CINCO

LA PRIMICIA

1

Sepultado en el recargado ambiente del bar Botín, bebiendo cerveza alemana de a dólar el litro y ante las risas de David Bright, que había caído a las profundidades del humor vulgar hasta el punto de comparar a John Leandro con Jimmy Olsen, el amigo de Superman, llegó un momento en que Leandro sintió cierta vacilación. De nada servía decirse lo contrario. Había cavilado, por cierto. Pero los visionarios han soportado siempre los dardos del ridículo; no pocos de ellos han sido quemados, crucificados o «crecidos» en su estatura de manera artificial de doce o trece centímetros gracias a los potros de tortura inquisitorios, a consecuencia de sus visiones. El hecho de que David Bright le preguntara si su Reloj Secreto funcionaba bien no era, por cierto, lo peor que podía pasarle.

Aunque dolía mucho, qué caramba.

John Leandro decidió que David Bright, así como cualquier otra persona a quien éste hubiera relatado sus locas ideas acerca de que «Algo Grande» está ocurriendo en Haven, acabarían por tragarse las risas. Porque allá estaba ocurriendo algo grande, sí señor. Lo sentía en todos los huesos de su cuerpo. A veces, cuando el viento soplaba desde el Sudeste, casi imaginaba que lo olía.

Sus vacaciones habían comenzado el viernes anterior. Él habría querido viajar a Haven ese mismo día, pero vivía con su madre viuda. Y ésta había esperado con tantas ganas que John la llevara a Nova Scotia para visitar a su hermana; por supuesto, si él tenía compromisos…, bueno, ella comprendería; después de todo, claro, era una vieja, quizá nada divertida, que sólo servía para prepararle la comida y lavarle la ropa interior. Así que no te preocupes, Johnny: ve a buscar tu primicia. Telefonearé a tía Megan, y quizá dentro de una o dos semanas, tu primo Alfie la traiga de visita, porque Alfie es un muchacho tan bueno, se porta tan bien con su madre, etcétera, etcétera, ad infinitum.

El viernes, Leandro llevó a su madre a Nova Scotia. Se quedaron a pasar la noche, por supuesto, y cuando regresaron a Bangor, el sábado estaba perdido. El domingo era mal día para empezar cualquier cosa: a las nueve tenía que atender el primero y el segundo grados de la escuela dominical; asistir a los servicios religiosos a las diez y a la reunión de las Juventudes Cristianas, en la rectoría de la iglesia metodista, a las cinco de la tarde. En la reunión de las Juventudes Cristianas, un orador especial les pasó algunas diapositivas sobre el Armagedón. Mientras les explicaba que los pecadores no arrepentidos se verían afectados de granos y ampollas supurantes y dolencias intestinales, Georgina Leandro y las otras Damas Auxiliares distribuían vasos de papel con naranjada y pastelitos de avena. Y después del atardecer había cánticos en el sótano de la iglesia.

Los domingos siempre lo dejaban exaltado. Y exhausto.

2

Por lo tanto, el lunes, 15 de agosto, fue el día en que Leandro arrojó al asiento delantero de su Dodge de segunda mano varios blocs, un casete, una cámara fotográfica, una bolsa llena de rollos de película y varias lentes y se preparó para salir hacia Haven con la esperanza de alcanzar la gloria periodística. No se habría horrorizado si hubiese sabido que se acercaba al punto focal de lo que pronto sería la mayor noticia desde la crucifixión de Jesucristo.

El día era sereno, azul y dulce: caluroso, pero no sofocante ni húmedo, como los anteriores días. Era una jornada que todos los habitantes del mundo marcarían para siempre en su memoria. Johnny Leandro quería la primicia, pero no conocía el antiguo proverbio: «Dios te dice que tomes lo que quieras…, y pagues por ello».

Sólo sabía que había tropezado con el borde de algo. Y ese algo, cuando él trataba de sacudirlo, se mantenía firme…, lo cual significaba que era más grande de lo que parecía a primera vista. No había modo de dejarlo de lado: su intención era desenterrarlo, y no bastarían para detenerle todos los David Bright del mundo, con sus bromas sobre Jimmy Olsen, relojes especiales y Fu Manchú.

Metió primera y empezó a apartarse de la acera.

—¡No te olvides del almuerzo, Johnny! —llamó su madre, que bajaba bufando por la calle, con una bolsa de papel marrón en la mano. En el papel se habían formado ya grandes manchas de grasa; desde la escuela primaria, el bocadillo favorito de Leandro era de mortadela con rodajas de cebolla y aceite.

—Gracias, mamá —dijo, y se asomó por la ventanilla para coger la bolsa. La dejó en el suelo del coche—. Pero no hacía falta que lo prepararas. Ya me hubiera comprado una hamburguesa.

—Te he dicho más de mil veces que no debes comer nada en esos bares de la carretera, Johnny. Nunca se sabe si la cocina está limpia o sucia. ¡Microbios! —dijo la madre, ominosa, al tiempo que se inclinaba.

—Tengo que irme, m…

—A los microbios no se los ve —insistió la señora Leandro. No se dejaría el tema mientras no lo hubiera dicho todo.

—Claro, mamá —repuso Leandro, resignado.

—Y algunos de esos bares son un criadero de microbios. A veces, los cocineros no tienen limpieza. No se lavan las manos después de ir al baño. Llevan tierra, y hasta excrementos, bajo las uñas. Comprenderás que no quiero entrar en detalles, pero a veces las madres debemos enseñar a nuestros hijos. La comida de esos lugares puede hacer que una persona enferme de cosas muy feas.

—Mamá…

Ella dejó escapar una risa resignada y se llevó la punta del delantal a un ojo.

—Sí, ya sé: tu madre es una vieja tonta llena de ideas raras, que debería aprender a cerrar la boca.

Leandro reconoció la maniobra; pero, de cualquier modo, se sintió inquieto y culpable, como si tuviese ocho años.

—No, mamá —aseguró—. No pienso eso de ti, en absoluto.

—Claro, tú eres el gran periodista. Yo me quedo en casa: hago tu cama, lavo tu ropa y ventilo tu habitación para sacar los gases que echas por tomar tanta cerveza.

Leandro inclinó la cabeza sin responder, a la espera de verse libre.

—Pero hazme un favor: no pises esos bares de carretera, Johnny, porque te puedes enfermar. Por culpa de los microbios.

—Te lo prometo, mamá.

Satisfecha por haberle sacado esa promesa, se mostró dispuesta a dejarle marchar.

—¿Vendrás a tiempo para la cena?

—Sí —dijo Leandro, sin idea de lo que prometía.

—¿A las seis? —insistió ella.

—¡Sí, sí!

—Ya sé, ya sé. Soy una vieja ton…

—¡Adiós, mamá! —exclamó él, apresuradamente.

Y se apartó de la acera.

Por el espejo retrovisor la vio de pie en la acera, agitando la mano. Él respondió al saludo y bajó el brazo, con la esperanza de que ella volviera a casa…, aunque sabía que no sería así.

Cuando viró a la derecha, dos manzanas más lejos, y la perdió de vista al fin, experimentó un leve, pero inconfundible alivio en el corazón. Aunque estuviera mal, siempre sentía lo mismo cuando la perdía de vista.

3

En Haven, Bobbi Anderson mostraba a Jim Gardener un respirador modificado. Ev Hillman lo habría reconocido: era igual que el elegido por él mismo para Butch Dugan, el policía. Pero la función de aquél había sido proteger a Dugan del aire de Haven. El respirador que Bobbi tenía en la mano almacenaba una reserva de eso justamente: aire de Haven (al que estaban habituados). Sería aire de Haven lo que ambos respirarían si entraban en la nave de los Tommyknockers. Eran las nueve y media.

En ese mismo instante, en Derry, John Leandro se detenía a un lado de la carretera, no lejos del lugar en que habían sido encontrados el venado muerto y el coche patrulla de los agentes Rhodes y Gabbons. Abrió la guantera para echar un vistazo a la Smith & Wesson calibre 38 comprada en Bangor la semana anterior. La sacó por un instante, sin acercar el índice al gatillo, aun a sabiendas de que estaba descargada. Le gustaba el modo compacto con que el arma se ajustaba a la palma de la mano, su peso, la sensación de poder que transmitía. Pero también lo ponía un poco nervioso, como si hubiese arrancado con los dientes un trozo demasiado grande para una boca como la suya.

¿Un trozo de qué?

No estaba muy seguro. De alguna carne extraña.

«Microbios —dijo la voz de su madre, en su cerebro—. La comida de esos lugares puede hacer que una persona enferme de cosas muy feas».

Se aseguró de que la caja de balas aún estuviera en la guantera y guardó el revólver. Seguro que transportar un arma en la guantera de un vehículo era ilegal (volvió a pensar en su madre, esa vez sin darse cuenta). Su imaginación le pintó a un policía que lo detenía por algo rutinario y, al pedirle la licencia de conductor, veía el arma en la guantera. Así atrapaban siempre a los asesinos en Alfred Hitchcock Presenta, el programa que él y su madre veían por cable todos los sábados por la noche. Eso también sería una primicia, pero de otro tipo: PERIODISTA DEL DAILY NEWS DE BANGOR ARRESTADO POR POSESIÓN DE ARMAS.

«Bueno, saca la licencia de la guantera y ponla en tu billetera, si tanto te preocupa eso».

Pero no lo haría. Aunque la idea era muy lógica, eso también era como si buscara problemas, y la voz de la razón se parecía demasiado a su madre, cuando le advertía sobre los microbios o los horrores resultantes de no envolver en papel higiénico los asientos de los retretes públicos antes de usarlos.

Leandro siguió su camino, consciente de que el corazón le latía con cierta prisa y de que sudaba más de lo que el calor justificaba.

«Algo grande…, a veces casi lo huelo».

Sí, allá estaba ocurriendo algo. La muerte de McCausland (¿una caldera que estallaba en pleno verano? ¡Vamos!); la desaparición de los investigadores; el suicidio del policía supuestamente enamorado de ella. Y antes de todas esas cosas, la desaparición del niño. David Bright había dicho que el abuelo del pequeño hablaba un montón de locuras sobre telepatía y trucos mágicos que funcionaban de verdad.

«Lástima que recurrió a Bright y no a mí, señor Hillman», pensó Leandro, tal vez por quincuagésima vez.

Y ahora era el mismo Hillman quien había desaparecido. Llevaba dos semanas sin volver a su cuarto alquilado. No había visitado más a su nieto, internado en el hospital de Derry, cuando en las noches anteriores las enfermeras habían tenido que sacarlo casi a empellones. Oficialmente, la policía consideraba que Ev Hillman no había desaparecido, porque ninguna persona mayor de edad desaparece a los ojos de la ley mientras no sea denunciado así por otra persona mayor de edad al llenar los formularios correspondientes. Por lo tanto, para la ley, todo estaba bien. Sin embargo, para John Leandro, las cosas estaban muy lejos de la normalidad. La propietaria del cuarto alquilado por Hillman decía que el viejo le adeudaba sesenta dólares. Hasta donde Leandro había investigado, era la primera vez que aquel hombre dejaba una cuenta impagada.

«Una carne extraña…, un bocado grande…»

Y ésas no eran todas las cosas raras que emanaban de Haven en los últimos tiempos. En julio, un incendio había matado a una pareja en la calle Nista. En el mes en curso, un pequeño avión, pilotado por un médico, se había estrellado e incendiado. Eso ocurrió en Newport, cierto, pero el control de tránsito aéreo de Bangor confirmaba que el infortunado doctor había sobrevolado Haven demasiado bajo, a una altitud no permitida. El servicio telefónico de la ciudad funcionaba mal. Unas veces era posible comunicarse; otras, no. Leandro pidió a la Oficina de Recaudaciones una copia del padrón de Haven (pagando seis dólares por las nueve páginas de ordenador). Con ese dato consiguió localizar a varios parientes de unos sesenta habitantes de Haven, todos ellos radicados en Bangor, Derry y la zona circundante.

Entre esos parientes no había ni uno solo que hubiera visto a sus familiares de Haven desde el 10 de julio, aproximadamente. Y ni uno en más de un mes.

A muchos de los entrevistados eso no les parecía extraño, desde luego. Algunos no mantenían buenas relaciones con sus parientes de Haven y se habrían alegrado de seguir así años enteros. Otros, después de la sorpresa inicial, quedaron pensativos cuando Leandro les señaló que él se refería a un período tan largo. Claro que el verano era una temporada activa para casi todos; el tiempo pasaba con mayor velocidad que en invierno. Y habían hablado una o dos veces por teléfono con tía Mary o con el primo Bill. A veces uno no podía comunicarse; pero, en general, sí.

Hubo otras sospechosas similitudes en los testimonios de los entrevistados, similitudes que dilataron la nariz de Leandro con el olor de algo decididamente raro.

Ricky Berringer era pintor de brocha gorda y vivía en Bangor. Newt, su hermano mayor, carpintero y contratista, era presidente del cuerpo administrativo de Haven.

—Hacia finales de julio invitamos a Newt a cenar —recordó Ricky—, pero nos dijo que estaba con gripe.

Don Blue poseía una agencia de bienes raíces en Derry. Su tía Silvia, que vivía en Haven, tenía la costumbre de cenar con Don y su esposa todos los domingos, como poco. Hacía tres domingos que se disculpaba; en una oportunidad adujo tener gripe («Parece que hay epidemia de esa enfermedad en Haven —se dijo Leandro—, pero sólo allí»); en las otras dos ocasiones adujo que hacía demasiado calor para viajar. Después de un interrogatorio más profundo, Blue cayó en la cuenta de que, en realidad, llevaban cinco o seis domingos sin ver a su tía.

Bill Spruce tenía una granja lechera en Cleaves Mills. Su hermano Frank, otra en Haven. Era habitual que se reunieran todas las semanas o cada quince días, juntando por algunas horas dos familias muy numerosas. El clan Spruce consumía por toneladas carne para las parrilladas, cerveza y gaseosas por bidones, ya en el patio de Frank ya en el porche de Bill. Los hermanos se sentaban a comparar notas sobre lo que llamaban, simplemente, el Negocio. Bill reconoció que no veía a Frank desde hacía un mes, por lo menos. Según éste le había dicho, primero tuvo problemas con el repartidor de alimentos; después, con unos inspectores de Salud Pública. Mientras tanto, Bill también tenía algunos problemas propios, pues se le habían muerto seis Holstein-Fiesland durante los últimos calores. Además, como acaba de recordar, su cuñada había sufrido un ataque al corazón. Él y su hermano no tenían mucho tiempo para visitas…, pero el hombre expresó una sincera sorpresa cuando Leandro sacó un calendario de bolsillo para que calcularan juntos el tiempo transcurrido; los Spruce no se veían desde el 30 de junio. Bill soltó un silbido y se levantó la visera de la gorra.

—¡Caramba, cuánto tiempo! —exclamó—. Voy a tener que darme una vuelta hasta Haven para ver a Frank, ahora que mi Evelyn está mejor.

Leandro nada dijo, pero algunos otros testimonios, recogidos en las dos últimas semanas, le hacían pensar que tal vez Bill Spruce viese perjudicada su salud en aquel viaje.

—Me sentía como si me estuviera muriendo —dijo Alvin Rutledge a Leandro. Rutledge vivía en Bangor y trabajaba como transportista con un gran camión, aunque en esos momentos se encontraba sin empleo.

Su abuelo, Dave Rutledge, siempre había vivido en Haven.

—¿A qué se refiere con exactitud? —preguntó Leandro.

Alvin Rutledge miró al joven periodista con astucia.

—En estos momentos me vendría bien otra cerveza —dijo. Se encontraban sentados en el bar de Nan, en Bangor—. Hablar da una sed terrible, amigo.

—¿Verdad que sí? —Y Leandro indicó a la camarera que les sirviera otras dos.

Cuando se las sirvieron, Rutledge tomó un buen trago y se limpió la espuma del labio superior con el dorso de la mano.

—Los latidos del corazón se me habían acelerado. Me dolía la cabeza. Tenía ganas de echar hasta mi primera papilla. En realidad vomité. Fue un momento antes de dar la vuelta. Bajé el cristal de la ventanilla y largué todo al viento.

—Caramba —exclamó Leandro, ya que parecía necesario que hiciera algún comentario. En su mente flameó la imagen de Rutledge «largando todo al viento». La desechó. Al menos, lo intentó.

—Y mire esto.

Se levantó el labio superior, dejando al descubierto los restos de sus dientes.

—¿Ve eje agujero aquí aguelangue? —preguntó.

Leandro vio varios agujeros «ahí delante», pero le pareció más cortés no decirlo. Se limitó a asentir con la cabeza. Rutledge asintió también y se soltó el labio. Resultó un alivio.

—Nunca tuve buena dentadura —comentó Alvin indiferente—. Cuando trabaje de nuevo y pueda pagarme un buen dentista, me haré una postiza. Que se vaya todo al diablo. El caso es que hace dos semanas, cuando fui a Haven para ver al abuelo, estos dos huecos tenían sus dientes respectivos. Ni siquiera se me habían aflojado, ¡qué joder!

—¿Se le cayeron al acercarse a Haven?

—No se me cayeron. —Rutledge terminó su cerveza—. Los vomité.

—Ah —replicó Leandro, con voz débil.

—¿Sabe que otra de éstas me sentaría muy bien? Hablar…

—Da una sed terrible, ya lo sé —concluyó Leandro, e hizo señas a la camarera.

Aunque ya había pasado su límite, descubrió que a él también le sentaría bien otra cerveza.

4

Alvin Rutledge no era el único que había tratado de visitar un pariente o un amigo residente en Haven durante el mes de julio; tampoco el único que había debido volverse sin llegar allí por sentirse mal. Utilizando los padrones de la ciudad y las guías telefónicas de las zonas vecinas como punto de partida, Leandro descubrió a tres personas que le relataron casos similares al de Rutledge. También desenterró un cuarto incidente por casualidad…, o casi. Su madre sabía que él estaba «siguiendo» algunos aspectos de su «gran noticia» y, como una coincidencia, mencionó que su amiga Eileen Pulsifer tenía una amiga que vivía allá, en Haven.

Eileen contaba quince años más que la madre de Leandro, lo cual la acercaba a los setenta. Mientras tomaban el té con empalagosas galletitas de jengibre, contó a Leandro una historia similar a las que él ya conocía.

La amiga de la señora Pulsifer se llamaba Mary Jacklin (y era la abuela de Tommy Jacklin). Ambas se visitaban mutuamente desde hacía más de cuarenta años y participaban con frecuencia en los torneos locales de bridge. Ese verano no se habían visto ni siquiera una vez. Cuando hablaban por teléfono, Mary parecía estar bien. Sus excusas sonaban sinceras…; pero aun así había algo extraño en ellas: un fuerte dolor de cabeza, mucho trabajo en la cocina, que la familia había decidido, de un momento a otro, viajar a Kennebunk para visitar el museo…

—Una a una sonaban bien, pero en conjunto no, ¿me comprendes? —Le ofreció el plato de galletitas—. ¿Más?

—No, gracias —dijo Leandro.

—¡Anda, toma! ¡Yo sé cómo sois los chicos! Tu madre te ha enseñado buenos modales, pero a todos vosotros os gustan estas galletitas. ¡Anda, toma otra!

Leandro, con una sonrisa de cortesía, la cogió.

La señora Pulsifer se acomodó en el asiento y plegó las manos sobre el vientre, duro y redondo, mientras proseguía:

—Empecé a pensar que algo andaba mal… Para decirte la verdad, sigo pensando que algo anda mal. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que tal vez Mary no quería que siguiéramos siendo amigas; quizá yo había dicho o hecho algo que la hubiera ofendido. Pero no, me dije; si yo hubiese hecho algo, ella me lo habría comentado. Después de cuarenta años de amistad, creo que sí. Además, no la notaba fría conmigo, ¿me comprendes?

—Pero sí cambiada.

Eileen Pulsifer asintió con gesto decidido.

—Sí. Y eso me hizo pensar que tal vez estuviese enferma. Quizá (Dios no lo permita) el médico le había encontrado un cáncer o algo así y ella no quería que sus viejas amigas lo supiéramos. Por eso telefoneé a Vera y le dije: «Vera, vamos a Haven a visitar a Mary. No se lo diremos. Así no nos pondrá excusas. Prepárate, Vera —le digo—, porque a las diez pasaré a buscarte. Si no estás lista, iré sola».

—Y Vera es…

—Vera Anderson, que vive en Derry. La mejor de mis amigas, John, después de Mary y de tu madre. Esa semana tu madre estaba en Monmouth, en casa de tu tía.

Leandro lo recordaba bien: una semana de tanta paz y tranquilidad no suele olvidarse con facilidad.

—Así pues, fueron las dos.

—Sí.

—Y usted se sintió mal.

—¿Que me sentí mal? ¡Casi me muero! ¡El corazón! —exclamó la mujer, dándose una dramática palmada en el pecho—. No sabes qué palpitaciones. Me dolía la cabeza, la nariz me sangraba… Vera se asustó y me dijo: «Da la vuelta ahora mismo, Eileen. ¡Tienes que ir a un hospital!»

»Bueno, me las arreglé como mejor pude para regresar, aunque no recuerdo cómo, porque todo me daba vueltas y más vueltas. La boca también me sangraba y se me cayeron dos dientes. ¡Así, sin más! ¿Alguna vez te has enterado de algo parecido?

—No —mintió él, pensando en Alvin Rutledge—. ¿Dónde le ocurrió?

—¡Pero si ya te lo he dicho! Íbamos a casa de Mary Jacklin…

—Sí, pero ¿estaba ya en Haven cuando se sintió mal? ¿Y por qué lado entró?

—Ah, ya comprendo. No, no llegamos a entrar en la ciudad. Estábamos en la vieja carretera a Derry. En Troy.

—Cerca de Haven.

—Más o menos a un kilómetro y medio del límite municipal. Hacía un ratito que me sentía descompuesta (algo revuelta, ya me entiendes), pero no quería decir nada a Vera. Pensé que aquello se pasaría.

Vera Anderson no se había sentido mal como su amiga. Eso intrigó a Leandro, porque no concordaba con el resto: no le había sangrado la nariz, tampoco se le había caído ni un diente.

—No, ella no se descompuso —dijo la señora Pulsifer—, salvo el miedo. Creo que estaba medio descompuesta de miedo. Por mí…, y también por ella, supongo.

—¿Por qué?

—Es que aquélla es una carretera casi desierta. Ella temía que yo me desmayara, y poco me faltó. Podrían haber pasado quince o veinte minutos antes de que alguien pasara por allí.

—¿Y no podía conducir ella?

—Dios te bendiga, John. Vera sufre una distrofia muscular desde hace años. Lleva unos grandes aparatos metálicos en las piernas; unas cosas de aspecto horrible, que parecen salidas de una sala de torturas. Cada vez que la veo me dan ganas de llorar.

5

En la mañana del 15 de agosto, a las diez menos cuarto, Leandro entró en la ciudad de Troy. Tenía el estómago tenso de expectativas, y (digamos la verdad, amigos) le cosquilleaba de miedo. Notaba la piel fría.

«Puedo sentirme mal. Es posible que me descomponga y, en ese caso, dejaré dos o tres metros de goma en este pavimento al acelerar para alejarme de aquí. ¿Entendido?»

«Entendido, patrón —se respondió a sí mismo—. Entendido, entendido».

«También es posible que pierda algunos dientes», se advirtió. Pero aquél le parecía un precio muy bajo a cambio de una primicia que le aseguraría el Premio Pulitzer[18]…, y que pondría a David Bright verde de envidia, lo cual era también muy importante.

Cruzó Troy, donde todo parecía estar bien…, acaso algo más lento que de costumbre. El primer desvío con respecto al curso normal de los acontecimientos se produjo un kilómetro más al Sur y por donde menos lo esperaba. Estaba escuchando WZON, la emisora de Bangor, cuando de pronto la señal AM, que siempre sonaba fuerte, empezó a vacilar y se volvió entrecortada. Leandro oyó que una…, no, dos…, no, tres emisoras más se mezclaban con su señal. Frunció el entrecejo. Eso ocurría por la noche a veces, cuando la atmósfera, al enfriarse, permitía que las señales de radio, se proyectaran más lejos; pero él no tenía noticias de que hubiese ocurrido nunca por la mañana, ni siquiera durante períodos de óptimas condiciones para la transmisión.

Intentó sintonizar bien el dial y quedó asombrado: de los altavoces surgía un torrente de transmisiones en conflicto: rock-and-roll, música folk y piezas clásicas se atropellaban entre sí. En el fondo se oía la voz de un locutor que elogiaba algún producto. Giró el dial un poco más y captó una transmisión nítida, tan extraordinaria que se apartó a un lado de la carretera para clavar en la radio la mirada de sus ojos dilatados por el asombro.

El locutor hablaba en japonés.

Se quedó esperando la inevitable aclaración: «Esta lección de japonés básico para principiantes les ha sido ofrecida por Pinturas…», o algo así. El locutor terminó de hablar. A continuación se oyó Be True to Your School, de los Beach Boys…, en japonés.

Leandro continuó moviendo el dial con mano temblorosa. De un extremo a otro ocurría más o menos lo mismo. Como por la noche, la maraña de voces y música empeoraba al llegar a las frecuencias más altas. Por fin se hizo tan acentuada que Leandro empezó a asustarse: era el equivalente auditivo a un nido de serpientes enredadas. Apagó la radio y se quedó tras el volante, con los ojos muy abiertos y el cuerpo trémulo.

«¿Qué es esto?»

Resultaba tonto especular cuando la respuesta se hallaba a nueve o diez kilómetros de distancia…, siempre que lograra descubrirla, por supuesto.

Oh, creo que la descubrirás. Tal vez no te guste lo que saques a relucir, pero sí, creo que la descubrirás sin dificultades.

Leandro miró alrededor. A la derecha, el heno estaba largo y desmañado. Demasiado largo y desmañado, si se consideraba la época del año. Habrían debido segarlo a principios de julio. Tampoco parecía que fueran a hacerlo en agosto. A la izquierda, un desvencijado granero, rodeado de repuestos para automóvil medio oxidados. En las fauces del granero se pudría el cadáver de un Studebaker modelo 1957. Las ventanillas parecieron mirar a Leandro fijamente. En cambio no había gente que lo mirara. Al menos, a la vista.

Dentro de él sonó una vocecita muy tranquila, muy cortés: la voz de un niño en medio de un festejo que se ha vuelto decididamente amedrentador.

Quisiera volver a casa, por favor.

Sí. A casa con mamá. A casa, a tiempo para ver las telenovelas de la tarde con ella. Mamá se alegraría de ver que volvía con su primicia, y tal vez más aún si volvía sin ella. Se sentaría a comer galletitas y a tomar café. Hablarían. Mejor dicho: ella hablaría y él escucharía. Así era siempre. Y no estaba mal. A veces ella se ponía fastidiosa, pero era…

La seguridad.

La seguridad, sí. La seguridad. En cambio, lo que estaba ocurriendo al sur de Troy, en aquella soñolienta tarde de verano, no era seguridad, por cierto.

Quisiera volver a casa, por favor.

Correcto. Casi seguro que Woodward y Bernstein habían pensado lo mismo más de una vez, cuando los muchachos de Nixon les apretaban las clavijas. Era probable que Bernard Fall hubiera sentido lo mismo al bajar del avión en Saigón por última vez. Cuando uno veía a los corresponsales de televisión en sitios álgidos, como el Líbano e Irán, parecían tranquilos y dueños de sí, pero los televidentes no tenían posibilidades de revisarles la ropa interior.

«La primicia está allí y voy a conseguirla. Y cuando reciba el Pulitzer diré que debo todo a David Bright…, y a mi reloj secreto de Superman».

Puso otra vez el motor en marcha y continuó hacia Haven.

6

Ni siquiera llevaba cubiertos dos kilómetros cuando empezó a sentirse mal. Se le ocurrió que era sólo un síntoma físico de su miedo y no le prestó atención. Al sentirse peor, se preguntó (como cualquiera hace cuando no cede la náusea instalada en su estómago, como una nube oscura) qué había comido. En ese sentido no tenía nada que reprocharse: esa mañana no había sentido miedo al levantarse, pero sí mucha expectativa y nerviosismo; como resultado, tomó un té con tostadas en vez de los huevos revueltos con tocino. Eso era todo.

¡Quisiera ir a casa! La voz se había vuelto más aguda.

Leandro continuó la marcha, con los dientes apretados. La primicia estaba en Haven. Si no llegaba a Haven, no habría primicia. Nada más que decir.

Cuando se hallaba a poco más de un kilómetro de la línea de demarcación municipal (el día estaba fantasmagórico y muerto) estallaron pitos, trompetazos y zumbidos en el asiento posterior. Leandro se llevó tal sobresalto que soltó un grito y se detuvo otra vez a un lado de la carretera.

Al mirar hacia atrás, en un primer momento no creyó a sus ojos. Tenía que ser una alucinación provocada por su creciente náusea.

Durante el fin de semana anterior, mientras estaba en Halifax con su madre, había llevado a Tony, su sobrino, a dar un paseo. Tony (a quien Leandro, en privado, consideraba un mocoso malcriado) se había instalado en el asiento posterior, jugando con un objeto plástico que se parecía un poco al auricular de un teléfono. El juguete se llamaba Merlín y funcionaba sobre la base de datos de un chip de ordenador; servía para cuatro o cinco juegos simples que requerían algunos datos de memoria o la identificación de una serie matemática sencilla. Leandro recordaba que también servía para jugar al dominó.

Al parecer, Tony lo había olvidado allí. Y ahora el objeto se estaba volviendo loco en el asiento trasero; encendía y apagaba sus luces rojas al azar (¿o no era al azar, sino siguiendo un patrón demasiado veloz para él?), repitiendo una y otra vez sus simples sonidos. Funcionaba solo.

«No, no… Es seguro que ha pasado por un bache o algo así. Eso es todo. Se le ha movido la llave de encendido y se ha puesto en marcha».

Pero tenía a la vista la pequeña llave negra del costado. Estaba en off, apagado. Y Merlín seguía con sus pitidos, trompeteos y zumbidos, como una tragaperras de Las Vegas al vaciar todo su botín.

La cubierta de plástico empezó a echar humo: se estaba derritiendo y goteaba como el sebo. Las luces se encendían y apagaban cada vez más deprisa. De pronto todas se encendieron al mismo tiempo, rojo brillante, y el aparato emitió un extraño zumbido estrangulado. La cubierta se rajó de punta a punta, con una breve lluvia de astillas plásticas. El tapizado del asiento empezó a arder sin llama debajo del juguete.

Leandro, olvidando su estómago revuelto, casi se puso de pie en el coche para tirarlo al suelo. En el sitio donde el juguete había estado se veía una quemadura negra.

«¿Qué es esto?»

La respuesta, irrelevante, casi un grito:

¡Ahora quisiera irme a casa por favor!

«La capacidad de aislar una serie matemática simple. ¿Pensé eso? ¿John Leandro, el que nunca aprobaba matemáticas en la secundaria? ¿Lo dices en serio?»

¡Eso no importa! ¡Sal de aquí!

«No».

Puso el coche en marcha y continuó su camino. Apenas había avanzado veinte metros cuando de pronto pensó, con descabellado entusiasmo:

«La capacidad de aislar una serie matemática simple indica la existencia de un caso general, ¿verdad? Se podría expresar de este modo, pensándolo bien:

»Si no me equivoco, funciona mientras a, b, c, d, y f sean constantes. Sí, seguro. Pero no se puede permitir que a, b o c sean 0, ¡ni pensarlo, qué joder! ¡Y que f se las arregle sola! ¡Ja!»

Leandro tenía ganas de vomitar, pero aun así emitió una risa aguda, triunfal. De inmediato tuvo la sensación de que se le había desprendido el cerebro para atravesar la parte superior de su cráneo. Aunque no lo sabía (había pasado medio dormido la mayor parte de la jodida clase de matemáticas), acababa de reinventar la ecuación cuadrática general con dos variables, que se puede utilizar, por cierto, para aislar componentes en una serie matemática simple. Eso le volvió loco.

Un momento después, la sangre le brotaba de la nariz en un verdadero torrente.

Así terminó el primer intento de John Leandro por llegar a Haven. Dio marcha atrás y retrocedió por la carretera, zigzagueando de lado a lado, con el brazo derecho sobre el respaldo del asiento de al lado y la sangre manchándole el hombro de la camisa, en tanto miraba por el parabrisas trasero con los ojos llenos de lágrimas.

Retrocedió más de un kilómetro antes de girar en una entrada. Entonces se echó un vistazo. Tenía la camisa empapada de sangre, pero se sentía mejor. Un poquito mejor. De cualquier modo, no perdió tiempo: continuó viaje hasta la aldea de Troy y se detuvo ante el almacén general.

Esperaba encontrar dentro el habitual grupo de viejos, que mirarían su ensangrentada camisa con silenciosa sorpresa norteña. Pero allí sólo estaba el propietario, que no pareció en absoluto sorprendido: ni por la sangre ni por la pregunta de Leandro, que quiso saber si vendía camisas.

—Parece que le ha sangrado un poco la nariz —comentó el hombre con toda tranquilidad, mientras le mostraba una selección de camisetas.

A Leandro le pareció que tenía mucha variedad de ellas, considerando lo pequeño del negocio. Poco a poco se fue dominando, aunque todavía le dolía la cabeza y su revuelto estómago no acababa de asentarse. La hemorragia nasal lo había asustado mucho.

—Parece que sí —respondió.

Dejó que el viejo le fuera mostrando las camisetas, porque tenía las manos pegajosas de sangre. Las había de talla pequeña, mediana, grande y extra, con leyendas, dibujos y juegos de palabras subidos de tono.

—¡Qué variedad tiene! —indicó Leandro, mientras señalaba una de talla mediana, que inquiría: ¿DÓNDE DIABLOS QUEDA TROY, MAINE?, por no ofender a su madre con las más atrevidas.

—Sí —reconoció el comerciante—. Es que vendo muchas.

—¿A los turistas? —La mente de Leandro ya se adelantaba a toda marcha, tratando de adivinar lo que seguiría. La primicia no era grande: era gigantesca.

—Algunas, sí —dijo el hombre—, pero este verano han pasado pocos por aquí. En general, las vendo a personas como usted.

—¿Como yo?

—Sí, personas a quienes les sangra la nariz.

Leandro quedó boquiabierto.

—Les sangra la nariz y echan a perder la camisa —prosiguió el comerciante—. Como le ha ocurrido a usted. Necesitan otra. Y si son de la zona, como ha de serlo usted, no llevan equipaje ni ropa de repuesto. Entonces se detienen en el primer almacén que encuentran para comprar otra. Se explica. Si yo tuviese que andar por ahí con una camisa llena de sangre, vomitaría de asco. Caramba, hasta señoras han pasado por aquí este verano, señoras muy elegantes, muy acicaladas, que olían como cloacas.

El comerciante lanzó una carcajada y, al hacerlo, mostró una boca donde no había un solo diente.

—Veamos si he comprendido bien —dijo Leandro con lentitud—. ¿Hay otras personas que vienen desde Haven con hemorragias nasales? ¿No he sido el único?

—¿El único? ¡No, qué joder! ¡El único! El día en que enterraron a Ruth McCausland vendí quince. ¡En un solo día! Ya estaba pensando jubilarme con las ganancias y mudarme a Florida.

El comerciante volvió a reír.

—Todos eran forasteros —dijo, como si eso explicara cualquier cosa. Tal vez era así…, para él—. Algunos todavía sangraban cuando entraron. ¡Sus narices parecían fuentes! Y algunos sangraban también por las orejas. ¡Mierda!

—¿Y nadie se ha enterado de eso?

El viejo miró a Leandro con ojos sabios.

—Ahora se ha enterado usted, hijo.