UNO

LA CIUDAD

1

La ciudad tuvo cuatro nombres antes de convertirse en Haven.

Comenzó su existencia municipal en 1816 como Plantación Montville. Los terrenos y cuanto contenían eran propiedad de un hombre llamado Hugh Crane. En 1813, Crane la compró al estado de Massachusetts, del que Maine era por entonces una provincia. Su nuevo propietario había sido teniente en la guerra de la Independencia.

El nombre de Plantación Montville era una broma. El padre de Crane no se había aventurado más allá de Dover en toda su vida; cuando se produjo la ruptura de la colonia con Gran Bretaña, siguió siendo un tory[8] leal y terminó su existencia como par del reino, duodécimo conde de Montville. Hugh Crane, su hijo mayor, habría sido el decimotercer conde de Montville, pero su enfurecido padre lo desheredó. Él, sin perturbarse en lo más mínimo, pasó a autotitularse alegremente primer conde de Maine y, a veces, duque de Anywhere[9].

Los terrenos que Crane llamó Plantación Montville consistían en unas ocho mil ochocientas hectáreas. Cuando a Crane se le otorgó la incorporación, la Plantación Montville pasó a ser la ciudad número ciento noventa y tres incorporada a la provincia de Maine, en el estado de Massachusetts. El propietario había comprado esas tierras porque allí abundaban los árboles de buena madera, desde Derry se podían llevar los troncos por el río hasta el mar, y, además, se hallaba a sólo treinta kilómetros de distancia.

¿Qué precio tenía la zona que, con el correr del tiempo, llegaría a convertirse en Haven?

Hugh Crane había comprado todo aquello por el equivalente en dólares de mil ochocientas libras.

Claro que, en aquellos tiempos, la libra valía mucho más.

2

En 1826, a la muerte de Hugh Crane, había ciento tres residentes en la Plantación Montville. Durante seis o siete meses al año, los leñadores duplicaban esa población; pero, en realidad, no contaban, porque gastaban su poco dinero en Derry, y era en Derry donde solían establecerse cuando ya estaban demasiado viejos para trabajar en los bosques. En aquellos tiempos, estar demasiado viejo para trabajar significaba tener alrededor de veinticinco años.

De cualquier modo, hacia 1826, el asentamiento que con el tiempo se convertiría en Haven había empezado a crecer a lo largo de la cenagosa carretera que corría hacia el Norte, hacia Derry y Bangor.

Comoquiera que llamara uno a la carretera (y con el transcurso del tiempo llegó a ser, salvo en la memoria de los veteranos más viejos, como Dave-Rutledge, sólo la carretera 9), era la que los leñadores debían tomar al final de cada mes, cuando iban a Derry a gastarse los jornales en prostitutas y bebida. Aunque reservaban sus gastos grandes para la gran ciudad, la mayoría estaba dispuesta a entretenerse un rato en la taberna y posada de Cooder, para tragar el polvo con una o dos cervezas. No era mucho, pero bastaba para que el negocio prosperara. El almacén general, al otro lado de la carretera (propiedad de un sobrino de Hiram Cooder), no tenía tanto éxito; pero, aun así, rendía sus utilidades. En 1828 se abrió un negocio de barbería y curaciones, con capital y trabajo de un primo de Hiram Cooder, junto al almacén. Por entonces, no era raro entrar en aquel próspero establecimiento y ver a un leñador reclinado en una de las tres sillas, haciéndose cortar el pelo y suturar una herida en el brazo, mientras dos grandes sanguijuelas reposaban sobre cada párpado cerrado y enrojecían a medida que se hinchaban, protegiéndose así, al mismo tiempo, de cualquier infección en el corte del brazo y del mal que era conocido como «dolor de sesos». En 1830 se inauguró una hostería-comedor, propiedad de George, hermano de Hiram Cooder, en el extremo sur de la aldea.

En 1831, la Plantación Montville pasó a ser Coodersville.

Y eso no sorprendió a la gente.

Siguió como Coodersville hasta 1864, época en que se le cambió el nombre por el de Montgomery, en honor a Ellis Montgomery, un muchacho de la zona que había caído en Gettysburgh, donde, según algunos, el 20.° Regimiento de Maine defendió la Unión por sí solo. El cambio parecía buena idea. Después de todo, el viejo loco de Albion, único Cooder vivo en la aldea, se había suicidado dos años antes, después de ir a la quiebra.

En los años que siguieron al fin de la guerra civil, el estado fue invadido por una moda, tan inexplicable como casi todas las modas. No se trataba de faldas con miriñaque ni de patillas anchas, sino de dar nombres clásicos a todas las ciudades pequeñas; por eso, en Maine, hay una Esparta, una Cartago y una Atenas, con una Troya a dos pasos. En 1878, los residentes de la ciudad decidieron por votación que se cambiaría una vez más el nombre de la ciudad, esta vez por el de Ilium. Esto provocó una lacrimosa parrafada de la madre de Ellis Montgomery en la reunión municipal. En realidad, la parrafada fue más senil que resonante, puesto que la madre del héroe estaba ya cargada de años (setenta y cinco para más exactitud). Dice la leyenda que los ciudadanos escucharon con paciencia algo culpable, y que quizá habrían reconocido esa decisión (algunos pensaban que la señora Montgomery tenía razón al decir que catorce años no eran la «memoria inmortal» que habían prometido a su hijo en la ceremonia del cambio de nombres, efectuada el 14 de julio de 1864) de no ser porque la vejiga de la buena señora eligió ese momento para aflojarse. La ayudaron a abandonar el salón de reuniones, aún rabiando contra los ingratos filisteos que lamentarían ese día.

De cualquier modo, Montgomery pasó a ser Ilium.

Y transcurrieron veintidós años.

3

Llegó un predicador de labia fácil que, por algún motivo, pasó de largo por Derry y prefirió alzar su carpa en Ilium. Se presentó con el nombre de Colson, pero Myrtle Duplissey, historiadora de Haven por decisión propia, llegó a convencerse de que el verdadero nombre de Colson era Cooder, hijo ilegítimo de Albion Cooder.

Con independencia de quién fuese, antes de que el maíz estuviera listo para la cosecha, se llevó a casi todos los cristianos de la ciudad a su propia y vivaz versión de la fe…, con gran desesperación del señor Hartley, quien predicaba a los metodistas de Ilium y Troy (Troya), y del señor Crowell, quien cuidaba del bienestar espiritual de los bautistas de Ilium, Troy, Edna y Unity. De cualquier modo, sus exhortaciones eran voces en el desierto. La congregación del predicador Colson continuó creciendo a medida que ese perfecto verano de 1900 se acercaba a su fin.

Decir que las cosechas de ese año fueron muy abundantes sería degradarlas; la débil tierra de Nueva Inglaterra, tan avara como Scrooge[10], ese año brindó un botín interminable. El señor Crowell, el bautista, se tornó depresivo y silencioso. Tres años después se ahorcó en el sótano de su casa parroquial de Troy.

El señor Hartley, el ministro metodista, por su parte estaba cada vez más alarmado por el fervor evangélico que corría por Ilium como una epidemia de peste. Tal vez se debió a que los metodistas son, en circunstancias normales, los menos demostrativos entre los siervos de Dios; no escuchan sermones, sino «mensajes»; oran en decoroso silencio y consideran que sólo es correcto pronunciar el amén a coro al terminar el padrenuestro y los pocos himnos que el coro no canta. Sin embargo, esas personas tan poco demostrativas estaban haciendo de todo, desde pronunciar ininteligibles balbuceos de fervor religioso hasta revolcarse de éxtasis.

—Cuando quieran darse cuenta —decía el señor Hartley a veces—, estarán acariciando serpientes.

Las reuniones de martes, jueves y domingos en la carpa del predicador, junto a la carretera a Derry, eran cada vez más vocingleras, alocadas y emocionales.

—Si esto ocurriera en una fiesta de carnaval, dirían que es histeria —comentaba el metodista a Fred Perry, diácono de la Iglesia y su único amigo íntimo—. Pero como ocurre bajo la carpa de un predicador, se excusan diciendo que es el Fuego de Pentecostés.

Con el transcurso del tiempo, las sospechas del reverendo Hartley quedaron ampliamente justificadas; pero Colson había huido por entonces, después de recoger una buena cosecha de sólido dinero en efectivo y cálidas mujeres. Antes de irse, puso su imperecedero sello a la ciudad cambiándole el nombre por última vez.

En aquella calurosa noche de agosto, su sermón se sintió con el tema de la cosecha como símbolo de la gran recompensa de Dios; después pasó a la ciudad en sí. Por entonces, Colson ya se había quitado el esmoquin. El cabello, mojado de sudor, le caía por los ojos. Las hermanas habían comenzado a exagerar los amén, aunque faltaba un rato para que se iniciaran los balbuceos y las contorsiones.

—Considero que esta ciudad está santificada —dijo Colson a su congregación, aferrado a los costados del púlpito con sus grandes manos. Tal vez la consideraba santificada por algún otro motivo, no sólo porque su honrosa persona la hubiera elegido para plantar su carga…, además de su simiente; de ser así, ni lo dijo—. Considero que es un verdadero refugio[11]. ¡Sí! He encontrado aquí un refugio que me hace pensar en mi hogar, una tierra encantadora, tal vez no tan distinta a la que Adán y Eva conocieron antes de recoger la fruta de aquel árbol que tendrían que haber dejado en paz. ¡Santificada! —bramó el predicador Colson.

Años después, aún quedaban miembros de su congregación que hablaban con admiración de lo bien que gritaba por Jesús, aunque fuera un pillo.

—¡Amén! —gritó la congregación.

La noche, aunque calurosa, no lo era tanto como para justificar los rubores en tantas mejillas y frentes femeninas. Esos rubores se habían hecho muy corrientes desde la llegada del predicador Colson.

—¡Esta ciudad es una gloria para Dios, ni más ni menos!

—¡Aleluya! —chillaron los fieles, jubilosos.

Los pechos se agitaban. Los ojos relucían. Las lenguas salían a humedecer los labios.

—¡Esta ciudad ha recibido una promesa! —gritó Colson, paseándose a grandes zancadas. De vez en cuando se echaba hacia atrás los rizos negros, con un cabeceo rápido que dejaba al descubierto los fuertes tendones del cuello—. ¡Esta ciudad ha recibido una promesa y esa promesa es la abundancia de la cosecha! ¡Y esa promesa será cumplida!

—¡Alabado sea Jesús!

Colson volvió al púlpito, se aferró a él y los miró con expresión adusta.

—Por eso no comprendo que una ciudad que promete la cosecha de Dios, que es el refugio de Dios, que es capaz de hablar de estas cosas, tenga un nombre extranjero, hermanos. Tiene que haber sido la obra del demonio en la última generación.

Al día siguiente se iniciaron las conversaciones para cambiar el nombre de la ciudad; en vez de Ilium, Haven. El reverendo Crowell protestó muy nervioso contra el cambio; el reverendo Hartley lo hizo con mucho más vigor. Los funcionarios de la ciudad se mantenían neutrales; se limitaron a señalar que costaría veinte dólares al municipio cambiar los Documentos de Incorporación en los archivos de Augusta y, tal vez, otros veinte más para el reemplazo de los carteles señalizadores. Por no mencionar los membretes de cartas y documentación de la ciudad.

Mucho antes de la reunión municipal de marzo, en la cual se trataría y votaría el artículo 14 («Si la ciudad aprueba el cambio de nombre del Municipio Incorporado a Maine N.° 193 ILIUM por el de HAVEN»), el predicador Colson había plegado su carpa y se había esfumado en la oscuridad nocturna. Dicha desaparición se produjo en la noche del 7 de septiembre, después de lo que Colson había llamado, durante semanas enteras, el Gran Festival de la Cosecha de 1900. Desde un mes antes, como mínimo, había dejado muy claro que sería la reunión más importante de todo el año para la ciudad, y tal vez la más importante de toda su vida para él si decidía establecerse allí, algo que, con creciente frecuencia, le parecía ordenado por Dios. ¡Y cómo hizo palpitar los corazones de las damas con esa noticia! Era, según dijo, una gran ofrenda de amor al amante de Dios que había proporcionado a la ciudad una temporada tan espléndida y aquella magnífica cosecha.

Pero Colson levantó la suya propia. Comenzó por instar a los concurrentes a donar la mayor «ofrenda de amor» de su estancia en la zona. Terminó arando y sembrando, no a dos, ni a cuatro, sino a seis jóvenes doncellas, después de la reunión, en los campos en que había levantado su carpa.

—A los hombres les gusta presumir, pero creo que la gran mayoría tiene una pistolita de bolsillo en el pantalón, por mucho que presuman. —Así decía el viejo Duke Barfield en la barbería una noche. Si hubiese existido un certamen de Hombres Malolientes de la Ciudad, el viejo Duke habría ganado el premio extraordinario sin esforzarse. Olía a huevo que hubiera pasado un mes en un charco embarrado. Era escuchado, pero desde lejos y con el viento en contra, dentro de lo posible—. He oído de hombres que tienen pistola de dos cañones en el pantalón; supongo que puede ser, de vez en cuando. En una ocasión, hasta me hablaron de un tipo que tenía una con tres. ¡Pero nunca he sabido de alguien como ese hijo de puta de Colson, que se vino con una de seis!

Tres de las conquistas de Colson eran vírgenes antes de la invasión del gallo de Pentecostés.

La ofrenda de amor de esa noche, a finales del verano de 1900, fue generosa en verdad, aunque los chismes de la barbería difirieran con respecto a la generosidad de la parte monetaria. Todos coincidían en que, aun antes del Gran Festival de la Cosecha (el sermón se había prolongado hasta las diez, los cánticos evangélicos hasta la medianoche y las revolcadas en el heno hasta bien pasadas las dos) había corrido mucho dinero. Algunos señalaban también que Colson había gastado poco durante su estancia. Las mujeres se peleaban por el privilegio de llevarle las comidas; el dueño del hotel le había prestado un cochecito con su caballo por tiempo indefinido… y nadie, por supuesto, le cobraba un centavo por los entretenimientos nocturnos.

En la mañana del 8 de septiembre, carpa y predicador habían desaparecido. Colson había cosechado bien…, y sembrado con igual éxito. Entre el 1 de enero y la reunión municipal, a finales de marzo de 1901, nacieron nueve niños ilegítimos, tres niñas y seis varones. Esos nueve «hijos del amor» presentaban una notable semejanza entre sí; seis de ellos tenían ojos azules y los nueve nacieron con abundante cabello negro. Los chismes de la barbería (y no hay en la tierra grupo masculino capaz de casar con tanto éxito la lógica y la sagacidad como esos ociosos que se rascan en las sillas de mimbre, mientras lían cigarrillos o lanzan balazos pardos de tabaco a las escupideras) señalaban también que era difícil determinar cuántas jovencitas habían abandonado la ciudad para «visitar a sus familiares» en otras poblaciones. Además se comentaba que muchas mujeres casadas de la zona habían dado a luz entre enero y marzo. ¿Quién podía asegurar algo sobre ellas?

Pero los concurrentes a la barbería conocían bien, por supuesto, lo ocurrido el 29 de marzo, fecha en que Faith Clarendon había dado a luz un robusto bebé de casi cuatro kilos. Un fuerte viento húmedo del Norte zumbaba en los aleros de los Clarendon y descargaba la última nevada de 1901 hasta que noviembre llegara. Cora Simard, la partera que había ayudado en el nacimiento, dormitaba junto a la cocina, en espera de que Irwin, su marido, lograra abrirse paso entre la tormenta para llevarla a casa. La partera vio que Paul Clarendon se aproximaba a la cuna en donde dormía el nuevo hijo, en el rincón más abrigado de la cocina, y se le quedaba mirando fijamente. Permaneció allí por más de una hora. Cora cometió la terrible equivocación de confundir esa fijeza con amor y maravilla. Se le cerraron los ojos. Cuando despertó de su somnolencia, Paul Clarendon estaba de pie ante la cuna, con la navaja en la mano. Levantó al bebé por sus espesos mechones renegridos y, antes de que Cora tuviera tiempo de abrir la boca para gritar, lo degolló. Salió de la cocina sin decir una palabra. Un momento después se oyeron gorgoteos en el dormitorio.

Cuando Irwin Simard, aterrorizado, reunió el valor suficiente para entrar en el dormitorio de los Clarendon, encontró al matrimonio en la cama, agarrados de la mano. Paul había degollado a su mujer; y, después de tenderse a su lado, la había cogido de la mano, y se había cortado el cuello.

Todo eso ocurrió dos días después que la ciudad votara el cambio de nombre.

4

El reverendo Hartley se oponía de manera terminante a que se diera a la ciudad un nombre sugerido por alguien que había resultado ser ladrón, fornicador, falso profeta y ladino. Eso había dicho desde el púlpito, recogiendo las señales de asentimiento de sus fieles con un placer casi vengativo, nada habitual en él. El 27 de marzo de 1901 se presentó a la reunión municipal, en la confianza de que el artículo 14 fuera vetado. Ni siquiera le preocupó la brevedad del debate entre la lectura del artículo y el lacónico «¿Qué se decide, señores?», del presidente a los administradores. Si hubiese tenido la más leve sospecha, Hartley se habría expresado con vehemencia, hasta con furia, por única vez en su vida. Pero ni siquiera tenía esa leve sospecha.

—Quienes estén a favor, digan sí —indicó el presidente, Luther Ruwall.

Ante el sólido (aunque no muy apasionado) «¡Sí!» que sacudió las vigas del techo, Hartley tuvo la sensación de haber recibido un puñetazo en el vientre. Miró alrededor, desesperado, pero era demasiado tarde. La fuerza de ese «sí» lo había cogido tan por sorpresa que no tenía idea de cuántos, en su propia congregación, se habían vuelto contra él para votar a favor de la moción.

—Un momento… —dijo en voz alta, aunque tan estrangulada que nadie lo oyó.

—¿Quiénes se oponen?

Unos pocos noes diseminados. Hartley trató de gritar el suyo, pero de su garganta sólo escapó una sílaba sin sentido:

—¡Nik!

—Moción aprobada —dijo Luther Ruwall—. Ahora pasaremos al artículo 15.

El reverendo Hartley sintió un calor súbito, demasiado calor. Incluso notó que estaba a punto de desmayarse. Se abrió paso entre la multitud de hombres de camisas a cuadros y embarrados pantalones de franela, entre las nubes de humo acre despedido por las pipas y los cigarros baratos. Aún estaba mareado, pero además tenía la sospecha de que vomitaría antes de desmayarse. Una semana antes no habría comprendido lo profundo de su horror. Un año después ni siquiera reconocería haber sentido esas emociones.

De pie en el escalón superior de la casa municipal aspiró el aire tibio a grandes bocanadas, aferrado al pasamanos como para no morir, mientras contemplaba los campos de nieve medio fundida. En algunos lugares se veía ya la tierra cenagosa. Con ensañada crudeza, también muy poco habitual en él, se dijo que esos campos parecían los faldones de un camisón cagado. Por primera y única vez sintió una amarga envidia por Bradley Colson… o Cooder, si ése era su verdadero nombre. Colson había huido de Ilium… oh, perdón, de Haven. Había huido, y Donald Hartley lamentaba no poder hacer otro tanto. ¿Por qué habían aprobado eso?

¡Sabían lo que ese hombre era! ¿Por qué ellos…?

Una mano fuerte y cálida cayó sobre su espalda. Al volverse vio que era Fred Perry, su buen amigo. El largo y feo de Fred lucía una expresión preocupada. Hartley sintió que sus labios se curvaban en una involuntaria sonrisa.

—¿Te sientes bien, Don? —preguntó Fred.

—Sí. Por un momento me he mareado. Ha sido la votación. No la esperaba.

—Tampoco yo —respondió Fred.

—Mis feligreses también han dado su aprobación —dijo Hartley—. Es forzoso. Sonó tan potente que deben de haberlo aprobado, ¿no te parece?

—Bueno…

El reverendo Hartley sonrió un poquito.

—Al parecer, no sé tanto como yo creía sobre la naturaleza humana.

—Entra, Don. Van a discutir si se pavimenta la calle Ridge.

—Prefiero quedarme afuera un rato más —dijo Hartley—, para pensar en la naturaleza humana… —Se interrumpió. En el momento en que Fred Perry se volvía para entrar, el reverendo preguntó, casi suplicante—: ¿Los comprendes tú, Fred? ¿Comprendes por qué han hecho eso? Tienes casi diez años más que yo. ¿Lo comprendes?

Y Fred Perry, que había gritado su propio sí detrás del puño cerrado, meneó la cabeza y dijo que no, que no lo comprendía.

Sentía verdadero aprecio por el reverendo. Lo respetaba, sí. Pero a pesar de todo eso (o quizá, sólo quizá, justamente por eso) había experimentado un perverso y despreciable placer al votar a favor de un nombre sugerido por Colson: Colson, el falso profeta; Colson, el estafador; Colson, el ladrón; Colson, el seductor.

No, Fred Perry no comprendía en absoluto la naturaleza humana.