GARD Y BOBBI
1
Gardener sabía que Bobbi no tardaría en actuar. La Antigua Bobbi había cumplido con lo que la Nueva y Perfeccionada Bobbi consideraba como su última obligación para con el bueno de Jim Gardener, que había acudido para salvar a su amiga y se había quedado a pintar una endemoniada y extraña cerca.
Más aún, pensaba que lo haría con el estribo: Bobbi quería ser la primera en subir y, una vez arriba, no le enviaría el aparejo. Y él quedaría, junto a la escotilla, y allí moriría, al lado de aquel símbolo desconocido. Bobbi no necesitaría siquiera entenderse con la incómoda realidad del asesinato. No tendría que pensar tampoco en que el viejo Gard acabaría en una lenta y angustiosa muerte por hambre, pues el viejo Gard moriría muy pronto de hemorragias múltiples.
Pero Bobbi insistió en que él fuera el primero en subir. La expresión sardónica de sus ojos indicaba que le había adivinado el pensamiento…, sin necesidad de leerle la mente.
El estribo se elevó en el aire y Gardener se aferró al cable, dominando la necesidad de vomitar. Pronto sería imposible hacerlo, pero Bobbi le había enviado un pensamiento que le llegó con claridad en cuanto estuvieron fuera de la escotilla:
(No te quites la máscara hasta que estés arriba.)
¿Los pensamientos de Bobbi eran ahora más claros o se trataba sólo de su propia imaginación? No, no era imaginación. Ambos habían recibido otro impulso dentro de la nave. La camisa se le estaba empapando con la sangre que seguía brotando de su nariz; la máscara de aire también estaba llena. Era la peor hemorragia nasal de cuantas había sufrido desde que Bobbi lo llevó a la excavación por primera vez.
(¿Por qué?), emitió él, mientras ponía todo el cuidado posible para proyectar sólo el pensamiento superficial y nada más profundo.
(Casi todas las máquinas que hemos oído funcionar eran circuladores de aire. Si respirases lo que hay ahora en la zanja, morirías tan pronto como si hubieses respirado lo que había en la nave cuando abrimos. Las dos atmósferas tardarán todo el resto del día, por lo menos, en igualarse.)
No era el tipo de pensamiento que alguien esperaría de la mujer que quería matarlo… pero los ojos de Bobbi seguían con aquella expresión… que coloreaba todos sus pensamientos.
Prendido del cable para no caer, mordiendo la boquilla de goma, Gard trataba de dominar su estómago.
El ascensor de cuerdas llegó arriba. Gard se alejó, aunque sentía las piernas como si estuviesen hechas de bandas elásticas y clips sujetapapeles. Apenas reparó en la aspiradora con su cable que seguía manipulando los botones. «Cuenta hasta diez —pensó—. Cuenta hasta diez y aléjate todo lo posible de la zanja. Después quítate la máscara y respira lo que haya. De cualquier modo, prefiero morir antes que seguir sintiéndome así».
Apenas pudo alejarse cinco pasos. Ante sus ojos bailaban imágenes descabelladas: el momento en que había vaciado una copa en el escote de Patricia McCardle; Bobbi, que se tambaleaba en su porche, recibiéndolo a su llegada; el hombre grandote, con la boquilla dorada sobre la nariz y la boca, volviéndose para mirarlo por la ventanilla de un jeep, mientras él yacía borracho en el porche…
«Si cavase en varios lugares diferentes, allá en la cantera, quizá encontraría también ese jeep», pensó. Y fue en ese momento cuando su estómago se rebeló sin más.
Arrojó a un lado la máscara y vomitó, buscando a tientas el tronco de un pino para apoyarse.
Lo hizo otra vez. Nunca en su vida había vomitado de aquel modo, aunque había leído algo al respecto. Devolvía casi todo sangre. Y surgía como andanadas de balas. Casi parecían balas. Era un ataque de vómito proyectil. Los médicos no lo consideraban buena señal.
Un velo negro cayó ante su vista. Las rodillas se le aflojaron.
«¡Oh, mierda, me estoy muriendo!», pensó. Pero la idea no parecía tener valor emocional. Era una mala noticia, ni más ni menos. Sintió que su mano resbalaba por la corteza del pino y palpó la savia. Cobró vaga conciencia de que el aire olía mal, amarillo, sulfúrico, tal como huele una fábrica de papel después de una semana de clima muy húmedo. No le importó. No sabía si existían los Campos Elíseos o sólo una negra nada, pero lo que fuese no tendría ese hedor. Tal vez saliera ganando, de un modo u otro. Lo mejor era dejarse ir. Dejarse…
«¡No! No puedes dejarte ir. Volviste para salvar a Bobbi. Tal vez Bobbi no podía ya ser salvada, pero ese niño está aún por ahí, y tal vez él sí tenga salvación. ¡Por favor, Gard, inténtalo al menos!»
—Que no sea por nada —dijo, con voz quebrada y vacilante—. Por favor, Jesucristo, haz que no sea por nada.
Las nieblas grises se despejaron un poquito. Los vómitos cedieron. Se llevó una mano al rostro y barrió con ella una lámina de sangre.
En ese momento, una mano le tocó la nuca. A Gard se le puso la piel de gallina. Una mano… la mano de Bobbi… que no era humana.
(¿Estás bien, Gard?)
—Estoy bien —respondió en voz alta. Y logró levantarse.
El mundo onduló por un momento, pero se asentó. Lo primero que vio en él fue a Bobbi. Su expresión era de frío cálculo. No había amor en ella, ni siquiera una ficción de interés. Bobbi estaba más allá de esas cosas.
—Vamos —dijo, con voz ronca—. Conduce tú. Me siento… —se tambaleó y tuvo que aferrarse del extraño hombro de Bobbi para no caer— algo decaído.
2
Cuando llegaron a la granja se encontraba mejor. La hemorragia nasal se había reducido a un goteo. Gran parte de la sangre vomitada debía ser la que había tragado mientras tenía puesta la máscara de oxígeno. Eso esperaba, al menos.
En total había perdido nueve dientes.
—Tengo que cambiarme —dijo Gard.
Ella asintió sin mayor interés.
—Después ven a la cocina —repuso ella—. Tenemos que hablar.
—Sí, supongo que sí.
En la habitación de huéspedes, Gardener se quitó la camiseta que llevaba y se puso una limpia, que dejó por fuera del pantalón. Levantó el colchón de la cama y sacó el 45 para metérselo bajo el cinturón. La camiseta le quedaba demasiado grande, porque había perdido mucho peso; el contorno del arma no era visible si metía un poco el estómago. Se detuvo por un momento, preguntándose si estaba listo para eso. Tal vez no había modo de saber por anticipado si estaba listo o no. Un sordo dolor de cabeza le carcomía las sienes. El mundo parecía perder nitidez y recuperarla en ciclos lentos, vacilantes. Le dolía la boca y sentía la nariz llena de sangre seca.
Listo: un enfrentamiento como los que Bobbi describiría en sus novelas. Mediodía en el estado de Maine. Hagan sus apuestas, amigos.
El espectro de una sonrisa le estiró los labios. Todos los filósofos principiantes, de a diez centavos la docena, decían que la vida era una proposición extraña. Pero eso era ridículo.
Fue a la cocina.
Bobbi, sentada a la mesa, lo observaba. Un fluido verde, extraño, apenas visible, circulaba bajo la superficie de su transparente rostro. Sus ojos (más grandes, con las pupilas extrañamente deformadas) miraban a Gardener con aire sombrío.
Sobre la mesa había una radio modificada. La había llevado Dick Allison tres días antes, a petición de Bobbi. Era la que Hanck Buck había usado para enviar a Letrina Barfield al gran repledeple del cielo. Bobbi había tardado menos de veinte minutos en conectar sus circuitos a la pistola de juguete con que apuntaba a Gard.
En la mesa había dos cervezas y un frasco de píldoras. Gardener reconoció ese frasco: Bobbi debía haberlo cogido del baño mientras él se cambiaba la camiseta. Era su Valium.
—Siéntate, Gard —dijo Bobbi.
3
Gardener había interpuesto su escudo mental en el momento de salir de la nave. Sólo cabía preguntarse hasta qué punto seguiría en funciones.
Cruzó la cocina con paso lento y fue a sentarse a la mesa. La «45» se le clavaba en el estómago y la entrepierna; se le clavaba también en la mente, apoyándose con fuerza en los restos del escudo.
—¿Ésa es para mí? —preguntó, al tiempo que señalaba las píldoras.
—Se me ha ocurrido que sería bueno tomar un par de cervezas juntos —dijo Bobbi, serena—, como buenos amigos. Y mientras tanto, podrías tragarte unas cuantas de ésas. Me ha parecido la manera más amable.
—Amable —musitó Gardener.
Sentía los primeros tirones del enojo. No me dejaré engañar otra vez, decía la canción, pero la costumbre debía de ser sumamente difícil de romper. A él lo habían engañado muchas veces. «Pero tal vez seas la excepción de la regla, viejo Gard».
—Yo tomo las píldoras y Peter queda colgado en ese extraño acuario que tienes en el granero. Tu concepto de la amabilidad, Bobbi, ha sufrido un cambio muy radical desde los tiempos en que llorabas si Peter volvía a casa con un pájaro muerto. ¿Recuerdas aquellos tiempos? Vivíamos juntos aquí, nos enfrentábamos a tu hermana juntos y nunca habríamos necesitado colgarla en un cubículo para ducha. Nos habríamos limitado a echarla a patadas. —La miró, lúgubre—. ¿Recuerdas, Bobbi? En aquel entonces éramos amantes, además de amigos. Tal vez lo hayas olvidado. Yo habría muerto por ti, nena. Y habría muerto sin ti. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de nosotros?
Bobbi clavó la vista en sus manos. ¿Acaso había lágrimas en aquellos ojos extraños? No; tal vez era pura ilusión de Gard.
—¿Cuándo estuviste en el granero?
—Anoche.
—¿Qué tocaste?
—Antes te tocaba a ti —musitó él—. Y tú a mí. Y a ninguno de los dos le molestaba, ¿recuerdas?
—¿Qué tocaste? —chilló Bobbi.
Ya no era Bobbi, sino sólo un monstruo furioso.
—Nada. Nada en absoluto.
El desprecio de su rostro debía de ser más convincente que cualquier negativa, porque Bobbi se tranquilizó y tomó un delicado sorbo de cerveza.
—No importa. De cualquier modo, nada habrías podido hacer.
—¿Cómo fuiste capaz de hacer eso con Peter? Eso es lo que no logro quitarme de la cabeza. Al viejo no lo conocí y Anne entró aquí como una tromba. Pero sí conocí a Peter. Él también hubiera muerto por ti. ¿Cómo pudiste hacerlo, en el nombre de Dios?
—Él me mantuvo con vida mientras tú no estabas —dijo Bobbi. En su voz percibió una levísima nota de inquietud, como si estuviese a la defensiva—. Mientras yo trabajaba las veinticuatro horas del día. Sólo gracias a él encontraste algo de mí cuando llegaste.
—¡Maldita vampira!
Ella lo miró por un instante y apartó la vista.
—¡Por Dios! Hiciste algo como eso, ¡y yo te ayudé! ¿Sabes cómo duele? ¡Te ayudé! Me di cuenta de qué te estaba pasando… En menor proporción vi que ocurría con los otros, pero, aun así, te ayudé. Porque estaba loco. Pero tú lo sabías, por supuesto, ¿verdad? Me usaste tal como usaste a Peter, aunque yo no tuve siquiera la inteligencia de un viejo sabueso, me parece. Porque no necesitaste ponerme en el granero, con uno de esos podridos cables en la cabeza. Te limitaste a mantenerme aceitado. Me entregaste una pala y me dijiste: «Toma, Gard; desenterremos esto y detendremos a la policía de Dallas». Sólo que la policía de Dallas eras tú. Y yo te ayudaba en todo.
—Bebe esa cerveza —dijo Bobbi. Su expresión volvía a ser fría.
—¿Y si no lo hago?
—Si no lo haces, encenderé esta radio. Abriré un agujero en la realidad y te enviaré… a alguna parte.
—¿A Altair-4? —preguntó Gard.
Dio a su voz un tono indiferente y aumentó la fuerza con que sostenía
(«escudo escudo escudo»)
esa barrera mental. La frente de Bobbi volvió a fruncirse en una leve arruga. Gard sintió otra vez aquellos dedos cerebrales que hurgaban, excavaban, trataban de descubrir lo que él sabía, cuánto… y de qué forma.
«Distráela. Enójala para distraerla. ¿Cómo?»
—Has estado husmeando una barbaridad, ¿no? —preguntó Bobbi.
—Sólo desde que me di cuenta de lo mucho que me mentías. —Y de pronto Gard supo algo: lo había captado en el cobertizo sin saberlo.
—Casi todas esas mentiras fueron ideas que tú mismo quisiste creer, Gard.
—¿Sí? ¿Lo del chico que murió? ¿Lo de la muchachita que está ciega?
—¿Cómo lo sa…?
—En el granero. Es allí donde vas para volverte sagaz, ¿verdad?
Ella no respondió.
—Los mandaste a comprar pilas. Permitiste que él muriera y que ella quedara ciega para conseguirlas. Por Dios, Bobbi, ¿cuánta estupidez puedes amontonar?
—Somos más inteligentes de cuanto serás tú en la vi…
—¿Quién habla de inteligencia? —gritó él, furioso—. ¡Hablo de sagacidad! ¡De simple sentido común, joder! Los cables eléctricos de la compañía pasan por detrás de tu casa. ¿Por qué no los aprovechaste?
Bobbi sonrió con aquella boca extraña.
—Oh, qué idea inteligen… perdona: sagaz. En el momento que cualquier técnico de la central de Augusta hubiera visto la pérdida de potencia en sus diales…
—Aquí todo funciona a base de simples pilas —observó Gard—. El consumo es mínimo. Cualquiera que usara energía eléctrica para operar una sierra movería más los indicadores.
Ella se mostró confusa por un momento. Parecía escuchar, pero no una voz ajena, sino su propia voz interior.
—Las pilas funcionan con corriente continua, Gard. Los cables de corriente alterna no nos servi…
Gard se golpeó las sienes con los puños.
—¿Nunca has visto un transformador, maldición? —gritó—. ¡Por tres dólares los compras en cualquier ferretería! ¿Vas a decirme que no eras capaz de fabricar un simple transformador, si pudiste hacer que tu tractor volara y que tu máquina de escribir funcionara con telepatía? ¿Vas a…?
—¡A nadie se le ocurrió! —aulló Bobbi, de pronto.
Hubo un momento de silencio. Ella parecía aturdida, como si la hubiera desconcertado el sonido de su propia voz.
—A nadie se le ocurrió, claro —repitió él—. Por eso enviaste a dos criaturas, dispuestas a matar o morir por la vieja Haven; ahora uno ha muerto y la otra está ciega. ¡Eso es pura mierda, Bobbi! No me interesa qué o quién se ha apoderado de ti; una parte de tu persona tiene que estar ahí dentro, en algún rincón de tu corazón. Una parte de ti ha de darse cuenta de que nada habéis hecho que sea creativo, en absoluto. Por el contrario: habéis estado tomando píldoras de estupidez y felicitándoos mutuamente por lo maravillosos que sois. El loco fui yo. Insistía en decirme que todo saldría bien, aunque ya me había enterado; pero es la misma mierda de siempre. Aunque puedes desintegrar a cualquiera, teletransportar a la gente a algún depósito o adonde sea, sigues siendo como un bebé con una pistola cargada.
—Será mejor que te calles, Gard.
—No se os ocurrió —repitió él, con suavidad—. ¡Por Dios, Bobbi! ¿Cómo tienes ánimo siquiera para mirarte al espejo? ¿Cómo podéis todos vosotros…?
—He dicho que te…
—Sabio idiota, dijiste una vez. Es peor que eso. Es como ver a un grupo de chicos que se preparan a hacer volar el mundo con planos para montar cochecitos de juguete en casa. Vosotros ni siquiera sois malos. Tontos sí; malos, no.
—Gard…
—Sólo sois un montón de idiotas con destornilladores. —Y Gard se echó a reír.
—¡Cállate!
—Caramba, ¿cómo pude pensar que Sissy había muerto?
Bobbi temblaba. Gardener señaló el revólver de juguete con la cabeza.
—Conque si no bebo la cerveza y tomo las píldoras, me enviarás a Altair-4, ¿eh? Para que sirva de niñero a David Brown hasta que ambos muramos de asfixia, de hambre o de envenenamiento por radiación cósmica.
Ahora Bobbi estaba cruelmente fría. Dolía, dolía más de lo que él había pensado. Pero al menos ya no trataba de leerle los pensamientos. El enojo había hecho que lo olvidara.
Así como todos habían olvidado lo sencillo que era conectar una grabadora a pilas en un enchufe de corriente, con sólo poner un transformador entre uno y otro.
—En realidad, Altair-4 no existe, así como tampoco existen los Tommyknockers. Para algunas cosas no hay sustantivos. Existen, sin más. Alguien le aplica un nombre en algún lugar; en otro, se les llama de distinta forma. Nunca son nombres muy buenos, pero eso no importa. Tú llegaste de Nueva Hampshire pensando en Tommyknockers y hablando de ellos. Por lo tanto, así nos llamamos aquí. En otros sitios nos han puesto otros nombres. Lo mismo ocurre con Altair-4. Es sólo un lugar donde se almacenan cosas. Por lo general no son seres vivos. Las buhardillas suelen resultar frías y oscuras.
—¿Venís de allí? ¿Es tu pueblo de aquel lugar?
Bobbi (o aquello que se parecía un poco a ella, fuera lo que fuese) rió casi con suavidad.
—No somos un pueblo, Gard. Ni una raza. Ni una especie. No aparecerá Klaatu para decirte: «Llévanos ante tu jefe». No, no somos de Altair-4.
Lo miró, siempre con una leve sonrisa. Había recobrado la mayor parte de su ecuanimidad… y, por el momento, parecía no acordarse de las píldoras.
—Si sabes lo de Altair-4, tal vez la existencia de la nave te haya parecido algo extraña.
Gardener se limitó a mirarla.
—Quizá no has tenido tiempo para preguntarte por qué una raza que dominaba la tecnología del teletransporte —Bobbi meneó un poquito el revólver de plástico— se molestó en viajar por el espacio con una nave física.
Gard enarcó las cejas. No había pensado en ello. Pero ya que Bobbi lo mencionaba, recordó que un compañero de la facultad se había preguntado por qué el capitán Kirk, el señor Spock y la tripulación se tomaban tanto trabajo con la nave Enterprise, si hubiera sido mucho más fácil teletransportarse alrededor del universo.
—Más píldoras de estupidez —dijo.
—En absoluto. Es como la radio. Hay longitudes de onda. Pero más allá de eso no la comprendemos muy bien. Lo cual puede aplicarse a casi todas las cosas, Gard. Somos constructores, pero no nos dedicamos a entender.
»Aun así, hemos aislado algo así como noventa mil longitudes de onda «claras»; es decir, conjuntos prolineales que hacen dos cosas: evitan la paradoja binomial que impide la reintegración del tejido vivo y la materia no fija, y parece ir a alguna parte. Pero en casi todos los casos no es adonde uno querría ir.
—Es como ganar un viaje a Utica con todos los gastos pagados, ¿eh?
—Mucho peor. Existe un lugar que se parece mucho a la superficie de Júpiter. Si abres una puerta a aquel sitio, la diferencia de presión es tan extremada que inicia un tornado en la puerta; ésta asume de inmediato una carga eléctrica sumamente alta, que la ensancha cada vez más, como si desgarrara una herida. La gravedad es tan alta que empieza a absorber la tierra del mundo incursivo, como un sacacorchos. Si se deja esa «estación» sintonizada durante mucho tiempo, provoca una falla gravitatoria en la órbita del planeta, suponiendo que la masa fuera similar a la de la Tierra. O, según la composición del planeta, se desgarra en pedazos.
—¿Algo así estuvo a punto de ocurrir aquí?
Gard tenía los labios entumecidos. Ante esa posibilidad, lo de Chernobyl parecía tan importante como un pedo en una cabina telefónica. ¡Y tú has ayudado, Gard! —le gritaba su mente—. ¡Tú has ayudado a desenterrarlo!
—No, aunque hubo que disuadir a algunos que estaban jugando con las líneas transmisoras. —Sonrió—. Pero ocurrió en otro sitio que visitamos.
—¿Qué sucedió?
—Cerraron la puerta antes de que todo estallara, pero mucha gente se cocinó al cambiar de órbita. —Se habría dicho que el tema la aburría.
—¿Todos? —preguntó Gard, en un susurro.
—No. Todavía quedan nueve o diez mil de ellos viviendo en uno de los polos. Eso creo.
—¡Dios! ¡Oh, Dios mío, Bobbi!
—Hay otros canales que se abren a la roca. Sólo roca. El interior de algún lugar, casi todos abren al espacio profundo. Nunca hemos podido localizar uno solo de esos lugares con nuestras cartas estelares. ¡Piensa, Gard! Cada uno de esos lugares ha sido un sitio extraño para nosotros. Hasta para nosotros, los grandes viajeros del cielo.
Se inclinó para sorber otro poco de cerveza. La pistola de juguete, que ya no era juguete, no cesaba de apuntar al pecho de Gardener.
—Conque eso es el teletransporte. Gran cosa, ¿eh? Unas cuantas rocas, muchos agujeros y una buhardilla cósmica. Tal vez algún día alguien abrirá una longitud de onda al centro del Sol y fría en un instante a todo un planeta.
Bobbi se echó a reír, como si acabara de escuchar un chiste muy bueno. Pero el revólver seguía dirigido hacia el pecho de Gard. Por fin, se puso seria otra vez.
—Esto no es todo, Gard. Cuando enciendes una radio, piensas en sintonizar una emisora. Pero una banda (megahercios, kilohercios, onda corta o lo que sea) no es sólo un conjunto de emisoras. También es todo el espacio vacío entre una y otra. En realidad, eso es lo que compone la mayor parte de las bandas. ¿Me sigues?
—Sí.
—Son rodeos para convencerte de que debes tomar las píldoras. No te enviaré al sitio que llamas Altair-4, Gard. Sé que allí morirás poco a poco, de un modo desagradable.
—Como está muriendo David Brown en este momento.
—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo ella, con prontitud—. Fue culpa de su hermano.
—Es como en Nuremberg, ¿verdad? En realidad, nada fue culpa de nadie.
—Pedazo de idiota —dijo Bobbi—, ¿no te das cuenta de que a veces eso es verdad? ¿Tan poco seso tienes que no aceptas la idea de la casualidad?
—La acepto. Pero también creo en la capacidad individual de revertir la conducta irracional.
—¿De veras? Tú nunca pudiste.
«Disparaste contra tu esposa —dijo el subcomisario que se escarbaba los mocos—. Estupendo, ¿no?»
«A veces algunos empiezan con el arrepentimiento demasiado tarde», pensó bajando la vista a sus manos.
Los ojos de Bobbi se fijaron por un instante en su rostro. Había captado algo de eso. Gard trató de reforzar el escudo: una cadena enredada de pensamientos inconexos, como ruido blanco.
—¿Qué piensas, Gard?
—Nada que tú debas saber —respondió él, con una flaca sonrisa—. Digamos que es… un candado en la puerta de un cobertizo.
Los labios de Bobbi descubrieron los dientes por un momento. Luego reflejaron otra vez aquella extraña sonrisa.
—No importa —dijo—. De cualquier modo, tal vez yo no lo entendería; como te he dicho, nunca hemos sido muy buenos para entender. No somos una raza de Einsteins. Sería más aproximado hablar de unos Edisons espaciales. Pero no importa. No te enviaré a un lugar donde mueras poco a poco y con angustia. A mi modo, todavía te amo, Gard, y si tengo que enviarte a alguna parte, te enviaré a… la nada.
Se encogió de hombros.
—Tal vez sea como tomar éter…, aunque también podría ser doloroso. Hasta torturador. De un modo u otro, más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.
De pronto, Gardener estalló en llanto.
—Me habrías ahorrado este dolor, Bobbi, si me hubieses recordado eso antes.
—Toma las píldoras, Gard. Entiéndete con lo malo conocido. Tal como estás ahora, doscientos miligramos de Valium te llevarán muy pronto. No me obligues a despacharte como una carta dirigida a la nada.
—Cuéntame algo más sobre los Tommyknockers —pidió Gardener, mientras se enjugaba el rostro con las manos.
Bobbi sonrió.
—Las píldoras, Gard. Si empiezas a tomarlas, te diré todo lo que quieras saber. Si no… —Levantó la pistola de fotones.
Gardener abrió el frasco y sacó seis pastillas azules con un corazón en el centro. Se las echó a la boca, destapó la cerveza y las tragó. Sesenta miligramos acababan de bajar por la tubería. Podría haber escondido alguna bajo la lengua, pero no seis. «Ya no queda mucho tiempo. He vomitado hasta vaciar el estómago, he perdido mucha sangre, no tengo tolerancia porque hace mucho que no tomo esta porquería y he perdido quince kilos desde que me hicieron la primera receta. Si no me deshago pronto de esta mierda, serán como una bomba».
—Háblame de los Tommyknockers —pidió otra vez.
Una de sus manos descendió al regazo, bajo la mesa, y tocó la culata
(«escudo escudo escudo»)
del revólver. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que el medicamento empezara a hacer efecto? ¿Veinte minutos? No podía recordarlo. Y nadie le había hablado de los efectos de las intoxicaciones de Valium.
Bobbi movió la pistola hacia las píldoras.
—Toma algunas más, Gard. Como Jacqueline Susann puede haber dicho alguna vez, con seis no basta.
Él sacó otras cuatro, pero las dejó en el mantel de hule.
—Allá abajo estabas cagada de miedo, ¿verdad? —comentó—. Te vi la expresión, Bobbi. Parecías temer que se levantaran y anduvieran. El Día de los Muertos.
Los ojos de la Nueva y Perfeccionada Bobbi parpadearon durante un instante…; pero su voz siguió siendo suave.
—¡Si estamos levantados y andando, Gard! Hemos vuelto.
Gardener tomó los cuatro «Valium» y los hizo rebotar en la mano.
—Si me cuentas sólo una cosa, tomaré esto.
Sí. En cierto modo, eso bastaría para responder a todas las preguntas. Las que no tendría oportunidad de hacer. Tal vez ésa era la causa por la que no había tratado de usar el revólver contra Bobbi hasta ese momento. Porque, en verdad, necesitaba saber eso.
—Quiero saber qué eres —dijo—. Dime qué eres.
4
—Responderé a tu pregunta —dijo Bobbi—. Al menos lo intentaré, siempre que tomes esas pastillas con las que juegas en este momento. De lo contrario, será adiós, Gard. Tienes algo en la mente. No llego a leerlo, porque es como ver una silueta a través de una cortina de gasa. Pero me pone muy nerviosa.
Gard se puso las píldoras en la boca y las tragó.
—Más.
Gardener tragó otras cuatro. Ya había ingerido ciento cuarenta miligramos. Bobbi pareció relajarse.
—Te he dicho que era más acertado pensar en Tomás Edison que en Albert Einstein, y es tan buena comparación como cualquier otra —dijo Bobbi—. Aquí, en Haven, hay cosas que hubieran vuelto loco a Einstein, pero él sabía qué significaba E = mc². Comprendía la relatividad. Sabía las cosas. Nosotros… nosotros las hacemos. Las arreglamos. Sin teorías. Construimos. Somos peones.
—Mejoráis las cosas —dijo Gardener. Y tragó saliva.
Cuando el «Valium» se apoderaba de él, se le secaba la garganta: eso recordaba al menos. En cuanto empezara la sequedad, tendría que actuar de inmediato. Tal vez había tomado ya una dosis letal, pero aún quedaban diez o doce píldoras en el frasco.
Bobbi se había animado un poco.
—¡Mejorar! Es cierto. Eso es lo que hacemos. Así fue como mejoraron… es decir, mejoramos a Haven. En cuanto llegaste viste el potencial. ¡Basta de prenderse a la teta eléctrica! A su debido tiempo, es posible convertirlo todo a… eh… fuentes de baterías de almacenamiento orgánico. Son renovables y duraderas.
—Estás hablando de personas.
—No sólo son las personas, aunque las especies superiores parecen producir una energía más duradera que las inferiores (tal vez sea una función de la espiritualidad antes que de la inteligencia); probablemente lo que mejor lo explica es la palabra latina esse. Pero hasta Peter ha durado un tiempo notable, produciendo una gran cantidad de energía, aunque sólo es un perro.
—Tal vez debido a su espíritu… —sugirió Gard— o quizá porque te amaba.
Sacó la pistola del cinturón y la sostuvo
(«escudo escudo escudo»)
contra el interior del muslo izquierdo.
—Eso no viene al caso —dijo Bobbi, que descartó con un ademán el tema de Peter y su amor o su espiritualidad—. Has decidido, por algún motivo, que la moralidad de lo que hacemos es inaceptable. Pero el espectro de lo que consideras moralmente aceptable resulta muy estrecho. No importa; pronto estarás durmiendo.
»No tenemos una historia, oral o escrita. Cuando dices que la nave se estrelló aquí porque sus tripulantes luchaban junto al timón, siento que hay un elemento de verdad en eso. Pero también siento que quizá estaba determinado, que era la fatalidad. Los telépatas son, al menos en cierto grado, precognoscitivos, Gard, y los precognoscitivos tienen una mayor tendencia a dejarse guiar por las corrientes, tanto grandes como pequeñas, que circulan por el universo. Algunas personas llaman «Dios» a esas corrientes, pero Dios es sólo una palabra, como Tommyknockers o Altair-4.
»Lo que quiero decir es que si no hubiésemos confiado en esas corrientes, nos habríamos extinguido hace tiempo, casi con seguridad, porque siempre hemos sido cortos de genio y belicosos. Pero hablar de «belicosidad» es generalizar demasiado. Lo que hacemos es… es…
De pronto los ojos de Bobbi refulgieron con un verde profundo, amenazador. Sus labios se estiraron en una sonrisa sin dientes. La mano derecha de Gardener aferró el arma con la palma empapada en sudor.
—¡Reñir! ¡Ésa es la palabra justa, Gard!
—Muy bien —aprobó Gardener, tragando saliva. Oyó un chasquido. La sequedad de garganta no se había iniciado poco a poco: acababa de aparecer de súbito.
—Sí, reñimos, siempre hemos reñido. Se podría decir que somos unos niños pendencieros. —Bobbi sonrió—. Somos muy infantiles. Ése es nuestro lado bueno.
—¿Te parece?
Una imagen monstruosa llenó de súbito la cabeza de Gardener: niños de primaria yendo a la escuela armados con libros-ametralladora, sandwiches-lanzallamas, ricas manzanas para los maestros que les gustaban y granadas de mano para aquellos que no les caían bien. Y, por Dios, todas las niñas se parecían a Patricia McCardle y todos los varones a Ted, el hombre nuclear, con ojos verdes que justificaban todo ese desastre, desde las Cruzadas y las flechas hasta los satélites con misiles de cabeza nuclear de Reagan.
—Reñimos. De vez en cuando hasta nos vapuleamos un poco. Aunque somos adultos, creo que aun así tenemos mal genio, como los chicos. Y también nos gusta divertirnos, como a los niños. Por eso satisfacemos ambas necesidades construyendo todas esas magníficas hondas nucleares. De vez en cuando dejamos algunas por ahí para que alguien las recoja. ¿Y sabes algo? Siempre lo hacen. Personas como Ted, dispuestas a matar para que toda mujer con capacidad adquisitiva disponga de electricidad para secarse el pelo. Gente como tú, Gard, que sólo ve una mínima desventaja en la idea de matar por la paz.
»El mundo sería muy aburrido sin revólveres y riñas, ¿verdad?
Gardener se dio cuenta de que empezaba a tener sueño.
—Infantiles —repitió ella—. Peleamos… pero también somos capaces de mostrarnos muy generosos. Como lo hemos sido aquí.
—Sí, en Haven habéis sido muy generosos, todos vosotros —dijo Gardener.
De pronto, la boca se le abrió en un enorme bostezo que le tensó los tendones. Bobbi sonrió.
—De cualquier modo, quizá nos estrellamos porque había llegado la hora de que nos estrellásemos, según las corrientes que he mencionado. La nave no resultó dañada, por supuesto. Y cuando yo empecé a desenterrarla…, volvimos.
—¿Hay más de vosotros por allí?
Bobbi se encogió de hombros.
—No sé. —(Ni me importa, decía su gesto. Estamos aquí. Hay mejoras a introducir. Con eso basta.)
—¿Y es eso todo lo que sois? —insistió Gard. Quería asegurarse de que no hubiera más. Le daba mucho miedo estar entreteniéndose tanto, demasiado… pero necesitaba saber—. ¿Es eso todo?
—¿Qué quieres decir? ¿Te parece poco lo que somos?
—Con franqueza, sí —contestó Gard—. Mira: me he pasado la vida entera buscando el demonio exterior, porque el del interior era en extremo difícil de atrapar. Es duro haber pasado tanto tiempo pensando, que uno es… Homero… —Bostezó otra vez; la boca se le abrió al máximo. Sentía un ladrillo en cada párpado— y descubrir que, desde un principio, uno era… el capitán Ahab.
Y por última vez, con una especie de desesperación, preguntó:
—¿Es eso todo lo que sois? ¿Sólo gente que arregla cosas?
—Creo que sí —respondió ella—. Lamento desilusionarte de ese m…
Gardener levantó la pistola por debajo de la mesa. En el instante mismo en que la droga, por fin, lo traicionaba: el escudo cedió.
Los ojos de Bobbi refulgieron. No; echaron llamas. Su voz, un grito mental, estalló en la cabeza de Gardener como una cuchilla de carnicero que
(pistola tiene un revólver tiene un)
cortara la niebla creciente.
Ella intentó moverse. Al mismo tiempo trató de apuntarle con la pistola de fotones. Gardener dirigió hacia Bobbi el 45, por debajo de la mesa, y apretó el gatillo. Sólo se oyó un chasquido seco. La bala, vieja, había fallado.