Capítulo 18

Sé que hay cosas mucho peores que despertarse desnuda en una cama con una persona a la que apenas conoces. Pero cuando abrí los ojos al día siguiente, no se me ocurrió ninguna durante unos buenos cinco minutos. Sabía que Barry estaba despierto. Sé cuando una mente está consciente. Para alivio mío, se deslizó fuera de la cama y se dirigió hacia el cuarto de baño sin decir nada. No tardé en oír el ruido del agua en la ducha.

Nuestra ropa limpia estaba en una bolsa colgada del pomo de nuestra puerta, junto con un ejemplar de USA Today. Tras vestirme apresuradamente, abrí el periódico sobre la pequeña mesa mientras me bebía una taza de café gratis. También había metido la bolsa con la ropa de Barry en el baño, agitándola antes para llamar su atención.

Eché un ojo al menú del servicio de habitaciones, pero no teníamos dinero suficiente para pedir nada. Teníamos que reservar lo que nos quedaba para un taxi, ya que no sabía cuál iba a ser nuestro siguiente movimiento. Barry emergió del cuarto de baño con un aspecto tan fresco como el que debí de tener yo la noche anterior. Para sorpresa mía, me dio un beso en la mejilla y se sentó frente a mí, con su taza, que contenía un brebaje que guardaba una remota relación con el café instantáneo.

—No recuerdo gran cosa de anoche —dijo—. Recuérdame qué hacemos aquí.

Lo hice.

—Fue una buena idea por mi parte —comentó—. Alucino conmigo mismo.

Se rió. Quizá su orgullo masculino se hubiera resentido un poco por haberse agotado antes que yo, pero al menos sabía reírse de sí mismo.

—Bueno, intuyo que tenemos que llamar a tu abogado demonio.

Asentí. Ya eran las once, así que hice la llamada.

Respondió inmediatamente.

—Aquí hay muchos oídos —avisó, sin preámbulos—. Y tengo entendido que estos teléfonos móviles no son muy seguros.

—Está bien.

—Iré a verles dentro de poco. Llevaré algunas cosas que necesitan. ¿Dónde están?

Con una punzada de recelo, dado que el demonio era una persona que no pasaba fácilmente desapercibida, le di el nombre del hotel y nuestro número de habitación, y él me pidió que fuese paciente. Me había sentido bien hasta que el señor Cataliades me dijo eso, y, de repente, empecé a notar cómo se me crispaban las entrañas. Tenía la sensación de que nos encontrábamos en la cuerda floja, donde de ninguna manera nos merecíamos estar. Leí el periódico, que decía que la catástrofe se debía a una «serie de explosiones» que Dan Brewer, director de la fuerza antiterrorista estatal, atribuía a varias bombas diferentes. El jefe de bomberos fue menos explícito: «Hay una investigación en curso». Esperaba que así fuese.

—Podríamos hacer el amor mientras esperamos —dijo Barry.

—Me gustabas más cuando estabas inconsciente —repliqué. Sabía que Barry no hacía más que intentar distraer la mente, pero aun así.

—¿Me desnudaste anoche? —dijo, mirándome de soslayo.

—Sí. Afortunada de mí —bromeé, sorprendida por la sonrisa que se dibujó en mi cara.

Cuando llamaron a la puerta, nos la quedamos mirando como un par de ciervos asustados.

—Tu amigo demonio —dijo Barry, tras un instante de comprobación mental.

—Sí —contesté, y me levanté para abrir.

El señor Cataliades no había recibido las amables atenciones de una empleada de la limpieza, por lo que aún llevaba la maltrecha ropa de la jornada anterior. Pero se las arregló para mantener la dignidad intacta, y tenía las manos y la cara limpias.

—Por favor, ¿cómo está todo el mundo? —quise saber.

—Sophie-Anne ha perdido las piernas, y no sé si las recuperará —informó.

—Oh, Dios —dije, sobresaltada.

—Sigebert se libró de los escombros cuando anocheció —prosiguió—. Había permanecido en una bolsa segura en el aparcamiento tras caer por las explosiones. Sospecho que encontró a alguien de quien alimentarse, ya que apareció más saludable de lo que habría cabido imaginar. De ser así, debió de tirar el cuerpo a uno de los incendios. O, de lo contrario, habríamos sabido que se encontró un cuerpo exangüe.

Ojalá el donante hubiese sido uno de los de la Hermandad.

—Su rey —le explicó el señor Cataliades a Barry— está tan malherido que podría llevarle un decenio recuperarse. Hasta que se aclare la situación, Joseph estará al mando, aunque no tardará en ser retado. Rachel, la vampira del cortejo del rey, ha muerto; ¿te lo ha dicho Sookie?

—Lo siento —dije—. Eran demasiadas malas noticias juntas como para lidiar con todas.

—Y Sookie me ha dicho que la humana Cecile ha muerto.

—¿Qué hay de Diantha? —pregunté, dubitativa. Algo tenía que significar que el señor Cataliades no mencionara a su sobrina.

—Ha desaparecido —informó escuetamente—. Y esa escoria de Glassport sólo tiene unos moratones.

—Lamento las dos cosas —dije.

Barry parecía entumecido. Todo rastro de su humor frívolo había desaparecido. Parecía más pequeño, sentado en el borde de la cama. El arrogante y agudo chaval con el que me había encontrado en el vestíbulo del Pyramid se había dejado tragar por la tierra, al menos por un momento.

—Ya le conté lo de Gervaise —siguió el señor Cataliades—. Identifiqué el cuerpo de su chica esta mañana. ¿Cómo se llamaba?

—Carla. No recuerdo su apellido. Ya me vendrá.

—Probablemente su nombre de pila baste para identificarla. Uno de los cadáveres con uniforme del hotel tenía una lista de nombres informática en el bolsillo.

—No estaban todos en ella —dije con vaga certidumbre.

—No, claro que no —confirmó Barry—. Sólo unos pocos.

Nos lo quedamos mirando.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí.

—Les oí hablar.

—¿Cuándo?

—La noche anterior.

Me mordí la lengua con fuerza.

—¿Qué fue lo que oyó? —preguntó el señor Cataliades con voz sostenida.

—Estaba con Stan en…, ya sabéis, lo de comprar y vender. Me percaté de que los camareros y algunas otras personas se empeñaban en evitarme, y me fijé a ver si evitaban a Sookie también. Entonces pensé que sabían lo que yo era y no querían que supiese algo. Decidí que sería mejor comprobarlo. Encontré un sitio donde esconderme tras las palmeras artificiales, cerca de la puerta de servicio, para poder leer lo que estaban pensando al otro lado. No hubo nada claro, ¿vale? —Se ve que también percibió una clara lectura de nuestros pensamientos—. Era más bien algo en plan «vamos a acabar con esos vampiros, malditos sean, y si nos llevamos por delante a algunos de sus esclavos humanos, pues mala suerte, tendremos que vivir con ello. Condenados por asociación».

No pude más que permanecer sentada, mirándolo.

—¡No, no sabía qué pensaban hacer ni cuándo! Me fui a la cama preocupado, preguntándome cuál sería su plan, y cuando vi que no podía conciliar el sueño fue cuando te llamé. E intentamos sacar a todo el mundo —explicó, y se puso a llorar.

Me senté a su lado y lo rodeé con un brazo. No sabía qué decir. Por supuesto, él sabía lo que yo pensaba.

—Sí, ojalá hubiera dicho algo antes —continuó con voz ahogada—. Sí, me equivoqué. Pero pensé que si decía algo antes de saberlo con certeza, los vampiros se les echarían encima y los dejarían secos. O quizá querrían que les indicase quién sabía algo y quién no. Yo no podía hacer eso.

Se produjo un largo silencio.

—Señor Cataliades, ¿ha visto a Quinn? —pregunté para romper el silencio.

—Está en un hospital humano. No pudo evitar que se lo llevaran.

—Tengo que verlo.

—¿Hasta qué punto cree que las autoridades querrán coaccionarla para que haga lo que ellos quieren?

Barry levantó la cabeza y me miró.

—Todo lo que puedan —dijimos los dos a la vez.

—Es la primera vez que muestro mis habilidades a gente que no conozco —comenté.

—Lo mismo digo. —Barry se secó los ojos con el reverso de la mano—. Tenías que haberle visto la cara a ese tipo cuando finalmente creyó que podíamos encontrar a la gente. Creyó que éramos psíquicos, o algo parecido, pero no entendía que lo que hacíamos era detectar lecturas de cerebros vivos. Nada místico.

—Abundó en la idea en cuanto nos creyó —añadí—. Pude escuchar en su mente cómo se imaginaba cien formas de emplearnos en las tareas de rescate, en conferencias gubernamentales, interrogatorios policiales…

El señor Cataliades nos miró. No podía captar la totalidad de sus furiosos pensamientos demoníacos, pero no podía decir que tuviera pocos.

—Perderíamos el control sobre nuestras vidas —añadió Barry—, y me gusta controlar la mía.

—Supongo que podría estar salvando a un montón de gente —dije. Nunca lo había visto así. Jamás me había enfrentado a una situación como la de la jornada anterior, y esperaba que no volviese a pasar. ¿Cuántas probabilidades tenía de no volver a estar envuelta en un desastre? ¿Estaba obligada a abandonar un trabajo que me gustaba, entre personas que me importaban, para trabajar para extraños en lugares lejanos? Me estremecí ante tal idea. Sentí que algo se endurecía en mi interior cuando pensé que el aprovechamiento de Andre sobre mí no sería más que el principio, en situaciones similares. Al igual que Andre, todo el mundo querría ser mi dueño—. No —añadí—. No lo haré. Puede que esté siendo egoísta y me esté condenando, pero no lo haré. No creo que exageremos sobre las consecuencias nefastas que tendría para nosotros, ni de lejos.

—En ese caso, ir al hospital no será una buena idea —afirmó Cataliades.

—Lo sé, pero tengo que ir de todos modos.

—Entonces, podrán hacer una parada de camino al aeropuerto.

Nos envaramos.

—Hay un avión de Anubis que saldrá dentro de tres horas. Irá a Dallas primero, y después a Shreveport. La reina y Stan lo pagan a medias. Llevará a los supervivientes de ambas comitivas. Los ciudadanos de Rhodes han donado ataúdes usados para el viaje. —El señor Cataliades puso una mueca, y, honestamente, no pude culparlo—. Aquí está todo el dinero del que podemos disponer —prosiguió, tendiendo un fajo de billetes—. Lleguen a la terminal de Anubis a tiempo y podrán venir con nosotros. Si no aparecen, daré por sentado que les ha ocurrido algo que les ha impedido venir y tendrán que llamar para pensar en un plan alternativo. Somos conscientes de que es mucho lo que les debemos, pero tenemos heridos que llevar a casa, y la reina ha perdido sus tarjetas de crédito en el incendio. Tendré que llamar a su agencia de crédito para un servicio de urgencia, pero no llevará demasiado tiempo.

Sonaba bastante frío, pero, a fin de cuentas, no era nuestro mejor amigo, y como testaferro diurno de la reina, tenía muchas cosas que hacer y muchos más problemas que resolver.

—Está bien —dije—. Escuche, ¿se encuentra Christian Baruch en el refugio?

Se le afilaron los rasgos.

—Sí, aunque un poco quemado. No ha abandonado a la reina desde la ausencia de Andre, como si pudiera ocupar su lugar.

—Es lo que quiere, estoy segura. Quiere ser el siguiente cónyuge de la reina de Luisiana.

—¿Baruch? —Cataliades no podría haber mostrado más desdén si un trasgo se hubiese presentado para ocupar el mismo puesto.

—No, ha recurrido a métodos extremos. —Ya le conté el asunto a Andre. Ahora, tenía que repetirlo—. Por eso planeó lo de la bomba de Dr Pepper —dije, al cabo de unos cinco minutos.

—¿Cómo lo ha averiguado? —preguntó el abogado.

—Fui atando cabos —expliqué modestamente. Suspiré. Allá iba la parte más repelente—. Me lo encontré ayer, escondido bajo el mostrador de recepción. Había otro vampiro con él, con feas quemaduras. Ni siquiera sé de quién se trataba. En la misma zona encontré a Todd Donati, el de seguridad, magullado, pero vivo, junto a una limpiadora muerta. —Volví a saborear el agotamiento, el terrible olor y el aire denso—. Baruch se libró, claro está.

No estaba precisamente orgullosa de ello, y bajé la mirada a mis manos.

—En fin, estaba intentando leer la mente de Donati para comprobar cuál era su estado, y lo que me encontré fue que odiaba y culpaba a Baruch. Esa vez, estaba deseando ser sincero. Ya no había un trabajo del que preocuparse. Me dijo que había visto todas las cintas de seguridad una y otra vez, y que finalmente descubrió lo que tenía delante. Fue su jefe quien pegó el chicle a la cámara para poner la bomba. Sabido eso, concluyó que la intención de Baruch era asustar a la reina, alimentar su inseguridad, para que no tardara en tomar un nuevo esposo. Y eso era lo que Christian Baruch quería: casarse con ella. Pero adivine por qué.

—Soy incapaz —admitió el señor Cataliades, profundamente impactado.

—Porque quiere abrir un nuevo hotel para vampiros en Nueva Orleans. El Blood in the Quarter se inundó y hubo que cerrarlo. Baruch pensó que podría reconstruirlo y abrirlo otra vez.

—¿No tuvo nada que ver con las demás bombas?

—Estoy convencida de que no, señor Cataliades. Creo que ha sido la Hermandad, como dije ayer.

—Entonces ¿quién mató a los vampiros de Arkansas? —intervino Barry—. Habrá sido la Hermandad también, ¿no? No, espera… ¿Por qué lo iban a hacer? No digo que le hicieran ascos a matar algunos vampiros, pero sabrían que morirían con toda probabilidad en las explosiones.

—Tenemos una sobrecarga de malos —añadí—. Señor Cataliades, ¿tiene alguna idea de quién puede haber matado a los vampiros de Arkansas? —pregunté, clavándole la mirada en los ojos.

—No —confesó el abogado—. Y, de saberlo, jamás lo diría en voz alta. Creo que debería centrarse en las heridas de su novio y volver a su pequeña ciudad, y no preocuparse tanto por tres muertes entre tantas otras.

No estaba precisamente alarmada por la muerte de los tres vampiros de Arkansas, y seguir el consejo del señor Cataliades me pareció una idea estupenda. Pasé un extraño momento pensando en los asesinatos, y decidí que la respuesta más sencilla era a menudo la mejor.

¿Quién pensaría que tendría una buena oportunidad de librarse de un juicio si acababa con Jennifer Cater?

¿Quién prepararía el camino para ser admitida en su habitación mediante una sencilla llamada telefónica?

¿Quién había tenido un largo instante de comunicación telepática con sus secuaces antes de dar lugar al artificial alboroto de la visita imprevista?

¿El guardaespaldas de quién salía por la puerta de la escalera, justo cuando salíamos de la suite?

Sabía tan bien como el señor Cataliades que Sophie-Anne se aseguró de que Sigebert fuese admitido en la habitación de Jennifer Cater tras llamarla en persona y decirle que estaba de camino. Jennifer miraría por la mirilla, reconocería a Sigebert y daría por sentado que la reina estaría justo detrás. Una vez dentro, Sigebert desenvainaría su espada y mataría a todos los presentes.

Entonces volvería escaleras arriba a toda prisa para aparecer justo a tiempo para escoltar a la reina hasta la séptima planta. Volvería a entrar en la habitación para que hubiera una explicación a que su olor impregnara el aire.

Y en ese momento no sospeché nada de nada.

Menuda sorpresa debió de llevarse Sophie-Anne al descubrir que Henrik Feith seguía vivo; pero el problema habría quedado resuelto cuando aceptó su protección.

Y volvió a aparecer cuando alguien le convenció de que siguiera con la acusación.

Y entonces, asombrosamente, el problema volvió a solucionarse cuando fue asesinado delante del tribunal.

—Me pregunto cómo contratarían a Kyle Perkins —dije—. Debía de saber que era una misión suicida.

—Es posible —explicó el señor Cataliades cuidadosamente— que hubiera decidido ver amanecer de todos modos. Quizá buscara una forma más espectacular e interesante de irse, obteniendo de paso un legado económico para sus descendientes humanos.

—Resulta extraño que un miembro de nuestro propio grupo me enviara a buscar información sobre él —afirmé, con voz neutra.

—Ah, no todo el mundo tiene por qué saberlo todo —dijo el señor Cataliades, con la misma neutralidad.

Barry podía oír mis pensamientos, por supuesto, pero no pillaba lo que estaba diciendo el abogado, que no tenía desperdicio. Era estúpido que el que Eric y Bill no conocieran las artimañas de la reina me hiciera sentir mejor. No es que ellos no fuesen capaces de jugar a ese nivel, pero no creo que Eric me enviara a la buena de Dios para buscar información sobre Perkins, de saber que había sido contratado por la propia reina.

La pobre mujer del centro de tiro había muerto porque la reina no le había dicho a la mano izquierda lo que estaba haciendo la derecha. Y me pregunté qué habría sido del humano, el que vomitó en la escena del crimen, el que fue contratado para llevar a Sigebert y a Andre al centro de tiro… después de que me esmerara en dejarles un mensaje indicando adonde volveríamos Barry y yo para recuperar las pruebas. Yo misma sellé el destino de esa mujer al dejar ese mensaje telefónico.

El señor Cataliades nos estrechó la mano con una radiante sonrisa, como si tal cosa, antes de partir. Nos volvió a apremiar para que fuésemos al aeropuerto.

—¿Sookie? —dijo Barry.

—¿Sí?

—Me gustaría mucho coger ese avión.

—Lo sé.

—¿Y a ti?

—No creo que sea capaz de sentarme en el mismo avión que ellos.

—Están todos heridos —manifestó Barry.

—Sí, pero eso no salda la cuenta.

—Te encargaste de ello, ¿verdad?

No le pregunté qué insinuaba. Sabía que podía leerlo en mi mente.

—Tanto como he podido —asentí.

—Puede que yo no quiera estar en el mismo avión que tú —declaró Barry.

Por supuesto que dolía, pero supongo que me lo merecía.

Me encogí de hombros.

—Tendrás que decidir eso por ti mismo. Cada uno de nosotros tiene un listón de aquello con lo que puede vivir.

Barry se lo pensó.

—Ya —afirmó—. Lo sé. Pero, por ahora, creo que será mejor que separemos nuestros caminos aquí. Iré al aeropuerto para estar por allí hasta que salgamos. ¿Irás al hospital?

Estaba demasiado agotada para responderle.

—No lo sé —dije—. Pero ya encontraré un coche o un autobús que me lleve a casa.

Me abrazó, al margen de lo enfadado que pudiera estar por las decisiones que había tomado. Podía sentir su afecto y su tristeza. Le devolví el abrazo. Él había tomado sus propias decisiones.

Dejé a la limpiadora una propina de diez dólares cuando me marché a pie cinco minutos después de que Barry cogiera un taxi. Esperé a alejarme un par de manzanas del hotel y luego le pregunté a un transeúnte cómo se llegaba a St. Cosmas. Fue un largo paseo de diez manzanas, pero hacía un día precioso, fresco y claro, con un brillante sol. Me sentí bien en mi soledad. Puede que llevara unas chanclas con suela de goma, pero la ropa no estaba del todo mal, y estaba limpia. Me comí un perrito caliente de camino al hospital, perrito que le compré a un vendedor callejero, cosa que no había hecho nunca antes. Compré también un sombrero sin forma definida a otro vendedor ambulante, y metí todo el pelo debajo. El mismo tipo vendía gafas de sol. Con el cielo tan despejado y el aire soplando con fuerza desde el lago, la combinación no parecía demasiado chocante.

St. Cosmas era un edificio antiguo, generoso en adornos arquitectónicos exteriores. También era enorme. Pregunté por el estado de Quinn, y una de las enfermeras apostada en el concurrido mostrador de visitantes dijo que no podía darme esa información. Pero, para saber si estaba ingresado en el hospital, tuvo que consultar los registros, y atisbé el número de su habitación leyéndole el pensamiento. Aguardé a que ella y sus dos compañeras estuvieran ocupadas con otras consultas y me deslicé en el ascensor.

Quinn estaba en la décima planta. Jamás había visto un hospital tan grande ni tan bullicioso. No me costó caminar como si tuviese un propósito y supiese adonde iba.

Nadie vigilaba a la puerta de su habitación.

Llamé suavemente, pero no oí ruidos eh el interior. Abrí la puerta con suma cautela y entré. Quinn estaba dormido en la cama, conectado a máquinas y tubos. Era un cambiante de curación muy rápida, por lo que deduje que sus heridas debieron de ser muy graves. Su hermana estaba a su lado. Agitó la cabeza vendada, que reposaba entre sus manos, en cuanto fue consciente de mi presencia. Me quité las gafas de sol y el sombrero.

—Tú —dijo.

—Sí, yo, Sookie. ¿De qué es diminutivo Frannie?

—En realidad me llamo Francine, pero todo el mundo me llama Frannie. —Parecía más joven mientras lo decía.

A pesar de alegrarme por el descenso del nivel de hostilidad, decidí que lo más prudente sería permanecer en mi lado de la habitación.

—¿Cómo se encuentra? —pregunté, apuntando a Quinn con la barbilla.

—Va y viene. —Hubo un momento de silencio, mientras tomaba un sorbo de un vaso de plástico blanco que había sobre la mesilla—. Cuando lo llamaste, me despertó —dijo abruptamente—. Empezamos a bajar las escaleras, pero un buen pedazo de techo se le cayó encima y el suelo se hundió bajo nuestros pies. Lo siguiente que recuerdo es que unos bomberos me decían que una loca nos había encontrado vivos. Nos hicieron todo tipo de pruebas y Quinn me dijo que cuidará de mí hasta que me ponga bien. Entonces me dijeron que tenía rotas las dos piernas.

Había una silla de sobra y me derrumbé sobre ella. Mis piernas ya no podían conmigo.

—¿Qué ha dicho el médico?

—¿Cuál de ellos? —dijo Frannie, triste.

—Cualquiera. Todos. —Cogí una de las manos de Quinn. Frannie se removió, como si fuese a hacerle daño, pero se tranquilizó. Tenía la mano libre de sondas, y la mantuve aferrada un instante.

—No se creen lo que ha progresado a estas alturas —contestó Frannie, cuando di por hecho que no me respondería—. De hecho, creen que es una especie de milagro. Ahora tendremos que pagar a alguien para que saque su ficha del sistema. —Su cabello de raíces negras estaba desgreñado, y aún seguía sucia por las explosiones.

—Ve a comprarte algo de ropa, vuelve y tómate una ducha —le dije—. Me quedaré con él.

—¿De verdad eres su novia?

—Sí.

—Me contó que tenías dudas.

—Y las tengo, pero no respecto a él.

—Está bien. Me iré. ¿Tienes algo de dinero?

—No mucho, pero toma algo.

Le entregué setenta y cinco dólares de los que me había dado el señor Cataliades.

—Vale, me servirá. Gracias —dijo sin entusiasmo, pero lo dijo.

Me quedé sentada en la silenciosa habitación con la mano de Quinn entre las mías durante una hora aproximadamente. En ese tiempo, parpadeó una vez para abrir los ojos, dio cuenta de mi presencia y los volvió a cerrar. Una levísima sonrisa vistió sus labios efímeramente. Sabía que, mientras durmiera, su cuerpo se estaría curando, y cuando despertara quizá podría volver a caminar. Me hubiera sentido muy reconfortada si hubiese podido subirme a esa cama y acurrucarme junto a Quinn, pero probablemente no era lo que más le convenía; podía hacerle daño.

Al cabo de un tiempo, empecé a hablarle. Le dije por qué pensaba que habían dejado la bomba frente a la habitación de la reina, y le conté mi teoría sobre la muerte de los tres vampiros de Arkansas.

—Tienes que admitir que tiene sentido —expliqué, y luego le conté lo que pensaba de la muerte de Henrik Feith y la ejecución de su asesino. Le hablé de la mujer muerta del centro de tiro, y de mis sospechas acerca de la explosión—. Lamento que Jake estuviera con ellos —continué—. Sé que te caía bien. Pero no soportaba ser un vampiro. No sé si recurrió a la Hermandad, o si fue al revés. Tenían al tipo del ordenador, el que fue tan grosero conmigo. Creo que fue él quien llamó a un delegado de cada comitiva para que fuera a por una maleta. Algunos fueron demasiado listos o vagos para recogerla, y otros las devolvieron cuando nadie las reclamó. Pero yo no, oh no. Yo la dejé en el condenado salón de la reina. —Meneé la cabeza—. Supongo que no había mucho personal del hotel implicado, de lo contrario Barry o yo habríamos detectado algo antes de que Barry empezara a sospechar.

Dormí durante unos minutos, creo, porque Frannie estaba de vuelta cuando miré alrededor. Comía de una bolsa de McDonald's. Se había aseado, y su pelo aún estaba húmedo.

—¿Lo amas? —preguntó, bebiendo un sorbo de Coca Cola de una pajita.

—Es demasiado pronto para decirlo.

—Tengo que llevármelo a Memphis —dijo.

—Sí, lo sé. Puede que no lo vea durante un tiempo. También tengo que volver a casa… de alguna manera.

—La estación de Greyhound está a dos manzanas.

Me estremecí. Un largo, largo viaje en autobús no era la mejor de las expectativas.

—O te podrías llevar mi coche —añadió.

—¿Qué?

—Bueno, hemos llegado aquí por separado. Él vino hasta aquí con el material y la caravana, y yo salí de casa de mi madre a toda prisa en mi pequeño deportivo. Así que tenemos dos coches, y sólo necesitamos uno. Tendré que llevar a Quinn a casa y quedarme con él un tiempo. Tú tienes que volver al trabajo, ¿no?

—Así es.

—Pues llévate mi coche, y lo recogeremos cuando te venga bien.

—Es muy amable por tu parte —agradecí. Me sorprendió su generosidad, porque me había convencido de que no le gustaba nada la idea de que Quinn tuviese novia, especialmente si la novia era yo.

—Pareces una tía legal. Intentaste sacarnos de allí a tiempo. Y le importas mucho.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho.

Sin duda gozaba de la franqueza a quemarropa de la familia.

—Vale —dije—. ¿Dónde lo has aparcado?