GARDENER SUFRE UNA CAÍDA
1
Mientras Bobbi Anderson trazaba una forma ciclópea con el compás y concebía lo inconcebible, con el cerebro más entumecido por el agotamiento de lo que ella pensaba, Jim Gardener se dedicaba al único trabajo que era capaz de hacer en los últimos tiempos. En esa ocasión le había tocado en Boston. La lectura de poemas del 25 de junio tuvo lugar en la Universidad. Ese acto anduvo bien. El 26 estaba libre. Y fue el día que Gardener tropezó… sólo que, por desgracia, la palabra «tropezar» no daba la idea exacta de qué ocurrió. No fue una nimiedad, como la de meter el pie bajo una raíz mientras se camina por el bosque; sino una caída, una larga y endiablada caída, como la de quien rueda por una empinada escalera y se rompe todos los huesos sin que haya alguien que corra con los gastos. ¿Escaleras? ¡Mierda, casi se había caído de la faz de la tierra!
La caída se inició en su habitación del hotel, y acabó en las rompientes de la playa Arcadia, New Hampshire, ocho días después.
Bobbi ansiaba cavar. Gard despertó, en la mañana del 26 con ansias de beber.
Sabía que los alcohólicos recuperados a medias no existen. Uno bebe o no bebe. Por suerte no estaba bebiendo, de momento; pero siempre había pasado por largos períodos en que ni siquiera pensaba en el alcohol. Meses enteros, en ocasiones. Una vez cada cierto tiempo asistía a una reunión de Alcohólicos Anónimos (si pasaba dos semanas sin asistir a una, se sentía intranquilo, igual que cuando se le volcaba la sal y no arrojaba una pizca de ésta por encima del hombro). En las reuniones se ponía en pie y decía: «Hola, me llamo Jim y soy un alcohólico». Pero en ausencia del impulso, eso no parecía verdad. En esos períodos no se abstenía por completo de la bebida; podía beber y lo hacía… pero se trataba de beber, lo contrario de emborracharse. Un par de cócteles alrededor de las cinco, si estaba en una reunión de la facultad, y ni uno más. O llamaba a Bobbi Anderson y la invitaba a tomar una copa en casa. Bastaba con eso. Sin problemas.
Y de pronto se presentaba una mañana como ésa: despertaba con el deseo de beber todo el alcohol del mundo. Parecía sed de verdad, algo físico. Le recordaba a las tiras cómicas de dibujos en que se ve a algún chiflado buscador de oro, arrastrándose por el desierto con la lengua fuera en busca de agua.
Cuando la necesidad lo atacaba, hacía lo único que podía: se resistía, la postergaba, trataba de obtener un empate. A veces convenía, en esos casos, encontrarse en una ciudad como Boston, porque tenía la posibilidad de asistir a una reunión todas las noches; cada cuatro horas, si hacía falta. Al cabo de tres o cuatro días, todo pasaba.
Por lo general.
Resolvió esperar. Se quedaría en el cuarto y pondría películas en el vídeo, que cargaría a la cuenta. Desde su divorcio y la pérdida de su cátedra, ocho años atrás, vivía como Poeta Full-Time; eso le exigía vivir en una extraña subsociedad en que el intercambio solía ser más importante que el dinero.
Había cambiado poemas por comida; en una ocasión, un soneto de cumpleaños para la esposa de un granjero le consiguió tres bolsas de la compra llenas de patatas recién cosechadas. «Y mejor que rime —había dicho el granjero, clavándole una mirada pétrea—. Los puemas de verdá riman».
Gardener, que sabía comprender las indirectas (sobre todo cuando su estómago se veía afectado), compuso un soneto tan pleno de exuberantes y masculinas rimas que, después de leer el segundo borrador, estalló en vendavales de risa. Llamó a Bobbi y se lo leyó; los dos rieron a todo pulmón. En voz alta era aún mejor; sonaba como una carta de amor del doctor Seuss. Aunque, sin necesidad de que Bobbi se lo señalara, él sabía que se trataba de una obra honrada: rimbombante, mas no condescendiente.
En otra ocasión, una pequeña imprenta de West Minot accedió a publicarle un libro de poemas (eso había ocurrido a principios de 1983, y en realidad fue su última obra publicada) y le ofreció dos metros cúbicos de leña como adelanto. Él aceptó.
—Deberías haber exigido tres metros cúbicos —le dijo Bobbi esa noche, mientras fumaban sentados frente a su estufa, con los pies sobre la rejilla, en tanto el viento chillaba, y arrojaba nieve fresca a los sembrados y árboles—. Esos poemas son buenos. Y hay muchos.
—Lo sé —dijo Gardener—. Pero tenía frío. Con dos metros, llegaré a la primavera. —Le hizo un guiño—. Además, ese tipo es de Connecticut. Lo que me envió era casi todo fresno, pero no creo que lo supiera.
Ella bajó los pies al suelo y lo miró con fijeza.
—¿Bromeas?
—No.
Bobbi se echó a reír y él le dio un sonoro beso. Más tarde la llevó a la cama y durmieron juntos, acoplados como cucharas. Recordaba haberse despertado una vez con el sonido del viento, pensando en la oscuridad, en el frío que había afuera y en lo abrigado de la cama, llena de apacible calor bajo dos edredones; le habría gustado que durara eternamente, pero las cosas no eran así. Había sido educado en la creencia de que Dios era amor, pero cabía preguntarse hasta qué punto Dios podía ser amor si había creado al hombre y a la mujer con la suficiente inteligencia como para llegar a la Luna, pero tan estúpidos que no terminaban de aprender que aquello de «eternamente» no existía.
Al día siguiente, Bobbi le ofreció dinero de nuevo; Gardener volvió a rechazarlo. Aunque no nadaba en la abundancia, se las arreglaba. Y no pudo evitar una chispa de enojo, pese al tono despreocupado de Bobbi.
—¿No sabes quién ha de recibir el dinero después de una noche en la cama? —preguntó.
Ella adelantó el mentón.
—¿Estás tratándome de prostituta?
Él sonrió.
—¿Necesitas un chulo? Dicen que se gana bastante con eso.
—¿Quieres el desayuno, Gard, o prefieres fastidiarme?
—¿Las dos cosas al mismo tiempo?
—No —dijo ella. Y era obvio que estaba enfadada de verdad. Caramba, cada vez era más difícil darse cuenta de cosas como ésa, cuando antes había sido tan fácil… La abrazó. «Era sólo una broma —pensó—. ¿Cómo no se da cuenta de que era sólo una broma?» Claro, ella no se había dado cuenta porque no se trataba de una broma. Y si él creía otra cosa, a nadie engañaba más que a sí mismo. Se había sentido avergonzado y, como represalia, había tratado de zaherirla. Pero la estupidez no estaba en el ofrecimiento de Bobbi, sino en su propia vergüenza. Después de todo, él había elegido la vida que llevaba, poco más o menos, ¿verdad?
Y no quería herir a Bobbi, no deseaba alejarla de él. Eso de la cama estaba bien, pero no era lo más importante. Lo que en verdad contaba era la amistad de Bobbi Anderson, y en los últimos tiempos le estaba ocurriendo algo horrible: parecía que los amigos lo abandonaban. ¡Horrible, sí!
¿Se estaba quedando sin amigos? ¿O era que los ahuyentaba?
Al principio, abrazarla fue como abrazarse a una tabla de planchar. Gard tuvo miedo de que ella intentara desasirse y de cometer el error de tratar de retenerla. Pero Bobbi acabó por ablandarse.
—Quiero el desayuno —dijo—. Y que me disculpes.
—Está bien —aseguró ella. Se volvió antes de que Gard pudiera verle el rostro, pero su voz tenía ese tono seco y enérgico que usaba cuando lloraba o se encontraba a punto de hacerlo—. Siempre olvido que es de mala educación ofrecer dinero a los norteños.
Bueno, él no sabía si era mala educación o no, pero no estaba dispuesto a aceptar dinero de Bobbi. Nunca lo había hecho, y jamás lo haría.
La Caravana de la Poesía de Nueva Inglaterra, en cambio, era otra cosa.
«Échales mano, hijo —habría dicho Ron Cummings, quien necesitaba tanto el dinero como el Papa un sombrero nuevo—. Esa gallina es demasiado lenta para correr y demasiado gorda para pasar inadvertida».
La Caravana de la Poesía pagaba al contado. Moneda legal a cambio de poesía. Doscientos por adelantado y doscientos al terminar la gira. El verbo hecho carne, como quien dice. Pero quedaba entendido que el efectivo era sólo parte del trato.
El resto era LA CUENTA.
Mientras uno estaba de gira, aprovechaba todas las oportunidades. Pedía las comidas al servicio de habitaciones; se hacía cortar el cabello en la peluquería del hotel, si la había; llevaba el otro par de zapatos (si los tenía) y los sacaba de vez en cuando a la puerta del pasillo para que se los lustraran.
Y podía disfrutar en su habitación de películas que no tenía oportunidad de ver en el cine. Porque los cines insistían en cobrar por lo mismo que los poetas, aun los muy buenos, debían proporcionar gratis… o poco menos: tres bolsitas de patatas que supondría el precio de un soneto, por ejemplo. La televisión por cable se cobraba, por supuesto, pero ¿qué importaba? Ni siquiera necesitaba ponerla en la cuenta; un ordenador se encargaba de forma automática de hacerlo; a Gardener le bastaba con pedir que Dios bendijera y conservara LA CUENTA. Veía de todo, desde Emmanuelle en Nueva York hasta Indiana Jones y el templo maldito, pasando por Rainbow Brite and the Star-Stealer.
«Y eso es lo que haré —pensó mientras se frotaba el cuello, y recordaba el gusto del whisky bien añejo—; exactamente eso. Me sentaré a verlas todas otra vez, hasta Rainbow Brite. Y para el desayuno pediré tres hamburguesas de queso con tocino y tomaré un almuerzo frío a las tres. Tal vez me salte Rainbow Brite para dormir una siesta. Esta noche no salgo. Me acuesto temprano. Y espero que se me pase».
Bobbi Anderson tropezó con un saliente metálico de siete centímetros que asomaba de la tierra.
Jim Gardener tropezó con Ron Cummings.
Objetos diferentes, pero idéntico resultado.
Por falta de un clavo…
Ron se presentó a la misma hora en que, a unos trescientos treinta kilómetros de distancia, Anderson y Peter llegaban por fin a casa después de la visita, no muy normal, al veterinario. Cummings le sugirió que bajaran al bar del hotel a tomar una copa… o diez.
—O también —continuó, brillante— podríamos saltarnos el precalentamiento y emborracharnos de lo lindo.
Si lo hubiese dicho con más delicadeza, Gard se habría salvado. Pero se encontró en el bar, con Ron Cummings, llevándose a los labios un alegre whisky y diciéndose lo de siempre: que él dejaba la bebida cuando quisiera.
Ron Cummings era un gran poeta, de los serios, con la buena suerte de que el dinero le saliera hasta por el culo…, según él mismo decía con frecuencia. «Soy mi propio Mecenas —anunciaba—. El dinero me sale hasta por el culo». Su familia se dedicaba a la industria textil desde hacía unos novecientos años y poseía la mayor parte del extremo sur de New Hampshire. Tenían a Ron por loco, pero como era el segundo hijo, y gracias a que el primero no era un loco (es decir, le interesaba la industria textil) dejaban que Ron hiciera su voluntad: escribir poemas y beber casi sin pausa. Era un joven delgado, con rostro de tuberculoso. Gardener nunca le había visto comer otra cosa que cacahuetes y galletitas para alternar. En su dudoso beneficio cabe decir que ignoraba el problema de Gardener con la bebida…, y el hecho de que éste, en estado de embriaguez, hubiera estado a punto de matar a su esposa.
—Bueno —dijo Gardener—. De acuerdo: emborrachémonos.
Después de tomar unas cuantas copas en el bar del hotel, Ron sugirió que dos tipos inteligentes como ellos buscarían un sitio más entretenido que ese bar con música funcional emitida por altavoces.
—Creo que mi cabeza resistiría —dijo Ron—. No estoy muy seguro, pero…
—A Dios no le gustan los cobardes —concluyó Gardener.
Ron rió entre dientes, le dio una palmada en la espalda y pidió LA CUENTA. La firmó con ademán garboso y agregó una generosa propina de su billetera.
—Vamos, amigo.
Y salieron.
Los rayos del sol, ya bajo, atravesaron los ojos de Gardener como una lanza de vidrio. De pronto pensó que la idea no era muy buena.
—Escucha, Ron —dijo—, me parece que voy a…
Cummings le dio una palmada en el hombro; las mejillas, hasta entonces pálidas, se le encendieron; sus azules ojos, que habían estado acuosos, ardían. Gard le vio cierto parecido con el Sapo de los dibujos animados tras adquirir su automóvil.
—¡No me vengas con ésas, Jim! —le instó Ron—. Boston se extiende ante nosotros, tan variada y tan nueva, reluciente como la eyaculación fresca de un muchachito en su primer sueño erótico…
Gardener estalló en carcajadas.
—Ahora te pareces más al Gardener que todos hemos llegado a conocer y querer —dijo Ron, también entre risas.
—Los cobardes no le gustan a Dios —dijo Gard—. Llama un taxi, Ronnie.
Entonces la vio: una chimenea en el cielo, negra, grande, cada vez más cerca. Pronto tocaría tierra para llevárselo.
Pero no al reino de Oz.
Un taxi se detuvo junto a la acera. Subieron. El conductor les preguntó adónde deseaban ir.
—A Oz —murmuró Gardener.
Ron rió entre dientes.
—Quiere decir: a algún lugar donde se beba mucho y se baile más. ¿Sabe de alguno?
—Creo que sí —dijo el taxista. Y arrancó.
Gardener echó un brazo sobre los hombros de Ron.
—¡Que empiece la jodienda! —gritó.
—¡Brindo por ello! —dijo Ron.
2
A la mañana siguiente, Gardener despertó, completamente vestido, sumergido en una bañera de agua fría. Sus mejores ropas (las que había tenido la desgracia de llevar puestas al salir de aventuras con Ron Cummings, el día anterior) se le pegaban a la piel. Se miró los dedos; los tenía muy blancos y arrugados como pasas. Dedos de pescado. Al parecer llevaba largo rato metido allí. Hasta era probable que el agua hubiese estado caliente en algún momento. No lo recordaba.
Destapó la bañera. En el inodoro había una botella de whisky medio llena, untada de cierta grasa que tenía un ligero olor a pollo frito. A Gardener le interesaba más el aroma que había dentro de la botella. «No hagas eso», pensó. Pero el gollete de la botella le castañeteó contra los dientes antes de que hubiese formulado el pensamiento del todo. Tomó un trago y volvió a perder el sentido.
Cuando lo recobró estaba de pie en su habitación, desnudo, con el auricular del teléfono pegado a la oreja con el vago recuerdo de haber marcado un número. ¿De quién? No tuvo la menor idea hasta que Cummings respondió. Por la voz, estaba aún peor que él. Y Gardener habría jurado que eso era imposible.
—¿Qué hicimos? —se oyó preguntar. Siempre ocurría lo mismo al atraparlo el ciclón; aun cuando estaba consciente, todo parecía tener la textura gris y granulosa de una fotografía en el diario. Y él nunca estaba exactamente dentro de sí mismo. Casi siempre tenía la sensación de que flotaba por encima de su propia cabeza, como un globo de gas—. ¿En qué lío nos metimos?
—¿Lío? —repitió Cummings.
Y se quedó callado. Gardener supuso que estaría pensando. Era de esperar que fuera así. O tal vez todo lo contrario. Aguardó, con las manos muy frías.
—Ningún lío —respondió Cummings, por fin. Gard se relajó un poco—. Salvo en mi cabeza. En la cabeza tengo un buen lío. ¡Dios!
—¿Seguro? ¿Nada? ¿De verdad?
Pensaba en Nora.
«Conque disparaste contra tu esposa ¿eh? —dijo súbitamente una voz en su mente, la voz del subcomisario que leía historietas—. ¡Magnífico, qué joder!»
—Bueeeno… —murmuró Cummings, reflexivo. Y se interrumpió.
La mano de Gardener volvió a apretar el auricular.
—¿Bueno qué?
De pronto las luces del cuarto fueron demasiado intensas, como el sol cuando salió del hotel la tarde anterior.
«Hiciste algo. Tuviste otra pérdida de conciencia, maldito, e hiciste otra estupidez. O alguna locura. O alguna cosa horrible. ¿Cuándo aprenderás a no tocar la bebida? ¿O nunca aprenderás?»
A su mente acudió, a lo tonto, un fragmento de diálogo de alguna película vieja:
El comandante malo: Mañana antes del amanecer, señor, usted habrá muerto. ¡Está viendo el sol por última vez!
El norteamericano valiente: Sí, pero usted seguirá calvo por el resto de su vida.
—¿Qué pasó? —preguntó a Ron—. ¿Qué hice?
—Discutiste con unos tipos en un sitio llamado Bar-Parrilla La Piedra —explicó Cummings, y soltó una risita—. ¡Ay! Por Dios, cuando la risa duele, significa que has abusado de ti mismo. ¿Te acuerdas de «La Piedra» y de aquellos buenos muchachos, James querido?
Él dijo que no se acordaba. Si se esforzaba mucho, llegaba a acordarse de un lugar llamado «Smith Hnos.». El sol se estaba poniendo en una tetera de sangre; a principios del verano, eso significaba que eran… ¿las ocho y media, las nueve menos cuarto? Unas cinco horas después de que Ron y él se hubieron puesto en marcha. Se acordaba del cartel, junto a los retratos de los famosos hermanos del jarabe para la tos. Recordaba haber discutido furiosamente con Cummings sobre Wallace Stevens, gritando para hacerse oír por encima de la fonola automática, que bramaba algo de John Fogerty. Y allí se detenían los mellados bordes de su memoria.
—Había una calcomanía sobre el mostrador: Waylon Jennings presidente —aclaró Cummings—. ¿Te refresca eso la mollera?
—No —confesó Gardener, angustiado.
—Bueno, discutiste con un par de tipos. Unas palabras que van, otras que vienen, luego se volvieron acaloradas y acabaron por quemar. Voló una trompada por el aire.
—¿Mía? —La voz de Gardener se había vuelto opaca.
—Tuya —confesó Cummings, alegre—. Después de lo cual quienes volamos por el aire fuimos nosotros, con la mayor facilidad, y aterrizamos en la acera. Para serte franco, creo que salimos bien librados. Los tenías que trinaban, Jim.
—¿Fue por lo de Seabroock o por lo de Chernobyl?
—¡A la mierda! ¡Te acuerdas!
—Si me acordase no te preguntaría por cuál de las dos plantas nucleares fue.
—En realidad, por las dos. —Ron vacilaba—. ¿Te sientes bien, Gard? Se te oye deprimido.
«¿Sí? Bueno, Ron, en realidad estoy volando. Con el ciclón. Doy vueltas, subo y bajo…, y nadie sabe en dónde terminará esto».
—Estoy bien.
—Mejor así. Espero que sepas a quién debes estarle agradecido.
—¿A ti, quizá?
—Ni más ni menos. Mierda, aterricé en esa acera, como el niño que se arroja por el tobogán por primera vez. No puedo verme el trasero en el espejo, pero me alegro. Apuntaría a que parece una pintura surrealista. Pero tú querías entrar otra vez para seguir hablando sobre los chicos de Chernobyl, que dentro de cinco años morirán de leucemia. Querías contarles que alguien estuvo a punto de hacer volar el estado de Arkansas por buscar un cable defectuoso con una vela en una planta nuclear. Dijiste que lo habían incendiado todo. Tuve que prometerte que volveríamos más tarde para arrancarles la cabeza; de esta forma, dejaste que te metiera en un taxi. Dijiste que estabas bien, que te darías un baño y después llamarías a un tipo llamado Bobby.
—Bobbi es una mujer —repuso Gardener, distraído, mientras se frotaba la sien derecha.
—¿Bonita?
—Bonita, pero no mucho.
Un pensamiento errante, sin sentido pero muy concreto, «Bobbi está en dificultades», se abrió paso por su mente como una bola de billar cruza el tapete de la mesa. Después, desapareció.
3
Caminó con lentitud hasta una silla y tomó asiento. Se masajeó las sienes. La energía nuclear. Tenía que haber sido la energía nuclear, por supuesto. ¿Qué otra cosa? Si no era Chernobyl, sería Seabroock; si no era Seabroock, sería Three-Mille Island, o Maine Yankee o lo que podía haber ocurrido en la planta Hanford, en el estado de Washington, si alguien no se hubiese dado cuenta en el último instante de que los desechos acumulados en una zanja, afuera, estaban a punto de estallar.
¿Y cuántos «últimos momentos» habría?
Los desechos radiactivos que se acumulaban en grandes montones contaminados. ¿Se espantaban de la maldición de Tutankamón? ¡Amigo! ¡Ya se vería en el siglo XXV, cuando algún arqueólogo excavara aquella porquería! Uno trataba de hacer ver a la gente que todo eso era una mentira, sólo una descarada mentira; que la energía nuclear mataría a millones de personas y dejaría estériles e inhabitables grandes zonas de la Tierra. ¿Y qué conseguía? Sólo una mirada inexpresiva. Uno hablaba con personas que habían vivido bajo sucesivos gobiernos en que los funcionarios decían mentira tras mentira; después, mentían con respecto a las mentiras, y, cuando se descubría la verdad, los mentirosos decían: «Oh, caramba, se me olvidó. Lo siento». Y como había sido un olvido, los votantes se comportaban como cristianos y los perdonaban. Era imposible creer que hubiera tantos imbéciles dispuestos a perdonar hasta que se recordara lo que P.T. Barnum había dicho sobre la extraordinaria tasa de natalidad de los tontos. Cuando uno trataba de decirles la verdad, le miraban a los ojos y afirmaban que uno estaba lleno de mierda, que el gobierno estadounidense no decía mentiras, que Estados Unidos se había hecho gracias a que no decía mentiras. «Oh, querido padre, he aquí los hechos: yo lo hice con mi pequeña hacha y no puedo callar porque fui yo; pase lo que pase, no puedo decir una mentira». Cuando uno trataba de hablarles, lo miraban como si estuviese farfullando algo en un idioma extranjero. Habían pasado ocho años desde que él casi mató a su esposa; tres, desde que él y Bobbi fueron arrestados en Seabroock: Bobbi bajo la acusación general de manifestación no autorizada; Gard, por un motivo mucho más específico: tenencia ilícita de armas. Los otros pagaron una multa y salieron. Gardener estuvo dos meses. El abogado le dijo que había tenido suerte. Gardener le preguntó si era consciente de que se hallaba sentado sobre una bomba de relojería. El abogado le sugirió que buscara ayuda psiquiátrica. Gardener lo mandó al diablo.
Pero tuvo el sentido común de no participar en otras manifestaciones. Eso, al menos. Se mantenía alejado de ellas. Lo estaban envenenando. Sin embargo, cuando se emborrachaba, la parte de su mente que el alcohol había respetado volvía de un modo obsesivo al tema de los reactores, los desechos radiactivos, las plantas y la imposibilidad de detener la avalancha una vez se ha iniciado.
A las plantas nucleares, en otras palabras.
Cuando se emborrachaba, se le acaloraba el corazón. Las plantas. Las malditas plantas nucleares. Era simbólico, sí, claro; no hacía falta ser Freud para darse cuenta de que, en realidad, aquellas manifestaciones eran contra el reactor de su propio corazón. Cuando se trataba de contenerse, James Gardener tenía fallos en el sistema de retención. En su interior había algún técnico que merecía el despido desde hacía tiempo. Allí sentado, jugaba con todas las palancas que no debía tocar. Ese tipo no sería feliz hasta que Jim Gardener contrajera el síndrome de China.
Las malditas plantas nucleares.
«Olvídate de ellas».
Lo intentó. Para empezar, trató de pensar en la lectura de esa noche, una divertida andanza patrocinada por un grupo que se hacía llamar Amigos de la Poesía, nombre que llenaba a Gardener de estremecimientos medrosos. Casi todos los grupos de ese nombre estaban compuestos, por mujeres que se autotitulaban damas (la mayoría de extracción conservadora). Las damas del club tendían a conocer mucho mejor las obras de los poetas románticos que las de los viejos borrachos como James Eric Gardener.
«Vete de aquí, Gard. Olvídate de la Caravana de la Poesía. Olvídate de los Amigos de la Poesía y de la bruja de McCardle. Vete ahora mismo, antes de que ocurra algo feo. Algo feo de verdad. Porque sucederá algo muy feo si te quedas. Hay sangre en la Luna».
Pero maldito si volvería corriendo a Maine, con el rabo entre las piernas. Él, jamás.
Además, estaba la bruja.
Se llamaba Patricia McCardle y era una bruja presumida como Gard no conocía dos.
Tenía un contrato que especificaba: si no hay actuación no hay dinero.
—¡Por Dios! —exclamó Gardener.
Y se puso una mano sobre los ojos, en un intento de apartar el dolor de cabeza, que cada vez iba a más. Sabía que sólo había un remedio para ello. Y también que ése tipo de remedio podía provocar algo mucho peor.
Asimismo sabía que, con saberlo, no ganaba nada. Por lo tanto, al cabo de un rato empezó a correr el alcohol y el ciclón comenzó a soplar.
Jim Gardener, en caída libre ya.
4
Patricia McCardle era la principal patrocinadora y quien encabezaba la vanguardia de la Caravana de la Poesía de Nueva Inglaterra. Tenía las piernas largas, pero flacas; su nariz era aristocrática, aunque demasiado afilada para resultar atractiva. Cierta vez, Gard la había besado con la imaginación, pero la imagen resultante lo había horrorizado: esa nariz, no sólo se deslizaba por su mejilla, sino que se le abría como si de una navaja de afeitar se tratara. Tenía frente alta, senos inexistentes y ojos tan grises como un glaciar en días nublados. Sus antepasados se remontaban hasta el Mayflower.
No era la primera vez que Gardener trabajaba para ella; ni tampoco la primera vez que tenía problemas. Su inclusión en la Caravana de 1988 era algo macabra…, pero el motivo de su abrupta incorporación no resultaba menos inaudito en el mundo de la poesía que en el del jazz o el rock. Patricia McCardle se encontró con un hueco de último momento en su programa, debido a que uno de los seis poetas contratados para el feliz recorrido de ese verano se había ahorcado en su ropero, con el cinturón.
—Igual que Phil Ochs —dijo Ron Cummings a Gardener cuando estuvieron sentados uno cerca del otro en la parte trasera del autobús, al comienzo de la gira. Y lo comentó con esa sonrisita nerviosa del chico-malo-del-final-de-la-clase—. Pero entonces, Bill Claughtsworth era un derivado hijo de puta.
Patricia McCardle tenía doce fechas para lectura y varios adelantos pagados por un acuerdo que, en resumidas cuentas y sin retóricas floridas, le brindaba seis poetas por el precio de uno. El suicidio de Claughtsworth la dejaba con tres días para hallar un poeta con una obra publicada, en una temporada en que casi todos estaban reservados (o de vacaciones permanentes, como el tonto de Bill Claughtsworth, al decir de Cummings).
Era difícil que los grupos interesados se echaran atrás sólo porque a la Caravana le faltaba un poeta. Eso habría sido de mal gusto, sobre todo, si se consideraba el motivo de esa ausencia. De cualquier modo, Caravana SRL se encontraba en una situación de incumplimiento de contrato, al menos a nivel técnico, y Patricia McCardle no quería pasar esas cosas por alto.
Después de telefonear a cuatro poetas, cada uno menos importante que el anterior, y cuando sólo faltaban treinta y seis horas para la primera lectura, telefoneó a Jim Gardener.
—¿Sigues bebiendo, Jimmy? —le preguntó, directa.
Jimmy. Él detestaba ese diminutivo. Casi todos se referían a él como Jim. Jim estaba bien. Nadie lo llamaba Gard, salvo él mismo… y Bobbi Anderson.
—Un poco —respondió— pero no me emborracho.
—Lo dudo —dijo ella con frialdad.
—Como siempre, Patty —replicó él, a sabiendas de que ella detestaba este diminutivo aún más que él aborrecía el de Jimmy. Su sangre aristocrática se revelaba contra él—. ¿Preguntas porque te falta alguien o por motivos más urgentes?
Lo sabía, por supuesto, y ella estaba segura de que era así. Así como la sonrisa que él tenía en sus labios. Y se enfureció, por supuesto, y eso divirtió a muerte a Gardener. Y Patricia se dio cuenta de que él se había percatado de ello. Para mejor.
Hubo algunos lances de esgrima más antes de llegar a lo que no era un matrimonio de conveniencia, sino de necesidad. Gardener quería comprar una nueva estufa de leña para el invierno que se aproximaba; estaba harto de vivir como un vagabundo, acurrucándose por las noches frente al horno de la cocina, mientras el viento sacudía el plástico sujeto a las ventanas. Patricia McCardle quería comprar un poeta. Eso sí: no habría apretón de manos para cerrar el acuerdo, tratándose de Patricia McCardle. Esa tarde llegó desde Derry con un contrato por triplicado y acompañada por un notario. A Gard le sorprendió que no hubiese llevado otro notario, por si el primero sufría un infarto o algo parecido.
Dejando a un lado sensaciones y presentimientos, no había manera de que abandonara la gira sin perder la estufa de leña, porque si lo dejaba no vería la segunda mitad de sus aranceles. Ella lo llevaría ante los tribunales y gastaría mil dólares en su intento de hacer que devolviera los trescientos que Caravana SRL le había adelantado. Y era probable que lo consiguiera. Él ya había cumplido con casi todas las presentaciones, pero el contrato firmado era claro como el cristal al respecto: si se retira por cualquier motivo no aceptable por el director de la gira, todos los aranceles impagados serán declarados nulos y cualquier arancel pagado por anticipado deberá ser devuelto a Caravana SRL en un plazo de treinta (30) días.
Y lo perseguiría. Ella quizá creyera que lo hacía por principios; pero, en realidad, sería porque él la había llamado Patty en los momentos de mayor necesidad.
Ése tampoco sería el fin. Si él se retiraba, ella trabajaría con incansables fuerzas para conseguir que lo incluyeran en las listas negras. Jamás participaría en otra gira poética en la cual ella tuviera algo que ver, o sea, en casi todas. Además existía la delicada cuestión de las subvenciones. El marido le había dejado mucho dinero al morir (aunque no se podía decir, como en el caso de Ron Cummings, que le brotara hasta por el culo; Gard no creía siquiera que Patricia McCardle tuviera algo tan vulgar como culo, ni siquiera trasero; en caso de necesidad, tal vez realizara un Acto de Inmaculada Excreción). Patricia McCardle había usado gran parte de ese dinero en establecer una serie de subvenciones. Eso la convertía de forma simultánea en importante mecenas de las artes y en avispada comerciante con relación al horrible asunto de los impuestos: las subvenciones eran donaciones descontables de la renta. Unas mantenían a uno u otro poeta por períodos específicos. Otras establecían premios en efectivo; en algunos casos, subvencionaban revistas de ficción y poesía moderna. Su administración estaba a cargo de comisiones. Y detrás de cada comisión se movía la mano de Patricia McCardle, asegurándose de que se entretejieran con tanta pulcritud como las piezas de un rompecabezas chino… o las hebras de una telaraña.
Patricia McCardle podía hacer mucho más que quitarle esos piojosos seiscientos dólares: en sus manos estaba ahorcarle. Y era posible que él escribiera algunos buenos poemas antes de que los locos que tenían un revólver amartillado en el ano del mundo decidieran apretar el gatillo.
«Habrá que pasar por eso», pensó. Había pedido una botella de Johnnie Walker al servicio de comedor (Dios bendijera a LA CUENTA por los siglos de los siglos, amén), y se sirvió por segunda vez con una mano bastante firme. «Habrá que pasar por eso, y no se hable más».
Pero con el transcurrir del día seguía con la idea de tomar un autobús en la estación de Stuart Street y bajar de él cinco horas después, frente a la polvorienta farmacia de Unity. Desde allí «haría dedo» hasta Troy. Telefonearía a Bobbi Anderson y le diría: «Estuve a punto de volar con el ciclón, Bobbi, pero encontré el refugio subterráneo justo a tiempo. Qué suerte, ¿no?»
«No digas gilipolleces. La suerte la hace uno mismo. Si fueses fuerte, Gard, tendrías suerte».
«Habrá que pasar por eso y listo».
Revolvió su maleta en busca de las mejores prendas que le quedaban, puesto que lo que usaba para las representaciones parecía estar en una condición irrescatable. Arrojó sobre la cama un par de vaqueros desteñidos, una simple camisa blanca, unos calzoncillos raídos y un par de calcetines («Gracias, señora, pero no hay necesidad de que limpie el cuarto porque he dormido en la bañera»). Se vistió, tomó varios antiácidos, bebió un poco más de whisky, tragó unos antiácidos más y miró otra vez en la maleta a ver si había aspirinas. Se tomó también algunas. Después, observó la botella. Apartó los ojos. Las palpitaciones de su cabeza empeoraban cada vez más. Se sentó junto a la ventana con sus notas, intentando decidir qué leería por la noche.
A la horrible luz de esa larga tarde, todos sus poemas parecían escritos en púnico. La aspirina, en vez de hacer algo positivo con su dolor de cabeza, parecía intensificarlo. La cabeza se le contraía con cada latido del corazón. Era el viejo dolor de siempre, como si le estuviesen introduciendo poco a poco una barrena de acero sin filo en la cabeza; algo por encima y un poco a la izquierda del ojo izquierdo. Se tocó con la punta de los dedos la leve cicatriz que allí tenía. La placa de acero sepultada bajo la piel era el resultado de un accidente de esquí sufrido en la adolescencia. Recordó las palabras del médico: «Tal vez tengas dolores de cabeza de vez en cuando, hijo. Cuando los tengas, agradece a Dios el estar vivo para sentirlos».
Pero en casos como ése no estaba tan seguro.
En casos como ése no estaba seguro de muchas cosas.
Dejó los cuadernos a un lado, con mano temblorosa, y cerró los ojos.
«Soy incapaz de pasar por eso».
«Sí que lo eres».
«No. Hay sangre en la luna, lo siento, casi puedo verla».
«¡No me vengas con idioteces de irlandés! ¡Junta valor, flojo! ¡Valor!»
—Lo intentaré —murmuró, sin abrir los ojos.
Quince minutos después, cuando la nariz empezó a sangrarle un poco no se dio cuenta. Se había quedado dormido en la silla.
5
Siempre le atacaba el miedo al escenario antes de cada lectura, aunque el grupo fuera poco numeroso (y los grupos que se presentaban a oír lecturas de poesía moderna tendían a serlo). Sin embargo, en la noche del 27 de junio, lo que empeoró el miedo de Jim Gardener al escenario fue el dolor de cabeza. Cuando despertó de su siesta, en la silla del hotel, las náuseas y los temblores habían desaparecido, pero el dolor de cabeza había aumentado: acababa de graduarse como Auténtico Rompemundos Clase A, tal vez el peor de toda la historia.
Cuando le llegó el turno de leer, tuvo la sensación de que oía su propia voz desde muy lejos. Se sentía como el hombre que escucha una grabación de sí mismo por onda corta, transmitida desde España o Portugal. De pronto, un mareo lo atacó; por unos instantes, sólo fue capaz de fingir que buscaba un poema, alguno especial, extraviado de momento. Movió los papeles con dedos nerviosos y débiles, mientras pensaba: «Me desmayaré. Aquí mismo, delante de todos. Me caeré contra el atril y los dos iremos a parar a la primera fila. Con un poco de suerte, aterrizaré sobre esa maldita bruja de sangre azul y la mataré. De ese modo, casi sería posible decir que toda mi vida habría tenido sentido».
«Tienes que pasar por esto», respondió esa implacable voz interior. A veces sonaba como la de su padre; con más frecuencia, como la de Bobbi Anderson. «Tienes que pasar por esto de una vez. ¡Sin más!»
Esa noche, el público era más numeroso que de costumbre; había unas cien personas apretadas tras los pupitres de la sala de conferencias. Parecían tener los ojos demasiado grandes. «¡Qué ojos tan grandes tienes, abuelita!» Era como si fuesen a comérselo con aquellos ojos. Sorberle el alma, su ka, o como quiera que se llamara. De pronto, un fragmento del viejo T. Rex acudió a su memoria: «Muchacha, soy sólo un vampiro de tu amor… ¡y voy a chuparte!»
Ya no existía T. Rex, por supuesto. Marc Bolan había envuelto en un árbol su coche deportivo y tenía la suerte de no estar vivo. «Vaya, vaya, Marc, tú sí que la hiciste. O la deshiciste, O lo que sea. Un grupo llamado Power Station va a cubrir tu parte y será muy malo, será…»
Se llevó una mano temblorosa a la cabeza. Un murmullo grave recorrió la sala.
«Será mejor que sigas, Gard. Los nativos comienzan a alborotarse».
Sí, no había duda: era la voz de Bobbi.
Los tubos fluorescentes, empotrados arriba en rectángulos, parecían palpitar en ciclos que igualaban con exactitud los ciclos dolorosos de su cabeza. Vio a Patricia McCardle. Llevaba puesto un vestido negro que sin duda había costado apenas unos trescientos dólares; saldo de una de esas tienduchas piojosas de la avenida principal. Su rostro era angosto, pálido e inflexible, como el de sus puritanos antepasados, esos maravillosos y divertidos fulanos que con tanto placer mandaban a cualquiera a una galera maloliente por tres o cuatro semanas, si tenía la mala suerte de ser visto sin pañuelo en el bolsillo en la festividad sabática. Los oscuros ojos de Patricia estaban clavados en él como piedras polvorientas. Gard pensó: «Se da cuenta de lo que ocurre. Nada la complacería más. Mírenla: espera que me caiga. Y cuando eso ocurra, ya sabemos qué pensará, ¿no?»
Por supuesto que se sabía.
«Es lo que mereces por llamarme Patty, borracho hijo de puta». Eso estaría pensando. «Es lo que mereces por llamarme Patty, por obligarme a rogarte casi de rodillas. Anda, Gardener, sigue. Tal vez hasta deje que conserves el dinero adelantado. Trescientos dólares es pagar poco por el exquisito placer de ver cómo te derrumbas delante de toda esta gente. Anda, termina de una vez».
Entre el público, algunos se mostraban muy incómodos. La pausa entre un poema y otro se había alargado mucho más de lo que se consideraría como algo normal. El murmullo se había convertido en un zumbido sordo. Gardener oyó que Ron Cummings carraspeaba detrás de él, inquieto.
«¡Valor!», chilló de nuevo vez la voz de Bobbi. Pero se iba apagando. Se apagaba. Miró hacia el público y vio sólo círculos pálidos como masilla, cifras, grandes agujeros blancos en el universo.
El zumbido aumentaba. Se irguió en el podio, con un balanceo demasiado evidente, y se humedeció los labios. Miraba a su público con una especie de horror ensordecido. Y de pronto, en vez de oír a Bobbi, Gardener la vio. Esa imagen tuvo para él toda la fuerza de una visión.
Bobbi estaba allá arriba, en Haven, en esos momentos: sentada en su mecedora, con unos pantaloncitos cortos y un top cubriéndole los senos, que no eran gran cosa. En los pies, un par de viejos y maltrechos mocasines. Peter, enroscado ante ellos, dormía profundamente. Había un libro abierto en su regazo, pero no leía: lo tenía invertido (y esa parte de la visión era tan perfecta que Gardener llegó a leer el título del libro: Víctimas, de Dean Koontz). Bobbi miraba la oscuridad por la ventana, perdida en el tren de sus pensamientos, que se sucedían uno tras otro con tanta cordura y racionalidad como cabía desear. Sin descarrilamientos, sin atrasos, sin adelantos. Bobbi sabía conducir trenes.
Hasta supo en qué pensaba. Algo en los bosques. Algo…, se trataba de algo que había descubierto en el bosque. Sí, Bobbi estaba en Haven, tratando de decidir qué podía ser aquella cosa y por qué se sentía tan cansada. No pensaba en James Eric Gardener, el famoso poeta, manifestante y mataesposas, que en esos momentos se hallaba bajo los reflectores en una sala de conferencias de la Universidad del Nordeste con otros cinco poetas y un gordo de mierda llamado Arberg o Arglebargle o algo así, listo para desmayarse. En esa sala de conferencias se encontraba el Maestro del Desastre. Bendita Bobbi, que de algún modo había sabido conservar la cabeza cuando a su alrededor todos perdían la propia; Bobbi estaba en Haven, y pensaba como la gente debía pensar…
«¡No, no es cierto! No está haciendo eso en absoluto».
De pronto, por primera vez, el pensamiento se abrió paso sin filtros de sonido, agudo y urgente como una alarma de incendios en la noche: «¡Bobbi se encuentra en dificultades! ¡Bobbi está en GRAVES DIFICULTADES!»
Esa seguridad lo golpeó con la fuerza de una impresionante bofetada. De pronto, el mareo desapareció. Volvió otra vez en sí, con un golpe seco que casi hizo castañetear sus dientes. Una punzada de dolor le desgarró la cabeza, pero hasta eso le pareció grato: si sentía el dolor era porque estaba otra vez de regreso; había dejado de vagar por algún sitio en el ozono.
Y por un desconcertante momento vio una nueva imagen, muy breve, muy clara y amenazadora: la de Bobbi, en el sótano de la granja que había heredado de su tío. Estaba agachada frente a una extraña máquina y trabajaba en ella… ¿o no? Todo parecía muy oscuro, y Bobbi sabía muy poco de mecánica. Pero hacía algo, sí, porque entre los dedos le saltaban fantasmagóricas culebrinas azules, mientras maniobraba con los cables enredados dentro de… dentro de… Pero estaba demasiado oscuro para ver qué era aquella forma oscura, cilíndrica. Le resultaba familiar, algo que él había visto antes, pero…
Entonces, le fue dado oír además de ver, aunque lo que oyó lo tranquilizó aún menos que aquel espectral fuego azul. Era Peter. Aullaba. Bobbi no le prestó atención, actitud muy extraña en ella. Se limitó a seguir con los cables, conectándolos de forma que hicieran algo allí, en la oscuridad del sótano, olorosa de raíces.
La visión se deshizo en voces que se alzaban.
Los rostros que acompañaban a esas voces ya no eran agujeros blancos en el universo, sino que correspondían a gente real; algunos estaban divirtiéndose (pero no muchos); otros parecían azorados; sin embargo, la mayoría se mostraba alarmada o inquieta. En otras palabras, se los veía como él habría estado en su mismo caso. ¿Les había metido miedo? ¿Sí? En todo caso, ¿por qué?
Sólo Patricia McCardle no concordaba con el cuadro general. Lo miraba con tal satisfacción tranquila, segura, que le obligó a regresar del todo.
De pronto, Gardener alzó la voz ante el público, sorprendido por lo natural y agradable que sonaba.
—Lo siento. Discúlpenme, por favor. Aquí tengo un puñado de poemas nuevos y me he perdido en ensoñaciones entre ellos. —Una pausa. Una sonrisa.
Algunos de los inquietos volvían a sentarse con expresión de alivio. Hubo algunas risas, pero solitarias. Sin embargo, un rubor de cólera apareció en las mejillas de Patricia McCardle. Eso hizo maravillas con su dolor de cabeza.
—En realidad —prosiguió—, tampoco se acerca mucho a la verdad. Lo cierto es que trataba de decidir si les leería o no alguna de estas obras nuevas. Después de un furioso combate entre esos dos violentos pesos pesados que son Orgullo de Autor y Prudencia, Prudencia ha ganado por puntos. Orgullo de Autor jura que apelará el fallo…
Más risas, esta vez de corazón. Las mejillas de Patty parecían la cocina económica de Gardener a través de las ventanillas de mica en las frías noches del invierno. Tenía las manos entrelazadas y los nudillos le blanqueaban. No llegaba a mostrar los dientes, pero poco faltaba, amigos y vecinos, poco faltaba.
—Mientras tanto, voy a concluir con un número peligroso: les leeré un poema bastante largo de mi primer libro: Grimoire.
Guiñó un ojo en dirección a Patricia McCardle. Después hizo una humorística confidencia a todos:
—Pero a Dios no le gustan los cobardes, ¿verdad?
Ron resopló una risa a su espalda. Un momento después, todos reían. Por un instante, Gard llegó a ver un destello de dientes perlados tras aquellos labios estirados y furiosos. ¡Oh, dioses!, ¿qué más se podía pedir?
«Ten cuidado con ella, Gard. Ahora crees que la tienes bajo el tacón de la bota y es posible que así sea, por el momento. Pero ándate con tiento. Ella no olvidará».
Ni perdonará.
Pero eso quedaba para más tarde. Abrió el maltrecho ejemplar de su primer libro de poemas. No necesitó buscar Leighton Street, porque el libro se abrió en esa página como por propia voluntad. Sus ojos buscaron la dedicatoria: A Bobbi, la primera en oler a salvia en Nueva York.
Leighton Street fue escrito el año en que él la conoció, cuando ella no sabía hablar de otra cosa que de esa calle. Era, por supuesto, la calle de Utica en donde se había criado, la calle de la cual necesitaba escapar para comenzar siquiera a ser lo que deseaba ser: una sencilla escritora de relatos sencillos. Sabía escribir; lo hacía con facilidad y gracia. Gard se dio cuenta de ello casi de inmediato. Más avanzado el año percibió que ella podía hacer bastante más que eso: superar la descuidada y prolífica facilidad con que escribía para realizar obras valientes, ya que no magníficas. Pero para lograrlo debía alejarse de la calle Leighton. No de la verdadera, sino de la calle Leighton que llevaba en su mente, una geografía demoníaca poblada por inquilinatos llenos de fantasmas: su amado padre, enfermo; su amada madre, débil; la desafiante bruja de su hermana, que los gobernaba a todos como un demonio de infinito poder.
Una vez se quedó dormida en clase. Él la trató con suavidad, porque ya la amaba un poquito y había visto sus enormes ojeras.
—Tengo dificultades para dormir —le explicó cuando él la retuvo después de la clase. Sin duda aún estaba medio adormilada; de lo contrario, no habría pasado de allí: a tal punto sentía el poderoso dominio de Anne (de la calle Leighton) sobre ella. Pero era como una persona drogada, que se encuentra cabalgando con una pierna a cada lado de la muralla pétrea y oscura del sueño—. Cuando estoy por quedarme dormida, la oigo.
—¿A quién? —preguntó él, con suavidad.
—A Sissy… es decir, a Anne, mi hermana. Rechina los dientes. Suenan como hue… hue…
Huesos, quería decir, pero estalló en sollozos histéricos que lo asustaron mucho.
Anne.
Anne era, como ninguna otra cosa, la calle Leighton.
Anne había sido
(tocando a la puerta)
la mordaza de las necesidades y ambiciones de Bobbi.
«Está bien —pensó Gard—. Por ti, Bobbi. Sólo por ti».
Y empezó a leer Leighton Street con tanta facilidad como si hubiese estado ensayándolo en su cuarto durante toda la tarde.
Estas calles comienzan donde lo hacen los adoquines
asoman entre el asfalto, igual que las cabezas
de los niños mal sepultados en su textura,
leyó Gardener.
¿Qué mito es éste?, nos preguntamos, pero
los niños que juegan al corro y a
pídola en el barrio sólo ríen.
No hay mito, nos dicen, no hay mito
sólo, dicen ¡eh, imbécil!, sólo
la calle Leighton
nada más que todas estas casas pequeñas
nada más que los porches en donde nuestras madres
lavan, lavan, lavan.
Donde los días se hacen calientes
y en la calle Leighton escuchan la radio
con los pterodáctilos volando entre las antenas de televisión
en el tejado y dicen ¡eh, imbécil!, dicen
¡Eh, imbécil!
No hay mito, nos dicen, no hay mito
sólo dicen ¡eh, imbécil! no hay
aquí otra cosa que la calle Leighton
Esto dicen es cómo tú callas tu silencio
de días. Imbécil.
Cuando volvemos la espalda a estas carreteras interiores,
depósitos con caras de ladrillos en blanco,
cuando dices «Oh, pero he llegado al fin
de todo cuanto sé y aún oigo sus dientes,
como rechinan en la noche…»
Como hacía tanto tiempo que no leía el poema, siquiera para sí mismo, no se limitó a «representarlo» (cosa que, según había descubierto, era casi imposible no hacer al final de una gira tal como ésa); lo que hizo fue redescubrirlo. Casi todos los que asistieron a la lectura de esa noche, aun aquellos que presenciaron la sórdida y escalofriante conclusión de la velada, estuvieron de acuerdo en que la lectura de Leighton Street por parte de Gardener había sido lo mejor del espectáculo. Muchos de ellos aseguraron que jamás habían escuchado una mejor.
Puesto que sería la última lectura de Jim Gardener en toda su vida, tal vez no fue un mal modo de retirarse.
6
Tardó casi veinte minutos en leerlo entero. Cuando hubo terminado, clavó la vista incierta en un profundo y perfecto pozo de silencio. Tuvo tiempo de pensar que quizá nunca lo había leído, ¡maldición!, que había sido sólo una vívida alucinación tenida uno o dos segundos antes del desmayo.
De pronto alguien se levantó y comenzó a aplaudir con fuerza, con ritmo. Era un hombre joven, con lágrimas en las mejillas. La muchacha sentada junto a él se levantó a su vez para aplaudir, y también lloraba. Un momento después, todos estaban de pie y aplaudían; sí, una verdadera ovación, y en todos los rostros leyó lo que cualquier poeta o aspirante a poeta ansía ver al terminar una lectura: rostros despertados de un sueño más luminoso que cualquier realidad. Parecían tan deslumbrados como Bobbi aquel día, como si no supiesen con certeza dónde estaban.
Pero no todos aplaudían de pie: Patricia McCardle permanecía muy estirada y erguida en su asiento de tercera fila, con las manos apretadas en el regazo, sobre su lujosa carterita. Mantenía los labios bien apretados, sin señales de blancos perlados; su boca se había convertido en un pequeño tajo sin sangre. Gard sintió una fatigada diversión. «Por lo que a ti te concierne, Patty, la verdadera ética puritana indica que ninguna oveja negra debe atreverse a superar el nivel de mediocridad que le ha sido señalado. ¿Correcto? Pero en su contrato no hay cláusulas de mediocridad, ¿no?»
—Gracias —murmuró ante el micrófono. Después, recogió con manos temblorosas sus libros y sus papeles, en un montón desprolijo. A punto estuvo de que todo cayera al suelo al apartarse del podio. Con un profundo suspiro, se sentó al lado de Ron Cummings.
—Dios mío —susurró Ron, todavía aplaudiendo—. ¡Dios mío!
—Deja de palmotear, imbécil —susurró Gardener, a su vez.
—Ni lo pienses. No me importa cuándo lo escribiste. ¡Es brillante! —dijo Cummings—. Merece que te invite a una copa.
—Esta noche sólo beberé agua tónica —aseguró Gardener.
Pero sabía que era mentira. El dolor de cabeza volvía de nuevo. Las aspirinas no le harían nada, el Percodan, tampoco. Nada le calmaría el dolor de cabeza, como no fuera un buen trago de algo fuerte. Alivio rápido, muy rápido.
El aplauso comenzaba a ceder. La expresión de Patricia McCardle fue de acre alivio.
7
El nombre del gordo que había presentado a cada uno de los poetas era Arberg (aunque Gardener insistía en llamarlo Arglebargle), era el profesor ayudante de literatura que encabezaba el grupo patrocinador, esa clase de hombre que su padre llamaba «carnoso hijoputa».
El carnoso hijoputa dio una fiesta en su casa, después de la lectura, para los miembros de la Caravana, los Amigos de la Poesía y la mayor parte del Departamento de Literatura de la facultad. Comenzó alrededor de las once. En un principio, el ambiente resultó bastante almidonado; hombres y mujeres formaban incómodos grupitos, con vasos y platos de cartón en las manos, mientras farfullaban la habitual cháchara académica, llena de cautela.
En sus tiempos de profesor universitario, Gard consideraba que esas tardes eran la manera más estúpida de perder el tiempo. Aún pensaba igual, pero detectaba en ellas algo nostálgico y placentero, con cierto aire de melancolía.
Su veta de Monstruo de la Fiesta le indicó que, almidonada o no, aquélla era una fiesta con posibilidades. Hacia medianoche era casi seguro que los Estudios de Bach serían reemplazados por The Pretenders; las charlas de clases, política y literatura darían paso a temas más interesantes: el fútbol, qué miembro de la facultad bebía demasiado y, el tema favorito de todos los tiempos, quién se acostaba con quién.
Había un gran bufé ante el cual la mayoría de los poetas hacía cola, siguiendo la «Primera norma del poeta en gira», como cabía esperar: «Si es gratis, aprovecha». Ante sus propios ojos, Ann Delaney, que escribía breves y hechizados poemas sobre la clase trabajadora de la Nueva Inglaterra rural, abrió bien sus mandíbulas y clavó los dientes al enorme bocadillo que tenía en la mano. Por entre los dedos se deslizó un poco de mayonesa, con el color y la textura del semen de toro; Ann lo limpió con un desenvuelto lengüetazo y dedicó un guiño a Gardener. A su izquierda, el ganador del Premio Hawthorne de la Universidad de Boston el año anterior (por su largo poema Harbo Dreams, 1650-1980) se llenaba la boca de aceitunas verdes a una velocidad apabullante. Ese colega, cuyo nombre era Jon Evard Symington, se detuvo el tiempo suficiente para echar sendos puñados de bocaditos de queso envueltos en cada bolsillo de su chaqueta de pana (codos emparchados, por supuesto) y volvió a las aceitunas.
Ron Cummings se acercó a Gardener. No comía, por supuesto, pero en una mano llevaba una gran copa, que parecía llena de whisky puro. Señaló el bufé con la cabeza.
—Buena mercancía. Para quien sea experto en salchichas y lechugas, un verdadero festival, compadre.
—Ese Arglebargle sabe vivir —reconoció Gardener.
Cummings, que estaba a punto de beber, resopló tanto que parecía que los ojos se le salían de las órbitas.
—Hoy estás ocurrente, Jim. Arglebargle, por Dios. —Miró el vaso que Gard tenía en la mano, lleno de vodka con agua tónica; era muy ligero, pero ya iba por el segundo.
—¿Agua tónica? —preguntó Cummings, irónico.
—Bueno, en su mayor parte, sí.
Ron volvió a reír y se alejó.
Cuando alguien quitó a Bach para poner algo de B. B. King, Gard iba ya por la cuarta copa. En esa ocasión pidió al camarero, que había estado presente en la lectura, que le echara un poco más de vodka. Empezó a repetir dos comentarios que le parecían cada vez más ingeniosos a medida que se embriagaba: primero, que para cualquier experto en salchichas y lechugas, esa fiesta era un verdadero festival, compadre; segundo, que todos los profesores ayudantes eran como los Gatos Prácticos de T. S. Eliot, al menos, en un sentido: todos tenían nombres secretos. Gardener confesó que, por intuición, había adivinado el del dueño de la casa: Arglebargle.
Volvió para pedir una quinta copa e indicó al camarero que se limitara a un ligero toque de agua tónica en aquella bebida; con eso bastaría. El muchacho inclinó por un instante la botella sobre el vaso de vodka con gesto solemne. Gardener rió hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas y el estómago le dolió. Sí que se estaba sintiendo bien esa noche. ¿Quién lo merecía más, señoras y señores? Había leído como nunca en muchos años, quizá como nunca en su vida.
—Te diré —confesó al camarero, un estudiante necesitado, contratado sólo para la ocasión—: todos los profesores ayudantes son como los Gatos Prácticos de T. S. Eliot, al menos en un sentido.
—¿De veras, señor Gardener?
—Jim. Llámame Jim.
Pero en los ojos del muchacho se leía que nunca lo llamaría así. Esa noche, el chico había visto brillar a Gardener, y los hombres que brillaban nunca eran tan mundanos y sencillos como Jim.
—De veras —aseguró Gard—. Cada uno tiene su nombre secreto. Y por intuición he adivinado el de nuestro dueño de la casa. Es Arglebargle. Como el ruido que emites al hacer gárgaras. —Hizo una pausa, pensativo—. Que no vendrían mal al caballero de quien hablamos, ahora que lo pienso. —Gardener lanzó una sonora carcajada. Era un buen agregado a la estocada básica. «Como agregar un adorno de buen gusto al capó de un coche elegante», pensó. Y volvió a reír. En esa ocasión, varias personas levantaron la vista antes de volver a sus conversaciones.
«Demasiado alto —se dijo—. Baja el volumen, Gard, amigo». Y sonrió con todo el rostro mientras se decía que estaba en una noche mágica; hasta sus pensamientos eran divertidos.
El camarero también sonreía, pero su sonrisa tenía un deje de preocupación.
—Le convendría tener cuidado con qué comenta del profesor Arherg… —sugirió—, o con quién. Es un poco irascible.
—¡No me digas! —Gardener dilató los ojos y enarcó las cejas al máximo, como Groucho Marx—. Bueno, con ese físico… Carnoso hijoputa, ¿verdad?
Pero al decirlo puso buen cuidado de mantener el volumen bajo.
—Sí —asintió el camarero. Echó un vistazo en redondo y se inclinó hacia Gardener por encima de la improvisada barra—. Se cuenta que el año pasado, por casualidad, pasó por delante de la sala de los graduados y oyó que uno de ellos bromeaba diciendo que él siempre había querido trabajar en un equipo en donde Moby Dick no fuera sólo un clásico apolillado, sino uno de los docentes. Ese hombre era uno de los mejores de cuantos se han graduado en esta Universidad, pero lo expulsaron antes de que el semestre terminara. Y lo mismo sucedió con todos aquellos que le rieron la broma. A quienes no lo hicieron les fue permitido continuar.
—¡Caramba! —exclamó Gardener.
No era la primera vez que oía ese tipo de anécdotas, hasta conocía algunas peores; a pesar de eso, se sintió asqueado. Siguió la mirada del camarero y vio a Arglebargle ante el bufé, junto a Patricia McCardle. Tenía un jarro de cerveza en la mano y hacía ademanes con él. Con la otra mano hundía patatas fritas en un cuenco lleno de salsa de almejas y se las llevaba a la boca, todo ello mientras hablaba. Gardener no recordaba haber visto tal quintaesencia de lo repugnante. Sin embargo, la bruja de McCardle lo escuchaba con arrobada atención, como si en cualquier momento fuese a caer de rodillas para hacerle una mamada por pura adoración. «Y ese gordo asqueroso no dejaría de comer mientras tanto, dejándole caer trozos de patatas fritas y gotas de salsa en el cabello».
—Caramba, Dios mío —dijo. Y tragó la mitad de su vodka sin agua tónica. Apenas quemaba; lo que sí quemaba era la primera hostilidad real de la velada, el primer adelanto de esa muda e inexplicable ira que lo asolaba casi desde el momento del primer trago—. ¿Quieres llenármelo otra vez, por favor?
El camarero le sirvió más vodka y comentó, con timidez:
—Su lectura de esta noche me ha parecido estupenda, señor Gardener.
Éste quedó absurdamente conmovido. Leighton Street había sido dedicado a Bobbi Anderson; ese muchacho, que apenas tenía edad para beber alcohol según la ley, hizo que Gardener recordara a Bobbi tal como era cuando ingresó en la universidad.
—Gracias.
—Le conviene andar con un poco de cuidado con el vodka —le advirtió el joven—. Hace efecto cuando uno menos se lo espera.
—Tengo todo bajo control —aseguró Gardener, con un guiño tranquilizador—. Visibilidad, de quince kilómetros a ilimitada.
Se apartó del bar para echar otro vistazo al carnoso hijoputa y a la McCardle. Ella sorprendió su mirada y se la devolvió, fría y sin sonreír; sus ojos azules eran trozos de hielo. «¡Vete al diablo, bruja frígida!», pensó él. Y elevó el vaso en su dirección, en un audaz saludo de taberna, al tiempo que la honraba con una sonrisa insultante.
—Conque sólo agua tónica, ¿eh? Agua tónica pura.
Miró hacia atrás. Ron Cummings había aparecido a su lado de forma tan inesperada como satanás. Y su sonrisa era satánica.
—¡Vete al diablo! —exclamó Gardener.
La gente se volvió a mirarle de nuevo.
—Mira, Jim, viejo amigo…
—Ya sé, ya sé, tengo que bajar el volumen.
Sonrió, pero la palpitación de su cabeza aumentaba de potencia, se hacía más insistente. No era como los dolores de cabeza que el médico le había pronosticado a partir del accidente; no surgía de la parte frontal, sino de algún lugar posterior, profundo. Y no dolía.
En realidad, era bastante agradable.
—En efecto. —Cummings señaló con un gesto imperceptible a McCardle—. Esa mujer la tiene tomada contigo, Jim. Le encantaría sacarte de la gira. No le des motivos.
—Lo que ésa necesita es que le rompan el culo.
—Pues encárgate tú —dijo Cummings—. El cáncer, la cirrosis hepática y el ataque cerebral son resultados estadísticamente demostrados del excesivo consumo de alcohol, de modo que cabe esperarlos como parte de mi futuro; si me aquejara cualquiera de esos males, a nadie culparía más que a mí mismo. En cuanto a la diabetes, el glaucoma y la senilidad precoz, son dolencias que están todas ellas en mi familia. Pero puedo prescindir de la hipotermia de pene. Disculpa.
Gardener quedó inmóvil por un momento y lo siguió con la vista, desconcertado. Por fin captó la broma y estalló en una carcajada. En esa ocasión, las lágrimas llegaron a rodarle por las mejillas. Por tercera vez, la gente se volvió a mirarle: un hombre grande, de ropas raídas, con un vaso lleno de algo que se parecía de manera sospechosa al vodka, riendo a pleno pulmón.
«Para, para —se dijo—. Baja el volumen. Hipotermia de pene», y volvió a relinchar de risa.
Poco a poco logró recobrar el dominio de sí. Se encaminó hacia el equipo estereofónico del cuarto contiguo; era habitual que la gente más interesante de cualquier fiesta se encontrara allí. Cogió un par de canapés de una bandeja y se los comió. Tenía la fuerte sensación de que Arglebargle y McCarglebargle seguían mirándolo; estaba casi seguro que McCarglebargle, en ese momento, proporcionaba a Arglebargle todos sus antecedentes en frases concisas, sin que esa sonrisita fría y enloquecedora se apartara de su rostro. ¿No lo sabía? Pues es cierto: él le disparó. Le atravesó el rostro de un balazo. Ella le dijo que no presentaría cargos contra él, siempre que le concediera el divorcio sin pleitear. No sé si hizo bien. Hasta el presente, él no ha disparado contra ninguna otra mujer. Pero por bien que haya leído esta noche… (después de ese lapso bastante excéntrico, por cierto), ese hombre es un inestable. Además, ya ve usted que bebe sin control…
«Será mejor que te cuides, Gard», pensó. Por segunda vez en el transcurso de esa noche, le pareció oír una voz semejante a la de Bobbi: «Ésta es tu paranoia en acción. No hablan de ti, por Dios».
Ante la puerta, se volvió a mirar.
Los dos tenían la mirada clavada en él.
Se sintió recorrido por un escalofrío de horror…, pero les dedicó una gran sonrisa forzada y volvió a mostrarles la copa en alto.
«Sal de aquí, Gard. Esto puede ponerse feo. Estás borracho».
«Tengo todo bajo control, no te preocupes. Ella quiere que yo me vaya; por eso no deja de mirarme y dice esas cosas al gordo de mierda: que yo disparé contra mi esposa, que en Seabroock me detuvieron con un arma cargada en la mochila… Quiere deshacerse de mí porque no cree que los manifestantes antinucleares filocomunistas y mataesposas deban llevarse los laureles. Pero sé actuar. No hay problema, amigo. Cerraré el grifo, tomaré un poco de café y me retiraré temprano. No hay ningún problema».
Y aunque no tomó café ni se retiró temprano ni cerró el grifo, estuvo bastante bien durante una hora más, aproximadamente. Cada vez que se notaba hablar en voz demasiado alta, bajaba el volumen; se obligaba a callar siempre que se oía caer en lo que su esposa denominaba arenga. «Cuando te embriagas, Jim —le decía—, uno de tus peores problemas es que tiendes a arengar en vez de conversar».
Pasó la mayor parte del tiempo en el salón de Arberg, donde la gente era más joven y menos pomposa. La conversación resultó vivaz, alegre e inteligente. En su mente perduraba la idea de las plantas nucleares; algo que le ocurría siempre en esas ocasiones: como un cuerpo putrefacto que asciende a la superficie por el ruido de los cañonazos. En momentos como ése (y en similar estado de embriaguez), siempre salía a flote la certeza de que estaba en obligación de advertir a todos esos jóvenes acerca del peligro, y la idea arrastraba consigo el calor del enfado y la irracionalidad, como si fuesen algas podridas. Siempre igual. Los seis últimos años de su vida, habían sido malos; pero los tres últimos, una pesadilla inexplicable para sí mismo y amedrentadora para casi todos sus conocidos. Cuando bebía, la ira, el terror y, sobre todo, la incapacidad para explicar qué había sido de Jimmy Gardener, de explicárselo aun a sí mismo, hallaban salida en el tema de las centrales de energía nuclear.
Pero esa noche apenas acababa de tocar el tema cuando Ron Cummings apareció en el salón, con el largo y estrecho rostro encendido de colores febriles. Ebrio o no, Ron vio de donde soplaba el viento y dio un diestro giro a la conversación hacia la poesía. Gardener se sintió agradecido, pero también enfadado. Aunque irracional, allí estaba la sensación de que le habían negado su goce.
Por lo tanto, en parte gracias a las riendas cortas que se impuso y en parte a la oportuna intervención de Ron Cummings, Gard evitó meterse en problemas casi hasta el final de la fiesta. Al cabo de media hora más, se habría salvado por completo…, al menos por esa noche.
Pero cuando Ron Cummings comenzó a hablar acerca de los poetas no convencionales, con su acostumbrado ingenio, Gardener volvió al comedor para tomar otra copa y quizá pellizcar algo en el bufé. Lo que siguió pudo haber sido dispuesto por un demonio provisto de un sentido del humor maligno en especial.
—Una vez que tengamos funcionando a Iroquois, ustedes dispondrán del equivalente a treinta y cinco becas completas para otorgar —dijo una voz a su izquierda.
Gardener se volvió con tal brusquedad que estuvo a punto de tirar su bebida. Sin duda, esa conversación debía de ser imaginación suya. Era demasiada coincidencia.
En un extremo del bufé había seis personas: tres hombres y tres mujeres. Una de las parejas estaba formada por el Mundialmente Famoso Dúo Arglebargle-McCarglebargle. El hombre que hablaba parecía un vendedor de coches, aunque con mejor gusto para vestir que la mayoría de ellos. La que estaba a su lado era la esposa; bonita, aunque tensa; ojos azules desteñidos, agrandados por los gruesos cristales de las gafas. Gardener observó algo de inmediato. Si bien era fanático y obsesivo sobre el tema, siempre había sido un agudo observador, y lo seguía siendo. La mujer de las gafas sabía que su esposo hacía lo mismo que Nora acusaba de hacer a Gard en las fiestas cuando se embriagaba: una arenga. Quería llevárselo, pero no encontraba la manera.
Gardener echó otro vistazo y calculó que llevaban unos ocho meses casados. Tal vez un año, pero se inclinaba por los ocho meses.
El que hablaba debía de ser algún tipo de ruedecilla en la maquinaria de la compañía eléctrica Bay State. Tenía que ser Bay State, porque eran los dueños de ese disparate que era la central de energía nuclear de Iroquois. En la boca de aquel fulano, la planta era el mejor invento desde la tostada con mantequilla. Puesto que hablaba como si en realidad estuviera convencido de lo que decía, Gardener decidió que debía de ser una ruedecilla bastante insignificante, quizás hasta una de repuesto en reserva. Era difícil que los «capos» estuvieran tan entusiasmados con Iroquois. Aun dejando a un lado, por el momento, la demencia de la energía nuclear, quedaba en pie el hecho de que Iroquois llevaba cinco años de retraso en cuanto a su puesta en funcionamiento. Y la suerte de tres cadenas bancarias intervinculadas dependía de cuándo se pusiera en funcionamiento…, si lo hacía. Todos estaban hundidos hasta el cuello en pantanos radiactivos y negociando con papeles. Era como el juego de la silla de menos en versión de locos.
Por supuesto, el anterior mes, los tribunales habían dado al fin la autorización para que la empresa iniciara la carga de material radiactivo. Era de suponer que los hijos de puta empezaban a respirar con más tranquilidad.
Arberg escuchaba con solemne respeto. A pesar de que no era el administrador de la facultad, cualquier miembro del cuerpo docente reconocía su obligación de halagar a los emisarios de Bay State Electric, aunque fuesen ruedecillas de repuesto. Las grandes empresas particulares como ésa beneficiaban mucho a la Universidad, cuando así lo deseaban.
¿Qué hacía José Kilowatt en la fiesta? ¿Era uno de los Amigos de la Poesía? «Tanto como yo Amigo de la Bomba de Neutrones», se dijo Gard. La esposa, en cambio, la de los cristales gruesos y el rostro bonito y tenso, sí parecía Amiga de la Poesía.
Aun a sabiendas de que era una terrible imprudencia, Gardener se acercó. A pesar de que lucía una agradable sonrisa de se-está-haciendo-tarde-dentro-de-un-rato-me-voy, las palpitaciones de su cabeza iban en aumento, centradas a la izquierda. El viejo enfado indefenso se elevaba ya en la ola roja. «¿Sabes de qué hablas?», era casi todo lo que su corazón podía gritar. Había muchos argumentos lógicos contra las plantas de energía nuclear, pero en ocasiones como ésa, sólo hallaba los inarticulados gritos de su corazón.
«¿Sabes de qué hablas? ¿Sabes todo lo que está en juego? ¿Alguno de vosotros recuerda lo que ocurrió en la Unión Soviética hace dos años? Ellos no lo han olvidado; ¡no pueden! Hasta bien entrado el próximo siglo, seguirán enterrando a las víctimas del cáncer. ¡Me cago en diez! Métete uno de esos cilindros nucleares en el culo durante una media hora. Y cuando tus cagarros empiecen a brillar en la oscuridad, ven y di a todos lo segura que es la energía nuclear. ¡Por Dios, por Dios! ¡Todos ustedes, imbéciles, se encuentran aquí, oyendo a este hombre como si estuviese cuerdo!»
De pie, con la copa en la mano y su agradable sonrisa, escuchó cómo la ruedecilla de repuesto escupía sus mortíferas tonterías.
El tercer hombre del grupo era un cincuentón con aspecto de decano. Quería saber si había posibilidades de que se repitieran las protestas organizadas en el otoño. Ted se llamaba la ruedecilla.
Ted, el hombre nuclear, dijo que le parecía muy dudoso. Seabroock había estado de moda un tiempo, igual que la central nuclear de Maine, pero desde que los jueces federales aplicaban sentencias rígidas a los alborotadores, las manifestaciones estaban en rápida decadencia.
—Esos grupos cambian de blanco tanto como de preferencia en grupos de rock —dijo.
Arberg, McCardle y los otros rieron; todos, salvo la esposa de Ted, el hombre nuclear. Su sonrisa no hizo más que deslucirse un poquito más.
Gardener, en cambio, mantuvo la suya como si la tuviera pegada al rostro.
Ted, el hombre nuclear, se volvió más comunicativo. Dijo que era hora de demostrar a los árabes, de una vez por todas, que Estados Unidos y los estadounidenses no los necesitaban. Que hasta el más moderno de los generadores de carbón era demasiado sucio para que la Asociación de Plantas Energéticas lo aprobara como aceptable. Que la energía solar era estupenda… «siempre que haya sol». Hubo otra carcajada.
Gardener asentía y negaba, asentía y negaba. Sus oídos, afinados a un grado casi sobrenatural, detectaron un levísimo crujido, casi como el del hielo al moverse; aflojó los dedos apenas un segundo antes de que se tensaran al punto de quebrar el vaso.
Parpadeó. Arberg tenía la cabeza de cerdo. Esa alucinación era completa y perfecta; había hasta cerdas en su gordo hocico. El bufé estaba en ruinas, pero Arberg hozaba en él, acababa con los últimos triples, ensartaba aquí la última rodaja de salami, allá algún trocito de queso perdido; los perseguía con las migas de las patatas fritas. Todo iba a parar a su husmeante hocico, mientras Ted, el hombre nuclear, explicaba que, en realidad, la energía nuclear era la única alternativa.
—Gracias a Dios, el pueblo estadounidense comienza a contemplar el caso de Chernobyl con cierta perspectiva —dijo—. Treinta y dos muertos. Es horrible, por supuesto, pero sólo el mes pasado se estrelló un avión y murieron ciento noventa y tantas personas. Y no se oye a nadie pedir a gritos que el Gobierno clausure las líneas aéreas, ¿verdad? Treinta y dos muertos es un horror, de acuerdo, pero dista mucho de ser el Armagedón que esos chiflados antinucleares proclaman. —Bajó un poco la voz—. Son tan locos como los de La-Rouche que vemos en los aeropuertos, pero, en cierto sentido, peor aún porque parecen más racionales. Si les concediésemos lo que quieren, en un mes se olvidarían de la energía nuclear y protestarían porque no pueden usar el secador de pelo ni prepararse sus comidas macrobióticas en las cocinas eléctricas.
Para Gard ya no era un hombre. Del cuello de la camisa blanca con rayas rojas finas, asomaba la peluda cabeza de un lobo. Miraba alrededor y sacaba su rosada lengua, mientras los ojos amarilloverdosos chisporroteaban. Arberg chilló su aprobación y se llenó el rosado hocico de cerdo con más restos de comida. Patricia McCardle tenía la lisa y lustrosa cabeza de un lebrel. El decano y su mujer, de comadrejas. Y la esposa del hombre de la compañía eléctrica se había convertido en un conejo asustado, cuyos ojos rosados giraban tras las gruesas gafas.
«¡Oh, Gard, no!», gimió su mente.
Volvió a parpadear y se encontró entre seres humanos.
—Lo que los antinucleares olvidan mencionar siempre en sus manifestaciones —concluyó Ted, el hombre nuclear, mirando a sus oyentes como el abogado que llega al punto culminante de su disertación— es que, en treinta años de energía nuclear aplicada a fines pacíficos, nunca se ha producido una sola víctima en Estados Unidos.
Esbozó una sonrisa de modestia, y acabó el whisky.
—Creo que todos descansaremos con más tranquilidad si recordamos eso —dijo el hombre que parecía decano—. Ahora creo que mi esposa y yo…
—¿Sabían ustedes que Marie Curie murió por envenenamiento radiactivo? —preguntó Gardener, con tono coloquial.
Todas las cabezas giraron hacia él.
—Sí. Leucemia, producida por la exposición directa a los rayos gamma. Fue la primera víctima de la marcha mortal, con la central de esta clase al final. Ella hizo muchas investigaciones y tomó nota de todo.
Gardener echó una mirada a la estancia, súbitamente silenciosa.
—Sus anotaciones están encerradas en una bóveda —continuó Gard—, en París, revestida de plomo. Los cuadernos se hallan completos, pero son demasiado radiactivos para que alguien los toque. En cuanto a las víctimas de este país, en realidad, no se sabe. Las agrupaciones de compañías eléctricas lo tienen todo muy tapado.
Patricia McCardle lo miraba con el entrecejo fruncido. Como el decano había quedado olvidado de momento, Arberg volvió a saquear la desnuda mesa de bufé.
—El 5 de octubre de 1966 —prosiguió Gardener— hubo una fusión nuclear parcial en el reactor Enrico Fermi, en Michigan.
—Y nada ocurrió —añadió Ted, el hombre nuclear, abarcando con las manos a los reunidos, como si dijese: «Ya ven ustedes: lo que deseábamos demostrar».
—Desde luego —dijo Gardener—, nada pasó. Dios sabrá el porqué, pero me temo que nadie más lo sabe. La reacción en cadena se interrumpió sola. Todos desconocen la razón. Uno de los ingenieros llamados por los contratistas echó un vistazo, sonrió y dijo: «Ustedes han estado a punto de perder Detroit». Y se desmayó.
—¡Oh, señor Gardener, pero eso fue…!
Gard levantó una mano.
—Cuando se estudian las estadísticas de muertes por cáncer en las zonas que circundan todas las centrales nucleares del país, se descubren anomalías, porcentajes que están muy por encima de lo normal.
—Eso es completamente falso y…
—Permítame terminar, por favor. No creo que los hechos importen a estas alturas; de cualquier modo, permítame terminar. Mucho antes del caso Chernobyl, los rusos sufrieron un accidente con un reactor en un lugar llamado Kyshtym. Pero, por entonces, el primer ministro era Krushchev y los soviéticos mantenían la boca mucho más cerrada. Al parecer, acumulaban los residuos en una zanja de poca profundidad. ¿Por qué no? Como madame Curie habría dicho, entonces parecía una buena idea. Se supone que los residuos se oxidaron, sólo que en vez de originar óxido de hierro o herrumbre, como cualquier barra de ese metal, esas varas se oxidaron en plutonio puro. Fue como encender una fogata junto a un tanque lleno de gas licuado, pero ellos lo ignoraban. Supusieron que todo saldría bien. Eso supusieron. —Notó que la ira se apoderaba de su voz, pero no pudo impedirlo—. Supusieron, jugando con la vida de los seres humanos como si fuesen… bueno, otras tantas muñecas. ¿Y saben qué ocurrió?
En la habitación reinaba el silencio. La boca de Patty era un tajo rojo helado. Su tez estaba lechosa por la cólera.
—Llovió —dijo Gardener—. Llovió mucho. Y eso inició una reacción en cadena que provocó una explosión. Fue como la erupción de un volcán de barro. Evacuaron a miles de personas. A todas las embarazadas se les practicó un aborto; no se les dio la posibilidad de elegir. La carretera de la zona Kyshtym permaneció cerrada durante casi un año. Después, cuando se filtró el rumor de que en los bordes de Siberia se había producido un accidente muy grave, los rusos abrieron de nuevo la ruta. Pero pusieron algunos letreros bastante graciosos. He visto las fotos. Como no domino el ruso, he pedido su traducción a cuatro o cinco personas diferentes, y todas coinciden. Parece un chiste malo. Imagínense que circulan por una autopista de Estados Unidos; de pronto, se encuentran con un letrero que dice: POR FAVOR CIERRE TODAS LAS VENTANILLAS Y TODOS LOS ACCESORIOS DE VENTILACIÓN Y CIRCULE A TODA LA VELOCIDAD QUE SU VEHÍCULO LE PERMITA LOS PRÓXIMOS TREINTA KILÓMETROS.
—¡Idioteces! —exclamó Ted, el hombre nuclear, en voz muy alta.
—Las fotografías están a su disposición según la Ley de Libertad de Información —dijo Gard—. Si este tipo mintiera sin más, quizá sería soportable. Pero él y los de su calaña hacen algo peor: son como vendedores dedicados a convencer al público de que los cigarrillos no provocan cáncer de pulmón y que, por añadidura, están llenos de vitamina C y ayudan a defenderse de los resfriados.
—¿Insinúa usted que…?
—Treinta y dos son los muertos de Chernobyl; una cifra verificable, sin duda. Qué diablos, tal vez sean sólo treinta y dos. Tenemos fotografías tomadas por médicos estadounidenses que indican el hecho de que ya hay bastante más de doscientos, pero digamos que son treinta y dos. Eso no cambia lo que sabemos acerca de la exposición a altas radiaciones. La muerte sobreviene en tres etapas. Primero, los que murieron en el accidente. Segundo, las víctimas de leucemia, casi todas de corta edad. Tercero, la onda más letal: el cáncer en los adultos mayores de cuarenta años. Tanto cáncer que podría hablarse de epidemia. El cáncer de piel, de pulmón, de hígado, de mama y de huesos son los más comunes. Pero también hay cáncer intestinal, de vejiga, tumores cerebrales…
—¡Basta, por favor, basta! —gritó la esposa de Ted. La histeria daba a su voz una potencia asombrosa.
—Ojalá pudiera callar, querida —replicó Gard, con suavidad—, pero no puedo. En 1964, la Compañía Americana de Electricidad, la llamada CAE, encargó un estudio sobre las consecuencias que se producirían en el peor de los casos, si en Estados Unidos estallara un reactor equivalente a la quinta parte del de Chernobyl. Los resultados fueron tan espantosos que la CAE enterró el informe. Sugería que…
—Cállese, Gardener —le ordenó Patty, en voz alta—. Está bebido.
Él no le prestó atención. Miraba con fijeza a la esposa del hombre nuclear.
—Sugería que, de producirse tal accidente en una zona relativamente rural de Estados Unidos (la que eligieron, por casualidad, se hallaba en medio de Pennsylvania, donde está Three-Mille Island), morirían cuarenta y cinco mil personas, se contaminaría el setenta por ciento del estado y se causarían daños por valor de diecisiete millones de dólares.
—¡Al diablo! —gritó alguien—. ¿Está de broma?
—En absoluto —aseguró Gardener, sin apartar la vista de la mujer, que parecía hipnotizada por el terror—. Si se multiplica eso por cinco, se obtienen doscientos veinticinco mil muertos y ochenta y cinco millones de dólares en daños. —Volvió a llenar su vaso, despreocupado, en el grave silencio de la habitación; lo levantó hacia Arberg como en un brindis y bebió dos grandes tragos de vodka puro. Era de esperar que no estuviera contaminado—. ¡Bien! —concluyó—. Hablamos de doscientos veinticinco mil muertos al dispararse la tercera ola, alrededor del año 2040. —Guiñó el ojo a Ted, el hombre nuclear, que estaba mostrando los dientes—. Sería difícil cargar tanta gente en un avión, aunque fuera un 767, ¿verdad?
—Esas cifras son un invento suyo —dijo Ted, el hombre nuclear, furioso.
—Ted… —murmuró su esposa, trémula. Se había puesto mortalmente pálida, salvo unas diminutas manchas rojas que le ardían en los pómulos.
—¿Pretende que escuche con tranquilidad toda esta… esta retórica de politiquillo? —preguntó él, acercándose a Gardener hasta que estuvieron casi pecho contra pecho.
—En Chernobyl mataron a los niños —contestó Gardener—. ¿No entienden eso? A aquellos que tenían diez años, a aquellos que estaban en el útero. La mayoría aún está con vida, pero en realidad están muertos en este mismo instante, mientras nosotros bebemos. Algunos ni siquiera han aprendido a leer. La mayoría de ellos jamás llegará a conocer un beso de pasión. Ahora mismo, mientras nosotros bebemos.
«Mataron a sus hijos. —Miraba a la esposa de Ted. La voz se le tornó temblorosa y se elevó un poquito, como una súplica—. Lo demuestran Hiroshima, Nagasaki, nuestras propias pruebas en Trinity y en Bikini. Mataron a sus propios hijos, ¿comprenden lo que estoy diciendo? ¡En Pripyat hay chicos de nueve años que van a morir cagando sus propios intestinos! ¡Mataron a los niños!»
La esposa de Ted dio un paso atrás, dilatados los ojos tras las gafas, torcida la boca.
—Todos reconocemos que el señor Gardener es un buen poeta —dijo Ted, mientras rodeaba a su esposa con un brazo para atraerla hacia sí. Era como un vaquero que enlazara a una ternera—. Pero no está muy bien informado con respecto a la energía nuclear. En realidad, no tenemos una idea concreta de qué ha ocurrido en Kyshtym, y las cifras que dieron los rusos sobre la catástrofe de Chernobyl son…
—¡Deje ya de mentir! —lo interrumpió Gardener—. Usted sabe de qué hablo. La compañía eléctrica Bay State tiene todos esos datos en sus archivos, junto con la elevada proporción de cancerosos en las zonas que rodean las instalaciones estadounidenses de energía nuclear, el agua contaminada por los desechos atómicos: el agua de las capas profundas, la que la gente usa para lavar la ropa y la vajilla, para bañarse y para beber. ¡Usted lo sabe! Como lo saben todas las compañías eléctricas privadas, municipales, estatales y federales de Estados Unidos.
—Basta, Gardener, —le advirtió McCardle, adelantándose un poco para dedicar una sonrisa demasiado brillante al grupo—. Es que está un poquito…
—¿Lo sabías, Ted? —preguntó la esposa de pronto.
—Tengo algunas estadísticas, sí; pero…
Se interrumpió. Cerró la boca con tanta fuerza que casi se pudo oír el ruido de sus mandíbulas. No era mucho…, pero alcanzó. De pronto, todos supieron, todos ellos, que en su sermón había omitido buena parte de las escrituras. Gardener experimentó un instante de agrio e inesperado triunfo.
Hubo un momento de incómodo silencio. Luego, con bastante deliberación, la esposa de Ted se apartó de él, que enrojeció. A Gard le dio la impresión de alguien que se hubiera golpeado el pulgar con un martillo.
—Oh, tenemos montones de informes —dijo—. En su mayor parte, son una sarta de mentiras. Propaganda rusa. Los idiotas como éste se los tragan de buen grado, con anzuelo, corcho y línea. Por lo que sabemos, lo de Chernobyl bien pudo no haber sido un accidente, sino un intento de impedirnos…
—¡Por Dios, sólo falta que nos diga que la Tierra es plana! —protestó Gardener—. ¿No ha visto en las fotografías como los tipos del Ejército, vestidos con trajes antirradiactivos, caminaban alrededor de una central nuclear, a media hora de Harrisburg? ¿Sabe cómo intentaron tapar las filtraciones que tenían allí? Metieron una pelota de baloncesto envuelta en cinta aislante en una tubería para residuos radiactivos que había reventado. Durante cierto tiempo dio resultado, hasta que la presión la hizo saltar y abrió un agujero en medio del muro de contención.
—Muy buena su propaganda. —Ted esbozó una sonrisa salvaje—. ¡A los rusos les encanta la gente como usted! Dígame, ¿le pagan o lo hace gratis?
—Y ahora ¿quién habla como los chiflados de los aeropuertos? —preguntó Gardener, con una sonrisa. Dio un paso más hacia Ted—. Los reactores nucleares están mejor construidos que Jane Fonda, ¿verdad?
—Por lo que a mí concierne, se puede decir que sí.
—Por favor —dijo la esposa del decano, inquieta—. Se puede discutir, pero sin gritar, por favor. Después de todo, somos gente universitaria…
—¡Pues es hora de que alguien empiece a gritar! —aulló Gardener.
Ella retrocedió con un parpadeo, y su esposo miró a Gardener, los ojos tan brillantes como astillas de hielo. Lo miró como si estuviese marcándolo para siempre. Quizá era así.
—¿Gritaría si su casa se estuviese incendiando y usted fuese la única de la familia en darse cuenta? ¿O se limitaría a ir de cama en cama, despertando a sus parientes con susurros, sólo porque es gente universitaria?
—Lo único que creo es que esto se prolonga dem…
Gardener se olvidó de ella para volverse hacia el «señor» Bay Stay con un guiño confidencial.
—Dígame, Ted: ¿a qué distancia está situada su propia casa de esa maravillosa, central nuclear que están ustedes construyendo?
—No tengo por qué soportar…
—No muy cerca, ¿eh? Eso imaginaba. —Miró a la esposa de Ted.
Ella se apartó con un gesto de miedo, aferrándose al brazo de su marido. Gard pensó: «¿Qué ve en mí que le da tanto miedo? ¿Qué exactamente?»
La voz del subcomisario que leía historietas le dio la dolorosa respuesta: «Disparaste contra tu esposa, ¿eh? Magnífico, qué joder».
—¿Piensan tener hijos? —le preguntó con suavidad—. En ese caso, espero, por su bien, que usted y su esposo vivan a una distancia bastante segura de la central. Insisten en meter la pata, ¿sabe? Como en Three-Mille Island. Poco antes de que inauguraran esa porquería, alguien descubrió que los fontaneros habían conectado un tanque de seis mil litros para residuos radiactivos a los bebederos. En realidad, lo descubrieron una semana antes de que la planta nuclear entrara en funcionamiento. ¿Qué tal?
Ella lloraba.
Lloraba, mas él fue incapaz de callar.
—Los que investigaron el caso pusieron en sus informes que la conexión de tuberías para refrigerar residuos radiactivos con los de agua potable era «práctica generalmente desaconsejada». Si su maridito la invita a recorrer la empresa, haga lo mismo que hacen los turistas en México: no beba agua. Y si su maridito la invita cuando esté embarazada (o cuando usted sospeche que lo está) dígale… —Gardener sonrió primero hacia ella, luego hacia Ted—. Dígale que le duele la cabeza —completó.
—¡Cállese! —exclamó Ted.
Su esposa había empezado a gemir.
—Eso —dijo Arberg—. Creo que es hora de que se calle, señor Gardener.
Gard los miró. Después al resto de los asistentes, que observaban la escena en silencio, con los ojos dilatados. Entre ellos, el joven camarero.
—¡Cállese! —gritó Gardener. El dolor le clavó una pica centelleante en el lado izquierdo de la cabeza—. ¡Sí! Cállese y deje que arda la casa entera. Todos ustedes pueden estar seguros de que esos malditos propietarios de viviendas baratas estarán presentes a la hora de cobrar el seguro contra incendios, después de que las cenizas se enfríen y los bomberos hayan sacado lo que quede de los inquilinos. ¡Cállese! Ésa es la orden que todos ellos nos dan. Y si no nos callamos por cuenta propia, bien puede ser que nos hagan callar, como a Karen Silkwood…
—Calle, Gardener —siseó Patricia McCardle. No había letras sibilantes en esas dos palabras; por lo tanto, el siseo era imposible. Pero ella siseó.
Gard se inclinó hacia la esposa de Ted, que ya tenía las pálidas mejillas mojadas de lágrimas.
—También le convendría verificar los porcentajes de muerte infantil repentina. Hay que ver cómo aumentan alrededor de las centrales nucleares. Y los defectos congénitos, como el síndrome de Down, mongolismo, en otras palabras. La ceguera y…
—Quiero que salga de mi casa —dijo Arberg.
—Tiene restos de patatas fritas en la barbilla —le advirtió Gardener, mientras se volvía hacia el matrimonio de Bay State.
Su voz surgía desde un punto cada vez más profundo de su cuerpo. Era como escuchar una voz que saliera de un pozo. Todo se acercaba a su punto crítico. Había luces rojas en el tablero de mandos.
—Ted, aquí presente, mentirá todo lo que quiera, y dirá que todo esto es una gran exageración, un poquito de fuego y un montón de heno. E incluso ustedes pueden creerle. Pero el hecho es que lo ocurrido en la central nuclear de Chernobyl liberó más residuos radiactivos a la atmósfera de este planeta que todas las bombas atómicas estrelladas sobre la superficie de la Tierra desde lo de Trinity.
»Chernobyl está contaminada.
»Y seguirá así por mucho tiempo. ¿Cuánto? Nadie lo sabe con certeza, ¿verdad, Ted?
Levantó su copa hacia éste y miró a los presentes. Todos estaban de pie, lo observaban. Muchos parecían tan horrorizados como la esposa de Ted.
—Y ocurrirá de nuevo —continuó—. Tal vez en el estado de Washington. En los reactores de Hanford estaban acumulando residuos radiactivos en zanjas sin protección, igual que en Kyshtym. ¿Será en California, la próxima vez que haya un terremoto grande? ¿En Francia? ¿En Polonia? ¿O quizá aquí mismo, en Massachusetts, si este fulano se sale con la suya y la central nuclear Iroquois entra en funcionamiento en la primavera? Basta con que un solo tipo oprima un botón equivocado en el momento que no deba, y los partidos de fútbol quedarán suspendidos hasta el año 2075.
Patricia McCardle estaba tan blanca que parecía de cera…, a excepción de sus ojos, que disparaban chispas azules como recién surgidas de un soldador. Arberg había tomado el camino contrario: su rostro aparecía rojo y oscuro como los ladrillos de su linajuda casa familiar. La señora Ted miraba alternativamente a Gardener y a su esposo, como si fuesen dos perros capaces de morder. Ted vio esa mirada y sintió que ella intentaba escapar del círculo de su brazo. Tal vez lo que provocaba esa escalada final era la reacción a las palabras de Ted. Sin duda, él había recibido instrucciones para manejar a los histéricos como Gardener; la compañía les enseñaba a sus Teds a cumplir con esas tareas, al igual que las líneas aéreas enseñaban a las azafatas a manejar los sistemas de oxígeno para casos de emergencia.
Mas ya era tarde. La arenga de Gardener, alcohólica pero elocuente, había estallado como una tormenta de bolsillo… y ahora su mujer lo miraba a él como si fuese un carnicero.
—¡Caramba, cómo cansan ustedes con sus lloriqueos! Esta noche usted ha leído sus incoherentes poemas ante un micrófono que funciona con electricidad; sus relinchos fueron amplificados por altavoces que funcionan con electricidad; usted ha usado luces eléctricas para ver sus papeles. ¿De dónde se cree que sale la energía eléctrica? ¿La fabrica el Mago de Oz? ¡Por todos los santos!
—Es tarde —dijo McCardle, apresurada—, y todos estamos…
—Leucemia —dijo Gardener. Se dirigió a la esposa de Ted, con un aire horriblemente confidencial—. Los niños. Los niños son siempre los primeros en morir después de la fusión.
—¿Ted? —gimoteó ella—. Eso no es cierto, ¿verdad? Es decir…
Buscaba a tientas un pañuelo en su cartera y la dejó caer. Se oyó el tintineo de algo que se rompía adentro.
—Basta —dijo Ted—. Hablaremos de esto todo lo que usted quiera, pero deje de alterar adrede a mi esposa.
—Pero yo quiero que ella se altere —manifestó Gardener, ya entregado por completo a las tinieblas. Pertenecía a ellas, ellas le pertenecían y así estaba bien—. Parece ignorar muchas cosas; cosas que debería saber, si se tiene en cuenta con quién se ha casado.
Volvió hacia ella su hermosa y salvaje sonrisa. La mujer lo miró sin gestos de miedo esa vez, hipnotizada como un venado ante los faros del coche que se aproxima.
—Veamos ahora qué ocurre con los residuos radiactivos. ¿Sabe usted adónde van cuando ya no sirven para el reactor? ¿Le han dicho que se los llevan los ratoncitos? No es cierto. Los de la central hacen contrabando con ellos por cualquier parte. Hay grandes montones de residuos radiactivos aquí, allá y en todas partes, en horribles charcos de agua poco profunda. Son radiactivos de verdad, señora, y lo seguirán siendo por largo tiempo.
—Gardener, quiero que se vaya —dijo Arberg otra vez.
Gardener no le prestó atención. Seguía hablando sólo para la señora Ted.
—Están perdiendo la cuenta de dónde se encuentran algunos de esos depósitos, ¿lo sabía? Son como los niños que, después de jugar todo el día, se acuestan cansados y, al día siguiente, no recuerdan dónde dejaron sus juguetes. Y después estas cosas desaparecen, sin más. Es algo de locos. Ya ha desaparecido plutonio en cantidad suficiente como para volar toda la costa de Estados Unidos. Pero yo necesito un micrófono para leer mis incoherentes poemas. No permita Dios que me vea obligado a levantar la v…
Arberg lo sujetó sin previo aviso. El hombre era gordo y fofo, pero fuerte. A Gardener se le salieron los faldones de la camisa. El vaso escapó de entre sus dedos y se estrelló en el suelo. Con voz sonora, bien audible (una voz que sólo podía emitir un profesor indignado, con muchos años de docencia), anunció a todos los presentes:
—Voy a poner a este rufián de patitas en la calle.
Su declaración fue recibida con un aplauso espontáneo. No todos los presentes aplaudieron; quizá ni la mitad. Pero la mujer del hombre nuclear lloraba a lágrima viva, apretándose al marido, en vez de intentar huir. Hasta el momento en que Arberg lo sujetó, Gardener había estado inclinado hacia ella, como si la amenazara.
Gard sintió que sus pies rozaban el suelo hasta que acababan por abandonarlo. Llegó a divisar a Patricia McCardle; tenía la boca apretada; sus ojos echaban chispas; aplaudía con la furiosa aprobación que le había negado en la sala de conferencias. Vio también a Ron Cummings, de pie ante la puerta de la biblioteca, con una copa monstruosa en una mano, abrazado a una linda rubia y apretándole con la otra mano la línea del busto.
Se le veía preocupado, pero no muy sorprendido. Después de todo, aquello era sólo la continuación de la disputa iniciada en el Bar-Parrilla La Piedra.
«¿Vas a dejar que esta bolsa de mierda te saque a la calle como un gato perdido?»
Gardener decidió que no.
Impulsó el codo izquierdo atrás, con todas sus fuerzas, y lo hundió en el pecho de Arberg. Fue como meterlo en una fuente de gelatina muy dura.
Arberg emitió un grito estrangulado y soltó a Gard. El poeta giró en redondo, con los puños listos para golpear si el dueño de la casa intentaba sujetarlo otra vez, si trataba siquiera de tocarlo. Casi esperaba que Arglebargle tuviera ganas de pelear.
Pero el carnoso hijoputa no daba señales de querer eso. Hasta había perdido todo interés en expulsar a Gardener. Se apretaba el pecho como un actor barato a punto de cantar un aria mala. Casi todo el color de ladrillo había desaparecido de su rostro, aunque restaban algunas bandas ígneas en cada mejilla. Sus labios gruesos se curvaron en una O; se aflojaron; volvieron a curvarse en O; se aflojaron otra vez.
—… corazón —jadeó.
—¿Qué corazón? —preguntó Gardener—. No me diga que tiene uno.
—… ataque —jadeó Arberg.
—¡Ataque al corazón mi abuela! —repuso Gardener—. El único ataque ha sido a su sentido de la corrección. ¡Y lo merece, hijo de puta!
Pasó junto a Arberg, rozándolo; el otro seguía congelado en su pose de cantante-a-punto-de-actuar, con las dos manos apretadas sobre el lado izquierdo, allí donde Gard lo había golpeado con el codo. La puerta de comunicación entre el comedor y el pasillo se despejó en un instante; todos se hicieron a un lado para dar paso a Gardener, que se encaminaba hacia la puerta de la calle.
A su espalda, una mujer gritó:
—¡Vete! ¿Me oyes? ¡Vete, cerdo! ¡Sal de aquí! ¡No quiero verte nunca más!
Aquella voz aguda e histérica se parecía tan poco al ronroneo habitual de Patricia McCardle (garras de acero en guantes de terciopelo) que Gard se volvió a mirar… y se encontró con una sonora bofetada que le llenó los ojos de lágrimas. La mujer estaba descompuesta por la ira.
—Debí haberlo imaginado —balbuceó ella—. Eres sólo un rufián indigno y borracho, agresivo, lleno de obsesiones, un matón cualquiera. Pero ya ajustaremos cuentas. Ya verás si puedo.
—Caramba, Patty, yo no sabía que te interesara —dijo él—. Qué amable de tu parte. Llevo años esperando a que ajustemos cuentas ¿Quieres que vayamos arriba? ¿O lo hacemos aquí, en la alfombra, para deleite de todo el mundo?
Ron Cummings, que se había acercado al escenario de la acción, se echó a reír. Patricia McCardle mostró los dientes. Su mano se disparó otra vez, y dio contra la oreja de Gardener.
Su voz fue baja, pero audible para los presentes.
—No cabía esperar nada mejor de un hombre capaz de disparar contra su propia esposa.
Gardener se volvió y vio a Ron.
—Discúlpame, ¿quieres? —dijo.
Cogió él vaso que Cummings tenía en la mano y, con un movimiento rápido y desenvuelto, enganchó dos dedos en el escote del vestido de McCardle, que era elástico y cedió con facilidad. El whisky de la copa fue a parar a la abertura.
—Salud, querida —le dijo, mientras se volvía hacia la puerta.
Sin duda alguna, era la mejor frase de cierre, dadas las circunstancias.
Arberg estaba aún petrificado, con los puños apretados contra el pecho, y los labios curvados en O para relajarlos después.
—… corazón —jadeó otra vez, dirigiéndose a Gardener… o a cualquiera que le escuchase.
En la habitación contigua, Patricia McCardle chillaba:
—¡Estoy bien! ¡No me toquen! ¡Déjenme en paz! ¡Estoy bien!
—Eh, oye…
Gardener se volvió hacia la voz. El puño de Ted lo golpeó en plena mejilla, hacia arriba. Gard trastabilló por el vestíbulo, mientras trataba de apoyarse en la pared para no perder el equilibrio. Chocó contra el paragüero y lo volcó. Después dio contra la puerta de la calle, con tanta fuerza que hizo temblar los vidrios de la cristalera semicircular.
Ted avanzó hacia él como un artillero.
—Mi esposa está en el baño con un ataque de histeria por tu culpa. Si no te vas ahora mismo, te daré de golpes hasta que quedes estúpido.
La negrura estalló como un montón de tripas llenas de gas.
Gard tomó uno de los paraguas. Era largo y negro: el paraguas de un lord inglés, sin duda alguna. Corrió hacia Ted, hacia ese hombre que conocía los riesgos a la perfección, pero que estaba decidido a seguir de cualquier modo, ¿por qué no, si le faltaban siete pagos para el coche y dieciocho de la casa? ¿Por qué no, claro?
Ted, para quien un aumento del seiscientos por ciento en los casos de leucemia era algo que sólo preocuparía a su esposa. Ted, el bueno de Ted. Ted que habría debido agradecer a su buena suerte que el paragüero estuviera lleno de paraguas y no de rifles para cazar, como los que había al otro lado del vestíbulo.
Ted seguía mirándolo, con los ojos enormes y la boca abierta. Su furiosa ira dio paso a la incertidumbre y al miedo, ese miedo que nos ataca cuando decidimos que nos hallamos ante un ser irracional.
—¡Eh…!
—¡Caramba, imbécil! —aulló Gardener.
Blandió el paraguas y lo clavó en el vientre del hombre nuclear.
—¡Eh! —repitió Ted, doblándose en dos—. ¡Basta!
—¡Vamos, vamos, vamos! —chillaba Gardener, mientras golpeaba a Ted con el paraguas una y otra vez. La cinta que mantenía el paraguas cerrado contra el mango se soltó para dejar la tela en libertad—. ¡Arriba-arriba-arriba!
Ted estaba demasiado asustado para que intentara renovar su ataque, sólo pensaba en escapar. Giró en redondo y echó a correr. Gardener lo persiguió entre risas que parecían cacareos, y lo golpeaba en la cabeza y en el cuello con el paraguas mientras iba tras él. Aunque reía, aquello no tenía nada de divertido. Su primera sensación de victoria se estaba evaporando con celeridad. ¿Qué victoria era derrotar a un hombre como ése en una discusión, aunque fuera de momento? ¿En hacer llorar a su esposa? ¿En castigarlo con un paraguas cerrado? ¿Algo de todo eso serviría para evitar que la central nuclear Iroquois entrara en funcionamiento en mayo? ¿Algo de todo eso serviría para salvar los restos de su propia y miserable vida, para matar a esos gusanos de la podredumbre que excavaban, comían y crecían a expensas de lo que aún quedaba con más o menos firmeza en su interior?
No, por supuesto que no. Pero en ese momento sólo importaba el insensato movimiento hacia adelante. Sólo eso.
—¡Arriba, hijo de puta! —gritó, en tanto que perseguía a Ted hasta el comedor.
El hombre nuclear tenía las manos levantadas y las sacudía junto a las orejas, como si dos murciélagos lo atacaran. En realidad, el paraguas se parecía un poquito a un murciélago.
—¡Ayúdenme, por favor! —chilló Ted—. ¡Éste hombre se ha vuelto loco!
Pero todos retrocedían, con los ojos desorbitados, llenos de miedo.
Ted se golpeó la cadera contra la esquina del bufé. La mesa se levantó hacia adelante, dejando que toda la plata se deslizara contra el suelo. La ponchera de Arberg, de finísimo cristal, detonó como una bomba. Una mujer gritó. La mesa vaciló por un instante y acabó por caer.
—Socorro. ¡Socorro! ¡Socooooorro!
—¡Vamos, vamos, vamos!
Gardener descargó el paraguas contra la cabeza de Ted, con más fuerza que antes. El mecanismo automático entró en funcionamiento y el paraguas se abrió con un hueco puuus. Gard parecía una demencial Mary Poppins dedicada a perseguirlo con un paraguas en la mano. Más tarde se le ocurriría que abrir un paraguas bajo techo daba mala suerte.
Unas manos lo sujetaron por detrás.
Giró en redondo, supuso que Arberg se había recuperado de su ataque y estaba dispuesto a intentar otra expulsión.
No era Arberg, sino Ron. Todavía se veía sereno, pero en su rostro había algo, algo horrible. ¿Era compasión acaso? Si, Gard se dio cuenta de que se trataba de eso.
De pronto, ya no quiso el paraguas y lo arrojó a un lado. En el comedor se oía su agitada respiración y los ásperos jadeos de Ted. La mesa tumbada yacía en un revoltijo de mantel, loza rota y fragmentos de cristal. El olor del ponche se elevaba en una niebla que irritaba los ojos.
—Patricia McCardle ha llamado a la policía por teléfono —dijo Ron—. Y cuando telefonean desde este vecindario, el coche patrulla se presenta de inmediato. Te conviene desaparecer, Jim.
Gardener miró alrededor y vio que varios grupitos se apretaban contra las paredes y en el vano de las puertas, mirándolo con ojos asustados. «Mañana ya no recordarán si todo esto fue por la energía nuclear, por los poemas de William Carlos Williams o por el número de ángeles que pueden bailar en la punta de una aguja —pensó—. La mitad de ellos asegurará a la otra mitad que me tiré un lance con su esposa. Una locura más de Jim Gardener, ese viejo mataesposas, que se volvió loco y molió a paraguazos a alguien. Además, volcó medio litro de buen whisky entre las diminutas tetas de la mujer que le había dado trabajo cuando estaba en la ruina. ¿Qué tiene que ver todo eso con la energía nuclear?»
—¡Qué lío del demonio! —dijo a Ron, con voz ronca.
—Se hablará de esto durante años —aseguró Ron—. La mejor lectura, seguida por el mejor desastre de fiesta que hayan vivido jamás. Ahora, vete de una vez. Vuelve a Maine. Ya te telefonearé.
Ted, el hombre nuclear, con ojos dilatados y lacrimosos, trató de arrojarse contra él. Lo retuvieron dos jóvenes, uno de los cuales era el camarero.
—Adiós —dijo Gardener, a los grupitos acurrucados—. Gracias por estos momentos tan agradables.
Ante la puerta de la calle se volvió hacia ellos.
—Y si se olvidan de todo lo demás, acuérdense de la leucemia y de los niños. Acuérdense…
Pero sólo se acordarían de los paraguazos. Se les notaba en el rostro.
Gardener los saludó con la cabeza y cruzó el vestíbulo; pasó junto a Arberg, que aún estaba de pie, con las manos sobre el pecho, mientras abría y cerraba la boca. Gard no se volvió a mirarle. Apartó de un puntapié el enredo de paraguas, abrió la puerta y salió a la noche.
Nunca en su vida había deseado tanto beber algo. Y debió encontrarlo, porque fue entonces cuando cayó en el vientre del gran pez y la oscuridad se lo tragó.