LA EXCAVACIÓN CONTINÚA
1
Cuando despertó eran cerca de las diez; casi todas las luces de la casa estaban encendidas; al parecer, la Compañía Eléctrica de Maine había solucionado sus líos. Anduvo por la casa, apagando las luces. Después miró por la ventana del frente. Peter se encontraba en el porche. Anderson le dejó entrar y le miró el ojo con atención. Aunque recordaba el terror de la noche, a la luz de esa mañana despejada, la fascinación reemplazaba al miedo. La visión de algo así en la oscuridad, con la luz cortada y la tormenta que sacudía el cielo y la tierra, habría asustado a cualquiera.
«¿Cómo diablos es posible que Etheridge no lo viera?»
Pero era fácil. La esfera del reloj luminoso brilla tanto al sol como en la oscuridad, sólo que la luz intensa no permite advertir ese brillo. Le sorprendió un poco el no haber observado esa luminosidad verde en el ojo de Peter en noches anteriores, aunque no se asombró demasiado. Después de todo, había tardado un par de días en darse cuenta de que la catarata se encogía de forma progresiva. Sin embargo…, Etheridge la había estudiado desde muy cerca, ¿no? Con un oftalmoscopio.
Había dicho que la catarata se iba a menos; pero no mencionó el resplandor, verde o no.
«Tal vez lo vio y decidió que nada había visto. Así como vio que Peter estaba rejuveneciendo y decidió lo mismo. Porque no quería verlo».
De hecho, no sentía especial simpatía por el nuevo veterinario, quizá porque el doctor Daggett le había inspirado tanto cariño; había supuesto (algo tonto, pero inevitable) que el viejo Daggett estaría allí siempre que ella y Peter lo necesitaran. Pero también era tonto sentir hostilidad hacia su sustituto sólo por eso. El hecho de que Etheridge no hubiera sabido (o no hubiera querido) ver el aparente rejuvenecimiento de Peter, no lo hacía menos competente en su profesión.
Una catarata que emitía un fulgor verde… Resultaba difícil que algo así se le pasara por alto.
Eso le llevó a la conclusión de que el resplandor verde no estaba allí durante el examen de Etheridge.
Tampoco se habían producido disturbios en el primer momento ni durante el examen. Sólo cuando se dispusieron a salir.
¿Acaso el ojo de Peter había empezado a relumbrar en ese momento?
Anderson llenó el plato de Peter con alimento para perros y puso la mano debajo del grifo, a la espera de que el agua se calentara para poder humedecerlo. Cada vez debía esperar más tiempo. El calentador era lento: estaba en malas condiciones y se había quedado anticuado. Anderson quería reemplazarlo antes de que los fríos llegaran, pero el único fontanero de Haven y sus alrededores era un tipo bastante desagradable llamado Delbert Chiles, que siempre la miraba como si supiera con toda exactitud cómo era ella sin ropa. («No gran cosa —decían sus ojos—, pero está bien para un caso de apuro».) Y siempre le preguntaba «si escribía algún otro libro». A Chiles le gustaba decirle que él habría sido muy buen escritor, pero que tenía demasiada energía y «me faltaba pegalotodo en el fondillo de los pantalones, no sé si me entiende». La última vez que Anderson se vio obligada a llamarle había sido en invierno, dos años antes, cuando las cañerías estallaron durante un período de varios días en que estuvieron a treinta grados bajo cero. Después de arreglar las cosas, él le había pedido «salir por ahí un día de éstos». Anderson rechazó la invitación con toda cortesía. Chiles le dedicó un guiño que aspiraba a expresar mucha sabiduría mundana, pero que ni siquiera llegaba a una vacuidad informada. «No sabe lo que se pierde, linda», exclamó él. «Estoy bastante segura de saberlo, y por eso me he negado», fue lo que subió a los labios de Anderson, pero nada dijo. Por mucho que le disgustara, quizá necesitara sus servicios alguna otra vez. ¿Por qué sería que las buenas respuestas en la vida real sólo le venían a la mente cuando no le era posible aprovecharlas?
«Podrías hacer algo con ese calentador, Bobbi», dijo una voz, en su mente, sin que fuera capaz de identificarla. ¿Una voz desconocida en su cabeza? Oh, caramba, ¿y si llamaba a la Policía? «Es que podrías —insistió la voz—. Bastaría con…»
Pero el agua empezó a llegar menos fría (tibia, al menos) en ese momento y se olvidó del calentador. Removió el alimento y lo dejó en el suelo. Mientras observaba cómo se tomaba aquella pasta, pensó que tenía mucho más apetito que antes.
«Tengo que revisar sus dientes —pensó—. A lo mejor puedo comprarle el alimento duro otra vez. Un ahorro siempre es un ahorro y los lectores estadounidenses no aporrean mi puerta. Además…»
¿En qué momento, exactamente, se había iniciado el alboroto en la clínica?
Lo pensó bien. No estaba muy segura; pero cuanto más lo meditaba más le parecía que había sido justo cuando el doctor Etheridge terminó de revisar la catarata de Peter, al dejar el oftalmoscopio.
«Atención, Watson —dijo de súbito la voz de Sherlock Holmes, con las frases rápidas y casi apresuradas de Basil Rathbone—. El ojo relumbra…, no, no es el ojo, sino su catarata. Pero Anderson no lo nota, aunque debería hacerlo. Etheridge no lo nota, y debería hacerlo. Quizá sea posible afirmar que los animales de la clínica no se alteran hasta que la catarata de Peter empieza a relumbrar. ¿Nos arriesgamos a decir: hasta que el proceso de curación se reanuda? Es posible. ¿El resplandor se ve sólo cuando no hay peligro? Ah, Watson, esa suposición atemoriza tanto al ser injustificada. Porque indicaría la existencia de… de cierta clase de inteligencia».
No le gustó el derrotero de sus ideas y Anderson trató de sofocarlas con el viejo y confiable consejo: Déjalo correr.
Y le dio resultado.
Durante un rato.
2
Anderson quería excavar un poco más.
Su cerebro consciente no se alegraba con esa idea.
Su cerebro consciente opinaba que esa idea daba asco.
«Deja eso, Bobbi. Es peligroso».
Cierto.
«A propósito, ¿qué efecto produce en ti?»
Nada que estuviera a la vista. Pero tampoco se veía el efecto que el humo del cigarrillo hacía en los pulmones; por eso la gente seguía fumando. Tal vez el hígado se le estuviera pudriendo o el corazón se le hubiera llenado de colesterol o hubiera quedado estéril. También era posible que su médula ósea estuviera produciendo células blancas como loca en ese mismo instante. ¿Por qué conformarse con una menstruación anticipada cuando era posible tener algo interesante de verdad, como leucemia, Bobbi?
Pero aun así, quería seguir cavando.
Ese impulso, simple y elemental, no tenía nada que ver con su cerebro consciente. Surgía de lo más profundo de su interior. Tenía todo el aspecto de una necesidad física: sal, cocaína, cigarrillos, café… Su cerebro consciente le proporcionaba la lógica; la otra parte, un imperativo casi incoherente: «Excava, Bobbi, no hay problema, excava, excava, mierda, ¿por qué no excavas un poco más?, sabes que deseas enterarte de qué es; entonces, excava hasta que lo veas, excava, excava…»
Con un esfuerzo consciente, lograba acallar la voz. Quince minutos después se daba cuenta de que la oía de nuevo, como si fuese el oráculo de Delfos.
«Tienes que comunicar a alguien lo que has encontrado».
¿A quién? ¿A la Policía? Ni pensarlo. O…
¿O a quién?
Estaba en la huerta, y se dedicaba a quitar las hierbas como enloquecida. Una drogadicta en proceso de curación.
… a cualquiera que tenga autoridad, concluyó su mente.
La parte derecha de su cerebro le proporcionó la risa sarcástica de Anne, como cabía esperar. Pero la risa carecía de la fuerza que ella temía. Como tantas personas de su generación, Anderson no tenía mucha fe en las Autoridades. Esa desconfianza se despertó en ella a los trece años, en Utica. Se encontraba sentada en el sofá de la sala, entre Anne y su madre, comiendo una hamburguesa; en la pantalla del televisor, la policía de Dallas escoltaba a Lee Harvey Oswald a través de un estacionamiento subterráneo. Había muchos policías en Dallas. Tantos, que el locutor anunció al país entero que alguien había disparado contra Oswald antes de que todos esos policías (toda aquella gente con autoridad) tuvieran la menor sospecha, al parecer, de que algo andaba mal; ni hablar de saber qué ocurría.
Por lo que ella sabía, la Policía de Dallas había llevado a cabo un trabajo tan bueno en la protección de John F. Kennedy y de Lee Harvey Oswald que, dos años después, había sido encargada de los disturbios raciales, y, más tarde, de la guerra de Vietnam. Y tuvieron otras misiones: diez años después del asesinato de Kennedy, solucionar el embargo de petróleo; negociar la liberación de los rehenes estadounidenses en la embajada de Teherán. Cuando quedó claro que los cabezaduras iraníes no querían atender a razones, Jimmy Carter envió a la Policía de Dallas para que rescatara a aquellos pobres tipos; después de todo, las Autoridades que manejaban las cosas del estado de Kent con tanto aplomo sabrían realizar ese tipo de tareas que los de Misión imposible[3] ejecutaban todas las semanas. Bueno, en ese caso la suerte no sonrió a la Policía de Dallas; pero, en general, tenía el asunto bajo control. Bastaba echar un vistazo para comprobar que la situación mundial estaba muy bien ordenada; así había quedado en los años transcurridos desde que un hombre de pelo ralo y grasa de pollo frito en las uñas voló los sesos del Presidente, que recorría en un Lincoln las calles de la ciudad tejana.
«Se lo contaré a Jim Gardener. Cuando vuelva. Gard sabrá qué hacer, cómo manejar las cosas. Al menos me dará alguna idea».
«Vas a pedir ayuda a un lunático declarado. Estupendo», dijo la voz de Anne.
«No es lunático. Sólo algo raro».
«Claro, arrestado en una manifestación antinuclear con una pistola del 45 cargada en el bolsillo. Eso es ser raro, por supuesto».
«Cállate, Anne».
Continuó arrancando hierbas. Durante toda esa mañana, bajo el ardiente sol, siguió con ese trabajo. Tenía la espalda de la camiseta empapada de sudor; el sombrero que solía usar estaba en la cabeza del espantapájaros.
Después del almuerzo se acostó para dormir una siesta, pero no pudo. Todo pasaba de nuevo por su mente, y la voz desconocida no callaba nunca. «Excava, Bobbi, no hay problema, excava…»
Por fin se levantó, cogió la palanca, la azada y la pala y se puso en marcha hacia el bosque. En el extremo de la huerta se detuvo, con la frente arrugada por los pensamientos, y volvió sobre sus pasos en busca del pico. Peter estaba en el porche. Levantó la vista unos segundos, pero no hizo ademán de seguirla.
Ella no se asombró mucho.
3
Unos veinte minutos después se encontraba allí y miraba cuesta abajo, hacia la zanja que había empezado a cavar, para liberar lo que, según su convencimiento, era una diminuta sección de una nave espacial. El casco gris era tan sólido como un destornillador o una llave inglesa, contra todos los sueños, las histerias y las suposiciones. Estaba allí. La tierra que había arrojado a cada lado, húmeda, negra, llena de secretos del bosque, tenía un color pardo oscuro, húmeda aún por las lluvias de la noche anterior.
Cuando bajaba por la cuesta, su pie hizo crujir algo que parecía papel de periódico. No lo era, se trataba de un gorrión muerto. Seis metros más allá vio el cadáver de un cuervo, con las patas cómicamente apuntadas hacia arriba, como en las historietas. Anderson se detuvo y miró alrededor. Vio otros tres pájaros muertos: un cuervo, un grajo y una piranga roja. Muertos, sin señal alguna. Y no había moscas a su alrededor.
Cuando llegó a la zanja, dejó caer las herramientas en el borde. La excavación estaba llena de barro. Bajó como pudo haciendo chapotear sus zapatos de trabajo. Al inclinarse vio que el metal gris, pulido, se hundía en la tierra, con un charco a un lado.
«¿Qué eres?»
Apoyó la mano en él. Aquella vibración se le hundió en la piel y pareció recorrerla toda por un instante. Luego cesó.
Anderson giró en redondo y puso la mano sobre la pala, notando su madera suave, algo caliente por el sol. Tenía la vaga conciencia de no oír ruidos en el bosque. Ni el menor sonido… Ni gorjeos, ni animales que se abrieran paso entre los matorrales para alejarse del olor a humano. En cambio, tenía una noción mucho más clara de los olores: tierra de turba, agujas de pino, corteza y savia.
Una voz interior (muy dentro de ella, que no le llegaba del lado derecho del cerebro sino, quizá, de la raíz misma de su mente) aullaba de terror.
«¡Aquí pasa algo, Bobbi, AHORA mismo está pasando algo. Sal de aquí marmota muerta pájaros muertos por favor Bobbi por favor POR FAVOR…!»
Sus manos apretaron el mango de la pala. Vio lo que había dibujado. El borde gris de algún objeto monumental, enterrado en el suelo.
Estaba menstruando de nuevo, pero no le importó; se había puesto una compresa antes de salir a trabajar en la huerta. Una de las gruesas. Y tenía seis más en el paquete, ¿o eran doce?
No lo sabía. Ni le interesaba. Tampoco le importaba descubrir que una parte de ella había estado segura de terminar allí, pese a los tontos conceptos de libre albedrío que el resto de su mente tenía. Una especie de paz fulgurante la llenaba. Animales muertos… períodos menstruales que se interrumpían y volvían a iniciarse… llegar preparada después de haberse asegurado de que no había nada decidido… Eran pequeñas cosas, menos que pequeñas, un cúmulo de bobadas. Excavaría durante un rato alrededor de esa porquería para ver si había algo más que metal pulido allí.
—Todo está bien —dijo Bobbi Anderson, en aquel silencio desnaturalizado.
Y empezó a excavar.