SISSY
1
—Espero que haya disfrutado del viaje —dijo la azafata, junto a la escotilla, a la mujer cuarentona que bajaba del «Delta» con los pocos pasajeros que habían llegado hasta Bangor, escala final del vuelo 230.
Anne, la hermana de Bobbi Anderson, que tenía cuarenta años pero pensaba como si contara cincuenta, además de aparentarlos (durante sus poco frecuentes borracheras, Bobbi decía que Anne aparentaba cincuenta años desde los trece, poco más o menos), se detuvo para clavar en la azafata una mirada que habría podido detener un reloj.
—Bueno, te diré, querida —dijo—. Tengo calor. Las axilas me hieden porque el avión tardó en despegar de La Garbage y tardó aún más en salir de Logan. Hubo baches en el aire y detesto volar. La inútil que mandaron atender a la Clase Ganado me volcó un aperitivo encima y tengo jugo de naranja secándoseme en el brazo. La braga se me pega a la raya del culo y esta ciudad parece un grano en el culo de Nueva Inglaterra. ¿Alguna otra pregunta?
—No —logró decir la azafata. Se le habían puesto los ojos vidriosos y tenía la impresión de haberse enfrentado en tres breves asaltos a Bum-Bum Mancini, en un día en que éste se hallaba enfadado con el mundo entero. Anne Anderson solía causar ese efecto en la gente.
—Bien, querida.
Anne siguió su camino, balanceando un gran bolso de un chillón color púrpura. La azafata ni siquiera tuvo tiempo de desearle una feliz estancia en Bangor; de cualquier modo, pensó que habría sido inútil. Esa mujer no parecía haberlo pasado bien en parte alguna, en la vida.
Andaba erguida, pero como si lo hiciese a pesar de algún dolor: como la sirenita, que seguía caminando aunque cada paso que daba era como un cuchillo clavado en sus pies.
«Pero si esta mujer tiene un Verdadero Amor metido en alguna parte —pensó la azafata—, espero que el pobre hombre conozca los hábitos sexuales de ciertas arañas».
2
La empleada de Avis comunicó a Anne que no disponía de automóviles para alquilar; si Anne no había hecho su reserva con anticipación, no tendría suerte, por desgracia. En Maine, durante el verano, escaseaban los coches de alquiler.
Fue un error por parte de la empleada. Un grave error.
Anne sonrió, con el entrecejo fruncido, mientras se escupía mentalmente la palma de las manos, y se dedicó a lo suyo. Esa clase de situaciones eran el pan de cada día para la hermana Anne, que había atendido a su padre hasta su miserable muerte, el 1 de agosto, hacía ya ocho días. Se había negado a internarle; prefería lavarle, curarle las pústulas, cambiarle los calzoncillos que ensuciaba debido a su incontinencia y darle las píldoras en medio de la noche, todo personalmente. Ella lo había llevado al ataque final, por supuesto, importunándolo sin cesar para que vendiera la casa de la calle Leighton (él no quería; ella estaba decidida a que lo hiciera; el monstruoso ataque final, que se produjo después de tres previos, más leves, con intervalos de dos años, sobrevino tres días después de que la casa fuese puesta en venta), pero no estaba dispuesta a admitirlo, así como no admitiría que, pese a haber asistido a los servicios de San Bartolomé desde la infancia, y a pesar de ser una de las mujeres que más trabajaban por esa iglesia, consideraba que el concepto de Dios era un montón de mierda. Por la época en que cumplió los dieciocho años, Anne había sometido ya a su madre a su voluntad; ahora, también había liquidado al padre. No sería una ínfima empleaducha de Avis la que se le opusiera.
Le llevó unos diez minutos destrozar a la empleada, pero rechazó el ofrecimiento del coche que Avis reservaba por si alguna celebridad (posibilidad muy remota) pasaba por Bangor; e insistió, olfateando el miedo creciente de la joven, tal como un carnívoro hambriento olfatea la sangre. Veinte minutos después de haber rechazado el coche, Anne se alejaba serenamente del aeropuerto al volante de un Cutlass Supreme, reservado para un comerciante que debía aterrizar a las 18.15. A esas horas, la empleada no estaría ya detrás del mostrador; además, Anne la había puesto tan nerviosa que lo mismo habría dado si el Cutlass hubiese estado reservado para el presidente de la nación. Pasó temblando a la oficina interior, cerró la puerta con llave, puso la silla bajo el picaporte y se fumó un cigarrillo de marihuana, que le había dado uno de los mecánicos. Y después, se echó a llorar.
Anne Anderson causaba un efecto similar en muchas personas.
3
Cuando hubo acabado de devorar a la empleada, eran ya las tres. Si hubiese querido, Anne habría salido directamente a Haven (el mapa que había recogido en el mostrador de Avis establecía la distancia en menos de sesenta y cinco kilómetros); pero quería estar descansada para su enfrentamiento con Roberta.
En la intersección de las calles Hammond y Union había un policía (el semáforo estaba apagado, lo cual le pareció típico de aquella despreciable ciudad), y ella se detuvo a medio cruzar para preguntarle cómo se llegaba al mejor hotel. El policía trató de amonestarla por detener el tráfico para pedir información, pero echó un vistazo a sus ojos (asomaba allí un incendio cerebral contenido, que podía alzarse en llamas en cualquier momento) y decidió que era mejor darle las indicaciones para deshacerse de ella cuanto antes. Aquella mujer se parecía a un perro que él tenía de niño: un perro al que le parecía divertido desgarrar los pantalones de los chicos que pasaban rumbo a la escuela. No necesitaba ese tipo de discusiones con tanto calor y con un ataque de úlcera; le indicó la manera de llegar al Cityscape, en la carretera Siete, y se alegró de que se alejara.
4
El hotel Cityscape estaba completo.
Eso no era dificultad para la hermana Anne.
Consiguió una habitación para dos personas; después acosó al pobre gerente hasta que le dio otra, porque en la primera el acondicionador hacía ruido y la televisión tenía mal color; según dijo, los actores parecían a punto de morir por haber comido mierda.
Deshizo su equipaje, se masturbó hasta un sombrío clímax con un vibrador cuyo tamaño se parecía al de las zanahorias mutantes de Bobbi (los únicos orgasmos que conocía eran de los sombríos; nunca se había acostado con un hombre, ni pensaba hacerlo). Se dio una ducha, durmió una siesta y bajó a cenar. Revisó el menú con el entrecejo fruncido, tormentoso; después descubrió los dientes en una implacable sonrisa ante el camarero que acudió a recoger el pedido.
—Tráigame un puñado de verduras. Crudas. De hoja.
—La señora quiere una ensal…
—La señora quiere un puñado de verduras crudas, de hoja. Me importa una mierda cómo las llame usted. Pero lávelas bien para sacarles la meada de los bichos. Y tráigame un «sombrero».
—Sí, señora —dijo el camarero, humedeciéndose los labios; la gente los miraba. Algunos sonrieron…, pero quienes echaron un vistazo a los ojos de Anne Anderson pronto borraron la sonrisa de sus labios. El camarero iba a retirarse cuando ella lo llamó, con voz potente, pareja e indiscutible.
—Los «sombreros» —aclaró— se preparan con crema. Si llega a traerme un sombrero con leche, amigo, tendrá que usarlo de champú.
Al camarero se le bamboleó la nuez de Adán como un mono en la rama. Trató de esbozar la sonrisa aristocrática y compasiva que constituye la principal arma de un buen camarero contra los clientes vulgares. Para hacerle honor, le dio un buen comienzo…, pero Anne curvó los labios en una mueca que se la mató con congelación. En su sonrisa no había buen humor, sino algo parecido al asesinato.
—Lo digo en serio, amigo —observó la hermana Anne, con suavidad.
Y el camarero no lo puso en duda.
5
A las siete y media volvió a su habitación. Se desnudó, se puso una bata y se sentó ante la ventana de la cuarta planta. Pese a su nombre, el hotel Cityscape (paisaje de ciudad) estaba en las afueras de Bangor. Descontando las luces del estacionamiento, el panorama se reducía a una oscuridad casi impoluta. Era justo la clase de panoramas que le gustaban.
En la cartera tenía cápsulas de anfetaminas. Anne abrió una, puso el polvo blanco en el espejito de su polvera, trazó una línea de sensata brevedad con una uña y aspiró por la nariz la mitad de aquella «raya». De inmediato, el corazón empezó a darle saltos en el angosto pecho; el color afloró a su pálido rostro. Dejó el resto para la mañana. Había empezado a usar las anfetaminas de ese modo poco después del primer ataque sufrido por su padre. Ahora no podía dormir sin aspirar la droga, que era lo más opuesto a un sedante. Una vez, siendo ella muy pequeña, la madre le había gritado, en un ataque de total exasperación: «¡Eres una empecinada capaz de llevarle la contraria hasta a la medicina!»
Anne se dijo que no había mentido. Y seguía siendo así…, aunque su madre jamás se atrevería a repetirlo, por supuesto.
Echó un vistazo al teléfono, pero apartó los ojos. Con sólo mirarlo pensaba en Bobbi y en el modo en que se había negado a acudir a los funerales de papá. No con palabras, sino con una cobardía típica en ella: negándose a responder a los esfuerzos de Anne, cada vez más desesperados, por comunicarse con ella por teléfono. La había llamado dos veces en las veinticuatro horas siguientes al ataque del viejo, cuando ya era obvio que iba a estirar la pata. Ninguna de las dos veces recibió respuesta.
Telefoneó de nuevo a la muerte del padre; era la una y cuatro minutos de la madrugada del 2 de agosto. Respondió un borracho.
—Quiero hablar con Roberta Anderson, por favor —dijo Anne. Estaba muy tiesa delante del teléfono público del hospital. La madre, sentada en una silla de plástico, rodeada de interminables hermanos con interminables rostros de patata irlandesa, lloraba y lloraba—. Ahora mismo.
—¿Con Bobbi? —dijo la voz alcohólica al otro lado de la línea—. ¿Quiere hablar con el patrón de antes o con el Patrón Nuevo y Perfeccionado?
—Basta de idioteces. Su padre ha…
—Ahora no se puede hablar con Bobbi —la interrumpió el borracho; era Gardener, sí; en ese momento reconoció la voz. Anne cerró los ojos; sólo había una clase de malos modales telefónicos que detestaba aún más que verse interrumpida—. Está en el granero, con la policía de Dallas. Todos ellos, dedicados a tornarse aún más Nuevos y más Perfeccionados.
—Dígale que Anne, su hermana…
¡Clic!
La cólera seca le convirtió en franela caliente los costados de la garganta. Apartó el auricular del oído y lo miró tal como habría mirado a una serpiente que acabara de morderla. Tenía las uñas blancas-tirando-a-púrpura.
La clase de malos modales telefónicos que más detestaba era que le colgaran el teléfono.
6
Volvió a marcar de inmediato, pero en esta ocasión, después de una larga pausa, el teléfono empezó a hacer un extraño ruido de sirena. Cortó y fue a reunirse con su llorosa madre y sus numerosos parientes.
—¿Te has comunicado con ella, Sissy? —preguntó la madre.
—Sí.
—¿Y qué te ha dicho? —Los ojos suplicaban buenas nuevas—. ¿Vendrá para el funeral?
—No he logrado que me diera una respuesta clara de sí o no —respondió Anne.
Y de pronto, toda su furia contra Roberta estalló en su corazón. Roberta, que había tenido el coraje de pretender escapar. Pero estalló sin estridencias. La sonrisa de tiburón volvió a asomar a su rostro. Los familiares murmurantes quedaron silenciosos y la miraron con intranquilidad. Dos de las viejas sacaron el rosario.
—Ha dicho que se alegraba de que el viejo hubiera muerto. Después se ha echado a reír y ha colgado.
Hubo un momento de aturdido silencio. Después, Paula Anderson se cubrió los oídos con las manos y empezó a chillar.
7
En un principio al menos, Anne no dudó de que su hermana asistiría al funeral. Puesto que ella tenía decidido que Bobbi estuviese presente, allí estaría. Anne siempre conseguía lo que deseaba; de ese modo, el mundo le era grato; así debían de ser las cosas. Cuando Roberta llegase, se vería enfrentada con la mentira dicha por Anne; su madre no se lo mencionaría (estaría demasiado feliz de verla como para sacar el tema; quizá ni siquiera lo recordara), pero sí uno de sus tíos. Bobbi lo negaría y el tío lo dejaría pasar…, a menos que estuviera muy borracho, cosa que, tratándose de los hermanos de su madre, siempre era muy posible. Pero al fin todos recordarían la declaración de Anne y no la negativa de Bobbi.
Eso estaba bien. Muy bien. Pero no bastaba. Era hora, era sobradamente hora de que Roberta volviera a casa. No sólo para el funeral: para siempre.
Ella se encargaría de eso. Sissy se encargaría, sí.
8
Esa noche, en el hotel, el sueño no acudió a ella con facilidad. En parte, se debía a que estaba en una cama extraña; en parte, al leve parloteo del televisor en las habitaciones vecinas y a la sensación de estar rodeada por desconocidos; Anne era sólo otra abeja que trataba de dormir en una de tantas cámaras, dentro de aquella colmena donde las celdillas eran cuadradas y no hexagonales.
En parte se debía también al hecho de saber que al día siguiente tendría mucho que hacer; pero, sobre todo, a la ira constante que le producía verse burlada. Eso era lo que más detestaba en la vida; por comparación, cualquier otra cosa era un leve contratiempo. Bobbi se había burlado de ella. Hasta ese momento se había burlado por completo, haciendo necesario tan estúpido viaje en medio de algo que los informes meteorológicos llamaban «la peor ola de calor que ha afectado a Nueva Inglaterra desde 1974».
Una hora después de mentir ante su madre y sus tíos con respecto a Bobbi había intentado telefonear de nuevo, en esa oportunidad desde la funeraria (la madre había sido llevada a casa largo rato antes; casi seguro que estaría sentada con la subnormal de Betty, la hermana, ambas bebiendo el clarete de mierda que tanto les gustaba y lloriqueando por el muerto mientras se mamaban). Sólo volvió a oír aquel ruido de sirena. Llamó a la telefónica e informó que había problemas en la línea.
—Quiero que verifique el problema, lo localice y haga que lo arreglen —dijo—. Ha habido un fallecimiento en la familia y necesito comunicarme con mi hermana cuanto antes.
—Sí, señora. Si me da el número desde el cual está efectuando su llama…
—Llamo desde la funeraria —interrumpió Anne a la telefonista—. Voy a elegir un ataúd para mi padre y después iré a acostarme. Telefonearé por la mañana. Pero asegúrese de que entonces pueda comunicarme, querida.
Cortó y se volvió hacia el de Pompas Fúnebres.
—De pino —dijo—. El más barato que tenga.
—Pero, Miss Anderson, sin duda usted debería pensar en…
—No quiero pensar en nada —ladró Anne. Sentía las palpitaciones de advertencia que indicaban el principio de sus frecuentes migrañas—. Limítese a venderme el ataúd de pino más barato que tenga, para que pueda salir de aquí. Huele a muerto.
—Pero… —El de la funeraria estaba horrorizado—. Pero ¿no quiere ver…?
—Lo veré cuando él lo tenga puesto —dijo Anne, al tiempo que sacaba el talonario de cheques—. ¿Cuánto?
9
A la mañana siguiente, el teléfono de Bobbi funcionaba bien, pero nadie atendió. Nadie atendió en todo el día. Anne se iba poniendo más y más furiosa. A eso de las cuatro de la tarde, cuando el velatorio estaba a toda marcha en la sala vecina, pidió hablar con Informaciones de Maine y dijo a la operadora que necesitaba el número telefónico del Departamento de Policía de Haven.
—Bueno…, no hay… un Departamento de Policía, pero en la guía figura el delegado policial. ¿Le parece…?
—Sí. Comuníqueme con él.
La operadora lo hizo. El teléfono sonó y sonó. El tono del timbre era exacto al que obtenía cuando llamaba a la casa en que su cobarde hermana se escondía desde hacía trece años. Cualquiera le hubiera dicho que estaba llamando al mismo receptor.
Por un momento jugó con esta idea, antes de descartarla. Pero el solo hecho de haber tenido un pensamiento tan paranoico, tan digno de ella, la enfureció. Todos los teléfonos sonaban igual porque era la misma compañía telefónica de porquería la que servía a la ciudad. Nada más.
—¿Has comunicado? —preguntó Paula, tímida, acercándose a la puerta.
—No. Ella no atiende, el delegado policial no atiende y creo que la ciudad entera ha salido de vacaciones, qué joder. —Dio un soplido hacia arriba para apartarse un mechón de la sudorosa frente.
—Si telefonearas a alguno de sus amigos…
—¿Qué amigos? ¿El chiflado que vive con ella?
—¡Sissy! Tú no sabes si…
—Sé quien atendió el teléfono la única vez que pude comunicarme anoche —replicó ella, ceñuda—. Y dada la familia que tengo, me es muy fácil saber cuando un hombre está borracho por el sonido de su voz.
La madre nada dijo; estaba reducida a un estremecido silencio de ojos mojados, con una mano agarrada al cuello de su vestido negro. Así era como Anne quería verla.
—No, está allí; los dos saben que trato de comunicarme con ella y por qué. Se van a arrepentir de haberme jodido.
—Sissy, me gustaría que no usaras ese leng…
—¡Cállate! —gritó Anne.
Y su madre, por supuesto, la obedeció.
Ella volvió a levantar el auricular. En esa ocasión pidió a Información el número del alcalde de Haven. Tampoco tenían alcalde. Había algo llamado «administrador principal», fuera lo que eso fuese.
Chasquidos apagados, como patitas de rata en el cristal, en tanto la telefonista consultaba con su ordenador. La madre había huido. Desde el otro cuarto surgían los teatrales sollozos y gemidos de todo duelo irlandés. Como los cohetes V-2, pensó Anne, los velatorios irlandeses estaban propulsados por combustible líquido, y en ambos casos el líquido era el mismo. Anne cerró los ojos. Le palpitaba la cabeza. Rechinó los dientes; eso le produjo un regusto metálico, amargo. Cerró los ojos e imaginó lo maravilloso que sería practicar una pequeña operación quirúrgica en el rostro de Bobbi con sus propias uñas.
—¿Todavía está allí, tesoro? —preguntó, sin abrir los ojos—. ¿O ha tenido que correr al baño?
—Sí, tengo un número regis…
—Démelo.
La telefonista había desaparecido. Un robot recitó el número con extrañas cadencias entrecortadas. Anne lo marcó. En realidad, esperaba no recibir respuesta, pero el auricular fue levantado de inmediato.
—Cuerpo de administradores. Habla el principal Newt Berringer.
—Bueno, me alegro de saber que hay alguien allí. Me llamo Anne Anderson. Llamo desde Utica, Nueva York. He tratado de hablar con su delegado policial, pero al parecer el hombre salió de pesca.
—No es hombre, sino mujer, señorita Anderson —respondió Berringer, con voz serena—. Murió de repente el mes pasado y el cargo aún no ha sido ocupado. Tal vez no designaremos sustituto hasta la próxima reunión municipal.
Eso detuvo a Anne sólo un instante, pero centró su atención en algo que le interesaba más.
—¿Señorita Anderson? ¿Cómo sabe que soy señorita, Berringer?
No hubo pausa. Berringer respondió:
—¿No es usted la hermana de Bobbi? Si lo es y si estuviese casada no llevaría el apellido de Anderson, ¿verdad?
—Eso significa que usted conoce a Bobbi, ¿no es así?
—Todos los de Haven conocemos a Bobbi, señorita Anderson. Es la celebridad local y estamos muy orgullosos de ella.
Eso atravesó el cerebro de Anne como una astilla de vidrio. «La celebridad local. ¡Oh, por Dios!»
—Bien pensado, Sherlock. He intentado comunicarme con ella por ese remedo de teléfono que ustedes tienen allí, para informarle que su padre murió ayer y que será enterrado mañana.
Esperaba alguna expresión convencional de pésame de aquel funcionario sin rostro (después de todo, conocía bien a Bobbi), pero no la hubo.
—Ha habido problemas con los teléfonos por esta zona —fue cuanto dijo.
Anne volvió a quedar desconcertada de momento (muy de momento, porque Anne nunca se desconcertaba por mucho tiempo). La conversación no estaba resultando como ella esperaba. Las respuestas del hombre eran algo extrañas, demasiado reservadas hasta para un norteño. Trató de imaginárselo y no pudo. En su voz había algo muy raro.
—¿Podría hacer que me telefoneara? Nuestra madre está llorando a mares en la sala vecina, al borde del colapso, y si Roberta no llega a tiempo para el funeral, creo que se derrumbará.
—Bueno, me resulta imposible hacer que la llame, señorita Anderson, ¿verdad? —replicó Berringer, con enfurecedora lentitud—. Es una mujer adulta. Pero no dejaré de darle su mensaje.
—Será mejor que le dé mi número —dijo Anne, con los dientes apretados—. Seguimos viviendo en la vieja casa, pero como ella ha llamado en tan raras ocasiones, quizá lo haya olvidado. Es…
—No hace falta —la interrumpió Berringer—. Si no lo recuerda, lo tendrá anotado. De lo contrario, siempre puede preguntar a Información, ¿verdad? Supongo que así es como usted ha averiguado éste.
Annie odiaba los teléfonos porque sólo le permitían transmitir una fracción de la implacable fuerza de su personalidad, pero nunca los había odiado tanto como en ese momento.
—¡Escuche! —gritó—. Me parece que usted no entiende…
—Creo que entiendo a la perfección —dijo Berringer. Era la segunda interrupción, aunque el diálogo apenas llevaba tres minutos—. Pasaré antes de cenar para darle su mensaje. Gracias por llamar, señorita Anderson.
—Escuche…
Sin dejarla continuar, el hombre hizo lo que ella más detestaba, le colgó el teléfono.
Anne cortó, pensando que le habría alegrado contemplar como los perros salvajes devoraban vivo al cabrón con quien acababa de hablar.
Durante todo ese tiempo había estado rechinando los dientes como una loca.
10
Esa tarde, Bobbi no telefoneó. Tampoco al atardecer, cuando el V-2 del velatorio ingresaba en la alcoholósfera. Ni por la noche, cuando alcanzó su órbita. Ni en las dos primeras horas de la madrugada, hasta que el último de los deudos se dejó caer en su coche, con el que amenazaría a los otros conductores en el trayecto hasta su casa.
Anne pasó casi toda la noche sin dormir, tiesa en la cama, llena de anfetaminas como una maleta explosiva. Ora rechinaba los dientes, ora se clavaba las uñas en la palma de las manos, planeando la venganza.
«Volverás, Bobbi. ¡Oh, ya lo creo que volverás! Y cuando estés aquí…»
Al día siguiente, como aún no había telefoneado, Anne postergó el sepelio, pese a los débiles gemidos de su madre, que no lo consideraba apropiado. Por fin, Anne giró en redondo para ponerse frente a ella.
—Yo sé qué es apropiado y qué no lo es —bramó—. Lo apropiado es que esa pequeña prostituta venga al entierro de su padre, pero ni siquiera se ha molestado en telefonear. ¡Y ahora, déjame en paz!
La madre huyó, con el rabo entre las piernas.
Esa noche, Anne trató de comunicarse con el número de Bobbi y con el del principal. En el primero continuaba la sirena. En el segundo le respondió un mensaje grabado. Esperó con paciencia a que sonara la señal.
—Habla de nuevo la hermana de Bobbi, señor Berringer. Le deseo con toda claridad que enferme de sífilis y que no se la diagnostiquen hasta que se le caiga la nariz y los cojones se le pongan negros.
Llamó otra vez a Información y pidió tres números de Haven: el de Newt Berringer, el de un Smith («Cualquiera, mujer; en Haven son todos parientes») y un Brown (el número que recibió en respuesta a esta última petición fue, por virtud del orden alfabético, el de Bryant). En cada uno de esos números obtuvo el mismo aullido de sirena.
—¡Mierda! —chilló, arrojando el teléfono contra la pared.
Arriba, en su cama, la madre se encogió de miedo, rogando que Bobbi no se presentara…, al menos hasta que Anne estuviera de mejor humor.
11
Postergó el entierro un día más.
Los parientes empezaban a protestar, pero Anne era muy capaz de medirse con todos ellos, gracias. El director de la Funeraria le echó un vistazo y decidió que el viejo podía pudrirse en su caja de pino sin que él opinara. Anne, que pasó el día pegada al teléfono, lo habría felicitado por tan sabia decisión. Su cólera estaba franqueando los límites previos. Todos los teléfonos de Haven parecían averiados.
No podía postergar el funeral un día más, y lo sabía. Bobbi había ganado la batalla, sí. Pero no la guerra. Oh, no. Si eso pensaba la muy perra, ya aprendería unas cuantas cosas. Y todas ellas dolorosas.
Anne sacó los pasajes de avión con plena confianza, aunque furiosa: uno de Nueva York a Bangor… y dos de vuelta.
12
Los billetes eran para el día siguiente, pero la idiota de su madre cayó por la escalera y se fracturó la cadera.
Sean O’Casey dijo cierta vez que cuando se vive con los irlandeses se marcha en un corso de contramano ¡y cuánta razón tenía! Los gritos de su madre hicieron que Anne acudiera desde el patio trasero, donde estaba tomando el sol en una hamaca, mientras revisaba su estrategia para retener a Bobbi en Utica una vez la tuviera allí. La madre estaba despatarrada al pie de la estrecha escalera, torcida en un ángulo horrible. La primera idea de Anne fue que, por dos centavos, le habría alegrado mucho dejar a esa vieja estúpida allí, hasta que se le pasaran los efectos anestésicos del clarete. La reciente viuda olía a bodega.
En ese momento de cólera y fastidio, Anne comprendió que debería cambiar todos sus planes. Hasta pensó que quizá su madre lo hubiera hecho a propósito: se había emborrachado para reunir valor y, en vez de caer, se había arrojado por la escalera. ¿Por qué? Para mantenerla lejos de Bobbi, por supuesto.
«Pero no lo conseguirás —pensó, mientras se acercaba al teléfono—. No lo conseguirás. Cuando yo quiero una cosa, esa cosa tengo. Me voy a Haven y dejaré una buena huella en aquel lugar. Y volveré con Bobbi. Y allá me recordarán durante largo tiempo. Sobre todo ese idiota que me cortó la comunicación».
Tomó el teléfono para llamar a la ambulancia (el número estaba pegado al teléfono desde el primer ataque del padre) con movimientos rápidos y furiosos. Sus dientes rechinaban.
13
Hasta el 9 de agosto no logró viajar. Mientras tanto, no hubo llamada de Bobbi. Anne tampoco intentó comunicarse con ella, con el maldito principal ni con el amante borracho que vivía en Troy. Al parecer, se había mudado a casa de Bobbi para joder con ella todo el día. Muy bien. Que se confiaran. Muy bien.
Y ahora estaba allí, en el hotel de Bangor, sin lograr dormir bien… y rechinando los dientes.
Siempre rechinaba los dientes. A veces lo hacía con tanta fuerza que despertaba a su madre… y hasta a su padre, aunque él dormía como un tronco. Cuando Anne tenía tres años, su madre hizo mención de ello al médico de la familia, un venerable clínico de Nueva York con quien el doctor Warwick se habría sentido muy a sus anchas. Su expresión fue de sorpresa, y lo pensó por un momento.
—¿No serán imaginaciones suyas, señora Anderson? —dijo luego.
—Si son imaginaciones mías han de ser contagiosas —replicó Paula—. Porque mi esposo también lo ha oído.
Miraron a Anne, que construía una temblorosa torre de cubos. Trabajaba con ceñuda y adusta concentración. Cuando agregó el sexto cubo, la torre se derrumbó…, y en el momento en que ella empezaba a reconstruirla, ambos oyeron el lúgubre y esquelético ruido de Anne, que rechinaba sus dientes de leche.
—¿Y también lo hace cuando duerme? —se extrañó el médico.
Paula Anderson asintió.
—Bueno, es probable que se le pase. No se trata de nada grave.
Pero no se le pasó y, por supuesto, resultaba preocupante. Se trataba de una enfermedad que, junto con ataques cardíacos, cerebrales y úlceras, suele afectar a las personas demasiado activas y autoritarias. Cuando Anne perdió su primer diente de leche, los padres notaron que estaba muy desgastado…, pero se olvidaron del asunto. Por entonces la personalidad de Anne había comenzado a afirmarse de modo muy notable y sorprendente. A los seis años y medio ya mandaba en la familia Anderson, de un modo extraño que nadie hubiera sido capaz de determinar. Y todos se habían habituado al susurro leve, algo molesto, de aquellos dientes que rechinaban en la noche.
El dentista de la familia se dio cuenta de que el problema seguía presente y cada vez más acentuado; eso ocurrió cuando Anne tenía nueve años, pero no se la trató hasta los quince, época en que empezó a causarle dolores. Para entonces, ya se había desgastado los dientes hasta el nervio vivo. El dentista le preparó una funda de goma; después, otra de material acrílico; debía ponérsela todas las noches al acostarse. A los dieciocho años le pusieron coronas metálicas en casi todos los dientes superiores e inferiores. Los Anderson no estaban en condiciones de pagarlas, pero Anne insistió; puesto que ellos habían dejado el problema sin solucionar, no permitiría que el padre le dijera, a los veintiún años: «Ahora eres mayor de edad, Anne; el problema es tuyo. Si quieres coronas, págalas tú».
Ella las quería de oro, pero eso sí que estaba más allá del alcance de sus padres.
En los años siguientes, las poco frecuentes sonrisas de Anne tuvieron un brillo metálico que resultaba impactante. La gente solía retroceder ante ella. La muchacha obtenía un sombrío placer de esas reacciones. Cuando vio al villano Jaws, en una de las últimas películas de James Bond, rió hasta sentir una punzada en el costado; ese desacostumbrado arrebato de risa la dejó mareada y descompuesta, pero acababa de comprender con toda exactitud por qué, cuando sonreía, la gente retrocedía ante ella. Casi lamentó haberse hecho recubrir las coronas con porcelana. Claro que no convenía mostrarse tan a las claras; llevar la personalidad a flor de piel era tan imprudente como llevar allí el corazón. No era necesario que tuviera el aspecto de quien era capaz de abrirse paso a mordiscos a través de una puerta de roble macizo para obtener lo que deseaba; bastaba con saber que era capaz de hacerlo.
Dejando aparte ese problema, Anne también tenía varias caries tratadas, pese al agua fluorizada de Utica y de sus estrictos hábitos de higiene bucal (con frecuencia, usaba una hebra de seda para limpiarse los intersticios hasta que las encías le sangraban). Estas caries también se originaban, en gran parte, por su personalidad antes que por su fisiología. La hiperactividad y la necesidad de dominio afectan por igual a las partes más blandas del cuerpo humano (el estómago y los órganos vitales) y a las más duras: los dientes. Anne vivía con la boca reseca; tenía la lengua casi blanca. Sus dientes eran islotes resecos. Al no existir un flujo estable de saliva que arrastrara los restos de comida, las caries se iniciaban con celeridad. Aquella noche de sueño intranquilo en el hotel de Bangor, Anne tenía más de trescientos cuarenta gramos de amalgama de plata en su dentadura. De vez en cuando, hasta ponía en funcionamiento los detectores de metal de los aeropuertos.
En los dos últimos años había empezado a perder piezas dentales, pese a sus fanáticos esfuerzos por salvarlas: dos arriba y a la derecha; tres abajo, a la izquierda. En ambos casos había optado por la clase de puente dental más costoso de todos los disponibles; para que se los hicieran tuvo que viajar a Nueva York. El cirujano retiró las raíces medio podridas, abrió sus encías hasta el blanco opaco del maxilar e implantó allí diminutos tornillos de titanio; después cosió las encías, que cicatrizaron a la perfección. Algunas personas rechazan las implantaciones metálicas en los huesos, pero Anne las aceptó sin problemas. De ese modo quedaron dos pequeños postes de titanio asomando en la carne; cuando las encías hubieron cicatrizado, el puente fue colocado sobre esos soportes metálicos.
No tenía en la cabeza tanto metal como Gard (la placa de Gardener siempre hacía funcionar los detectores de metal), pero sí bastante.
Por eso ignoraba que era miembro de un club muy exclusivo: el de las personas que podían entrar en la nueva Haven con una pequeña posibilidad de sobrevivir.
14
Partió hacia Haven a las ocho de la mañana siguiente, en su coche alquilado. Aunque tomó un desvío que no debía, llegó a la línea municipal Troy-Haven a las nueve y media.
Al despertar se había sentido nerviosa y excitada como un pura sangre en la línea de salida. Sin embargo, veinte o treinta kilómetros antes de llegar al distrito de Haven (las tierras de la zona, casi desiertas, lucían soñadoramente maduras en el sofocado silencio estival), esa agradable expectativa, esa predisposición nerviosa, se fue desgastando. Empezó a dolerle la cabeza. En un principio, sólo fue una leve palpitación, pero poco a poco creció hasta convertirse en el batir de tambores que anunciaba sus familiares migrañas.
Cruzó la línea municipal y entró en Haven.
Cuando llegó al pueblo en sí, se mantenía sólo a fuerza de voluntad. El dolor de cabeza iba y venía en oleadas que la enfermaban. Una vez creyó oír una ráfaga de música horriblemente distorsionada que le surgía de la boca, pero debía ser su imaginación, algo causado por el dolor de cabeza. Tuvo una vaga conciencia de que había gente en las calles de la pequeña población, pero no reparó en el modo en que todos se volvían a mirarla… y después intercambiaban una mirada entre ellos.
En los bosques, en alguna parte, se oía ruido de máquinas, distante como en un sueño.
El Cutlass empezó a serpentear por la carretera desierta. Las imágenes se duplicaban, se triplicaban, volvían a reunirse como a desgana y tornaban a duplicarse y triplicarse.
Sin que se diera cuenta, por las comisuras de la boca empezó a brotar un poco de sangre.
Se aferraba a un solo pensamiento: «Está en esta carretera, en la Nueve, y su nombre ha de aparecer en el buzón. Está en esta carretera, en la Nueve, y su nombre ha de aparecer en el buzón. Está en esta carretera…»
La carretera aparecía desierta. Haven dormía bajo el sol matinal. A esas alturas, el noventa por ciento del tráfico había sido desviado, descontando el interno, por suerte para Anne, cuyo automóvil zigzagueaba alocado; las ruedas de la izquierda levantaban el polvo en una cuneta y, a los pocos segundos, las de la derecha hacían lo mismo en la otra. Sin darse cuenta, derribó una señal de tráfico que indicaba curva.
El joven Ashley Ruvall la vio llegar y apartó su bicicleta a prudente distancia; permaneció a horcajadas sobre ella, en el pastizal norte de Justin Hurd, hasta que Anne hubo pasado.
(una señora aquí hay una señora y no la oigo sólo oigo su dolor)
Un centenar de voces le respondió, tranquilizándolo.
(ya lo sabemos Ashley está bien… chist… chist)
Ashley sonrió; y al hacerlo, dejó al descubierto sus rosadas encías, suaves como las de un bebé.
15
Tenía el estómago revuelto.
De algún modo logró apartarse a un lado de la carretera y apagar el motor antes de que su desayuno se desbocara y saliera, apenas un momento después de que ella lograra abrir la portezuela. Por un instante permaneció así, colgada, con los antebrazos apoyados en la ventanilla bajada, torcida hacia fuera, en una postura incómoda; su consciencia era apenas una chispa, que ella mantenía a fuerza de voluntad. Por fin logró erguirse y cerrar la portezuela.
De un modo confuso, pensó que la culpa debía de ser del desayuno. A los dolores de cabeza estaba habituada, pero rara vez vomitaba. El desayuno de ese piojoso hotel, que pasaba por el mejor de Bangor. Esos malditos la habían envenenado.
—«Quizá me esté muriendo… Oh, Dios, sí, en realidad me siento como si fuese a morir. Pero si conservo la vida, les entablaré pleito desde aquí hasta los peldaños del Tribunal Supremo. Si sobrevivo, acabarán lamentando que sus padres se conocieran».
Tal vez fue la tonificante calidad de esa idea lo que dio a Anne fuerzas suficientes para poner el coche en marcha. Continuó con lentitud, a unos cincuenta kilómetros por hora, en busca de un buzón que dijera ANDERSON. Se le ocurrió una idea horrible: ¿y si Bobbi había borrado su nombre del buzón? Bien pensado, no era tan absurdo. Ella sospecharía que Sissy iría a buscarla; esa pequeña cobarde siempre le había tenido miedo. Y Anne no estaba en condiciones de detenerse en todas las casas que veía para preguntar por Bobbi. Tampoco obtendría mucha ayuda de los mugrientos vecinos de su hermana, si el burro con quien había hablado por teléfono servía de ejemplo, y…
Pero allí estaba: R. ANDERSON. Y, más atrás, una casa que sólo había visto en fotografías: la casa de tío Frank. La vieja granja de tío Frank. En el camino de entrada, una camioneta azul. El sitio era el que buscaba, sí, pero la luz estaba mal. Se dio cuenta con toda claridad por primera vez al acercarse a la entrada. En vez del triunfo que esperaba sentir en ese momento (el de una bestia carnicera que, por fin, logra derribar a su presa), experimentaba confusión, incertidumbre y (aunque ni siquiera lo reconoció como tal, por serle tan poco familiar) el primer asomo de miedo.
(La luz.)
La luz era rara.
Al darse cuenta de ello, cobró conciencia de otras cosas en rápida sucesión. Su cuello endurecido. Los círculos de sudor que le oscurecían el vestido bajo los brazos. Y…
Rápidamente se llevó una mano a la entrepierna. Allí había una leve humedad, ya medio seca; en el automóvil detectó cierto olor amoniacal que estaba allí desde hacía rato, aunque sólo entonces su mente lo captara.
«Me he orinado, y hace tanto tiempo que estoy en este maldito coche que ya casi se ha secado…»
(y la luz, Anne)
La luz era rara. Era luz crepuscular.
«Oh, no…, son las nueve y media de la…»
Pero la luz era crepuscular, sí. No había modo de negarlo. Se había sentido mejor después de vomitar…, y de pronto comprendió por qué. El conocimiento había estado siempre allí, a la espera de que ella lo captara, como el sudor de las axilas y el leve olor a orina medio seca. Se había sentido mejor porque el tiempo que había transcurrido entre el momento en que cerró la portezuela y el de poner el motor en marcha no fue de segundos ni de minutos, sino de horas. Había pasado todo ese día de verano, con su calor brutal, en el horno del coche, en un estupor como de muerte. Si hubiese llevado las ventanillas cerradas y el aire acondicionado funcionando, se habría asado como un pavo de Navidad. Pero sus conductos nasales eran casi tan malos como sus dientes; el aire en lata que los acondicionadores de los automóviles fabricaban se los irritaba. De súbito, mientras miraba la vieja casa con ojos dilatados y enrojecidos, comprendió que ese problema físico le había salvado la vida: viajaba con todas las ventanillas abiertas. De otro modo…
Eso la llevó a pensar en otra cosa. Había pasado el día en un estupor de muerte, estacionada a un lado de la carretera, sin que nadie se detuviera a averiguar qué le ocurría. Alguien tenía que haber pasado por una carretera importante, como era la Nueve, desde las nueve y media de la mañana hasta el anochecer. Ni siquiera en las lomas del diablo dejaba de pasar la gente. Y en las lomas del diablo, cuando a una la veían en problemas, no apretaban el acelerador para seguir de largo, como los neoyorquinos hacen ante los borrachos caídos.
«Al fin y al cabo, ¿qué clase de ciudad es ésta?»
Otra vez ese desacostumbrado cosquilleo, como de ácido caliente en el estómago.
Esa vez reconoció que esa sensación era miedo; entonces se apoderó de ella, le retorció el pescuezo… y la eliminó. Más adelante podía presentarse el hermano; en ese caso, lo mataría también, y a todos los hermanos que lo siguieran.
Entró por el camino de la casa.
16
Anne sólo había visto dos veces a Jim Gardener, pero jamás olvidaba un rostro. Aun así, le costó reconocer al Gran Poeta, si bien se dijo que habría podido olerle a cuarenta metros si hubiese tenido el viento a favor, aunque hubiera sido sólo una brisa moderada. Estaba sentado en el porche, en camiseta sin mangas y vaqueros, con una botella de whisky en la mano. No se afeitaba desde hacía tres o cuatro días; la mayor parte de la barba crecida era gris. Tenía los ojos inyectados en sangre. Anne lo ignoraba (tampoco le habría importado), pero Gardener estaba más o menos así desde hacía dos días. Todas sus nobles resoluciones se habían evaporado al encontrar los pelos del perro en el vestido de Bobbi.
Con la legañosa falta de sorpresa de los borrachos, vio entrar el coche en el patio (que salvó el buzón por escasos centímetros) y contempló a la mujer que descendía de él. Observó que se tambaleaba, y se agarraba a la portezuela durante un minuto.
«Oh, vaya —pensó Gardener—. Es un pájaro, es un avión, es la Superbruja. Más veloz que una carta de odio, capaz de arrojarse de un solo salto contra sus acobardados familiares».
Anne cerró la portezuela de un empujón y esperó un instante, arrojando una larga sombra. Gardener tuvo una extraña sensación de familiaridad: se parecía a Ron Cummings cuando se embriagaba y no estaba muy seguro de cruzar un salón sin desplomarse.
Anne cruzó el patio frontal; se apoyó en el camión de Bobbi para afirmarse. Cuando el vehículo quedó atrás, buscó de inmediato la barandilla del porche. Levantó la mirada. A la luz oblicua del atardecer, Gardener la vio envejecida y sin edad a un tiempo. También malévola: de piel amarillenta y oscurecida, con toda una carga de malignidad que la fatigaba y la devoraba al mismo tiempo.
Levantó la botella de whisky, bebió y una náusea le atacó ante el ardor del alcohol. Después, apuntó hacia ella el cuello de la botella.
—Hola, Sissy. Bienvenida a Haven. Dicho esto, te insto a que te vayas tan deprisa como puedas.
17
Anne subió los dos primeros peldaños sin dificultad. Después tropezó y cayó sobre una rodilla. Gardener le ofreció una mano, pero ella la ignoró.
—¿Dónde está Bobbi?
—No se te ve muy bien —dijo Gard—. De un tiempo a esta parte, Haven provoca ese efecto en la gente.
—Me encuentro bien —replicó ella, cuando consiguió llegar al porche. Se irguió delante de él, con un jadeo—. ¿Dónde está?
Él inclinó la cabeza hacia la casa. Por una de las ventanas abiertas surgía el rumor constante del agua.
—En la ducha. Nos hemos pasado el día trabajando en el bosque y hacía…, hacía muchísimo calor. Bobbi es una convencida de que las duchas quitan el polvo. —Gardener volvió a levantar la botella—. Para mí, sólo es cuestión de desinfectar. Más rápido y más grato.
—Hueles a cerdo muerto —comentó Anne, mientras pasaba por su lado para entrar en la casa.
—Aunque mi nariz, sin duda, no es tan sensible como la tuya, tú también tienes un delicado, pero perceptible aroma. ¿Cómo llaman los franceses a ese perfume? ¿Eau de Pis?
La sorpresa hizo que ella se volviera, con un gruñido. Nadie le hablaba en ese tono, al menos en Utica. Nunca. Claro que allá la conocían. Sin duda, el Gran Poeta la había juzgado según el receptáculo de su semen: la celebridad de Haven. Y estaba borracho.
—Bueno —dijo Gardener, divertido, pero también algo inquieto bajo aquella mirada flamígera—, tú has sido quien ha sacado a relucir el tema de los aromas.
—Es verdad —reconoció ella.
—Tal vez deberíamos recomenzar —sugirió Gard, con ebria cortesía.
—¿Recomenzar qué cosa? Eres el «gran poeta». El borracho que disparó contra su mujer. No tengo nada que decirte. He venido por Bobbi.
Buen tiro, eso de la mujer. Anne vio que el rostro del hombre quedaba petrificado y que su mano se crispaba alrededor del cuello de la botella. Parecía haber olvidado de momento dónde estaba. Ella le ofreció una dulce sonrisa. Aquel horrible comentario de la colonia de Pis había dado en el blanco, pero, incluso descompuesta, Anne sabía sacar ventaja.
Dentro, el ruido de la ducha cesó. Y Gardener (tal vez era sólo un presentimiento) tuvo la sensación de que Bobbi estaba escuchando.
—Siempre te gustó operar sin anestesia. Creo que hasta ahora sólo me habías practicado cirugía exploratoria, ¿no?
—Puede ser.
—¿Y por qué ahora, después de tantos años? ¿Por qué tenías que elegir este momento para venir?
—No es asunto tuyo.
—Bobbi es asunto mío.
Se enfrentaron. Ella lo traspasó con la mirada; esperaba que él bajara la vista. No fue así. De pronto a Anne se le ocurrió que, si ella trataba de entrar en la casa sin decir más, él podía intentar impedírselo. No le serviría de nada, pero tal vez fuera más sencillo responder a su pregunta. ¿Qué importaba, al fin y al cabo?
—He venido para llevarla a casa.
Silencio otra vez.
No hay grillos.
—Permite que te dé un consejo, hermana Anne.
—Guárdatelo. No acepto golosinas de desconocidos ni consejos de borrachos.
—Haz lo que te he dicho cuando has bajado del coche. Vete. Ya. Ahora mismo. Éste no es buen lugar, en estos momentos.
En los ojos del hombre había algo, algo desesperadamente franco, que provocó una repetición del escalofrío y la desacostumbrada confusión que Anne había sentido antes. La habían dejado todo el día en el coche, al lado de la carretera, desmayada. ¿Qué clase de gente era capaz de algo así?
En ese momento, hasta el último resto de su «Anneidad» se alzó para destruir esas pequeñas dudas. Cuando ella deseaba algo, ese algo sucedía; así había sido siempre y así continuaría siendo, aleluya, amén.
—Bueno, compadre —dijo—: me has dado tu consejo y ahora yo voy a darte el mío. Entraré en esa pocilga y, dentro de unos dos minutos, un gran bollo de mierda pegará contra el ventilador. Te sugiero que salgas de paseo, si no quieres recibir una salpicadura. Siéntate en una piedra por ahí, a contemplar el crepúsculo y hazte una paja o piensa unas rimas. O lo que sea que hagan los «grandes poetas» cuando contemplan el crepúsculo. Pero te conviene mantenerte fuera de lo que ocurra en esta casa, sea lo que fuere. El asunto es entre Bobbi y yo. Si te interpones, te destrozaré.
—En Haven, lo más probable es que salgas destrozada.
—Eso es algo que he de ver con mis propios ojos —aseguró Anne, mientras echaba a andar hacia la puerta.
Gardener lo intentó otra vez.
—Anne… Sissy… Bobbi no es ya la misma. Está…
—Ve a dar un paseo, hombrecito —dijo Anne.
Y entró.
18
Las ventanas estaban abiertas, pero con las cortinas corridas, por algún motivo. De vez en cuando soplaba una bocanada de brisa, que las pegaba a las aberturas. Entonces parecían las velas de un barco en calma chicha, fracasando en su más empecinado intento. Anne olfateó el aire y arrugó la nariz. ¡Aj! Aquello olía como una jaula de monos. Cabía esperarlo del Gran Poeta, pero su hermana había sido una chica mejor criada. Esa casa era una pocilga.
—Hola, Sissy.
Se volvió. Por un momento, Bobbi fue sólo una sombra. Anne sintió que el corazón se le subía a la garganta, porque en esa sombra había algo extraño; una forma completamente rara.
Luego vio el borrón blanco de la bata y oyó el repiqueteo del agua. Bobbi acababa de salir de la ducha. Estaba casi desnuda. Perfecto. Pero su placer no fue tan grande como habría debido ser. Su intranquilidad persistía con la sensación de que había algo raro en la silueta recortada en el vano de la puerta.
«Éste no es buen lugar en estos momentos», recordó.
—Papá ha muerto —dijo, forzando la vista para ver mejor.
Pese a todos sus esfuerzos, Bobbi siguió siendo sólo una sombra en la puerta que comunicaba la salita con (se suponía) el cuarto de baño.
—Lo sé. Newt Berringer me lo dijo.
Algo en su voz. Algo aún más básicamente distinto en la vaga sugestión de su silueta. De pronto se dio cuenta. Y lo que captó le produjo un terrible impacto, un miedo aún mayor. Bobbi no estaba asustada. Por primera vez en su vida, Bobbi no parecía asustarse ante ella.
—Lo sepultamos sin ti. Tu madre murió un poquito por esa ausencia tuya, Bobbi.
Esperó a que su hermana se defendiera. Mas sólo hubo silencio.
«¡Por todos los santos, sal para que pueda verte, pequeña cobarde!»
Anne… Bobbi no es la misma.
—Hace cuatro días cayó por la escalera y se fracturó la cadera.
—¿Sí? —comentó Bobbi, indiferente.
—Vendrás a casa conmigo, Bobbi. —Quiso dar fuerza a su voz, pero le salió con un tono débil y chillón que la horrorizó.
—Has conseguido entrar gracias a tus dientes —dijo Bobbi—. ¡Por supuesto! ¡Tendría que haberlo pensado!
—¡Sal para que te vea, Bobbi!
—¿De veras quieres verme? —La voz de Bobbi había asumido una extraña cadencia provocativa—. ¿Estás segura?
—¡Deja de joder, Bobbi! —La voz de Anne se elevó, desigual.
—¡Oh, escucha! —dijo Bobbi—. Nunca pensé que oiría nada parecido de tu boca, Anne. Después de todo lo que has jodido en estos años…, a mí y a todos nosotros. Pero está bien. Si insistes, me parece bien. Muy bien.
No quería ver. De pronto Anne no quería sino echar a correr y seguir así hasta verse muy lejos de ese lugar tenebroso y de esa ciudad donde la dejaban a una desmayada todo el día a un lado del camino. Pero era demasiado tarde. Vio el movimiento borroso de la mano de su hermana menor y las luces se encendieron en el momento mismo en que la bata cayó, con un suave susurro.
La ducha había limpiado el cosmético. La cabeza y el cuello de Bobbi eran transparentes: parecían gelatina. Sus senos se habían hinchado como bulbos y parecían estar fundiéndose en un solo saliente carnoso, sin pezones. Anne vio difusos órganos en el vientre de Bobbi que no se parecían en nada a los órganos humanos; por ellos circulaba cierto fluido, pero de color verde.
Tras la frente de Bobbi se veía la trémula bolsa del cerebro.
Bobbi sonrió sin dientes.
—Bienvenida a Haven, Anne —dijo.
Anne sintió que daba un paso hacia atrás, hacia un sueño esponjoso. Trataba de gritar, pero no había aire.
En la entrepierna de Bobbi, un grotesco manojo de tentáculos ondulaba como un puñado de algas que saliera de su vagina…, es decir, del sitio donde antes tenía la vagina. Anne no sabía si aún seguía allí; tampoco le importaba. Bastaba con el valle hundido que había reemplazado a la ingle. Con eso… y con el modo en que los tentáculos parecían apuntar hacia ella…, buscarla.
Bobbi, desnuda, comenzó a acercársele. Anne trató de retroceder y trastabilló con un banquillo.
—No —susurró, e intentó arrastrarse hacia atrás—. No… Bobbi…, no…
—Me alegro de que estés aquí —dijo Bobbi, sin dejar de sonreír—. No había contado contigo…, en absoluto…, pero creo que podemos encontrarte un trabajo. Como se suele decir, hay puestos disponibles.
—Bobbi…
Anne logró pronunciar este último susurro aterrorizado. Luego sintió que los tentáculos se movían sobre su cuerpo. Se retorció, trató de apartarse… y se le deslizaron alrededor de las muñecas. Bobbi impulsó las caderas hacia delante, en un movimiento que era como una obscena parodia de la cópula.