CINCO

RUTH McCAUSLAND

1

Ruth Arlene Merrill McCausland tenía cincuenta años, pero parecía tener diez años menos… quince, en sus mejores días. Toda Haven estaba de acuerdo en que, aun siendo mujer, era el mejor delegado policial que jamás había tenido la ciudad. Eso se debía al hecho de que su esposo hubiese sido policía del estado, según algunos. Según otros, se debía sólo a que Ruth era Ruth. De cualquier forma, todos estaban de acuerdo en que tenían suerte de que viviera en su ciudad. Era firme pero justa. Sabía mantener la calma en una emergencia. La gente de Haven decía eso y mucho más de ella. Y eran testimonios a tener en cuenta, si se consideraba que aquella pequeña población había sido gobernada por hombres desde un comienzo. En honor a la verdad, Ruth era una mujer notable.

Nacida en Haven, en ella se había criado; en realidad, era sobrina del reverendo Donald Hartley, el que tan cruel sorpresa se llevó en 1901 ante la votación que cambió el nombre de la ciudad. En 1955, siendo aún muy jovencita, ingresó en la Universidad de Maine; era apenas la tercera estudiante del sexo femenino, en toda la historia de aquella institución, que iniciaba su carrera a la tierna edad de diecisiete años. Se inscribió en leyes.

Al año siguiente se enamoró de Ralph McCausland, que estaba en su mismo curso. Era alto; con su metro noventa y dos, todavía le faltaban ocho centímetros para igualar la estatura de su amigo Anthony Dugan (a quien sus amigos llamaban Butch y sólo dos o tres, muy íntimos, Monstruo). Aun así, sobrepasaba a Ruth en treinta buenos centímetros. A pesar de su corpulencia, se movía con una gracia extraña, casi absurda, y era de buen temple. Quería ser policía del estado por seguir los pasos de su padre, según explicó cuando Ruth le preguntó por qué. Necesitaba el título de abogado para incorporarse a la organización; para ser policía sólo requerían el título secundario, buena vista, reflejos rápidos y antecedentes impecables. Pero Ralph McCausland quería algo más que honrar a su padre al elegir la misma carrera.

—Si alguien elige un trabajo y no planea la forma de progresar en él, es un loco o un haragán —dijo a Ruth una noche, mientras tomaban Coca-Cola en un bar.

Lo que no le dijo, porque era tímido con respecto a sus ambiciones, fue que esperaba llegar a ser el Jefe de Policía de Maine. De cualquier modo, Ruth lo sabía, por supuesto.

Al año siguiente aceptó la propuesta matrimonial de Ralph a condición de que esperaran que ella se graduara. No quería ejercer la profesión, según dijo, pero sí prestar toda la ayuda posible a su esposo. Ralph estuvo de acuerdo. Cualquier hombre en sus cabales, frente a la belleza, inteligente y lúcida, de Ruth Merrill, lo hubiera estado. En 1959, cuando se casaron, Ruth era ya abogada.

Llegó virgen al matrimonio. Y eso la preocupaba un poco, si bien sólo una parte de su mente (aquella sobre la que no lograba ejercer su férreo control habitual) se atrevía a preguntarse, si «esa» parte de él sería tan grande como el resto de su persona; a veces le parecía que sí, sobre todo mientras bailaban o se besaban. Pero él fue considerado; hubo sólo una molestia pasajera que pronto se convirtió en placer.

—Déjame embarazada —le susurró al oído, mientras él comenzaba a moverse sobre ella, dentro de ella.

—Con placer, señora —respondió Ralph, algo sofocado.

Pero Ruth nunca concibió.

Ruth, única hija de John y Holly Merrill, heredó una considerable suma de dinero y una linda casa antigua en Haven. Fue en 1962, al morir su padre. Ella y Ralph vendieron la modesta casita que tenían en Derry y, en 1963, se instalaron en Haven. Ninguno de los dos hubiera admitido ante el otro que su felicidad no era perfecta: ambos notaban que había demasiados cuartos vacíos en la mansión victoriana. Ruth solía pensar que la felicidad perfecta se presenta sólo entre pequeñas discordancias: el estruendo de un florero roto o una pecera tumbada o una carcajada chillona en el momento en que una dormita plácidamente en la tarde; la criatura que queda embarazada de dulces y se ve forzada a dar a luz una pesadilla en la madrugada. En sus momentos melancólicos (ella se encargaba de que fueran muy pocos), Ruth solía pensar en los mahometanos fabricantes de alfombras, que siempre incluían un error deliberado en su obra, para honrar a la deidad perfecta que les había hecho a ellos, criaturas más falibles. A veces se le ocurría pensar que, en el tapiz de su existencia vivida con honradez, un hijo aportaba ese error respetuoso.

Pero, en general, eran felices. Preparaban juntos los casos más difíciles de Ralph, que siempre declaraba ante el tribunal de manera serena, respetuosa y devastadora. Importaba poco que uno estuviera detenido por conducir en estado de embriaguez, por incendiario o por haber roto una botella contra la cabeza de alguien en una pelea de taberna. Si era Ralph McCausland quien efectuaba el arresto, el detenido tenía las mismas posibilidades de salir libre que tiene de sobrevivir con heridas leves quien está en el centro mismo de una explosión nuclear.

En los años en que Ralph iba ascendiendo por la escalilla de la burocracia policial, lento pero sin pausa, Ruth inició su carrera de servidora pública. En realidad, ella no consideraba que fuera una carrera, y nunca pensó que estuviera en el contexto de la política. No era política, sino servicio. En eso consistía la leve pero cruel diferencia. El trabajo no le daba la serena felicidad que las gentes para quienes trabajaba le atribuían; para satisfacerla del todo habría hecho falta un hijo.

Eso no tiene por qué ser asombroso ni degradante; después de todo, era hija de su época; ni siquiera los muy inteligentes son inmunes a la propaganda incesante. En compañía de Ralph visitó a un médico de Boston, quien, después de someterlos a numerosas pruebas, les aseguró que ambos eran fértiles. Les aconsejó que se relajaran. En cierto modo, la noticia fue cruel. Si uno de los dos hubiera resultado estéril, habrían adoptado un niño. Entonces decidieron esperar un tiempo y seguir el consejo del médico…, o intentarlo al menos.

Aunque ninguno de los dos lo sabía, ni siquiera lo intuía, cuando volvieron a hablar de adopción, a Ralph no le quedaba ya mucho tiempo de vida.

En esos últimos años de matrimonio, Ruth efectuó una especie de adopción por cuenta propia: adoptó a Haven.

La biblioteca, por ejemplo. La casa parroquial metodista estaba llena de libros desde tiempos inmemoriales. Algunos eran novelas de misterio y resúmenes del Reader’s Digest, de los que se desprendía un claro olor a moho cuando eran abiertos; otros se habían hinchado hasta adquirir el tamaño de guías telefónicas cuando las tuberías de la casa parroquial estallaron, en 1947. Pero la mayor parte estaba en condiciones asombrosamente buenas. Ruth los clasificó con paciencia; conservó los buenos, vendió los malos a las fábricas de papel y sólo tiró los que no tenían remedio. La Biblioteca Comunitaria de Haven tuvo su inauguración oficial en la casa parroquial metodista, pintada y remozada, en diciembre de 1968; Ruth McCausland desempeñó el cargo de bibliotecaria voluntaria hasta 1973. El día en que dimitió, los fideicomisarios colgaron su fotografía sobre la repisa de la sala de lectura. Ruth protestó, pero cedió al comprender que ellos estaban decididos a homenajearla, aun en el caso de que ella no aceptara el homenaje. Aunque los ofendiera, no les haría cambiar de opinión, porque ellos necesitaban rendírselo. La biblioteca que ella había iniciado sola, trabajando sentada en el frío suelo de la casa parroquial, vestida con una vieja camisa de leñador de Ralph, con el aliento humeante entre las cajas de libros que clasificaba con paciencia, hasta entumecérsele las manos, fue distinguida en 1972 como la mejor entre los municipios pequeños del estado.

En otras circunstancias, eso habría procurado algún placer a Ruth, pero durante todo ese año 1972 y en el siguiente, pocas cosas le resultaron placenteras. Porque ése fue el año en que Ralph McCausland murió. Al fin de la primavera comenzó a quejarse de fuertes dolores de cabeza. A principios del verano, una gran mancha roja apareció en su ojo derecho. Las radiografías revelaron la presencia de un tumor cerebral. Murió en octubre, cuando le faltaban dos días para cumplir los treinta y siete años.

Durante el velatorio, Ruth pasó largo rato de pie ante el ataúd abierto, mirándolo. Había llorado casi sin cesar durante la última semana y sospechaba que le quedaban muchas lágrimas que derramar (océanos, tal vez) en las semanas y en los meses siguientes. Pero no lloraría en público, así como no se le habría ocurrido presentarse desnuda ante la gente. A la vista de los concurrentes (que fueron más o menos todos los habitantes de la ciudad) se mostraba tan dulce y compuesta como siempre.

—Adiós, cariño —dijo, por fin. Y le dio un beso en la comisura de la boca. Le quitó el anillo de policía estatal y lo puso en su propio dedo. Al día siguiente viajó hasta Bangor y se lo hizo ajustar. Lo usó hasta el día de su fallecimiento. Aunque la violencia de su muerte le arrancó el brazo del hombro, ni Bent ni Jingles tuvieron problema para identificar aquel anillo.

2

No fue la biblioteca el único servicio que Ruth prestó a la ciudad. Todos los otoños participaba en la colecta para la Sociedad de la Lucha contra el Cáncer. En cada uno de los siete años en que colaboró, la suma que entregó a la asociación fue la mayor de cuantas se recaudaron en la categoría de los pequeños municipios de Maine. El secreto de su éxito era muy sencillo: Ruth iba a todas partes. Se enfrentaba, simpática y sin temor, a ceñudos habitantes de los barrios apartados, que parecían casi tan mestizos como los perros gruñones que tenían en sus patios traseros, entre cadáveres medio descompuestos de coches viejos y aperos de granja. Y en casi todos los casos conseguía un donativo. Quizá en algunos lugares lo conseguía por sorpresa, porque esa gente llevaba mucho tiempo sin recibir una visita.

Sólo en una ocasión fue mordida por un perro, pero el caso se convirtió en un hecho memorable. El perro no era grande, pero tenía muchísimos dientes.

MORAN, decía el buzón. En la casa no había nadie, salvo el perro, que apareció desde un lado, entre gruñidos, mientras ella llamaba a la puerta sin pintar. Ruth alargó una mano y el perro del señor Moran se la mordió al instante. Después se retiró y, de puro excitado, meó en el porche. Ella empezó a bajar por los escalones, mientras sacaba el pañuelo de la cartera para envolverse la mano ensangrentada. El perro corrió a saltos tras ella y la mordió otra vez, en la pierna. Le asestó una patada con la que logró espantarlo, pero en tanto renqueaba hacia su coche, el animal volvió a echársele encima y la mordió por tercera vez. Ésa fue la única mordedura grave. El perro del señor Moran arrancó un considerable trozo de carne de la pantorrilla izquierda de Ruth (ese día llevaba falda; jamás volvió a salir de colecta si no era con pantalones). Por fin, el animal se retiró al centro del descuidado césped y allí se sentó, gruñendo y babeando; la sangre de Ruth le chorreaba de la lengua. En vez de subir a su coche, ella abrió el maletero, sin prisas. Tenía la sensación de que, si se apresuraba, el animal la atacaría de nuevo, casi con certeza. Sacó el Remington que llevaba desde los dieciséis años y disparó contra el perro, en el momento en que éste empezaba a correr hacia ella. Levantó el cadáver y lo metió en su maletero, sobre una capa de papel de diario, para llevarlo al doctor Daggett, el veterinario de Augusta que atendía en aquellos tiempos a Peter, el perro de Bobbi, antes de trasladarse a Florida.

—Si este bicho estaba rabioso, me encuentro en graves dificultades —dijo a Daggett.

El veterinario apartó el perro para mirar a Ruth McCausland, quien, aunque mordida y sangrante, se mostraba tan simpática como de costumbre.

—Sé que no he dejado mucho cerebro para que usted lo examine con comodidad, pero ha sido inevitable. ¿Quiere echarle un vistazo, doctor?

Daggett le dijo que ella necesitaba atención médica; había que lavar las heridas y suturar la pantorrilla. Hasta donde Daggett podía alterarse, estaba alterado. Ruth le aseguró que él mismo podía lavarle las heridas con perfecta eficiencia. En cuanto al «bordado», como ella lo llamó, iría a la sala de urgencias de Derry en cuanto hubiera realizado un par de llamadas telefónicas. Le dijo que trabajara con el perro mientras ella las hacía y le pidió permiso para usar el teléfono de su despacho a fin de no preocupar a la clientela. Una mujer había gritado al verla entrar, lo cual no era sorprendente: llevaba una pierna ensangrentada y abierta; en los brazos, llenos de sangre, portaba el cadáver del perro del señor Moran, ya rígido y envuelto en una manta. Daggett le dijo que podía usar el teléfono cuanto quisiera. Ella lo hizo; puso mucho cuidado en cargar la llamada al destinatario en la primera ocasión y a su propia casa en la segunda; sería muy difícil que el señor Moran aceptara una llamada a su cargo. Ralph estaba en la casa de Monstruo Dugan, repasando unas fotografías para un próximo juicio por asesinato. La esposa de Monstruo nada extraño detectó en su voz; Ralph, tampoco (más tarde le dijo que hubiera sido estupenda como delincuente). Ruth le informó que se había demorado en la colecta para la Asociación de Lucha contra el Cáncer; le recomendó que, si llegaba a casa antes que ella, recalentara el asado y se preparara una parte de las verduras fritas que tanto le gustaban; en el congelador tenía seis o siete porciones. Además, había una tarta en la caja del pan, si se le antojaba algo dulce. A esa altura, Daggett había entrado en el despacho y le estaba desinfectando las heridas, por lo cual se la veía muy pálida. Ralph quiso saber la causa de su tardanza; ella prometió contárselo cuando llegara a casa. Ralph respondió que ojalá fuera muy pronto y que la amaba. Ruth le aseguró que sentía exactamente lo mismo. Luego, mientras Daggett terminaba con la mordedura que tenía en el dorso de la rodilla (le había curado la mano durante la conversación telefónica) y se dedicaba a la más profunda, la de la pantorrilla (Ruth sintió que su carne herida trataba de apartarse del alcohol), llamó al señor Moran. Le dijo que su perro la había mordido tres veces, una más de las que ella podía soportar, de modo que lo había matado de un disparo; en el buzón había dejado una ficha de donación y la Asociación de Lucha contra el Cáncer le agradecería mucho cualquier suma que pudiera aportar. Se produjo un breve silencio. Después, el señor Moran empezó a hablar. Pronto, el señor Moran comenzó a gritar. Finalmente, el señor Moran aulló. El señor Moran estaba tan enfurecido que logró una gran fluidez en la expresión vulgar próxima, no a la mera poesía, sino al verso homérico. Jamás en su vida podría repetirla, aunque a veces, cuando fracasaba en el intento, recordaría ese diálogo con triste, casi afectuosa, nostalgia. Ella lo había elevado a sus máximas posibilidades, sin duda alguna. El señor Moran le dijo que se preparara a responder a un juicio por el último centavo que tuviera y por todos los anteriores también. El señor Moran aseguró que acudiría a la ley y que tuviera en cuenta que jugaba al póquer con el mejor abogado del distrito. El señor Moran opinó que el cartucho usado para matar a su excelente perro sería el más caro que Ruth hubiera usado en toda su vida. El señor Moran dijo que, cuando él acabara con ella, Ruth maldeciría a su madre por haberse abierto de piernas ante su padre. El señor Moran dijo que, aun cuando la madre de Ruth hubiese cometido la estupidez de hacer eso, era evidente, sólo con oírla hablar, que la mejor parte de ella se había escapado desde la verga de su padre, indiscutiblemente despreciable, para correr por la bola de grasa que su madre tenía por muslo. El señor Moran la informó que, si la poderosísima señora Ruth McCausland creía por el momento ser la reina de los Zurullos de Colina Mierda, pronto descubriría que era sólo un ínfimo zurullito arrojado por el Gran Inodoro de la Vida. El señor Moran agregó que, en ese caso en especial, tenía la mano puesta sobre el botón de esa gran unidad de eliminación y estaba plenamente decidido a apretarlo. El señor Moran dijo muchas más cosas. El señor Moran hizo más que hablar; el señor Moran pronunció un sermón. El predicador Colson (¿o sería Cooder?), en el ápice de sus poderes, habría sido incapaz de igualar a Moran en aquellos momentos. Ruth esperó, con paciencia, a que él cortara el chorro, al menos durante un instante. Entonces, con una voz grave y agradable, en la cual no se revelaba en absoluto que en ese momento la pantorrilla le ardía como una caldera, informó al señor Moran que, si bien la ley no se mostraba del todo clara al respecto, en el caso de ataques de animales se consideraba perjudicado al visitante, antes que al propietario, aunque no hubiese sido invitado. El asunto radicaba en determinar si el propietario había tomado o no las precauciones razonables para asegurar…

—¿De qué coño me habla? —aulló Mr. Moran.

—Intento decirle que los tribunales no suelen mirar con buenos ojos al hombre que deja a su perro suelto para que pueda morder a quien pase a solicitar donaciones para organizaciones caritativas. Dicho de otro modo, trato de hacerle ver que, si lleva el caso ante un Tribunal, se verá obligado a pagar por haber actuado como un imbécil.

Aturdido silencio al otro lado de la línea. La musa del señor Moran había huido para siempre.

Ruth hizo una breve pausa y trató de combatir una oleada de mareos, mientras Daggett concluía con el proceso de desinfección y aplicaba un vendaje esterilizado a la herida.

—Si usted inicia un pleito contra mí, señor Moran, ¿hallaría mi abogado a alguien que atestiguara que su perro había mordido a alguien con anterioridad?

Silencio al otro lado de la línea.

—¿Quizá a dos alguien?

Más silencio.

—Tal vez a tres…

—Váyase a la mierda, grandísima puta —exclamó Moran, con tono brusco.

—Bueno —dijo Ruth—, no puedo decir que haya sido un placer conversar con usted, pero el escucharle expresar sus puntos de vista ha resultado instructivo, por cierto. A veces, una cree haber visto el pozo de la estupidez humana hasta el fondo, y suele ser útil recordar que ese pozo, al parecer, no tiene fondo. Lamento tener que cortar, señor Moran. Tenía la esperanza de recorrer otras seis casas en el día de hoy, pero, por desgracia, tendré que postergarlas. Debo ir al hospital de Derry para que me practiquen una buena sutura.

—Espero que la maten, qué joder —repuso Moran.

—Comprendo. Pero si puede, trate de colaborar en la Lucha contra el Cáncer. Necesitamos toda la ayuda posible para acabar con ese mal en esta generación. Hasta un hijo de puta malhumorado, bocasucia, idiota y malnacido como usted puede aportar la suya.

El señor Moran no entabló juicio contra ella. Una semana después, Ruth recibió uno de los sobres que la Sociedad de la Lucha contra el Cáncer repartía. No llevaba sello; Moran lo había hecho deliberadamente, con seguridad, para que el destinatario se viera obligado a pagar el franqueo. Adentro había una nota y un billete de un dólar con una gran mancha pardusca. La nota gritaba, triunfal: ¡ME HE LIMPIADO EL CULO CON ESTO, PUTA! Estaba escrito con la letra grande y despatarrada de un niño de primer grado con problemas de psicomotricidad. Ruth cogió el billete por la esquina y lo echó a la lavadora con el resto de la colada. Cuando lo sacó limpio de allí (entre otras cosas, el señor Moran parecía ignorar que la mierda se lava), le dio un planchazo. De ese modo, no sólo quedó limpio, sino también crujiente, como si hubiese salido del banco apenas el día anterior. Ruth lo metió en la billetera de lona en donde guardaba todas las colectas. En su registro anotó: B. Moran, cantidad contribuida: 1 dól.

3

La Biblioteca Municipal de Haven, la Sociedad de la Lucha contra el Cáncer, la Congregación de Pequeños Municipios de Nueva Inglaterra. Ruth sirvió a Haven a través de todas ellas. También era miembro activo de la Iglesia metodista: rara era la fiesta de la iglesia en que no se viera un guiso de Ruth McCausland o uno de sus panes de fruta seca. También había participado en la junta escolar y en la comisión de libros de texto.

La gente no se explicaba cómo era capaz de hacer tantas cosas. Cuando se lo preguntaban, ella sonreía, y decía que la felicidad está en tener las manos ocupadas. Con tantas cosas como hacía en su vida, cualquiera habría pensado que no tenía tiempo para hobbies…; pero, en realidad, tenía dos. Le encantaba leer (en especial las novelas de aventuras de Bobbi Anderson; las tenía todas, y autografiadas) y coleccionaba muñecos.

Un psiquiatra habría equiparado su colección de muñecos con su insatisfecho deseo de tener hijos. Ruth no sentía mucho respeto por la psiquiatría, pero habría reconocido que era cierto. Hasta cierto punto, cuando menos. «Sea por lo que fuere, me hacen feliz —podría haber contestado a esa opinión psiquiátrica—. Y creo que la felicidad es diametralmente opuesta a la tristeza, la amargura y el odio: la felicidad no debería ser analizada, en la medida de lo posible».

En los primeros años pasados en Haven, ella y Ralph compartían un despacho en la planta alta. La casa era grande, cada uno hubiera podido tener su propio estudio, pero les gustaba estar juntos cuando volvían a casa. El gran despacho estaba formado por dos habitaciones, de las que Ralph había derribado la pared medianera, formando un espacio más amplio incluso que el salón de la planta baja. Ralph tenía allí sus colecciones de monedas y de fósforos, una pared cubierta con estanterías llenas de libros (casi todos de historia militar, ninguno de ficción) y un viejo escritorio con tapa tipo persiana, que la misma Ruth había hecho arreglar.

Para Ruth, él construyó lo que ambos dieron en llamar «el aula».

Unos dos años antes de que los dolores de cabeza se iniciaran, Ralph vio que Ruth tenía cada vez menos espacio para sus muñecos. Ella había puesto una hilera en su propio escritorio, y a veces se caían cuando escribía a máquina. Algunas muñecas estaban sentadas en el taburete del rincón; otras balanceaban despreocupadamente las piernecitas en los antepechos de las ventanas; aun así, los visitantes solían verse obligados a sostener tres o cuatro en el regazo si querían ocupar una silla. Y Ruth tenía muchos visitantes, porque también era escribana pública; siempre acudía alguien para hacer certificar una escritura de venta o franquear un pagaré.

Por lo tanto, en la Navidad de ese año, Ralph le construyó doce pequeños bancos para sus muñecos, como los de la iglesia. Ruth quedó encantada; le recordaban cierta escuela de una sola aula a la cual ella había asistido en Crosman Corner. Los dispuso en pulcras hileras y en ellos acomodó sus muñecos. Desde entonces, esa parte del estudio de Ruth se llamó «el aula».

En la Navidad siguiente (sería la última para Ralph, aunque por entonces se sentía bien, pues el tumor que lo mataría aún era apenas un puntito microscópico en su cabeza), su esposo le regaló otros cuatro bancos, tres muñecos más y una pizarra a escala. Era lo que le faltaba para completar la amable ilusión de un aula. En la pizarra se leían estas palabras:

Querida maestra: la amo de verdad. UN ADMIRADOR SECRETO.

A los adultos les encantaba el aula de Ruth. Lo mismo ocurría con casi todos los niños. A Ruth le hacía feliz ver a niñas y niños por igual jugar con esos muñecos, aunque había algunos valiosos y, unos cuantos, delicados. A veces, los padres se ponían nerviosos cuando se daban cuenta de que sus hijos estaban jugando con una muñeca de la China precomunista o con otra que había pertenecido a la hija de algún personaje famoso. Ruth era una mujer bondadosa: si percibía que el placer infantil con sus muñecos estaba poniendo muy incómodos a los padres, sacaba dos muñequitos articulados, vistosos, pero irrompibles, que guardaba para esas ocasiones. Los niños jugaban con ellos, pero incómodos, como si comprendieran que los muñecos realmente buenos habían sido puestos fuera de su alcance por algún motivo. Sin embargo, cuando Ruth se daba cuenta que los adultos decían no sólo porque les parecía descortés permitir que sus hijos jugaran con los muñecos de una mujer adulta, ella dejaba bien claro que eso no le preocupaba.

—¿No tienes miedo de que algún chico te los rompa? —preguntó Mabel Noyes, cierta vez. El Trastorio de Mabel estaba lleno de letreros que decían: SE PUEDE MIRAR Y TOCAR, PERO LO QUE SE ROMPA SE CONSIDERARÁ VENDIDO. Mabel sabía que la muñeca que había pertenecido a la hijita del juez Marshall, por ejemplo, valía cuando menos seiscientos dólares como poco; había mostrado una fotografía a un especialista de Boston; cuando éste la valoró en cuatrocientos, ella calculó que seiscientos era el precio más justo. Otra había pertenecido a Anna Roosevelt; había una auténtica muñeca de vudú haitiana y Dios sabía qué más. Todas ellas sentadas mejilla contra mejilla y muslo contra muslo con cosas tan corrientes como las muñecas de trapo y los ositos de peluche.

—En absoluto —respondió Ruth. La actitud de Mabel le parecía tan desconcertante como a Mabel la de ella—. Si Dios quiere que uno de esos muñecos se rompa, puede romperlo personalmente, no enviar a un niño para que lo haga. Hasta ahora, ningún chico ha roto ninguno. Bueno, alguna cabeza ha rodado; Joe Pell hizo algo con la muñeca parlante, que ahora sólo dice algo así como: «¿Quieres un baño?» Pero eso es todo.

—Bueno, permíteme decirte que me parece correr mucho riesgo con objetos tan frágiles e irreemplazables —dijo Mabel, con un bufido—. Si algo he aprendido en mi vida, es que los chicos rompen todo.

—Bueno, tal vez he tenido suerte. Pero los manejan con cuidado, de veras. Creo que los quieren. —Ruth hizo una pausa, con el entrecejo levemente fruncido. Al cabo de un momento, corrigió—: Al menos, casi todos.

El hecho de que no todos los niños quisieran jugar con «los chicos del aula», de que algunos parecieran tenerles miedo, era algo que la intrigaba y le hacía sufrir. La pequeña Edwina Thurlow, por ejemplo, había estallado en agudos gritos cuando su madre la cogió de la mano y la arrastró hacia los muñecos que miraban atentamente la pizarra. Para la señora Thurlow, los muñecos de Ruth eran «una delicia, un tesorito, una monada»; cualquier otra frase hecha que la gente de aldea emplease para expresar lo fascinante, la señora Thurlow la habría aplicado sin vacilar a los muñecos de Ruth. El miedo de su hija le pareció explicable por completo. Dijo que era pura timidez. Ruth, que había visto el inconfundible brillo del miedo en los ojos de la pequeña, no logró persuadir a la madre (a quien tenía por una estúpida testaruda) de que no empujara a la niña hacia la colección.

Por lo tanto, Norma Thurlow arrastró a Edwina hasta el aula; los gritos de la niña atrajeron a Ralph, que estaba en el sótano, arreglando una silla. Hubo que emplear veinte minutos en calmar la histeria de Edwina; por supuesto, fue preciso llevarla a la planta baja, lejos de los muñecos. Norma Thurlow no sabía cómo disimular su bochorno; cada vez que dirigía una mirada fulminante hacia su hija, Edwina volvía a romper en un llanto histérico.

Esa misma noche, Ruth subió la escalera para echar una mirada triste a sus «niños silenciosos» (entre los «niños» había personajes adultos y hasta abuelas), preguntándose cómo podían asustar tanto a Edwina. La pequeña, por cierto, no había podido explicarlo; cada pregunta provocaba nuevos alaridos de terror.

—Habéis afligido mucho a esa criatura —dijo Ruth, por fin, hablándoles con suavidad—. ¿Qué le habéis hecho?

Los muñecos se limitaron a sostenerle la mirada con sus ojos de vidrio, sus ojos de botones, sus ojos bordados.

—Y cuando la señora Brown vino a que certificaras esa escritura —apuntó Ralph desde atrás—, Hilly no quiso acercarse.

Ella se volvió, sobresaltada. Luego le sonrió.

—Sí, Hilly también les tuvo miedo —reconoció.

Había otros casos. Pocos, pero bastaban para preocuparle.

—Vamos —dijo Ralph, y le deslizó un brazo por la cintura—. Confesad, muchachos. ¿Quién fue el que asustó a esa chiquita?

Los muñecos quedaron en silencio.

Y por un momento…, sólo por un momento…, Ruth sintió que un remolino de miedo giraba en su vientre y subía por su espalda, haciendo sonar las vértebras como si fueran un xilófono de huesos. Enseguida desapareció.

—No te preocupes, Ruthie —dijo Ralph, acercándose más. Como siempre, su olor hizo que ella se mareara un poco. La besó con ganas. Deseaba mucho más que besarla.

—Por favor —dijo ella, algo sofocada, al interrumpir el beso—. Delante de los niños, no.

Él la abrazó, entre risas.

—¿Delante de las obras completas de Henry Steele Commager, te parecería bien?

—Estupendo —exclamó ella, consciente de que ya estaba medio…, no; tres cuartos…, no; cuatro quintos desvestida.

Él le hizo el amor con urgencia y con tremenda satisfacción para ambas partes. Para todas las partes de ambas partes. El breve escalofrío quedó olvidado.

Pero ese año, en la noche del 19 de julio, Ruth volvió a recordarlo. El 7 de julio, el cuadro de Jesús había empezado a hablar a Becka Paulson. El 19 de julio, los muñecos empezaron a hablar a Ruth McCausland.

4

Para la gente de la ciudad fue una agradable sorpresa que, transcurridos dos años de la muerte de Ralph McCausland, su viuda se presentara como candidata a delegado policial de Haven. Un joven llamado Mumphry competía con ella. Casi todos estaban de acuerdo en que el tipo era tonto, pero también reconocían que tal vez no fuese culpa suya: era nuevo en la ciudad y no sabía comportarse como era debido. Quienes analizaban el asunto en Minutas Haven coincidían en que Mumphry era más digno de lástima que de antipatía. Se trataba de un demócrata activo; la médula de su programa parecía ser que, cuando se llegaba a un puesto como el de delegado policial, el funcionario electo debía detener a ebrios, infractores de tránsito y matones; hasta se le podía requerir que, de vez en cuando, arrestara a un criminal peligroso y lo llevara a la cárcel del condado. Sin duda alguna, los ciudadanos de Haven no podían elegir a una mujer para que hiciera semejante trabajo, por muy abogada que fuera, ¿verdad?

Pero lo hicieron. La votación fue de cuatrocientos siete a favor de McCausland y nueve por Mumphry. De sus nueve votos, era razonable suponer que cuatro correspondían a su esposa, su hermano, su hijo mayor y a sí mismo. Quedaban cinco sin explicación. Nadie confesó, pero Ruth siempre tuvo la idea de que el señor Moran, allá en el extremo sur de la ciudad, tenía cuatro amigos más de los que ella le hubiera supuesto. Tres semanas después de las elecciones, Mumphry y su esposa se mudaron de Haven. Su hijo, un fulano bastante simpático llamado John, prefirió quedarse; catorce años después todavía se hablaba de él con el término de «el nuevo». Por ejemplo: «Ese tipo nuevo, Mumphry, ha venido esta mañana a cortarse el pelo; ¿te acuerdas de cuando su padre se presentó candidato en contra de Ruth y le fue tan mal?» Desde entonces, nadie se había opuesto a Ruth.

La gente de la ciudad no se equivocó al interpretar su candidatura como el anuncio público de que su duelo había terminado. Una de las cosas que el infortunado Mumphry no logró entender (entre otras muchas) fue que la votación había sido, al menos en parte, un grito de Haven que decía: «¡Hurra, Ruthie! ¡Nos alegramos de tu regreso!»

La muerte de Ralph, súbita y aplastante, estuvo muy cerca, demasiado cerca, de matar en ella esa parte que era extravertida y generosa. Esa parte que suavizaba y complementaba el lado dominante de su personalidad, en opinión de Ruth. El lado dominante era despierto, astuto, lógico y (aunque ella detestaba admitirlo) poco caritativo, en ocasiones. Ruth llegó a pensar que si la parte extravertida y generosa de su personalidad desaparecía, eso equivaldría a matar a Ralph por segunda vez. Por ello había vuelto al servicio de Haven.

En una ciudad pequeña, basta una persona como ella para cambiar las cosas de un modo crucial, mejorando lo que la jerga gusta en llamar «calidad de vida». De hecho, una persona así puede transformarse en algo muy parecido al corazón de la ciudad. A la muerte de su esposo, Ruth iba camino de convertirse en ese tipo de persona valiosa. Dos años después (transcurrido lo que, en una visión retrospectiva, parecía una larga y horrible temporada en el infierno), había redescubierto en sí a la persona valiosa, como es posible redescubrir algo digno de una moderada admiración en un rincón oscuro de la buhardilla: un vidrio de colores, una mecedora utilizable aún. La alzó contra la luz para asegurarse de que estuviera indemne; la desempolvó, la lustró y volvió a darle vida. La candidatura a delegado policial de la ciudad había sido el primer paso. Aunque le resultara imposible explicar la razón, era el modo perfecto de honrar a Ralph y, al mismo tiempo, seguir adelante con el trabajo de ser ella misma. Pensó que el puesto le resultaría aburrido y desagradable…; pero también había pensado lo mismo de las colectas para la Lucha contra el Cáncer y las tareas en la Comisión de Selección de Textos. Que la tarea fuera aburrida y desagradable no significaba que resultara infructuosa, cosa que muchas personas parecían ignorar o pasar por alto a conciencia. Se dijo que, si no le gustaba, no había ley que la obligara a presentarse a la reelección. Quería servir, no convertirse en mártir. Si no le gustaba, cedería el turno a Mumphry o a cualquier otro.

Pero Ruth descubrió que el trabajo le gustaba. Entre otras cosas porque le ofrecía la oportunidad de poner fin a muchas situaciones horribles que el viejo John Harley había dejado que continuaran… y crecieran.

El asunto referido a Del Cullum, por ejemplo. Los Cullum vivían en Haven desde tiempo inmemorial. Delbert, mecánico de gruesas cejas que trabajaba en la estación de servicio de Barker, no debía de ser el primer hombre de su familia que mantuviera relaciones sexuales con sus propias hijas. La estirpe de los Cullum era retorcida y endogámica hasta lo increíble; Ruth sabía que en el asilo de Pineland había, por lo menos, dos Cullum retrasados mentales; según los chismes de la ciudad, uno había nacido con membranas entre los dedos de los pies y de las manos.

El incesto es una de las antiguas tradiciones rurales rara vez tocada por los poetas románticos. Quizá su aspecto tradicional hubiese sido la razón de que John Harley nunca hiciera un intento serio de ponerle fin, pero la idea de mantener una «tradición» tan grotesca no atraía en absoluto a Ruth. Fue a casa de los Cullum. Hubo gritos. Albion Thurlow los oyó con claridad, aunque vivía a cuatrocientos metros de allí y era sordo de un oído. Después de los gritos se oyó el ruido de una sierra de cadena que se ponía en marcha, un disparo y un alarido. Luego, la sierra se detuvo; Albion, que estaba ya en medio de la carretera, con una mano a manera de visera para mirar hacia la casa de los Cullum, oyó voces de chicas (Delbert había recibido la maldición de tener seis hijas, era lógico que fueran un tormento mutuo) seguidas por gritos de aflicción.

Más tarde, en el Minutas Haven, el viejo Albion relató su historia a un público fascinado, diciendo que había pensado volver a su casa para llamar a la delegada policial…, un momento antes de recordar que debía de ser ella quien acababa de hacer aquel disparo.

Albion optó por esperar junto a su buzón el desarrollo de los acontecimientos. Unos cinco minutos después de apagarse el ruido de la sierra, Ruth McCausland pasó en su coche hacia la ciudad. Cinco minutos después de ella, Del Cullum salió en su camioneta. Su descolorida esposa ocupaba el asiento junto al conductor. El vehículo iba cargado con un colchón y algunas cajas de cartón, llenas de ropa y vajilla. Nadie volvió a ver a Delbert y a Maggie Cullum en Haven. Las tres muchachas mayores de dieciocho años fueron empleadas en Derry y en Bangor. Las tres menores, repartidas en varios hogares. Casi todos los habitantes de Haven se alegraron de que aquella familia se deshiciera; habían sido como hongos venenosos reproduciéndose en un sótano oscuro. Hubo muchas especulaciones sobre qué había hecho Ruth en esa casa y sobre cómo lo había hecho, pero ella nunca lo comentó.

Tampoco fueron los Cullum los únicos encarcelados o expulsados de la ciudad por Ruth McCausland, ya canosa, delgada, con su metro sesenta y dos de estatura y sus cincuenta y seis kilos de peso. También lo fueron, por ejemplo, los hippies que se habían instalado a un kilómetro de la granja de Frank Garrick. Aquellos remedos de ser humano, piojosos inútiles que fumaban marihuana, llegaron y salieron delante de la punta del Zapatito de Ruth al mes siguiente. La sobrina de Frank, que escribía esos libros, era probable que fumara alguna porquería de vez en cuando, según se pensaba en la ciudad (en la ciudad creían que todos los escritores fumaban marihuana, bebían en exceso o pasaban la noche haciendo el amor en posiciones extrañas); pero ella al menos no la vendía, como los hippies en cuestión.

También estuvo el caso de los Jorgenson, que vivían en el camino Miller Bog. Benny Jorgenson murió de un ataque; Iva volvió a casarse tres años después, y se convirtió así en Iva Haney. No pasó mucho tiempo sin que sus hijos, un varón de siete años y una niña de cinco, comenzaran a tener accidentes domésticos. El niño se cayó al salir de la bañera, la pequeña se quemó el brazo en la cocina. Después, el varón resbaló en los mosaicos mojados y se rompió un brazo; la niña pisó un rastrillo oculto entre la hojarasca y el mango la golpeó en la cabeza. Finalmente, el niño tropezó en los escalones del sótano. Durante algunos días pareció que no sobreviviría; una mala racha como hay pocas, desde luego.

Ruth decidió que era demasiada mala suerte para la casa de los Haney.

Salió en su viejo Dodge Dart y encontró a Elmer Haney sentado en el porche, con una botella de cerveza; se escarbaba la nariz y leía un tebeo de hazañas bélicas. Ruth le sugirió que él traía mala suerte a la casa de Iva, en especial a Bethie y a Richard Jorgenson. Según le dijo, había notado que algunos padrastros daban muy mala suerte a sus hijastros. Y que quizá todo mejorase si Elmer Haney salía de la ciudad. Muy pronto. Antes de que la semana terminara.

—Usted no va a asustarme —dijo Elmer Haney, con tranquilidad—. Ahora ésta es mi casa. Le conviene salir de aquí antes de que le rompa la cabeza con un leño, bruja entrometida.

—Piénselo bien —repuso Ruth, sonriente.

Joe Paulson, que estaba estacionado junto al buzón de la casa, lo oyó todo; Elmer Haney hablaba en voz bastante alta y Joe no padecía de sordera, por cierto. Tal como el cartero lo contó más tarde en Minutas Haven, la discusión había empezado mientras él clasificaba la correspondencia; tuvo dificultades para terminar con la tarea hasta que el diálogo acabó.

—En ese caso, ¿cómo sabes que ella sonreía? —preguntó Elt Barker.

—Se le notaba en la voz —aseguró Joe.

Ese mismo día, algo más tarde, Ruth viajó hasta la comisaría de Derry para hablar con Butch Dugan, el Monstruo. Éste, con sus dos metros de estatura y sus ciento veintiséis kilos, era el policía más alto de toda Nueva Inglaterra. Y hubiera hecho cualquier cosa por la viuda de Ralph, excepto matar, aunque quizá también eso.

Dos días después, ambos volvieron a casa de Haney. Monstruo iba de civil, pues era su día libre. Iva Haney estaba trabajando. Bethie, en la escuela. Richard seguía en el hospital, por supuesto. Elmer Haney, quien todavía no había encontrado empleo, estaba sentado en el porche, con una botella de cerveza en una mano y una revista de historietas subidas de tono en la otra. Ruth y Monstruo Dugan le hicieron una visita de una hora, poco más o menos. Durante ese tiempo, Elmer Haney tuvo una asombrosa racha de mala suerte. Quienes le vieron abandonar la ciudad, esa misma noche, dijeron que parecía haber pasado por una criba para clasificar patatas. Pero sólo el viejo John Harley tuvo el valor de preguntar qué había ocurrido.

—Bueno, yo estaba asombrada —dijo Ruth, sonriente—. Fue lo más increíble que haya presenciado en mi vida. Mientras tratábamos de persuadirlo de que tal vez sus hijastros tuvieran mejor suerte si él se iba, decidió darse una ducha. ¡Justo mientras discutíamos con él! ¡Y se cayó en la ducha, fíjese usted! Después, se quemó el brazo en la cocina y resbaló en el mosaico al retroceder para apartarse del fuego. Entonces decidió que necesitaba aire fresco, pero al salir pisó el mismo rastrillo con que Bethie Jorgenson tropezó hace dos meses… en ese mismo instante decidió llenar sus maletas e irse. Creo que hizo bien, pobre hombre. Tendrá más suerte en cualquier otra parte.

5

En realidad, era la persona que más cerca estaba de ser el corazón de la ciudad. Tal vez por eso fue la primera en notar el cambio.

Comenzó con dolor de cabeza y sueños desagradables.

El dolor de cabeza se inició con el mes de julio. A veces era tan leve que apenas lo notaba. De pronto, sin previo aviso, se convertía en un pulso denso y palpitante detrás de la frente. En la noche del 4 de julio la atacó con tanta fuerza que se disculpó ante Christina McKeen, con quien había planeado ir a Bangor para ver los fuegos artificiales.

Esa noche se acostó cuando todavía quedaba luz en el cielo, pero oscureció antes de que lograra conciliar el sueño. Pensó que tal vez el calor y la humedad, que mantendrían despiertos a todos los pobladores de Nueva Inglaterra, no le permitían dormir. Y no era la primera noche de ese estilo. No recordaba otro verano tan húmedo y caluroso como ése.

Soñó con fuegos artificiales.

Sólo que no eran rojos, blancos y anaranjados; todos eran verdes, de un verde opaco y horrible. Estallaban en el cielo en explosiones de luz…; pero, en vez de abrirse, aquellas estrellas de mar se fundían unas con otras y se convertían en enormes llagas.

Cuando miró a su alrededor vio a personas con las que había convivido siempre: los Harley, los Crenshaw, los Brown, los Duplisseys, los Anderson, los Clarendon… Todos miraban al cielo; sus rostros color verde podrido, como fosforescencia de pantano. Se hallaban de pie frente a Correos, la farmacia, el Trastorio, el Minutas Haven, el banco Nacional; se encontraban delante de la escuela y la estación de servicio, los ojos llenos de fuego verde, las bocas abiertas en un gesto estúpido.

Se les estaban cayendo los dientes.

Justin Hurd se volvió hacia ella y sonrió; los labios, al retirarse, mostraron las encías rosadas y desnudas. A la luz descabellada del sueño, la saliva que chorreaba por aquellas encías parecía moco.

—Uno ze ziente bien —ceceó Justin.

Y ella pensó: «¡Salgamos de aquí! ¡Todos tienen que salir de aquí ahora mismo! ¡De lo contrario, morirán como Ralph!»

Justin caminaba hacia ella. Con creciente horror, Ruth vio que el rostro se le arrugaba; cambiaba, se convertía en un rostro abultado, lleno de costuras, como Lumpkin, su muñeco espantapájaros. Desesperada, miró alrededor, y vio que todos se habían convertido en muñecos. Mabel Noyes se volvió hacia ella; sus ojos azules eran calculadores y avariciosos, como siempre, pero sus labios se habían inflado en la curvada sonrisa de una muñeca china.

Tommyknockerz —ceceó Mabel, con voz resonante, cantarina…

Y Ruth despertó en la oscuridad, los ojos desorbitados, ahogando un grito.

El dolor de cabeza había desaparecido, al menos por el momento. Salió del sueño directamente a la claridad mental; en su pensamiento: Ruth, tienes que irte ahora mismo. No pierdas tiempo siquiera para preparar una maleta, ponte cualquier cosa, sube a tu Dart ¡y vete!

Pero no pudo hacerlo.

Volvió a acostarse. Al cabo de largo rato se quedó dormida.

6

Cuando avisaron que la casa de los Paulson estaba en llamas, el cuerpo de Bomberos Voluntarios acudió a apagar el fuego…, con asombrosa lentitud. Ruth llegó diez minutos antes que el primer coche-bomba. Cuando Dick Allison apareció por fin, ella sintió ganas de arrancarle la cabeza, aunque estaba segura de que el matrimonio Paulson había muerto… y Dick Allison también lo había sabido desde un principio, por supuesto. Por eso no se había molestado en apresurarse. Eso no ayudó a que Ruth se sintiera mejor. Todo lo contrario.

Ahora bien, ese conocimiento ¿qué era, con exactitud?

Ruth lo ignoraba.

Hasta captar el hecho del conocimiento resultaba casi imposible. Durante el incendio en la casa de los Paulson, Ruth se dio cuenta de que llevaba más o menos una semana sabiendo cosas que no tenía derecho a conocer. ¡Pero parecía tan natural! No salía con trompetas y campanas. El conocimiento formaba parte de ella (de todos los habitantes de Haven, por entonces) como el latir del corazón. No le prestaba atención, al igual que no prestaba atención al órgano que le palpitaba suave y acompasado en el pecho.

Pero tenía que pensar en ello, ¿verdad? Porque eso estaba cambiando a Haven, y los cambios no eran positivos.

7

Unos pocos días antes de que David Brown desapareciera, Ruth notó, con pálida consternación, que la ciudad la había expulsado. Nadie la escupía cuando caminaba por la calle, desde su casa a su oficina del ayuntamiento, nadie le arrojaba piedras. En los pensamientos de los otros percibía, en gran parte, la antigua bondad. Pero sabía que la gente se volvía para seguirla con la mirada. Ella caminaba con la cabeza alta y la expresión serena, como si la cabeza no le palpitara como un diente picado, o no hubiera pasado la noche anterior (y la otra, y todas las demás) dando vueltas en la cama, dormitando sólo para caer en horribles sueños recordados a medias, de los que le costaba salir con enorme trabajo.

La observaban… la observaban y esperaban, qué…

¿Qué?

Ella lo sabía: todos esperaban que se «convirtiera».

8

En la semana transcurrida entre el incendio de los Paulson y la segunda función de gala de Hilly, todo anduvo mal para Ruth.

En principio, con la correspondencia.

Seguía recibiendo facturas, circulares y catálogos, pero ninguna carta. No había correspondencia personal, de ningún tipo. Al cabo de tres días se acercó al correo. Nancy Voss, de pie tras el mostrador, caída de hombros, la miró sin expresión alguna. Cuando Ruth hubo terminado de explicarse, le pareció que hasta sentía el peso de la mirada de aquella mujer. Era como tener dos guijarros pequeños y polvorientos apoyados en el rostro.

En el silencio oyó que algo zumbaba en la oficina y emitía chirridos como de arañas. No tenía idea de qué

(sólo que le clasifica la correspondencia)

sería, pero no le gustó el ruido. Tampoco le agradaba estar allí, con la mujer que había sido amante de Joe Paulson y detestaba a Becka y…

Afuera hacía calor. Dentro, todavía más. Ruth sintió que el cuerpo se le cubría de sudor.

—Tiene que llenar un formulario de queja ante Correos —dijo Nancy Voss con voz lenta y sin inflexiones. Le tendió una tarjeta blanca por encima del mostrador—. Aquí tiene, Ruth.

Sus labios se retiraron hacia atrás, en una sonrisa sin alegría.

Ruth vio que la mujer había perdido la mitad de los dientes.

A sus espaldas, en el silencio: Scratch-schatch, scritchiscratch, scratch-scratch, scritchiscratch.

Ruth empezó a rellenar el formulario. El sudor le formaba grandes círculos en las axilas del vestido. Afuera, el sol castigaba sin cesar la oficina de correos. Hacía más de treinta grados a la sombra, sin duda, y no soplaba la menor brisa. Ruth adivinó que el pavimento estaría tan blando que se podría arrancar un trozo con los dedos para masticarlo, si uno quisiera.

Especifique el motivo de su queja, decía el formulario.

«Me estoy volviendo loca —pensó ella—, ése es el motivo de mi queja. Además, tengo mi primer período menstrual de los tres últimos años».

Con mano firme empezó a escribir que llevaba una semana sin recibir correspondencia certificada y que deseaba que se investigaran los motivos.

Scratch-schatch, scritchiscratch.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó, sin levantar la vista del formulario. Tenía miedo de hacerlo.

—Un artefacto que clasifica la correspondencia —zumbó Nancy—. Lo he inventado yo. —Hizo una pausa—. Pero usted ya lo sabía, ¿verdad, Ruth?

—¿Cómo iba a saber una cosa así a menos que usted me la dijera? —preguntó Ruth, con un esfuerzo enorme para dar a su voz una entonación agradable.

La estilográfica que estaba usando tembló por un instante y manchó el formulario. No tenía importancia: la correspondencia no le llegaba porque Nancy Voss se dedicaba a tirarla a la basura. Eso también formaba parte del conocimiento. Pero Ruth era fuerte; su rostro siguió claro y firme. Miró a Nancy a los ojos, aunque tenía miedo de su mirada negra y polvorienta, tenía miedo de ese peso.

«Anda, habla con franqueza, —decía la mirada de Ruth—. La gente como tú no me da miedo. Habla… pero si crees que voy a escapar chillando como un ratón, prepárate para recibir una sorpresa».

La mirada de Nancy vaciló y acabó por bajar, entonces le volvió la espalda.

—Avíseme cuando haya terminado de rellenar el formulario —dijo—. Tengo demasiado trabajo y no puedo quedarme con usted, rascándome. Desde la muerte de Joe, aquí se ha acumulado la labor de una manera impresionante. Tal vez por eso no está recibiendo

(sal de la ciudad perra, sal ahora que todavía te dejamos salir)

su correspondencia a tiempo, señora McCausland.

—¿Le parece?

Mantener la voz ligera y simpática requería un esfuerzo sobrehumano. El último pensamiento de Nancy la había golpeado como un puño, brillante y claro como un rayo. Miró el formulario de queja y vio un gran

(tumor)

borrón negro que lo cubría. Arrugó la tarjeta y la tiró.

Scritch-scritch-scratch.

La puerta se abrió tras ella. Al volverse vio que era Bobbi Anderson quien entraba.

—Hola, Bobbi —saludó.

—Hola, Ruth.

(vete ella tiene razón vete ahora que puedes ahora que todavía se te deja por favor Ruth yo nosotros casi todos te tenemos buena voluntad)

—¿Estás escribiendo alguna novela nueva, Bobbi?

Ruth apenas pudo evitar que le temblara la voz. Percibir los pensamientos era feo; una pensaba que estaba loca y que tenía alucinaciones. Pero oír semejante cosa de Bobbi Anderson

(mientras todavía puedes)

de Bobbi Anderson, nada menos, que era la persona más amable…

«Nada he oído —pensó. Y se aferró a la idea con una especie de cansada ansiedad—. Me he equivocado, eso es todo».

Bobbi abrió su casilla y sacó un manojo de correspondencia. La miró con una sonrisa. Ruth vio que había perdido una muela de abajo, a la izquierda, y un canino de arriba, a la derecha.

—Sería mejor que te fueras ahora, Ruth —dijo, con suavidad—. Sube a tu coche y vete. ¿No te parece?

Entonces Ruth sintió que se afirmaba; pese a su miedo y a las palpitaciones de su cabeza, se afirmó.

—¡Jamás! —replicó—. Ésta es mi ciudad. Y si tú sabes qué ocurre, di a cuantos lo sepan que no me presionen. Tengo amigos fuera de Haven, amigos que me escucharán con atención, por demencial que suene cuanto yo diga. Me escucharán en memoria de mi esposo, si no lo hacen por afecto hacia mí. En cuanto a ti, debería darte vergüenza. Esta ciudad también es tuya. Al menos lo era.

Por un momento le pareció que Bobbi estaba confundida y algo avergonzada. De inmediato, la vio esbozar una luminosa sonrisa; algo en aquella sonrisa infantil, con huecos entre los dientes, asustó a Ruth más que ninguna otra cosa. No era más humana que una sonrisa de trucha. Veía a Bobbi en los ojos de la mujer y la sentía en sus pensamientos, cierto, pero en aquella sonrisa nada había de Bobbi.

—Como quieras, Ruth —dijo—. En Haven todos te aman, lo sabes. Creo que dentro de una o dos semanas… tres, como mucho… dejarás de luchar. Pero me parecía bien ofrecerte la alternativa. Aunque si decides quedarte… Dentro de un tiempo estarás… bien, simplemente.

9

Entró en el supermercado en busca de tampones. No los había. Ni tampones ni compresas, ni gruesas ni delgadas, de ninguna marca.

Un cartel a mano decía: MAÑANA RECIBIREMOS EL NUEVO PEDIDO. ROGAMOS DISCULPEN ESTE INCONVENIENTE.

10

El 15 de julio, un viernes, empezó a tener problemas con el teléfono de su oficina.

Por la mañana era sólo un fastidioso zumbido que obligaba a gritar para hacerse oír. Hacia el mediodía, se agregó un sonido de descarga. A las dos de la tarde, el ruido era tal que el teléfono quedó inutilizado.

Cuando llegó a casa, descubrió que su teléfono no hacía ruido; estaba muerto. Se dirigió a casa de sus vecinos, los Fannin, para pedir a la compañía telefónica que fueran a reparárselo. Wendy Fannin estaba amasando pan en la cocina. Trabajaba un bollo de masa mientras la batidora preparaba otro poco de mezcla.

Ruth notó, con una cansada falta de sorpresa, que la batidora no estaba enchufada a la pared, sino a algo que parecía un juego electrónico sin tapa. Generaba un fuerte fulgor.

—Sí, claro que puedes usar el teléfono —dijo Wendy—. Ya sabes

(sal de aquí Ruth sal de Haven)

dónde está, ¿verdad?

—Sí. —Echó a andar hacia el vestíbulo, pero hizo una pausa—. He ido al supermercado de Cooder. Necesitaba tampones o compresas, pero se han terminado.

—Lo sé. —Wendy sonrió, mostrando tres huecos en una sonrisa que, una semana antes, había sido impecable—. Yo compré la penúltima caja. Pronto pasará. Nos «convertiremos» un poco más y eso pasará.

—¿De veras? —comentó Ruth.

—Oh, sí. —Y Wendy volvió a su pan.

El teléfono de los Fannin funcionaba bien. Ruth no se sorprendió. La operadora de la compañía telefónica dijo que enviarían a un técnico de inmediato. Ruth le dio las gracias y, al salir, hizo lo mismo con Wendy Fannin.

—De nada —exclamó la vecina, con una sonrisa—. Para servirte, Ruth. En Haven todos te amamos, ya lo sabes.

Ruth se estremeció a pesar del calor.

Los técnicos de la telefónica hicieron algo con la conexión de la línea, al costado de la casa. Después realizaron una prueba. El teléfono funcionaba a la perfección. Una hora después de que ellos se hubieran marchado, el aparato dejó de funcionar otra vez.

Ese atardecer, en la calle, Ruth sintió que un susurro de voces se elevaba en su cerebro, voces ligeras como las hojas momentáneamente levantadas por el viento del otoño.

(nuestra Ruth te queremos toda Haven te quiere)

(pero vete si te vas o cambia)

(si te quedas nadie quiere hacerte daño Ruth por eso márchate o)

(quédate pero déjanos)

(sí déjanos en paz Ruth no te entrometas déjanos)

(«convertirnos» sí deja que nos «convirtamos»)

Anduvo despacio, con la cabeza palpitante de voces.

Miró hacia el interior del Minutas Haven. Beach Jernigan, el cocinero, la saludó con la mano en alto. Ella respondió con el mismo gesto. Vio que Beach movía la boca, formando claramente las palabras: «Allí va». Varios hombres sentados ante el mostrador se volvieron para saludarla. Ruth vio huecos en sitios que, poco antes, estaban ocupados por dientes. Pasó junto al supermercado de Cooder. Después frente a la iglesia metodista. Ahora tenía ante sí el ayuntamiento, con su cuadrada torre de ladrillos rojos. Las manecillas del reloj marcaban las siete y cuarto de una tarde de verano; en toda Haven, los hombres estarían destapando botellas de cerveza fría y conectando la radio. Bobby Tremain y Stephanie Colson caminaban lentamente hacia el límite de la ciudad, a lo largo de la carretera Nueve, de la mano. Hacía cuatro años que eran novios; Ruth se dijo que era un milagro que Stephanie no hubiera quedado embarazada todavía.

Una simple tarde de verano, en el crepúsculo. Todo normal.

Nada era normal.

Hilly Brown y Barney Applegate salieron de la biblioteca; el pequeño David Brown los seguía como la cola de un barrilete. Ella preguntó a los niños qué libros habían sacado y ellos se lo mostraron de buena gana. Sólo en los ojos del pequeño David se vio un vacilante reconocimiento del pánico que Ruth sentía; también lo leyó en su mente. El hecho de que ella supiera de su miedo y no hiciera nada por calmarlo fue el motivo principal de que se exigiera tanto cuando el pequeño desapareció, dos días después. Otra persona se habría justificado, diciéndose: «Caramba, bastante tenía yo con lo mío para preocuparme por lo de David Brown». Pero Ruth no era de las mujeres que se consuelan con esas defensas. Había sentido el grave terror del niño. Más aún: había sentido su resignación, su seguridad de que nada detendría los hechos, de que éstos seguirían el curso predeterminado, de malo a peor. Y como para demostrar que tenía razón, ¡listo!: David había desaparecido. Ruth cargó con su culpa, como el abuelo del niño.

Ante el ayuntamiento giró para volver a su casa, y siempre con expresión simpática pese al horrible dolor de cabeza, pese al desconcierto. Los pensamientos giraban y bailaban.

(te amamos Ruth)

(podemos esperar Ruth)

(calla y duerme)

(sí duerme y sueña)

(sueña con cosas sueña con modos)

(de «convertirse» modos de «convertirse» modos de)

Entró en su casa, cerró la puerta con llave, subió por la escalera y apretó el rostro contra la almohada.

¡Oh Dios, cómo le habría gustado saber con toda exactitud qué significaba aquello!

Si te vas te vas si te quedas cambias.

Le habría gustado saber por qué, significara lo que significase, lo quisiera ella o no, le estaba ocurriendo. Por mucho que resistiera, ella también se estaba «convirtiendo».

(sí Ruth sí)

(duerme… sueña… piensa… «conviértete»)

(sí Ruth sí)

Estos pensamientos, crujientes y extraños, la siguieron hasta el sueño y se perdieron en la oscuridad. Ruth, atravesada en la cama, vestida, durmió con un sueño profundo.

Cuando despertó, aunque entumecida, su mente estaba despejada y fresca. El dolor de cabeza había pasado como el humo. La menstruación, tan poco digna y vergonzosa después de que ella la diera por terminada definitivamente, había cesado. Por primera vez en casi dos semanas volvía a ser ella misma. Se daría una larga ducha fría y después llegaría hasta el fondo de todo eso. Si hacía falta ayuda exterior, bien. Si tenía que permanecer algunos días o algunas semanas ante gente que la creía loca, de acuerdo. Se había pasado la vida edificándose una reputación de cordura y confiabilidad. ¿De qué servía esa reputación si no lograba convencer a la gente para que la tomara en serio, aun cuando dijera cosas absurdas?

Mientras se quitaba el vestido, arrugado por el sueño, los dedos se le petrificaron de repente sobre uno de los botones.

Su lengua acababa de encontrar un lugar vacío entre los dientes de abajo. Sentía un dolor sordo y distante en ese hueco. Bajó la vista al cubrecama. Allí, donde había posado la cabeza, encontró el diente que se le había caído durante la noche. De pronto, todo dejó de parecer sencillo, absolutamente todo.

Notó que el dolor de cabeza había vuelto.

11

A Haven le esperaban días más calurosos aún. En agosto, durante una semana, el termómetro superaría los treinta y siete grados todos los días. Mientras tanto, el período de días bochornosos y húmedos que se extendió entre el 12 y el 19 de julio fue más que suficiente para todos los de la ciudad, gracias.

Las calles reverberaban. Las hojas de los árboles pendían laxas y polvorientas. Los sonidos llegaban hasta muy lejos en el aire quieto; la vieja camioneta de Bobbi Anderson, convertida en excavadora, resonó con toda claridad en la aldea durante la mayor parte de esos ocho días calurosos. La gente sabía que estaba ocurriendo algo importante en «lo del viejo Frank Garrick», algo importante para la ciudad, pero nadie hablaba de ello en voz alta, así como tampoco mencionaban el hecho de que eso había vuelto bastante chiflado a Justin Hurd, el vecino más próximo a la casa de Bobbi. Justin construía cosas (eso era parte de su «conversión»), pero como se había vuelto loco, algunas de las cosas que hacía eran un peligro en potencia. Una de ellas era un objeto que provocaba ondas armónicas en la corteza terrestre, ondas que podían originar un terremoto capaz de abrir todo el estado y enviar la mitad exterior al océano Atlántico.

Justin había ideado su máquina de ondas armónicas para sacar de sus madrigueras a todos los conejos y las marmotas (se le comían las lechugas, qué joder). «Voy a sacar a sacudidas a esos pequeños condenados», pensó.

Un día, Beach Jernigan fue a casa de Justin mientras éste araba el maíz del sector oeste (ese día hizo pedazos más de cuatro hectáreas de maíz, sudando profusamente y con los labios estirados hacia atrás, en una constante mueca de maniático, preocupado por salvar tres surcos de lechugas), y desmanteló el artefacto, que consistía en componentes de estéreo reformados. Cuando Justin volviera y descubriera la desaparición del aparato, era posible que pensara que los malditos conejos y condenadas marmotas lo habían robado; quizá lo reconstruyera; en ese caso, Beach o alguna otra persona tendría que desmantelarlo otra vez. Con un poco de suerte, se sentiría inspirado para construir algo menos peligroso.

Todos los días, el sol se elevaba en un cielo del color de la porcelana pálida; después parecía pender en el techo del mundo. Detrás de Minutas Haven, una hilera de perros yacía, jadeando, a la escasa sombra del alero, tan acalorados que ni siquiera se rascaban las pulgas. Las calles aparecían casi desiertas. De vez en cuando, alguien atravesaba la aldea, desde (o hacia) Derry y Bangor. No eran muchos, claro está, porque la autopista resultaba mucho más rápida.

Quienes pasaban por allí notaban una brusca y extraña mejoría en la recepción de la radio; un sorprendido camionero, que circulaba por la carretera Nueve por haberse aburrido de la autopista, sintonizó una estación de rock que transmitía desde Chicago. Dos ancianos, que iban hacia Bar Harbor, escucharon música clásica emitida desde Florida. Tan fantasmagórica recepción desaparecía en cuanto salían de Haven.

Algunos de esos viajeros experimentaban efectos secundarios más desagradables: dolores de cabeza y náuseas, sobre todo; a veces, las náuseas eran muy acentuadas. En general culpaban de ello a la comida que se consumía durante el viaje, suponiendo que estaría echada a perder por el calor.

Un niñito de Quebec, que viajaba hacia Old Orchard con sus padres, perdió cuatro dientes de leche en los diez minutos que el coche familiar tardó en cruzar el distrito de Haven. La madre juró en francés que nunca en su vida había visto algo parecido. Esa noche, en un motel de Old Orchard, los ratoncitos se llevaron los cuatro dientes (que apenas estaban flojos, según la madre) y dejaron un dólar a cambio.

Un matemático del instituto tecnológico, que iba a un congreso sobre números semilógicos, cobró súbita conciencia de que estaba a punto de captar un modo completamente nuevo de enfocar las matemáticas y la filosofía de las mismas. Se puso gris; su sudorosa piel quedó fría de pronto, en tanto él concebía con perfecta claridad el modo en que ese concepto daría prontas pruebas de que todos los números pares superiores a dos son la suma de dos números primos; de que el concepto se podía utilizar para trisecar el ángulo y…

Se apartó del camino para bajar del coche y vomitó en una zanja. Después permaneció de pie, tembloroso, con las rodillas flojas, junto a su vómito (que contenía uno de sus caninos, aunque por entonces estaba demasiado exaltado para reparar en la pérdida de un diente). Le ardía en los dedos la necesidad de coger una tiza y cubrir la pizarra con senos y cosenos. En su recalentado cerebro bailoteaban visiones del premio Nobel. Volvió a dejarse caer en el coche y reanudó el viaje hacia Orono, obligando a su herrumbroso Subaru a correr a ciento veinte kilómetros por hora. Pero cuando llegó a la población vecina, su gloriosa visión se había empañado. Al llegar a Orono, sólo quedaba un leve destello. Supuso que había sido un pasajero golpe de calor. Durante el primer día del congreso estuvo pálido y silencioso, llorando por su gloriosa visión efímera.

Ésa fue también la mañana en que Mabel Noyes pasó a ser «no-persona», mientras trabajaba en el sótano del Trastorio. No sería correcto decir que «murió por accidente» ni que «se mató por descuido». Ninguna de esas frases explicaría con exactitud qué fue de ella. Mabel no se dio un balazo en la cabeza mientras limpiaba un arma ni metió el dedo en un enchufe; simplemente, desintegró sus propias moléculas y salió de la existencia. Fue rápido y nada sucio. Hubo un destello de luz azul y Mabel desapareció. Sólo quedó un humeante tirante de su sostén, y un artefacto que parecía un abrillantador de plata. En realidad, eso era. Mabel pensó que facilitaría mucho una tarea sucia y pesada, y se preguntó por qué no lo había fabricado antes. Y en el nombre de Dios, ¿cómo era posible que no estuviera a la venta en cualquier parte, si tan fácil resultaba de hacer? Quizá en Corea pudieran fabricarlos por toneladas. Después de todo, había otras tonterías que estaban fabricando por toneladas. Aunque tal vez hubiera que estarles agradecidos por ello desde que los japoneses se habían vuelto tan engreídos que ya no fabricaban tonterías. Comenzaba a idear montones de cosas que fabricaría con los artefactos usados que tenía en su negocio. Cosas maravillosas. Las buscaba una y otra vez en los catálogos y siempre se asombraba de que no estuvieran a la venta. «Cielos —pensaba—, ¡creo que voy a ser rica!» Sólo qué conectó mal algún cable del abrillantador de la plata y terminó pasando a la Dimensión Desconocida en sólo 0,0006 nanosegundos.

En verdad, no la echaron mucho en falta.

Haven yacía aplastada, en el fondo de un cuenco de aire estancado. Desde los bosques, detrás de la propiedad de Garrick, llegaban ruidos de máquinas. Bobbi y Gardener seguían cavando.

Por lo demás, toda la ciudad parecía dormitar.

12

Esa tarde Ruth no dormitaba.

Pensaba en los ruidos que provenían de la propiedad de Bobbi y en la misma Bobbi (ella, al menos, ya no hablaba de la granja del viejo Garrick).

Había un pozo común de conocimientos en la ciudad, un conjunto de pensamientos que todos compartían. Un mes atrás, Ruth habría dicho que esa idea era una locura. Pero resultaba innegable. El conocimiento estaba allí, igual que las voces susurrantes.

Y parte de ese conocimiento era saber que Bobbi lo había iniciado todo.

Lo hizo sin darse cuenta, pero aquel movimiento era por su causa. Ahora ella y su amigo (Ruth ignoraba todo acerca de ese amigo, sabía de su existencia sólo porque lo había visto allá, sentado con Bobbi en el porche, en los atardeceres) trabajaban doce y catorce horas diarias, empeorándolo todo. En su opinión, el amigo no tenía idea cabal de lo que hacía. De algún modo, quedaba fuera de la red comunal.

¿Y cómo lo estaban empeorando todo?

Ruth lo ignoraba; ni siquiera sabía con seguridad qué hacían. Eso también estaba bloqueado, no sólo para Ruth, sino para todo Haven. A su debido tiempo se enterarían, cuando se «convirtieran», así como la menstruación de todas las mujeres entre ocho y sesenta años, más o menos, había cesado al mismo tiempo. Tenía algo que ver con una excavación: eso era todo cuanto Ruth podía decir. Una tarde, en una siesta ligera, soñó que Bobbi y su amigo estaban desenterrando un gran cilindro plateado, de unos sesenta metros de diámetro. A medida que la superficie quedaba más al descubierto, se veía en su centro un cilindro mucho más pequeño, de acero, que mediría unos tres metros de diámetro y uno cincuenta de altura; sobresalía como un pezón del centro de ese objeto. En ese pezón había grabado un símbolo +; al despertar, Ruth comprendió que había soñado con una gigantesca pila alcalina sepultada en la tierra y el granito de aquella propiedad, una pila más grande que el granero de Frank Spruce.

Ruth sabía que, a pesar de ignorar qué era aquel objeto, no se trataba de una pila gigantesca. Pero… en cierto modo, pensaba que se trataba de eso, exactamente. Bobbi había descubierto una inmensa fuente de energía, convirtiéndose en su prisionera. Esa misma energía galvanizaba y aprisionaba a un tiempo a toda la ciudad. Y se volvía cada vez más potente.

Tienes que dejarlo pasar —dijo una voz interior—. Tienes que hacerte a un lado y dejar que las cosas sigan su curso. Te querían, Ruth: eso es cierto. Oyes voces en tu cabeza como si el viento de otoño hiciese volar las hojas, no sólo las levanta para dejarlas caer otra vez, sino que las arrebata en un ciclón; oyes sus voces mentales y, aunque a veces suenan balbuceantes y confusas, no creo que te mientan. Y cuando esas voces dicen que te querían, que todavía te quieren, están diciéndote la verdad. Pero si te entrometes en todo esto que ocurre aquí, creo que te matarán, Ruth. Al amigo de Bobbi no; él, de alguna manera, es inmune. No oye voces. No «se convierte». Salvo borracho. Eso dice la voz de Bobbi: «Gard “se convierte” cuando está borracho». Pero los demás… si te entrometes… te matarán, Ruth. Suavemente. Con amor. Así que hazte a un lado. Deja que pase.

Pero, en ese caso, toda su ciudad sería destruida. No se trataba de un cambio de nombres, como el que había sufrido una y otra vez; ni tampoco de una herida, como la que aquel elocuente predicador le había hecho, sino de la destrucción. Y Ruth sería destruida con ella, porque la energía estaba mordisqueándole ya la médula. Ella lo sentía.

Muy bien. ¿Qué harás, entonces?

Por el momento, nada. Tal vez las cosas mejoraran por su cuenta. Mientras tanto, ¿tenía algún modo de controlar sus pensamientos?

Empezó a experimentar con trabalenguas: El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será. Tres tristes tigres comen trigo en tres tristes platos de trigo. Pimentón, desempimentónate. Descubrió que, con un poco de práctica, era capaz de mantener uno de ellos resonando sin cesar en el fondo de su mente.

Caminó hasta el mercado para comprar carne picada y dos mazorcas de maíz tiernas para la cena. Mantuvo una amena conversación con Madge Tilletts, la de la caja, y con Dave Rutledge, que estaba sentado en su lugar de costumbre, en la parte delantera del negocio, esterillando lentamente una silla con sus viejas manos artríticas. Sólo que el viejo Dave no parecía tan viejo como se le había visto en los últimos tiempos. En absoluto.

Los dos la miraron con desconfianza, sorprendidos…, desconcertados.

«Me oyen, pero no muy bien. ¡Los estoy burlando! ¡De veras!» No sabía hasta qué punto ocurría. Tampoco podía confiar demasiado en su capacidad de hacerlo, pero daba resultado. Eso no significaba que no pudieran leer su mente varios de ellos si se reunían para escarbarle el cerebro en equipo. Ella presentía que eso era posible. Pero al menos contaba con algo; tenía una flecha en el carcaj, hasta entonces vacío.

Esa noche, la noche del sábado, decidió esperar hasta el martes a mediodía; sesenta horas, más o menos. Si las cosas continuaban para empeorar, recurriría a la policía estatal de Derry, buscaría a algunos amigos de su esposo (Monstruo Dugan, para empezar) y les contaría qué estaba sucediendo a sesenta kilómetros de allí, por la carretera Nueve.

Tal vez no fuese el mejor de los planes, pero tendría que servir.

Ruth McCausland se quedó dormida.

Y soñó con pilas enterradas.