DIEZ

LIBRO DE LOS DÍAS: LA CIUDAD. CONCLUSIÓN

1

Jueves, 28 de julio

Butch Dugan despertó en su propia cama, en la ciudad de Derry, exactamente a las tres y cinco de la madrugada. Apartó la ropa y bajó los pies al suelo. Tenía los ojos hinchados y aturdidos; el rostro abotargado por el sueño. La ropa que se había puesto para el viaje a Haven con el viejo, el día anterior, estaba en la silla, junto a su pequeño escritorio. En el bolsillo superior de la camisa había un bolígrafo. Era lo que quería. Ése parecía ser el único pensamiento que su mente admitía con claridad.

Se levantó, fue a la silla, cogió el bolígrafo, arrojó la camisa al suelo, se sentó y así estuvo durante varios segundos, mirando la oscuridad, a la espera del pensamiento siguiente.

Butch había entrado en el granero de Anderson, pero de allí salió muy poco de su persona. Parecía encogido, disminuido. No tenía recuerdos claros de nada. No habría podido decir cuál era su segundo nombre; tampoco recordaba en absoluto que lo hubieran llevado hasta la línea municipal Haven-Troy, en el Cherokee alquilado por Hillman, ni haberse deslizado tras el volante después de que Adley McKeen bajara para encaminarse al Cadillac de Kyle Archinbourg. Del mismo modo, no recordaba haber vuelto a Derry conduciendo por sus propios medios. Sin embargo, todo eso había ocurrido.

Estacionó el Cherokee frente al edificio donde el viejo había alquilado su habitación; lo cerró con llave y subió a su propio coche. A dos manzanas de distancia se había detenido el tiempo suficiente para dejar caer las llaves del jeep en una alcantarilla.

Había ido directamente a la cama, para dormir hasta que el reloj despertador implantado en su mente lo despertara.

Por fin se activó una nueva conexión. Butch parpadeó una o dos veces, abrió un cajón, sacó un bloc y escribió:

El martes por la noche dije que no podía ir al funeral porque estaba enfermo. Era verdad. Pero no se trataba de mi estómago. Iba a pedirle que se casara conmigo, pero lo postergué una y otra vez. Temía que me rechazara. Tal vez, si yo no hubiera tenido miedo, ella estaría aún con vida. Desde que ha muerto, no tengo nada por lo que vivir.

Lamento este desastre.

Contempló la nota por un momento y luego firmó al pie: Anthony F. Dugan.

Dejó el bolígrafo y la nota a un lado. Siguió sentado, muy erguido, mirando por la ventana.

Por fin, otro relé se puso en marcha.

El último relé.

Se levantó para acercarse al ropero. Marcó la combinación de la caja fuerte que había en la pared y sacó su Magnum 357 de ella. Se echó la pistolera al hombro, volvió al escritorio y se sentó.

Pasó un momento pensando, con el entrecejo fruncido. Por fin, volvió a levantarse, apagó la luz del ropero, lo cerró y tornó a sentarse ante el escritorio. Sacó la 357 de su funda, se apoyó el cañón en el párpado izquierdo y apretó el gatillo. La silla cayó hacia atrás, con un sonido de madera nada dramático: el de la trampilla del patíbulo al abrirse hacia abajo.

2

Viernes, 29 de julio. Primera plana del Daily News de Bangor.

APARENTE SUICIDIO DE UN AGENTE

DE LA POLICÍA ESTATAL DE DERRY

Tenía a su cargo el caso de los agentes desaparecidos

El cabo Anthony Dugan, Alias Butch, de la policía estatal con base en Derry, se ha suicidado con un disparo de su arma reglamentaria, en la madrugada del jueves. Su fallecimiento ha conmovido los cuarteles de Derry, ya sacudidos la semana pasada por la desaparición de dos agentes, golpe difícil…

3

Sábado, 30 de julio

Gardener, sentado en un tocón del bosque, sin camisa, comía un bocadillo de atún y huevo, que iba regando con café helado, fortalecido con un poco de coñac. Frente a él, sentado en otro tocón, estaba John Enders, el director de la escuela. Enders no estaba hecho para los trabajos rudos; aunque sólo era mediodía, se le veía acalorado y casi exhausto.

Gardener lo señaló con la cabeza.

—No te comportas mal —dijo—. Mejor que Tremain al menos. Tremain sería capaz de quemar el agua que pusiera a hervir.

Enders esbozó una vaga sonrisa.

—Gracias.

Gard miró más allá, hacia la gran silueta circular que asomaba de la tierra. La zanja continuaba ensanchándose; cada vez había que usar más redes plateadas para impedir que se produjeran deslizamientos. No tenía la menor idea de cómo las hacían, pero sabía que, a punto de acabarse la gran cantidad almacenada en el sótano, un par de mujeres había llegado en un camión desde la ciudad, el día anterior, con una nueva cantidad de esa tela metálica, pulcramente plegada, como si fuesen cortinas recién planchadas. La creciente necesidad de la red se debía a que seguían rebajando la colina…, y el objeto se prolongaba hacia abajo. Su sombra habría podido cobijar ya toda la casa de Bobbi.

Miró otra vez a Enders. El director observaba el platillo con expresión de respeto religioso, lleno de adoración, como si fuese un druida en su primer viaje a Stonehenge.

Gardener se levantó, tambaleándose un poquito.

—Vamos —dijo—. Hagamos algunas voladuras.

Semanas antes, él y Bobbi habían llegado a un punto en donde la nave estaba incrustada en la roca, como un trozo de acero en cemento. La roca no le había hecho daño; el casco gris perla no mostraba ni el más ligero rasguño, ni una abolladura. Pero había que liberarla a fuerza de voladuras. Este trabajo habría debido correr por cuenta de un equipo de demolición que supiera usar dinamita en grandes cantidades…, en otras circunstancias.

Pero ante los explosivos disponibles por entonces en Haven, la dinamita resultaba obsoleta. Gardener aún no sabía con seguridad qué había provocado la explosión de la aldea; tampoco estaba seguro de que deseara saberlo. De cualquier modo, era una duda sin solución, porque de eso nadie hablaba. Fuera lo que fuese, sabía que una enorme masa de ladrillos se había lanzado como un cohete, con participación de ciertos explosivos nuevos y perfeccionados. Recordaba otras épocas en que habría malgastado tiempo en preguntarse si la sobrealimentación mental que el artefacto de Bobbi estaba lanzando al aire produciría armas. Esas épocas parecían ahora muy distantes; y aquel Jim Gardener, ingenuo hasta lo increíble.

—¿Podrás, Johnny? —preguntó al director de escuela.

Enders se levantó con una mueca de dolor, llevándose las manos a la parte baja de la espalda. Se lo veía agotado, pero aun así logró sonreír un poco. Parecía reanimarse cuando miraba a la nave. Sin embargo, por la comisura de un ojo le corría una gota de sangre: una única lágrima roja. Allí dentro se le había reventado algo. «Es por estar tan cerca de la nave», pensó Gard. Bobby Tremain, en el primero de los dos únicos días que había estado «ayudándolo», escupió los últimos dientes como balas de ametralladora con sólo acercarse.

Pensó decir a Enders que algo le goteaba detrás del ojo derecho, pero prefirió dejar que lo descubriera por sí solo. Nada le ocurriría. Tal vez. Y si algo le ocurría Gardener no se afligiría mucho; y esa idea le horrorizaba más que nada.

«¿Y por qué afligirte? ¿Tratas de engañarte pensando que estos gatos siguen siendo humanos? En ese caso, espabílate, Gard, amigo».

Empezó a bajar la cuesta y se detuvo ante el último tocón, allí donde la tierra pedregosa daba paso a un lecho de roca astillada. Recogió una simple radio de transistores hecha de plástico amarillo, resistente a los golpes. Estaba conectada al tablero de una calculadora. Y de pilas, por supuesto.

Gardener descendió hasta el borde de la zanja; tarareaba mientras bajaba, pero al llegar allí se le acabó el tarareo y quedó en silencio, contemplando el titánico flanco gris de la nave. Aunque el espectáculo no le reanimaba, sí le inspiraba un profundo respeto, con ecos de un miedo cada vez más oscuro.

«Pero todavía tienes esperanzas. Mentirías si lo negaras. La clave puede estar aquí…, en alguna parte».

Sin embargo, a medida que el miedo se hacía más profundo, más se oscurecían sus esperanzas. Pronto desaparecían por entero.

El rebajado de la montaña hacía que el flanco de la nave estuviera lejos de la mano. Claro que él no deseaba tocarla; no le gustaba la sensación de su cabeza convirtiéndose en un enorme altavoz. Dolía. Ahora sangraba muy rara vez al tocarlo (y a veces el contacto era inevitable), pero, la descarga de radio no dejaba nunca de producirse, y a veces le brotaba por la nariz o por las orejas mucha más sangre de la que él habría querido ver. Gardener se preguntó por un momento cuánto tiempo prestado habría vivido ya, pero tampoco tenía respuesta para esa pregunta. Desde la mañana en que despertó en aquel rompeolas todo había sido tiempo prestado. Estaba enfermo y lo sabía, aunque no tan enfermo que no fuera capaz de apreciar la ironía de la situación: después de romperse el lomo excavando esa porquería, con una variedad de herramientas que parecían salidas de un catálogo de rarezas; después de hacer lo que todos los habitantes del lugar no hubieran realizado sin agotarse hasta la muerte en una especie de trance hipnótico, tal vez no le fuese dado entrar en la nave si llegaban a la escotilla que Bobbi esperaba encontrar. Pero estaba decidido a intentarlo, eso desde luego.

Apoyó una bota en el estribo de cuerda, ajustó el nudo y se metió el temporizador de la carga en la camisa.

—Bájame despacio, Johnny.

Enders comenzó a dar vueltas a una manivela y Gardener se fue deslizando hacia abajo. A su lado corría el casco liso y gris.

Era probable que si hubiesen querido deshacerse de él, no les hubiera costado mucho. Bastaba con enviar una orden telepática a Enders: Suelta la cuerda, John, hemos acabado con él. Y Gard se estrellaría en un fondo de sólida roca, doce metros más abajo, con la cuerda floja ondulando tras él. Crunch.

De cualquier modo, se hallaba a su merced. Era de suponer que le reconocían de utilidad, aun a regañadientes. El chico Tremain, pese a ser joven y fuerte como un toro, se había agotado en dos días. Enders resistiría hasta el final de esa jornada, tal vez, pero Gard habría apostado cualquier cosa a que a la mañana siguiente otro sería el encargado de vigilarlo.

«Bobbi estaba bien».

Mierda que estaba bien…, si tú no hubieses vuelto, se habría matado.

«Pero resistía allí mejor que Enders y Tremain…»

Su mente replicó, inexorable: Bobbi entró en el granero con los otros. Tremain y Enders nunca entraron…, al menos, que tú hayas visto. Tal vez en eso radica la diferencia.

«¿Y qué hay allí dentro? ¿Diez mil ángeles bailando sobre la cabeza de un alfiler? ¿El fantasma de James Dean? ¿El Sudario de Turín? ¿Qué?»

No lo sabía.

Su pie tocó fondo.

—¡Ya estoy abajo! —gritó.

El rostro de Enders, muy pequeño en apariencia, asomó por el borde de la zanja. Más allá se veía una diminuta cuña de cielo azul. «Demasiado diminuto», la claustrofobia le susurró, una voz tan áspera como papel de lija.

El espacio entre el flanco de la nave y la pared cubierta con la malla plateada era muy estrecho allí abajo. Gardener tenía que moverse con sumo cuidado para no tocar el metal, a fin de evitar aquellos estallidos cerebrales.

El lecho rocoso era muy oscuro. Se puso en cuclillas para deslizar los dedos por él. Los sintió mojados. Desde hacía una semana, la humedad cada día era mayor.

Esa mañana había cortado un pequeño cuadrado de diez centímetros de lado y treinta de profundidad en el fondo de la roca, utilizando un artefacto que en otros tiempos había sido un secador de pelo. Abrió su maletín de herramientas, cogió una linterna, la encendió y lo iluminó con el rayo de luz.

Había agua.

Se incorporó.

—¡Baja la manguera! —gritó.

—¿Qué…? —le llegó, en tono de disculpa.

Gardener suspiró, preguntándose cuánto tiempo más resistiría, él mismo, el incesante peso del agotamiento. Pese a todo aquel equipo increíble, a nadie se le había ocurrido instalar un intercomunicador entre la superficie y el fondo. Se pasaban el tiempo gritando a pleno pulmón hasta quedar afónicos.

Oh, pero las ideas luminosas no van en esa dirección, y tú lo sabes. ¿A qué idear intercomunicadores si pueden leer los pensamientos? Aquí el pobre y sacrificado humano eres tú, no ellos.

—¡La manguera! —chilló—. ¡Envía esa remaldita manguera, subnormal!

—Bue… no…

Mientras esperaba que la manguera llegara, Gard lamentó, angustiado, no estar en cualquier otra parte del mundo, no poder convencerse de que todo aquello era sólo una pesadilla.

De nada servía. La nave era exótica, pero esa realidad también resultaba demasiado prosaica para ser un sueño; el olor acre del sudor en John Enders; el suyo, ligeramente alcohólico; la soga clavada en el arco del pie a medida que descendía por la zanja; el contacto de la roca áspera y mojada bajo los dedos.

¿Dónde está Bobbi, Gard? ¿Ha muerto?

No, no creía que hubiese muerto, pero había acabado por convencerse de que estaba muy enferma. El miércoles le había ocurrido algo. Ese miércoles les había ocurrido algo a todos. Gardener no podía ordenar sus recuerdos, pero sabía que aquello no había sido una laguna ni una pesadilla del delirium tremens. Eso hubiera sido preferible, pero no. El pasado miércoles se había producido algún tipo de ocultamiento, una trama frenética. Y en el transcurso de la operación, Bobbi había sido herida; eso pensaba Gard. Había enfermado…, o algo por el estilo.

Pero nadie menciona eso.

Bobby Tremain: «¿Bobbi? Caramba, señor Gardener, está bien, nada le pasa. Sólo tiene un poco de insolación. Volverá en un santiamén. ¡Necesita ese descanso! Creo que usted lo sabe mejor que nadie».

Sonaba muy bien. Tanto que uno llegaba a pensar que el chico estaba convencido de eso…, hasta que se le miraba a los ojos, a esos ojos extraños.

Gard se imaginaba presentándose ante los que ahora llamaba «Los del Granero», para exigir que le dijeran qué había ocurrido con ella.

Newt Berringer: «En cuanto nos descuidemos, nos dirá que nosotros somos la policía de Dallas».

Y entonces se echarían todos a reír, ¿no? ¿Ellos, la policía de Dallas? ¡Qué divertido! ¡Divertidísimo!

«Tal vez por eso tengo tantas ganas de gritar a pleno pulmón», pensó Gard.

Ahora, de pie en aquella rendija abierta en la tierra, junto a un ciclópeo platillo volante, esperaba que le llegara la manguera. Y de pronto resonó en su mente, como un grito de agonía, el horrible final de Rebelión en la granja, de George Orwell: «Los viejos ojos de Clover pasaron de un rostro al otro. Y en tanto los animales, afuera, miraban del cerdo al hombre, del hombre al cerdo, del cerdo al hombre otra vez, fue como si algo extraño estuviera ocurriendo. Resultaba imposible decir cuál era cuál».

¡Basta, Gard, por Dios!

Por fin llegó la manguera: veintiún metros prestados por el cuerpo de bomberos voluntarios. Por supuesto, su función era expeler agua en vez de absorberla, pero cierta bomba de vacío había revertido su mecanismo.

Enders la hacía descender con movimientos torpes. El extremo se balanceaba de un lado a otro y a veces tocaba el casco de la nave. Cada vez que eso ocurría, el casco emitía un sonido sordo, pero asombrosamente penetrante. A Gardener no le gustaba; muy pronto se encontró anticipándose a cada toque.

«Por Dios, cómo me gustaría que no balanceara así esa manguera».

«Clop… clop… clop. ¿No podría hacer, clinc, sin más? ¿Por qué tiene que hacer ese otro ruido, que parece tierra cayendo sobre un ataúd?»

Clop… clop… clop.

«Caramba, debí haber saltado al agua cuando se me presentó la oportunidad. Bastaba con dar un paso más en aquel maldito rompeolas, el 4 de julio, ¿no?»

Bueno, hazlo ahora. Esta noche, cuando vuelvas a la casa, trágate todo el Valium que haya en el botiquín. Mátate, si no tienes agallas para terminar con esto o para ponerle freno. Las buenas gentes de Haven organizarán una fiesta junto a tus restos, con toda probabilidad. ¿Crees que les gusta tenerte aquí? Si no quedara todavía algo de la Bobbi Antigua y no Perfeccionada, creo que ya habrías desaparecido. Si ella no se interpusiera entre ellos y tú…

Clod… clod… clod.

¿Aún existía Bobbi para interponerse entre él y el resto de Haven? Sí. Pero si ella moría, ¿cuánto tardarían los otros en eliminarlo de la ecuación?

No mucho, amigo, no mucho. Unos quince minutos, quizá.

Clod… clod… el…

Con una mueca de dolor, apretando los dientes, Gard dio un salto para sujetar la boquilla de bronce de la manguera antes de que tocara otra vez el casco de la nave. Tiró de ella, se arrodilló junto al agujero y levantó la vista hacia la cabecita de Enders.

—¡Pon la bomba en marcha! —chilló.

—¿…qué…?

«¡Dios te confunda!», pensó Gardener.

—¡Que pongas en marcha esa jodida bomba! —aulló.

Y esa vez sintió, sí, que se le partía la cabeza. Cerró los ojos.

—Bue… no…

Cuando miró hacia arriba, Enders había desaparecido.

Gardener hundió la boquilla en el agujero que había abierto esa mañana en la roca. El agua comenzó a burbujear lentamente, casi en actitud contemplativa. Estaba helada, y las manos de Gard no tardaron en entumecerse. Aunque la zanja tenía sólo doce metros de profundidad, antes de que la colina hubiera sido rebajada, ese sitio estaba a unos veintisiete metros por debajo de la superficie. Bastaba medir la parte liberada de la nave para obtener la cifra exacta, pero a Gard le importaba un bledo. El hecho era que parecía estar llegando a la roca acuífera: roca porosa llena de agua. Al parecer, la mitad o los dos tercios de la nave estaban flotando en un gran lago subterráneo.

Tenía las manos tan entumecidas que había olvidado dónde estaban.

—Vamos, hija de puta —murmuró.

A manera de respuesta, la manguera comenzó a vibrar y a retorcerse. Desde allí no se oía el motor de la bomba, pero tampoco era necesario. A medida que el nivel del agua descendía en el agujero, Gardener volvió a ver sus manos enrojecidas y chorreantes.

«Si hemos dado con el acuífero, esto va a retrasarnos».

Sí. Tal vez perdamos un día entero mientras ellos inventan alguna superbomba. Puede haber un retraso, pero nada va a detenerlos, Gard. ¿No lo sabes?

La manguera empezó a emitir el ruido de una enorme caña en un gigantesco vaso de refresco. El agujero estaba vacío.

—¡Apaga! —gritó.

Enders continuó mirándolo sin hacer nada. Gardener, con un suspiro, tiró con fuerza de la manguera. El director de escuela pareció sobresaltarse, pero de inmediato formó un círculo con el índice y el pulgar. Desapareció. Segundos más tarde, la manguera dejó de vibrar. Un momento después, Enders comenzó a recogerla.

Gardener se aseguró de que la boquilla estuviera perfectamente inmóvil, sin movimientos pendulares, antes de soltarla.

Por fin sacó el temporizador de su camisa y lo conectó. Se le había instalado un retraso de diez minutos. Lo puso en el fondo del agujero y lo cubrió con trozos sueltos de roca. De cualquier modo, gran parte de la onda expansiva se canalizaría hacia arriba. Aun así, aquello era poderoso: el resto de la onda bastaría para desgarrar un metro vertical de lecho rocoso, más o menos. Ellos se apresurarían a cargar los trozos en una canastilla que elevarían con polea. Y la nave no sufriría daños. Al parecer, no había nada que la dañara.

Gardener deslizó el pie en el estribo de cuerda y gritó:

—¡Súbeme!

No ocurrió nada.

—¡Súbeme, Johnny! —aulló.

Una vez más tuvo la sensación de que la cabeza se le estaba partiendo a lo largo de alguna costura podrida.

Nada todavía.

Al mantener las manos hundidas en agua helada, la temperatura corporal de Gardener había descendido un par de grados. Aun así, un sudor húmedo, pegajoso, desagradable, le cubrió la frente. Consultó su reloj. Habían pasado dos minutos desde que conectara el temporizador para la explosión. De la esfera del reloj, su mirada pasó al montículo de piedras que cubría el agujero. Tenía tiempo de sobra para retirar los trozos de roca y desconectar el temporizador.

Pero con apagarlo no detendría el mecanismo interior. De algún modo lo sabía.

Buscó a Enders con la vista. No estaba allí.

Así es como se deshacen de ti, Gard.

Una gota de sudor le bajó a los ojos. Se la limpió con el dorso de la mano.

—¡Enders! ¡Eh, Johnny!

Trepa por la soga, Gard.

«¿Doce metros? Ni soñarlo. Cuando estaba en la Universidad habría podido hacerlo. Quizá ni siquiera entonces».

Miró el reloj. Tres minutos.

Sí, éste es el modo. Puf. Desaparecido. Sacrificado ante la Gran Nave. Un bocadillo para que los Tommyknockers les sean propicios.

—… en marcha todavía?

Levantó la vista tan de súbito que el cuello le crujió; su miedo creciente se convirtió de inmediato en ira.

—¡Hace casi cinco minutos que lo puse en marcha, pedazo de cabrón! ¡Súbeme antes de que estalle y me haga volar hasta el cielo!

Enders abrió la boca en una O que resultó casi cómica. Desapareció otra vez. Gard se quedó mirando el reloj a través de una niebla de sudor.

Por fin la soga dio una sacudida bajo su pie. Un momento después se inició el ascenso. Gardener cerró los ojos, aferrado a la cuerda. Al parecer, no estaba tan dispuesto a despedirse del mundo como él pensaba. No le venía mal enterarse de ello.

Cuando llegó al borde de la hendidura, se irguió en tierra, aflojó la cuerda que le ceñía el pie y se acercó a Enders.

—Disculpa —dijo el director de escuela, con una sonrisa tímida—, pero habíamos acordado que me darías un grito cuando…

Gardener le pegó. El puñetazo estuvo dado y Enders en el suelo, con las gafas colgándole de una oreja y la boca ensangrentada, antes de que Gard tuviera conciencia completa de lo que deseaba hacer. Y aunque no era telépata, creyó percibir que todas las mentes de Haven se volvían de súbito hacia allí, alertas, a la escucha.

—Me has dejado allá abajo con el explosivo en marcha, cabrón —dijo—. Si esto vuelve a ocurrir, por culpa tuya o de cualquier persona de esta ciudad, será mejor que me dejéis en el fondo. ¿Entendido?

Asomó la ira a los ojos de Enders. Se acomodó las gafas lo mejor que pudo y se levantó. Tenía la calva manchada de polvo.

—No sabes con quién estás hablando.

—Lo sé mejor de lo que piensas —aseguró Gardener—. Mira, Johnny…, y el resto de vosotros, si me estáis escuchando como creo. Quiero que se instale aquí un intercomunicador. Quiero un poco de consideración, ¡joder! He jugado limpio con vosotros y soy el único de esta ciudad que puede trabajar aquí sin que se le revuelvan los sesos. ¡Quiero un poco de consideración, joder! ¿Me oís?

Enders lo miró, pero Gardener se dio cuenta de que también estaba escuchando otras voces. Esperó la decisión. Estaba demasiado furioso para que le importara cuál fuese.

—De acuerdo —dijo Enders, con suavidad, apretándose la boca ensangrentada con el dorso de la mano—. Quizá tengas razón. Instalaremos un intercomunicador y recibirás un poco más de…, ¿cómo lo has llamado? —Una sonrisa despectiva asomó a sus labios.

Gardener la conocía demasiado bien. Era la sonrisa de los Arberg y de las McCardle de este mundo. Así sonreían los tipos que manejaban las centrales atómicas cuando hablaban de sus instalaciones.

—La palabra que he usado es «consideración». Te conviene recordarla. Pero los tipos inteligentes pueden aprender, ¿verdad, Johnny? En la casa hay un diccionario. ¿Te hace falta, idiota?

Dio un paso hacia Enders y tuvo la satisfacción de verlo retroceder, desaparecida ya la sonrisa despectiva. Ahora mostraba un aspecto de nerviosa aprensión.

—Consideración, Johnny. Recuérdalo. Recordadlo todos. Si no lo hacéis por mí, hacedlo por Bobbi.

Estaban de pie junto al cobertizo de las herramientas. Los ojos de Enders, pequeños y nerviosos. Los de Gardener, grandes, inyectados en sangre, aún furiosos.

Y si Bobbi muere, esa consideración puede extenderse hasta abarcar una muerte rápida e indolora. De eso se trata, ¿me equivoco? ¿Dirías que eso describe la topografía de la situación, pequeño idiota cabeza de melón?

—Yo…, todos apreciamos tu franqueza —dijo Enders. Sus labios, al no tener dientes en que apoyarse, se ahuecaban en movimientos nerviosos.

—No lo pongo en duda.

—Tal vez corresponda que también nosotros hablemos con franqueza. —Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con la pechera sudada de la camisa (limpieza que, según pensó Gardener, las dejaría más sucias que antes). En sus ojos había un resplandor furioso, ladino—. No te conviene… atacar otra vez así, Jim. Te lo advierto…, todos te lo advertimos. En Haven se están produciendo… eh…, ciertos cambios…, cambios, sí…

—Gran verdad.

—Y algunos de estos cambios vuelven a la gente…, eh…, irritable. Por ello, este tipo de ataques podría ser…, bueno, un triste error.

—¿Te irritan los ruidos bruscos? —preguntó Gardener.

Enders puso cara de cautela.

—No comprendo tu p…

—Porque si el cronómetro de ese temporizador funciona bien, estamos a punto de oír uno.

Se protegió detrás del cobertizo, sin correr, pero también sin perder tiempo. Enders lanzó una mirada de sobresalto hacia la nave y corrió tras él. Tropezó con una pala y cayó despatarrado en el suelo, con una mueca de dolor, aferrándose el tobillo. Un momento después, un rugido poderoso sacudió la tierra. Se produjo una serie de esos golpes opacos, pero penetrantes: los trozos de roca que volaban contra el casco de la nave. Otros saltaron en el aire y cayeron en el borde de la zanja para quedar allí o volver al fondo. Uno rebotó en el casco de metal y voló a una distancia sorprendente.

—¡Qué broma tan pesada, grandísimo hijo de puta! —gritó Enders. Aún estaba tendido en el suelo, sujetándose el tobillo.

—¿Broma pesada? Me dejaste allá abajo.

Enders lo fulminó con la mirada.

Gard se estuvo quieto unos segundos. Por fin se acercó a ofrecerle la mano.

—Anda, Johnny. Lo pasado, pasado está. Si Stalin y Roosevelt pudieron entenderse para luchar contra Hitler, creo que nosotros podemos entendernos hasta que nos sea posible despegar esa porquería del suelo. ¿Qué opinas?

Enders nada dijo, pero al cabo de un momento aceptó la mano tendida y se levantó. Se sacudió la ropa, el ceño fruncido. De vez en cuando clavaba una mirada de disgusto casi gatuna en Gardener.

—¿Quieres que veamos si tenemos agua o no? —preguntó Gardener.

Hacía tiempo que no se sentía tan bien. Meses, quizá años. El golpe asestado a Enders le había hecho mucho bien.

—¿Qué quieres decir?

—No importa —respondió él.

Y se acercó solo al borde de la zanja. Miró hacia abajo, en busca del agua, atento a cualquier borboteo, pero nada vio ni oyó; al parecer no habían tenido suerte, una vez más.

De pronto se le ocurrió que estaba de pie junto a un abismo de doce metros, con las manos apoyadas en los muslos, dando la espalda a un hombre a quien acababa de sacudir una trompada en la boca. «Si él quisiese, podría correr hasta aquí y darme un buen empujón», pensó. Y oyó mentalmente las palabras de Enders: «Atacar así podría ser un triste error».

Pero no se volvió. Esa sensación de bienestar, por absurda que fuera, se mantenía. Estaba en un aprieto; con ponerse un espejito retrovisor en la cabeza para ver llegar el peligro nada ganaría.

Cuando por fin se volvió, Enders estaba aún junto al cobertizo, mirándolo con aquella expresión de gato ofendido. Gardener sospechó que había estado otra vez en comunicación con sus colegas, los otros mutantes.

—¿Qué te parece? —preguntó Gard, levantando la voz, a la que dio un tono simpático, aunque seco—. Allá abajo hay un montón de roca quebrada. ¿Volvemos al trabajo o seguimos ventilando nuestras desinteligencias?

Enders entró en el cobertizo para sacar la mochila levitatoria, que se usaba para mover las piedras más grandes; con ella en la mano echó a andar hacia Gardener y se la ofreció. Gard se la cargó a la espalda. Cuando iba a pisar el estribo de la cuerda, volvió la vista hacia Enders.

—No te olvides de subirme cuando te grite.

—No me olvidaré.

Los ojos de Enders estaban neblinosos, o tal vez fueran los cristales de las gafas. Gardener descubrió que, de un modo u otro, no le importaba. Puso el pie en el estribo y lo ajustó, mientras el director de escuela volvía a la polea.

—Recuerda, Johnny: consideración. Ésta es la palabra clave de hoy.

John Enders lo bajó sin decir nada.

4

Domingo, 31 de julio

A las once y cuarto de esa mañana de domingo, Henry Buck, a quien sus amigos conocían por el apodo de Hank, cometió el último acto de locura irracional declarada que se produciría en Haven.

«La gente de Haven está irritable», había dicho Enders a Gard. Ruth McCausland había visto muestras de esa irritabilidad durante la búsqueda de David Brown: palabras acaloradas, forcejeos, uno o dos golpes. Y algo irónico: siempre había sido la misma Ruth con el claro imperativo moral que había representado toda la vida en la existencia de aquellas personas, quien impidió que la búsqueda se convirtiera en un alboroto.

¿Irritables? Tal vez fuese mejor decir «locos».

En el impacto emocional del «convertirse», la ciudad era como una habitación llena de gas, esperando que alguien encendiera un fósforo… o hiciera algo aún más involuntario, pero igual de mortífero, como provocar una explosión en un ambiente lleno de gas con sólo tocar el timbre de la puerta, originando una chispa.

Esa chispa nunca se produjo. En parte, por obra de Ruth; en parte, por obra de Bobbi. Y después de las visitas al granero, ese grupo formado por seis hombres y una mujer comenzó a trabajar como los «guías» hippies del LSD durante los años 60, ayudando a Haven en el tránsito de esa primera y difícil etapa del «convertirse».

Fue una suerte para el pueblo de Haven que esa gran explosión no llegara a producirse. Fue una suerte para todos los habitantes de Maine, para el continente entero y, quizá, para el planeta mismo. No soy quién para negar que quizá haya en el universo planetas convertidos en ceniza espacial flotante sólo porque una disputa por el uso de los secarropas en un lavadero automático terminó en hecatombe. Nadie sabe jamás dónde terminarán las cosas…, ni si han de terminar alguna vez. Y hacia finales de junio hubo momentos en que el mundo pudo despertar con la noticia de que en una oscura ciudad de Maine se estaba produciendo un terrible conflicto, capaz de desgarrar el globo, por cuestiones tan importantes como a quién tocaba pagar el café en el Minutas Haven.

Claro que quizá algún día hagamos volar nuestro planeta sin ayuda exterior, por motivos que parecen triviales vistos desde años luz de distancia. Desde nuestro punto de rotación, allá en un rayo de la Vía Láctea, Nube Magallánica Menor, el hecho de que los rusos invadan o no los campos petrolíferos iraníes o de que la OTAN decida instalar misiles norteamericanos en Alemania Occidental puede parecer tan importante como el turno de pagar el café con leche con pastas. Tal vez todo se reduzca a lo mismo, desde una perspectiva galáctica.

Comoquiera que sea, el período tenso de Haven terminó, en verdad, con el mes de julio. Por entonces, casi todos los de la ciudad habían perdido los dientes y estaban experimentando otras mutaciones aún más extrañas. Las siete personas que habían visitado el granero de Bobbi, en comunión con lo que esperaba dentro del fulgor verde, comenzaron a experimentar esas mutaciones con diez días de anticipación, pero lo mantuvieron en secreto.

Si se tiene en cuenta el carácter de los cambios, quizá fue lo más prudente.

Porque la venganza de Hank Buck contra Duke Barfield, alias Letrina, fue, en realidad, el último acto de chifladura escandalosa; bajo esa luz, es probable que merezca una breve mención.

Hank y Letrina Barfield formaban parte del grupo que se reunía a jugar al póquer los jueves por la tarde, al que también había pertenecido Joe Paulson. Hacia el 31 de julio, las partidas de póquer habían cesado, pero no porque la loca de Becka Paulson hubiera perdido un tornillo y asado a su marido: habían cesado, porque es imposible mentir en el póquer cuando todos los jugadores son telépatas.

Aun así, Hank guardaba rencor contra Letrina Barfield. Cuanto más pensaba en ello, más crecía el enfado en su mente. A lo largo de todos aquellos años, Letrina había hecho trampas. Varios de ellos lo sospechaban. Hank recordaba que una noche, mientras jugaban al billar en la trastienda de Archinbourg (eso debía de haber sido unos siete años antes), Moss Harlingen había dicho: «Está haciendo trampas, como que Dios existe, Hank. Bola seis al costado». ¡Juac! La bola seis se lanzó a la tronera del costado como llevada por un cordel. «El asunto es que el hijo de puta lo hace muy bien. Si fuese un poquito más lento se le podría pescar».

—Si eso es lo que piensas, ¿por qué no te sales del juego?

—¡No jodas! Los otros del grupo son más limpios que la luz. Y la verdad es que juego mejor que la mayoría. Bola nueve al rincón. (¡Juac!) Ese demonio es rápido y no abusa. Sólo hace una trampita de vez en cuando, si está perdiendo fuerte. ¿No has notado que todos los jueves sale sin haber ganado ni perdido?

Hank lo había notado. De cualquier modo, pensó que Moss se imaginaba cosas; en verdad, era buen jugador y no le gustaba verse imposibilitado de desplumar a alguien. Pero en los años siguientes hubo otros que expresaron la misma sospecha. Varios de ellos (compañeros realmente simpáticos, con los cuales era grato tomar unas cervezas y jugar unas partidas) se retiraron del grupo. Lo hicieron sin decir nada, sin escándalos, sin insinuar siquiera que Letrina Barfield fuera el responsable. Aducían que por fin los habían aceptado en la liga de bolos, que jugaba en Bangor los lunes por la noche, y que a la patrona no le gustaba dejarles salir dos noches a la semana. Pretextaron que les habían cambiado el horario en el trabajo y que ya no podían jugar hasta tarde. O que llegaba el invierno (estaban en plena primavera) y era hora de arreglar los quitanieves.

Y se iban, hasta que sólo quedó el grupito inicial de tres o cuatro. Lo peor fue saber que los de afuera se habían dado cuenta. Lo olían, tal como se olía el aroma selvático que el sucio cuerpo de Barfield despedía. Ellos sí se daban cuenta; Hank, Kyle y Joe caían en sus trampas. Todos esos años, víctimas de las trampas.

Cuando el «convertirse» empezó a marchar bien, Hank descubrió la verdad de una vez por todas. Letrina no se había limitado a manipular el mazo de cartas, sino que, de vez en cuando, también se permitía marcar discretamente los naipes, había aprendido esas habilidades en algún repledeple[15] de Berlín, en los meses que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial. En las noches húmedas y calurosas de julio, desvelado en su cama y con dolor de cabeza, Hank imaginaba a Letrina sentado en una linda casa de campo alemana, sin camisa ni zapatos, apestando el ambiente y sonriendo con esa sonrisa de mierda, mientras practicaba sus trampas y soñaba con los gilipollas a quienes desplumaría en cuanto regresara a casa.

Hank soportó los sueños y los dolores de cabeza durante dos semanas…; entonces, una noche, se le presentó la solución. Enviaría a Letrina de nuevo a ese repledeple, sí. A uno cualquiera, a cincuenta años-luz, tal vez a quinientos, a cinco millones de años-luz de allí, a un repledeple de la Zona Fantasma. Y sabía cómo hacerlo. Se incorporó en la cama, muy erguido, con una enorme sonrisa. Por fin se le estaba pasando el dolor de cabeza.

—¿Y qué diablos es un repledeple, al fin y al cabo? —murmuró.

Luego decidió que ése era el menor de sus problemas. Y se levantó de inmediato para poner manos a la obra, a las tres de la mañana.

Se acercó a Letrina una semana después de concebir esa idea. Letrina estaba sentado frente al supermercado Cooder, con la silla echada hacia atrás, mirando las ilustraciones de una revista. Mirar fotografías de mujeres desnudas, hacer trampas con las cartas y apestar repledeples: tales eran las especialidades de Letrina Barfield, según decidió Hank.

Era domingo, un domingo muy nublado y caluroso. La gente vio que Hank se acercaba a Barfield Letrina, el cual, con las botas enroscadas a las patas delanteras de la silla, miraba fotos de chicas hermosas. Todos sintieron-oyeron el único pensamiento que palpitaba sin pausa

(repledeplerepledeplerepledeple)

en la mente de Hank. Vieron la gran radio explosiva que llevaba por la manija; vieron la pistola metida por delante en sus pantalones y se hicieron a un lado con prontitud.

Letrina estaba muy absorto en la página central de la revista que mostraba una gran porción de una muchacha llamada Candi (cuyas aficiones, según la revista, eran «la navegación a vela y los hombres de manos fuertes y suaves al mismo tiempo»); de pronto levantó la vista, aunque demasiado tarde para hacer nada constructivo por sí mismo. Si se considera el tamaño de la pistola que Hank llevaba a la cintura, según opinaría la gente esa noche durante la cena (sin abrir la boca más que para meter dentro otro poco de comida), tal vez era ya demasiado tarde para el pobre Letrina cuando se levantó, ese domingo por la mañana.

La silla descendió con estruendo.

—¡Eh, Hank! ¿Qué…?

Hank sacó el revólver, recuerdo de su propio servicio militar. Porque él había cumplido el suyo en Corea, y nada de repledeples.

—Te conviene seguir sentado ahí —dijo— si no quieres obligar a alguien a que despegue tus tripas de esa vidriera, tramposo hijo de puta.

Hank…, pero Hank…, ¿qué…?

Hank metió la mano por debajo de la camisa y sacó un pequeño par de auriculares. Los enchufó a la radio, encendió el aparato y arrojó los auriculares a Barfield.

—Póntelos, Letrina. A ver de qué te sirven ahora las trampas.

—Por favor…, Hank

—No quiero discutir, Letrina —dijo Hank, con gran sinceridad—. Te doy cinco segundos para que te pongas esos auriculares. Si no, te opero los senos frontales.

—¡Por Dios, Hank, todo por un maldito póquer con apuestas de a veinte centavos! —aulló Letrina. El sudor le corría por el rostro, manchándole la camisa caqui. Su olor era agrio, asombroso por lo repugnante.

—Uno… dos…

Letrina miró alrededor, desesperado. Nadie. La calle se había despejado como por encanto. No se veía un solo coche en marcha por la calle mayor, aunque sí muchos estacionados delante del supermercado. Reinaba un silencio total. Tanto él como Hank podrían oír la música que brotaba de los auriculares: Los Lobos, preguntándose si el lobo sobreviviría.

—¡Por un piojoso juego de póquer! ¡Apuestas de a veinte! ¡Y, además, no lo hacía casi nunca! —chilló Letrina—. ¡Por amor de Dios, que alguien frene a este tipo!

—… tres…

Con un ridículo desafío final, Letrina bramó:

—¡Y además es un pésimo perdedor, joder!

—Cuatro —dijo Hank, y levantó la pistola.

Letrina, con toda la camisa negra de sudor, los ojos en blanco, maloliente como un montón de estiércol bajo la acción de un lanzallamas, cedió.

—¡Está bien, está bien, está bien! —gritó, mientras cogía los auriculares—. Ya me los pongo, ¿ves? ¡Ya me los pongo!

Se puso los auriculares. Sin dejar de apuntarle con la pistola, Hank se inclinó hacia la radio, que transmitía en AM y FM, además de contar con un casete. Debajo de la ranura para las cintas, el botón de transmisión tenía el letrero cubierto con cinta adhesiva. Y sobre la cinta adhesiva se leía una palabra ominosa: Enviar.

Hank lo pulsó.

Letrina empezó a aullar. Sus aullidos se fueron desvaneciendo, como si alguien, dentro de él, estuviera bajándole el volumen. Al mismo tiempo, alguien parecía estar disminuyendo su nitidez, su coherencia física. Letrina Barfield se desvaía como una fotografía. Su boca se movía ya sin sonido; su piel era leche.

Un trocito de realidad, un trozo de realidad que tenía el tamaño aproximado de media puerta, pareció abrirse detrás de él. Era como si la realidad (la realidad de Haven) hubiera rotado en un eje desconocido, como una falsa biblioteca en casa de los fantasmas. Detrás de Letrina había ahora un extraño paisaje negro y púrpura.

El cabello de Hank se agitó alrededor de sus orejas. El cuello de su camisa flameó con el ruido de un arma automática provista de silenciador. La basura que cubría el asfalto (envolturas de caramelos, paquetes de cigarrillos ya vacíos, bolsitas de papel engrasadas) volaron a través de la acera para perderse en ese agujero, arrastradas por el río de aire que fluía hacia ese otro sitio, casi carente de atmósfera. Parte de esa basura pasó entre las piernas de Letrina. Y otra parte, según le pareció a Hank, pasó a través de él.

De pronto, como si el mismo Letrina hubiese adquirido la liviandad de los desperdicios sembrados en la acera, el sujeto fue aspirado por el agujero. Su revista voló tras él, con las páginas agitadas como alas de murciélago. «Suerte para ti, hijo de puta —pensó Hank—. Ahora tendrás algo para leer en el repledeple». La silla de Barfield cayó, se arrastró contra el asfalto y quedó medio dentro, medio fuera de la abertura. Un túnel de viento rugía ya alrededor de Hank, que se inclinó hacia la radio, apoyando el dedo en el botón de Parar.

Un segundo antes de pulsarlo oyó un grito agudo, que provenía de ese otro sitio. Levantó la vista, pensando: «Ése no es Letrina».

Y lo oyó otra vez.

—… Hilly…

Hank frunció el entrecejo. Era una voz de niño. Una voz de niño que le sonaba familiar. Algo…

—… terminado todavía? Quiero volver a caaaasa…

Con un tintineo brillante, la vidriera del supermercado, que se había hundido hacia el interior en la explosión del ayuntamiento el domingo anterior, se vio chupada hacia fuera. Una tormenta de vidrio voló alrededor de Hank, dejándolo milagrosamente indemne.

—… por favoooor, cuesta respiraaaar…

Las habichuelas especiales, amontonadas en pirámide tras el vidrio, comenzaron a volar alrededor de Hank, aspiradas por la puerta que, de algún modo, él había abierto en la realidad. Las bolsas de abono para el césped y las de carbón se deslizaron por la acera con secos ruidos de papel.

«Tengo que cerrar esa porquería», pensó Hank. Como para confirmarlo, una lata de judías verdes se le estrelló contra la nuca, saltó en el aire y se precipitó hacia aquel agujero negro y púrpura.

—Hilliiiiiy…

Hank apretó el botón de Parar. La puerta desapareció de inmediato. Se oyó un crujido de madera: el de la silla cruzada en la abertura, que quedó dividida en dos, en una diagonal casi perfecta. Una mitad de la silla quedó en el asfalto. La otra mitad no estaba a la vista.

Randy Kroger, el alemán que había comprado el supermercado de Cooder a finales de los años 50, sujetó a Hank y lo hizo girar.

—Me vas a pagar esa vidriera —amenazó.

—Desde luego, Randy, como quieras —aceptó Hank, mientras se frotaba con gesto aturdido el chichón que le estaba brotando en la nuca.

Kroger señaló la extraña media silla en diagonal que había quedado en el asfalto.

—Y la silla también —anunció.

Luego entró a grandes pasos en el supermercado.

Así terminó julio.

5

Lunes, 1 de agosto

John Leandro acabó de hablar, y se bebió el resto de la cerveza.

—¿Qué me dirá, en tu opinión? —preguntó a David Bright.

Este lo meditó por un momento. Estaba con Leandro en el Botín, un bar de Bangor, decorado en exceso, que tenía sólo dos cosas a su favor: se encontraba casi enfrente del edificio del Daily News y, los lunes, se podía tomar cerveza alemana por un dólar veinticinco la botella.

—En mi opinión, comenzará por decirte que corras a Derry y termines de averiguar el Calendario Social de la Comunidad —dijo Bright—. Después es probable que te sugiera ayuda psiquiátrica.

Leandro puso una absurda expresión de desdicha. Sólo tenía veinticuatro años, y las dos últimas noticias que había cubierto (la desaparición, léase presunto asesinato, de los dos policías estatales y el suicidio de un tercero) le habían despertado el apetito por las cuestiones de alto voltaje. El informe sobre la cena anual de los veteranos de Derry no era gran cosa comparado con la sombría búsqueda nocturna de dos cadáveres con uniformes policiales. No quería que los temas importantes acabaran. Bright sintió cierta compasión por el pequeño imbécil; por desgracia, Leandro no era otra cosa. Ser imbécil a los veinticuatro años es aceptable, pero él estaba casi seguro de que Johnny Leandro seguiría siendo imbécil a los cuarenta y cuatro…, a los sesenta y cuatro… y a los ochenta y cuatro, si vivía hasta entonces.

Un imbécil de ochenta y cuatro años constituía una imagen algo abrumadora y peligrosa. Bright decidió pedir otra cerveza, después de todo.

—Era una broma —dijo.

—Entonces, ¿te parece que me dejará cubrir el caso?

—No.

—Pero ¿no acabas de decir…?

—Lo de la ayuda psiquiátrica. Ésa era la broma —añadió Bright con paciencia.

Hablaban de Peter Reynault, jefe de Noticias Locales. Muchos años atrás, Bright había descubierto que los jefes de Locales tienen algo en común con Dios Todopoderoso, y sospechaba que Johnny Leandro no tardaría en descubrirlo también: los periodistas proponen, pero el jefe de Locales dispone.

—Pero…

—No hay nada que cubrir —explicó Bright.

Si el círculo íntimo de Haven (los que habían estado en el granero de Bobbi Anderson) hubiese oído lo que Leandro dijo a continuación, su expectativa de vida bien podría haberse reducido a días…, quizá sólo a horas.

—Hay toda Haven para cubrir —fue lo que dijo, y bebió el resto de su cerveza negra en tres largos tragos—. Todo comienza allí. El chico desaparece en Haven, la mujer muere en Haven, Rhodes y Gabbons se evaporan al volver de Haven. Dugan se suicida, ¿por qué? Según dice, porque estaba enamorado de la McCausland, una mujer que vivía en Haven.

—Y no olvides a ese adorable ancianito —apuntó Bright—, que anda por ahí diciendo que la desaparición de su nieto se debió a una conspiración. Lo único que falta es que empiece a hablar de Fu Manchú y los esclavos blancos.

—Bueno, ¿qué ocurre? —preguntó Leandro, dramático—. ¿Qué está ocurriendo en Haven?

—Ya veo, es el insidioso doctor, sólo eso —suspiró Bright.

Le trajeron la cerveza. Ya no le apetecía. Sólo quería salir de allí. Había sido un error acordarse del adorable anciano. Pensar en él lo ponía nervioso. El viejo había perdido la cabeza, eso era obvio, pero en sus ojos había algo…

—¿Qué?

—El doctor Fu Manchú. Si ves por allí a Nayland Smith, creo que tendrás la noticia, del siglo. —Bright se inclinó para susurrar, con voz ronca—: Esclavos blancos. Cuando te llamen del New York Times, recuerda quién te dio el dato.

—No le veo nada de divertido a todo esto, David.

«Un imbécil de ochenta y cuatro años —se repitió Bright—. ¡Imagínate!»

—Y si no, aquí tienes otro —agregó—: los hombrecillos verdes. La invasión de la Tierra ya está en marcha, ¿no? Sólo que nadie lo sabe. Y entonces… ¡Nadie prestaba oídos al joven y heroico periodista! Robert Redford en el papel de John Leandro, en esta escalofriante historia de…

El camarero se acercó a preguntar:

—¿Quiere otra?

Leandro se levantó, con el rostro rígido, y dejó caer tres dólares en el mostrador.

—Tu sentido del humor es de adolescente, David.

—Puedes probar con este otro —insistió Bright, soñador—: Fu Manchú y los hombrecillos verdes al mismo tiempo. Una alianza formada en el infierno. Y nadie lo sabe sino tú, Johnny. Klaatu barada nictu!

—Bueno, no importa si Reynault no me deja seguir la historia —dijo Leandro. Bright se dio cuenta de que había tirado demasiado de la cuerda; el imbécil estaba furioso—. El próximo viernes empiezan mis vacaciones. Tal vez vaya a Haven, a seguir la historia por mi cuenta, en mi tiempo libre.

—Por supuesto —exclamó Bright, entusiasmado. Sabía que era conveniente cesar con la broma; Leandro no tardaría en intentar romperle los dientes. Pero el imbécil seguía dándole oportunidades—. Claro, tiene que ser así. Redford no aceptaría el papel si no pudiera ir solo. ¡El lobo solitario! Klaatu barada nictu! ¡Magnífico! Pero no te olvides de ponerte el reloj especial cuando vayas a Haven.

—¿Qué reloj? —preguntó Leandro, aún furioso.

Oh, estaba fastidiado, sí, pero seguía dándole pie.

—¡Vamos! Ese que envía una señal ultrasónica que sólo Superman puede percibir cuando mueves el eje hacia fuera —aclaró Bright haciendo la demostración con su propio reloj (y volcándose una considerable cantidad de cerveza en la entrepierna)—. Hace yiiiiiii

—No me importa lo que Peter Reynault piense, ni las bromas estúpidas que tú me gastes —dijo Leandro—. Vosotros dos podéis llevaros una gran sorpresa.

Echó a andar, pero se volvió para agregar:

—Y que quede bien sentado: en mi opinión, eres un cínico estúpido y sin imaginación.

Después de haber pronunciado esa aseveración, Johnny Leandro giró sobre sus talones y se marchó a grandes zancadas.

Bright levantó el vaso y lo inclinó hacia el camarero.

—Brindemos por los cínicos estúpidos del mundo —dijo—. No tendremos imaginación, pero sí una notable resistencia a la imbecilidad.

—Como usted quiera —dijo el otro.

Creía haberlo visto todo en su vida. Claro que nunca había atendido un bar en Haven.

6

Martes, 2 de agosto

Seis de ellos se reunieron esa tarde en la oficina de Newt Berringer. Eran casi las cinco, pero el reloj de la torre, una torre que parecía real, pero que podría haber sido atravesada por un pájaro en vuelo (si hubiese quedado algún pájaro en Haven) aún marcaba las tres y cinco. Las seis personas reunidas habían pasado algún tiempo en el granero de Bobbi. Adley McKeen era el último agregado. Los otros eran Newt, Dick Allison, Kyle, Hazel y Frank Spruce.

Discutieron las pocas cosas que debían discutir sin necesidad de hacerlo en voz alta.

Fran Spruce preguntó cómo estaba Bobbi.

Vive todavía, respondió Newt; nadie sabía más que eso. Podría salir otra vez del granero, pero lo más probable era que no lo hiciera. De cualquier modo, ellos se enterarían cuando ocurriera una cosa o la otra.

La discusión giró hacia lo que Hank Buck había hecho el día anterior y lo que había oído gritar en ese otro mundo. A ninguno de ellos le preocupaba mucho el destino corrido por el desaparecido Letrina Barfield. Tal vez el castigo era adecuado al delito, o quizá había sido exagerado. No importaba. La cosa estaba hecha. Hank no había sufrido consecuencia alguna por lo hecho, aparte de verse obligado a firmar un cheque a la orden de Randy Kroger por la vidriera rota y las mercancías absorbidas por el agujero abierto a la realidad. Kroger llamó al Banco Nacional, sucursal Bangor, para verificar que el cheque tuviera fondos. Los tenía; eso era lo único que le importaba.

Aun si hubiesen tenido intenciones de castigar a Hank, era muy poco lo que podían hacer. La única celda de la ciudad estaba en el sótano del ayuntamiento; era un depósito modificado en donde Ruth solía encerrar a algún borracho los fines de semana. Hank habría tardado diez minutos en huir de allí; un muchachito fuerte podía hacerlo. Tampoco era posible enviar a Hank a la cárcel del condado: los cargos hubieran sonado muy extraños. Las alternativas disponibles eran muy simples: dejarlo en paz o despacharlo a Altair-4. Por fortuna, les era posible estudiar íntimamente las motivaciones de Hank y su estado mental. Vieron que el enojo y la confusión estaban cediendo, como ocurría con todos los ciudadanos; era difícil que hiciera otra vez algo tan radical. Por lo tanto, le quitaron la radio modificada, le pidieron que no fabricara otra y pasaron a lo que les interesaba más: la voz que aseguraba haber oído.

«—Era David Brown, sí —pensó Frank Spruce—. ¿Alguien lo pone en duda?»

Nadie.

David Brown estaba en Altair-4.

Nadie sabía con exactitud dónde se encontraba Altair-4 ni qué era; tampoco les interesaba demasiado. Las palabras, en sí, provenían de una película vieja, sin más significado que el nombre de Tommyknockers, tomado de una vieja rima infantil. Lo que importaba (hasta cierto punto) era que Altair-4 se utilizaba como una especie de depósito cósmico, para almacenar todo tipo de cosas. Hank había enviado a Letrina allá, pero primero había hecho pasar al maloliente hijo de puta por un chapucero proceso de desintegración.

Al parecer, no había sido el caso de David Brown.

Un largo y pensativo silencio.

(sí probablemente sí)

Esto último no habría sido atribuible a una sola persona: era un pensamiento en grupo, de colmena, completo en sí.

(pero a qué molestarse)

Se miraron entre ellos, sin emoción.

Podían sentir emociones, pero no por asuntos de tan poca importancia como aquél.

«—Traigámoslo de regreso —dijo Hazel, indiferente—. Bryant y Marie se alegrarán de verlo. Y a Ruth le habría gustado. Todos la amábamos, ya se sabe» Su pensamiento tenía el tono de quien sugiere a un amigo que compre un refresco a su hijo como recompensa por haberse portado bien.

«—No —dijo Adley. Todos lo miraron. Era la primera vez que participaba en la conversación. Aunque parecía azorado, insistió—: Todos los periódicos y las televisiones del estado vendrán a cubrir el “regreso milagroso”. Ahora lo dan por muerto, porque sólo tiene cuatro años y desapareció hace más de dos semanas. Si aparece, habrá mucho alboroto».

Todos asintieron.

«—¿Y qué diría el chico? —intervino Newt—. Cuando le preguntaran dónde estuvo, ¿qué diría?»

«—Podríamos borrarle los recuerdos —dijo Hazel—. No sería nada difícil; los periodistas aceptarían la amnesia como cosa perfectamente natural, dadas las circunstancias».

(sí pero ése no es el problema)

Eran otra vez las voces múltiples, como una sola. Se unían en una extraña combinación de palabras e imágenes. El problema era que las cosas habían llegado demasiado lejos para permitir presencias extrañas en la ciudad, descontando a algún viajero que se limitara a cruzarla; de cualquier modo, la mayoría era alejada con falsas obras de reparación de caminos y letreros de desvío. Y lo último que convenía era tener en Haven toda una multitud de periodistas y equipos de televisión. Además, la torre del reloj no aparecería en las fotos; en realidad, era una proyección mental, una simple alucinación.

No, bien pensadas las cosas, lo mejor era dejar a David Brown donde estuviera. Por un poco más de tiempo, nada le ocurriría. Aunque era muy poco lo que sabían sobre Altair-4, no ignoraban que el tiempo corría allí a diferente velocidad. En Altair-4 había pasado menos de un año desde que la Tierra salió despedida del Sol. Por lo tanto, era como si David Brown acabara de llegar. Claro que era posible que muriera, víctima de algún microbio extraño que invadiera su organismo, de alguna rata extraterrestre o, simplemente, por efecto del shock. Pero era poco probable. Y aun si moría, el asunto no resultaba tan importante.

«—Tengo la sensación de que ese chico puede venirnos bien» —dijo Kyle.

(cómo)

«—Como distracción».

(a qué te refieres)

Kyle no sabía con exactitud a qué se refería. Era sólo la sensación de que, si los reflectores volvían a enfocar Haven (tal como los había concentrado Ruth, con sus muñecos explosivos) quizá les fuese posible traer a David Brown y depositarlo en algún lugar. Si se hacía de la manera correcta, ello les permitiría ganar un poco más de tiempo, el cual era siempre un problema. Tiempo para «convertirse».

Kyle no expresó estas ideas de modo coherente, pero los otros asintieron ante la dirección de sus pensamientos. Vendría bien tener a David Brown entre bastidores por un tiempo más, por así decirlo.

(que Marie no se entere… aún no está muy adelantada en su «conversión»… es preciso ocultar esto a Marie por un tiempo)

Los seis miraron alrededor, con los ojos dilatados. Esa voz, débil, pero clara, no pertenecía a ninguno de ellos. Era la de Bobbi Anderson.

«—¡Bobbi! —exclamó Hazel, levantándose a medias de la silla—. Bobbi, ¿estás bien? ¿Cómo te va?»

No hubo respuesta.

Bobbi había desaparecido; ni siquiera se la sentía en el aire. Se miraron con cautela, cada uno probaba las impresiones ajenas, confirmaba que en verdad había sido Bobbi. Cada uno se dijo que, si hubiese estado solo, sin confirmación disponible, habría descartado el asunto atribuyéndolo a una alucinación increíblemente poderosa.

«—¿Cómo vamos a ocultárselo a Marie? —preguntó Dick Allison, casi enojado—. ¡No podemos ocultar nada a nadie!»

«—Sí —le corrigió Newt—. Nosotros, sí. Todavía no del todo, quizá, pero podemos opacar un poco nuestros pensamientos, tornarlos difíciles de percibir. Porque…»

(porque hemos estado)

(estado allá fuera)

(estado en el granero)

(en el granero de Bobbi)

(usamos los auriculares en el granero de Bobbi)

(Y comimos para «convertirnos»)

(tomad y comed en mi memoria)

Un suspiro corrió suavemente entre ellos.

«—Tendremos que volver —dijo Adley McKeen—. ¿Verdad?»

—Sí —dijo Kyle—. Volveremos.

Fueron las únicas palabras pronunciadas en voz alta en toda la reunión. Y marcaron el fin de la misma.

7

Miércoles, 3 de agosto

Andy Bozeman, que había sido el único agente de bienes raíces de Haven hasta el momento en que cerró su oficina, tres semanas antes, había descubierto que uno se acostumbraba muy pronto a leer las mentes. Pero sólo se dio cuenta de lo mucho que había llegado a depender de eso cuando le tocó el turno de ir a casa de Bobbi para vigilar al borracho.

Parte de su problema (sabía que iba a ser un problema, después de hablar con Enders y el chico Tremain) se originaba en la proximidad de la nave. Era como estar junto al generador más grande del mundo; los flujos de su extraña fuerza le corrían por la piel como torbellinos de arena en el desierto. A veces le llegaban a la mente, soñadoras, grandes ideas que le impedían concentrarse en sus actos. A veces ocurría todo lo contrario: su pensamiento se cortaba por completo, como una transmisión de microondas interrumpida por un estallido de rayos ultravioleta. Pero lo más importante era el hecho físico de que la nave estuviera allí, como algo salido de un sueño. Lo maravillaba, lo llenaba de entusiasmo, de respeto religioso, de miedo. Bozeman empezaba a comprender qué debieron sentir los israelitas cuando llevaron el Arca de la Alianza a través del desierto. En uno de sus sermones, el reverendo Goohringer había dicho que alguien se arriesgó a meter la cabeza allí, sólo para ver a qué venía tanto alboroto, y murió.

Porque allí dentro estaba Dios.

En la nave también podía haber una especie de dios, se dijo Andy. Y aunque ese dios hubiese huido, quedaría algún residuo de él… parte de él… Por pensar en eso no lograba concentrarse en lo que hacía.

Por otra parte, allí estaba Gardener, con su inquietante impenetrabilidad. Era como toparse una y otra vez con una puerta cerrada que debería estar abierta. Él le gritaba con la mente que le cogiera algo y el otro seguía a lo suyo.

No había respuesta. Y si trataba de sintonizarlo, de seguir el hilo de sus pensamientos, como si levantase el auricular en una línea telefónica compartida para ver quién estaba usándola, nadie hablaba. Nadie en absoluto. Sólo era una línea muerta.

Se oyó el zumbido del intercomunicador clavado en la pared interior del cobertizo. El cable corría por el revuelto y cenagoso suelo hasta la trinchera de la que asomaba la nave.

Bozeman puso la llave en Hablar.

—Aquí estoy.

—Ya he instalado la carga —dijo Gardener—. Súbeme.

Se le oía muy, muy cansado. La noche anterior había pescado una buena borrachera, a juzgar por el ruido de vómitos que Bozeman oyó desde el porche trasero, a eso de medianoche. Por la mañana, al echar un vistazo al cuarto de Gardener, vio la almohada manchada de sangre.

—Enseguida.

El episodio con Enders había enseñado a todos que, cuando Gardener pedía que lo sacaran, no era cuestión de perder el tiempo.

Fue hacia la manivela y empezó a darle vueltas. Era un fastidio hacerlo a mano, pero otra vez escaseaban las pilas. En una semana más, todo funcionaría con la precisión de un reloj…, sólo que Bozeman dudaba si llegaría a verlo. Tanta proximidad a la nave lo agotaba. Estar cerca de Gardener lo agotaba de un modo diferente; era como hallarse cerca de un arma cargada con gatillo sensible. ¡Cómo se la había dado a John Enders! El pobre John no la había visto venir, claro, porque Gardener era impenetrable, ¡el hijo de puta! De vez en cuando se elevaba hasta la superficie de su mente la burbuja de un pensamiento, parcial o completo, tan legible como el titular de un periódico. Pero eso era todo. Tal vez Enders se lo había buscado (Bozeman se dijo que a nadie le habría gustado mucho estar en el fondo de una zanja con uno de esos temporizadores explosivos). Pero eso no venía al caso. El caso era que Johnny no le había «visto» venir. Gardener podía hacer cualquier cosa, en cualquier momento, sin que nadie se lo impidiera, porque nadie oía sus pensamientos.

Andy Bozeman casi deseaba que Bobbi muriera; de ese modo se desembarazarían del borracho. Claro que el proyecto sería más difícil si había sólo gente de Haven para trabajar en él; tardaría algo más, pero casi valía la pena.

Esa forma de aparecer como de la nada era irritante, ¡qué joder!

Por ejemplo, esa mañana. Una pausa para tomar algo como desayuno. Bozeman, sentado en un tocón, comía bocadillos de galletitas y manteca de cacahuete; para bajarlos bien, bebía café helado. Siempre había preferido el café caliente, aun en verano; pero desde que no tenía dentadura, las bebidas calientes le molestaban.

Gardener estaba sentado en una lona sucia, las piernas cruzadas como un profesor de yoga; comía una manzana y bebía cerveza. Bozeman no se explicaba que alguien pudiera comer manzanas y beber cerveza al mismo tiempo, sobre todo por la mañana, pero eso era lo que Gardener tomaba. Desde allí se le veía una cicatriz de dos o tres centímetros sobre la ceja izquierda. Allí debía de tener la placa de acero. Era lo que…

Gardener giró la cabeza en el momento en que Bozeman lo observaba. Andy se ruborizó, y se preguntó si el otro empezaría a chillar y a decir insensateces. Quizá se le acercara para tratar de golpearle, como a Johnny Enders. Bozeman cerró los puños, diciéndose: «Que lo intente. Verá que no soy un imbécil».

Pero lo que Gard hizo fue iniciar una especie de discurso con voz clara y sonora; sonreía un poco, con expresión cínica, al hacerlo. Al cabo de un momento, Bozeman se dio cuenta de que se trataba de un recitado. Allí, sentado en el bosque sobre una lona, con las piernas cruzadas y la peor resaca de la historia, recitaba como un escolar, mientras la nave lanzaba reflejos móviles contra su mejilla. Ese hombre estaba más que loco, y Bozeman lo diría al mundo entero. Nada deseaba tanto como verle muerto.

—«Tom entregó el pincel con expresión desganada, pero con el corazón precipitado —dijo Gardener, con los ojos entrecerrados y el rostro vuelto hacia el cálido sol de la mañana. La sonrisita no se borraba de sus labios—. Y mientras el ex paquebote Gran Misuri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado, sentado a la sombra en un tonel cercano, balanceaba las piernas, masticaba su manzana y planeaba la matanza de nuevos inocentes».

—¿Qué…? —empezó Andy.

Pero Gardener impuso su voz, con la sonrisa extendida, aunque no menos cínica.

—«No había escasez de material; a cada rato pasaba algún niño; venían a burlarse, pero se quedaban a pintar. Cuando Ben estuvo agotado, Tom ya había cambiado el siguiente turno a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando él también se agotó, Johnny Miller compró el turno por una rata muerta y un cordel para hacerla girar…»

Gardener bebió el resto de la cerveza, soltó un eructo y se desperezó.

—Tú no me trajiste una rata muerta con un cordel para hacerla girar, pero conseguí un intercomunicador, Bozie; es un comienzo, ¿verdad?

—No sé de qué estás hablando —dijo Bozeman, con lentitud.

Sólo había estudiado dos años en la universidad: administración de empresas, antes de abandonarla porque debía trabajar. Su padre, enfermo del corazón, padecía de hipertensión crónica. Los eruditos como ése lo ponían nervioso y colérico. Se daban aires ante la gente común, como si sólo por el mero hecho de citar cosas escritas por gente que había muerto mucho antes cagaran mierda con mejor olor.

—Caramba —dijo Gardener—, es el segundo capítulo de Tom Sawyer. En Utica, cuando Bobbi era alumna del séptimo grado, existía algo llamado Exhibición Juvenil. Era una competencia de recitado. Ella no quería participar, pero su hermana decidió que así debía ser, que eso le haría bien o algo por el estilo. Y cuando Anne decidía algo, muchacho, era cosa decidida. Por entonces, Anne era un verdadero huno, Bozie, y sigue siéndolo. Al menos eso creo. Hace mucho tiempo que no la veo, por suerte, ja, ja. Pero creo justo decir que sigue siendo la misma. La gente como ella rara vez cambia.

—No me llames Bozie —dijo Andy, tratando de parecer más amenazador de lo que se sentía—. No me gusta.

—Cuando tuve a Bobbie como alumna en su primer año de la universidad, una vez escribió una composición sobre el día en que quedó petrificada tratando de recitar Tom Sawyer. Estuve a punto de enloquecer. —Gardener se puso de pie y echó a andar hacia Andy, novedad que el ex agente de bienes raíces contempló con activa alarma—. Al día siguiente la retuve después de clase y le pregunté si aún recordaba cómo era «Pintando la cerca». Lo recordaba. No me sorprendió. Hay cosas que uno jamás olvida; por ejemplo, la ocasión en que la madre o la hermana le obligan a uno a presentarse en un espectáculo de terror, como la Exhibición Juvenil. Uno puede olvidarse del fragmento cuando está en el escenario, delante de tanta gente. Sin embargo, sería capaz de recitarlo hasta en el lecho de muerte.

—Mira —dijo Andy—, hay que volver al trabajo.

—La dejé recitar unas cuatro oraciones; luego me uní a ella. Quedó tan boquiabierta que el mentón le llegaba a las rodillas. Después empezó a sonreír. Lo dijimos todo juntos, palabra por palabra. No era tan extraño. Los dos fuimos niños tímidos, Bobbi y yo. El dragón de su cueva era su hermana; en mi caso, mi madre. La gente así suele tener la extraña idea de que, para curar a un niño de su timidez, la solución es ponerle en el tipo de situaciones que más teme, como la Exhibición Juvenil. No fue siquiera una gran coincidencia que los dos hubiéramos aprendido ese mismo capítulo de memoria. Los dos preferidos para la recitación eran ése y «El corazón delator».

Gardener tomó aliento y gritó:

—«¡Deteneos, amigos! ¡No sigáis desmontando! ¡Arrancad las tablas del suelo! ¡Aquí, aquí! ¡Es el palpitar de su odioso corazón!»

Andy dejó escapar un pequeño chillido. Se le cayó el termo, y manchó con media taza de café frío que aún le quedaba la entrepierna de sus pantalones.

—Ay, Bozie —observó Gardener, en tono coloquial—, nunca podrás sacar la mancha de ese poliéster.

Y continuó:

—La única diferencia entre nosotros dos fue que yo no quedé petrificado. Por el contrario, gané el segundo premio. Pero eso no me curó el miedo a hablar delante de una multitud; no hizo sino empeorarlo. Cada vez que me presento ante un grupo para leer poesía, miro todos esos ojos hambrientos… y pienso en «Pintando la cerca». También pienso en Bobbi. A veces basta eso para superar el trance. De cualquier modo, gracias a eso nos hicimos amigos.

—¡No sé qué tiene que ver todo eso con este trabajo! —exclamó Andy, con voz potente, nada habitual en él.

Pero su corazón había estado palpitando muy deprisa. Por un momento, mientras Gardener chillaba, se había convencido de que el hombre estaba realmente loco.

—¿No te das cuenta de la relación que hay entre esto y pintar la cerca? —preguntó Gardener, riendo—. Entonces debes de estar ciego, Bozie.

Señaló la nave que se inclinaba hacia el firmamento, en un perfecto ángulo de cuarenta y cinco grados.

—En vez de pintarlo, lo que hacemos es desenterrarlo, pero eso no cambia en absoluto el principio. He agotado a Bobby Tremain y a John Enders; mañana, si vuelves, te agotaré también. El caso es que nunca recibo algo a cambio. A quienquiera que venga mañana, Bozie, dile que quiero una rata muerta y un cordel para hacerla girar…, o una bolita de las grandes, por lo menos.

Gardener se detuvo a medio camino hacia la zanja. Se volvió para mirar a Andy, que nunca se había sentido tan incómodo como entonces por la imposibilidad de leer la mente de aquel hombre corpulento, de hombros caídos y rostro común, extrañamente quebrado.

—Mejor aún, Bozie —dijo Gardener, con voz tan suave que Andy casi no llegó a oírle—: haz venir a Bobbi mañana mismo. Me gustaría descubrir si la Bobbi Nueva y Perfeccionada recuerda aún de memoria «Pintando la cerca», de Tom Sawyer.

Luego, sin una palabra más, se colgó del estribo, y esperó a que Andy lo bajara.

Si todo eso no era locura, ¿qué otra cosa podía ser? Mientras hacía girar la manivela, Andy agregó para sus adentros: «Y es sólo su primera cerveza del día. Durante el almuerzo tomará cinco o seis más. Entonces sí se volverá loco de atar».

Cuando Gardener apareció por el borde de la zanja, balanceándose, Andy sintió la tentación de soltar la manivela. Así resolvería el problema.

Pero no podía. Gardener era propiedad de Bobbi Anderson; mientras Bobbi no muriera o no saliera del granero, todo debía continuar más o menos como estaba.

—Ven, Bozie. Esas rocas vuelan muy lejos.

Echó a andar hacia el cobertizo. Andy lo siguió, apretando el paso para mantenerse a la par.

—Te he dicho que no me gusta eso de Bozie —repitió.

Gardener le lanzó una mirada curiosamente inexpresiva.

—Ya lo sé —dijo.

Rodearon el cobertizo. Unos tres minutos después, en la trinchera resonó otro de esos rugidos altos, estremecidos. Una llovizna de rocas subió hacia el cielo y descendió, repiqueteando en el casco de la nave con densos clangs y clongs.

—Bueno, vamos a… —comenzó Bozeman.

Gardener lo agarró del brazo. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, la expresión alerta, los ojos oscuros y vivaces.

—¡Calla!

Andy liberó su brazo de una sacudida.

—¿Qué diablos te ocurre?

—¿No lo oyes?

—No oi…

Pero en ese momento lo oyó: un siseo, como el de una cafetera gigante, surgía de la trinchera. Iba en aumento. De pronto un loco entusiasmo, mezclado con bastante horror, lo atacó.

—¡Son ellos! —susurró, vuelto hacia Gard. Tenía los ojos del tamaño de mandarinas. Los labios, brillantes de saliva, temblaban—. ¡No estaban muertos! ¡Los hemos despertado! ¡Van a… salir!

—Viene Jesús y está enojado —comentó Gardener, sin dejarse impresionar.

El siseo iba en aumento. Entonces se produjo otro crujido, mezclado con un golpe seco. No era una explosión, sino el ruido de algo pesado que se derrumbaba. Un momento después se derrumbó algo más: Andy. Sus piernas perdieron la fuerza. Cayó de rodillas.

—¡Son ellos, son ellos, son ellos! —balbuceaba.

Gardener enganchó una mano en su sobaco, haciendo una pequeña mueca ante la humedad caliente y boscosa que encontró allí, y lo levantó de un tirón.

—Ésos no son los Tommyknockers —dijo—. Es agua.

—¿Eh?

Bozeman lo miró con aturdida incomprensión.

—¡Agua! —gritó Gardener, dándole una sacudida—. ¡Hemos conseguido nuestra piscina, Bozie!

—¿Qué…?

El siseo estalló de súbito en un rugido suave. El agua brotó a chorros de la zanja, lanzándose al cielo en una lámina ensanchada. No se trataba de una columna: era como si un gigantesco niño estuviese presionando con el dedo un grifo ciclópeo, para ver cómo se esparcía el agua. En el fondo de la trinchera, el agua surgía por varias grietas justo de ese modo.

—¿Agua? —repitió Andy, con voz débil. No lograba entenderlo.

Gardener no respondió. En el agua bailaba el arco iris; los chorros caían por el casco liso, formando arroyos, y dejaban gotas al pasar. Ante la mirada de Gardener, aquellas gotas comenzaron a saltar, como salta el agua arrojada en una parrilla caliente. Sólo que no ocurría al azar: las gotas se alineaban siguiendo las líneas de fuerza que circulaban por el casco de la nave, como los meridianos en el globo terráqueo.

«La veo —pensó Gard—. Veo la fuerza que irradia la piel de esa nave. La veo en esas gotas, por Dios…»

Se oyó otro crujido. Gardener creyó sentir que la tierra cedía un poco bajo sus pies. En el fondo de la zanja, la presión del agua terminaba el trabajo empezado por las voladuras: ensanchaba fisuras y agujeros, arrancaba la roca. El agua empezó a escapar con más facilidad y en mayor cantidad. La lámina de llovizna disminuyó. Un último arco iris difuso onduló en el aire y desapareció.

Gard vio que la nave se movía al ceder la roca que la había mantenido prisionera por tanto tiempo. Fue un movimiento tan leve que quizá había sido su imaginación, pero era cierto. En aquel breve movimiento visualizó cómo se la vería cuando saliera de la tierra. Vio su sombra ondulando lentamente en el suelo al surgir hacia arriba, hacia fuera. Oyó el ultraterreno quejido del casco al rozar los huesos de la roca. Imaginó a todos los de Haven mirando en esa dirección, en tanto la nave se alzaba en el cielo, caliente y fulgurante, monstruosa moneda de plata que se alejaba poco a poco hacia el horizonte, por primera vez en milenios, flotando en el cielo sin ruido, flotando en libertad…

Y él deseaba eso: ¡Dios! Para bien o para mal, lo deseaba muchísimo.

Dio a su cabeza una enérgica sacudida, como para despejarse.

—Ven —dijo—. Echemos un vistazo.

Sin esperar a su compañero, caminó hasta la zanja para mirar hacia el fondo. Oía el rumor del agua, pero resultaba difícil ver algo. Sujetó al estribo de cuerda una de las grandes lámparas que utilizaban para trabajar por la noche y la bajó unos tres metros. Bastó con eso: si hubiese bajado tres metros más, habría quedado bajo el agua. Habían dado con un verdadero lago, sí, no era broma. La trinchera se estaba llenando rápidamente.

Al cabo de un momento, Andy se reunió con él. Su rostro era una ruina.

—¡Tanto trabajo! —exclamó.

—¿Trajiste el trampolín, Bozie? Podría tener piscina gratuita los jueves o los vier…

—¡Cállate! —aulló Andy Bozeman—. ¡Cállate! ¡Te odio!

Una histeria salvaje invadió a Gardener. Caminó hasta un tocón, tambaleándose, y allí se dejó caer, preguntándose si esa maldita cosa se habría mantenido impermeable a lo largo de tantos siglos. ¿Cuánto se pagaría por un platillo volante afectado por la humedad? Se echó a reír. Aun cuando Andy Bozeman se acercó para darle una trompada que lo echó por tierra, Jim Gardener no pudo dejar de reír.

8

Jueves, 4 de agosto

Como se hicieron las nueve menos cuarto sin que nadie apareciera, Gardener comenzó a preguntarse si habrían renunciado. Jugó con esa idea, sentado en la mecedora del porche, mientras se tocaba el bulto que Bozeman le había dejado en la mejilla.

Después de medianoche vio llegar a un grupo en el Cadillac de Archinbourg. Eran casi todos los de siempre. Otra Fiesta de Medianoche en el Granero. Gardener, incorporado sobre un codo, los había observado por la ventana de su cuarto, preguntándose quién llevaría los bocadillos para esas veladas. Eran sólo sombras agrupadas alrededor del largo capó del coche. Allí se detuvieron un momento; luego penetraron en el granero. Cuando abrieron la puerta, aquella luz de fulgor cruel brotó en un torrente que iluminó todo el patio y hasta el mismo cuarto de huéspedes con un resplandor enfermizo. Entraron. El fulgor se redujo a una gruesa barra vertical, pero no se apagó por entero: habían dejado la puerta entreabierta. Los pobladores de aquella pequeña ciudad eran ahora los más inteligentes de la Tierra, pero al parecer ni siquiera así lograban descubrir el modo de cerrar un candado desde el interior. Y no habían pensado en poner uno por dentro.

Por la mañana, sentado en el porche, Gardener miró hacia la aldea. «Tal vez cuando entran en ese cobertizo se exaltan demasiado como para pensar en cosas tan mundanas como son los candados».

Se puso una mano en la frente a modo de visera. Se acercaba una camioneta. Una vieja camioneta de leñador que le resultaba algo familiar. En la parte trasera llevaban algo cubierto con una lona que flameaba al viento. Gardener adivinó que giraría en el camino de entrada. No habían renunciado, por supuesto.

El vehículo cambió a segunda y llegó al patio frontal de Bobbi, entre resoplidos. El motor se apagó con un jadeo. El hombre que bajó, con una camiseta sin mangas, era el mismo que había transportado a Gard hasta las afueras de Haven, el 4 de julio. Gard lo reconoció de inmediato. «Café —pensó—. Me dio café con mucho azúcar. Tenía un gusto muy rico». Pero no era de Haven. ¿No había dicho que vivía en Albion?

«La cosa se expande —pensó—. Bueno, ¿y por qué no? Es como el polvillo radiactivo. Y Albion está en la dirección del viento».

—Hola —dijo el conductor de la camioneta—. ¿A que no te acuerdas de mí?

Su tono agregaba: «A mí no me jodas, viejo».

—Creo que sí —dijo Gard. El nombre apareció en su mente como por arte de magia, aun después de todo lo ocurrido: un solo mes que parecía diez años—. Freeman Moss. Me recogiste en la carretera. Yo venía a ver cómo estaba Bobbi. Pero supongo que ya lo sabrás.

—Sí.

Moss fue a la parte trasera del vehículo y comenzó a desatar nudos.

—¿Quieres ayudarme con esto?

Gardener iba a bajar del porche, pero se detuvo con una pequeña sonrisa. Primero, Tremain; después, Enders; por fin, Bozeman, con sus patéticos pantalones de poliéster amarillento.

—Cómo no —repuso—. Pero dime una cosa.

—¿Sí? —Moss dejó de tironear de las cuerdas y retiró la lona. Gardener vio lo que esperaba: un extraño conglomerado de equipo; tanques, mangueras, tres baterías de automóvil clavadas a una tabla. Una Bomba Nueva y Perfeccionada—. Si puedo…

Gardener sonrió sin mucha alegría.

—¿Me has traído una rata muerta con un cordel para hacerla girar?

9

Viernes, 5 de agosto

Haven era sobrevolada por vuelos regulares desde que se había clausurado la Base Bangor de las Fuerzas Aéreas. Si alguien hubiese desenterrado la nave en aquellos tiempos, habrían surgido problemas; por entonces, los aviones de combate pasaban cuatro y cinco veces diarias, y hacían tintinear las ventanas y hasta rompían cristales cuando superaban la barrera del sonido. Se suponía que los pilotos no debían franquearla sobre el continente americano, a menos que fuera necesario, pero casi todos tenían aún rastros del acné adolescente en las mejillas y en la frente; a veces se tornaban algo exuberantes.

Comparados con esos jets, los Mustang y los Charger que esos niños hiperdesarrollados habían estado pilotando apenas el año anterior parecían gatitos. Al cerrarse la base de Bangor quedaron sólo algunos vuelos de la Guardia Aérea Nacional, pero desviados hacia el Norte.

Después de algunas discusiones, la base fue convertida en aeropuerto comercial, con el nombre de Aeropuerto Internacional de Bangor. Algunos pensaban que era un nombre demasiado grandilocuente, si se tenía en cuenta que allí sólo aterrizaban algunos aparatos viejos y jadeantes, en viaje hacia Augusta o Portland. Pero con el correr del tiempo, el tránsito aéreo creció. Hacia 1983, el AIB se había convertido en una próspera terminal aérea. Además de atender a dos aerolíneas comerciales, también aterrizaban allí varios transportes internacionales para cargar combustible; por lo tanto, acabó por ganarse ese nombre grandilocuente.

Durante un tiempo, a principios de los años 70, aún sobrevolaban algunos aparatos comerciales los cielos de Haven. Pero los pilotos y los navegantes informaban con regularidad acerca de problemas con el radar, producidos en la zona codificada como Cuadrante G-3: un cuadrado que abarcaba la mayor parte de Haven, toda Albion y la región de China Lake. Aquella neblinosa interferencia también se detecta con regularidad sobre el Triángulo de las Bermudas. Las brújulas fallaban; a veces se producían extraños parpadeos electrónicos en el equipo.

En 1973, un Delta que iba hacia el Sur, desde el AIB hacia Boston, estuvo a punto de chocar con un jet de la TWA que había despegado de Londres e iba a Chicago. En ambos aviones, las bebidas se volcaron; una de las azafatas se quemó con café hirviendo. Sólo la tripulación supo que se habían salvado por poco. El copiloto del Delta depositó una encomienda especial en sus pantalones, rió como un histérico hasta que llegaron a Boston y, dos días después, renunció a volar.

En 1974, un vuelo charter cargado con alegres apostadores salió desde Bangor hacia Las Vegas. El Canadian Maritimes perdió potencia en un motor al sobrevolar Haven y se vio obligado a regresar a Bangor. Cuando pusieron en marcha el motor, ya en tierra, funcionó a la perfección.

En 1975 se produjo otro amago de accidente peligroso. Hacia 1979, todos los vuelos comerciales habían sido reprogramados para que no pasaran por aquella zona. Cualquier control de tránsito aéreo interrogado al respecto se habría encogido de hombros, diciendo que se trataba de un «dragón». Ésa era la palabra que se usaba. Aquí y allá había lugares de esa clase, nadie sabía el porqué. Lo más fácil era reprogramar los vuelos y olvidarse del asunto.

Hacia 1982, los controles de Augusta, Waterville y Bangor también desviaban todo el tránsito aéreo privado para que no pasara por G-3. Por lo tanto, ningún piloto había visto ese gran objeto centelleante que lanzaba destellos desde el centro exacto del cuadrante G-3, según figuraba en el mapa de las Fuerzas Aéreas.

Hasta que Peter Bailey lo vio, en la tarde del 5 de agosto.

Bailey era un piloto particular, con doscientas horas de vuelo en solitario. Pilotaba un Cessna Hawk XP; había sido el primero en decir que ese aparato le había costado unas cuantas cáscaras de banana. Era la frase que Peter Bailey usaba para referirse al dinero; le resultaba cómica. El Hawk volaba a doscientos veinticinco kilómetros por hora y tenía buena capacidad de altura: diecisiete mil pies sin agitarse. Su equipo de navegación hacía que resultara difícil perderse (la antena de navegación opcional también le había costado unas cuantas cáscaras de banana). En otras palabras, era un buen avión, que casi podía pilotarse solo. Pero eso no hacía falta cuando a los mandos iba un buen piloto como él.

Si Peter Bailey tenía una pesadilla, era la del maldito seguro. Un asalto a mano armada. Aburría hasta las lágrimas a sus compañeros de golf contándoles las ridiculeces que las compañías de seguro le imponían.

Según aseguraba con aire sombrío, tenía amigos que pilotaban, montones de ellos. Muchos tenían menos horas de vuelo que él en sus licencias de piloto, pero pagaban menos cáscaras de banana que él a los ladrones del seguro. Con algunos de ellos, Peter no habría volado aunque su esposa estuviera en Denver, con una hemorragia cerebral, y aquél fuera el único avión del mundo entero. Pero lo más humillante no era la cantidad. Lo más humillante era que él, Peter Bailey, él, un respetado neurocirujano que ganaba más de trescientas mil cáscaras de banana por año, debía aceptar una cobertura de riesgo calculado si deseaba volar. Explicaba a sus indefensos oyentes (quienes a veces deseaban con fervor haber jugado sólo los primeros nueve hoyos o, mejor aún, haberse quedado en el bar tomando una copa) que el «riesgo calculado» era la clase de cobertura que debían tomar los adolescentes y los ebrios convictos cuando conducían un automóvil. ¡Diablos! Si eso no era discriminación, ¿cómo se llamaba? Lástima que estaba tan ocupado; de lo contrario, habría iniciado un buen pleito contra las compañías de seguro. ¡Y habría ganado, por supuesto!

Muchos de los compañeros de Bailey eran abogados; la mayoría no ignoraba que un pleito así llevaba las de perder. La cobertura por riesgo calculado se efectuaba sobre la base de las tablas de actuación, y en verdad Peter era neurocirujano, y los médicos figuran como los peores pilotos particulares de todos los grupos profesionales del mundo.

Tras escapar a uno de esos cuartetos, uno de los jugadores comentó, en tanto Bailey se encaminaba hacia el bar, echando chispas:

—Con ese charlatán hijo de puta…, yo no iría siquiera en coche hasta mi casa aunque mi esposa se estuviera muriendo de una hemorragia cerebral.

Peter Bailey correspondía exactamente al tipo de piloto para el que se habían inventado las tablas de actuación. Sin duda alguna, en todo Estados Unidos hay médicos que son pilotos ejemplares. Bailey no era uno de ésos. Rápido y decidido en el quirófano, cuando tenía ante sí a un paciente con el cráneo abierto y el tejido cerebral a la vista, delicado como un bailarín con el escalpelo y el bisturí láser, era, empero, un piloto de mano ruda, que violaba constantemente las altitudes asignadas, las reglas de seguridad y sus propios planes de vuelo. Era audaz, pero sólo tenía doscientas horas de vuelo en su licencia; ningún esfuerzo de la imaginación habría permitido considerarle veterano. Su condición de riesgo calculado sólo confirmaba el viejo dicho: el piloto puede ser audaz o veterano, pero ninguno es ambas cosas a un tiempo.

Aquel día volaba solo, desde las afueras de Nueva York hacia Bangor. Allí alquilaría un coche para ir al hospital de Derry. Se le había pedido consulta en el caso del joven Hillman Brown. Como el caso era interesante y los honorarios justos (y porque le habían hablado bien de la cancha de golf de Orono), aceptó acudir.

Había tenido buen tiempo durante toda la travesía; el aire estaba en calma. Bailey disfrutaba del viaje. Como de costumbre, su hoja de vuelo estaba hecha un asco; había pasado por alto un radiofaro omnidireccional, además de decidir que otro funcionaba mal (había golpeado con el codo el dial de frecuencia); de su altitud asignada de tres mil metros, había pasado a cinco mil y bajado apenas a mil ochocientos, pese a todo lo cual, una vez más, se había salvado de matar a alguien…, bendición que su estupidez, por desgracia, le impedía apreciar.

También se apartó de su ruta de vuelo, y por ello, sobrevoló Haven, donde, de repente, saltó a su vista un gran reflejo de luz. Era como si alguien acabase de apuntar hacia él la linterna más grande del mundo.

—¿Qué diablos…?

Miró hacia abajo y vio un tentador destello de ese fulgor. Habría podido pasarlo por alto; habría podido seguir y, de ese modo, sobrevivir para luchar un día más (o tal vez para chocar con un avión de pasajeros cargado de morro a cola), pero como tenía tiempo de sobra y estaba intrigado… Ladeó el Hawk y viró en redondo.

—Pero ¿adónde…?

Refulgió otra vez, lo bastante como para grabarle una medialuna azul en los ojos. Una ondulación lumínica corrió por la cabina.

—¡Por… Dios!

Allá abajo, en un claro del bosque verdegrisáceo, había un enorme objeto plateado. Poco fue lo que vio de él antes de que desapareciera otra vez bajo el ala de babor.

A mil ochocientos metros de altura por segunda vez en el día, Bailey ladeó de nuevo el aparato. Empezaba a dolerle la cabeza; lo notó, pero lo atribuyó al entusiasmo. Su primera idea había sido que se trataba de una torre de agua, mas nadie situaría una torre de agua tan grande en el bosque.

Volvió a sobrevolar el objeto, esa vez a mil doscientos metros. Llevó al avión a la velocidad más baja que se atrevió a intentar; era mucho menor de la que un piloto más experimentado habría empleado, pero el Hawk era un buen aparato y se lo perdonó.

«Un artefacto», pensó esa vez, casi descompuesto de entusiasmo. Un artefacto en forma de platillo, sepultado, en la tierra…, ¿o algo del Gobierno? Pero si era del Gobierno, ¿cómo no lo habían cubierto con una red de camuflaje? Además, el suelo estaba excavado alrededor; desde el aire se veía con toda claridad la zanja abierta en la tierra.

Bailey decidió sobrevolarlo una vez más. ¡Pasaría bien bajo, qué joder! En ese momento, su mirada cayó sobre los indicadores y el corazón le dio un salto. La brújula giraba en grandes círculos estúpidos; los indicadores de combustible estaban en rojo. El altímetro ascendió de súbito a siete mil metros; allí se detuvo por un instante, y cayó a cero total.

El fornido motor de 195 CV tosió de un modo terrorífico. El morro descendió. El corazón de Bailey hizo otro tanto. La cabeza le palpitaba. Frente a sus desorbitados ojos, las agujas giraban, las luces pasaban de verde a rojo como semáforos pigmeos y la señal sonora de altitud, cuya supuesta misión era decir al piloto distraído: «Despierta, idiota, que estás a punto de chocar contra un gran objeto inamovible llamado Madre Tierra», se puso en marcha, aunque no debía hacerlo sino cuando la altitud descendía por debajo de los ciento cincuenta metros y la vista indicaba a Bailey que el Hawk estaba aún a mil doscientos, quizá un poco más. Miró el termómetro digital que registraba la temperatura exterior. Pasó de ocho grados a dieciséis, de allí a quince bajo cero. Se detuvo un momento, antes de marcar cincuenta y tres. Los números rojos se mantuvieron allí. Por fin, el termómetro se apagó.

—En el nombre de Dios, ¿qué está pasando aquí? —aulló Bailey.

Y quedó atónito al ver que uno de sus incisivos salía volando de la boca, rebotaba en el indicador de velocidad aerodinámica y caía al suelo.

El motor tosió otra vez.

—Mierda —susurró Bailey, ya descompuesto de miedo.

Del hueco dejado por el diente le brotaba sangre, que corría por el mentón. Una gota le salpicó la fina camisa.

Aquel objeto centelleante, semienterrado, volvió a pasar bajo sus alas.

El motor del Hawk se paró de pronto. El aparato perdió altura. Bailey olvidó todo su entrenamiento y tiró del volante con todas sus fuerzas, pero el silencioso avión no respondía. El corazón del piloto golpeaba: secamente. El Cessna descendió a mil doscientos metros…, a mil…, novecientos. Bailey buscó a tientas, como ciego, el botón rotulado ARRANQUE EMERGENCIA. La gasolina enriquecida tronó huecamente en los carburadores. La hélice dio una sacudida y volvió a detenerse. Ahora el Cessna se había deslizado hasta los setecientos metros. Sobrevoló la vieja carretera a Derry, a tan poca altura que Bailey vio el anuncio de servicios delante de la iglesia metodista.

—Hijo de puta —susurró—. Voy a morir.

Tiró del cebador a fondo y oprimió otra vez el arranque de emergencia. El motor tosió, funcionó, por un momento y empezó a tartamudear.

—¡No! —aulló Bailey.

Un ojo se le reventó y se llenó de sangre, que formó una fina lámina en la mejilla izquierda. En su pánico, el piloto ni siquiera se dio cuenta. Volvió a operar el cebador.

—¡No, no te pares, avión de mierda!

El motor rugió; la hélice giró hacia la invisibilidad, con una cuña de sol en su centro. Bailey tiró del volante. El sobrecargado Hawk perdió altura de nuevo.

—¡Avión de mierda! ¡Avión de mierda! —aulló. Ya tenía el ojo izquierdo lleno de sangre; cobró alguna conciencia de que el mundo parecía haber tomado un tono rosado, extraño, pero de haber tenido tiempo o ganas de pensar en eso, lo habría atribuido a la ira provocada por esa situación tan idiota.

Soltó el volante. El Hawk, al permitírsele ascender en un ángulo casi cuerdo, empezó a hacer su trabajo otra vez. Sobrevoló Haven y Bailey notó que la gente lo miraba. Estaba tan bajo que alguien podía tomar su número de registro, si así lo deseaba.

«¡Está bien! —pensó, sombrío—. Está bien, anótenlo, porque cuando termine con la fábrica Cessna, hasta el último de los accionistas estará en paños menores. Voy a entablar un pleito contra esos negligentes hijos de puta hasta sacarles la última cáscara de banana que tengan».

El Hawk comenzó a elevarse poco a poco; su motor funcionaba con dulce sonido. La cabeza de Bailey trataba de separarse de sus hombros, pero de pronto se le ocurrió una idea: una idea de ramificaciones tan asombrosas, de simplicidad tan alelante, que su mente olvidó todo lo demás. Acababa de comprender, nada menos, la base fisiológica de la bicameralidad del cerebro humano. Eso lo llevó a la instantánea captación de la memoria racial, no como neblinoso concepto jungiano, sino como función del ADN recombinante y de la impresión biológica. Y con esto adquirió la comprensión de lo que significaba en realidad la capacidad generadora del corpus callosum en los períodos de actividad incrementada de las glándulas sin conducto, que había desconcertado durante treinta años a los estudiosos del cerebro humano.

Peter Bailey comprendió de súbito que el viaje en el tiempo, el verdadero viaje en el tiempo, se hallaba al alcance de su mano.

En ese mismo instante, una gran parte de su propio cerebro estalló.

En su cabeza se encendió una luz blanca, copia exacta del reflejo que le había guiñado el ojo desde aquel objeto sepultado en el bosque.

Si hubiese caído hacia adelante, empujando el volante, el pueblo de Haven se habría encontrado con otro desastre a resolver. Pero lo hizo hacia atrás, con la cabeza entre bamboleos y la sangre que le salía por los oídos. Clavó los ojos en el techo de la cabina, con una expresión de enorme y definitiva sorpresa pintada en el rostro.

Si hubiese conectado el piloto automático, casi con seguridad el Cessna habría continuado su sereno vuelo hasta quedarse sin combustible. Las condiciones climatológicas eran óptimas; esas cosas ocurren de vez en cuando. Sin el piloto automático, el avión continuó su vuelo casi en línea recta, a mil seiscientos metros, durante unos cinco minutos, mientras la radio chillaba al neurocirujano muerto, diciéndole que tomara de inmediato la altitud asignada.

Sobre Derry, una corriente de aire puso al avión en un suave ladeo. Describió un largo arco hacia Newport, hasta que el ladeo se hizo más pronunciado y se convirtió en una espiral, y la espiral, en barrena.

Un niño que pescaba desde un puente de la carretera Siete levantó la vista y vio caer un avión, girando como un taladro. Boquiabierto, lo vio estrellarse en el sembrado norte de Ezra Dockery y estallar en una columna de fuego.

—¡Mi madre! —gritó el niño.

Dejó caer la caña y corrió hasta la estación de servicio para avisar a los bomberos. Poco después de su partida, un pez se llevó la lombriz y tiró la caña al agua. El chico no volvió a encontrarla, pero en la excitación de combatir el incendio de los pastos y sacar al asado piloto de entre los restos, apenas se dio cuenta.

10

Sábado, 6 de agosto

Newt y Dick estaban sentados en el Minutas Haven, con el periódico entre ambos. La primera plana era otro estallido de hostilidades en Oriente Medio, pero lo que más les interesaba estaba al pie de página. Neurocirujano fallece en accidente de aviación, decía el título, acompañando una foto del avión. Nada quedaba reconocible del bello Cessna Hawk, salvo la cola.

Habían apartado el desayuno casi intacto. Muerto Beach, la que cocinaba era Molly Fenderson, su sobrina. Molly era una chica muy simpática, pero sus huevos fritos parecían culos asados. Dick nunca había comido un culo, asado o de otro modo, pero era seguro que tendrían ese gusto.

«—A lo mejor sí», pensó Newt.

Dick lo miró, enarcando las cejas.

«—En las salchichas meten cualquier porquería. Al menos, eso he leído».

A Dick se le revolvió el estómago. Dijo a Newt que cerrara su sucia boca.

Newt hizo una pausa. Después dijo:

«—Cuando ese idiota pasó casi rozando Haven, debieron de verle veinte o treinta personas».

«—¿Todas de la ciudad?», preguntó Dick.

«—Sí».

«—Entonces no tenemos problema alguno, ¿verdad?»

«—No, creo que no». Newt sorbió su café. «—Al menos, mientras no vuelva a suceder».

Dick meneó la cabeza.

«—No tiene por qué pasar otra vez. El diario dice que venía fuera de ruta».

«—Sí. Eso dice. ¿Estás listo?»

«—Claro».

Se marcharon sin pagar. El dinero había dejado de ser interesante para los de Haven. En el sótano de Dick Allison había varias cajas de cartón grandes, llenas de dinero: billetes de veinte dólares, de diez y de uno, en su mayor parte. Haven era una población pequeña. Cuando alguien necesitaba efectivo para algo, bajaba a ese sótano y cogía lo preciso. La casa estaba sin llave. Además de las máquinas de escribir telepáticas y de los calentadores potenciados por moléculas de desintegración, Haven había descubierto una forma de colectivismo casi perfecta.

Desde la acera, frente al Minutas, miraron hacia el ayuntamiento. La torre de ladrillos titilaba, inestable. Ora estaba allí, tan sólida como el Taj Mahal (si no tan bella), ora dejaba sólo el cielo azul por encima de las melladas ruinas de su base. Su larga sombra matinal vacilaba como la sombra de una cortina sacudida por un viento intermitente. Newt descubrió que, a veces, la sombra de la torre estaba allí cuando la torre en sí desaparecía, algo bastante perturbador.

«¡Caramba! Si sigo mirando esa porquería me voy a volver loco», se dijo.

Newt preguntó si alguien se estaba ocupando del deterioro.

«—Tommy Jacklin y Hester Brookline han tenido que viajar a Derry —dijo Dick—. Habrán de ir a cinco estaciones de servicio y a los dos vendedores de repuestos para automóviles. Los envié con casi setecientos dólares y les dije que trajeran veinte baterías para coche, si podían. Pero tienen que comprarlas en distintos lugares. En algunas de las poblaciones vecinas, la gente piensa que en Haven nos hemos vuelto locos por las baterías y las pilas».

«—¿Tommy Jacklin y Hester Brookline? —preguntó Newt, dubitativo—. ¡Pero si son criaturas! ¿Tommy tiene carnet de conducir, Dick?»

«—No —reconoció Dick, a desgana—. Pero tiene quince años y un permiso; es prudente para conducir. Además, es corpulento. Parece mayor. Nada ocurrirá».

«—¡Qué peligro, por Dios!»

«—Sí, pero…»

Se comunicaban en pensamientos formados más por imágenes que por palabras; cada vez era más frecuente en Haven, según la gente de la ciudad iba aprendiendo ese extraño lenguaje nuevo de la comunicación mental.

Pese a todos sus reparos, Newt comprendía el problema básico por el que Dick había enviado a un par de adolescentes a Derry con la camioneta de Fannins. Necesitaban esas baterías con urgencia, pero a los habitantes de Haven les resultaba cada vez más difícil abandonar la ciudad. Los viejos como Dave Rutledge y John Harley habrían muerto (y tal vez estarían pudriéndose) antes de llegar a las afueras de Derry. Los hombres más jóvenes, como Newt y Dick, habrían resistido un poco más, pero también habrían perecido…, y era probable que entre grandes tormentos, debido a los cambios físicos iniciados en el granero de Bobbi. No era sorprendente que Hilly Brown estuviera en estado de coma, aunque se lo habían llevado cuando las cosas apenas empezaban a ponerse en marcha. Tommy Jacklin tenía quince años; Hester Brookline, trece bien desarrollados. Por lo menos contaban con la juventud para ir y volver sin el equivalente de un traje espacial para protegerse de una atmósfera que ahora les era hostil. Aun cuando hubiesen dispuesto de un equipo así, no habrían podido usarlo; dos personas vestidas con trajes espaciales no podían presentarse en un negocio de repuestos de automóviles sin provocar unas cuantas preguntas.

«—No me gusta», dijo Newt, por fin.

«—A mí, tampoco, no te jode —replicó Dick—. No voy a respirar tranquilo mientras no vuelvan. He dicho al viejo doctor Warwick que los espere estacionado junto al límite entre Haven y Troy, para que los atienda en cuanto lleguen».

(Si llegan.)

«—Eso, sí. Creo que llegarán, pero sufriendo».

«—¿Qué clase de problemas esperas?»

Dick sacudió la cabeza. No lo sabía. El doctor Warwick se negaba incluso a hacer suposiciones. Sólo había preguntado a Dick, con irritada voz mental, qué opinaba él que podía pasarle a un salmón si decidía remontar la corriente en bicicleta a la hora de desovar, en vez de hacerlo a nado.

«—Bueno…», dijo Newt, dubitativo.

«—Bueno nada —replicó Dick—. No podemos dejar eso —señaló con la cabeza la oscilante torre del reloj—, así como está».

«—Ya casi hemos llegado a la escotilla —replicó Newt—. Creo que podríamos dejar así la torre».

«—Tal vez sí, tal vez no. De cualquier modo, sabes que necesitamos baterías para otras cosas. Y hay que seguir teniendo cuidado. También lo sabes».

«—¿A la gitana quieres enseñarle a tirar las cartas, Dick?»

«—Vet…»

«Vete a la mierda», era lo que Newt estaba por decir. Pero se contuvo, aunque, día a día, Dick Allison le caía peor. En verdad, toda Haven funcionaba ahora a base de pilas y baterías, como los automóviles de juguete. Cada vez necesitaban más y de mayor tamaño. Pedirlas por correo, además de ser muy lento, alertaría a alguien. Uno nunca sabe lo que puede ocurrir.

En resumen, Newt Berringer era un hombre preocupado. Habían sobrevivido al avión estrellado. Si a Tommy y a Hester les ocurría algo, ¿sobrevivirían otra vez?

Lo ignoraba. Sólo sabía que no tendría paz mientras los chicos no volvieran a Haven, que era donde debían estar.

11

Domingo, 7 de agosto

Gardener se encontraba ante la nave; la miraba y trataba de decidir (una vez más) si de todo aquello resultaría algo bueno…, y de no ser así, cuál era la salida, si la había. Dos días antes había oído el vuelo del avión desde la casa. Tres pasadas: dos de más; Gard estaba casi seguro de que el piloto había visto la nave y la excavación. Esa seguridad le permitió un extraño y amargo alivio. Pero después leyó el artículo en el periódico. El pobre doctor Bailey se había salido de su curso y ese resto de la armada espacial de Ming el Implacable le había arruinado el aparato.

¿Eso convertía a Jim Gardener en cómplice de homicidio? Tal vez. Y a Gard, aunque fuese un mataesposas, no le gustaba la idea.

Esa mañana, Freeman Moss, el agrio leñador de Albion, no se presentó; Gard supuso que la nave le había hecho saltar los fusibles, como a sus predecesores. Estaba solo por primera vez desde la desaparición de Bobbi. En la superficie, eso parecía despejar las cosas. Pero cuando se paraba a pensar, el antiguo dilema seguía en pie.

Si el artículo sobre el avión estrellado le había hecho daño, en su opinión, era peor todavía el artículo de primera plana, el que Newt y Dick no habían leído. Oriente Medio estaba a punto de estallar de nuevo. Y esta vez, si había disparos, bien podrían ser nucleares. La Unión de Científicos Atribulados, esos alegres fulanos que manejaban el Reloj Negro, había adelantado las manecillas a dos minutos de la medianoche nuclear, según anunciaba el periódico. Tal vez la nave podría desactivar todo aquello, pero… ¿era lo que deseaban Freeman Moss, Kyle Archinbourg, Bozie y el resto? A veces Gard sentía la horrible seguridad de que nada importaba menos al Haven Nuevo y Perfeccionado que enfriar el barril de pólvora sobre el que se asentaba el planeta. ¿Y entonces?

No lo sabía. A veces, eso de ser nulo en telepatía resultaba un incordio.

Sus ojos se dirigieron a la máquina de bombeo aplastada en el barro, en la orilla de la zanja. Hasta entonces, el trabajo había sido cuestión de polvo, tierra, rocas y tocones que se negaban a salir hasta que uno estaba medio loco de frustración. Ahora era trabajo mojado, muy mojado. Las dos últimas noches había vuelto a la casa con arcilla seca en el cabello, entre los dedos de los pies y en la raja del trasero. Si el barro resultaba desagradable, la arcilla era peor. Porque la arcilla se pegaba.

El equipo de bombeo era un conglomerado feo y extraño, pero funcionaba. También pesaba toneladas, pero el silencioso Freeman Moss lo había transportado él solo desde el patio de Bobbi. El traslado le había llevado casi todo el jueves y unas quinientas pilas; pero un equipo de construcción habría tardado una semana por lo menos en conseguirlo.

Moss había utilizado un artefacto similar a un detector de metales para guiar a cada componente hasta su sitio definitivo: primero lo sacaba de la camioneta; después, lo pasaba a través de la huerta, y, por fin, a lo largo del transitado sendero, hasta la excavación. Los componentes flotaban en el cálido aire del verano, con la sombra al lado, como un charco. Moss llevaba en una mano aquel artefacto que antes había sido un detector de metales y en la otra algo así como un radiotransmisor portátil. Cuando levantaba la antena curva del radiotransmisor y movía el disco del detector, el motor o la bomba se elevaba. Si lo movía hacia la izquierda, la pieza se deslizaba hacia la izquierda. Gard, que observaba todo aquello con el aturdimiento de un ebrio consuetudinario (y nadie ve tantas cosas extrañas como ellos) lo comparó con un adiestrador de animales que condujera sus elefantes mecánicos por el bosque, hasta el sitio donde se erigía algún circo inimaginable.

Gardener había visto el laborioso traslado de varios equipos pesados y sabía que ese artefacto podía revolucionar las técnicas de construcción. Esos objetos estaban fuera de su conocimiento práctico, pero calculaba que aquel sencillo aparato, utilizado por Moss con tanta distraída facilidad, reduciría en un veinticinco por ciento, o más, el costo de un proyecto como el de la presa de Asuán.

En un aspecto, por lo menos, se parecía al espejismo mantenido en el ayuntamiento: requería mucha energía.

—Toma —dijo Moss; y pasó una pesada mochila a Gard—. Ponte esto.

Gard se calzó las correas en los hombros, haciendo una mueca. Moss, al verlo, sonrió un poco.

—Se hará más liviana en el transcurso del día. No te preocupes por eso.

Y enchufó un auricular al control de la radio; después se lo puso en el oído.

—¿Qué hay en la mochila? —preguntó Gardener.

—Pilas. Vamos.

Moss pareció escuchar; después, con un gesto de asentimiento, apuntó la antena curva hacia el primer motor, que se elevó en el aire y quedó suspendido. Con el control en una mano y el detector de metales modificado en la otra, Moss anduvo hacia el motor. A cada paso que él daba, el bulto retrocedía una distancia similar. Gard cerraba la marcha.

Moss llevó de esa manera el motor entre la casa y el granero, haciéndolo rodear el Tomcat; después, a través de la huerta. Aunque a fuerza de pasar habían abierto un ancho sendero, las plantas, a ambos lados, seguían creciendo en desmañado esplendor. De los girasoles, algunos medían ya tres metros y medio de altura. Gardener, al verlos, se acordaba de El día de los trífidos. Una noche, alrededor de una semana antes, despertó de una terrible pesadilla en que los girasoles de la huerta sacaban las raíces del suelo para echar a caminar; en el centro de sus corolas brillaba una luz espectral, que caía al suelo como el rayo de una linterna provista de un cristal verde.

En el jardín, los pepinos eran tan grandes como torpedos de submarinos, los tomates del tamaño de pelotas de balonmano y las plantas de maíz tan altas como los mismos girasoles. Gardener, por curiosidad, cortó una mazorca de maíz; medía más de medio metro; si hubiese sido comestible, habría alimentado a dos hombres hambrientos. Pero Gard escupió los granos arrancados en la primera mordida, con una mueca de asco. Tenía un gusto horrible, carnoso. La huerta de Bobbi estaba llena de plantas enormes, pero imposibles de comer, quizá venenosas.

El motor cruzó delante de ellos, por encima del sendero, mientras los tallos de maíz susurraban a cada lado. Gardener vio manchas de grasa y aceite de motor en algunas de las militantes hojas verdes parecidas a espadas. Al otro lado de la huerta, el motor empezó a descender. Moss bajó la antena y lo dejó posarse en tierra con un golpe suave.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gardener.

Moss se limitó a gruñir y sacó una moneda del bolsillo. La clavó en la base del control, la hizo girar y extrajo seis Duracell doble A del compartimiento de pilas. Indiferente, las dejó caer al suelo.

—Dame otras —dijo.

Gardener descargó la mochila, la abrió y se encontró dentro con algo así como cien millones de pilas. Era como si alguien hubiese tenido suerte con la máquina tragaperras, pero con una que pagara en pilas y no en dólares.

—¡Caray!

—Dame seis de esas porquerías.

Por una vez, Gardener no encontró comentario sagaz que hacer. Entregó seis pilas a Moss, que las colocó en el compartimiento, cerró el artefacto y volvió a ponerse el auricular en la oreja.

—Vamos —dijo.

Doce metros más allá hubo otro cambio de pilas. A los veinte metros, otro. El motor requirió menos energía para ir colina abajo, pero cuando Moss lo depositó al borde de la zanja había consumido cuarenta y dos pilas.

Ida y vuelta, ida y vuelta, una a una fueron llevando todas las piezas de la bomba, desde la camioneta de Freeman Moss hasta el borde de la zanja. La mochila de Gardener se tornaba cada vez más liviana.

En el cuarto viaje, Gard preguntó si podía probar. A unos cien metros de la excavación se veía una gran bomba industrial, que tal vez hubiese servido para vaciar cámaras sépticas tapadas. Moss estaba cambiando pilas, una vez más; el sendero aparecía sembrado de pilas agotadas, y Gard pensó con extraña nostalgia en el chico de la playa de Arcadia. El de los cohetes. Aquél cuya madre había dejado de beber… y de hacer cualquier otra cosa. El que sabía de los Tommyknockers.

—Bueno, puedes probar —dijo Moss, y le pasó el artefacto—. Me vendría bien un poco de ayuda, lo reconozco, Llevar todo esto le cansa a uno. —Al ver la expresión de Gard, agregó—: Oh, sí, parte de esto lo hago yo. Para eso es el auricular. Puedes probar si quieres, aunque no creo que tengas mucha suerte. No eres como nosotros.

—Ya me he dado cuenta. Yo no tendré que hacerme una dentadura postiza cuando todo esto termine.

Moss lo miró con acritud, sin decir nada.

Gard usó el pañuelo para limpiar la capa de cera parda que Moss había dejado en el auricular y se lo puso en la oreja. Oyó un ruido distante, como el que se percibe cuando acercamos una caracola al oído. Apuntó la antena hacia la bomba, como Moss hacía, y la movió con cuidado hacia arriba. El suave rumor marino que percibía en su oído cambió. La bomba se movió un poquito. Pero un momento después ocurrieron dos cosas: de la nariz le brotó un chorro de sangre caliente y la cabeza se le llenó con una voz aturdidora: ¡ALFOMBRE SU LIVING O TODA SU CASA POR MENOS DINERO!, aulló un locutor de radio, que parecía sentado en medio de la cabeza de Gard, hablando a gritos por un altavoz eléctrico. ¡Y TENEMOS UNA AMPLIA VARIEDAD DE ALFOMBRILLAS RECIÉN RECIBIDAS! EL ÚLTIMO PEDIDO SE VENDIÓ COMO PAN CALIENTE, ASÍ QUE

—¡Oh, por Dios, cállate! —gritó Gardener. Dejó caer el aparato y se llevó las manos a la cabeza. Al hacerlo se quitó el auricular, con lo que el estridente locutor cesó. Quedó con una hemorragia nasal y la cabeza resonando como una campana.

Freeman Moss, al que la sorpresa había sacado de su actitud taciturna, lo miró con los ojos muy abiertos.

—Por Dios, ¿qué fue eso?

—Eso era WZON, sólo rock and roll porque así le gusta a usted. ¿Te molesta si me siento un ratito, Moss? Creo que me he meado.

—Y te sangra la nariz.

—Cierto, Sherlock —dijo Gardener.

—Mejor dame ese artefacto.

Gard se lo devolvió de muy buena gana. Tardaron el resto del día en llevar todo el equipo hasta la zanja. Cuando terminaron, Moss estaba tan cansado que Gardener tuvo que llevarle casi en vilo hasta la camioneta.

—Es como si acabase de cortar dos metros de leña y hubiera cagado hasta los sesos mientras tanto —jadeó el viejo.

Después de eso, Gard supuso que Moss no volvería. Pero al día siguiente lo vio aparecer, a las siete en punto, en un Pontiac maltratado. Bajó balanceando un baldecito de vianda contra la pierna.

—Vamos; manos a la obra.

Gard respetaba a Moss más que a todos los otros «colaboradores» juntos. En realidad, le caía simpático.

Moss le echó una mirada mientras caminaban hacia la nave, con el rocío de esa mañana de viernes mojándoles los pantalones.

—Eso lo he captado —gruñó—. Tú también eres simpático, creo.

Eso fue casi todo lo que el señor Freeman Moss dijo durante la jornada.

Metieron varias mangueras en la zanja y conectaron otras para enviar el agua bombeada colina abajo, por una pendiente que descendía por el sudeste de los terrenos de Bobbi. Eran grandes rollos de goma, confiscados al cuerpo de bomberos voluntarios, con toda seguridad.

—Sí, algunos son de allí, otros de otra parte —dijo Moss.

Y no adelantó más explicaciones sobre el tema.

Antes de poner en marcha las bombas, hizo que Gardener colocara varias grapas en U sobre las mangueras de desagüe.

—Para que no anden volando por ahí, manando agua por todas partes. Si has visto una manguera de bombero desmandada, sabrás que pueden lastimar a cualquiera. Y no tenemos tanta gente disponible como para que se pasen aquí el día, sujetando un montón de mangueras meonas.

—Parece que los voluntarios no vienen a formar cola, ¿eh?

Freeman Moss lo miró en silencio, sin decir nada por un momento.

—Clava bien esas grapas. Tendremos que parar con frecuencia para volver a clavarlas. Se aflojarán.

—¿No es posible controlar el caudal para que no haya tanto aflojamiento? —preguntó Gardener.

Moss puso los ojos en blanco, impaciente ante tanta ignorancia.

—Claro —respondió—, pero en ese agujero hay un montón de agua y quiero terminar antes del Juicio Final, si no te importa.

Gardener mostró la palma de las manos, medio riendo.

—Bueno, era sólo una pregunta. Paz.

El hombre se limitó a gruñir, en su inimitable estilo Freeman Moss.

Hacia las nueve y media, el agua corría colina abajo, lejos de la nave, en una gran proporción. Era fría, clara y dulce como la mejor (y eso significa en verdad dulce, como puede atestiguar quien tenga un buen pozo). Hacia mediodía habían creado un nuevo arroyo: medía casi dos metros de ancho y era de poca profundidad, pero de corriente poderosa; arrastraba agujas de pino, humus y pequeños arbustos. Para los hombres no había mucho que hacer, salvo sentarse a vigilar que ninguna de las gordas y tensas mangueras se liberara y echara a volar en derredor. Moss iba cerrando con regularidad las bombas, por turnos, para clavar las grapas que se soltaban o pasarlas a otro sitio, si la tierra se aflojaba.

A las tres de la tarde, el arroyo arrastraba ya matorrales de mayor tamaño. Poco antes de las cinco, Gardener oyó el tronar de un respetable árbol que caía. Se levantó y estiró el cuello, pero había caído demasiado lejos para verlo.

—Por el ruido parecía un pino —dijo Moss.

Entonces fue Gardener quien se volvió a mirarle sin decir nada.

—Puede haber sido una pícea —agregó Moss.

Y aunque su rostro permanecía serio, Gard notó que lo había pronunciado pis-cea, como si hiciera un chiste. Un chiste muy leve, pero chiste al fin.

—¿Te parece que esta agua estará llegando a la carretera?

—Oh, creo que sí.

—¿Y no la inundará?

—No. Los del Ayuntamiento están poniendo una alcantarilla nueva, bien grande. Tendrán que desviar el tráfico un par de días mientras levantan el pavimento, pero ya no hay tanto movimiento como antes en esa ruta.

—Me he dado cuenta —observó Gard.

—Y me alegro, sí. Los veraneantes son siempre un incordio. Mira, Gardener, cortaré el flujo en estas bombas de abajo, pero seguirán manando unos treinta o treinta y cinco litros por minuto durante la noche. Si dejamos cuatro bombas trabajando, son algo más de siete mil litros por hora, durante toda la noche. No está mal para ser automático. Vamos. Tu nave es muy bonita, pero me altera la presión. Si me invitas, me tomaré una cerveza antes de volverme a casa con la patrona.

Moss volvió a aparecer el sábado, con su viejo Pontiac, y puso de inmediato las bombas a plena capacidad: setenta litros por minuto cada una, dieciséis mil ochocientos litros por hora.

Y en la mañana del domingo, Freeman Moss brilló por su ausencia. Por fin había renunciado como los otros, dejando a Gardener ante las alternativas de siempre.

Primera alternativa: trabajar.

Segunda alternativa: huir como alma que lleva el diablo. Ya había llegado a la conclusión de que si Bobbi moría, él sufriría un accidente fatal poco después. Podría tardar hasta media hora en sufrirlo. Si decidía huir, ¿lo sabrían ellos de antemano? Gard creía que no. Todavía jugaba al póquer con sus vecinos a la manera antigua: con las cartas boca abajo. Y a propósito: ¿hasta dónde tendría que huir para verse fuera del alcance de los habitantes de Haven y de sus artefactos al estilo de Buck Rogers?

En realidad, Gard no pensaba que fuese necesario llegar tan lejos. Derry, Bangor, hasta Augusta… estarían demasiado cerca quizá. ¿Portland? Tal vez. Probablemente. Por lo que él llamaba Analogía del Cigarrillo.

Cuando un niño empezaba a fumar, tenía suerte si llegaba a la mitad de un cigarrillo sin echar hasta las tripas o marearse. A los seis meses de experiencia, fumaría entre cinco y diez cigarrillos por día. Demos al chico tres años y tendremos un candidato al cáncer de pulmón, de dos cajetillas y media diarias.

Pero invirtamos la cuestión. Digamos a un chico que acaba de fumar su primer cigarrillo y anda por ahí, el rostro verde y con náuseas, que no puede fumar más; es probable que caiga de rodillas para besarnos los pies. Si lo cogemos cuando fuma de cinco a diez cigarrillos diarios, tal vez no le importe dejarlo…, aunque aun a ese nivel del hábito tal vez acabe comiendo demasiadas golosinas y sintiendo la necesidad de fumar cuando está aburrido o nervioso.

Oh, pero miremos al veterano. Digámosle que debe acabar con esa porquería, y se aferrará el pecho como si tuviese un ataque al corazón…, pero sólo estará protegiendo el paquete que lleva en el bolsillo de la camisa. Gardener sabía, merced a sus esfuerzos más o menos efectivos por dejar o disminuir el vicio, que fumar es una adicción física. En la primera semana de privación, los fumadores sufren temblores, dolores de cabeza y espasmos musculares. El médico puede recetar vitamina B12 para calmar lo peor de esos síntomas, pero sabe que ninguna píldora combatirá la sensación de pérdida y la depresión de los seis primeros meses, que empiezan en el instante en que el fumador aplasta su última colilla e inicia el solitario viaje para salir del vicio.

«Y Haven es como un cuarto lleno de humo —pensó Gardener, mientras ponía las bombas a toda potencia—. Al principio se descomponían, eran como un montón de chicos aprendiendo a fumar detrás del granero. Pero ahora el aire del cuarto les gusta, ¿y por qué no? Son fumadores empedernidos. Se encuentra en el aire que respiran, y sólo Dios sabe qué cambios fisiológicos se están produciendo en el cerebro y en el cuerpo de esa gente. Las secciones de pulmón muestran formaciones celulares alteradas en el tejido pulmonar de quienes llevan sólo dieciocho meses fumando. La incidencia de tumores cerebrales es muy alta en las ciudades en que se realizan trabajos altamente contaminantes o (Dios nos ampare) donde hay reactores nucleares. ¿Qué estará haciendo “esto” con ellos?»

No lo sabía. No había observado cambios superficiales, excepto la pérdida de los dientes y una irritación creciente. Pero no creía que lo persiguieran muy lejos si huía. Tal vez comenzaran a correr tras él con el fervor de un sheriff en una película de vaqueros, pero perderían muy pronto el interés…, en cuanto experimentaran los síntomas de la privación.

Puso las cuatro bombas a toda potencia y el arroyo se convirtió en un verdadero río, casi de inmediato. Luego inició la jornada revisando las grapas que sujetaban las mangueras.

Si conseguía escapar, sus posibilidades eran dos: mantener la boca cerrada o dar la alarma. Sabía que, por varias razones, lo más probable era que se mantuviera callado. Y eso significaba retirarse del asunto: borrar el último mes de duro trabajo, borrar cualquier posibilidad de cambiar de un plumazo el curso suicida de la política mundial y, sobre todo, borrar a Bobbie Anderson, su buena amiga y digna amante, que llevaba ausente casi dos semanas ya.

Tercera alternativa: deshacerse de eso. Hacerlo volar, destruirlo. Reducirlo a otro rumor vago, como el de los supuestos alienígenas del Hangar 18.

Pese a su furia sorda por la demencia de la energía nuclear y los cerdos tecnócratas que la habían creado, la apoyaban y se negaban a ver sus peligros, incluso tras lo ocurrido con Chernobyl; pese a su depresión ante la radiofoto de AP, donde se veía a los científicos adelantando el Reloj Negro a dos minutos antes de medianoche, reconocía la posibilidad de que lo mejor sería destruir la nave. La oxidación de lo que impregnaba la superficie de su casco (deliberadamente, de eso no le cabía duda) había creado una cornucopia de artefactos deslumbrante en la zona. Sólo Dios sabía qué maravillas contendría su interior. Pero había también otras cosas, ¿verdad? El neurocirujano en el avión estrellado, el anciano y el policía corpulento; tal vez la delegada policial, la señora McCausland; quizá aquellos otros dos policías estatales que habían desaparecido, y hasta el chico Brown. ¿Cuántas de esas cosas serían depositadas ante la puerta del objeto que estaba mirando, aquel objeto que sobresalía de la tierra como el hocico de la mayor ballena blanca jamás soñada? ¿Algunas? ¿Todas? ¿Ninguna?

Gardener estaba seguro de una cosa: lo último, no.

Que la nave enterrada era una fuente de creación resultaba innegable…, pero también era el navío accidentado de una especie incognoscible, que había llegado de algún lejano lugar de la negrura; criaturas cuyas mentes serían tan diferentes de las humanas como las humanas lo eran de las mentes arácnidas. Se trataba de un artefacto maravilloso, inverosímil, que relumbraba al sol de esa mañana de domingo…, pero también era una casa embrujada, cuyos demonios aún podían caminar entre las paredes y en sitios huecos. A veces, al levantar la vista, sentía que la garganta se le llenaba de extrañezas, como ante la vista de ojos inexpresivos que lo miraran desde la tierra.

Pero deshacerse de ella…, ¿cómo? ¿De qué forma conseguiría que estallara? Aun suponiendo que deseara hacerlo, ¿cómo lo conseguiría? Los explosivos utilizados para hacer volar el lecho de roca, que sujetaba la nave eran más poderosos que la dinamita, pero ni siquiera habían arañado el casco. ¿Qué hacer? ¿Correr hasta la base de las Fuerzas Aéreas y robar una bomba atómica, avanzando con el increíble sigilo de Dirk Pitt en una novela de Clive Cussler? Y sería divertido, sería lo último, si después de robar una bomba y hacerla estallar, descubriera que sólo había conseguido liberar de un golpe la nave, misteriosamente indemne, sin un rasguño.

Ésas eran sus opciones, la tercera de las cuales ni siquiera podía ser tomada en cuenta. Y al parecer sus manos sabían más que su cerebro, porque mientras todo eso daba vueltas en su mente por enésima vez, habían realizado el trabajo de esa mañana: llevar las bombas a toda su potencia y asegurarse de que las mangueras de desagüe siguieran sujetas. Ahora estaba otra vez ante la zanja, y revisaba las mangueras de absorción y el nivel del agua. Le alegró descubrir que necesitaba una linterna potente para ver la superficie. Descendía con rapidez. Calculó que las voladuras y las excavaciones podrían reiniciarse el miércoles; el jueves, como muy tarde. Y una vez que se reanudaran, el trabajo iría deprisa. La roca acuífera era esponjosa y de poros grandes. No haría falta perder tiempo excavando agujeros para colocar los explosivos, pues había hoyos naturales, no sólo para las radios explosivas, sino para mochilas enteras de cargas. La fase siguiente sería como pasar de una pasta densa y pegajosa a una masa recién amasada con levadura.

Gard estuvo algún tiempo inclinado sobre la zanja, iluminando las negras profundidades. Por fin apagó la linterna, con intención de inspeccionar las grapas de nuevo. Caramba, apenas eran las ocho y media y ya deseaba tomar algo.

Giró en redondo.

Allí estaba Bobbi, de pie.

Gardener se quedó atónito. Cerró la boca de repente al cabo de un momento y echó a andar hacia ella; suponía que su alucinación se tornaría transparente y desaparecería por completo. Pero Bobbi siguió allí, sólida, y Gard notó que había perdido gran cantidad de cabello. Su frente, pálida y brillante por lo blanca, se extendía casi hasta el centro de la coronilla, dejando en el centro el pico de viuda más grande del mundo. Y esas partes expuestas de su cráneo no eran lo único pálido en ella. Parecía haber pasado por una enfermedad terrible y debilitante. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Y…

«… y se ha maquillado; se ha puesto una base oscura. Estoy seguro de que es eso; se ha puesto una capa espesa, como hacen las mujeres que quieren disimular un cardenal. Pero es ella… Bobbi…, no es un sueño».

De pronto, los ojos se le llenaron de lágrimas. Bobbi se duplicó. Sólo entonces, sólo en ese momento, comprendió cuánto miedo había sentido esos días. Cuánta soledad.

—¿Bobbi? —preguntó, ronco—. ¿Eres tú de verdad?

Ella sonrió. Era su antigua, su dulce sonrisa, la que él conocía tanto, la que lo había salvado tantas veces de su propia idiotez. Era Bobbi y él la amaba.

Se acercó para abrazarle. Apoyó el rostro cansado contra el cuello. Otras veces había hecho lo mismo.

—Hola, Gard —dijo ella, y se echó a llorar.

Él también lloraba. La besó. La besó. La besó.

De súbito, sus manos la recorrieron por entero; ella hacía lo mismo con la mano sana.

«—No —dijo besándola aún—. No, no puedes…»

«—Calla. Tengo que hacerlo. Es mi última oportunidad, Gard. Nuestra última oportunidad».

Se besaron. Se besaron. Oh, sí, se besaron y ahora ella tenía la camisa desabrochada y ése no era el cuerpo de una diosa del sexo sino algo blanco y enfermizo, de músculos flojos y senos caídos pero él lo amaba y la besó, la besó, y cada uno cubrió de lágrimas el rostro del otro.

«—Gard querido, mi querido, siempre mi…»

«—Chist».

«—Oh por favor te amo».

«—Bobbi te amo»

«—amo»

«—bésame»

«—besa»

«—sí».

Agujas de pino bajo ellos. Dulzura. Las lágrimas de Bobbi. Las lágrimas de él. Se besaron, besaron, besaron. Y al poseerla, Gard notó dos cosas al mismo tiempo: lo mucho que la había echado de menos y que no cantaba un solo pájaro. El bosque estaba muerto.

Se besaron.

12

Gard usó su camisa, que de cualquier modo no estaba muy limpia, para quitarse las manchas de maquillaje oscuro del cuerpo desnudo. Ella no se lo había aplicado sólo al rostro. ¿Acaso se había acercado esperando hacer el amor con él? Quizá era preferible no pensar en eso. Al menos, por el momento.

Ambos habrían debido ser toda la cena de Navidad para los mosquitos y los tábanos, cubiertos de sudor como estaban, pero Gard no tenía una sola picadura. Bobbi, tampoco. «Eso no es sólo un acicate para el coeficiente mental —pensó, contemplando la nave—, sino el mejor repelente de insectos de cuantos conozco».

Arrojó la camisa a un lado y tocó el rostro de Bobbi, deslizando un dedo por la mejilla, con lo que recogió un poco más de maquillaje. Sin embargo, la mayor parte se había ido con el sudor… y con las lágrimas.

—Te he hecho daño —dijo.

«—Me has amado», respondió ella.

—¿Cómo?

«—Me has oído, Gard. Sé que me oyes».

—¿Estás enfadada? —preguntó él, consciente de que las barreras volvían a interponerse, consciente de que volvía a actuar, consciente de que todo había terminado, de que cuanto habían compartido estaba terminando. Era triste darse cuenta de todas esas cosas—. ¿Por eso no me hablas? —Hizo una pausa—. No podría criticarte. En todos estos años me has aguantado muchas porquerías, mujer.

—Pero si te estoy hablando con la mente —dijo ella.

Gard, por mucho que lamentara mentirle después de hacerle el amor, se alegró de percibir sus dudas.

—No te oía.

—Antes sí. Me has oído… y me has respondido. Conversamos, Gard.

—Estábamos más cerca… de eso. —Señaló la nave con un brazo.

Ella sonrió débilmente y apoyó su mejilla contra el hombro de él. Ahora que había perdido la mayor parte del maquillaje, su carne tenía un aspecto traslúcido, inquietante.

—¿Te he lastimado?

—No. Sí. Un poquito. —Ella sonrió. Era la antigua sonrisa despreocupada de Bobbi Anderson, pero una última lágrima se deslizaba poco a poco por la mejilla—. Ha valido la pena. Guardamos lo mejor para el final, Gard.

Él la besó con suavidad, pero ahora sus labios habían cambiado. Eran los labios de la Roberta Anderson Nueva y Perfeccionada.

—Al final, al principio o en el medio, yo no tenía derecho a hacerte el amor. Y tú no tienes nada que hacer aquí fuera.

—Parezco cansada, lo sé —dijo Bobbi—. Y me he puesto un montón de cremas, como ya has descubierto. Tenías razón: me agoté y sufrí algo así como un colapso físico total.

«Mentiras», pensó Gardener, pero cubrió el pensamiento con ruido para que Bobbi no pudiera leérselo. Lo hizo casi sin pensar. Esos ocultamientos se estaban volviendo algo natural en él.

—El tratamiento ha sido… radical. Como resultado tengo ciertos problemas de piel y he perdido algo de cabello. Pero todo volverá a crecer.

—Ah —exclamó Gardener, mientras pensaba: «No sabes mentir, Bobbi»—. Bueno, me alegro de que estés bien. Pero tal vez deberías tomarte un par de días de descanso, no hacer nada…

—No —replicó ella, en voz baja—. Es el momento del empuje final, Gard. Ya casi hemos llegado. Nosotros iniciamos esto, tú y yo…

—No —la corrigió Gardener—, tú lo iniciaste, Bobbi. Literalmente hablando, tropezaste con él. Cuando Peter aún estaba vivo, ¿recuerdas?

Vio el dolor en los ojos de Bobbi ante la mención de Peter. Desapareció enseguida. Ella descartó el comentario de Gard.

—Viniste enseguida. Me salvaste la vida. Sin ti no estaría aquí. Y lo haremos juntos, Gard. Apuesto a que no faltan más de siete u ocho metros para llegar a esa escotilla.

Gardener tuvo el fuerte presentimiento de que ella estaba en lo cierto; pero, de pronto, le faltaron ganas de admitirlo. Tenía una espina girando y girando en el corazón, y el dolor era peor que todos los dolores de cabeza de sus resacas.

—Si tú lo dices, así ha de ser.

—¿Qué te parece, Gard? Otra carrera más. Tú y yo.

Él permaneció pensativo. La miraba y pensaba en lo silencioso, casi maligno, que resultaba el bosque sin gorjeos.

«Así sería (así será) si una de esas malditas centrales nucleares estallara. La gente es sagaz y saldría…, siempre que avisen a tiempo, siempre que la central en cuestión y el Gobierno tengan el coraje de advertir a la gente. Pero es imposible decir a los búhos y a los pájaros carpinteros que abandonen la zona. No se puede decir a una piranga que no mire la bola de fuego. Se les reventarán los ojos y aletearán sin rumbo, ciegos murciélagos, chocando contra los árboles y las paredes hasta morir de hambre o romperse el cuello. ¿Es eso una nave espacial, Bobbi? ¿O un gran edificio de contención que ya está perdiendo? Ha estado perdiendo energía, ¿verdad? Por eso los bosques están tan silenciosos. Por eso el pájaro neurólogo cayó del cielo el viernes, ¿no?»

—¿Qué te parece, Gard? ¿Una carrera más?

«¿Y dónde está la solución buena? ¿Dónde está la paz con honor? ¿Huyes? ¿Entregas esto a la policía estadounidense de Dallas, para que pueda utilizarlo contra la policía soviética de Dallas? ¿Qué? ¿Qué? ¿Alguna idea nueva, Gard?»

Y, de repente, tuyo una gran idea, sí…, o el atisbo de una idea.

Pero un atisbo era mejor que nada.

Abrazó a Bobbi con un brazo mentiroso.

—Bueno. Una carrera más.

La sonrisa de Bobbi empezó a ensancharse…, y se convirtió en una expresión de extrañada sorpresa.

—¿Cuánto te dejaron, Gard?

—¿Cuánto me dejaron quiénes?

—Los ratoncitos —dijo Bobbi—. Por fin has perdido un diente. Aquí delante.

Sobresaltado, algo temeroso, Gard se llevó una mano a la boca. Era cierto, tenía un hueco en el sitio de un incisivo.

Entonces, ya había comenzado. Después de trabajar durante todo un mes a la sombra de aquel objeto había supuesto a lo tonto que tenía inmunidad, pero no era así. Se había iniciado: iba camino a un Gard Nuevo y Perfeccionado.

Iba camino de «convertirse».

Se obligó a sonreír.

—No me había dado cuenta —dijo.

—¿Te sientes diferente en algo?

—No —respondió él, con sinceridad—. Al menos, todavía no. ¿Qué te parece? ¿Trabajamos un poco?

—Haré lo que pueda —dijo ella—. Con este brazo…

—Vigila las mangueras y avísame si alguna empieza a aflojarse. Y hablame. —Miró a Bobbi con una sonrisa torpe—. Los otros no sabían hablar. Eran sinceros, sí, pero… —Se encogió de hombros—: ¿Comprendes?

Ella le sonrió otra vez y Gardener vio otro destello brillante y puro de la antigua Bobbi, la mujer que él había amado. Recordó el puerto oscuro y protector de su cuello y la espina volvió a girar en su corazón.

—Creo que sí —dijo ella—. Hablaré hasta que se te caigan las orejas, si eso es lo que deseas. Yo también me he sentido sola.

Se sonrieron y fue casi como siempre. Pero el bosque estaba demasiado silencioso en ausencia de los pájaros.

«El amor ha terminado —pensó él—. Ahora se reanuda el mismo juego de póquer, salvo que anoche vinieron los ratoncitos y creo que volverán esta noche, ¡los hijos de puta! Tal vez junto con sus primos y sus cuñados. Y cuando empiecen a verme las cartas, es posible que descubran este atisbo de idea como un as en mi manga, y todo habrá terminado. En cierto modo es divertido. Siempre supusimos que los alienígenas estarían vivos, al menos, al invadir. Ni siquiera H.G. Wells esperaba una invasión de fantasmas».

—Quiero echar un vistazo a la zanja —dijo Bobbi.

—Está bien. Creo que te alegrarás de ver cómo se vacía.

Juntos caminaron hasta la sombra arrojada por la nave.

13

Lunes, 8 de agosto

El calor se había reanudado.

Ante la ventana de la cocina, en casa de Newt Berringer, la temperatura era de veintiséis grados a las siete y cuarto de la mañana ese lunes, pero Newt no estaba en la cocina para ver el termómetro. Se hallaba de pie en el cuarto de baño, en pantalón de pijama, y se aplicaba en el rostro, con mano inexperta, la crema base de su difunta esposa. Maldecía el sudor, porque hacía que se le corriera el maquillaje. Siempre había pensado que la crema base era una tontería de mujeres, algo inofensivo; pero ahora, cuando intentaba usarla para su propósito original (no para acentuar lo bueno, sino para ocultar lo malo, o al menos lo sorprendente), descubría que aplicar esa pasta era similar a cortar el cabello: mucho más difícil de lo que parecía.

Trataba de disimular el hecho de que, en la última semana, la piel de su frente y de sus mejillas había empezado a desvanecerse. Sabía, por supuesto, que eso estaba relacionado con las entradas al granero de Bobbi, experiencias que después no conseguía recordar. Sólo sabía que habían sido aterradoras, pero sobre todo excitantes, y que las tres veces había salido sintiéndose gigante, dispuesto a hacer el amor en el barro con un pelotón de mujeres. Sabía lo suficiente como para asociar con el granero lo que le estaba ocurriendo, aunque en un principio había pensado que sólo se trataba de la pérdida del bronceado estival. Su esposa Elinor (antes de que se la llevaran una helada tarde de invierno y una camioneta al patinar) solía comentar que bastaba poner a Newt bajo el primer rayo de sol de la primavera para que se volviera oscuro como un indio.

Sin embargo, hacia la tarde del viernes ya no pudo seguir engañándose. En sus mejillas se veían las venas, y los capilares, como en el modelo que había regalado a su sobrino Michael para Navidad. Y resultaba muy inquietante, que, cuando se apretaba la mejilla con los dedos, los huesos del pómulo parecían elásticos, como si se estuvieran…, bueno, como si se disolvieran.

«No puedo salir así», pensó.

Pero el sábado, al mirarse en el espejo y darse cuenta de que la sombra gris que se veía por un lado de su rostro era su propia lengua, había estado a punto de volar a casa de Dick Allison.

Dick abrió la puerta de su casa con un aspecto tan normal que, durante un horrible momento, Newt pensó que eso le estaba pasando sólo a él. De inmediato, el pensamiento firme y claro de Dick le llenó la cabeza, y le aflojó todo el cuerpo en el alivio:

«—Por Dios, no puedes andar así por la calle, Newt. Vas a asustar a la gente. Pasa. Llamaré a Hazel».

(El teléfono no era necesario, por supuesto, pero los viejos hábitos tardaban en morir.)

En la cocina de Dick, bajo la luz fluorescente del techo, Newt vio con toda claridad que Dick estaba maquillado. Según dijo, Hazel le había enseñado a aplicárselo. Sí, les estaba ocurriendo a todos, salvo a Adley, que sólo había entrado en el granero por primera vez dos semanas antes.

«—¿Dónde terminará todo esto, Dick?», preguntó Newt, intranquilo. El espejo del vestíbulo lo atraía como un imán. Se estudió; vio la lengua detrás de los pálidos labios y a través de ellos; vio un manojo de capilares palpitantes en la frente. Presionó con los dedos el hueso sobre las cejas y, al retirarlos, detectó las leves depresiones dejadas. Eran como impresiones de dedos en cera dura. Con sólo mirarlas se sintió descompuesto.

«—No sé —había respondido Dick. Al mismo tiempo estaba hablando por teléfono con Hazel—. Pero, en realidad, no importa. Tarde o temprano les ocurrirá a todos. Como todo lo demás. Ya sabes a qué me refiero».

Lo sabía, sí. Los primeros cambios, según pensó Newt al mirarse en el espejo, en esa calurosa mañana de martes, habían sido mucho peores, en cierto sentido; más espantosos, porque eran…, bueno, muy íntimos.

Pero empezaba a acostumbrarse. Eso demostraba que uno se acostumbra a cualquier cosa, con el tiempo.

De pie frente al espejo, mientras el locutor de la radio anunciaba a su audiencia que se acercaba un frente de aire cálido desde el sur, por lo cual se esperaban como mínimo tres días de tiempo caluroso y húmedo y temperaturas superiores a los treinta grados, Newt maldijo aquella humedad. Le irritaba las hemorroides, como siempre. Siguió con el trabajo de cubrirse las mejillas, la frente, la nariz y el cuello, cada vez más transparentes, con el Max Factor de Elinor. Sin siquiera una pausa en su monólogo, pasó de maldecir al tiempo a maldecir al maquillaje. Ignoraba que los cosméticos envejecen y se ponen pastosos al cabo de cierto tiempo. Y ése, en especial, estaba en el fondo del cajón desde mucho antes de que Elinor muriera, en febrero de 1984.

Pero tendría que acostumbrarse a aplicarse aquella porquería…, al menos hasta que dejara de ser necesario. Uno podía acostumbrarse casi a cualquier cosa.

Por la bragueta de su pijama asomó un tentáculo; blanco en la punta, que iba tomando un tono cada vez más rosado, hasta llegar a un oscuro rojo sangre cerca de la base invisible. Casi como para probar su tesis, Newt Berringer se limitó a guardarlo con aire distraído y continuó tratando de aplicarse la vieja crema base en el rostro, que le iba desapareciendo.

14

Martes, 9 de agosto

El viejo doctor Warwick alzó lentamente la sábana sobre la cara de Tommy Jacklin y la dejó caer. Se infló un poquito antes de posarse. La nariz de Tommy quedó claramente definida. Había sido un chico bien parecido, pero de nariz grande, igual que su padre.

«Su padre —pensó Bobbi Anderson, descompuesta—. Alguien tendrá que decírselo, y, ¿adivina a quién van a elegir para eso?»

Sabía que esas cosas ya no debían preocuparle: aspectos como la muerte del chico Jacklin, como saber que debería desembarazarse de Gard cuando llegaran a la escotilla de la nave. Pero, a veces, aún se preocupaba.

Era probable que pasara con el tiempo.

Unos ratos más en el granero: eso era todo lo que hacía falta.

Se sacudió la camisa y estornudó.

Descontando su estornudo y la respiración estertórea de Hester Brookline, en la otra cama de la improvisada clínica que el doctor había montado en su consultorio, por un momento, sólo reinó un silencio espantado.

«—Kyle: ¿Está muerto de verdad?»

«—No, pero a veces me gusta cubrirlos así, sólo por jugar —respondió Warwick, irritado—. ¡Hombre! A eso de las cuatro me di cuenta de que se me iba. Por eso os llamé a todos. Al fin y al cabo, ahora vosotros sois los padres de la ciudad, ¿no?»

Sus ojos se fijaron por un momento en Hazel y Bobbi.

«—Disculpad. También hay dos madres».

Bobbi sonrió sin humor. Pronto habría en Haven un solo sexo. Ni madres ni padres en la Gran Ruta de la «conversión».

Paseó la vista de Kyle a Dick, de Dick a Newt, de Newt a Hazel. Todos estaban tan horrorizados como ella. Menos mal que no era la única. Tommy y Hester habían vuelto sin dificultades y hasta antes del tiempo previsto: el chico había empezado a sentirse muy descompuesto a las tres horas de haber salido de Haven y por eso se habían dado toda la prisa posible en regresar.

«Este chico ha sido un héroe —pensó Bobbi—. Lo mejor que podemos ofrecerle es una tumba en el cementerio, pero aun así ha sido un héroe».

Miró a Hester: pálida como un camafeo de cera, respiraba con sequedad, los ojos cerrados. Podrían haber emprendido el regreso al iniciarse el dolor de cabeza, en cuanto las encías empezaron a sangrar; en realidad, era lo que deberían haber hecho, pero ni siquiera lo pensaron. Y no se trataba sólo de las encías. Hester, que había estado menstruando ligeramente durante todo el «convertirse» (las adolescentes, a diferencia de las mujeres más maduras, parecían no cesar jamás…, o al menos aún no habían cesado) hizo que Tommy detuviera el vehículo ante un supermercado de Troy para adquirir compresas higiénicas más gruesas, porque estaba manando sangre copiosamente. Después de comprar tres baterías de automóvil y una de camión usada, en buen estado, cerca de los límites de Derry con Newport, ya había empapado tres de ellas.

Les dolía la cabeza; a Tommy, aún más que a Hester. Compraron otras seis baterías en Sears y más de cien pilas de distintas clases en la principal ferretería de Derry, que acababa de recibir una partida, pero ambos sabían que era preciso regresar a Haven…, cuanto antes. Tommy comenzó a tener alucinaciones; mientras conducía la camioneta por la calle Wentworth creyó ver que un payaso le sonreía desde una alcantarilla abierta: un payaso con brillantes monedas de plata por ojos y una mano enguantada que sostenía un manojo de globos.

A unos doce kilómetros de Derry, por la carretera Nueve, él empezó a sangrar por el ano.

Detuvo el vehículo a un lado, rojo de vergüenza, y pidió a Hester una de sus compresas. Cuando ella le preguntó para qué, él se lo explicó, pero sin mirarla. Ella le dio unas cuantas y lo vio perderse entre los matorrales por un minuto. Volvió al coche haciendo eses, como si estuviese ebrio, con una mano extendida.

—Tendrás que conducir tú, Hester —dijo—. No veo muy bien.

Cuando llegaron a la línea municipal, todo el asiento delantero del coche estaba manchado de sangre sucia; Tommy, desmayado. Por entonces, la misma Hester veía como a través de una cortina oscura; aun sabiendo que eran las cuatro de una tarde despejada, tuvo la impresión de que el doctor Warwick se le acercaba saliendo de un ocaso púrpura y tormentoso. Supo que él abría la portezuela y le tocaba las manos: «Todo está bien, querida; has llegado; ya puedes soltar el volante; estás en Haven». Logró relatar lo que habían hecho de modo más o menos coherente, refugiada en el círculo protector de los brazos de Hazel McCready, pero se unió a la inconsciencia de Tommy mucho antes de que llegaran a casa del doctor, aunque el médico conducía a la inaudita velocidad de noventa y ocho kilómetros por hora, con el blanco cabello volando al viento.

Adley McKeen susurró:

«—¿Y la niña?»

«—Su presión sanguínea está bajando —dijo Warwick—. La pérdida de sangre ha cesado. Es joven y fuerte, de buena estirpe campesina. Conocí a sus padres y a sus abuelos. Se sobrepondrá».

Miró alrededor, ceñudo; sus acuosos ojos azules no se dejaban engañar por el maquillaje, que bajo esa luz los convertía en seis horribles payasos bronceados por el sol.

«—Pero no creo que jamás recobre la vista».

Hubo un silencio aturdido. Bobbi lo rompió.

«—No es así».

El doctor Warwick se volvió a mirarla.

«—Volverá a ver —aseguró Bobbi—. Cuando haya terminado el “convertirse”, verá. Todos veremos entonces con un mismo ojo».

Warwick le sostuvo la mirada por un momento, antes de bajar la vista.

«—Sí —dijo—; supongo que sí. Pero, de cualquier modo, es una verdadera lástima».

Bobbi convino sin entusiasmo. Malo, lo de la chica. Peor aún, lo de Tommy. Sus padres no lo pasarían nada bien. «Tendré que ir a verles. Me vendría bien llevar compañía».

Los miró a todos, pero fueron bajando la vista uno a uno y sus pensamientos se fundieron en un zumbido parejo.

«—Está bien —dijo Bobbi—. Ya me las arreglaré. Eso creo».

Adley McKeen intervino con humildad.

«—Puedo ir contigo si quieres, Bobbi. Para hacerte compañía».

Bobbi le dedicó una sonrisa cansada, a la que consiguió dar cierto brillo, y le apretó un hombro.

«—Gracias, Ad. Por segunda vez, gracias».

Salieron juntos, mientras los otros los seguían con la vista. Cuando se oyó el motor de la camioneta de Bobbi, se volvieron hacia Hester Brookline, que yacía inconsciente, conectada a una sofisticada máquina cuyos componentes provenían de dos radios, un tocadiscos automático, el sintonizador de un televisor nuevo… y muchas pilas, por supuesto.

15

Miércoles, 10 de agosto

Pese a todo lo que sentía (cansancio, confusión, incapacidad de cesar en el dilema de Hamlet y [lo peor] la insistente sensación de que las cosas empeoraban sin pausa en Haven), Jim Gardener había logrado mantenerse más o menos lejos de la botella desde el día en que, tras el regreso de Bobbi, ambos hicieron el amor entre las agujas de los pinos. En parte era por propio interés. Demasiadas hemorragias nasales, excesivos dolores de cabeza. Eso se debía a la indudable influencia de la nave; no debía olvidar que había sufrido la primera hemorragia cuando la tocó por primera vez; pero tampoco se engañaba en cuanto a que la bebida también hacía lo suyo. No sufría desmayos alcohólicos, pero a veces la nariz le sangraba tres y cuatro veces en un mismo día. Él siempre tendía a la hipertensión; más de una vez le dijeron que la bebida empeoraría esa tendencia.

Por lo tanto, se las estaba arreglando bastante bien hasta que oyó estornudar a Bobbi.

Aquel sonido, tan familiar, convocó en él una serie de recuerdos. De pronto, una idea terrible estalló en su mente, como una bomba.

Fue a la cocina, abrió el canasto de ropa sucia y encontró allí un vestido, el que Bobbi llevaba la tarde anterior. Ella no se enteró de la inspección: estaba dormida. Había estornudado en sueños.

La tarde anterior, sin explicación alguna, Bobbi salió. Gardener la notó nerviosa y alterada. A pesar de que los dos habían trabajado mucho durante el día, Bobbi casi no probó la cena. Cerca del atardecer, se bañó, se cambió de ropa y se alejó en su camioneta, en el ocaso caliente, quieto, húmedo. Gard la oyó volver a eso de medianoche y vio el brillante destello del granero al entrar ella. Creía haberla oído salir con las primeras luces del día, pero no estaba seguro.

Permaneció callada durante todo el día; hablaba sólo cuando se le dirigía la palabra y en monosílabos. Gard no tuvo éxito con sus torpes esfuerzos por alegrarla. Al atardecer, ella se saltó la cena otra vez; cuando él le sugirió jugar unas manos al póquer en el porche, como en los viejos tiempos, ella se limitó a sacudir la cabeza.

Sus ojos, en aquella extraña capa de cosmético color carne, parecían sombríos y húmedos. Mientras Gard observaba eso, Bobbi tomó un puñado de pañuelos de papel y estornudó dos o tres veces.

—Resfriado de verano, me temo. Me voy a la cama, Gard. Lamento ser tan aguafiestas, pero estoy agotada.

—De acuerdo —había dicho él.

Algo, un recuerdo familiar, le mordisqueaba la mente. Cogió el vestido: algodón fino, sin mangas. En los viejos tiempos, Bobbi lo habría lavado esa misma mañana y tendido a secar, para plancharlo después de la cena. Mucho antes de acostarse estaría colgado otra vez en el ropero. Pero los viejos tiempos habían quedado atrás; los de ahora eran Tiempos Nuevos y Perfeccionados, en los cuales la ropa se lavaba sólo cuando era imprescindible; después de todo, había cosas más importantes que hacer, ¿verdad?

Como para confirmar su idea, Bobbi estornudó dos veces entre sueños.

—No —susurró Gard—. Por favor.

Dejó caer el vestido en el canasto; ya no quería tocarlo. Cerró la tapa con violencia y permaneció rígido, por si el ruido hubiese despertado a Bobbi.

«Se marchó en la camioneta por algo que no le gustaba hacer. Algo que la alteraba. Algo formal, porque se puso un vestido. Volvió tarde y fue al granero sin cambiarse. Como si necesitase entrar allí. De inmediato. ¿Por qué?»

Pero la respuesta, combinada con los estornudos y lo que había encontrado en su vestido, parecía inevitable.

Consuelo.

Y cuando Bobbi, que vivía sola, necesitaba consuelo, ¿quién estaba siempre allí para brindárselo? ¿Gard? No me hagas reír, amigo. Gard aparecía sólo para pedir consuelo, no para darlo.

Tuvo ganas de emborracharse. Nunca había tenido tantas ganas desde que se iniciara toda aquella locura.

Olvídalo. En el momento en que iba a salir de la cocina, donde Bobbi no sólo guardaba el cesto de la ropa sucia, sino también los licores básicos, algo repiqueteó en las tablas.

Gard se agachó para levantarlo; lo examinó y lo hizo rebotar en la palma de su mano, pensativo. Era un diente, por supuesto. El Gran Número Dos. Se puso un dedo en la boca, tocó el flamante hueco y miró la mancha de sangre en la yema del dedo. Se acercó a la puerta de la cocina para escuchar. Bobbi roncaba a pleno pulmón en el dormitorio. Al parecer tenía los senos frontales más tapados que compuertas.

«Resfriado de verano —dijo—. Puede ser. Tal vez sea eso».

Pero recordaba bien lo que sucedía cuando Peter saltaba al regazo de Bobbi, si ella estaba sentada en la mecedora junto a la ventana, leyendo, o en el porche. Según ella decía, Peter solía dar esos destructivos saltos cuando hacía mal tiempo, justo cuando ella era más propensa a un ataque de alergia. «Es como si lo supiera —dijo una vez, enroscando las orejas del sabueso—. ¿Lo sabes, Pete? ¿Lo sabes? ¿Te gusta hacerme estornudar? Cuando uno está angustiado no quiere ser el único». Y Peter había parecido reírse a su modo.

La noche anterior, al despertar por el regreso de Bobbi y aquel destello de luz verde, Gard había oído truenos lejanos, provocados por el calor.

Y entonces recordó que, a veces, también Peter necesitaba un poco de consuelo.

Sobre todo cuando tronaba. Los truenos asustaban a Peter a muerte.

«Por Dios, ¿acaso tiene a Peter en ese granero? Y, de ser así, ¿por qué, en el nombre de Dios?»

En el vestido de Bobbi había visto manchas de una gelatina verde, extraña.

Y pelos.

Pelos muy familiares, cortos, pardos y blancos. Peter se encontraba en el cobertizo. Había estado allí todo ese tiempo. Bobbi mentía al decir que había muerto. Sólo Dios sabía sobre cuántas otras cosas habría mentido, pero ¿por qué en ese aspecto?

¿Por qué?

Gard no lo sabía.

Cambió de dirección. Fue al armario de la derecha, buscó debajo de la pileta y sacó una botella de whisky sin abrir. Después de romper el precinto, levantó la botella.

—Por el mejor amigo del hombre —brindó.

Y bebió del gollete, haciendo una gárgara cruel.

El primer trago.

Peter. «¿Qué diablos has hecho con Peter, Bobbi?»

Su intención era emborracharse.

Emborracharse a fondo.