RUTH McCAUSLAND. CONCLUSIÓN
1
La desaparición de David Brown tornó anticuado el plan de Ruth. Cuando el niño desapareció, ella no pudo abandonar la ciudad. Porque David había desaparecido, y todos lo sabían; pero también sabían que, en cierto modo, David seguía aún en Haven.
Durante la «conversión» siempre se producía un momento que podría llamarse «la danza de la falsedad». Para Haven, ese momento comenzó con la desaparición de David Brown, y se desarrolló durante la consiguiente búsqueda.
Cuando el teléfono sonó, Ruth se había sentado a mirar el informativo local. Marie estaba histérica, apenas era coherente.
—Serénate, Marie —dijo Ruth.
Y se alegró de haber cenado temprano. Tal vez no tuviera tiempo de comer durante muchas horas. Al principio, lo único que sacó en claro de Marie fue que David, su hijo, estaba en alguna dificultad; que esa dificultad se había iniciado en un espectáculo de magia realizado en su patio y que tenían a Hilly histérico…
—Comunícame con Bryant, ¿quieres? —pidió Ruth.
—Pero vendrás, ¿no? —sollozó Marie—. Por favor, Ruth, antes de que oscurezca. Todavía podemos hallarle, lo sé.
—Iré, por supuesto —aseguró Ruth—. Ahora ponme con tu marido.
Aunque Bryant estaba aturdido, le dio una idea más clara de lo ocurrido. Parecía cosa de locos, pero eso no era nada nuevo en la Haven de los últimos tiempos. Después del espectáculo, el público se había alejado, dejando a Hilly con David para recoger las cosas. Y David había desaparecido. Hilly, después de un desmayo, no recordaba lo ocurrido esa tarde. Sólo sabía que, cuando viera a David, tendría que darle todos sus juegos, pero no recordaba el porqué.
—Será mejor que vengas cuanto antes —dijo Bryant.
Al salir, Ruth se detuvo un momento y contempló la calle principal de Haven con verdadero odio. «¿Qué has hecho ahora? —pensó—. ¡Maldita seas! ¿Qué has hecho?»
2
Como sólo quedaban dos horas de buena luz, Ruth no perdió tiempo. Reunió a Bryant, Ev Hillman y John Golden, el vecino de enfrente. También Henry Applegate, el padre de Barney, estaba en el patio de los Brown. Marie quiso participar de la búsqueda, pero Ruth insistió en que debía quedarse con Hilly; dado su estado de ánimo, sólo les serviría de estorbo. Todos ellos habían buscado ya, por supuesto, pero de un modo distraído, medio tonto. Al fin, como los padres del niño se convencieron de que David debía de haber cruzado la carretera para entrar en el bosque, dejaron de buscar, aunque seguían caminando de un lado a otro, inquietos.
Ruth sacó algo en limpio de lo que dijeron (algo de aquel extraño aspecto distraído, asustado), y mucho más de sus mentes.
De sus dos mentes: la humana y la extraña. Siempre llegaba un punto en que la «conversión» podía degenerar en locura: la locura de la esquizofrenia, en tanto las mentes escogidas trataban de luchar contra la extraña mente grupal que iba uniéndolos poco a poco… hasta que los eclipsaba. Era el momento de la aceptación necesaria. Por lo tanto, el momento de la danza de la falsedad.
Tal vez la gente se hubiese puesto en danza por Mabel Noyes, pero no la amaban lo suficiente. A los Hillman y a los Brown, en cambio, sí; eran familias antiguas en Haven; los querían y respetaban.
Además, se trataba de un niño.
La red mental humana, la «mente-Ruth», como podríamos decir, pensó: «Quizá se haya adentrado en las hierbas altas que hay a espaldas de la casa de los Brown y se haya quedado dormido allí. Eso es mucho más probable que la idea de que haya entrado en el bosque; habría tenido que cruzar la carretera pero era obediente. Tanto Marie como Bryant lo reconocen. Lo más importante es que también los otros lo dicen. Se le había repetido muchas veces que no debía cruzar nunca la carretera si no iba acompañado de un adulto. No es probable que esté en los bosques».
—Vamos a cubrir el prado y los terrenos de atrás, zona por zona —dijo Ruth—. Y no nos limitaremos a pasar por allí: miraremos a conciencia.
—¿Y si no lo hallamos? —Los ojos asustados de Bryant suplicaban—. ¿Y si no lo hallamos, Ruth?
En realidad, no hacía falta que le respondiera; a Ruth le bastó con pensar. Si no hallaban pronto a David, ella empezaría a hacer llamadas. Formarían un grupo mucho más numeroso: hombres con linternas y altavoces que revisaran todo el bosque. Si David no había aparecido por la mañana, telefonearía a Orval Davidson, el de Unity, para que acudiera a ayudarlos con sus perros adiestrados. Para casi todos era un procedimiento familiar. Ellos sabían cómo se formaban los grupos de búsqueda y, en su mayoría, habían tomado parte en alguno. Menudeaban durante la temporada de caza, cuando los bosques se llenaban de forasteros armados con escopetas de gran calibre, vestidos con flamantes equipos. Por lo general eran encontrados con vida, afectados un poco por la exposición a los elementos y mucho por la vergüenza.
Pero a veces aparecían muertos.
Y en ocasiones no aparecían.
No hallarían a David Brown; lo sabían mucho antes de que iniciaran la búsqueda. Sus mentes se habían unido de inmediato después de la llegada de Ruth. Era un acto instintivo, tan involuntario como el parpadeo. Unieron el poder de sus mentes y buscaron la de David. Sus voces mentales formaron un coro tan potente que el niño se habría apretado la cabeza con ambas manos y hubiera gritado de dolor si hubiese estado en un radio de cien kilómetros a la redonda. Habría sabido que lo buscaban. Los habría oído a una distancia cinco veces mayor.
No, David Brown no se había extraviado. Simplemente, no estaba.
La búsqueda que preparaban sería inútil.
Pero como era la mente Tommyknocker la que sabía eso, y como todavía se consideraban «seres humanos», iniciarían la danza de las falsedades.
La «conversión» exigiría muchas mentiras.
Ésta, la que se decían a ellos mismos, la que insistía en que todos eran igual que antes, era la más importante de todas las mentiras.
Y todos sabían eso también. Incluida Ruth McCausland.
3
Hacia las ocho y media, como la penumbra era casi noche ya, los cinco que buscaban se convirtieron en doce. La noticia circuló con celeridad; con demasiada celeridad para ser normal. El grupo de búsqueda cubrió los patios y los terrenos de ese lado de la carretera, comenzando por el escenario de Hilly. La misma Ruth se metió debajo a gatas pensando que si David Brown estaba en algún sitio cercano, debía de ser allí, profundamente dormido; pero sólo encontró césped aplastado y un extraño olor eléctrico que le hizo arrugar la nariz; después se abrieron en forma de abanico para continuar la búsqueda, a partir de ese punto.
—¿Crees que estará en los bosques, Ruth? —preguntó Casey Tremain.
—Seguramente —respondió ella, cansada. Le dolía la cabeza otra vez. David estaba
(no estaba)
en los bosques tanto como el presidente de Estados Unidos. De cualquier modo…
En el fondo de su mente, los trabalenguas se perseguían unos a otros, incansables como hámsters en sus ruedas de ejercicios.
La penumbra no era tan densa que le impidiera ver cómo Bryant Brown se llevaba una mano al rostro, después de apartarse de los otros. Hubo un momento de incómodo silencio, hasta que Ruth lo quebró:
—Necesitamos más hombres.
—¿Policías del estado, Ruth? —preguntó Casey.
Todos la miraban, serios y sobrios.
(no Ruth no)
(forasteros no nos ocuparemos nosotros)
(nos ocuparemos de esto no necesitamos forasteros mientras)
(mientras descartamos la piel vieja y nos ponemos la nueva mientras)
(mientras nos «convertimos»)
(si está en los bosques lo oiremos llamará)
(llamará con su mente)
(nada de forasteros Ruth silencio silencio por tu vida Ruth todos)
(te queremos pero nada de forasteros)
Esas voces que se elevaban en su mente, que se elevaban en la húmeda y quieta oscuridad… Al mirar vio sólo siluetas oscuras y rostros blancos, siluetas y rostros que, por un momento, apenas le parecieron humanos. «¿Cuántos de vosotros tiene todavía dientes?», pensó Ruth McCausland, histérica.
Abrió la boca, con la sensación de que quizá gritaría, pero su voz sonó, al menos a sus propios oídos, natural. En su mente, los trabalenguas
(Tres tigres comen. El cielo está enladrillado)
giraban más deprisa que nunca.
—Por el momento no creo que los necesitemos, ¿verdad, Casey?
El otro la miró, algo desconcertado.
—Bueno, creo que tú debes decidir, Ruth.
—Bien —dijo ella—. Henry… John… todos vosotros: haced algunas llamadas. Quiero contar con cincuenta hombres y mujeres que conozcan bien el bosque antes de entrar. Todo el que se presente en casa de los Brown debe traer consigo una linterna; de lo contrario, no se acercará siquiera al bosque. Tenemos a un niño perdido; no necesitamos que se nos pierda algún adulto, por añadidura.
Mientras hablaba su voz fue asumiendo un tono de autoridad; el trémulo miedo disminuyó. Todos la miraron con respeto.
—Yo telefonearé a Adley McKeen y a Dick Allison. Bryant, ve a decir a Marie que prepare mucho café. La noche será larga.
Partieron en diferentes direcciones; los que debían telefonear, rumbo a la casa de Applegate. La de los Brown estaba más cerca, pero la situación había empeorado y ninguno de ellos quería acercarse a aquel sitio por el momento, mientras Bryant revelaba a su esposa que, en opinión de Ruth McCausland, el pequeño de cuatro años podía haberse perdido en el
(no está)
bosque, después de todo.
Ruth estaba abrumada de fatiga. Hubiera preferido pensar que se estaba volviendo loca, nada más. Si hubiese podido creerse eso, todo habría sido más sencillo.
—¿Ruth?
Levantó la vista. Allí estaba Ev Hillman, con el cabello blanco y ralo revoloteando alrededor de la cabeza. Su expresión era de preocupación y temor.
—Hilly se desmayó otra vez. Tiene los ojos abiertos, pero…
Se encogió de hombros.
—Lo siento mucho —dijo Ruth.
—Voy a llevarlo a Derry, Bryant y Marie quieren quedarse, por supuesto.
—¿Por qué no pruebas con el doctor Warwick, para empezar?
—Me parece mejor llevarlo a Derry. —Ev la miró sin parpadear. Sus ojos eran ojos de anciano, enrojecidos y nublados; en ellos, el azul se desteñía en algo que era casi ausencia de dolor. Descoloridos, sí, pero no estúpidos. Y Ruth comprendió de pronto, con un entusiasmo que casi le sacudió la cabeza, ¡que apenas podía leerle la mente! Aunque no supiera qué ocurría allí, en Haven, vio que Ev estaba exento, como el amigo de Bobbi. Todo sucedía alrededor de él, y él lo sabía, al menos en parte, pero quedaba fuera.
Al entusiasmo siguió una amarga envidia.
—Creo que estaría mejor fuera de la ciudad —dijo Ev—. ¿Qué piensas tú, Ruthie?
—Sí —respondió ella, con lentitud mientras pensaba en esas voces, pensaba por última vez en que David no estaba, pero apartando la lunática idea de una vez para siempre. Estaba, por supuesto. ¿Acaso no eran humanos? Lo eran. Lo eran, pero…—. Sí, supongo que sí.
—Podrías venir con nosotros, Ruthie.
Lo miró por largo rato.
—¿Hilly hizo algo, Ev? Veo su nombre en tu cabeza, nada más, se enciende y se apaga como un letrero de neón.
Él la miró. Parecía no sorprenderle ese tácito reconocimiento de que ella (la sensata Ruth McCausland) podía (o creía poder) leer la mente.
—Tal vez. Actúa como si hubiera hecho algo. Esa… esa especie de desmayo… podría deberse a que hizo algo de lo que está arrepentido. En todo caso, no fue culpa suya, Ruthie. La culpa es de lo que está ocurriendo en Haven.
Una puerta de tela metálica sonó. Ella miró hacia la casa de los Applegate y vio que varios de los hombres volvían hacia allí.
Ev echó un vistazo alrededor. Luego volvió a mirarla.
—Ven con nosotros, Ruthie.
—¿Quieres que deje mi ciudad? No puedo, Ev.
—Está bien. Si Hilly recuerda…
—Ponte en contacto conmigo —dijo ella.
—Si puedo —murmuró Ev—. Es probable que ellos dificulten las cosas, Ruth.
—Lo sé.
—Ya vienen, Ruth —dijo Henry Applegate. Fijó en Ev Hillman sus ojos, fríos y apreciativos—. Muchos hombres de valía.
—Bien —manifestó Ruth.
Ev miró fijamente a Applegate por un momento. Después se alejó. Una hora después, mientras Ruth organizaba la búsqueda y preparaba los grupos para la primera barrida, vio que el viejo y esforzado Ev retrocedía por el camino de entrada de los Brown y giraba hacia Bangor. Una silueta pequeña y oscura (Hilly) iba erguida en el asiento al lado del conductor, como un maniquí de escaparate.
«Buena suerte, a los dos», pensó Ruth. Y lamentó de corazón no poder alejarse también de aquella pesadilla febril.
Cuando el coche del anciano hubo desaparecido tras la primera colina, Ruth echó un vistazo a su alrededor y se encontró con veinticinco hombres y seis mujeres. Algunos estaban de este lado de la carretera; otros, contra el bosque; todos permanecían inmóviles, mirando
(amando)
a Ruth. Una vez más, se le ocurrió que sus siluetas iban cambiando, que se retorcían, para dejar de ser humanas; estaban «convirtiéndose», sí, «convirtiéndose» en algo que ni siquiera se atrevería a pensar…; y ella, también.
—¿Qué esperan? —gritó, con voz demasiado chillona—. ¡Vamos! ¡Tenemos de hallar a David Brown!
4
No lo hallaron esa noche, ni tampoco el lunes, que fue de un silencio caliente, blanco, fustigante. Bobbi Anderson y su amigo participaron en la búsqueda; por un rato el rugir de la maquinaria excavadora, allá en la granja del viejo Garrick, se había detenido. Gardener estaba pálido, descompuesto y afectado por la resaca de una borrachera. Ruth, al verlo, pensó que no soportaría el día entero. Si daba señales de aflojar en la tarea, dejando un hueco por el cual el niño perdido pudiera pasar inadvertido, lo enviaría de inmediato a casa de Bobbi. Pero él resistió, con resaca o sin ella.
Por entonces, la misma Ruth había sufrido un leve colapso, trabajaba bajo la doble tensión de buscar a David y de resistir a los sigilosos cambios de su propia mente.
El lunes, antes de amanecer, durmió un par de horas, inquieta. Después volvió a la búsqueda, bebiendo café y más café y fumando un cigarrillo tras otro. No se atrevía a buscar ayuda exterior. Si lo hiciese, los forasteros observarían enseguida, en cuestión de horas, que Haven había cambiado su nombre por el de Villa Extraña. El estilo de vida de Haven (por así llamarlo) captaría más la atención que el niño desaparecido. Y entonces David se perdería para siempre.
El calor se prolongó mucho después del ocaso. Se oían truenos distantes, pero no había brisa; no llovía. Centelleaban los relámpagos del calor. Entre las matas y en las depresiones del terreno, los mosquitos zumbaban. Las ranas se resquebrajaban. Entre maldiciones, los hombres avanzaban a tropezones por los sitios mojados o entre la hojarasca. Los rayos de las linternas zigzagueaban sin rumbo. Había una sensación de urgencia, mas no de cooperación; en realidad, antes de la medianoche del domingo se produjeron varias riñas. La comunicación mental no había fomentado la paz y la armonía en Haven; en realidad, parecía haber hecho todo lo contrario. Ruth los mantenía en movimiento lo mejor que podía.
Poco después de medianoche, en la madrugada del lunes, el mundo se alejó en un vahído. Se fue muy rápido, como un gran pez que, pese a su aspecto desganado, de pronto da un coletazo poderoso y desaparece. Ruth vio que la linterna se le escapaba de entre los dedos. Fue como si todo ocurriera en una película. Sintió que el sudor de las mejillas y la frente se le enfriaba de súbito. El dolor de cabeza, que la había torturado todo el día, cada vez más cruel, desapareció en un inesperado estallido seco. Ruth lo oyó, como si en el centro de su cerebro alguien hubiera tirado del cable de un aparato. Por un momento, hasta pudo ver coloridas cintas de papel crespón que bajaban por los retorcidos canales grises de su cerebelo. Luego, las rodillas se le aflojaron. Cayó hacia delante, en una maraña de arbustos. Vio espinas en el rayo inclinado de su linterna, largas y crueles, pero las matas le parecieron tan cómodas como una almohada de plumas.
Trató de gritar y no pudo.
De cualquier modo, la oyeron.
Pasos que se aproximaban. Rayos que se cruzaban una y otra vez. Alguien.
(Jud Tarkington)
chocó con alguien más
(Hank Buck)
y entre ellos estalló un diálogo cargado de odio.
(sal de en medio, torpe)
(si quieres que te dé con esta linterna Buck te juro)
Luego los pensamientos se centraron en ella, con verdadera e innegable
(todos te queremos Ruth)
dulzura; pero oh, era una dulzura aplastante, que la asustó. Hubo manos que la tocaron, le dieron la vuelta y
(todos te queremos y te ayudaremos a «convertirte»)
la levantaron con suavidad.
(Y yo también os quiero… ahora, por favor, buscadlo. Concentraos en eso, concentraos en David Brown. No os peleéis, no discutáis.)
(todos te queremos Ruth…)
Vio que algunos de ellos lloraban, así como vio (aunque no lo deseara) que otros gruñían, con fruncimiento de los labios, como perros a punto de enzarzarse en una pelea.
5
Ad McKeen la llevó a casa y Hazel McCready la acostó. Ruth se dejó llevar a sueños descabellados, confusos. El único que pudo recordar el martes por la mañana cuando despertó, era la imagen de David Brown exhalando su último soplo de vida en un vacío casi sin aire; estaba tendido en la tierra negra, bajo un cielo negro colmado de estrellas deslumbrantes; el suelo era duro, reseco, resquebrajado. Vio que le salía sangre a borbotones por boca y nariz; vio como sus ojos reventaban. Y entonces se despertó, sentada en la cama, entre jadeos.
Llamó al ayuntamiento y la atendió Hazel. Casi todos los vecinos físicamente capacitados estaban en el bosque, dijo, participando en la búsqueda. Pero si no lo hallaban al día siguiente… Hazel dejó la frase sin terminar.
Ruth se reincorporó a la búsqueda, que se había adentrado quince kilómetros en el bosque. Eran las diez de la mañana del martes.
Newt Berringer le echó un vistazo y dijo:
—No tienes
(nada que hacer aquí, Ruth)
y lo sabes —concluyó en voz alta.
—Esto es asunto mío, Newt —replicó ella, con desacostumbrada sequedad—. Y ahora déjame trabajar en paz.
Se aplicó a la tarea durante toda aquella tarde, larga y bochornosa. Llamó al niño hasta que enronqueció al punto de no poder hablar. Cuando el crepúsculo descendió, permitió que Beach Jernigan la llevara de vuelta a la ciudad. En la parte trasera de la camioneta había algo oculto bajo una tela impermeable. Ruth no hubiera podido decir qué era: tampoco deseaba saberlo. Hubiese querido seguir en el bosque, pero le faltaban las fuerzas y temía que, si se derrumbaba otra vez, los demás no le permitirían volver. Se obligaría a comer y dormiría cinco o seis horas.
Se preparó un bocadillo de jamón y reemplazó el café que deseaba por un vaso de leche. Fue a sentarse en el «aula» y puso la merienda en el escritorio. Miró a sus muñecos. Ellos le sostuvieron la mirada con sus ojos de vidrio.
«Se acabó la diversión —se dijo—. Ha empezado la reunión. Quien no se muestre correcto…»
El pensamiento se fue.
Algo más tarde abrió los ojos (aunque no estaba despierta, sí se hallaba de regreso en la realidad) y miró su reloj. Sus ojos se dilataron. Se había subido la merienda a las ocho y media. El bocadillo y la leche aún estaban allí, a mano, pero ya eran las once y cuarto.
Y…
… y algunas de las muñecas habían sido movidas.
El alemanito vestido de alpino (Lederhosen) estaba reclinado contra la dama antigua, en vez de ocupar su sitio entre la japonesa con el quimono y la india de sari. Ruth se levantó, con el rítmico golpeteo del corazón demasiado rápido, demasiado fuerte. La muñeca hopi estaba sentada en el regazo de una haitiana vudú, con cruces blancas en vez de ojos. Y el hombrecito ruso yacía en el suelo, con la vista clavada en el techo, la cabeza torcida hacia un lado, como la de un ahorcado en el patíbulo.
¿Quién ha movido mis muñecos? ¿Quién anda por aquí?
Miró a su alrededor, desesperada. Por un momento, su mente asustada y confusa creyó ver a Elmer Haney (el que castigaba a sus hijastros), de pie entre las sombras del estudio de Ralph, con su sonrisa estúpida y hundida. Te lo dije, mujer: no eres más que una bruja entrometida.
Nada. Nadie.
¿Quién ha estado aquí? ¿Quién ha movido…?
Nos movemos solos, querida.
Una voz astuta, risueña.
Se llevó una mano a la boca, con los ojos desorbitados. Y entonces vio las letras desiguales que se amontonaban en el pizarrón. Habían sido trazadas con tanta fuerza que la tiza se había roto varias veces, el soporte estaba lleno de trozos desiguales.
¿Qué, qué? ¿Qué signif…?
Significa que se ha ido demasiado lejos, dijo la muñeca hopi. Y, de súbito, pareció exudar luz verde por sus poros de madera blanda. Ante los ojos de Ruth, aturdida de espanto, el rostro de la muñeca se abrió en una mueca siniestra, en un bostezo. De ella brotó un grillo muerto, que golpeó el suelo con un chasquido seco y desolado. Se ha ido demasiado lejos, demasiado lejos, demasiado lejos…
¡No, no lo creo!, aulló Ruth.
Toda la ciudad, Ruth… ha ido demasiado lejos… demasiado lejos…
¡No!
Perdidos… perdidos…
Los ojos de la muñeca Greiner se llenaron de súbito de aquel fuego verde, líquido. Tú también estás perdida, dijo. Ahora estás tan loca como los demás. David Brown es sólo una excusa para no irte…
No…
Pero todos los muñecos se movían; el fuego verde pasó de uno a otro, hasta que el aula relumbró con aquella luz. Crecía y menguaba. Ruth pensó, con enfermizo horror, que era como estar en el corazón de una espantosa esmeralda.
La miraban con sus ojos de vidrio. Por fin comprendió por qué los muñecos habían asustado tanto a Edwina Thurlow.
Sus voces se elevaban en aquel remolino de hojas otoñales: astutos susurros; parloteos (entre sí y con ella) pero también sonaban las voces de la ciudad, y Ruth McCausland lo sabía.
Pensó que eran, quizá, la última cordura de la ciudad… y la suya propia.
Hay que hacer algo, Ruth. La muñeca china, que chorreaba fuego por la boca, era la voz de Beach Jernigan.
Hay que advertir a alguien. La muñeca francesa, con su gomoso cuerpo de gutapercha; era la voz de Hazel McCready.
Jamás te dejarán salir, Ruth. El muñeco Nixon, con los dedos rellenos elevados en dos V gemelas; hablaba con la voz de John Enders, el de la escuela primaria. Podrían, pero eso estaría mal.
Te quieren, Ruth, mas si tratas de irte ahora te matarán. Lo sabes ¿verdad? El Kewpie de 1910, con la cabeza de goma como una lágrima invertida; esa voz era la de Justin Hurd.
Hay que enviar una señal.
Una señal, Ruth, sí, y tú sabes cómo…
Úsanos. Nosotros podemos enseñarte, nosotros sabemos.
Ruth dio un paso vacilante hacia atrás, con las manos sobre sus oídos, como si pudiera borrar las voces. Se le torció la boca. Estaba aterrorizada. Y lo que más le asustaba era que quizá hubiese confundido esas voces, de verdades torcidas, con la cordura. Toda la locura concentrada de Haven estaba allí en ese mismo instante.
Envía la señal, úsanos, podemos enseñarte el modo, sabemos y tú quieres saber el ayuntamiento, Ruth, la torre del reloj…
Las voces susurrantes iniciaron el coro:
¡El ayuntamiento, Ruth! ¡Sí! ¡Sí, eso es! ¡El ayuntamiento! ¡El ayuntamiento! ¡Sí!
—¡Basta! —aulló—. ¡Basta, basta, oh por favor! ¿Por qué…?
Y entonces, por primera vez desde los once años, desde aquella vez en que se había desmayado después de ganar la carrera de una milla en la merienda campestre de los metodistas, Ruth McCausland perdió el conocimiento.
6
En algún momento de la noche recobró una turbia visión y bajó por la escalera tambaleándose, sin mirar atrás. En realidad sentía miedo de hacerlo. Tenía una vaga conciencia de que la cabeza le palpitaba, como en las pocas ocasiones en que despertó descompuesta por haber bebido demasiado. También tenía conciencia de que la vieja casa victoriana se mecía y crujía como una antigua goleta en medio de la tempestad. Mientras Ruth yacía desmayada en el suelo del aula, una terrible tormenta eléctrica había sacudido la parte central y oriental del estado de Maine. El frente frío del oeste acababa de abrirse paso hasta Nueva Inglaterra, por fin, expulsando el pozo inmóvil de calor y humedad que había cubierto la zona durante una semana y media. Los cambios climáticos acudieron acompañados por terribles descargas eléctricas, en algunos sitios. Haven se salvó de lo peor, pero la electricidad había vuelto a cortarse, y esa vez seguiría cortada durante varios días.
Aunque la falta de electricidad no tenía importancia: Haven contaba ahora con fuentes de energía propias e inigualables. Lo importante era que el tiempo había cambiado. Al ocurrir eso, Ruth no fue la única vecina de Haven que despertó con un terrible dolor de cabeza.
Todos los habitantes de la ciudad, desde el más viejo al niño más pequeño, despertaron con idéntica sensación, en tanto los fuertes vientos se llevaban el aire contaminado hacia el Este, y lo arrojaban al océano fragmentado en jirones inofensivos.
7
Ruth durmió hasta la una de la tarde del miércoles. Despertó con algún rescoldo del dolor de cabeza, pero dos calmantes acabaron con él. Hacia las cinco se sentía bien, por primera vez en mucho tiempo. Le dolía el cuerpo y tenía los músculos entumecidos, pero eran nimiedades comparadas con las cosas que la preocupaban desde principios de julio; y no alteraron en absoluto su sensación de bienestar. Ni siquiera sus temores por David Brown pudieron malograrla por completo.
En la calle principal, todos los que se cruzaban con ella tenían un aspecto peculiar, deslumbrado, como si acabaran de despertar después de un hechizo lanzado por alguna bruja de cuento de hadas.
Ruth fue a su despacho del ayuntamiento, disfrutando del viento que le apartaba el cabello de las sienes, de las nubes que cruzaban un cielo intenso, azul; un cielo que parecía casi otoñal. Vio que un par de niños remontaban un barrilete en el gran solar lindante con la escuela primaria y hasta rió en voz alta.
Pero no hubo risas más tarde, mientras hablaba ante un pequeño grupo que reunió deprisa: tres miembros del ayuntamiento, el administrador principal y, por supuesto, el matrimonio Brown. Ruth comenzó disculpándose por no haber llamado a la policía estatal hasta ese momento, por no haber siquiera informado sobre la desaparición del niño. Según dijo, había pensado que hallarían pronto a David, tal vez en la primera noche, o al día siguiente por lo menos. Comprendía que eso no era excusa, pero por ese motivo había actuado de tal modo; reconoció que era su peor equivocación en todo el tiempo que llevaba como delegada policial de Haven, y si David Brown padecía las consecuencias…, ¡jamás se lo perdonaría!
Bryant se limitó a asentir, aturdido, lejano y descompuesto. Marie, en cambio, se inclinó por encima de la mesa para tomarle la mano.
—No debes culparte —dijo, con suavidad—. Había otras circunstancias. Todos lo sabemos.
Los otros asintieron.
«Ya no oigo sus mentes», notó Ruth, de pronto. Y una voz respondió: ¿Alguna vez las oíste, Ruth? ¿De veras? ¿O fue una alucinación provocada por la preocupación que te causaba David Brown?
«Sí. Sí, podía oírlas».
Habría sido más fácil considerar aquello como alucinación, pero no era verdad. Y al darse cuenta notó algo más: aún podía hacerlo. Era como oír el leve zumbido de los caracoles marinos, que los niños confunden con el rumor del océano. No tenía idea de cuáles eran esos pensamientos, pero aún los percibía. ¿Percibirían los demás los suyos?
«¿Todavía están ustedes ahí?», pensó tan fuerte como pudo.
Marie Brown se llevó una mano a la sien, como si hubiese experimentado una punzada de dolor. Newt Berringer frunció el entrecejo. Hazel McCready, que dibujaba garabatos en un bloque de papel, levantó la vista como si Ruth hubiese hablado en voz alta.
«Oh, sí, todavía me oyen».
—Para mal o para bien, las cosas están hechas —continuó—. Es hora de ponerse en contacto con la policía estatal. ¿Cuento con vuestra aprobación para hacerlo?
En circunstancias normales no se le habría pasado por la cabeza formular una pregunta así. Después de todo, le pagaban un mísero sueldo para responder a preguntas, no para formularlas.
Pero en Haven las cosas habían cambiado. Pese a la brisa fresca y al aire limpio, en Haven las cosas seguían cambiadas.
La miraron, sorprendidos, algo espantados.
Las voces le llegaron con claridad: No, Ruth, no… forasteros no… nosotros nos encargaremos… no necesitamos forasteros mientras nos «convertimos»… silencio… por lo que más quieras Ruth… silencio…
Afuera, el viento sopló en una ráfaga especialmente fuerte, sacudiendo las ventanas del despacho. Adley McKeen volvió la vista hacia el ruido. Todos hicieron lo mismo. Luego Adley sonrió; fue una sonrisa desconcertada y peculiar.
—Por supuesto, Ruth —dijo—. Si te parece que es hora de notificar el asunto a los estatales, hazlo. Confiamos en tu buen criterio, ¿verdad?
Los otros asintieron.
El clima había cambiado, soplaba el viento. El miércoles por la tarde, la policía estatal se hizo cargo de la búsqueda de David Brown.
8
El viernes, Ruth McCausland comprendió que los dos días anteriores habían sido sólo un descanso poco digno de confianza en un proceso que se prolongaba. Se la impulsaba sin cesar hacia alguna extraña locura.
Una desvaída parte de su mente reconocía ese hecho y lo lamentaba… pero no podía impedirlo. Sólo cabía esperar que las voces de sus muñecos encerraran una parte de verdad, además de locura.
Como si se observara desde afuera, vio que sus manos tomaban el cuchillo más afilado de su cocina. Lo llevó a la planta alta, al aula. Ésta relumbraba, podrida por la luz verde. Luz de Tommyknockers. Así los llamaban todos en la ciudad, y el nombre servía, ¿no? Sí, tanto como otro cualquiera. Los Tommyknockers.
Envía una señal. Es todo lo que puedes hacer, a estas alturas. Quieren deshacerse de ti, Ruth. Te aman, pero ese amor se ha vuelto homicida. Quizá se pueda encontrar cierto respeto torcido en eso. Porque aún te tienen miedo. Incluso ahora, aunque estás casi tan chiflada como cualquiera de ellos, te tienen miedo. Tal vez alguien reciba la señal… la escuche, la vea… la comprenda.
9
En la pizarra había un dibujo tembloroso de la torre del ayuntamiento, con los trazos inseguros de una mano infantil.
Ruth no soportó la idea de trabajar con sus muñecos en el aula, bajo aquella terrible luz que parecía palpitar. Se los llevó uno a uno al estudio de su esposo. Allí les abrió la barriga, como si fuese un cirujano. Uno a uno. Y en cada uno instaló un pequeño artefacto hecho de pilas, cables, circuitos impresos de calculadora electrónica y los cilindros del papel higiénico. Cosió las incisiones con celeridad, usando un hilo negro, fuerte. A medida que la hilera de muñecos desnudos crecía en el escritorio, empezaron a parecerle niños muertos, víctimas de algún terrible envenenamiento masivo, que habían sido desvestidos y robados después de la muerte.
Cada incisión zurcida estaba abierta por la mitad, para que el cilindro de cartón asomara por la abertura, como el tubo de un extraño telescopio. Pese a ser sólo de papel, los rollos servirían para canalizar la energía cuando se la generara. Ruth no habría podido explicar cómo sabía todo eso, de dónde había sacado la idea para construir esos artefactos. El conocimiento parecía haber surgido del aire. Del mismo aire en el que David Brown
(está en Altair-4)
había desaparecido.
Cada vez que hundía el cuchillo en esos vientres regordetes, indefensos, la luz verde brotaba de ellos.
Estoy
(enviando una señal)
asesinando a los únicos hijos que jamás tuve.
La señal. Piensa en la señal, no en los hijos.
Usó cables para conectar a los muñecos en cadena y peló el revestimiento aislante de los diez últimos centímetros, después conectó el cobre reluciente a un petardo, confiscado una semana antes de iniciarse aquella locura a un hijo de Beach Jernigan, a quien llamaban Joroba porque tenía un hombro algo más alto que el otro. Miró hacia atrás, dudando por un momento; observó el aula, con sus bancos vacíos. La luz que entraba por la arcada le permitía ver el dibujo de la torre del reloj. Lo había hecho ella misma, en uno de esos períodos en blanco que parecían prolongarse cada vez más.
Las manecillas del reloj estaban dibujadas a las tres en punto.
Ruth apartó su trabajo y se acostó. Durmió, pero su sueño no fue tranquilo; se retorcía, daba vueltas y gemía. Aun en sueños, le pasaban voces por la cabeza: pensamientos de venganza, tartas a preparar, fantasías sexuales, preocupaciones por la irregularidad, ideas para extraños artefactos, sueños de placer. Y por debajo de todos ellos, un gemido agudo, irracional como un arroyo contaminado, pensamientos que le llegaban de la mente de sus vecinos, pero que ya no eran pensamientos humanos. Y en sus pesadillas, esa parte de Ruth McCausland que se aferraba a la cordura con terquedad comprendió la verdad: no eran las voces de las personas con quienes había vivido durante tantos años, sino las de extraños. Oía las voces de los Tommyknockers.
10
El jueves a mediodía, Ruth comprendió que el cambio de clima nada había solucionado.
Acudió la policía estatal, pero no organizó una búsqueda minuciosa; el informe de Ruth, detallado y completo como siempre, dejaba en claro que David Brown, de cuatro años, difícilmente podía haberse alejado de la zona de búsqueda, a menos que lo hubieran secuestrado… posibilidad que debía ser tomada en cuenta. Su informe estaba acompañado de mapas topográficos, con anotaciones a mano, en escritura pulcra y sencilla; no se podía dudar de que había dirigido la búsqueda a conciencia.
—Fuiste minuciosa y actuaste a conciencia, Ruthie —le dijo Monstruo Dugan, aquella noche. Su frente estaba partida en una arruga tan profunda que parecía la fisura provocada por un terremoto—. Siempre has sido minuciosa y concienzuda. Pero nunca se te había ocurrido hacerte la John Wayne, como esta vez.
—Lo siento, Butch.
—Bueno, sí… —Él se encogió de hombros—. A lo hecho, pecho.
—Sí. —Ruth sonrió débilmente. Había sido uno de los refranes favoritos de Ralph.
Butch le formuló muchas preguntas, pero no la que ella necesitaba responder. «Ruth, ¿qué ocurre en Haven?» Los fuertes vientos habían limpiado la atmósfera de la ciudad; ninguno de los forasteros notó nada extraño.
Pero los vientos no habían puesto fin al problema. La magia negra seguía operando. Fuera lo que fuese, parecía continuar por cuenta propia, pasado cierto momento. Ruth calculó que ya habían llegado a ese punto. Se preguntó qué habría descubierto un equipo médico que llevara a cabo exámenes físicos masivos en la ciudad. ¿Falta de hierro en las mujeres? ¿Principios prematuros de calvicie en los hombres? ¿Aumento de la agudeza visual (en especial de la visión periférica), igualada por una asombrosa pérdida de dientes? ¿Grados de inteligencia tales que provocaban escalofríos? ¿Percepciones tan afinadas que era como si (ja, ja) pudieran leer la mente a los demás?
Ruth había perdido otros dos dientes durante la noche del miércoles. Uno apareció por la mañana en la almohada, grotesca ofrenda de la edad madura a los legendarios ratoncitos. El otro no estaba a la vista. Era posible que se lo hubiese tragado. Poco importaba.
11
La obligación de hacer volar el ayuntamiento se convirtió en una enloquecida hiedra venenosa mental, que le picaba en el cerebro sin cesar. Las voces de los muñecos susurraban y susurraban. El viernes hizo un último esfuerzo por salvarse.
Decidió, después de todo, abandonar la ciudad; ya no era suya. Se dijo que el quedarse tanto tiempo había sido una de las trampas que los Tommyknockers le habían tendido… y, como en el caso de la trampa de David Brown, había caído en ella como una liebre confundida.
Supuso que su viejo Dodge no arrancaría. Lo habrían estropeado. Pero arrancó.
Después supuso que no podría salir de lo que era la aldea en sí, que la detendrían, con sus sonrisas de idiotas y enviándole ese interminable susurro de todos te amamos Ruth. No fue así.
Bajó por la calle principal y salió a campo abierto, muy erguida en su asiento, con los nudillos blancos y una sonrisa de piedra. Los trabalenguas
(su choza el cielo enladrillado, tres tigres pimentón)
le volaban por la cabeza. Sintió que la torre del ayuntamiento atraía su mirada
(una señal Ruth envía)
(sí la explosión la encantadora)
(explosión hasta la misma Altair-4 Ruth)
y resistió con todas sus energías. La obligación de hacer volar el ayuntamiento para llamar la atención hacia lo que estaba ocurriendo era una locura. Era como incendiar la propia casa para asar un pollo.
Se sintió mejor cuando la torre de ladrillos quedó fuera de su vista.
Una vez en la carretera a Derry, tuvo que resistir el impulso de imprimir a su coche toda la velocidad posible (la cual, considerando lo viejo del vehículo, aún era asombrosa). Se sentía como si hubiese logrado huir de una guarida de leones, más por suerte que por sentido común. En tanto la aldea quedaba atrás, junto con esas voces, susurrantes, comenzó a sentir que alguien debía de estar persiguiéndola…
Miró una y otra vez por el retrovisor, en espera de ver los vehículos que la seguían para llevarla de regreso. Insistirían en que debía regresar.
La amaban demasiado para dejar que se fuera.
Pero la carretera permanecía despejada. Ni Dick Allison, aullando tras ella en uno de los tres coches de bomberos. Ni Newt Berringer, en su viejo Olds-88 de color verde menta. Ni Bobby Tremain en su Challenger amarillo.
Cuando se aproximaba a la línea municipal entre Haven y Albion, aumentó la velocidad a setenta y cinco. Cuanto más se acercaba a la línea divisoria (a la cual había llegado a considerar, correctamente o no, como el punto en el cual su huida sería irrevocable), más pensaba que las dos últimas semanas eran una pesadilla negra y retorcida.
«No puedo volver. No puedo».
El pie que apretaba el pedal del acelerador era cada vez más pesado.
Al final, algo le advirtió; tal vez algo que las voces le habían dicho y su subconsciente había archivado. Después de todo, últimamente recibía cualquier información, tanto en sueños como despierta. Al acercarse el cartel indicador
dejó de apretar el pedal del acelerador y pisó el del freno. El pedal se hundió sin mucha resistencia, demasiado bajo, cosa que venía ocurriendo desde hacía cuatro años, poco más o menos. Ruth dejó que el coche saliera del asfalto a la tierra de la cuneta. El polvo, blanco y seco como hueso molido, se levantó detrás de ella. El viento había cesado. El aire de Haven volvía a estancarse. Ese polvo tardaría mucho rato en desaparecer.
Permaneció sentada, aferrada al volante, preguntándose por qué se había detenido.
Se preguntaba. Casi sabía. Comenzaba
(a «convertirse»)
a saber. O a adivinar.
¿Una barrera? ¿Eso es lo que piensas? ¿Que han puesto una barrera? ¿Que han logrado convertir toda Haven en un… en un hormiguero en caja de cristal? ¡Eso es ridículo, Ruth!
Y lo era, no sólo según toda lógica y experiencia, sino también según la evidencia de sus sentidos. Mientras permanecía allí, escuchando la radio (suave música de jazz, transmitida desde una emisora universitaria de poca potencia en el estado de Nueva Jersey), pasó un camión de pollos, que probablemente iba hacia Derry. Pocos segundos después, un Chevy[13] Vega, en dirección opuesta. Al volante iba Nancy Voss. En el paragolpes trasero había puesto una etiqueta que decía: LOS TRABAJADORES POSTALES LO HACEN POR EXPRESO.
Nancy Voss no miró a Ruth. Se limitó a seguir su camino, hacia Augusta seguramente.
«¿Ves? No hay nada que los detenga», se dijo Ruth.
No. A ellos no, Ruth; sólo a ti. Te detendría como detendría al amigo de Bobbi Anderson, tal vez a uno o dos más. ¡Anda! ¡Lánzate contra eso a setenta y cinco kilómetros por hora, si no lo crees! Todos te amamos, y odiaríamos ver que te ocurría…, pero no podríamos, no podemos impedirlo.
En vez de reanudar la marcha, Ruth descendió del coche y anduvo hasta la línea municipal. Su sombra se estiraba hacia atrás, larga. El sol de verano ardía sobre su cabeza. Desde los bosques, tras la casa de Bobbi, llegaban incesantes rumores de maquinaria. Cavando otra vez. La vacación proporcionada por David Brown había terminado. Y sintió que se estaban acercando a… bueno, a algo. Eso le provocó cierto pánico, cierta urgencia.
Se aproximó al cartel indicador… pasó a su lado… siguió caminando… y empezó a experimentar una loca esperanza, cada vez mayor. ¡Estaba fuera de Haven! ¡Estaba en Albion! Dentro de un momento correría, aullando, a la casa más próxima, al teléfono más próximo.
Aminoró el paso.
Una expresión de desconcierto se dibujó en su rostro… y se acentuó hasta convertirse en horrible certidumbre.
Andar le resultaba difícil. El aire se volvía duro, elástico. Sentía que le estiraba las mejillas y la piel de la frente, que le aplastaba los senos.
Ruth bajó la cabeza y siguió caminando, con la boca hacia abajo en una mueca de esfuerzo, salientes los tendones del cuello. Parecía una mujer que intentara andar contra un vendaval, aunque los árboles a cada lado de la carretera apenas mecían sus hojas. La imagen que acudió a su mente y la que había acudido a la mente de Gardener al tratar de meter la mano en el calentador de Anderson, eran exactamente iguales; sólo diferían en grado. Ruth tuvo la sensación de que toda la carretera estaba bloqueada por una invisible media de nilón, que habría podido servir a una giganta. «He oído hablar de medias que no se notan a la vista —pensó, histérica—, pero esto es ridículo».
Los senos comenzaban a dolerle por la presión. Y, de pronto, sus pies empezaron a resbalar en el polvo. El pánico fue como una bofetada. Había alcanzado y rebasado el punto donde su capacidad de generar un movimiento hacia adelante sobrepasaba la elasticidad de la barrera invisible. Ahora, ésta la estaba impulsando hacia atrás.
Forcejeó para volverse, para salir por sus propios medios antes de que eso ocurriera, pero perdió pie y se vio arrojada con brusquedad hacia atrás, con los pies rozando el suelo, los grandes ojos espantados. Era como verse impulsada por el costado expansivo de un globo enorme.
Por un momento, sus pies se separaron del suelo. Luego aterrizó de rodillas; lo que hizo que se le despellejaran y que se le desgarrara el vestido. Se levantó y caminó hacia el coche, llorando un poco por el dolor.
Pasó casi veinte minutos sentada tras el volante del coche, en espera de que la palpitación de las rodillas se le calmara. De vez en cuando, pasaban vehículos por la carretera, en ambas direcciones. Uno de los que pasó fue Ashley Ruvall, en su bicicleta, con una caña de pescar. Al verla, levantó la mano.
—¡Adióz, ceñora McCauzland! —gorjeó, muy sonriente.
El ceceo no tenía nada de extraño, considerando que el muchacho había perdido todos los dientes. No sólo algunos: todos.
Aun así, un escalofrío la recorrió al oír que Ashley le decía:
—Todoz la queremoz, ceñora McCauzland.
Al cabo de un largo rato puso el coche en marcha, describió un giro en U y regresó a la aldea, en medio del caluroso silencio. Mientras subía por la calle principal hacia su casa, tuvo la sensación de que muchas personas la miraban, con los ojos llenos de un conocimiento más ladino que sabio.
Ruth miró por el espejo retrovisor y vio el reloj de la torre, al otro lado de la corta calle principal.
Las manecillas se acercaban a las tres de la tarde.
Se detuvo frente a la casa de los Fannin, y rozó el bordillo de la acera al frenar con torpeza. Se le caló el motor, pero no se molestó en arrancar otra vez, ni siquiera cerró el contacto. Sentada tras el volante, con idiotas luces rojas encendidas en el tablero de instrumentos, mantuvo la vista fija en el espejo retrovisor, mientras su mente se alejaba en suave flotar. Cuando volvió en sí, el reloj marcaba las seis. Había perdido tres horas…, y otro diente. Las horas estaban perdidas para siempre, pero el diente, un incisivo, yacía en la falda de su vestido.
12
Sus muñecos le hablaron durante toda la noche. Y ella pensó que nada de cuanto decían era mentira en realidad. Y eso resultaba lo más horrible de todo. Sentada en el corazón verde y enfermo de su influencia, escuchó aquellos lunáticos cuentos de hadas.
Le dijeron que tenía razón en pensar que estaba enloqueciendo; una radiografía de su cerebro, dijeron, o del cerebro de cualquier vecino de Haven, haría que los neurólogos huyeran gritando. Su cerebro estaba cambiando. Se… «convertía».
El cerebro, los dientes (oh, perdón, digamos los ex dientes) se «convertían». Y sus ojos, ¿acaso no cambiaban de color? Sí. El pardo intenso se decoloraba, para semejarse al avellana. Y el otro día, en Minutas Haven, ¿no había notado que los brillantes ojos azules de Beach Jernigan también habían cambiado, que estaban tomando el color de las avellanas?
«Ojos avellana… dientes perdidos… oh, Dios bendito, qué nos está pasando».
Los muñecos la miraron con su expresión vidriosa y sonrieron.
No te aflijas, es sólo la invasión espacial sobre la que se llevan a cabo películas baratas desde hace años. Te das cuenta, ¿no? La invasión de los Tommyknockers. Si quieres ver a los invasores del espacio de los que tanto se ha hablado en películas y cuentos de ciencia-ficción, mira los ojos de Beach Jernigan. O los de Wendy. O los tuyos.
—Lo que queréis decir es que me están devorando —susurró en la oscuridad estival, mientras la noche del viernes se convertía en la madrugada del sábado.
¡Vaya, Ruth! ¿En qué pensabas que consistía la «conversión»? Los muñecos rieron. La mente de Ruth, misericordiosa, volvió a alejarse entre algodones.
13
Cuando despertó, el sábado por la mañana, el sol ya estaba alto. En la pizarra seguía el tembloroso dibujo infantil de la torre del reloj y había unas veinticinco calculadoras en el escritorio de Ralph. Estaban dentro del bolso de lona que ella usaba en sus colectas para la Lucha contra el Cáncer. En algunas de ellas había rótulos de identificación. Decían BERRINGER, MCREADY, OFICINA DEL PRINCIPAL NO CAMBIAR DE LUGAR, DPTO. DE IMPUESTOS.
No se había quedado dormida después de todo. Lo que había hecho era caer en uno de esos períodos en blanco… y robar todas las calculadoras del ayuntamiento, al parecer.
¿Por qué?
No te corresponde razonar por qué, Ruth, susurraron los muñecos. Ella comprendía cada vez más con cada día, con cada minuto, con cada segundo transcurrido, qué había asustado tanto en realidad a Edwina Thurlow. Te corresponde enviar una señal… y morir.
«¿Qué parte de esta idea es mía? ¿Y qué parte es de ellos, que me impulsan?»
Eso no importa, Ruth. De cualquier modo sucederá. Es mejor que suceda pronto, a fondo, lo antes que puedas. Deja de pensar. Deja que ocurra… porque una parte de ti quiere que ocurra, ¿verdad?
Sí. Casi toda ella lo quería, en realidad. Y no se trataba sólo de enviar una señal al mundo exterior, no de cualquier tontería como ésa. Eso era sólo la cobertura cuerda de una rica tarta de irracionalidad.
Quería ser parte de eso cuando estallara.
Los cartuchos de cartón canalizarían la fuerza, y la enviarían a la torre del reloj en un brillante río de potencia destructora. Y la torre se elevaría como un cohete. La onda expansiva golpearía con destrucción las calles de esa arruinada Haven. Y destrucción era lo que ella deseaba. Ese deseo era parte de su «conversión».
14
Esa noche, Butch Dugan le telefoneó para ponerle al tanto de lo ocurrido en el caso de David Brown. Algunas de las noticias eran extrañas. Hillman, el hermano del niño desaparecido, estaba internado en el hospital, en un estado próximo a la catatonia. El abuelo no se encontraba mucho mejor. Insistía en decir que David Brown no se había perdido, que en realidad había desaparecido. En otras palabras, que el truco de magia había sido real. Según Butch, el anciano decía a quien quisiera escucharle que la mitad de sus vecinos se estaban volviendo locos y que la otra mitad ya lo estaba.
—Fue a Bangor para hablar con un tipo llamado Bright, del periódico local —dijo Monstruo—. Ellos buscaban algo de interés humano, pero lo que consiguieron fue una serie de locuras. El viejo se está convirtiendo en un verdadero quasar, Ruth.
—Dile que se mantenga lejos de aquí —replicó ella—. Lo dejarán entrar, pero no podrá volver a salir.
—¿Qué? —gritó Monstruo. De pronto, su voz se había alejado—. Se está estropeando la comunicación, Ruth.
—Dije que tal vez haya novedades mañana. Aún no he perdido las esperanzas. —Se frotó las sienes y miró a los muñecos alineados en el escritorio de Ralph, interconectados como una bomba de terrorista—. Busca mañana una señal.
—¿Qué? —la voz de Monstruo se perdía en el oleaje creciente de la mala comunicación.
—Adiós, Butch. Eres un magnífico amigo. Escucha con atención. Creo que se oirá hasta en Derry. A las tres en punto.
—Ruth, te estoy perdiendo… llama… pronto…
Ruth colgó el inútil teléfono, miró a sus muñecos, escuchó las voces cada vez más potentes y esperó a que se hiciera la hora.
15
Ese domingo fue como una ilustración de libro en todo el estado de Maine; claro, soleado, cálido. A la una menos cuarto, Ruth McCausland, ataviada con un lindo vestido azul, salió de su casa por última vez. Cerró con llave la puerta de entrada y se puso de puntillas para colgar la llave de un ganchito. Ralph había dicho siempre que cualquier ladrón digno de su profesión empezaría por buscar encima de la puerta, pero Ruth había seguido con su costumbre, sin que la casa fuera nunca asaltada. En el fondo, tal vez, todo era cuestión de confianza…, y Haven nunca la había fallado. Había puesto sus muñecos en la vieja bolsa marinera de Ralph. La arrastró por los peldaños del porche.
Bobby Tremain pasó silbando.
—¿La ayudo con eso, señora McCausland?
—No, Bobby, gracias.
—Bueno. —La sonrió. Quedaban pocos dientes en su sonrisa, como escasos postes en una cerca que rodeara una casa embrujada—. Todos la amamos.
—Sí —dijo ella. Subió la bolsa al asiento del coche. Una descarga de dolor le desgarró la cabeza—. Oh, bien lo sé.
(qué estás pensando Ruth adónde vas)
(tres tristes tigres)
(dinos Ruth dinos qué te dijeron los muñecos que hicieras)
(tres tristes tigres comen trigo en tres tristes platos)
(anda Ruth dinos lo que queremos saber o estás escondiendo)
(te gustaría saberlo pimentón desempimentónate)
(es lo que queremos ¿no? no hay cambios ¿no?)
Miró a Bobby un momento. Luego, sonrió. La sonrisa de Bobby Tremain vaciló un poquito.
(¿me aman? sí… pero todavía me temen un poquito y hacen bien)
—Sigue, Bobby —dijo con tono suave.
Y Bobby siguió. Se volvió una vez a mirarla por encima del hombro. Su rostro joven tenía una expresión preocupada, llena de desconfianza.
Ruth condujo su coche hasta el ayuntamiento.
El silencio dominical reinaba allí, como en una polvorienta sacristía. Sus pasos repiqueteaban y despertaban ecos. Como la bolsa marinera resultaba demasiado pesada para llevarla al hombro, la arrastró por el suelo encerado del vestíbulo. Hacía un ruido siseante, seco, como de serpiente. La arrastró por tres tramos de escalera, un peldaño cada vez, con el cordón envuelto en los puños. La cabeza le palpitaba de dolor. Se mordió los labios y dos dientes se desprendieron hacia el costado, con suave podredumbre. Los escupió. Su aliento era áspera paja en la garganta. Una polvorienta luz solar entraba por las ventanas de la tercera planta.
Arrastró la bolsa por el pasillo, corto y muy caluroso. Allí había sólo dos cuartos, uno a cada lado. En ellos se guardaban todos los registros de la ciudad. Si el ayuntamiento era el cerebro de Haven, allí, en esa buhardilla quieta y caliente, estaba su memoria de papel, que se remontaba hasta los tiempos en que la ciudad se llamaba Ilium, Montgomery, Coodersville, Plantación Montville.
Las voces susurraban y crepitaban a su alrededor.
Por un momento se detuvo a mirar por la última ventana, contemplando la corta calle principal. Había unos quince coches estacionados frente al supermercado de Cooder, que estaba abierto desde el mediodía hasta las seis del domingo, trabajaba mucho. La gente entraba a Minutas Haven para tomar un café. Pasaron unos cuantos coches.
«Todo parece muy normal… ¡todo parece endemoniadamente normal!»
Sintió un confuso momento de duda… y entonces Moose Richardson levantó la vista y agitó la mano, como si pudiese verla detrás de aquella sucia ventana de la tercera planta.
Y Moose no fue el único. Eran muchos los que la miraban.
Se echó hacia atrás y se volvió en redondo. Con la vara que estaba en el rincón, allí donde el pasillo sin salida terminaba, enganchó un anillo que pendía en medio del techo y bajó la escalera plegable. Hecho eso, dejó la vara a un lado y levantó la nariz para mirar hacia arriba, dentro de la torre. Se oía el traqueteo mecánico de la maquinaria del reloj y, por debajo de ella, el sordo susurro de los durmientes murciélagos. Había montones de ellos en la torre. El ayuntamiento hubiera debido hacerlos eliminar años antes, pero la fumigación era horrible… y cara. Cuando el reloj se estropease de nuevo, habría que sacar a los murciélagos para arreglarlo. Y eso no tardaría mucho en ocurrir. Por lo que a los administradores concernía, mientras fuera otro el que desempeñara ese cargo cuando sonaran las doce del mediodía a las tres de la mañana, todo estaba bien.
Ruth se enroscó la correa de algodón al brazo, tres veces, y empezó a ascender poco a poco por la escalerilla, arrastrando la bolsa entre las piernas. Subía a tumbos, a sacudidas, como si llevase un cadáver en un saco de lona. La correa se le hundía en el brazo, cada vez más; pronto la mano se le puso morada y perdió sensibilidad. Respiraba con trabajo, y aspiraba grandes bocanadas que hacían doler algo, muy dentro de su pecho.
Por fin, las sombras la envolvieron. Salió de la escalerilla a la verdadera buhardilla del ayuntamiento y sacó también la bolsa, con las dos manos. Ruth notó que las encías y los oídos le sangraban; sentía la boca llena del sabor agrio y metálico de la sangre.
Alrededor reinaba el hedor de cripta de ladrillo viejo que se calienta en un lugar seco, oscuro y elevado, bajo el sol estival. A su izquierda había un gran círculo opaco: el dorso de la esfera del reloj, la que daba a la calle principal. En una ciudad más próspera, las cuatro caras de la torre hubieran tenido una esfera, pero Haven sólo podía permitirse una. Medía tres metros y medio de diámetro. Atrás, aún más opacas, se veían las ruedas dentadas que giraban lentamente. Allí estaba el lugar donde el martillo bajaría para hacer sonar la campana. La hendidura era profunda y antigua en ese sitio. La maquinaria del reloj se oía muy fuerte.
Trabajó deprisa, espasmódica. Ella misma era como un reloj, un reloj que comenzaba a quedarse sin cuerda. Y su campanario estaba lleno de murciélagos, sin duda alguna. Se desenvolvió la correa del brazo (tuvo que sacarla de un profundo surco en espiral que le hendía la carne) y abrió la boca de la bolsa. Empezó a sacar los muñecos uno a uno, tan deprisa como pudo. Los dispuso en círculo, con las piernas hacia fuera, de tal modo que los pies se mantuvieran en contacto en todo el perímetro. Lo mismo las manos. En la oscuridad parecía que estuvieran en plena sesión de espiritismo.
Fijó el cartucho al centro del diente marcado en la gran campana. Cuando sonara la hora y cayera el martillo…
Buuum.
«No tengo más que sentarme a esperar —pensó—. Sentarme a esperar que el martillo caiga».
De pronto, un zumbante cansancio la invadió. Se dejó llevar.
16
Volvió en sí poco a poco. Al principio pensó que estaba acostada en su casa, con el rostro apretado contra la almohada. Estaba en su cama y todo eso había sido una terrible pesadilla. Sólo que su almohada no era tan áspera, tan caliente; su ropa de cama no respiraba, no palpitaba.
Levantó las manos y tocó un cuerpo cálido y correoso, huesos cubiertos de carne escasa. El murciélago se había posado justo sobre su seno derecho, en el hueco de su hombro… se dio súbita cuenta de que ella lo había llamado… de algún modo los había llamado a todos. Oía su mente de roedor, sus pensamientos oscuros, instintivos y demenciales. Sólo pensaba en sangre, en bichos, en vuelos por la ciega oscuridad.
—¡Oh, Dios, no! —gritó. El reptar rugoso y ajeno de esos pensamientos era enloquecedor, insoportable—. ¡Oh, no, Dios, por favor, no…!
Apretó las manos sin querer: los huesos frágiles de las alas se le quebraron entre los dedos. El murciélago chilló y Ruth sintió un dolor agudo y punzante en la mejilla: la había mordido.
Ahora todos chillaban, todos. Comprendió que había decenas de murciélagos sobre ella; cientos, tal vez. En el otro hombro, en sus zapatos, en el cabello. Ante sus mismos ojos, la solapa del vestido empezó a retorcerse.
—¡Oh, no! —chilló otra vez, en la polvorienta penumbra de la torre.
Los murciélagos volaban, la rodeaban y gritaban. El susurro de sus alas era un suave trueno creciente, como el susurro creciente de las voces de Haven.
—¡Oh no! ¡Oh no! ¡Oh no!
Uno de aquellos animales aleteó entre sus cabellos y quedó atrapado, chillando. Otro voló ante su rostro, su aliento tenía el hedor de un gallinero viejo.
El mundo giraba y giraba. De algún modo se las compuso para ponerse de pie. Agitó las manos alrededor de la cabeza, pero los murciélagos estaban ya por todas partes, formando una nube negra a su alrededor. No había diferencia entre la suave explosión de sus alas y las voces
(todos te queremos, Ruth)
las voces
(te odiamos Ruth no te entrometas no te atrevas a entrometerte)
las voces de Haven.
Había olvidado dónde estaba. Había olvidado la trampilla que bostezaba casi a sus pies. Al avanzar a tropezones hacia ella oyó que el reloj daba la hora. Pero el sonido era apagado, porque el martillo había pegado contra el detonador y…
… y no ocurría nada.
Se volvió, rodeada de murciélagos. Ahora también le sangraban los ojos, incrédulos, pero a través de una neblina roja vio que el martillo caía otra vez, y daba un tercer golpe. Y el mundo aún continuaba.
«El petardo estaba inutilizado», pensó Ruth McCausland.
Los murciélagos alzaron el vuelo desde su cuerpo; su vestido hizo lo mismo; se le escapó un mocasín. Chocó contra la escalerilla, giró a medias y aterrizó sobre el costado izquierdo, con un golpe que le quebró todas las costillas. Forcejeó por volverse y, de algún modo, se las compuso para hacerlo. Casi todos los murciélagos habían atravesado la trampilla de nuevo para regresar a la acogedora oscuridad del reloj, pero cinco o seis seguían su revoloteo en confusos círculos bajo el techo del corredor. Sus voces, tan extrañas, tan de insecto, tan de colmena, tan calientes de demencia. Ésas eran las voces que había estado oyendo con la mente desde el 4 de julio, poco más o menos. No era sólo que la ciudad estuviera volviéndose loca. Eso habría sido malo, pero esto era peor… ¡oh, Dios, era muchísimo peor!
Y todo para nada. El petardo de Joroba Jernigan había fallado, después de todo. Ruth perdió el sentido y lo recuperó unos cuatro minutos después, con un murciélago posado en el puente de su nariz, lamiéndole las sangrientas lágrimas de la mejilla.
—¡Sal de aquí, porquería! —gritó.
Y lo desgarró en dos, atormentada por el asco. El animal hizo un ruido de grueso papel desgarrado. Sus inhumanas entrañas le chorrearon hasta el rostro vuelto hacia arriba, cubierto de telarañas. No pudo abrir la boca para gritar «Deja que muera, Dios mío, no me dejes ser como ellos, por favor, no me dejes “convertirme”» porque esa vida moribunda le chorrearía hacia dentro. Y fue entonces cuando el petardo de Joroba estalló bajo el martillo con una explosión húmeda, nada dramática. Una luz verde iluminó primero el cuadrado de la trampilla… y después el mundo entero. Por un momento, Ruth pudo ver los huesos de los murciélagos con toda claridad, como en una radiografía.
Luego todo el verde se convirtió en negro.
Eran las tres y cinco de la tarde.
17
En toda Haven la gente se había tendido en el suelo. Algunos acababan de bajar al sótano, con la vaga idea de que era un buen momento para ir en busca de conservas o de que allí se estaría más fresco. Beach Jernigan se había acostado detrás del mostrador del Minutas Haven, con las manos cruzadas debajo de la nuca. Pensaba en lo que tenía en la parte trasera de su camioneta, aquello oculto bajo la tela alquitranada.
A las tres y cinco, la base de la torre del reloj se abrió con el estallido, esparciendo polvo de ladrillo por doquier. Un enorme grito explosivo salió disparado por encima de los campos; rompió casi todas las ventanas de Haven y unas cuantas en Troy y Albion, por añadidura.
Un fuego verde brotaba por entre la desigual grieta abierta en los ladrillos. La torre del ayuntamiento comenzó a elevarse, como un surrealista cohete de ladrillo que llevara un reloj en un lado. Se elevó en una columna de frío fuego verde, frío, sin duda; de lo contrario, los muñecos se habrían consumido, junto con el brazo de Ruth McCausland… y la aldea entera.
La torre del ayuntamiento se elevó en esa antorcha verde; sus costados empezaban a abultarse hacia fuera, pero la ilusión se mantuvo un instante: un cohete de ladrillo que se elevaba en el cielo de la tarde. Y entre el rugido de la explosión, se oyó el reloj, dando hora tras hora. Al duodécimo golpe (¿mediodía? ¿medianoche?) estalló como el malogrado Challenger. Los ladrillos volaron por doquier; Benton Rhodes vería, más tarde, parte del daño causado, pero lo peor fue disimulado apresuradamente.
Aquellos ladrillos disparados golpearon las paredes exteriores de las casas, las ventanas de los sótanos, las cercas. Cayeron del cielo como una lluvia de bombas. La manecilla larga del reloj, de hierro forjado en filigrana, recorrió el aire como un mortífero bumerán y se clavó en uno de los viejos robles, frente a la Biblioteca de Haven.
La mampostería y las tablas astilladas volvieron a tierra, bramando.
Después, el silencio.
Al cabo de un rato, en toda Haven, la gente comenzó a levantarse con cautela, a mirar a su alrededor, a barrer los cristales o a examinar los daños. La aldea había sido arrasada por la destrucción, pero no había heridos. Y en toda la ciudad, una sola persona había visto, en realidad, el despegue de ese cohete de ladrillos, como el sueño grandioso de un loco.
Esa única persona era Jim Gardener. Bobbi se había acostado para dormir una siesta, instada por él. Ninguno de los dos podía trabajar durante el calor de la tarde; Bobbi, mucho menos. Se había recuperado un poco del estado terrible en que su amigo la encontró, pero aún se exigía demasiado y, de pronto, había vuelto a menstruar profusamente.
«Quisiera saber —pensó él, morboso— cuándo necesitará una trasfusión de sangre, en vez de un par de píldoras de hierro al día». No era probable, y él lo sabía. Su ex esposa había padecido horribles problemas menstruales, tal vez porque a su madre le habían aplicado una droga con efectos colaterales. Por eso él sabía bastante acerca de una función orgánica que su propio cuerpo jamás realizaría; tenía conciencia de que la menstruación no es, como el lego en la materia suele creer, un flujo menstrual de sangre de la vagina. Casi todo el material que constituye ese flujo no es sangre, sino tejido inútil. Gardener sabía que la menstruación es un eficiente proceso de eliminación de residuos, realizado por una mujer capaz de gestar un hijo, pero que en ese momento no lo está gestando.
No, era difícil que Bobbi menstruara hasta desangrarse…, a menos que se produjera una ruptura uterina, cosa harto improbable.
«No digas idioteces. No sabes qué pasaría en esta situación y qué no pasaría».
También sabía que las mujeres no estaban hechas para menstruar día tras día, semana tras semana, cualquiera que fuese la situación. En el fondo, la sangre y el tejido eran la misma cosa: la materia que constituía a Bobbi Anderson. Era como el canibalismo, pero…
No, en absoluto. Era como si alguien le hubiese puesto el termostato al máximo y ella se consumiera día a día. Durante los calores de la semana anterior, Bobbi había estado a punto de derrumbarse un par de veces. Gardener sabía que, aunque sonara grotesco, la búsqueda del pequeño Brown había sido una especie de descanso para ella.
En realidad, él había insistido para que se acostara, pero sin confiar en convencerla. Sin embargo, a eso de las tres menos cuarto, Bobbi dijo que estaba un poco cansada y que quizás una siesta le viniera bien. Preguntó a Gard si no pensaba acostarse también durante una hora.
—Sí —respondió él—, pero primero voy a sentarme en el porche para leer un ratito. —«Y ya que estoy puesto, para terminar esta botellita».
—Bueno, no tardes mucho —recomendó Bobbi—. Una siesta tampoco te vendrá mal.
Pero él había tardado lo suficiente para estar aún afuera cuando el rugido cruzó campos y colinas entre la granja y la aldea: unos siete kilómetros y medio.
—¿Qué diablos…?
El rugido se hizo más fuerte y, de pronto, Gard lo vio. Algo salido de una pesadilla. Era delirium tremens, tenía que ser, qué joder. No se trataba de una máquina de escribir telepática ni de un calentador especial. «Eso era un cohete de ladrillo, por todos los diablos, y despegaba desde la aldea de Haven. Y ahora sí, amigos y vecinos: definitivamente, he perdido la chaveta».
Un segundo antes de que estallara, manchando el cielo de fuego verde, reconoció qué era y comprendió que no se trataba de una alucinación.
Aquello era la potencia de Bobbi Anderson; aquello era lo que iban a usar para detener la energía nuclear, la carrera armamentista, la sangrienta marea de la locura mundial. Allí estaba, elevándose en el cielo como una columna de llamas: uno de los locos de la ciudad se las había compuesto para poner una mecha bajo el ayuntamiento y acercarle un fósforo. Y acababa de lanzar la torre del reloj al cielo, como si fuese una cañita voladora.
—¡A la mierda! —susurró Gardener, con voz diminuta, horrorizada.
¡Helo allí, Gard! ¡He allí el futuro! ¿Es eso lo que deseas? Porque la mujer que duerme en la casa se está volviendo loca, y tú lo sabes; los síntomas son demasiado claros. ¿Quieres poner esa clase de poder en sus manos? ¿Te parece?
«No está loca —respondió Gardener, asustado—. No está loca en absoluto. ¿Y crees que esto cambia la ecuación? No: sólo la subraya. Si no lo hacemos Bobbi y yo, ¿quién lo hará? La policía de Dallas, claro. Todo saldrá bien. La vigilaré, le sujetaré cortas las riendas…»
Oh, pero si lo estás haciendo de una manera espléndida, sí.
Aquella cosa increíble estalló en el cielo, y esparció fuego verde por doquier. Gardener se cubrió los ojos. Se había puesto de pie.
Anderson salió a toda carrera.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó.
Pero lo sabía…, lo sabía, y Gardener, con fría y súbita certidumbre, supo que ella estaba al corriente de aquello.
Gard puso una barrera en su mente. En las dos últimas semanas había aprendido a hacerlo con éxito completo. La barrera consistía sólo en recitar viejas direcciones al azar, fragmentos de poemas, trozos musicales…; pero daba resultado. No era difícil en absoluto plantar esa interferencia, según había descubierto; no se diferenciaba mucho de los pensamientos encadenados que cruzan la cabeza de casi todo el mundo durante la mayor parte del día (quizá habría cambiado de idea si hubiera sabido cómo tenía que torturarse Ruth McCausland para ocultar sus propios pensamientos, pero Gardener no tenía idea de los problemas que se estaba ahorrando gracias a la placa metálica implantada en su cabeza). En un par de ocasiones había notado que Bobbi lo miraba de un modo extraño, intrigada. Aunque apartaba la vista cuando se daba cuenta que él la observaba, era obvio que trataba de leerle el pensamiento… con todas sus fuerzas…, y que seguía fracasando.
Utilizó esa barrera para cubrir su primera mentira a Bobbi desde que unió su suerte a la de ella, el 5 de julio, casi tres semanas antes.
—No lo sé con exactitud —dijo—. Me había adormecido en la silla. He oído una explosión y he visto un gran destello de luz. Parecía luz verde. Eso es todo.
Bobbi le estudió el rostro; luego asintió.
—Bien, será mejor que vayamos a la aldea y lo averigüemos.
Gardener se tranquilizó un poquito. No sabía con seguridad el porqué de su mentira, pero le había parecido lo más prudente… y ella le había creído. No era cuestión de poner en peligro esa fe.
—¿Te molestaría ir sola? Es decir, si quieres compañía…
—No, está bien —aceptó ella, casi con precipitación.
Y se fue.
Al volver al porche, después de haber acompañado la camioneta hasta la carretera, Gard dio una patada a su vaso. Estaba perdiendo el control de la bebida y era hora de cesar. Porque allí ocurría algo raro. Valía la pena que observara y vigilara. Y cuando uno se emborracha, quedaba ciego.
No era la primera vez que se lo proponía. A veces lo había logrado durante un tiempo. Esa vez, no. Aquella noche, cuando Bobbi regresó, Gardener dormía la mona en el porche.
De cualquier modo, la señal de Ruth había sido recibida. El receptor estaba mentalmente perturbado, aún comprometido con el proyecto de Bobbi, pero lo bastante inquieto como para beber más y más. Había sido recibido y comprendido en parte, al menos. La mentira de Gardener era muestra de ello, aunque no fuese otra cosa. Pero Ruth se habría alegrado más de su otro logro:
Con voces o sin ellas, la dama había muerto cuerda.