NUEVE

LA PRIMICIA. CONCLUSIÓN

1

John Leandro estaba muerto. La primicia, no.

David Bright había prometido esperar noticias de Leandro hasta las cuatro, y estaba decidido a respetar su promesa… porque era cuestión de honor, por supuesto, pero también debido a que no estaba seguro de querer meterse en eso. Quizá en vez de primicia resultara una máquina trilladora. De cualquier modo, no dudaba de que Johnny Leandro le había dicho la verdad o la percepción que él tenía de la verdad, por descabellado que sonara todo. Johnny era un imbécil y a veces sacaba conclusiones precipitadas, pero no mentía (aun cuando hubiera tenido esa costumbre, Bright no lo creía tan inteligente como para fabricar algo tan complejo).

Esa tarde, a eso de las dos y media, Bright empezó de súbito a pensar en otro Johnny: el pobre Johnny Smith, que a veces tocaba objetos y recibía «sensaciones» con respecto a ellos. Eso también había sido descabellado, pero Bright lo había creído; había prestado oídos a lo que Smith decía que era capaz de hacer. No se podía mirar aquellos ojos acosados y no creerle. Bright no estaba tocando nada que hubiera pertenecido a John Leandro, pero veía su escritorio, al otro lado de la sala, con la terminal del ordenador pulcramente cubierta, y empezaba a recibir una sensación…, una sensación horripilante. Sentía que Johnny Leandro podía haber muerto.

Se dijo que eso era cosa de viejas locas, pero la sensación no desapareció. Recordó la voz de Leandro, desesperada y crepitante de entusiasmo. «Esta primicia es mía y no renunciaré así por las buenas». Pensó en los ojos oscuros de Johnny Smith, en su costumbre de frotarse sin cesar el lado izquierdo de la frente. Los ojos de Bright volvían, una y otra vez, a la procesadora de textos de Leandro, con su cubierta puesta.

Esperó hasta las tres. Para entonces, la sensación se había convertido en una realidad que lo enfermaba: Leandro había muerto. No existía el «quizá» en ello. Tal vez no tuviera otra premonición en su vida, pero ésta era innegable. Leandro no estaba loco ni herido ni había desaparecido: Leandro estaba muerto.

Cogió el teléfono. Aunque el número que marcó tenía el prefijo de Cleaves Mills, tanto Bobbi como Gard habrían pensado que, en realidad, se trataba de una llamada a larga distancia: cincuenta y cinco días después de que Bobbi Anderson tropezara en los bosques, alguien llamaba, por fin, a la policía de Dallas.

2

El hombre con quien Bright habló, en el cuartel de la Policía Estatal de Cleaves Mills, era Andy Torgeson. Bright lo conocía desde sus tiempos de universidad y podía conversar con él sin sentirse grabadas en la frente las palabras CAZADOR DE NOTICIAS, en letras rojas. Torgeson lo escuchó con paciencia, sin decir gran cosa. Bright le contó todo, comenzando por el hecho de que a Leandro le hubieran asignado la cobertura de la desaparición de los dos agentes.

—¿Le sangraba la nariz, se le cayeron dos dientes, tuvo un ataque de vómitos y quedó convencido de que todo eso era por el aire?

—Sí —confirmó Bright.

—¿Y eso que había en el aire también mejoró endiabladamente la recepción de su radio?

—En efecto.

—¿Y piensas que podría hallarse en graves problemas?

—Así es.

—Yo también creo que quizá esté en graves problemas, Dave. Al parecer, podría haberse vuelto loco.

—Sé que eso parece, pero tengo la impresión de que no ocurre así.

—David —insistió Torgeson, con mucha paciencia—, podría ser, al menos en las películas, que alguien se apoderara de una pequeña ciudad y la envenenara de algún modo. Pero hay una autopista que cruza esa población. Y está habitada. Y hay teléfonos. ¿Te parece que alguien sería capaz de envenenar a toda una ciudad o de aislarla del mundo exterior sin que nos enterásemos?

—La vieja carretera a Derry no es una autopista en realidad —señaló Bright—. Desde que terminaron el tramo de I-95 entre Bangor y Newport, hace treinta años, es casi una pista de aterrizaje desierta, con una línea amarilla en el centro.

—No irás a decirme que nadie la ha utilizado últimamente ¿verdad?

—No, no voy a decirte eso. Pero Johnny me comentó que había hablado con varias personas que llevaban un par de meses sin ver a sus parientes de Haven. Quienes trataron de viajar hasta allí para ver cómo estaban se pusieron enfermos y tuvieron que regresar a toda prisa. Casi todos lo atribuyeron a comidas en mal estado o algo así. También mencionó que, en un almacén de Troy, el dueño estaba haciendo un gran negocio vendiendo camisetas de verano, porque la gente salía de Haven con hemorragias nasales y se les manchaba la que llevaban. Y eso ocurre desde hace varias semanas.

—Sueños de drogadicto —repuso Torgeson, mientras miraba hacia el cuarto de la radio, al otro lado de la barraca; entonces vio que el telefonista se incorporaba de repente y pasaba el auricular del teléfono a la mano izquierda, para poder escribir con la derecha. En alguna parte había sucedido algo; por la atónita expresión del operador, no se trataba de que algún ladrón hubiera arrebatado la cartera a una señora. Siempre ocurría algo, claro está, siendo la gente lo que era. Y por poco que le gustara admitirlo, tal vez también en Haven estuviera ocurriendo algo. Todo le sonaba tan descabellado como el té de Alicia en el País de las Maravillas, pero David nunca le había parecido miembro de la brigada de los chiflados. Al menos, no de los que llevaban credencial.

—Tal vez —decía el periodista en ese momento—, pero eso se puede demostrar o desmentir mediante un simple viaje de un agente hasta Haven. —Hizo una pausa—. Te lo pido como amigo. No soy fanático de Johnny; pero estoy preocupado por él.

Torgeson seguía mirando hacia la oficina del telefonista, donde Smokey Dawson anotaba algo a toda velocidad. Levantó la vista, vio que Torgeson lo miraba y alzó una mano, con los dedos extendidos. Espera, decía el gesto. Algo gordo.

—Me encargaré de que alguien se dé una vuelta por allá antes de que el día termine —prometió Torgeson—. Si puedo iré yo mismo, pero…

—Si yo decidiera ir a Derry, ¿podrías recogerme?

—Tendré que llamarte —dijo Torgeson—. Aquí está ocurriendo algo. Dawson parece a punto de sufrir un ataque al corazón.

—Te esperaré —dijo Bright—. Estoy preocupado de verdad, Andy.

—Lo sé —repuso Torgeson. Bright no había mostrado el menor interés ante su mención de que algo importante estaba pasando, y eso resultaba muy extraño en él—. Te telefonearé.

Dawson salió de la oficina de radio. Era pleno verano y, a excepción de Torgeson, que estaba de turno, todos los agentes habían salido a la carretera. Se encontraban solos.

—Por Dios, Andy —dijo Dawson—, no sé cómo interpretar esto.

—¿Qué ocurre?

El agente sintió que el viejo entusiasmo de siempre se le agolpaba en el centro del pecho; de vez en cuando tenía intuiciones propias, acertadas dentro de la estrecha banda de su profesión. Algo gordo, sí. Dawson parecía haber recibido un golpe con un ladrillo. Ese viejo entusiasmo…, en general lo detestaba, pero una parte suya necesitaba de esa sensación. Y en aquel momento, esa parte de él efectuó una conexión súbita, exaltante; era irracional, pero también irrefutable. El asunto tenía algo que ver con la llamada de Bright. «Que alguien busque al Lirón y lo meta en la tetera del Sombrero Loco —pensó—. Me parece que el té está empezando».

—Hay un incendio forestal en Haven —dijo Dawson—. Tiene que ser un incendio forestal. Los informes dicen que parece haberse producido en los Bosques Indios, pero, no es seguro.

—¿Cómo que parece? ¿Qué significa eso?

—El informe proviene de un puesto de vigilancia contra incendios en China Lakes —dijo Dawson—. Detectaron humo hace una hora, a eso de las dos. Avisaron a Alerta contra Incendios, de Derry, y a la Estación Tres de Newport. Desde Newport, Unity, China y Woolwich enviaron camiones cisterna…

—¿Desde Troy y Albion no? ¡Caramba, si están a un paso!

—Troy y Albion no respondían.

—¿Y Haven?

—Los teléfonos no funcionan.

—Vamos, Smokey, no me toques los cojones. ¿Qué teléfonos no funcionan?

—En realidad, ninguno de ellos. —El operador miró a Torgeson y tragó saliva—. No lo he verificado personalmente, por supuesto. Aunque no es lo más descabellado. Es decir, suena a cosa de locos…

—Anda, suéltalo.

Dawson obedeció. Cuando hubo concluido, Torgeson tenía la boca seca.

La estación de guardabosques tres estaba a cargo del control de incendios en el condado de Periscot, siempre que el siniestro forestal no creara un frente muy grande. Su primera función era vigilancia; la segunda, detección; la tercera, localización. Parecía fácil, pero no lo era. En este caso, la situación se presentaba peor que de costumbre, porque el incendio había sido detectado desde treinta kilómetros de distancia. La estación tres pidió camiones cisterna convencionales porque aún era técnicamente posible que resultaran de utilidad: no habían podido comunicar con algún residente de Haven que les diera información al respecto. Hasta donde los guardianes de la estación tres apreciaban, el incendio parecía originarse en los pastos de Frank Spruce, hacia el este, a un kilómetro y medio bosque adentro. También enviaron, por cuenta propia, a tres equipos de dos hombres con vehículos de tracción cuádruple, armados con mapas topográficos, y un avión detector. Aunque se había referido a esa zona con el nombre popular de Bosques Indios, el jefe Wahwayvokah había muerto mucho tiempo antes. En esos momentos parecía más apto el nuevo nombre, nada racista, que figuraba en los mapas: Burning Woods[20].

Los camiones cisterna de los bomberos de Unity fueron los primeros en llegar…, por desgracia para quienes iban en ellos. A cinco o seis kilómetros del límite municipal de Haven, cuando el creciente dosel de humo todavía estaba a doce kilómetros de distancia por lo menos, los hombres de los vehículos empezaron a sentirse mal. Pero no uno o dos de ellos, sino siete. El conductor continuó la marcha… hasta que, de pronto, perdió el conocimiento agarrado al volante. El camión cisterna abandonó la carretera y se estrelló en los bosques cuando aún estaba a dos kilómetros y medio de Haven. Tres hombres perecieron en el accidente; dos murieron desangrados. Los dos que quedaron con vida abandonaron la zona a gatas, vomitando mientras se arrastraban.

—Dijeron que era como recibir un bombardeo de gases —explicó Dawson.

—¿Eran ellos los que hablaban por teléfono?

—No, por Dios. En estos momentos los llevan al Hospital Municipal de Derry, en ambulancia. Hablaba la estación tres. Están tratando de obtener detalles, pero en Haven, al parecer, pasan cosas mucho peores que un incendio forestal. Lo malo es que el incendio se está propagando. El servicio meteorológico anuncia viento del este al caer la noche y parece que nadie puede llegar allí para apagarlo.

—¿Qué más se sabe?

¡Jo-der! —exclamó Smokey Dawson, como si hubiese recibido una ofensa personal—. Los que se acercan a Haven se ponen enfermos. Cuanto más te aproximas a la ciudad, peor te sientes. Eso es todo lo que se sabe, aparte de que algo se está incendiando.

Ni un solo camión cisterna había llegado a Haven. Los que se aproximaron fueron los de China y Woolwich. Torgeson consultó el anemómetro de la pared y comprendió por qué: tenían el viento a su favor. Si el aire de Haven y sus alrededores estaba contaminado, el viento lo estaba llevando en dirección opuesta.

«Por Dios, ¿y si fuese algo radiactivo?»

Si se trataba de radiación, era de una clase que Torgeson desconocía. Las unidades de Woolwich informaban que los motores fallaban por completo al aproximarse al límite municipal de Haven. China había enviado una cisterna y un camión-tanque. La cisterna se descompuso, pero el camión continuó su marcha. De alguna manera, el conductor se las había arreglado para iniciar el regreso y salir de la zona peligrosa, cargado de hombres que vomitaban dentro la cabina, aferrados a los parachoques y despatarrados sobre el tanque. Casi todos sangraban por la nariz; varios, por los oídos; un ojo reventó a uno de ellos.

Todos habían perdido dientes.

«¿Qué clase de radiación es ésa, maldición?»

Dawson echó un vistazo a la cabina de la radio y vio que todas las luces de recepción estaban encendidas.

—La situación sigue empeorando, Andy. Tengo que…

—Ya lo sé —dijo Torgeson—. Tienes que hablar con gente enloquecida. Yo tengo que llamar al fiscal general de Augusta y hablar con más gente enloquecida. Jim Tierney es el mejor fiscal general que hemos tenido en Maine desde que me puse este uniforme. ¿Y sabes dónde está en estos alegres momentos, Smokey?

—No.

—¡De vacaciones! —exclamó Torgeson, y después soltó una carcajada casi demencial—. Las primeras desde que ocupó el cargo. El único hombre del Gobierno que podría comprender esta locura se encuentra acampado en Utah, con su familia. ¡En Utah, por todos los demonios!

—Qué bien.

—¿Qué mierda está ocurriendo?

—No lo sé.

—¿Alguna otra víctima?

—Ha muerto un guardabosques de Newport —respondió Dawson, como a desgana.

—¿Quién?

—Henry Amberson.

—¿Qué? ¿Henry? ¡Por Dios!

Torgeson tuvo la sensación de haber recibido un terrible puñetazo en la boca del estómago. Hacía veinte años que conocía a Henry Amberson; no se podía decir que fuese su mejor amigo ni nada por el estilo, pero jugaban a las cartas cuando había poco que hacer y, de vez en cuando, salían juntos de pesca. Las familias de ambos se reunían a veces para cenar.

«Henry, por Dios, Henry Amberson. ¡Y Tierney en Utah, joder!»

—¿Estaba en alguno de los jeeps que enviaron?

—Sí. Tenía un marcapasos, ¿sabes?, y…

—¿Qué, qué? —Torgeson dio un paso hacia el telefonista como para sacudirlo—. ¿Qué?

—Al parecer, el conductor del jeep informó por radio a la estación tres que le estalló en el pecho.

—¡Por Dios!

—Todavía no podemos estar seguros —agregó Dawson, en tono apresurado—. No se sabe nada con certeza. La situación es confusa aún.

—¿Cómo puede estallar un marcapasos? —preguntó Torgeson, con suavidad.

—No lo sé.

—Es una broma —declaró el policía, seco—. Una broma de mal gusto. O algo así como ese programa de radio, La Guerra de los Mundos.

Smokey, tímido, interpuso:

—No creo que sea una broma…, ni una mala interpretación.

—Yo tampoco —dijo Torgeson. Volvió a su oficina, hacia el teléfono—. ¡En Utah, joder! —repitió, con suavidad.

Y dejó que Smokey Dawson tratara de conseguir toda la información, cada vez más increíble, que le llegaba desde la zona cuyo centro era la granja de Bobbi Anderson.

3

Torgeson habría telefoneado primero a la oficina del fiscal general si Jim Tierney no hubiese estado en Utah, qué joder. Puesto que así era, lo postergó hasta realizar una breve llamada a David Bright.

—¿David? Habla Andy. Escucha…

—Nos han informado que hay un incendio en Haven, Andy. Tal vez sea grave. ¿Tienes noticias?

—Sí, David, pero no puedo llevarte allá. La información que me diste concuerda. Las cisternas y los equipos exploradores no consiguen llegar a la ciudad. Se ponen muy enfermos. Hemos perdido a un guardabosques, un muchacho que yo conocía. Dicen… —Sacudió la cabeza—. Olvidemos lo que dicen. Es demasiado descabellado para que sea cierto.

—¿Qué es? —la voz de Bright sonó excitada.

—No importa.

—Pero los bomberos y los equipos de rescate se ponen muy enfermos.

—Los equipos exploradores. No sabemos todavía si hace falta rescate o no. Y está ese asunto de los jeeps y las cisternas. Al parecer, los vehículos dejan de funcionar cuando se acercan a Haven…

—¿Qué?

—Como lo oyes.

—¡O sea que es como el pulso!

—¿El pulso? ¿Qué pulso? —El policía tuvo la loca idea de que Bright le hablaba del marcapasos de Henry, de que lo había sabido desde un principio.

—Es un fenómeno que se supone sigue a las grandes explosiones nucleares. Los coches se detienen.

—Dios mío. ¿Y las radios?

—También.

—Pero tu amigo dijo…

—En todo el dial, sí, por cientos. ¿Puedo al menos repetir lo que me has dicho acerca de los bomberos enfermos y los motores que se paran solos?

—Sí, pero cítame como «de fuentes generalmente bien informadas».

—¿Cuándo te has enterado de…?

—No tengo tiempo para entrevistas, David. Ese tal Leandro, ¿recurrió a Instrumental Maine para conseguir el equipo de oxígeno?

—Sí.

—Él pensó que era por el aire —musitó Torgeson, más para sí que para Bright—. Eso era lo que él pensaba.

—Andy… ¿sabes qué otra cosa detiene los motores de los coches según los informes que nos llegan de vez en cuando?

—¿Qué?

—Los ovnis. No te rías: es verdad. Los que han avistado platillos volantes a poca distancia, cuando están en automóviles o en aviones, casi siempre dicen que se les detuvo el motor hasta que el objeto en cuestión se alejó. —Hizo una pausa—. ¿Recuerdas al médico que se estrelló en Newport con su avión, hace una o dos semanas?

«La guerra de los mundos —pensó Torgeson, otra vez—. Qué montón de mierda».

Pero el marcapasos de Henry había… ¿Qué? ¿Estallado? ¿Era posible eso?

Se encargaría de averiguarlo. Sin duda alguna.

—Después te llamo, Davey —dijo. Y cortó la comunicación.

Eran las quince y quince. En Haven, el incendio que se había iniciado en la finca del viejo Frank Garrick, hacía ya más de una hora, se extendía hacia la nave en un arco cada vez más amplio.

4

Torgeson llamó a Augusta a las quince y diecisiete. A esa hora, dos vehículos con un total de seis investigadores viajaban ya hacia el norte por la I-95. La estación tres había llamado a la oficina del fiscal general a las catorce y veintitrés. La policía estatal de Derry lo hizo a las catorce y cuarenta y nueve. El informe de Derry incluía los primeros elementos extraños: el accidente de la cisterna de Unity y la muerte de un guardabosques, víctima aparente de su propio marcapasos. A las trece y treinta, hora del Oeste, el motor de un patrullero de Utah se detuvo en el lugar en que Jim Tierney había acampado con su familia. El agente le informó que se había producido una emergencia en su estado natal. ¿Qué tipo de emergencia? El agente había sido informado que ese dato estaba a disposición sólo de las autoridades máximas. Tierney hubiera podido telefonear a Derry, pero en Cleaves Mills estaba Torgeson, un tipo de confianza. Por el momento necesitaba hablar con alguien de confianza, sobre todo. Sintió un miedo lento en el estómago, una sensación de que eso tenía algo que ver con la única central nuclear de Maine; sólo algo de esa importancia habría provocado una respuesta tan extraordinaria en el otro extremo del país. El agente lo puso en comunicación. Para Torgeson fue un placer y un alivio oír la voz del fiscal general.

A las trece y treinta y siete, hora del Oeste, Tierney subió al asiento del coche patrulla.

—¿Qué velocidad marca esto? —preguntó.

—Este vehículo alcanza los doscientos kilómetros por hora, señor. Yo soy mormón y no temo llevarlo a esa velocidad, señor, porque estoy seguro de no ir al infierno. ¡Señor!

—Demuéstremelo —dijo Tierney.

A las catorce y tres, hora del Oeste, Tierney se hallaba en un Learjet sin más marcas que la bandera de Estados Unidos en la cola. Lo había estado esperando en un pequeño aeródromo privado, cerca de Cottonwoods, la ciudad de la que Zane Grey hablaba en Los jinetes de la pradera roja, libro favorito de Roberta Anderson durante su primera juventud, tal vez el que la había puesto en camino de convertirse en escritora de novelas de aventuras.

El piloto vestía de civil.

—¿Es usted del Departamento de Defensa? —preguntó Tierney.

El piloto lo miró con inexpresivas gafas de sol.

—Sí. —La única palabra que pronunció antes y después del vuelo o durante él.

Así fue como la policía de Dallas entró en el juego.

5

Haven no había sido otra cosa que un pueblo en la carretera, que pasaba su vida soñando cómodamente, lejos de los centros turísticos de Maine. Ahora llamaba la atención. La gente se encaminaba hacia ella formando verdaderas muchedumbres. Puesto que nada se sabía de las anomalías, informadas en número creciente, eran las nubes de humo en el horizonte lo que atraía a los curiosos, como las velas a las polillas. Sólo a las siete de la tarde lograría la policía estatal, con la ayuda de la guardia nacional, bloquear todos los caminos de acceso a la zona, tanto los de menor importancia como los principales. Hacia la mañana, el incendio se había convertido en el peor desastre forestal en la historia de Maine. El fuerte viento del Este llegó a su hora; a partir de entonces, no hubo manera de detener el frente de fuego. Eso no se comprendió de inmediato; pero, poco a poco, se llegó a la conclusión de que el incendio habría podido seguir su marcha sin que nadie lo combatiera, aun en un día de calma total. No se podía hacer mucho cuando resultaba imposible llegar al sector en llamas, y los esfuerzos por acercarse a la zona tenían resultados desagradables.

El avión de reconocimiento se había estrellado.

Un autobús cargado de componentes de la Guardia Nacional, unidad Bangor, se salió de la carretera, chocó contra un árbol y estalló, mientras el cerebro de su conductor reventaba como un tomate aplastado con un portón. Los setenta agentes murieron, pero quizá sólo la mitad de ellos en el accidente; el resto pereció en un infructuoso esfuerzo por arrastrarse fuera de la zona afectada.

Por desgracia, el viento soplaba en dirección adversa, como bien podría haberles informado Torgeson.

El incendio que se había iniciado en Burning Woods achicharró a media Newport antes de que los bomberos estuvieran en disposición de iniciar su trabajo…; pero se encontraban demasiado diseminados como para servir de algo: el frente de llamas cubría nueve kilómetros de longitud.

Hacia las siete de esa tarde, cientos de personas (algunos de ellos autotitulados bomberos; pertenecientes en su mayoría a la variedad de jardín Homo entrometidus) habían invadido la zona. Casi todos huyeron con prontitud, con los ojos dilatados y manando sangre por oídos y nariz. Algunos emergieron con los dientes sueltos en la mano, como si fuesen perlas acabadas de pescar. No pocos de ellos murieron… por no mencionar al centenar de indefensos residentes de Newport, sector Este, que recibieron una súbita dosis de Haven al arreciar de pronto el viento. De éstos, casi todos murieron en sus casas. Los que salieron a curiosear y se entretuvieron hasta asfixiarse con el aire podrido fueron hallados en las carreteras o en los arcenes, acurrucados en posición fetal, con las manos apretadas contra el estómago. Según informó un investigador al Washington Post algo más tarde (bajo la estricta condición de no ser identificado), en su mayoría parecían sanguinolentos humanos en estado de coma.

No fue tal el destino de Lester Moran, vendedor de libros de texto que vivía en un suburbio de Boston y pasaba casi todos sus días en las autopistas de Nueva Inglaterra.

Lester regresaba del viaje anual que hacía a fines del verano para cubrir las escuelas del distrito Aroostook. A eso de las dieciséis y quince vio abundante humo en el horizonte.

Lester se desvió de inmediato. No tenía prisa alguna por regresar, puesto que era soltero y no había hecho planes para las dos semanas siguientes. Pero se habría desviado aun cuando el congreso nacional de vendedores hubiese empezado al día siguiente, con él como orador principal, y aún no hubiera tenido su discurso redactado. No podía evitarlo: Lester Moran se volvía loco por los incendios. Era así desde su infancia. Pese a haber pasado los cinco últimos días en carretera, tener el trasero como una tabla y los riñones como ladrillos gracias a los condenados caminos de aquellas poblaciones, tan pequeñas que en su mayoría tenían coordenadas de mapas por nombres, Lester no lo pensó dos veces. Su cansancio desapareció; sus ojos adquirieron ese brillo especial que tan bien conocen y temen los jefes de bomberos, desde Manhattan a Moscú: el impío entusiasmo del pirómano nato.

Sin embargo, se trata de una clase de gente que los jefes de bomberos aprovechan… puestos entre la espada y la pared. Cinco minutos antes, Lester Moran (que había solicitado el ingreso en el cuerpo de bomberos de Boston a los veintiún años, y se había visto rechazado por tener una placa de acero en el cráneo) se sentía como un perro apaleado. Ahora, en cambio, parecía estar lleno de anfetaminas. Habría podido cargar con una manguera de treinta o cuarenta kilos y llevarla sobre sus hombros durante toda la noche, respirando humo así como otros hombres aspiran el perfume de un cuello femenino, y combatir las llamas hasta que las mejillas se le llenaran de ampollas y se le quemaran las cejas.

Abandonó la carretera de Newport y voló por la que llevaba a Haven.

La placa insertada en su cráneo era el resultado de un horrible accidente sufrido por Moran a los doce años. Arrollado por un automóvil, había volado nueve metros hasta estrellarse contra la terca pared de un depósito de muebles. Se le dio la extremaunción; el cirujano que lo operó anunció a los acongojados padres la posibilidad de que el niño muriera en un plazo de seis horas, o de que permaneciera en coma por varios días antes de sucumbir. Pese a eso, antes de que el día terminara el niño despertó, y les pidió un helado.

—Creo que es un milagro —exclamó la madre entre sollozos—. ¡Un milagro de Dios!

—Lo mismo digo —reconoció el cirujano, que le había visto el cerebro a través de un agujero abierto en el cráneo destrozado.

Esa tarde, al aproximarse a aquella deliciosa humareda, Lester empezó a sentirse algo descompuesto, pero lo achacó al entusiasmo y se olvidó del asunto. Después de todo, la placa de su cráneo casi duplicaba el tamaño de la que Jim Gardener tenía. La ausencia de vehículos policiales, camiones cisterna y equipos del Departamento Forestal le resultó extraordinaria y excitante a un tiempo. Por fin, al tomar una curva cerrada, vio un Plymouth volcado en la cuneta izquierda, con las luces del tablero aún encendidas. En el costado se leía la identificación: Departamento Forestal Derry.

Lester estacionó su viejo Ford y bajó para trotar hasta los restos. Había sangre en el volante, en el asiento y en la esterilla que cubría el suelo debajo del volante. También se veían gotas de sangre en el parabrisas.

Mucha sangre, en verdad, Lester se quedó mirándola, horrorizado, y después se volvió hacia Haven. La base del humo se había coloreado de rojo opaco. Hasta se oía ya el sordo crepitar de la madera quemada. Era como estar cerca de una enorme caldera abierta, la mayor del mundo… o como si a la mayor caldera del mundo le hubiesen brotado patas y se aproximara poco a poco.

Comparado con aquel ruido, comparado con la visión de ese resplandor titánico, el coche patrulla volcado y lleno de sangre perdió mucha importancia. Lester volvió a su automóvil y, después de una breve batalla con su conciencia, ganó mediante la promesa de que se detendría en el primer teléfono público que encontrara para llamar a la policía estatal de Cleaves Mills… no, de Derry. Como cualquier vendedor, Lester Moran llevaba un mapa detallado del territorio en la cabeza; después de consultarlo, decidió que la población más cercana era Derry.

Tuvo que resistirse a la loca tentación de exigir a su vehículo la máxima velocidad, que en esos tiempos era de unos noventa kilómetros por hora. A cada giro esperaba encontrarse con conos de señalización bloqueando la ruta, una confusión de vehículos estacionados de cualquier modo, el ruido de las radios policiales que transmitían mensajes a todo volumen, hombres de cascos y uniformes que gritaban a pleno pulmón.

No fue así. En vez de conos y nidos hirvientes de actividad, pasó junto al volcado camión cisterna de Unity, cuya cabina se había desprendido del cuerpo; el tanque vertía los restos de su carga. Lester, que estaba respirando tanto humo como aire, acto que hubiera matado a cualquier terrícola normal, se detuvo en la cuneta izquierda, hipnotizado por el laxo y blanco brazo que pendía de la ventanilla. Pequeños arroyos de sangre medio seca describían cursos erráticos por la vulnerable cara interior de aquel miembro.

«Aquí ocurre algo malo. Algo mucho peor que un incendio forestal. Tienes que salir de aquí, Les».

Sin embargo, se volvió de nuevo hacia el incendio. Y ésa fue su perdición.

El gusto a humo era más fuerte. El ruido del incendio no era ya un crepitar, sino un verdadero trueno. La verdad le cayó encima de pronto, como un balde de cemento: «Nadie hay que combata este incendio. Absolutamente nadie». Por algún motivo que él no lograba comprender, nadie había podido llegar a la zona… o no se había permitido que los equipos llegaran. Como resultado de ello, el incendio estaba fuera de control y, ayudado por el viento, crecía como los monstruos radiactivos en las películas de terror.

La idea lo descompuso de miedo… entusiasmo… y un júbilo oscuro, enfermizo. Estaba mal sentir algo así, pero le ocurría así y no podía negarlo. Tampoco era el único que lo experimentaba. Ese oscuro júbilo parecía formar parte de todos los bomberos a quienes había pagado una copa en su vida (es decir, de todos los bomberos que conoció desde que lo rechazaron por su examen físico).

Volvió a trompicones al coche, puso el motor en marcha con alguna dificultad (supuso que el entusiasmo lo había llevado a ahogar su maldito dinosaurio), pulsó el botón del acondicionador de aire a toda potencia y se encaminó hacia Haven de nuevo. Tenía perfecta conciencia de que su conducta era una idiotez de la más pura especie; después de todo, no era Superman, sino un vendedor de cuarenta y cinco años, medio calvo y aún soltero (siempre había sido demasiado tímido para invitar a las mujeres a salir). No sólo estaba actuando de un modo idiota. Por duro que pareciera ese dictamen, aun así era una racionalización. En verdad, se estaba comportando como un lunático; pero no podía detenerse, era como el heroinómano, que es incapaz de pararse cuando ve su mezcla esperándole en la cucharilla.

No podía combatirlo…

… pero sí ir a verlo.

Y sería algo magnífico de contemplar, se dijo. El sudor le corría por el rostro, como anticipándose al calor que le esperaba más adelante. Algo magnífico para ver, oh, sí. Un incendio forestal al que, por algún motivo, se le permitía extenderse sin el menor control; como millones de años antes, cuando los hombres eran poco más que una pequeña tribu de monos, acobardados en las cunas gemelas del Nilo y el Éufrates; cuando los grandes incendios estallaban por combustión espontánea, rayos o meteoritos caídos, y no por obra de cazadores borrachos a quienes importaba una mierda dónde cayeran sus colillas. Sería una caldera de color anaranjado intenso, una muralla de fuego de treinta metros de altura. Correría por los claros, los jardines y los henares como por las praderas de Kansas en 1840, devorando las casas con tanta celeridad que habría explosiones por el súbito cambio de presión del aire, tal como había ocurrido con las casas y las fábricas durante la Segunda Guerra Mundial y los ataques con bombas incendiarias. La misma carretera por la que transitaba desaparecería en esa caldera, como una autopista al infierno.

Se dijo que el pavimento comenzaría a correr en pegajosos arroyuelos de asfalto… y después a incendiarse.

Pisó el acelerador con más fuerza, en tanto pensaba: «¿Cómo no continuar? Cuando se tiene una oportunidad, una en la vida, de ver algo así, ¿cómo no continuar?»

6

—Es que no sé cómo explicárselo a mi padre —dijo el empleado de Instrumental Médico Maine.

Lamentaba haber discutido con él cuatro años antes, abogando para ampliar el negocio con alquileres de equipo. El padre se lo había echado en cara con la desaparición del primer equipo, (retirado por el anciano). Y ahora en Haven estallaba el infierno. La radio decía que era un incendio forestal, pero insinuaba también que quizá estuvieran ocurriendo allí cosas aún más extrañas. Y podía apostar a que jamás recuperaría el equipo alquilado esa misma mañana al periodista de las gafas. Y ahora dos tipos, nada menos que policías estatales, le pedían, no sendos equipos, sino seis. Eran corpulentos; más inquietante aún: uno de ellos era negro como el betún.

—Diga a su padre que se los hemos confiscado —dijo Torgeson—. Después de todo, ustedes proporcionan equipos respiratorios para bomberos, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Y en Haven hay un incendio forestal, ¿cierto?

—Sí, pero…

—Entonces, ¡tráigalos de una vez! No tengo tiempo para gilipolladas.

—¡Mi padre me matará! —gimió el hombre—. ¡Son los únicos que tenemos en existencia!

Torgeson se había cruzado con Claudell Weems, que entraba en el estacionamiento del cuartel en el mismo instante en que él salía. Claudell Weems, el único agente negro de la policía estatal de Maine, era alto; no tanto como el difunto Monstruo Dugan, pero sí de un muy respetable metro noventa. Tenía un diente de oro en la parte delantera de la boca, y, cuando se acercaba mucho a la gente con una sonrisa (a los sospechosos, por ejemplo, o a los empleados reacios), dejaba al descubierto aquel centelleante incisivo de oro y los ponía muy nerviosos. Cierta vez, Torgeson preguntó a Claudell Weems por qué ocurría eso. Claudell Weems lo atribuyó a esa vieja magia negra. Y rió hasta que los cristales de las ventanas parecieron estremecerse en los marcos.

Weems se inclinó hacia el empleado de Instrumental Maine muy de cerca, y empleó esa vieja magia negra que tan bien sabía usar.

Cuando salieron de la empresa con los equipos, el empleado no sabía muy bien qué acababa de ocurrir… pero sí que el tipo negro tenía el diente de oro más grande que él hubiera visto en su vida.

7

El viejo desdentado que había vendido la camiseta de verano a Leandro, de pie en su porche, presenció, inexpresivo, el veloz paso del coche patrulla de Torgeson. Después entró en la casa para hacer una llamada telefónica a un número con el que casi nadie habría podido comunicarse. Cualquier otro hubiera oído el ruido de sirenas que tanto había enfurecido a Anne Anderson.

Pero detrás del teléfono del viejo había un artefacto. Muy poco después estaba hablando con Hazel McCready, cada vez más acosada.

8

—¡Caramba! —dijo alegremente Claudell Weems, después de estirar el cuello para echar un vistazo al cuentakilómetros—. Veo que vamos a ciento treinta por hora. Puesto que, según opinión generalizada, eres el peor conductor de toda la policía estatal de Maine…

—¿Qué opinión generalizada? —protestó Torgeson.

—Mi propia opinión es que voy a morir muy pronto. No sé si tú crees en esa idiotez de conceder el último deseo a un condenado, pero en ese caso, podrías decirme de qué se trata todo esto. Es decir, si puedes contármelo antes de que el motor estalle.

Andy abrió la boca, pero la cerró de nuevo.

—No —dijo—, no puedo. Es una chifladura demasiado grande, pero te diré algo: quizá te sientas descompuesto. En ese caso, respira de inmediato el aire del equipo.

—¡Oh, cielos! ¿El aire de Haven está contaminado?

—No sé. Eso parece.

—¡Oh, cielos! —repitió—. ¿Quién hizo qué cosa?

Andy se limitó a sacudir la cabeza.

—Por eso no hay nadie que combata el incendio.

El humo hervía desde el horizonte en una guadaña cada vez más ancha…, blanca todavía en su mayor parte, gracias a Dios.

—No sé. Eso creo. Enciende la radio y sintoniza algo.

Weems parpadeó, como si pensase que Torgeson estaba loco.

—¿Qué sintonizo?

—Cualquier cosa.

Por lo tanto, Weems empezó a recorrer la banda policial. Al principio captó sólo el parloteo confuso y casi asustado de bomberos y policías, que querían combatir un incendio y no lograban llegar hasta él. Luego, algo más allá, oyeron una petición de refuerzos en el escenario de un robo. La dirección dada fue la de una licorería: Avenida Mystic 117, Medford.

Weems miró a su compañero.

—Caramba, Andy, no sabía que en Medford hubiera una avenida. ¿No es una pura callejuela?

—Creo —respondió Andy (y su propia voz parecía llegarle a los oídos desde muy lejos)— que esa llamada proviene de Medford, Massachusetts.

9

El motor de Lester Moran se apagó doscientos metros más allá del límite municipal de Haven. No tosió; no petardeó; no mostró la menor vacilación durante la marcha. Simplemente, se apagó en silencio y sin charangas. Lester bajó sin molestarse en retirar la llave de contacto.

El crepitar del fuego parecía llenar el mundo. La temperatura del aire había descendido diez o doce grados. El viento llevaba hacia él la densa humareda, pero impulsándola hacia arriba, de modo que la atmósfera todavía era respirable, aunque tenía un fuerte regusto acre y caliente.

A derecha e izquierda vio amplios sembrados; a la derecha, las tierras de Clarendon; a la izquierda, las de Ruvall. Se elevaban hacia los bosques en una larga cuesta ondulante. En esos bosques, Lester vio guiños rojos y anaranjados, cada vez más brillantes. De ellos surgía el humo en un torrente que iba oscureciéndose sin pausa. Se oían las secas explosiones de los árboles huecos, a medida que el fuego les sorbía el oxígeno como si fuese médula de huesos viejos. El viento no le daba de frente, pero poco faltaba; el fuego se extendería del bosque a los sembrados en cuestión de minutos…, tal vez de segundos. Su precipitada carrera hacia donde él estaba, con el rostro rojo y cubierto de sudor, podía resultar letalmente rápida. Lester quería estar en su coche cuando eso ocurriera. Arrancaría, por supuesto que sí; ese viejo amigo nunca le había fallado. Y ambos pondrían distancia por medio con respecto a aquella bestia roja que se aproximaba.

«¡Entonces vete! ¡Por el amor de Dios, vete! ¡Ya lo has visto! ¡Ahora vete!»

El caso era que, en realidad, aún no lo había visto. Sentía su calor; veía cómo guiñaba los ojos y escupía humo por sus fauces de dragón; pero todavía no había visto el fuego.

Y entonces lo vio.

Salió del sembrado de Luther Ruvall hacia su izquierda, en un ataque súbito. El frente principal del incendio corría por el interior de los Bosques Indios, pero ese brazo acababa de liberarse de la foresta. Los árboles agrupados en el borde del sembrado no resistieron al animal rojo. Por un momento parecieron oscurecerse, a medida que la luz subía de tono detrás de ellos: de amarillo a anaranjado, de anaranjado a rojo vivo. Luego se incineraron, sin más. Ocurrió en un instante. Por un momento, Lester vio las copas; un segundo después habían desaparecido. Era como el acto de algún prestidigitador fabuloso, de la clase que el pequeño Hilly Brown había deseado ser con toda su alma.

El frente del incendio estaba ante él: veinticuatro metros de altura, devorando árboles. Y Lester Moran permanecía allí, hipnotizado y boquiabierto. Las llamas empezaron a extenderse por la pendiente del campo. El humo se arremolinaba ya alrededor de Moran, más denso, asfixiante. Empezó a toser.

«¡Sal de aquí! ¡En el nombre de Dios, sal!»

Sí, saldría. Ya podía irse. Lo había visto. Era tan espectacular como él esperaba. Pero era igual que una bestia, sí. Y frente a una bestia, cualquier hombre en su sano juicio echaba a correr, corría tanto y tan rápido como le era posible. Todos los seres vivos hacían lo mismo. Todos los seres vivos…

Lester retrocedió hasta su coche y se detuvo.

Todos los seres vivos.

Sí, todos los seres vivos huían ante un incendio forestal. Se rompían todos los esquemas. El coyote huía junto al conejo. Sin embargo, por aquel campo no corrían coyotes ni conejos; no había pájaros en el cielo plomizo.

Nadie había allí, sólo él.

Ni pájaros ni otros animales huían del incendio. Eso significaba que no los había en el bosque.

El coche patrulla volcado. Sangre por doquier.

La cisterna que había chocado en el bosque. El brazo ensangrentado.

«¿Qué está pasando aquí?», gritó su mente.

No lo sabía… pero sí sabía que era preciso ponerse las botas de siete leguas. Abrió la portezuela… y se volvió a mirar por última vez.

Lo que vio elevarse de esa gran columna de humo le arrancó un grito. Aspiró humo, tosió y volvió a gritar.

Algo, algo enorme, se estaba elevando entre el humo como la ballena más grande de la creación.

Los rayos del sol, nublados por el humo, relumbraban mansamente en su costado. Y el objeto seguía ascendiendo, ascendiendo… y no se oía ruido alguno, salvo el torpe avance del fuego, tronante, crepitante.

Hacia arriba… hacia arriba…

Estiró el cuello para seguir aquel avance lento, imposible. Por eso no llegó a ver el objeto, pequeño y extraño, que surgía del humo y correteaba por la carretera hacia él. Era un carrito rojo que, a principios del verano, había pertenecido al pequeño Billy Fannin. En el centro del carrito había una plataforma. En la plataforma, una cortadora «Benson», poco más que una hoja en el extremo de una vara larga. Esa hoja era manejada por un control remoto en forma de pistola. Aún colgaba de ella un rótulo de propaganda: LA BENSON CORTA HASTA LAS TORMENTAS. Estaba montada sobre un eje y se parecía un poco a la proa saliente de un absurdo navío.

Lester, acurrucado contra el coche, miraba al cielo cuando el sensor de electroencefalograma del artefacto (que había iniciado su vida como sonda de carne) puso en marcha el arranque electrónico de la podadora (modificación que los diseñadores de Benson nunca habían tenido en cuenta). La hoja cobró vida con un chirrido; el pequeño motor de gasolina aulló como un gato herido.

Lester se volvió. Algo parecido a una caña de pescar con dientes corría hacia él. Dio un grito y se lanzó hacia la parte trasera de su coche.

«¿Qué está ocurriendo aquí? —chillaba su mente—. ¿Qué está ocurriendo, qué está pasando, ocu…?»

La podadora giró sobre su eje, en busca de Lester, siguiendo sus ondas cerebrales, percibidas como pequeños pulsos no muy diferentes de las señales de radar. No era una máquina muy inteligente (su cerebro había pertenecido a un juguete programable llamado el Tanque Terrible), pero sí lo bastante como para no perder el paso a la baja emisión eléctrica de Lester Moran. A su batería, como quien dice.

¡Vete! —chilló Lester, en tanto el carrito de Billy Fannin traqueteaba hacia él—. ¡Sal de aquí! ¡Veteee!

Pero el carrito pareció saltar en su dirección. Lester Moran zigzagueó con el corazón golpeándole a endiablada velocidad en el pecho. La podadora zigzagueó con él. Lester trató de desviarse otra vez… pero una sombra enorme, que se movía con lentitud, cayó sobre él. A su pesar, levantó la vista. No pudo evitarlo. Entonces, sus pies se enredaron y la podadora dio un salto. Su hoja en movimiento mascó la cabeza del vendedor. Aún estaba trabajando en eso cuando el incendio la devoró, junto con su víctima.

10

Torgeson y Weems vieron al mismo tiempo el cadáver tendido en la carretera. Ambos estaban respirando el aire del equipo: la náusea los había afectado con atemorizante potencia, pero desaparecía por completo si se ponían la máscara. Leandro había acertado: el aire. «Algo» en el aire.

Claudell Weems dejó de hacer preguntas a partir del momento en que captaron la emisora de radio de la Policía de Massachusetts. Desde entonces se limitó a cruzar las manos en el regazo, y a mover los ojos con cautela. Al girar el dial de la radio habían tenido la información sobre las andanzas policiales de sitios tan interesantes como Friday, Dakota del Norte, y Arnette, Texas.

Torgeson detuvo el motor y ambos bajaron. Weems hizo una pausa; luego sacó el arma contra disturbios que iba sujeta bajo el tablero. Torgeson hizo una señal de asentimiento. Las cosas empezaban a aclararse. No ganaban en cordura, pero sí en claridad. Gabbons y Rhodes habían desaparecido al volver de aquella ciudad. Monstruo había estado allí el día antes de suicidarse. Como decía la canción de Phil Collins, la de tambores escalofriantes: I can feel it in the air tonight.[21]

Estaba en el aire, sí.

Con suavidad, Torgeson volvió al hombre boca arriba; debía de ser el que había dado la alarma sobre tanta locura.

A lo largo de su carrera había tenido que recoger muchas cosas feas en las autopistas; aun así, ahogó una exclamación y apartó la mirada.

—Por Dios, ¿qué lo golpeó? —preguntó Weems.

La máscara apagaba sus palabras, pero su tono de horror surgió con claridad.

Torgeson no lo sabía. Una vez había visto a un hombre atropellado por una máquina quitanieves. Se parecía un poco a eso.

El tipo era sangre desde lo que había sido la cabeza hasta la cintura. La hebilla del cinturón se le había clavado muy profundo en el cuerpo.

—Caramba, lo siento —murmuró, depositando el cuerpo con suavidad en el suelo.

Hubiese podido buscar la billetera, pero no quería saber nada más de aquel cuerpo destrozado. Se encaminó hacia el coche patrulla. Weems se puso a su lado, con el arma inclinada contra el pecho. A lo lejos, hacia el Oeste, el humo se espesaba segundo a segundo, pero hasta allí sólo llegaba un vago olor a madera.

—Esto es una locura —dijo Weems, a través de la máscara.

—Sí.

—No me gusta estar aquí.

—No.

—Creo que deberíamos despejar esta zona cuanto an…

Desde atrás les llegó el ruido de algo que crepitaba. Por un momento, Torgeson pensó que sería el fuego. Estaba relativamente lejos, pero también podía llegar hasta allí. ¡Era bastante razonable! Cuando uno estaba tomando el té con el Sombrerero, cualquier cosa era razonable. Al volverse se dio cuenta de que el ruido no era de ramas quemadas, sino rotas.

—¡A la mierda! —gritó.

Torgeson quedó boquiabierto.

La máquina de Coca-Cola, estúpida pero segura, volvía a atacar. En esa ocasión salió de entre la maleza, a un lado de la carretera. Tenía roto el vidrio frontal y arañados los flancos. En la parte metálica del frente se veía una forma horriblemente sugestiva, hundida de tal modo que daba la sensación de estar esculpida.

Parecía media cabeza.

La máquina avanzó por encima de la carretera y permaneció suspendida ante ellos en el aire por un instante, como un ataúd pintado de colores alegres. Al menos lo parecían, hasta que uno veía la sangre que empezaba a secarse en manchas parduscas.

Torgeson percibió un leve zumbido y un chasquido. «Como de relés —pensó—. Tal vez está dañado; pero aun así…»

La máquina de Coca-Cola se lanzó de súbito, en línea recta, hacia ellos.

—¡Hijaputa! —gritó Weems. En su voz había espanto y terror, pero también una especie de risa enloquecida.

—¡Dispárale, dispárale! —gritó Torgeson, y saltó hacia la derecha.

Weems dio un paso atrás y cayó sobre el cadáver de Leandro. Ésa fue una gran estupidez. También, algo afortunado. La máquina de Coca-Cola le pasó a pocos centímetros. En tanto se ladeaba para otro ataque, Weems se incorporó para dispararle tres tiros con celeridad. Las balas explotaron en el interior, en metálicas margaritas de centros negros. La máquina empezó a zumbar y se detuvo, moviéndose en el aire como si tuviera el mal de Huntington.

Torgeson, a su vez, sacó la pistola de servicio y disparó cuatro veces. La máquina de Coca-Cola se encaminó hacia él, pero se la veía letárgica, incapaz de cobrar velocidad. Se detuvo con una sacudida, dio un salto hacia adelante, volvió a detenerse y saltó otra vez. Se meneaba de lado a lado, como si estuviese ebria. El zumbido se hizo más fuerte. Por la puerta de acceso corrían pegajosos arroyos de refresco.

Cuando se encaminó hacia él, Torgeson la esquivó con facilidad.

—¡Al suelo, Andy! —gritó Weems.

Torgeson se dejó caer. Claudell Weems disparó otras tres veces contra la máquina, tan deprisa como pudo. Al tercer disparo algo estalló dentro del aparato. Una breve bocanada de fuego y otra de humo lamieron un costado de su mole.

Fuego verde, según vio Torgeson. ¡Verde!

La máquina de Coca-Cola cayó al suelo, a unos seis metros del cadáver de Leandro. Por un instante se tambaleó y cayó con un estruendo hueco y tintinear de vidrios rotos. Hubo tres segundos de silencio; luego, un largo graznido metálico. Cesó. La máquina de Coca-Cola yacía muerta sobre la línea blanca, en medio de la carretera Nueve. Su pellejo blanco y rojo estaba lleno de balazos. Despedía humo por todos lados.

—Acabo de extraer mi arma reglamentaria y de matar a una máquina de Coca-Cola, señor —dijo Claudell Weems, en tono hueco, dentro de su máscara.

Andy Torgeson se volvió hacia él.

—Y no le ordenaste que se detuviera ni hiciste el disparo de advertencia. Te mereces una suspensión, pedazo de idiota.

Se miraron uno al otro por encima de las máscaras y se echaron a reír. Claudell Weems rió tanto que estuvo a punto de doblarse en dos.

«Verde —pensó Torgeson. Aunque seguía riendo, nada parecía muy divertido allí adentro, allí donde vivía—. El fuego que salía de esa mierda era verde».

—No hice el disparo de advertencia —carcajeó Weems, sin aliento—. No, no lo hice. No lo hice.

—Violaste sus malditos derechos —apuntó Torgeson.

—¡Habrá que hacer una investigación! —Weems rió—. Caramba, hombre. Es decir… es decir…

Se tambaleó. Había mucho Claudell Weems para tambalear. De pronto, Torgeson se dio cuenta de que él también estaba mareado. Estaba respirando oxígeno puro. Hiperventilación.

—¡Basta de risa! —gritó. Su voz parecía venir desde muy lejos—. ¡Basta de risa, Claudell!

De algún modo cruzó la distancia que lo separaba de su compañero. Parecía muy grande. Cuando estuvo casi junto a Weems, que se tambaleaba, tropezó. El negro se las compuso para sujetarle y, por un momento, ambos se movieron igual que ebrios abrazados, como Rocky Balboa y Apollo Creed al terminar una pelea.

—Me estás haciendo caer, cabrón —murmuró Weems.

—Vete a la mierda. Tú has empezado.

El mundo se fue aclarando poco a poco. Onduló y volvió a aclararse. «Hay que respirar con lentitud —pensó Torgeson—. Hondo y con lentitud, sin esfuerzo. Quieto, palpitante corazón mío». Eso último le hizo reír un poquito otra vez, pero se dominó.

Los dos volvieron hacia el coche patrulla, zigzagueando y abrazados por la cintura.

—El cuerpo —recordó Weems.

—Déjalo por ahora. Está muerto. Nosotros, no. Por ahora.

—Mira —dijo Weems, mientras pasaban junto a los restos de Leandro—: ¡Los «chichones» se han apagado!

Las señales luminosas azules instaladas sobre el techo del vehículo, que los policías llamaban chichones, estaban apagadas y oscuras. No podía ser así; los agentes tenían muy grabada la costumbre de dejarlas encendidas en el escenario de un accidente.

—¿Tú las…? —comenzó Torgeson.

Pero se interrumpió.

Algo había cambiado en el paisaje. El día era más oscuro, como cuando una gran nube se levanta delante del sol o cuando se inicia un eclipse. Se miraron. Luego, se volvieron. Torgeson fue el primero en verla: una gran silueta plateada que emergía de la humareda. Su enorme borde relumbraba.

—¡Dios bendito! —chilló Weems.

Su manaza parda encontró el brazo de Torgeson y se agarró a él. Andy apenas la sintió, aunque al día siguiente se descubriría moretones con la forma de aquella mano.

Subía… subía… subía. La luz del sol, nublada por el humo, centelleaba sobré su metálica superficie plateada. Se elevaba formando un ángulo de unos cuarenta grados. Parecía ondular un poco, aunque eso podía ser ilusión óptica o efecto del calor.

Claro que todo era una ilusión. Por fuerza. No había modo de que fuera real. Era alucinación provocada por el oxígeno.

«Pero ¿cómo es posible que los dos tengamos la misma alucinación?»

—Oh, Dios querido —gruñó Weems—. ¡Es un platillo volante, Andy, es un platillo volante, maldita sea!

Pero a Torgeson no le parecía eso, sino el lado inferior de una bandeja del ejército. La bandeja más grande jamás creada. Subía y subía. Uno pensaba que ya debía de terminar, que de inmediato aparecería un neblinoso margen de cielo entre ella y las nubes de humo, pero seguía su ascensión. Y los árboles, el paisaje entero quedaban reducidos al enanismo. Junto a eso, la humareda del incendio parecía una voluta despedida por un par de colillas sin apagar. Cada vez llenaba una parte mayor del cielo, borrando el horizonte. Se elevaba, oh, se elevaba de los Bosques Indios, y era mortalmente silencioso. No había ruido. Ningún ruido.

Lo miraron. Y por fin Weems se aferró a Torgeson y Torgeson a Weems. Se abrazaron como niños. Y Andy pensó:

«Oh, si cae sobre nosotros…»

Y aún subía entre el humo y el fuego. Subía, como si jamás fuese a terminar.

11

Al caer la noche, la guardia nacional había aislado a Haven del mundo exterior. La rodearon. Los que estaban contra el viento llevaban equipos de oxígeno.

Torgeson y Weems lograron salir; pero no en el coche patrulla, que estaba tan muerto como John Wilkes Booth, sino a pie. Cuando hubieron consumido el oxígeno del último tubo, pasándoselo de uno a otro, estaban ya en Troy y descubrieron que podían respirar el aire exterior. Claudell Weems dijo más tarde que el viento los había favorecido. Salieron a pie de lo que pronto se denominaría «zona de contaminación» en los informes gubernamentales de máximo secreto. La de ellos fue la primera información oficial de qué sucedía en Haven; pero, por entonces, ya habían llegado cientos de informes no oficiales sobre las características letales del aire en la zona… y miles de informes sobre un gigantesco ovni al que se había visto elevarse entre el humo de los Bosques Indios.

Weems salió con una hemorragia nasal. Torgeson perdió seis piezas dentales. Ambos se consideraron afortunados.

El perímetro inicial, formado por componentes de la guardia nacional de Bangor y Augusta, era bastante estrecho. Hacia las nueve de la noche había sido fortalecido por compañeros de Limestone, Presque Isle, Brunswick y Portland. Al amanecer, otro millar de ellos, con más equipo de batalla, fue trasladado en avión desde las ciudades costeras.

Entre las diecinueve y la una, NORAD estaba en DEFCON-2.

El presidente sobrevolaba el Medio Oeste a sesenta mil pies de altura en Looking glass y mascando Tums, cinco y seis juntos.

El FBI entró en escena a las dieciocho; la CIA, a las diecinueve y quince. Hacia las veinte todos discutían a gritos por la jurisdicción de cada uno. A las veintiuna y quince, un asustado y enfurecido agente de la CIA, llamado Spacklin, disparó contra un agente del FBI, cuyo nombre era Richardson. El incidente fue acallado, pero tanto Gardener como Bobbi Anderson lo habrían comprendido a la perfección: la policía de Dallas se hallaba en el lugar y controlaba la situación por completo.