ANDERSON EXCAVA
1
Llovió sin cesar durante los tres días siguientes. Anderson vagaba por la casa, inquieta. Hizo un viaje a Augusta en la camioneta con Peter; fue a comprar provisiones que en realidad no necesitaba. Bebía cerveza y escuchaba viejas melodías mientras hacía algunos apaños en la casa. Por desgracia, no había mucho que arreglar.
Hacia el tercer día, comenzó a dar vueltas alrededor de la máquina de escribir, mientras pensaba que quizá debía comenzar el nuevo libro. Sabía cuál sería el argumento: una joven maestra y un cazador de búfalos atrapados en una guerra de fronteras en Kansas, a principios de 1850, un período durante el cual todo el centro del país parecía prepararse para la guerra civil, lo supiera o no. En su opinión, sería un buen libro, pero no creía que estuviera del todo «listo», cualquiera que fuese el significado de eso (un mimo sardónico, que imitó la voz de Orson Welles, despertó en su mente: No escribiremos una novela antes de tiempo). Pero la inquietud tironeaba de ella; todos los síntomas estaban allí: impaciencia con los libros, la música y consigo misma. La tendencia a divagar… para, de pronto, encontrarse ante la máquina de escribir, con ganas de llevarla hacia algún sueño.
También Peter parecía inquieto; rascaba la puerta al salir y la rascaba de nuevo cinco minutos después para entrar; vagaba por la casa, se echaba, se levantaba…
«Baja presión ambiental —pensó Anderson—. Eso es todo. Nos pone inquietos a los dos, nerviosos».
Y ese maldito período menstrual. Lo habitual era un flujo denso que se interrumpía de pronto, como si hubiese cerrado un grifo. En esta ocasión no dejaba de gotear. «Ando mal de los cueritos, ja, ja», pensó sin humor.
Al oscurecer del segundo día lluvioso, se encontró sentada ante la máquina de escribir, con una hoja en blanco metida en el carro. Comenzó a golpear las teclas. Lo que salió fue un montón de X e Y que parecía una ecuación matemática. Era estúpido; no se metía con las matemáticas desde que aprobó Álgebra II, cuando asistía al Instituto. En la actualidad, la X sólo le servía para tachar palabras equivocadas. Arrancó la hoja y la tiró.
Tras el almuerzo del tercer día de lluvia, telefoneó al departamento de lengua inglesa de la Universidad. Jim no daba clase allí desde hacía ocho años, pero aún tenía amigos en la facultad y mantenía contacto con ellos. Muriel, la de la oficina, solía saber por dónde andaba.
Y en esa ocasión lo sabía. Jim Gardener, según le dijo, haría una lectura en Fall River esa misma noche, 24 de junio, seguida por otras dos en Boston, en las tres noches siguientes. Después, daría una serie de charlas en Providence y en New Haven, todo lo cual formaba parte de algo llamado Caravana Poética de Nueva Inglaterra. «Ha de ser cosa de Patricia McCardle», pensó Anderson, con una ligera sonrisa.
—¿Cuándo regresa? ¿El 4 de julio?
—Caramba, Bobbi, no lo sé —respondió Muriel—. Ya conoces a Jim. Da la última charla el 30 de junio. Es lo único que puedo decirte.
Agradeció su atención y cortó la comunicación. Se quedó mirando el teléfono, pensativa, mientras la imagen de Muriel acudía a su mente. Muriel, otra muchacha irlandesa (aunque con la debida cabellera roja) que comenzaba a dejar atrás sus mejores años; rostro redondo, ojos verdes, senos grandes. ¿Se había acostado con Jim? Tal vez sí. Anderson sintió una chispa de celos, pero apenas una chispa. Muriel era buena chica. Bastaba hablar con ella para sentirse mejor; se trataba de alguien que la conocía, que la miraba como a una persona, no sólo como una clienta al otro lado del mostrador, en la ferretería de Augusta, o como alguien a quien decir qué tal por encima del buzón. Solitaria por naturaleza, aunque no monástica, el simple contacto humano solía colmarla, cuando ella ni sospechaba su necesidad de ser colmada.
Además, ahora creía saber por qué había querido ponerse en contacto con Jim; para eso, al menos, había servido su charla con Muriel. El objeto enterrado en el bosque no se apartaba de su mente. La idea de un ataúd clandestino se había convertido en certidumbre para ella. No era la necesidad de escribir lo que la inquietaba, sino la de excavar. Pero no quería hacerlo sola.
—Bueno, parece que tendré que hacerlo yo sin más ayuda, Peter —dijo, y se acomodó en la mecedora junto a la ventana del Este: su asiento para leer.
Peter le lanzó una breve mirada. «Como quieras, nena», parecía decir el animalito. Anderson se incorporó de súbito y lo miró con atención. Peter le devolvió la mirada con bastante alegría, mientras golpeaba el suelo con el rabo. Por un momento le pareció que había algo diferente en el perro…, algo tan obvio que debía verlo.
Sin embargo no lo veía.
Se acomodó otra vez en la mecedora y abrió su libro: una tesis de la Universidad de Nebraska, cuya parte más interesante se encontraba bajo el título de La guerra de fronteras y la Guerra Civil. Recordó que, un par de noches antes, había pensado en qué habría dicho su hermana Anne: Te estás volviendo tan chiflada como tío Frank, Bobbi. Bueno, tal vez fuera así.
Al poco tiempo se hallaba abstraída en la tesis; de vez en cuando tomaba alguna nota en la libreta que tenía a mano. Afuera, la lluvia continuaba.
2
El día siguiente amaneció claro, luminoso, inmaculado: una postal de verano; además, había brisa suficiente para mantener los insectos a distancia. Anderson trajinó por la casa hasta casi las diez, y cada vez sentía más la presión a que su mente la sometía para que saliera a excavar «aquello». También, el modo en que su conciencia luchaba contra ese impulso (Orson Welles otra vez: No desenterraremos ningún cadáver antes de… «Oh, cállate Orson»). Para ella se habían acabado los tiempos de seguir el impulso del momento, estilo de vida predicado con el desnudo lema: «Si hace que te sientas bien, ve por ello». Esa filosofía nunca le dio buenos resultados; más aún: casi todo lo malo que le había ocurrido tenía sus raíces en algún acto irreflexivo. Pero no condenaba a quienes vivían la existencia según los propios impulsos; tal vez todo se debía a que sus intuiciones no eran muy buenas.
Tomó un abundante desayuno y agregó un huevo revuelto al alimento para perros de Peter (el sabueso comió con más apetito que de costumbre, tal vez porque las lluvias habían pasado). Luego fregó los platos.
Todo habría estado bien si al menos hubiese dejado de «gotear». Pero no era cuestión de pensar mucho en ello. «No cortaremos ningún período menstrual antes de tiempo. ¿Verdad, Orson? Perfecto».
Salió al exterior, con un viejo sombrero de paja clavado en la cabeza, y pasó la hora siguiente en el jardín. Fuera, las cosas estaban mejor de lo que cabía esperar con tanta lluvia. Los guisantes crecían y el maíz «se levantaba hermoso», como tío Frank habría dicho.
A las once renunció. A la mierda. Rodeó la casa para llegar hasta el cobertizo y cogió un pico y una pala. Después de pensarlo por un momento agregó una palanca. Iba a salir del cobertizo, pero se detuvo para llevarse un destornillador y una llave inglesa.
Peter quiso ir con ella, como siempre, pero Anderson no se lo permitió.
—No, Peter. —Y señaló hacia la casa.
El perro se detuvo, con expresión dolorida. Emitió un gemido y dio un paso vacilante hacia Anderson.
—No, Peter.
El animal cedió y se encaminó hacia la casa, con la cabeza gacha y el rabo caído, sin ánimo. Le dio pena que se fuera así, pero Peter había reaccionado mal ante la placa enterrada. Se detuvo un momento más en el sendero que la conduciría a la ruta del bosque, con el pico en una mano y la pala en la otra, mientras Peter subía los peldaños de atrás, abría la puerta trasera con el hocico y entraba en la casa.
«Tiene algo diferente —pensó—. Tiene algo diferente, pero ¿qué es?»
No lo sabía. Por un momento, de manera casi subliminal, el sueño de la noche volvió a ella: la flecha de luz verde, venenosa…, y los dientes que se le caían sin dolor.
Enseguida desapareció. Entonces inició la marcha hacia el lugar en que se encontraba aquel objeto extraño, mientras escuchaba el incesante cri-cri-cri de los grillos en la pequeña huerta, que pronto estaría lista para la primera cosecha.
3
A las tres de la tarde, Peter la arrancó del embotamiento en que había estado trabajando, y la obligó a tomar conciencia de dos «casi»: estaba casi desfallecida de hambre y casi exhausta.
Peter aullaba.
Su aullido erizó la piel de Anderson, en la espalda y en los brazos. Dejó caer la pala que tenía entre las manos y retrocedió, apartándose del objeto enterrado, ese objeto que no era una placa, cajón ni cosa alguna que ella conociera. Sólo sabía con seguridad que había caído en un estado extraño, carente de pensamientos, que no le gustaba en absoluto. En esa ocasión no sólo había perdido la noción del tiempo, sino también la noción de sí misma; como si otra persona hubiese entrado en su cabeza, tal como un hombre entraría en una excavadora o en una grúa, para ponerla en marcha y manejar las palancas correspondientes.
Peter aullaba con el hocico elevado hacia el cielo: sonidos largos, luctuosos, escalofriantes.
—¡Basta, Peter! —chilló Anderson.
Gracias a Dios, Peter obedeció. Un aullido más y habría hecho que girara sobre sus talones para poner los pies en polvorosa.
En cambio luchó por dominarse, y lo consiguió. Retrocedió un paso más y lanzó un grito: algo blando le había tocado la espalda. Ante su grito, Peter emitió un aullido más y volvió a guardar silencio.
Anderson dio un manotazo a aquello que la había rozado, fuera lo que fuese, pensando que se trataba de… bueno, no sabía de qué, pero aun antes de que su mano se cerrara sobre el objeto, recordó qué era. Tenía una vaga noción de haberse detenido apenas lo suficiente para colgar su blusa de una mata, y allí estaba.
La cogió para ponérsela. Se la abotonó mal al primer intento y uno de los faldones quedó más largo que el otro. Corrigió el error mientras contemplaba la excavación que había comenzado; esa palabra arqueológica parecía ajustarse con toda exactitud a lo que estaba haciendo. Sus recuerdos de las cuatro horas y media que había dedicado a cavar eran idénticos al de haber colgado la blusa en la mata: nebulosos y entrecortados. No eran recuerdos, sino fragmentos.
Pero cuando contempló lo que había hecho, sintió un respeto casi religioso, además de miedo, y una excitación creciente.
Aquello, fuera lo que fuese, parecía grande. No sólo grande; era enorme.
El pico, la pala y la palanca estaban tirados a trechos, a lo largo de una zanja de cuatro metros y medio abierta en el suelo del bosque. A distancias iguales había hecho pulcros montones de tierra negra y trozos de roca. De esta zanja, que medía alrededor de un metro veinte de profundidad en el sitio en que había tropezado con el metal gris, asomaba el borde de algún objeto metálico. Metal gris… algún objeto…
De una escritora cabía esperar algo mejor, más específico, pensó, al tiempo que se enjugaba el sudor de la frente con los brazos, pero ya no estaba segura de que ese metal fuese acero. En ese momento le pareció alguna aleación exótica: berilio, magnesio quizá; aparte de su composición, no tenía la menor idea de qué podría ser aquello.
Cuando iba a desabrocharse los vaqueros para meterse la blusa, hizo una pausa.
La entrepierna de los desteñidos «Levi’s» aparecía empapada de sangre.
«¡Por todos los santos, esto no es una menstruación, son las cataratas del Niágara!»
Durante un momento se asustó de verdad. Luego se reprochó su tontería. En una especie de deslumbramiento había hecho una excavación de la que cuatro hombres corpulentos hubieran podido enorgullecerse. Ella, una mujer que pesaba cincuenta y siete kilos, cincuenta y nueve a lo sumo. Era lógico que tuviera tanto flujo sanguíneo. En realidad, debería alegrarse de no sufrir también calambres.
«Caramba, qué poética estamos hoy, Bobbi», pensó, y dejó escapar una áspera risita.
Sólo necesitaba limpiarse: una ducha y un cambio de ropa lo arreglarían todo. De cualquier modo, los vaqueros ya estaban para la basura o para trapos. Un problema menos en este mundo confuso y preocupante, ¿no? Desde luego, aquello no suponía gran cosa.
Volvió a abrocharse los pantalones, sin meter los faldones de la blusa: no había necesidad de que se estropeara también, aunque no se tratara de un modelo de Dior. La sensación de tener algo mojado y pegajoso abajo le provocó una mueca. Caramba, qué ganas tenía de bañarse. Cuanto antes.
Pero en vez de subir por la cuesta hacia el sendero, se volvió hacia aquel objeto enterrado, atraída por él. Peter aulló, y con su aullido le volvió la carne de gallina.
—¡Peter! Por el amor de Dios, ¡cállate!
Rara vez le gritaba, al menos de verdad; pero, en ese momento, el grandísimo bobo hacía que se sintiera como si estuviese en una prueba de psicología conductista. En vez de saliva al sonido de una campana, carne de gallina cuando el perro aullaba. El principio era el mismo.
De pie, cerca de su hallazgo, se olvidó de Peter para observar el objeto, extrañada. Después de unos instantes tendió la mano para tocarlo. Sintió otra vez aquella curiosa vibración, que le penetró en la mano y desapareció. En esta ocasión le pareció que había tocado un casco bajo el cual funcionaban máquinas muy pesadas a toda potencia. El metal en sí era tan pulido que su textura resultaba casi grasienta; tenía la sensación de que le quedaría algo en las manos.
Lo golpeó con los nudillos. Emitía un sonido sordo, como el de un grueso leño de caoba. Esperó un momento: después sacó el destornillador del bolsillo trasero del pantalón y, tras vacilar un momento (aunque se sentía culpable, casi vandálica) clavó la punta en el metal que estaba al descubierto. El metal ni se rayó.
Sus ojos le sugirieron dos ideas, pero cualquiera de ellas (o ambas) podía ser una ilusión óptica. La primera: el metal desaparecía en la tierra. La segunda: el borde era curvo. Esas dos apreciaciones, de ser ciertas, parecían dar una impresión a un tiempo estimulante, ridícula, temible, imposible…, dotada de cierta lógica demencial.
Deslizó la palma por el suave metal, pero de inmediato dio un paso atrás. ¿Qué demonios hacía? ¿Cómo acariciaba esa porquería, cuando la sangre le chorreaba por las piernas? Y la menstruación era el menor de sus problemas, si lo que había pensado resultaba cierto.
«Será mejor que avises a alguien, Bobbi. Ahora mismo».
«Telefonearé a Jim. Cuando él vuelva».
«Por supuesto. Gran idea: llamar a un poeta. También puedes avisar al reverendo Moon. Y quizá a Edward Gorey y a Gahan Wilson, para que lo dibujen. Después contrata a algunos conjuntos de rock para organizar aquí un verdadero Woodstock 1988, qué joder. ¡Vamos, Bobbi, déjate de tonterías! ¡Llama a la Policía!»
«No. Primero hablaré con Jim. Quiero que él lo vea. Deseo discutir el tema con él. Mientras tanto excavaré un poco más».
«Podría ser peligroso».
Sí. Más que podría: probablemente lo fuera. ¿Acaso no lo había percibido ella? ¿No lo sentía Peter? Y algo más: esa mañana, al bajar la cuesta desde el sendero, había encontrado la marmota muerta: casi tropezó con ella. Por el olor que despedía, su cadáver llevaba allí dos días, por lo menos: pero no había visto moscas ni oído zumbidos que la pusieran sobre aviso. Ni una sola mosca alrededor de la vieja Marmi, y Anderson no recordaba haber visto nada parecido. Tampoco advirtió señales de la causa de su muerte, pero creer que el objeto enterrado tenía algo que ver con ella era una suprema bobada. Con toda probabilidad, la vieja Marmi había comido algún cebo envenenado.
«Vuelve a casa. Cámbiate los pantalones. Estás empapada y apestas».
Retrocedió para apartarse del objeto. Luego giró en redondo y trepó la cuesta hacia el sendero. Allí, Peter le saltó encima y empezó a lamerle la mano, con una ansiedad algo patética. Apenas un año antes, habría tratado de ponerle el hocico en la entrepierna, atraído por el olor, pero ya no. Ahora, sólo temblaba.
—Es culpa tuya, qué joder —le dijo—. Te había ordenado que esperaras en casa.
De cualquier modo, era una suerte que Peter hubiera ido a buscarla. Si no, Anderson habría seguido allí hasta el anochecer… y la idea de regresar en la oscuridad, con esa «cosa» tan cerca… no le gustaba en absoluto.
Miró hacia atrás desde el sendero. La altura le brindaba una visión más completa del objeto. Sobresalía de la tierra en un leve ángulo, según pudo observar. Se repitió su primera impresión de que el borde tenía una leve curva.
«Un plato: eso fue lo que pensé cuando excavé alrededor con los dedos. Un plato de acero, pero no de comer; aunque tal vez ya en ese momento, aunque era tan poco lo que asomaba, estaba pensando en el de comer. O en una fuente de servir».
«¡En un platillo volante, qué joder!»
4
De vuelta en casa, se dio una ducha y se puso ropa limpia; usó una de las compresas dobles, aunque el flujo menstrual parecía disminuir. Después se preparó una abundante cena: habichuelas cocidas en lata y salchichas de Frankfurt. Pero estaba demasiado cansada y apenas probó la comida. Dejó más de la mitad. Puso el plato en el suelo para Peter y se fue a ocupar su mecedora junto a la ventana.
La tesis que había estado leyendo seguía en el suelo, junto a la mecedora, con la página marcada por un trocito de caja de cerillas. Al lado, la libreta de apuntes. La cogió, buscó una página en blanco y comenzó a dibujar el objeto del bosque, tal como lo había visto al echarle la última mirada.
No era ninguna maravilla con el lápiz, a menos que lo usara para escribir palabras, pero tenía algún talento para el boceto. Sin embargo, aquél le llevó mucho tiempo, no sólo porque quería hacerlo lo más exacto posible, sino porque estaba muy cansada. Para empeorar las cosas, Peter fue a darle golpecitos en la mano con el hocico, en busca de caricias.
Distraída, acarició la cabeza del perro, y borró un saliente que el golpe del hocico había hecho aparecer en la línea del horizonte de su dibujo.
—Sí, eres un perro bueno. Muy bueno. ¿Por qué no vas en busca del correo?
Peter trotó a través de la salida y abrió la puerta de tela metálica con el hocico. Anderson continuó con el boceto, mas levantó la vista por un instante para ver a Peter, que ejecutaba su famosísima prueba canina: recoger la correspondencia. Levantó la pata delantera izquierda para apoyarla en el poste del buzón y empezó a manotear con la derecha la puertecilla de la caja. Joe Paulson, el cartero, que conocía su triquiñuela, la dejaba siempre entornada. Cuando consiguió bajar la puertecita, perdió el equilibrio antes de poder sacar las cartas con la pata. Anderson hizo una mueca; hasta hacía poco tiempo, Peter nunca había perdido el equilibrio. La correspondencia era su mejor prueba, mejor que la de hacerse el vietcong muerto y mucho mejor que trivialidades tales como ponerse a dos patas o gemir para que le diera galletas. Dejaba atónitos a todos cuantos lo veían, y Peter lo sabía; pero aquello se había convertido en un rito penoso de presenciar. Anderson se dijo que se habría sentido así si hubiese visto que Fred Astaire y Ginger Rogers trataban de ejecutar uno de sus viejos bailes.
El perro logró apoyarse en el poste de nuevo, y esa segunda vez sacó la correspondencia al primer zarpazo: un catálogo y un sobre (una factura, seguro, a esa altura del mes) cayeron al suelo. Mientras Peter los recogía, ella volvió a su dibujo, al tiempo que se reprochaba esa manía de tocar a difuntos por Peter cada dos minutos. En realidad, el perro parecía vivo a medias esa noche; en las últimas noches, más de una vez había tenido que alzarse tres o cuatro veces sobre las patas traseras antes de conseguir la correspondencia… que solía reducirse a alguna muestra gratis y una o dos circulares de propaganda.
Contempló el esbozo con atención y sombreó, distraída, el tronco del gran pino de la copa hendida. No tenía una exactitud del ciento por ciento, pero se aproximaba bastante. Al menos había reproducido bien el ángulo del objeto.
Dibujó un marco alrededor; después convirtió el marco en un cubo, como para aislar aquello. La curva resultaba bastante obvia en el dibujo, pero ¿existía de verdad?
Sí. Y lo que ella denominaba placa metálica era, en realidad, un casco, ¿no? Un casco liso como el cristal, sin remaches.
«Estás perdiendo la chaveta, Bobbi. Lo sabes, ¿verdad?»
Peter rascó la puerta de la tela metálica para que le permitiera entrar. Anderson se acercó, sin dejar de observar su esbozo. El perro pasó y depositó la correspondencia en una silla del vestíbulo. Después, se encaminó a la cocina con lentitud, quizá para ver si había quedado algo en el plato.
Ella recogió los dos envíos y los limpió en la pernera de los vaqueros, con una pequeña mueca de disgusto. La prueba resultaba interesante, desde luego, pero nunca se acostumbraría a recibir la correspondencia babeada por el perro. El catálogo era de Radio Shack; querían venderle una procesadora de textos. La factura, de la compañía eléctrica. Eso le hizo pensar de nuevo en Jim Gardener. Dejó ambos envíos sobre la mesa del vestíbulo y volvió a la mecedora. Pasó a una página en blanco y copió con rapidez el boceto original.
El suave arco hizo que frunciera el entrecejo. Tal vez había una extrapolación allí, como si hubiese excavado tres metros y medio, cuatro, quizá, en vez de sólo uno veinte. ¿Y qué? Eso nada tenía de malo. Era parte de la tarea del escritor; quienes pensaban que pertenecía sólo a la ciencia ficción o a las obras fantásticas nunca habían mirado por el otro extremo del telescopio ni se habían enfrentado al problema de rellenar los espacios en blanco que ninguna historia por sí sola puede completar. Enigmas tales como qué fue de quienes colonizaron la isla Roanoke, frente a las costas de Carolina del Norte, y después desaparecieron sin dejar más huellas que la inexplicable palabra CROATOAN, grabada en un árbol; o cómo surgieron los monolitos de la isla de Pascua; o por qué todos los ciudadanos de una pequeña ciudad de Utah, llamada Blessing, habían enloquecido de súbito (al menos, eso parecía) un mismo día, en el verano de 1884. Cuando no se sabían las respuestas con seguridad, era lícito imaginarse lo que fuera, mientras no se descubriera otra cosa.
Existía una forma para hallar la longitud de la circunferencia a partir del arco: de eso estaba segura. El problema estribaba en que la había olvidado por completo. Pero quizá se hiciera cierta idea… siempre en el supuesto de que su impresión de la curva fuese correcta al calcular el punto central del objeto.
Bobbi volvió a la mesa del vestíbulo y abrió el cajón del centro, una especie de guardalotodo. Revolvió entre unos pulcros fajos de cheques cancelados y pilas viejas; por alguna razón, nunca tiraba las pilas agotadas a la basura. Dios sabía por qué; lo que hacía era echarlas en el cajón, como si fuese un Cementerio de Pilas, en vez del que supuestamente tenían los elefantes. Había también manojos de gomas elásticas, cintas para envasar, cartas de admiradores nunca contestadas (no podía tirar las cartas de los admiradores sin contestarlas, así como no podía tirar las pilas viejas) y recetas de cocina anotadas en tarjetas de archivo. En el fondo del cajón tenía varias herramientas pequeñas; entre ellas encontró lo que buscaba: un compás, con un pequeño lápiz amarillo sujeto a uno de los brazos.
De nuevo en la mecedora, Anderson buscó otra página en blanco y dibujó, por tercera vez, el borde del objeto. Trató de respetar la escala, aunque en esa ocasión la dibujó algo más grande, sin preocuparse por los árboles circundantes. Sólo hizo un esbozo de la zanja para tener en cuenta la perspectiva.
—Bueno, adivinemos —dijo. Clavó el pincho del compás en el papel amarillo del bloc, por debajo del borde curvo. Ajustó el compás de modo que el pequeño lápiz siguiera el arco dibujado con bastante exactitud…, y trazó una circunferencia completa. Le echó un vistazo, y se limpió la boca con el canto de la mano. De pronto sentía los labios demasiado flojos, demasiado húmedos.
—Bobadas —murmuró.
Sin embargo no lo eran. A menos que su cálculo de la curvatura y del centro fuera descabellado, había desenterrado el borde de un objeto que medía, cuanto menos, trescientos metros de circunferencia.
Dejó caer el compás y el bloc al suelo y miró hacia fuera por la ventana. El corazón le palpitaba demasiado aprisa.
5
Al caer el sol se sentó en el porche trasero, y, mientras miraba hacia el bosque a través del jardín, las voces resonaron en su cabeza.
En su primer año de Universidad había asistido a un seminario del departamento de Psicología dedicado al tema de la creatividad. Fue una sorpresa para ella (y un alivio) descubrir que no estaba disimulando una secreta neurosis: casi todas las personas imaginativas oían voces. No sólo pensamientos, sino voces reales dentro de su cabeza. Diferentes personajes radiales. Provenían del costado derecho del cerebro, según explicó el profesor: el lado que suele ser asociado con las visiones, la telepatía y esa asombrosa capacidad humana de crear imágenes mediante comparaciones y metáforas.
«No existen los platillos volantes».
«¿Ah, no? ¿Y quién lo dice?»
«Las Fuerzas Aéreas, para empezar. Hace veinte años cerraron todos los informes sobre platillos volantes. Sólo dejaron sin explicación un tres por ciento de los descubrimientos verificados, y dijeron que, casi con seguridad, aun ésos habían sido causados por condiciones atmosféricas efímeras: falsos soles, turbulencias en el aire, bajadas de la tensión eléctrica. Caramba, hasta las Luces de Lubbock, que fueron noticia de primera plana, resultaron ser sólo una avalancha de polillas en vuelo, ¿no? El alumbrado público de Lubbock se reflejaba en sus alas y proyectaba grandes formas móviles de colores claros contra la masa de nubes bajas que la falta de viento mantuvo sobre la ciudad durante toda la semana. Casi todo el país pasó esos días pensando que, en cualquier momento, por la calle principal de Lubbock, aparecería alguien vestido como Michael Rennie en Ultimátum a la Tierra, con su robot —la mascota Gort que traqueteaba al lado y requería ver a nuestro jefe—. Y sólo eran polillas. ¿Te gusta? ¿No es forzoso que te guste?»
La voz era tan clara que el asunto resultaba divertido. Se trataba del doctor Klingerman, que había dirigido el seminario. La aleccionaba con el mismo entusiasmo del viejo Klingy, aunque algo más ruidoso. Anderson sonrió y encendió un cigarrillo. Estaba fumando mucho, pero esa porquería empezaba a ponerse vieja.
«En 1947, Mantell, un capitán de las Fuerzas Aéreas, voló demasiado alto por perseguir a un platillo volante… o lo que él tomó por tal. Se desmayó. Su avión se estrelló y Mantell murió en el accidente. Murió por perseguir un reflejo de Venus en un banco de nubes altas. De modo que hay reflejos de polillas, reflejos de Venus y, tal vez, también reflejos en un ojo dorado, Bobbi, pero no hay platillos volantes».
«En ese caso, ¿qué está enterrado allí?»
El conferenciante enmudeció. No lo sabía. Por ello, la voz de Anne apareció en su lugar, para decirle por tercera vez que se estaba convirtiendo en una chiflada como el tío Frank, que muy pronto la meterían en una de esas camisas de lona que usaban cruzadas hacia atrás, y que la llevarían al asilo de Bangor o al de Juniper Hill, donde deliraría sobre platillos volantes enterrados en los bosques mientras tejía canastas. Sí, era la voz de Anny. En ese mismo instante habría podido telefonearla para contarle qué ocurría y habría oído eso exactamente, capítulo por capítulo y verso por verso. Lo sabía.
Pero ¿era acertado?
No. Anne equiparaba la vida solitaria de su hermana con la demencia, con independencia de lo que Bobbi hiciera. Y así, la idea de que aquel objeto enterrado fuera una especie de nave espacial parecía una locura, por cierto, pero… ¿acaso también lo era jugar con esa posibilidad, al menos mientras no se demostrara lo contrario? Anne habría dicho que sí, pero Anderson no pensaba lo mismo. Mantener la mente abierta no tenía nada de malo.
Sin embargo, la rapidez con que se le había ocurrido esa posibilidad…
Se levantó para entrar en casa. La última vez que se había metido con esa cosa del bosque había dormido doce horas seguidas. ¿Cabría esperar una maratón similar? La verdad era que, con el cansancio que tenía, sería capaz de dormir doce horas, sin duda.
«Deja eso, Bobbi. Es peligroso».
Pero no lo dejaría, se dijo, mientras se quitaba la camiseta. Todavía no.
Según había descubierto, el problema de vivir sola (y el motivo por el cual casi ninguno de sus conocidos quería estar solo ni siquiera por un rato) era que, cuanto más tiempo se pasaba en soledad, más potencia cobraban las voces en el lado derecho del cerebro. Y las varas para medir la racionalidad empezaban a encogerse con el silencio. Esas voces no sólo requerían atención: la exigían. Entonces resultaba fácil asustarse y pensar que, después de todo, eran señal de demencia.
«Eso pensaría Anne, sin duda», se dijo cuando se metió en la cama. La lámpara arrojaba un limpio y reconfortante círculo de luz sobre el cubrecama, pero ella dejó la tesis en el suelo. Seguía a la espera de los calambres que solían acompañar el flujo menstrual demasiado abundante y prematuro, pero no los había sentido hasta el momento. Claro que no tenía interés alguno en que se presentaran.
Cruzó las manos bajo la nuca y clavó la vista en el techo.
«No, no estás loca del todo, Bobbi. Piensas que Gard se está volviendo chiflado, pero que tú te encuentras muy rara. ¿No es señal de que estás perdiendo la chaveta? Incluso hay un nombre para eso… negación y sustitución. “Yo estoy bien, el que está loco es el mundo”».
Muy cierto. Pero aun así se sentía en sus cabales y segura de algo: estaba más cuerda allí, en Haven, que en Cleaves Hill, y mucho más cuerda que en Utica. Si hubiese pasado algunos años más en Utica, estaría como una cabra. En opinión de Anderson, Anne consideraba que volver locos a sus parientes próximos formaba parte de su… ¿su trabajo? No, nada tan mundano. Parte de su sagrada misión en la vida.
Ella sabía qué la preocupaba en realidad: no se trataba de la celeridad con que se le había ocurrido la posibilidad, sino la sensación de certidumbre. Mantendría la mente abierta, pero lo difícil sería en favor de lo que Anne llamaba «cordura». Pues ella sabía qué había encontrado, y eso la llenaba de miedo, sobrecogimiento y un entusiasmo inquieto, en movimiento.
«Mira, Anne, la vieja Bobbi no se volvió loca; la vieja Bobbi se mudó aquí y recobró la cordura. La demencia consiste en limitar las posibilidades, Anne, ¿comprendes? Demencia es negarse a considerar ciertas direcciones de pensamiento, aun cuando la lógica esté allí… como el pago en los controles de peaje. ¿Comprendes lo que quiero decir? ¿No? Por supuesto. No comprendes, nunca comprendiste. Entonces, vete, Anne. Quédate en Utica y rechina los dientes en sueños hasta que se te desgasten por completo. Vuelve loco a todo el que cometa la estupidez de mantenerse al alcance de tu voz, haz lo que gustes, pero no te metas en mi cabeza».
El objeto enterrado en el bosque era una nave espacial.
Listo. Estaba dicho. No más bobadas. Al diablo con Anne, al diablo con las luces de Lubbock o con las Fuerzas Aéreas y su modo de cerrar el informe sobre platillos volantes. Al diablo con los carruajes de los dioses, el Triángulo de las Bermudas o la manera en que Elías subió a los cielos en un carro de fuego. Al diablo con todo aquello; su corazón lo sabía: era una nave espacial que había aterrizado o se había estrellado allí, hacía mucho tiempo, millones de años quizá.
¡Dios!
Tendida en la cama, con las manos bajo la nuca, conservaba la calma. Pero el corazón le palpitaba rápido, rápido, rápido.
Entonces, oyó otra voz: la del abuelo fallecido, que repetía algo dicho antes por la voz de Anne:
«Deja eso, Bobbi. Es peligroso».
Aquella momentánea vibración. Su primera idea, sofocante y positiva, de haber encontrado el borde de algún extraño ataúd de acero. La reacción de Peter. La menstruación adelantada. El hecho de que el flujo fuera sólo de gotas en la granja, pero una hemorragia de cerdo degollado cuando se hallaba cerca del objeto. La pérdida del sentido del tiempo. El haber dormido tanto. Y no podía olvidar a la vieja Marmi, la marmota. Marmi olía a podrido, pero no había moscas a su alrededor.
«Todo eso nada quiere decir. Acepto que haya una nave enterrada porque, por descabellado que parezca al principio, sigue teniendo lógica. Pero el resto carece de ella. Son cuentas sueltas que ruedan por la mesa. Ensártalas y tal vez las acepte. Por lo menos, lo pensaré. ¿De acuerdo?»
Otra vez la voz del abuelo, esa voz lenta, autoritaria; la única de la casa que había conseguido hacer callar a Anne cuando era niña.
«Esas cosas pasaron después de que lo encontraste, Bobbi. Ahí tienes el hilo para tu sarta de cuentas».
«No, no basta».
Era fácil contestar a su abuelo, ahora, cuando llevaba dieciséis años en la tumba. Pero fue la voz de su abuelo la que, no obstante, siguió al sueño.
«Deja eso, Bobbi. Es peligroso…, y tú también lo sabes».