UNO

ANDERSON TROPIEZA

1

Por falta de un clavo, se perdió el reino: a eso se reduce el catecismo, en resumidas cuentas. Al fin y al cabo, todo puede reducirse a algo parecido… o así lo pensaría Roberta Anderson mucho después. Todo es pura casualidad… o pura fatalidad. Anderson tropezó, en el sentido literal de la palabra, con su destino en la pequeña ciudad de Haven, Maine, el 21 de junio de 1988. Ese tropiezo fue la raíz de todo el asunto; el resto es sólo historia.

2

Aquella tarde, Roberta Anderson salió con Peter, un viejo sabueso que ya estaba ciego de un ojo. Jim Gardener se lo había regalado en 1976. El año anterior, ella había abandonado sus estudios superiores cuando le faltaban sólo dos meses para realizar los exámenes finales, pero debía mudarse a casa de su tío, en Haven. No se dio cuenta de lo sola que se encontraba hasta que Gard le llevó el perro. Entonces era cachorro, y a Anderson le costaba creer que estuviera tan viejo ya: ochenta y cuatro años, en edad perruna. Era una forma de medir la suya propia. 1976 había quedado atrás. Sí, por cierto. A los veinticinco años, una todavía se permitía el lujo de creer que, al menos en el propio caso, crecer era un error burocrático que se solventaría a su debido tiempo. Un buen día, una despertaba y descubría que su perro tenía ochenta y cuatro años y que una misma andaba por los treinta y siete y, entonces pensaba que ese punto de vista tenía que ser revisado. Sí, por supuesto.

Anderson buscaba un lugar para cortar un poco de leña. Tenía acumulados unos cinco metros cúbicos, pero quería añadir otros diez por lo menos para pasar el invierno. Había cortado mucha leña desde los tiempos en que Peter, cachorrito, se afilaba los dientes en una pantufla vieja (y se orinaba con demasiada frecuencia en la alfombra del comedor), pero la madera abundaba todavía. La parcela (aún llamada «lo del viejo Garrick» por la gente de la ciudad, aunque ya habían transcurrido trece años) medía sólo cincuenta y cuatro metros sobre la carretera 9, pero las paredes de roca que marcaban los lindes norte y sur se abrían en un ángulo divergente. Otra pared de roca (tan vieja que había degenerado en pedregales aislados con colchones de musgo) marcaba el límite posterior de la propiedad, y se adentraba unos cinco kilómetros en un enmarañado bosque de árboles y monte bajo. La superficie total de la parcela, en forma de cuña, era inmensa. Al oeste, más allá de la pared que delimitaba las tierras de Bobbi Anderson, había kilómetros y kilómetros de páramo propiedad de la Compañía Papelera de Nueva Inglaterra. En el mapa, Burning Woods.

En realidad, Anderson no necesitaba buscar un lugar en que cortar leña. Las tierras heredadas del hermano de su madre eran valiosas porque, en su mayor parte, estaban cubiertas de árboles de madera buena, casi vírgenes de la plaga de la polilla. Pero hacía un día encantador y cálido, después de la primavera lluviosa; la huerta había crecido ya (casi toda se pudriría a causa de las lluvias) y aún no era tiempo de comenzar el nuevo libro. Por eso había puesto la funda a la máquina de escribir y se encontraba allí, vagando en compañía de Peter, viejo tuerto fiel.

Detrás de la granja se deslizaba un antiguo camino de leñadores. Lo siguió kilómetro y medio antes de desviarse hacia la izquierda. Llevaba una cantimplora, además de la mochila en que había metido un bocadillo y un libro para ella, galletas para el perro, y muchas cintas color naranja para marcar los árboles que cortaría en los primeros días del otoño cuando el calor del verano se hubiera esfumado. En el bolsillo, una brújula Silva. Sólo una vez se había perdido en aquellas tierras, pero esa única vez le bastaba para toda la vida. Había pasado una noche horrible en el bosque, incapaz de creer que se hubiera perdido en una propiedad suya, Dios bendito, y segura de que moriría allí. En aquellos tiempos era posible, pues sólo Jim notaría su falta; pero Jim aparecía cuando menos se lo esperaba. Por la mañana, Peter la había conducido hasta un arroyo, el cual, a su vez, lo hizo otra vez a la carretera 9, donde gorgoteaba, alegre, por una alcantarilla bajo el pavimento, a sólo tres kilómetros de su casa. Era casi seguro que ya tenía suficiente experiencia en el bosque como para orientarse hacia la carretera o hasta una de las paredes que delimitaban sus tierras. Pero la palabra clave era «casi seguro». Por eso llevaba la brújula.

Cerca de las tres, halló un grupo de arces en buen estado. De hecho, había encontrado otros en las mismas condiciones, pero ése se hallaba próximo a un sendero que ella conocía, lo bastante amplio como para circular por él con el Tomcat. En el último día del verano (si alguien no hacía volar el mundo mientras tanto), engancharía su carretilla al Tomcat para llevarla hasta allí y talaría un poco. Por lo demás, ya había caminado bastante para un solo día.

—¿Te parece bien, Pete?

Éste lanzó un débil ladrido. Anderson miró al sabueso con una tristeza tan profunda que ella misma se sorprendió, inquieta. Peter estaba acabado. Rara vez corría tras los pájaros, las ardillas o las esporádicas marmotas; la sola idea de que persiguiera un venado resultaba cómica. En el camino de regreso debía detenerse varias veces para que él descansara… cuando, en otros tiempos (no hacía tanto de eso, según afirmaba su mente con terquedad), Peter hubiera estado siempre a cuatrocientos metros de ella, arrojando vendavales de ladridos a través del bosque. Un día de ésos, ella decidiría que ya bastaba; daría una palmadita al asiento de la camioneta por última vez, y llevaría a Peter al veterinario de Augusta. Pero no sería ese verano, por favor, Señor. Ni ese otoño ni ese invierno, por favor, Señor, o nunca, por favor, Señor.

Porque se quedaría sola sin Peter. Excepción hecha de Jim, y Jim Gardener se había vuelto algo chiflado en los últimos ocho años. Aún era un amigo, pero… chiflado.

—Me alegro de que estés de acuerdo, Pete, muchacho —dijo, mientras rodeaba los árboles con una o dos cintas, aunque sabía que quizá decidiera cortar otro grupo y, entonces, las cintas se pudrirían allí—. Tu buen gusto es superado sólo por tu apostura.

Peter, a sabiendas de lo que se esperaba de él (era viejo, mas no estúpido), meneó su raído rabo y ladró.

—¡Hazte el «vietcong»! —ordenó Anderson.

Peter, obediente, se tendió de costado (un pequeño jadeo se le escapó) y rodó sobre el lomo con las patas estiradas. Eso casi siempre divertía a Anderson, pero en ese momento, al ver a su perro fingiéndose muerto (Peter también lo hacía cuando le decía «vino» y «My Lai»), recordó con demasiada claridad lo que había pensado unos minutos antes.

—Arriba, Peter.

Éste se levantó con lentitud, entre jadeos. Ya tenía el hocico blanco.

—Vamos a casa.

Le arrojó una galleta para perro. Peter trató de atraparla en el aire y falló. Olfateó en su busca, la pasó por alto y volvió. Por fin, la comió poco a poco, sin mucho apetito.

—Bueno —dijo Anderson—. En marcha.

3

Por falta de un clavo, se perdió el reino…, por la elección de un sendero, la nave fue encontrada.

Como no era la primera vez que Anderson andaba por allí en los trece años transcurridos desde que «lo de Garrick» se convirtió en «lo de Anderson», reconoció la pendiente, un montón de ramas dejadas por leñadores que tal vez hubiesen muerto todos antes de la guerra de Corea, y un pino grande con la copa hendida. Por ello no le costaría trabajo hallar el camino por donde pasaría el Tomcat. Quizá había pasado una, dos, cinco veces a pocos metros, a escasos centímetros, por el sitio en que tropezó.

En esa ocasión siguió a Peter, que se apartaba algo hacia la izquierda. Con el sendero ya a la vista, una de sus viejas botas chocó con algo… y lo hizo con fuerza.

—¡Ay! —chilló, pero era demasiado tarde; pese a sus brazos convertidos en aspas de molino, cayó al suelo. La rama de una mata le arañó la mejilla con tanta fuerza que le rasgó la piel.

—¡Mierda! —gritó, y un grajo le afeó su lenguaje.

Peter volvió. Después de olfatearle la nariz, le dio un lengüetazo.

—¡No hagas eso, por favor! ¡Tu aliento es nauseabundo!

Peter meneó el rabo. Anderson se incorporó. Al frotarse la mejilla izquierda, los dedos y la palma de la mano se le mancharon de sangre. Soltó un gruñido.

—¡Qué bien! —protestó. Miró alrededor para ver con qué había tropezado; una rama caída, con toda seguridad, o alguna roca que sobresalía del suelo. Pensó que en Maine había demasiadas rocas.

Entonces vio un destello metálico.

Todavía sentada en el suelo deslizó un dedo a lo largo del objeto; después quitó con un soplido el negro polvo del bosque.

—¿Qué es esto? —preguntó a Peter.

El sabueso se acercó para olfatearlo. Entonces hizo algo peculiar: retrocedió dos pasos de perro, se sentó y emitió un aullido sordo.

—¿Qué bicho te ha picado? —preguntó Anderson.

Pero Peter se limitó a permanecer sentado. Anderson se aproximó un poco más, a rastras sobre el fondillo de los vaqueros, y examinó aquel objeto.

Unos siete u ocho centímetros sobresalían de la tierra esponjosa; lo suficiente como para provocar su tropezón. Allí había una ligera elevación del suelo; quizá los desmoronamientos provocados por las fuertes lluvias de primavera lo habían dejado al descubierto. La primera idea de Anderson fue que los leñadores encargados de talar esa parcela, durante los años 20 y 30, habrían sepultado allí los desperdicios de tres días de tala.

Una lata de comida, se dijo; aceite, carne en conserva o sopa. La meneó un poco como para sacarla de la tierra. En ese momento se le ocurrió que sólo un niño muy pequeño tropezaría con el borde de una lata. El metal sepultado no se movió. Era tan sólido como la roca viva. ¿Tal vez vieja maquinaria de leñadores?

Anderson, intrigada, examinó aquello con mucha más atención, sin observar que Peter se había levantado para retroceder otros cuatro pasos antes de sentarse de nuevo.

El metal era de un gris opaco; no tenía el brillo de la hojalata, y era más grueso que un bote de conservas; mediría unos siete u ocho centímetros en la parte alta. Anderson apoyó la yema del índice sobre ese borde y percibió un extraño cosquilleo pasajero, como una vibración.

Quitó el dedo y se lo miró, desconcertada.

Volvió a apoyarlo.

Nada. Ni un zumbido.

Entonces sujetó aquel objeto entre el pulgar y el índice, e intentó moverlo como si fuese un diente flojo. No pudo. Tenía aquella protuberancia aferrada más o menos por el centro. Se hundía en la tierra (al menos ésa fue su impresión entonces) unos cinco centímetros por cada lado. Más adelante diría a Jim Gardener que podría haber pasado por allí tres veces al día, durante cuarenta años, sin tropezar con aquello.

Apartó la tierra suelta para descubrirlo un poco más. Con los dedos excavó un canal de cinco centímetros de profundidad alrededor del objeto; la tierra cedía con facilidad, como suele ocurrir en los bosques, al menos hasta que se llega a las redes formadas por las raíces. El objeto se prolongaba sin variantes, tierra abajo. Anderson se incorporó sobre las rodillas y continuó cavando por ambos lados. Intentó moverlo de nuevo, pero nada consiguió, aquello no cedía.

Siguió apartando la tierra con las manos y pronto dejó más metal al descubierto: quince centímetros de metal gris, veinticinco, treinta…

Es un coche, un camión o una carretilla para troncos, pensó de súbito. Allí enterrado, en el medio de la nada. O tal vez un hornillo. Pero ¿qué hacía allí?

No se le ocurrió ningún motivo; ninguno, en absoluto: De vez en cuando hallaba cosas en el bosque: casquillos de proyectiles, latas de cerveza (de las antiguas, que no tenían perforaciones arrancables, sino los agujeros triangulares que dejaban unos abrelatas especiales), envolturas de caramelos y cosas por el estilo. Haven no estaba en ninguno de los dos grandes distritos turísticos de Maine; uno de ellos abarcaba la región del lago y la montaña, hasta el extremo occidental del estado; el otro, la costa hasta el extremo oriental. Pero tampoco era bosque primitivo desde hacía muchísimo tiempo. Una vez (ella había franqueado la derruida pared de la parte posterior, por lo que, en realidad, había invadido los terrenos de la Papelera Nueva Inglaterra) encontró la herrumbrosa carrocería de un Hudson Hornet, modelo de 1948 ó 49, abandonado en un antiguo camino del bosque; veinte años después de interrumpida la tala, el camino era una maraña de rebrotes. No había motivo alguno para que hubiera una carrocería de coche… pero, aun así, resultaba más fácil explicar su presencia que la de una cocina, una nevera, o la de cualquier otra porquería enterrada allí.

Cavó una zanja de treinta centímetros a cada lado del objeto, sin encontrar su extremo. Profundizó casi treinta centímetros más, hasta que se raspó los dedos con una roca. Tal vez hubiera podido arrancarla (al menos, se movía un poco), pero ni se molestó en hacerlo porque el objeto enterrado se prolongaba más hacia abajo.

Peter gimió.

Anderson miró al perro y se levantó. Las rodillas le crujieron. El pie izquierdo le cosquilleaba, lleno de alfileres. Sacó su reloj de bolsillo (el Simon, viejo y manchado por los años, era otro legado de su tío Frank) y se quedó atónita al ver el tiempo que llevaba allí: una hora y cuarto por lo menos. Eran más de las cuatro.

—Vamos, Peter —dijo—. Salgamos de aquí.

Peter gimió otra vez, pero no se movió. Y entonces, con verdadera preocupación, Anderson vio que el viejo sabueso temblaba como atacado por la malaria. No tenía idea de que los perros pudieran enfermar de malaria, pero quizá afectaba a los viejos. Recordó que sólo una vez había visto a Peter temblar así: en el otoño de 1977 (o tal vez fuera en el 78). Por esa época hubo un gato montés en la zona que gritó y chilló a lo largo de unas nueve noches, tal vez en celo no correspondido. Cada una de esas noches, Peter se acercaba a la ventana de la salita y subía de un salto al viejo banco de iglesia que Anderson tenía allí junto a la biblioteca. No ladraba; se limitaba a mirar en la oscuridad, hacia aquel chillido ultraterreno y femenino, con las fosas nasales dilatadas y las orejas erguidas. Y temblaba.

Anderson pasó por encima de su pequeña excavación para acercarse, a Peter. Se arrodilló junto a él y le acarició la cabeza, lo que hizo que percibiera los temblores con las manos.

—¿Qué ocurre, muchacho? —murmuró, pero ella sabía muy bien lo que pasaba. El ojo sano de Peter se desviaba más allá, hacia el objeto enterrado, y volvía a su dueña. La súplica de ese ojo, no velado por la detestable catarata lechosa, era más clara que un discurso: Vámonos de aquí, Bobbi; esa cosa me gusta casi menos que tu hermana.

—Está bien —dijo Anderson, intranquila. De pronto se le ocurrió que no recordaba haber perdido nunca la noción del tiempo como le había ocurrido en aquel lugar.

«A Peter no le gusta. A mí, tampoco».

—Vamos.

Echó a andar por la cuesta, hacia el sendero, y Peter la siguió presuroso.

Se hallaban casi en la senda cuando Anderson, como la mujer de Lot, miró hacia atrás. De no haber sido por esa última mirada, quizá lo hubiese dejado correr. Desde que abandonó la Universidad antes de examinarse, pese a las lacrimosas súplicas de su madre y furiosas diatribas de su hermana, Anderson se había especializado en dejar correr las cosas.

Esa mirada hacia atrás, desde una distancia media, le hizo ver dos cosas. Primera, que el objeto no se hundía en la tierra, como ella había pensado en un principio; la metálica lengua asomaba en medio de un declive bastante reciente, no muy ancho, pero sí algo profundo, tal vez a causa de los deslizamientos del invierno y de las fuertes lluvias primaverales que lo siguieron; por lo tanto, a ambos lados del metal saliente, la tierra estaba más alta y el objeto desaparecía en ella. Su primera impresión, que el objeto enterrado formaba la esquina de algo, era errónea después de todo… al menos, no muy segura. Segunda, que parecía un plato, pero no el plato de una vajilla, sino una placa metálica opaca, como de carrocería o…

Peter ladró.

—Bueno, ya te oigo —dijo Anderson—. Vamos. Vamos… y dejemos esto como está.

Anduvo por el centro del sendero y dejó que Peter la guiara de nuevo hasta el camino de leñadores, siguiéndole el inestable ritmo, mientras disfrutaba del frondoso verdor del estío. Y ése era el primer día del verano ¿no? El solsticio. El día más largo del año.

Mató un mosquito de una palmada y sonrió. El verano resultaba agradable en Haven; la mejor época. Y aunque Haven no era la mejor de las zonas, situada como estaba muy por encima de Augusta, en esa parte central del estado que casi todos los turistas pasaban por alto, se trataba de un buen lugar para descansar. En otros tiempos, Anderson había creído que sólo pasaría allí los pocos años que necesitaba para recobrarse de los traumas de la adolescencia, de su hermana y su abrupto abandono de los estudios (fracaso, lo llamaba Anne). Pero esos pocos años se habían convertido en cinco; los cinco, en diez; los diez, en trece… Y mira ahora, mujer: Peter está viejo y tú tienes una buena cosecha de canas que asoma en esos cabellos, antes tan negros como el río Estigia (dos años se lo había cortado casi al estilo punk, sólo para descubrir, horrorizada, que las canas eran más visibles todavía; desde entonces, prefería dejárselo largo).

Había considerado la posibilidad de pasar el resto de su vida en Haven, si se exceptuaba el obligatorio viaje anual o bianual a Nueva York, para entrevistarse con su editor. La aldea la atrapaba. El lugar la atrapaba. La tierra la atrapaba. Y eso no estaba tan mal. Era tan bueno como cualquier otra cosa.

«Como un plato. Un plato de metal».

Quebró una ramita bien cargada de hojas nuevas y la sacudió alrededor de su cabeza. Los mosquitos acababan de descubrirla y parecían decididos a merendar a su costa. Mosquitos que giraban alrededor de su cabeza… y pensamientos como mosquitos que zumbaban dentro de la misma. Pero a éstos podía espantarlos.

«Ha vibrado por un segundo bajo mi dedo. Como un diapasón. Pero cuando lo he tocado otra vez, había cesado. ¿Es posible que algo enterrado vibre así? No, sin duda. Tal vez…»

Tal vez había sido una vibración psíquica. Ella no era una incrédula total con respecto a esas cosas. Quizá su mente había percibido algo en ese objeto sepultado y se lo había comunicado del único modo posible: mediante una impresión táctil, de vibración. Peter también había percibido algo, por cierto; el viejo sabueso no quería acercarse a aquel objeto.

«Olvídalo», se dijo. Y lo hizo.

Por el momento.

4

Esa noche se levantó un ventarrón, y una temblorosa Anderson salió al porche delantero para fumar y escuchar las palabras del viento. En otros tiempos (hasta un año antes), Peter la habría acompañado, pero ahora permanecía en la sala, acurrucado junto a la cocina con el rabo contra la nariz, en su alfombrilla tejida a mano.

Anderson descubrió que su mente repasaba aquella última mirada al plato que salía de la tierra. Más adelante llegó a creer que había existido un momento (quizá cuando arrojó el cigarrillo al camino de grava) en que decidió desenterrarlo para ver qué era… aunque por aquel entonces no reconoció la decisión en un plano consciente.

Su mente tenía una preocupación incesante: averiguar qué era aquel objeto. En esos momentos lo dejó correr; había descubierto que cuando la mente insiste en volver a determinado tema, por mucho que uno intentara apartar esa idea, lo mejor era dejarlo correr. Sólo los obsesivos se preocupaban por las obsesiones.

Quizá formara parte de alguna construcción, arriesgó su mente; una prefabricada. Pero nadie levanta edificios metálicos en medio del bosque. ¿A qué tantas chapas allí, si tres hombres levantaban un cobertizo en seis horas, con sólo serruchos, hachas y una sierra de doble mango? Un coche tampoco; de lo contrario, el metal que sobresalía habría estado descascarillado por la herrumbre. La caja de un motor, era lo más probable, pero ¿por qué?

Y en ese momento, al caer la oscuridad, el recuerdo de la vibración volvió a su mente con indiscutible certeza. Tenía que haber sido una vibración psíquica, si ella la había percibido. Tenía que…

De pronto sintió una fría y terrible seguridad: había alguien sepultado allí. Tal vez había desenterrado el borde de un automóvil, una nevera vieja, hasta un arcón de acero. Cualquiera que hubiera sido su aplicación en la vida de superficie, ahora se trataba de un ataúd. ¿La víctima de algún asesinato? ¿Quién, si no, estaría sepultado en semejante envase? Cualquier tipo podía vagar por los bosques en la temporada de caza y perderse allí hasta morir, pero era difícil que llevara una caja metálica consigo para meterse en ella cuando muriera. Incluso si se consideraba esa estúpida posibilidad, ¿quién habría enterrado la caja? «No jorobemos, muchacho», como decíamos en los años de nuestra juventud.

La vibración había sido la llamada de huesos humanos.

«¡Vamos, Bobbi, no seas tan jodidamente estúpida!»

De cualquier modo, un estremecimiento se abrió paso en ella. La idea tenía un poder de convicción extraño, como un cuento Victoriano de aparecidos que resultara anacrónico en el mundo de los ordenadores, encaminados hacia las desconocidas maravillas y los horrores del siglo XXI, pero que aún ponía la carne de gallina. Anderson oyó la risa de Anne y sus palabras: «Te estás volviendo tan chiflada como tío Frank, Bobbi, y es justo lo que te mereces por vivir así, sola con un perro maloliente».

Seguro. La fiebre del páramo. El complejo del ermitaño. Avisad al médico y a la enfermera, Bobbi está enferma…, y empeora.

De cualquier modo sintió un urgente deseo de hablar con Jim Gardener. Necesitaba hablar con él. Entró para telefonear a su casa, en la población de Troy, carretera arriba. Había marcado ya cuatro dígitos cuando recordó que él estaba de viaje, dando unas conferencias. Esas charlas y los talleres de poesía eran su medio de subsistencia; para los artistas itinerantes, el verano constituía la mejor temporada. «Las matronas premenopáusicas tienen que hacer algo durante el verano —oyó el irónico comentario de Jim—. Y yo tengo que comer en el invierno. Una mano lava la otra. Deberías dar las gracias a Dios por haberte salvado de esas conferencias, Bobbi».

Sí, ella se había salvado de eso, aunque pensaba que Jim no reconocía cuánto le gustaban. Además, de ese modo conseguía bastantes compañeras a la hora de irse a la cama.

Dejó el auricular en su horquilla y contempló la biblioteca de cinco estantes a la izquierda de la estufa. No era un mueble bonito (nunca había sido buena para la carpintería, y jamás lo sería), pero cumplía con su finalidad. Los dos estantes inferiores estaban ocupados por una colección de Time-Life encuadernados sobre el Lejano Oeste. Los dos siguientes, con una mezcla de ficción e historia sobre el mismo tema; los primeros westerns de Brian Garfield, apretujados contra la abultada obra Western Territories Examined, de Hubert Hampton; la producción literaria de Louis L’Amour junto a dos novelas maravillosas de Richard Marius: The Corning of Rain y Bound for the Promised Land. Tenía también Bloodletters and Badmen, de Jay R. Nash, así como Westward Expansion, de Richard F. K. Mudgett, unidos a un montón de libros de bolsillo escritos por Ray Hogan, Archie Jocelyn, Max Brand, Ernest Haycox y, por supuesto, Zane Grey. Una copia de Riders of the Purple Sage había sido leída hasta quedar como unos zorros.

En el estante superior estaba su propia obra: once libros en total. Diez de ellos eran westerns, comenzando con Hangtown, publicado en 1975, y terminando con The Long Ride Back, aparecido en 1986. Massacre Canyon, el último, sería publicado en septiembre, como había hecho en todas sus novelas, desde el principio. En ese momento se le ocurrió que había recibido el primer ejemplar de Hangtown cuando ya estaba radicada allí, en Haven, aunque comenzó a escribirla en el cuarto de un apartamento, con una Underwood de 1930 que se caía de vieja. Pero le dio fin en Haven, y en Haven tuvo entre las manos el primer ejemplar del libro publicado.

En Haven. Toda su carrera de escritora se había desarrollado allí…, excepto el primer libro.

Lo sacó del estante y lo miró con curiosidad; haría unos cinco años que no cogía el delgado volumen. No sólo la deprimió el pensamiento de lo rápido que transcurría el tiempo, sino también la frecuencia con que meditaba últimamente en ello.

Ese primer libro presentaba un contraste total con los otros, cuyas cubiertas mostraban mesetas y fuertes, jinetes, vacas y aldeas polvorientas. La portada reproducía un grabado del siglo XIX en que se veía a un clíper que se disponía a atracar. Sus definidos blancos y negros resultaban sorprendentes, casi escalofriantes. Boxing the Compass era el título que aparecía impreso sobre el grabado. Y debajo de él: poemas de Roberta Anderson.

Abrió el libro para hojear más allá del título. La fecha del registro de la propiedad le inspiró algunos pensamientos: 1974. Luego, se detuvo ante la dedicatoria, tan nítida como el grabado: Este libro es para James Gardener. El mismo hombre a quien había intentado llamar. El segundo de los tres hombres con los cuales había tenido relaciones sexuales, y el único que había sabido llevarla hasta el orgasmo. Aunque ella no asignaba una importancia muy especial a ese hecho. No demasiada, en realidad. Al menos, eso pensaba. O eso creía que pensaba. O algo así. De cualquier modo, ya no importaba: aquellos tiempos eran antiguos también.

Con un suspiro dejó el libro en el estante sin mirar los poemas. Sólo uno de ellos tenía valor. Había sido escrito en marzo de 1972, un mes después de que su abuelo muriera de cáncer. El resto, basura; el lector distraído se dejaría engañar, porque ella era una escritora de talento, pero la médula de éste se hallaba en otra parte. Cuando publicó Hangtown, el círculo de escritores que conocía le volvió la espalda. Todos, menos Jim, quien publicó Boxing the Compass en primer lugar.

Poco después de su llegada a Haven, envió a Sherry Fenderson una larga y parlanchina carta. Como respuesta recibió una seca postal: No vuelvas a escribirme, por favor. No te conozco. Estaba firmada con una S, tan seca y dura como el mensaje.

Cuando ella lloraba sobre la postal, sentada en el porche, Jim apareció.

—¿Y te preocupa lo que esa tonta piense? —se extrañó—. ¿Confiarías en el criterio de una mujer que anda por ahí con gritos de «¡El pueblo al poder!» perfumada con Chanel número cinco?

—Pero es muy buena poetisa —sollozó ella.

Jim hizo un gesto de impaciencia.

—No por eso posee una mente adulta ni es capaz de renegar de las ideas que le han inculcado, y se ha inculcado. Piensa con la cabeza, Bobbi. Si quieres proseguir con aquello que más te gusta, piensa con la cabeza, y para ya con ese jodido llanto. ¡Me pone enfermo, qué joder! ¡Me da ganas de vomitar, qué joder! Tú no eres débil. Yo sé qué es la debilidad porque lo soy. ¿Por qué has de ser lo que no eres? ¿Por tu hermana? ¿Por eso? Ella no está aquí, tú no eres ella y ni siquiera tienes que recibirla si no lo deseas. Para ya de gimotear por tu hermana. Madura de una vez, y déjate de tonterías.

Anderson recordó que lo había mirado con sorpresa.

—Existe una gran diferencia entre realizar bien lo que se hace y ser inteligente con lo que se sabe —agregó él—. Sherry necesita un poco de tiempo para crecer. Tú, también. Espera. Y deja de juzgarte. Es muy aburrido. No quiero oír más lloriqueos, son para los idiotas. No seas idiota.

Ella había sentido odio y amor hacia él; que lo quería por entero y que nada deseaba saber. ¿Decía estar al tanto de qué era la debilidad? ¿Y cómo no? Estaba vencido. Ella lo sabía.

—Y ahora —prosiguió él—, ¿qué prefieres: acostarte con un ex editor o seguir con tu llanto por esa estúpida postal?

Se acostó con él. Todavía no sabía, como no lo sabía en aquel entonces, si en realidad quería, pero lo hizo. Y gritó al llegar al orgasmo.

Eso ocurrió cerca del final.

«De cualquier modo, ya no importa», pensó. Y se repitió el buen consejo de siempre: «Déjalo correr».

Consejo más fácil de dar que de seguir. Anderson tardó largo rato en conciliar el sueño aquella noche. Al coger sus poemas de estudiante, había agitado viejos fantasmas… O tal vez el culpable había sido el viento fuerte y templado que silbaba entre los árboles y trompeteaba en los aleros.

Cuando casi se había dormido, Peter, que aullaba en sueños, la despertó. Se levantó de prisa, asustada. No era la primera vez que Peter hacía mucho ruido mientras dormía (por no mencionar ciertas ventosidades de lo más ofensivas), pero nunca antes había aullado así. Era como despertarse con los gritos de un niño apresado en una pesadilla.

Fue desnuda a la salita de estar, sólo llevaba las medias cortas puestas, y se arrodilló junto al perro, que aún se encontraba en la alfombrilla junto a la estufa.

Pete —murmuró—. Eh, Pete, tranquilo.

Lo acarició. Estaba temblando; al contacto de su mano, dio un respingo y descubrió los restos de sus gastados dientes. Luego abrió los ojos, el sano y el ciego, y pareció volver por sus fueros. Con un débil gemido, golpeó el suelo con la cola.

—¿Estás bien? —preguntó Anderson.

El sabueso le lamió la mano.

—Entonces, échate otra vez. Y deja de gemir. Es aburrido. ¡Deja ya de joder!

Peter volvió a tenderse y cerró los ojos. Anderson lo observaba, de rodillas, preocupada.

«Soñaba con ese objeto».

Su mente racional rechazaba la idea, pero la noche insistía con su propio imperativo: era cierto, y ella lo sabía.

Por fin se acostó. Se durmió en algún momento, pasadas las dos de la madrugada. Tuvo un sueño peculiar. Se veía andando a tientas en la oscuridad… pero no buscaba algo, sino que huía de algo. Estaba en el bosque. Las ramas le azotaban la cara y le pinchaban los brazos. A veces tropezaba con raíces y troncos caídos. Entonces, allá delante, una horrible luz verde brilló, en un solo rayo, como dibujado con lápiz. En su sueño, ella pensó en el cuento de Poe, El corazón delator, y en la lámpara del narrador demente, cubierta por completo, con excepción de un diminuto agujero, que él usaba para dirigir un rayo de luz hacia el ojo maligno que imaginaba en su anciano benefactor.

Bobbi Anderson sintió que los dientes se le caían.

Se le desprendieron sin dolor, todos. Los de abajo de forma desigual, unos hacia fuera y otros dentro de la boca, donde quedaron sobre la lengua o debajo de ella, en bultitos duros. Los de arriba resbalaron por la pechera de su blusa. Uno se le atascó en el sujetador, que se abrochaba por delante, clavándosele en la piel.

La luz. La luz verde. La luz…

5

… tenía algo raro.

No sólo porque era gris y perlada. Cabía esperar que un viento como el que había soplado durante la noche llevara consigo un cambio de clima. Pero comprendió que había algo más aun antes de mirar el reloj de la mesita. Lo cogió con ambas manos para acercárselo al rostro, aunque su vista era perfecta: las tres y cuarto de la tarde. Había tardado mucho en dormirse; pero no importaba a qué hora conciliara el sueño; el hábito o la necesidad de orinar la despertaban siempre antes de las nueve; a las diez a lo sumo. Pero había dormido doce horas seguidas…, y se sentía hambrienta.

Arrastró los pies hasta la sala de estar, otra vez con las medias cortas por toda vestimenta. Peter estaba tendido sobre un flanco, laxo, con la cabeza echada hacia atrás y las patas estiradas, mostrando los restos de sus dientes amarillos.

«Ha muerto —pensó con fría y absoluta certidumbre—. Peter ha muerto, durante la noche».

Se acercó al perro a la espera de la sensación de carne fría y pelaje sin vida. Entonces, Peter emitió un sonido borboteante, con temblor de labios: un borroso ronquido perruno. Un enorme alivio la inundó. Pronunció en voz alta el nombre del perro y éste se levantó de un salto, casi culpable, como si tuviese perfecta conciencia de haber dormido demasiado. Tal vez era así; los perros parecían tener muy desarrollado el sentido del tiempo.

—Nos hemos quedado dormidos, amigo —dijo.

Peter se levantó y estiró las patas traseras: primero una, después la otra. Miró alrededor, con una perplejidad casi cómica, y se dirigió hacia la puerta. Anderson abrió. Peter se detuvo un momento, disgustado con la lluvia, y por fin salió para hacer sus necesidades.

Anderson permaneció un momento más en la salita, aún extrañada por su certeza de que Peter estaba muerto. ¿Qué diablos le ocurría últimamente? Sólo pensaba en cosas tristes y sombrías. Por fin se encaminó hacia la cocina para prepararse un almuerzo… o como se llamase a la comida que se hacía a las tres de la tarde.

En el trayecto se desvió hacia el cuarto de baño para hacer también sus necesidades. Se detuvo ante la imagen reflejada en el espejo, salpicado de pasta dentífrica. Una mujer que se acercaba a la cuarentena. Aparte de su canoso cabello, no estaba tan mal; no bebía mucho, fumaba poco, y, cuando no escribía, se pasaba la mayor parte del día al aire libre. Cabello negro de irlandesa (nada de románticas llamaradas pelirrojas en su caso), algo más largo de lo debido. Ojos gris azulado. De pronto se miró los dientes, casi con el temor de ver sólo encías rosadas.

Pero allí estaban, todos. Gracias al agua con flúor de Utica, Nueva York. Se los tocó, y permitió que sus dedos demostraran aquella realidad ósea al cerebro.

Pero algo andaba mal.

Algo húmedo.

Tenía mojada la parte interna superior de los muslos.

«Oh, no, diablos, me ha venido con casi una semana de antelación. Y ayer cambié las sábanas de la cama…»

Una vez se hubo duchado, puso una compresa en las bragas de algodón y se acomodó bien el paquetito en su sitio. Después revisó las sábanas y vio que estaban impolutas. Se le había adelantado el período pero, al menos, con la consideración de esperar a que ella estuviera despierta. Y no había motivo de alarma: aunque era bastante regular, de vez en cuando tenía atrasos o adelantos, tal vez consecuencia de cambios en la dieta, la tensión nerviosa subconsciente o algún reloj interior donde una rueda dentada resbalaba. La idea de envejecer no le causaba problemas, y a veces pensaba que sería un alivio acabar con todas esas molestias de la menstruación.

Desaparecido el resto de la pesadilla nocturna, Bobbi Anderson fue a prepararse un muy tardío desayuno.