; su mano, sin que ella se diera cuenta, buscó el crucifijo que llevaba colgado al cuello.
Uno de ellos era Hilly Brown, por supuesto: flaco y consumido el rostro, los brazos reducidos a palillos, la piel casi tan blanca como las sábanas del hospital.
El otro niño le resultó desconocido. Tenía muy pocos años. Llevaba pantaloncitos cortos azules y una camiseta de verano con la leyenda: ME LLAMAN DOCTOR AMOR. Tenía los pies negros de polvo…, y algo en ese polvo pareció muy extraño a la enfermera.
—¿Qué…? —susurró otra vez.
El niño más pequeño se movió un poco y ciñó con más fuerza el cuello de Hilly con su bracito. Tenía la mejilla apoyada en el hombro del mayor. La mujer, con algo parecido al terror, notó que los dos se parecían mucho.
Decidió que debía informar al doctor Greenleaf. De inmediato. Y se volvió para marcharse, con el corazón acelerado, sin soltar el crucifijo. Entonces vio algo que resultó aún más imposible de comprender.
—¿Qué…? —susurró por tercera y última vez, con los ojos dilatados.
De nuevo aquel extraño polvo negro. Huellas en el suelo. Hacia la cama. El niñito había andado hasta la cama para meterse en ella. El parecido facial entre ambos sugería que se trataba del hermanito perdido de Hilly, a quien se había dado por muerto hacía tiempo.
Las huellas no llegaban desde el pasillo: comenzaban en medio de la habitación.
Como si el niñito hubiese aparecido de la nada.
La enfermera huyó de aquella habitación, llamando a gritos al doctor Greenleaf.
6
Hilly Brown abrió los ojos.
—¿David?
—Cállate, Hilly. Estoy dormido.
Hilly sonrió. No sabía con seguridad dónde estaba ni cuándo estaba. Sólo estaba seguro de que habían ocurrido muchas cosas malas. Pero ya no importaba qué cosas habían sido, porque todo estaba bien. Allí tenía a David, caliente y sólido contra su cuerpo.
—Yo también —dijo Hilly—. Mañana tengo que darte todos los juegos.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero tengo que dártelos. Lo prometí.
—¿Cuándo?
—No lo sé.
—Siempre que me des Crystal Ball… —dijo David, mientras se acomodaba con más firmeza en el hueco del brazo de Hilly.
—Bueno…, está bien.
Silencio. En la sala de enfermeras, algo más allá, había una vaga conmoción. Pero en la habitación todo era silencio y el dulce calor de los chicos.
—¿Hilly?
—¿Qué?
—Donde yo estaba hacía frío.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Ahora estás mejor?
—Mejor. Te quiero, Hilly.
—Yo también te quiero, David. Perdóname.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Ah.
La mano de David buscó a tientas la manta, la halló y tiró de ella hacia arriba. A ciento cuarenta millones de kilómetros con respecto al Sol y a cien parsecs del eje de la galaxia, Hilly y David Brown dormían abrazados.
19 de agosto de 1982
19 de mayo de 1987