TRES

LA ESCOTILLA

1

Ocurrió dos días después, mientras Haven yacía despatarrada y con golpes de calor bajo el clima de agosto. Había llegado la canícula. Un calor de perros, aunque, por supuesto, en Haven ya no quedaban perros…, a menos que hubiera uno en el granero de Bobbi Anderson.

Gard y Bobbi estaban en el fondo de un corte que medía ya cincuenta y un metros de profundidad; el casco de la nave formaba un lado de esa excavación. Al otro lado, bajo la malla plateada que cubría el suelo, se veían las capas sucesivas de humus, arcilla, esquisto, granito y acuífero. A un geólogo le habría encantado. Los dos vestían vaqueros y camisetas. En la superficie hacía un calor sofocante, pero abajo había frescor; Gardener se sentía como un bicho que trepara por el costado de un refrigerador de agua. En la cabeza llevaba un casco, al que estaba adherida una linterna con tela adhesiva. Bobbie le había advertido que la usara lo menos posible, porque las pilas escaseaban. Tenía las orejas taponadas con algodón y estaba usando un taladro neumático para desprender grandes trozos de roca. Bobbi, al otro lado de la perforación, hacía lo mismo.

Esa mañana, Gard le preguntó por qué era necesario perforar.

—Me gustan más las radios explosivas con temporizador, Bobbi —dijo—; menos trabajo, menos dolor… para los de abajo y para el gran señor.

Bobbi no sonrió. Bobbi estaba perdiendo el sentido del humor junto con el cabello.

—Ya estamos cerca —explicó—. Si usásemos explosivos podríamos dañar algo que no queremos dañar.

—¿La escotilla?

—La escotilla.

A Gardener le dolían los hombros. También le dolía la placa de la cabeza; eso debía de ser mental, porque es imposible que el acero duela, pero siempre tenía esa sensación cuando estaba abajo. No veía la hora de que Bobbi le hiciera una señal indicativa de que era la hora del almuerzo.

Dejó que el taladro parloteara y se abriera paso a mordiscos hacia la nave, sin preocuparse demasiado por los rayones que dejara en aquella plateada superficie opaca. Debía llevar mucho cuidado para que la punta del taladro no la tocara con demasiada fuerza, según había descubierto, porque podía rebotar y arrancarle un pie. La nave en sí era tan invulnerable al rudo beso del taladro como a los explosivos que él había usado junto con su desfile de colaboradores. Al menos no había peligro de dañar la mercancía.

El taladro tocó la superficie de la nave… y, de pronto, su estable trueno de ametralladora se convirtió en un chillido agudo. Gard creyó ver humo en el palpitante borrón de la punta. Se produjo un chasquido. Algo voló junto a su cabeza. Todo eso ocurrió en unas décimas de segundo. Apagó el taladro y vio que la punta había desaparecido casi por completo. Sólo quedaba un muñón mellado.

Gard se volvió en redondo y vio el trozo que había pasado casi rozándole el rostro: estaba incrustado en la roca del corte. Había partido limpiamente en dos una hebra de la malla. El impacto emocional con efectos retardados hizo que las rodillas se le aflojaran, como si quisiesen que cayera a tierra.

«¡Madre mía! Me he salvado por un pelo. Ni más ni menos».

Trató de arrancarlo de la roca. En un principio pensó que no cedería. Luego comenzó a moverlo. «Como si arrancara un diente de una encía», pensó, con una risita histérica.

El trozo de metal se soltó. Tenía el tamaño de una bala del calibre «45», tal vez algo mayor.

De pronto se sintió a punto de perder el equilibrio. Apoyó un brazo en el muro cubierto de tela metálica y descansó la cabeza contra él, con los ojos cerrados a la espera de que el mundo regresara o desapareciera.

Tuvo la vaga conciencia de que el taladro de Bobbi también había dejado de funcionar.

El mundo comenzó a regresar…; Bobbi lo estaba sacudiendo con fuerza.

—¡Gard! Gard, ¿qué ocurre?

El tono de su voz era de preocupación. Al oírla, Gardener tuvo unas absurdas ganas de llorar. Estaba muy cansado, por supuesto.

—Una punta de taladro calibre cuarenta y cinco ha estado a punto de perforarme la cabeza —dijo—. Pensándolo mejor, era una Magnum 357.

—¿De qué estás hablando?

Gardener le entregó el fragmento que había sacado de la roca. Bobbi, al verla, soltó un silbido:

—¡Dios!

—Creo que Él y yo no nos hemos encontrado por muy poco. Es la segunda vez que he estado a punto de morir en este agujero de mierda. La primera, cuando tu amigo Enders se olvidó de subirme, después de que hube instalado una de esas radios explosivas.

—No es amigo mío —aclaró Bobbi, distraída—. Creo que es un subnormal. Gard, ¿contra qué has chocado? ¿Por qué se ha roto así?

—¿De qué me hablas? ¡Ha sido la roca! ¿Contra qué otra cosa ha podido chocar aquí?

—¿Estabas cerca de la nave?

De pronto Bobbi parecía excitada. No, más que eso: casi febril.

—Sí, pero no es la primera vez que he rozado la nave con el taladro. No hace sino reb…

Pero Bobbi no lo escuchaba ya. Se había puesto de rodillas ante la nave, para cavar con los dedos entre los escombros.

«Parecía despedir vapor —pensó Gardener—. Era…»

¡Está aquí, Gard! ¡Aquí, por fin!

Se encontró a su lado antes de darse cuenta de que ella no había expresado su conclusión en voz alta: Gard la había percibido en su cabeza.

2

«Algo, sí», pensó Gardener.

Al apartar la roca que el taladro de Gard había desprendido antes de romperse, Bobbi acababa de poner al descubierto, por fin, una línea en la superficie de la nave: una sola línea en toda aquella enorme extensión sin detalles. Al mirarla, Gard comprendió su excitación. Estiró la mano para tocarla.

—No lo hagas —le advirtió ella, con aspereza—. Recuerda lo que te ha ocurrido antes.

—Déjame —protestó Gard.

Le apartó la mano y tocó la hendidura. Oyó música en su cabeza, pero apagada, y se desvaneció muy pronto. Creyó sentir que sus dientes vibraban en sus alvéolos y sospechó que esa noche perdería algunos más. No importaba. Quería tocarla; la tocaría. Ésa era la entrada; nunca habían estado tan cerca de los Tommyknockers y sus secretos. Era la primera señal auténtica de que aquel objeto ridículo no era macizo en toda su extensión (se le había ocurrido la idea, sí; hubiese sido una verdadera broma cósmica). Tocarla era como tocar la luz de las estrellas solidificada.

—Es la escotilla —dijo Bobbi—. ¡Yo sabía que estaba aquí!

Gardener sonrió.

—Lo hemos logrado, Bobbi.

—Sí, lo hemos logrado. ¡Gracias a Dios que volviste, Gard!

Bobbi lo abrazó. Al sentir el movimiento gelatinoso de sus senos y de su torso, Gard sintió una repulsión enfermiza. ¿Luz de estrellas? ¡Tal vez eran las estrellas las que lo tocaban a él, en ese mismo instante!

Se apresuró a ocultar el pensamiento. Tuvo la sensación de que lo había conseguido; Bobbi no lo captó.

«Un punto a mi favor», pensó.

—¿Qué tamaño le calculas? —preguntó.

—No estoy segura. Podríamos descubrirla hoy mismo. Sería lo mejor. Nos estamos quedando sin tiempo, Gard.

—¿Qué quieres decir?

—El aire de Haven cambia. Esto lo ha provocado. —Bobbi golpeó con los nudillos el casco de la nave, que emitió una sorda nota de campana.

—Lo sé.

—La gente que entra en él se descompone. Ya viste cómo estaba Anne.

—Sí.

—Hasta cierto punto, los trabajos odontológicos la protegieron. Sé que parece una locura, pero es verdad. Aun así tuvo que irse muy deprisa.

«¿Ah, sí?»

—Si sólo se tratase de eso, de que el aire envenena a los que entran en la ciudad, tendríamos bastantes problemas. Pero es que, además, ya no podemos salir, Gard.

—¿No podemos?

—No. Creo que tú sí podrías. Quizá te sintieses descompuesto por algunos días, pero podrías salir de Haven. Yo moriría muy pronto. Y algo más: hemos tenido un largo período de tiempo caluroso y sin viento. Si el clima cambia, si el viento sopla con fuerza, se llevará nuestra biosfera al océano Atlántico. Y nosotros seremos como unos cuantos peces dorados a los que alguien vaciara la pecera. Moriríamos.

Gard meneó la cabeza.

—El día en que fuiste al funeral de aquella mujer, Bobbi: el tiempo había cambiado. Lo recuerdo. Estaba despejado y había brisa. Por eso me extrañó que cogieras una insolación después de pasar tanto calor en los días anteriores.

—Las cosas han cambiado. Se ha acelerado la «conversión».

«¿Moriríamos todos? —se preguntó Gardener—. ¿Todos ellos? ¿O sólo tú y tus amigos especiales, Bobbi? ¿Los que ahora usan cosmético?»

—Oigo dudas en tu cabeza, Gard —dijo Bobbi. Parecía medio exasperada, medio divertida.

—Lo que dudo es que algo de todo esto pueda ser real —dijo Gardener—. Basta de joder. Vamos. Cava, nena.

3

Se turnaron para manejar el pico. Cada uno de ellos lo usaba unos quince minutos; después, retiraban los escombros entre los dos. Hacia las tres de la tarde Gard vio un surco circular que parecía medir unos dos metros de diámetro. Como si fuera la tapa de un pozo de inspección. Y allí, por fin, había un símbolo. Lo contempló, extrañado. Tuvo que tocarlo. En esa ocasión, el estallido de música en su cabeza fue más potente, como en cansada protesta o a manera de advertencia; la de que debía alejarse de aquel objeto antes de que la protección le fallara por completo. Pero necesitaba tocarlo, confirmarlo.

Mientras deslizaba los dedos sobre ese símbolo casi chino, pensó: «Un ser que vivía bajo el fulgor de un sol diferente concibió esta marca. ¿Qué significa? ¿PROHIBIDO EL PASO? ¿VENIMOS EN SON DE PAZ? ¿O quizá es una señal de plaga, la versión alienígena de “ABANDONAD TODA ESPERANZA LOS QUE AQUÍ ENTRÉIS”?»

Estaba grabada en el metal de la nave, como un bajorrelieve. Le bastó tocarla para experimentar una especie de miedo supersticioso que nunca antes había sentido; seis semanas atrás, si alguien le hubiese dicho que experimentaría esas sensaciones, se habría reído. Era lo que sentiría un cavernícola ante un eclipse de sol o un campesino medieval ante la llegada de lo que, con el correr del tiempo, recibiría el nombre de cometa Halley.

«Esta marca fue concebida por un ser que vivía bajo el fulgor de un sol diferente. Y yo, James Eric Gardener, nacido en Portland, Maine, Estados Unidos de Norteamérica, Hemisferio Occidental del Mundo, estoy tocando un símbolo hecho y grabado por sólo Dios sabe qué tipo de ser, tras una negra distancia de años-luz. ¡Dios mío, Dios mío, estoy tocando una mente distinta!»

Llevaba ya algún tiempo tocando mentes distintas, por supuesto, pero no era lo mismo, no era lo mismo en absoluto.

«¿Vamos a entrar de verdad?» Sabía que la nariz le sangraba otra vez, y ni siquiera eso hizo que apartara la mano de aquel símbolo; deslizó la yema de los dedos, incansable, por la suave e insondable superficie.

Di mejor: si piensas entrar ahí ¿Pese a saber que puede matarte, que es probable que te mate? Recibes una descarga cada vez que tocas eso. ¿Qué te pasará si cometes la tontería de entrar? Es probable que envíe una vibración armónica hacia tu maldita placa de acero, que te hará volar la cabeza como si fuese una barra de dinamita en un nabo podrido.

«¿No te parece que te preocupas demasiado por tu bienestar, considerando que hace poco estabas al borde del suicidio, amigo?», pensó. Y tuvo que sonreír a su pesar. Apartó los dedos del símbolo, sacudiéndolos con aire distraído para liberarse del cosquilleo, como quien intenta librarse de un bicho de buen tamaño. Adelante, anda. Qué diablos… Si de cualquier modo te vas a matar, es más exótico hacerlo con el cerebro reventado por una vibración, dentro de un platillo volante.

Gard rió en voz alta. Su risa sonó, en el fondo de aquella profunda hendidura abierta en el suelo.

—¿De qué te ríes? —preguntó Bobbi, serena—. ¿De qué te ríes, Gard?

Gardener reía con ganas.

—De todo. Esto es… algo nuevo. Es cuestión de reír o de volverse loco. ¿Comprendes?

Bobbi lo miró; era obvio que no comprendía. Gardener pensó: «Claro que no lo comprende. Bobbi se quedó con la otra alternativa. No puede reír porque se ha vuelto loca».

Rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Algunas de esas lágrimas contenían sangre, pero él no se dio cuenta. Bobbi sí, aunque no se molestó en decírselo.

4

Les llevó otras dos horas despejar la escotilla por completo. Cuando eso estuvo hecho, ella tendió una mano sucia, manchada de cosmético, en dirección a Gard.

—¿Qué? —preguntó él, estrechándosela.

—Listo —dijo Bobbi—. Hemos terminado con la excavación. Terminamos, Gard.

—¿Sí?

—Sí. Mañana entraremos.

Él la miró sin decir más. Sentía la boca seca.

—Sí —repitió Bobbi, asintiendo como si él la hubiese interrogado—. Mañana entraremos. A veces tengo la impresión de que inicié esto hace un millón de años. Me parece que apenas fue ayer. Tropecé, lo vi, deslicé los dedos sobre él y quité el polvo a soplidos. Ése fue el comienzo: un dedo arrastrado por el polvo. Éste es el fin.

—La del principio era otra Bobbi —dijo Gardener.

—Sí —reconoció ella, pensativa. Levantó la vista. En sus ojos había un oscuro destello de humor—. También tú eras otro, Gard.

—Sí. Sí, creo que ya lo sabes: es probable que muera al entrar. Pero tengo que intentarlo.

—No morirás —aseguró Bobbi.

—¿No?

—No. Y ahora salgamos de aquí. Tengo mucho que hacer. Esta noche estaré en el granero.

Gardener la miró con atención, pero ella había desviado los ojos hacia arriba. El estribo motorizado descendía por los cables.

—Allí dentro he estado construyendo cosas —continuó Bobbi. Su voz sonaba soñadora—. Yo y otros. Nos preparamos para mañana.

—Esta noche se reunirán contigo —dijo Gard. No era una pregunta.

—Sí. Pero antes debo traerles aquí, para que vean la escotilla. Ellos…, ellos también esperaban este momento, Gard.

—Ya lo supongo.

Llegó al estribo. Bobbi se volvió a mirarle con los ojos entornados.

—¿Qué significa eso, Gard?

—Nada. Nada en absoluto.

Se miraron a los ojos. Gardener sentía con toda claridad cómo hurgaba ella en su mente. Una vez más tuvo la sensación de que su conocimiento secreto, sus dudas secretas, daban vueltas y vueltas como una joya peligrosa.

Pensó con deliberada atención:

(sal de mi cabeza Bobbi no eres bien recibida aquí)

Bobbi retrocedió como si hubiese recibido una bofetada…, pero también había una vaga vergüenza en su rostro, como si Gard la hubiera sorprendido espiando donde no debía. Por lo tanto, aún quedaba algo de humano en ella. Resultaba consolador.

—Tráelos, tráelos —dijo Gard—. Pero cuando se trate de abrirla, Bobbi, seremos tú y yo solos. Nosotros lo desenterramos, nosotros entraremos primero. ¿Estás de acuerdo?

—Sí —respondió ella—. Nosotros entraremos primero. Los dos. Sin bandas militares ni desfiles.

—Y sin la policía de Dallas.

Bobbi esbozó una sonrisa.

—Sin ella, también. —Sujetó el estribo—. ¿Quieres subir primero?

—No, ve tú. Parece que tienes muchísimo que hacer.

—En efecto. —Bobbi hizo girar el estribo, presionó el nuevo botón instalado abajo e inició el ascenso—. Gracias otra vez, Gard.

—De nada —replicó él, y estiró el cuello para seguirla con la mirada hacia arriba.

—Y te sentirás mejor con respecto a todo esto…

(cuando «te conviertas» cuando tú también acabes de «convertirte»)

Bobbi se elevó y desapareció de su vista.