Abrí los ojos de repente, como persianas que hubiesen sido enrolladas con demasiada fuerza.
«¡Despierta, despierta, despierta! Sookie, está pasando algo.»
«Barry, ¿dónde estás?»
«Delante del ascensor de la planta de humanos.»
«Voy para allá.»
Me puse lo mismo que la noche anterior, pero sin los tacones. En lugar de ellos, me enfundé los pies en unas sandalias de suela de goma. Cogí la delgada cartera que contenía la tarjeta llave de la habitación, la metí en un bolsillo, metí el móvil en el otro y corrí para abrir la puerta. Se cerró tras de mí con un ominoso ruido. El hotel se antojaba vacío y silencioso, pero mi reloj marcaba las diez menos diez.
Tuve que atravesar a la carrera un largo pasillo y girar a la derecha para llegar a los ascensores. No me crucé con un alma. Un instante de meditación me indicó que no era extraño. La mayoría de los humanos de la planta aún estarían dormidos, ya que seguían también el ritmo de los vampiros. Pero ni siquiera había empleados del hotel limpiando los pasillos.
Cada pequeño rastro de inquietud que se había arrastrado hasta cobijarse en mi mente, como la huella de una babosa en la entrada trasera, se había ido uniendo hasta convertirse en una palpitante masa de ansiedad.
Me sentí como si estuviera a bordo del Titanic y acabase de oír cómo se rasgaba el casco contra el iceberg. Finalmente vi a alguien tendido en el suelo. Me espabilé tan de repente, que todo lo que había hecho hasta el momento se me antojaba una ensoñación, por lo que encontrarme con un cuerpo tirado no supuso tanto un sobresalto.
Solté un grito y Barry apareció por una esquina. Se agachó junto a mí. Di la vuelta al cuerpo. Era Jake Purifoy, y ya nada podía hacerse por él.
«¿Por qué no está en su habitación? ¿Qué hacía fuera tan tarde?» Incluso la voz mental de Barry estaba teñida de pánico.
«Mira, Barry, está tendido apuntando hacia mi habitación. ¿Crees que iba a verme?»
«Sí, y no lo consiguió.»
¿Qué podía haber sido tan importante como para sacar a Jake de sus horas de sueño? Me incorporé, pensando a toda prisa. Jamás había oído hablar de un vampiro que no supiera instintivamente que el amanecer estaba cerca. Pensé en la conversación que tuve con Jake y en los dos hombres que vi que abandonaban su habitación.
—Cabrón —dije, apretando los dientes, y propinándole una patada con todas mis fuerzas.
—¡Por Dios, Sookie! —Barry me cogió del brazo, horrorizado. Pero en ese momento percibió las imágenes de mi mente.
—Tenemos que encontrar al señor Cataliades y a Diantha —aseguré—. Pueden despertarse, no son vampiros.
—Iré a por Cecile. Es mi compañera de habitación y es humana —añadió él, y los dos partimos en direcciones opuestas, dejando a Jake como estaba. Era todo lo que podíamos hacer.
Volvimos a reunimos a los cinco minutos. Fue sorprendentemente fácil despertar al señor Cataliades, y Diantha compartía la habitación con él. Cecile demostró ser una joven de gran compostura, y cuando Barry me la presentó, no me extrañó que fuese la nueva asistente ejecutiva del rey.
Fui una necia al descartar, aunque sólo fuese por un minuto, las advertencias de Clovache. Estaba tan enfada conmigo misma que me costaba un mundo estar en mi propia piel. Pero eso tenía que esperar. Era momento de actuar.
—Escuchad lo que pienso —dije. Había estado atando cabos mentalmente—. Algunos de los camareros nos han estado evitando a Barry y a mí en los dos últimos días, tan pronto como descubrieron quiénes éramos.
Barry asintió. Él también se había dado cuenta. Parecía extrañamente culpable, pero eso tendría que esperar.
—Saben lo que somos. Creo que no quieren que sepamos lo que están a punto de hacer. También creo que debe de ser algo muy gordo. Y Jake Purifoy estaba envuelto.
El señor Cataliades había parecido levemente aburrido, pero en ese momento una seria sensación de alarma afloró en su expresión. Los grandes ojos de Diantha se pasearon por las caras de todos.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Cecile, que ya contaba con muchos puntos en mi lista.
—Son los ataúdes de sobra —expliqué—. Y la maleta azul en la suite de la reina. Barry, a ti también te pidieron que subieras una maleta, ¿no es así? Y no era de nadie, ¿verdad?
—Así es —admitió Barry—. Sigue en el recibidor de la suite del rey, ya que todo el mundo pasa por allí. Pensamos que así sería más fácil que su propietario la reclamara. Pensaba devolverla al departamento de equipajes hoy mismo.
—La que yo fui a recoger está en el salón de la suite de la reina —señalé—. Creo que el responsable era Joe, el gerente de la zona de equipajes y entregas. Es el que llamó para que alguien bajara. Nadie más parecía saber nada al respecto.
—¿Quieres decir que las maletas van a explotar? —dijo Diantha con su voz tranquila—. ¿Y los ataúdes sin dueño del sótano también? ¡Si estallan en el sótano, el edificio se derrumbará! —Jamás pensé que Diantha pudiera sonar tan humana.
—Tenemos que despertarlos —expresé—. Tenemos que sacarlos de aquí.
—El edificio está a punto de estallar —insinuó Barry, mientras procesaba la idea.
—Los vampiros no se despertarán —avisó la práctica Cecile—. No pueden.
—¡Quinn! —salté. Eran tantas las cosas que se me estaban pasando por la mente que me quedé anclada en el sitio. Saqué el móvil de mi bolsillo, pulsé el número de marcación rápida y oí su murmullo al otro lado de la línea.
—Sal de aquí —le advertí—. Coge a tu hermana y salid de aquí. Va a haber una explosión. —Apenas esperé a notar el aumento de su alerta antes de colgar.
—También tenemos que salvarnos nosotros —estaba diciendo Barry.
Me pareció brillante que Cecile corriera hasta el fondo del pasillo y activara una de las alarmas de incendio. El sonido casi nos dejó sordos, pero el efecto fue perfecto entre los humanos que dormían en esa planta. En apenas segundos, empezaron a salir de sus habitaciones.
—Tomen las escaleras —les dirigió Cecile, y siguieron sus instrucciones de forma obediente. Me alegró ver la negra cabellera de Carla entre ellos. Pero no vi a Quinn, y eso que era difícil que pasara desapercibido.
—La reina está muy arriba —dijo el señor Cataliades.
—¿Se pueden romper esos paneles de cristal desde el interior? —pregunté.
—Lo hicieron en Fear Factor[2]—observó Barry.
—Podría intentarse deslizar los ataúdes.
—Se romperían con el impacto —objetó Cecile.
—Pero los vampiros sobrevivirían a la explosión —indiqué.
—Para arder bajo el sol —avisó el señor Cataliades—. Diantha y yo subiremos e intentaremos sacar a la comitiva de la reina, envueltos en sábanas. Nos los llevaremos… —me miró desesperadamente.
—¡Ambulancias! ¡Llamad al 911 ahora mismo! ¡Quizá sepan de un lugar seguro para llevarlos!
Diantha llamó al 911 desde la incoherencia y la desesperación de una explosión que aún no se había producido.
—El edificio está ardiendo —anunció, lo cual era una verdad futurible.
—Adelante —le dije al demonio, que emprendió la carrera hacia la suite de la reina—. Y tú intenta sacar a tu grupo —le pedí a Barry, quien, acompañado de Cecile, enfiló un ascensor que podría dejar de funcionar en cualquier momento.
Hice todo lo que pude por sacar a los humanos. Cataliades y Diantha podrían encargarse de la reina y de Andre. ¡Eric y Pam! Sabía dónde se encontraba la habitación de Eric, a Dios gracias. Fui por las escaleras. Me crucé con un grupo mientras subía: las dos Britlingens, cada una con su propia mochila, y ambas cargando con un gran fardo enrollado. Clovache llevaba los pies y Batanya la cabeza. No cabía duda de que se trataba del rey de Kentucky y que estaban cumpliendo con su deber. Ambas me saludaron con la cabeza mientras me apartaba contra la pared para dejarlas pasar. Quizá no estuvieran tan tranquilas como quien se va de paseo, pero lo parecían.
—¿Fuiste tú quien activó la alarma? —preguntó Batanya—. Sea lo que sea lo que trama la Hermandad, ¿será hoy?
—Sí —dije.
—Gracias. Nos vamos, y tú deberías hacer lo mismo —me aconsejó Clovache.
—Volveremos a nuestro sitio cuando lo dejemos a salvo —dijo Batanya—. Adiós.
—Buena suerte —les deseé estúpidamente, antes de echarme a correr escaleras arriba, como si me hubiera estado entrenando para ello. Como resultado, resoplaba como un fuelle cuando llegué a la novena planta. Vi a una solitaria mujer de la limpieza empujando un carro por un largo pasillo. Corrí hacia ella, asustándola más de lo que ya lo había hecho la alarma de incendios.
—Déme su llave maestra —le supliqué.
—¡No! —se negó. Era una hispana de mediana edad, y no estaba dispuesta a ceder ante tan alocada petición—. Me despedirán si se la doy.
—Entonces, abra esta puerta —indiqué la de Eric— y salga de aquí. —Estaba segura de tener el aspecto de una mujer desesperada, y así me sentía—. Este edificio va a estallar en cualquier momento.
Me cedió la llave y corrió por el pasillo hasta el ascensor. Maldita sea.
Y entonces comenzaron las explosiones. Noté el eco de un temblor lejos, bajo mis pies, seguido de una poderosa explosión, como si alguna gigantesca criatura de los mares pretendiera emerger. Me eché sobre la puerta de Eric, introduje la tarjeta llave de plástico en la ranura y abrí la puerta envuelta en un instante de profundo silencio. La habitación estaba inundada de oscuridad.
—¡Eric, Pam! —aullé. Me precipité en busca de un interruptor de la luz en el manto de negrura mientras sentía que el edificio se tambaleaba. Una de las cargas superiores, al menos, había estallado. ¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda! Pero logré encender la luz, para comprobar que Pam y Eric se habían acostado en las camas, no en los ataúdes—. ¡Despertad! —dije, zarandeando a Pam, ya que la tenía más cerca. No se movió lo más mínimo. Era exactamente como zarandear una muñeca rellena de serrín—. ¡Eric! —le grité al oído.
Con eso conseguí una mínima reacción; era mucho más antiguo que Pam. Sus ojos se abrieron un poco y trató de enfocarlos.
—¿Qué? —dijo.
—¡Tenéis que despertaros! ¡Vamos! ¡Tenéis que salir de aquí!
—El sol —susurró, y empezó voltearse.
Lo abofeteé con más fuerza de la que jamás he empleado para pegar a nadie.
—¡Despierta! —grité, hasta que casi perdí la voz. Por fin, Eric se estiró y consiguió sentarse. Llevaba puestos unos pantalones de pijama de seda negra, gracias a Dios. Vi que su capa ceremonial negra reposaba sobre su ataúd. Aún no se la había devuelto a Quinn. Menuda suerte. Lo tapé con ella y se la até al cuello. Le cubrí la cara con la capucha—. ¡Tápate la cabeza! —le ordené, justo cuando sonó otro estallido sobre mi cabeza. Reventaron los cristales, seguidos de numerosos gritos.
Eric se hubiese echado a dormir otra vez de no habérselo impedido. Al menos lo intentaba. Recordé que Bill logró arrastrarse bajo circunstancias igualmente difíciles, al menos durante unos minutos. Pero a Pam, de la misma edad aproximada que Bill, fue imposible despertarla. Incluso le tiré de su larga melena pálida.
—Tienes que ayudarme a sacar a Pam de aquí —dije finalmente, desesperada—. Eric, tienes que hacerlo. —Se produjo otro estruendo y el piso empezó a dar bandazos. Grité, y los ojos de Eric se abrieron de par en par. Como pudo, se puso en pie. Como si compartiésemos pensamientos, igual que Barry y yo solíamos hacer, bajamos su ataúd del caballete y lo pusimos sobre la moqueta. Luego, lo deslizamos por la superficie acristalada, opaca e inclinada que formaba la fachada del edificio.
Todo lo que nos rodeaba se tambaleó y tembló. Los ojos de Eric estaban un poco más abiertos mientras se concentraba tan intensamente en mantenerse en movimiento, que su fuerza redobló la mía.
—Pam —le dije, tratando de mantenerlo despierto. Abrí el ataúd después de palpar a tientas desesperadamente. Eric se dirigió a su durmiente vampira, caminando como si sus pies se pegaran al suelo con cada paso. Cogió a Pam de los hombros y yo lo hice de los pies, y la levantamos, con manta y todo. El suelo volvió a tambalearse, esta vez con más violencia, y enfilamos el ataúd dando bandazos para depositar a Pam en su interior. Cerré la tapa con el pestillo, a pesar de que parte del camisón de Pam se quedó pillado.
Pensé en Bill, y Rasul también se me cruzó por la cabeza, pero no podía hacer nada. Ya no quedaba tiempo.
—¡Tenemos que romper el cristal! —le grité a Eric. Asintió muy lentamente. Nos arrodillamos para apuntalar el extremo del ataúd y lo empujamos con fuerza hasta que chocó contra el cristal, que se rompió en mil pedazos. Pero permanecieron unidos asombrosamente. El milagro de los cristales de seguridad. Podría haber gritado por la frustración. Necesitábamos un agujero, no una cortina de cristal que acababa de partirse en innumerables pedazos. Nos agachamos aún más, hundiendo los pies en la moqueta, y volvimos a empujar con todas nuestras fuerzas.
¡Al fin! Conseguimos que el ataúd lo atravesara. Arrancamos la ventana de su marco y vimos cómo se deslizaba hacia abajo por la fachada inclinada.
Y Eric vio la luz del sol por primera vez en mil años. Emitió un terrible alarido que me provocó un nudo en las entrañas. Pero al momento siguiente, se arrebujó en su capa. Me agarró de la mano, nos subimos en el ataúd y lo empujamos con los pies. Durante apenas una fracción de segundo, permanecimos en equilibrio, pero luego nos balanceamos hacia delante. En el peor momento de mi vida, salimos por la ventana y empezamos a deslizamos edificio abajo. Corríamos el riesgo de estrellarnos, a menos que…
De repente nos separamos del ataúd, tambaleándonos de alguna manera por el aire mientras Eric me mantenía agarrada con obstinada persistencia.
Exhalé con un profundo alivio. Por supuesto, Eric podía volar.
En medio de ese leve letargo, no es que pudiera volar muy bien. No era el avance suave que había experimentado en otras ocasiones, sino un descenso más en zigzag y a trompicones.
Pero era mucho mejor que una caída libre.
Eric fue capaz de amortiguar lo suficiente la caída para evitar que acabara espachurrada sobre el asfalto. Sin embargo, el ataúd con Pam dentro sufrió un duro aterrizaje, y Pam salió catapultada de los restos de madera para quedar inmóvil, bajo el sol. Sin hacer el menor sonido, empezó a arder. Eric aterrizó sobre ella y utilizó la manta para taparse los dos. Uno de los pies de Pam estaba expuesto y su carne humeaba. Lo tapé.
También oí el ruido de las sirenas. Empecé a hacer señales a la primera ambulancia que vi, y los técnicos sanitarios saltaron fuera enseguida.
Apunté hacia el bulto bajo la manta.
—¡Dos vampiros, sacadlos del sol! —rogué.
Los técnicos sanitarios, dos jóvenes mujeres, intercambiaron miradas de incredulidad.
—¿Y qué hacemos con ellos? —preguntó la de piel negra.
—Llevadlos a algún sótano sin ventanas y decidles a los propietarios que lo mantengan abierto, porque llegarán más.
En lo alto, una explosión más pequeña voló una de las suites. Una de las bombas de las maletas, pensé, preguntándome cuántas nos habría colado Joe. Una cascada de cristales centelleó bajo el sol mientras aún mirábamos hacia arriba, pero unos fragmentos más oscuros seguían a los cristales y las técnicas sanitarias empezaron a moverse como el equipo entrenado que eran. No se dejaron llevar por el pánico, pero no cabía duda de que tenían prisa, y ya estaban debatiendo qué edificio cercano contaba con un sótano adecuado.
—Se lo diremos a todo el mundo —dijo la mujer de piel negra. Pam ya estaba en la ambulancia, y Eric de camino. Su rostro estaba al rojo y el vapor se escapaba de sus labios. Oh, Dios mío.
—¿Qué vas a hacer?
—Tengo que volver ahí dentro —dije.
—Loca —declaró, y se echó en la ambulancia, que no tardó en arrancar.
No paraban de llover cristales, y parte de la planta baja parecía empezar a colapsarse. Quizá se debiera a alguna de las bombas más grandes escondidas en los ataúdes del sótano. Se produjo otra explosión en las inmediaciones de la sexta planta, pero al otro lado de la pirámide.
Tenía los sentidos tan embotados por los ruidos y el panorama, que no me sorprendió ver una maleta azul volando por los aires. El señor Cataliades había conseguido romper la ventana de la reina. De repente me di cuenta de que la maleta estaba intacta, que no había explotado, y que caía directamente hacia mí.
Empecé a correr, recurriendo a mis antiguos días de softball, en los que esprintaba hasta la última base, viéndome obligada a llegar resbalando sobre el terreno. Apunté hacia el parque que había al otro lado de la calle, donde el tráfico se había detenido gracias a los vehículos de emergencia: coches patrulla, ambulancias, bomberos. Había una policía justo frente a mí mirando en otra dirección, indicándole algo a otro compañero.
—¡Al suelo! —grité—. ¡Una bomba! —Y se giró para mirarme al tiempo que la placaba, llevándomela al suelo. Algo me golpeó en el centro de la espalda, y sentí que todo el aire se me escapaba de los pulmones. Nos quedamos allí tendidas durante un largo instante, hasta que me quité de encima y me incorporé con torpeza. Era todo un alivio volver a inhalar, a pesar de que el aire estaba acre por las llamas y el polvo. Puede que la mujer me dijera algo, pero no pude oír nada.
Me volví para mirar el Pyramid of Gizeh.
Partes de la estructura se estaban derrumbando, doblándose sobre sí mismas, proyectando cristales, cemento, acero y madera por todas partes, mientras los muros que habían creado los espacios (las habitaciones, los cuartos de baño y los pasillos) se colapsaban. El derrumbe atrapó a muchos de los cuerpos que ocupaban esos espacios en aquel momento. Ahora todos eran una misma cosa: la estructura, sus partes y sus habitantes.
Aquí y allí aún había partes que se habían mantenido en pie. El piso de los humanos, el entresuelo y el vestíbulo estaban parcialmente intactos, si bien la zona que rodeaba el mostrador de recepción había sido destruida.
Vi una forma que reconocí, un ataúd. La tapa había saltado limpiamente con el impacto de la caída. En cuanto el sol bañó a la criatura que había en su interior, emitió un alarido que se extendió por doquier. Había una placa de yeso cerca, y la empujé sobre el ataúd. Se hizo el silencio en cuanto el sol dejó de quemar a la criatura.
—¡Socorro! —aullé—. ¡Socorro!
Unos cuantos policías se acercaron a mí.
—Aún quedan personas y vampiros vivos —alerté—. Hay que tapar a los vampiros.
—Las personas primero —dijo un fornido veterano.
—Claro —comulgué automáticamente, a pesar de que, mientras lo hacía, no dejaba de pensar que no habían sido los vampiros quienes pusieron las bombas—. Pero si se tapa a los vampiros, podrán aguantar hasta que las ambulancias puedan llevarlos a otra parte.
Aún quedaba una porción de hotel en pie, parte del ala sur. Mirando hacia arriba, vi al señor Cataliades de pie frente a una ventana sin marco ni cristal. De alguna manera, se las había arreglado para llegar a la planta de humanos. Llevaba a cuestas un fardo envuelto en una colcha que se aferraba a su pecho.
—¡Mirad! —grité, para llamar la atención de los bomberos—. ¡Mirad!
Se pusieron inmediatamente en acción al ver a alguien que necesitaba que lo rescatasen. Parecían mucho más animados que ante la idea de rescatar vampiros que probablemente se estuvieran quemando hasta morir bajo el sol, y que fácilmente habrían podido salvarse con tan sólo cubrirlos. Traté de culparles, pero no pude.
Por primera vez, me di cuenta de que varios civiles habían detenido sus coches y se habían apeado para ayudar… o para curiosear. También había gente que gritaba: «¡Dejad que ardan!».
Vi cómo los bomberos subían en una plataforma para rescatar al demonio y su fardo. Entonces me volví para abrirme paso entre los escombros.
Al cabo de un momento, empecé a flaquear. Los gritos de los supervivientes humanos, el humo, el sol enmudecido por una enorme nube de polvo, el ruido de la quejumbrosa estructura, el frenético vocerío de los profesionales del rescate y la maquinaria que empezaba a llegar y funcionar… Me sentía abrumada.
Para entonces, como había robado una de las chaquetas amarillas y uno de los cascos que llevaban todos los del servicio de rescate, pude acercarme lo suficiente para encontrar a dos vampiros entre las ruinas de la zona de recepción, a uno de los cuales conocía. Estaban enterrados entre los desechos de los pisos superiores. Un trozo de madera había sobrevivido para identificar el mostrador. Uno de los vampiros había sufrido graves quemaduras, y no estaba segura de si sobreviviría. El otro vampiro se había ocultado bajo el trozo de madera más grande, y sólo sus pies y manos habían sufrido los efectos del sol. En cuanto grité pidiendo ayuda, ambos fueron cubiertos con mantas.
—Hemos acondicionado un edificio a dos manzanas de aquí; lo estamos usando como depósito para los vampiros —dijo la conductora de ambulancia de piel negra, llevándose al más grave, y deduje que era la misma mujer que se había llevado a Eric y a Pam.
Además de los vampiros, di con Todd Donati aún vivo. Permanecí un rato con él, hasta que llegó un camillero. Cerca de él, encontré a una limpiadora muerta. Había quedado aplastada.
Sentí cómo me inundaba la nariz un olor que no pude desterrar. Era repugnante. Estaba impregnándome los pulmones, y pensé que me pasaría el resto de la vida notándolo. El olor se componía de los materiales del edificio chamuscados, cuerpos abrasados y vampiros en desintegración. Era el olor del odio.
Vi algunas cosas tan horribles que no pude ahondar en ellas en ese momento.
De repente, sentí que no podía seguir buscando a nadie. Necesitaba sentarme. Me dejé caer sobre un montón de tuberías y placas de yeso. Me derrumbé y empecé a llorar. Entonces, todo el montón cayó de lado y aterricé en el suelo, aún llorando.
Miré en el hueco dejado por los escombros caídos.
Bill estaba acurrucado allí, con la mitad del rostro quemado. Aún llevaba la misma ropa que le había visto la noche anterior. Me puse sobre él para taparle del sol, y, con unos labios agrietados y sangrientos, dijo:
—Gracias.
No dejó de sonreír en su estado comatoso.
—¡Dios mío! —chillé—. ¡Ayuda! —grité, y vi que se acercaban dos hombres con una manta.
—Sabía que me encontrarías —dijo Bill, o acaso lo imaginé.
Permanecí arqueada en una extraña posición. No había nada en las cercanías que pudiera cobijarlo como mi cuerpo. El olor me daba ganas de vomitar, pero aguanté. Había aguantado hasta entonces porque había quedado cubierto por accidente.
A pesar de que uno de los bomberos vomitó, lograron cubrirlo y se lo llevaron.
Entonces vi otra figura con chaqueta amarilla recorriendo los escombros que se dirigía a las ambulancias tan deprisa como podía moverse alguien sin romperse una pierna. Sentí un cerebro vivo, y enseguida supe de quién se trataba. Me tambaleé a lo largo de montones de escombros siguiendo la marca mental del hombre al que más deseaba encontrar. Quinn y Frannie yacían medio enterrados bajo un montón de escombros sueltos. Frannie estaba inconsciente y había sangrado por la cabeza, pero ya no lo hacía más. Quinn estaba aturdido, pero recuperaba la consciencia a buen ritmo. Vi que el agua había abierto un camino en la superficie polvorienta de su cara, y supe que el hombre al que había visto corriendo le había dado agua para beber y que volvería con camillas para los dos.
Trató de sonreírme. Caí de rodillas a su lado.
—Puede que tengamos que cambiar nuestros planes, nena —explicó—. Quizá tenga que cuidar de Frannie durante un par de semanas. Nuestra madre no es precisamente Florence Nightingale[3].
Intenté no llorar, pero, una vez activados, no era capaz de cerrar mis conductos lacrimales. Ya no sollozaba, pero el torrente era imparable. Qué estupidez.
—Haz lo que tengas que hacer —le dije—. Llámame cuando puedas, ¿vale? —Odio a la gente que dice «¿Vale?» todo el rato, como si necesitasen que les diesen permiso, pero tampoco podía evitar eso—. Estás vivo, es todo lo que importa.
—Gracias a ti —contestó—. Si no hubieras llamado, estaríamos muertos. Puede que ni la alarma de incendios nos hubiese permitido salir de la habitación a tiempo.
Oí un quejido a unos metros, un suspiro en el aire. Quinn lo oyó también. Me arrastré hasta la zona, apartando unos restos de váter y lavabo. Bajo el polvo y los desechos, cubiertos por varias placas de yeso, encontré a Andre, completamente fuera de sí. Una rápida ojeada me reveló que había sufrido varias heridas graves. Pero ninguna de ellas sangraba. Saldría de ésa. Maldita sea.
—Es Andre —le informé a Quinn—. Está herido, pero vivo. —Mi voz sonó torva, y es que así me sentía. Había una buena astilla de madera junto a su pierna, y sentí oscuras tentaciones. Andre suponía una amenaza para mi libre albedrío, para todo aquello que me gustaba de la vida. Pero ese día ya había presenciado demasiada muerte.
Me acuclillé junto a él, odiándolo, pero después de todo… Lo conocía. Eso debería haberme facilitado las cosas, pero no fue así.
Salí trastabillando del pequeño refugio donde se encontraba y corrí como pude de vuelta con Quinn.
—Esos hombres volverán a por nosotros —me dijo, en un tono de voz más fuerte por momentos—. Puedes marcharte.
—¿Quieres que me vaya?
Sus ojos me estaban diciendo algo, pero no era capaz de discernirlo.
—Vale —obedecí, vacilante—. Me iré.
—La ayuda viene de camino —señaló dulcemente—. Puede que otros te necesiten.
—Está bien —dije, insegura de cómo tomarme aquello, y me obligué a incorporarme. Había avanzado un par de metros cuando oí que empezaba a moverse. Pero, tras un instante de quietud, seguí adelante.
Me dirigí hacia una gran furgoneta que habían llevado y aparcado junto al centro de rescate. La chaqueta amarilla había sido como un salvoconducto, pero su efecto podría agotarse en cualquier momento. Alguien se daría cuenta de que llevaba unas chanclas y que se estaban rompiendo. No estaban hechas para recorrer escombros. Una mujer me dio una botella de agua de la furgoneta y la abrí con manos temblorosas. Bebí sin parar, y lo que no me bebí me lo eché en la cara y las manos. A pesar del aire frío, la sensación fue maravillosa.
Para entonces, dos (o cuatro, o seis) horas debían de haber transcurrido desde la explosión. Habían llegado nuevos equipos de rescate con equipo, material y mantas. Buscaba en derredor a alguien con aspecto de autoridad con la intención de averiguar adonde habían llevado a los humanos supervivientes, cuando una voz me habló en la cabeza.
«¿Sookie?»
«¡Barry!»
«¿Cómo te encuentras?»
«Magullada, pero nada grave. ¿Y tú?»
«Igual. Cecile ha muerto.»
«Lo siento mucho.» No se me ocurría qué más decir.
«He pensado que sí hay algo que podemos hacer.»
«¿Qué?» Probablemente no sonaba muy interesada.
«Podemos encontrar personas vivas. Lo haremos mejor juntos.»
«Eso he estado haciendo», le expliqué. «Pero tienes razón. Juntos seremos más eficaces.» Al mismo tiempo, estaba tan cansada que algo en mi interior crujió ante la idea de hacer más esfuerzos. «Claro que sí», dije.
Si aquel montón de escombros hubiera sido tan espantosamente grande como el de las Torres Gemelas, no habríamos sido capaces de hacer nada. Pero el escenario era más pequeño y estaba más contenido. Si nos las arreglásemos para que alguien nos creyese, tendríamos alguna oportunidad.
Encontré a Barry cerca del centro de rescate y lo cogí de la mugrienta mano. Era más joven que yo, pero en ese momento no lo parecía, y pensé que no volvería a parecerlo. Cuando recorrí con la mirada la fila de cuerpos dispuesta sobre el césped del parque, vi a Cecile, y a la que podía ser la limpiadora a la que había abordado en el pasillo. Había unos cuantos bultos descascarillados, con aspecto vagamente humano que probablemente fuesen vampiros en descomposición. Era posible que conociese a alguno de ellos, pero resultaba imposible de decir.
Toda humillación era un peaje nimio, si con ella podíamos salvar alguna vida. Así que Barry y yo nos dispusimos a ser humillados y escarnecidos.
Al principio nos costó que alguien nos escuchara. Los profesionales no dejaban de remitirnos al centro de víctimas o a alguna ambulancia que había estacionada en las cercanías para llevar a los supervivientes a los hospitales de Rhodes.
Finalmente, me encontré frente a un hombre delgado, de pelo canoso, que me escuchó sin esbozar expresión alguna.
—Yo tampoco pensé que jamás rescataría vampiros —dijo, como si aquello explicase su decisión, y puede que así fuera—. Llevaos a estos dos hombres y mostradles de lo que sois capaces. Tenéis quince minutos de su valioso tiempo. Si lo malgastáis, es posible que alguien muera.
Barry era quien había tenido la idea, pero ahora parecía querer que yo hablase por los dos. Su rostro estaba ennegrecido por manchas de hollín. Tuvimos una conversación secreta sobre la mejor forma de proceder, al final de la cual me volví hacia los bomberos y les informé:
—Tenemos que subir a una de esas plataformas.
Asombrosamente, nos hicieron caso sin rechistar. Nos elevaron sobre los escombros. Sí, sabíamos que era peligroso. Y sí, estábamos listos para asumir las consecuencias. Aún agarrados de la mano, Barry y yo cerramos los ojos y «buscamos» proyectando nuestras mentes al mundo exterior.
—Movednos hacia la izquierda —pedí, y el bombero que nos acompañaba en la plataforma hizo un gesto al compañero que estaba en la cabina—. Sígueme —dije, y él me miró—. Para —ordené, y la plataforma se detuvo. Volvimos a escrutar—. Justo debajo —indiqué—. Justo aquí debajo. Es una mujer que se llama no sé qué Santiago.
Al cabo de unos minutos, un rugido se hizo sentir. La habían encontrado con vida.
Nos volvimos muy populares después de aquello, y nadie nos preguntó cómo éramos capaces de hacer eso, siempre que siguiésemos con el buen trabajo. La gente dedicada al rescate se centra en eso, rescatar. Estaban trayendo perros e introduciendo micrófonos, pero Barry y yo éramos más rápidos y ágiles que los perros, y más precisos que los micrófonos. Encontramos a otras cuatro personas, vivas, y a un hombre que murió antes de que pudieran llegar a él, un camarero llamado Art que amaba a su mujer y sufrió terriblemente hasta el final. El caso de Art fue especialmente desolador, ya que intentaron sacarlo por todos los medios, y tuve que decirles que ya de nada serviría. Por supuesto, no me hicieron caso; siguieron excavando, pero estaba muerto. Para entonces, los equipos de rescate estaban particularmente emocionados con nuestras habilidades, y quisieron que trabajásemos toda la noche, pero Barry estaba que se caía y yo no me sentía mucho mejor. Y lo peor era que ya estaba anocheciendo.
—Los vampiros se despertarán —le recordé al jefe de bomberos. Asintió y se me quedó mirando, a la espera de más explicaciones—. Estarán malheridos —dije. Aún no lo pillaba—. Necesitarán sangre inmediatamente, y estarán descontrolados. Yo no enviaría a los chicos de rescate a los escombros solos —añadí, y su rostro se puso blanco.
—¿No crees que estarán todos muertos? ¿No puedes encontrarlos?
—Pues, a decir verdad, no. No podemos encontrar a los vampiros. A los humanos, sí, pero a los no muertos, no. Sus mentes no emiten ninguna, eh, onda. Ahora tenemos que irnos. ¿Dónde están los supervivientes?
—Están todos en el edificio Throne, justo por allí —dijo, señalando—. En el sótano.
Nos dimos la vuelta para irnos. Barry me había pasado el brazo por el hombro, y no porque se sintiese afectuoso. Necesitaba apoyarse.
—Dadme vuestros nombres y direcciones para que el alcalde os pueda agradecer vuestra ayuda —dijo el del pelo canoso, con un bolígrafo y un bloc listos.
«¡No!», dijo Barry, y sellé la boca.
Meneé la cabeza.
—Creo que pasaremos de eso —expliqué. Miré en su mente de refilón y vi que ansiaba que siguiésemos ayudando. De repente comprendí por qué Barry me había detenido tan abruptamente, a pesar de estar tan cansado de no poder decírmelo él mismo. Mi rechazo no fue a más.
—¿Sois capaces de trabajar para los vampiros, pero no de que se os ensalce como alguien que ayudó en este día terrible?
—Sí —repuse—. Algo así.
No estaba nada contento conmigo, y por un momento pensé que me obligaría a identificarme: me quitaría la cartera de los pantalones y me enviaría a la cárcel o algo parecido. Pero asintió reaciamente e hizo una indicación con la cabeza hacia el edificio Throne.
«Alguien querrá saber más», dijo Barry. «Alguien querrá utilizarnos.»
Suspiré, y eso que apenas me quedaban energías para llenar los pulmones de aire. Asentí. «Sí, es verdad. Si vamos al refugio, alguien nos estará buscando allí, y le pedirán nuestros nombres a alguien que nos reconozca, y después de eso es sólo cuestión de tiempo.»
No se me ocurrió una forma de evitar ir allí. Necesitábamos ayuda. Teníamos que reunimos con nuestras comitivas y averiguar cuándo y cómo abandonar la ciudad, por no mencionar el saber quién había sobrevivido y quién no.
Me palmeé el bolsillo trasero, sorprendida de conservar aún el móvil y de que tuviera batería. Llamé al señor Cataliades. Si alguien había salido del Pyramid of Gizeh con su móvil, sin duda sería el abogado.
—Diga —repuso con cautela— señorita St…
—Shhh —lo corté—. No diga mi nombre en voz alta —habló por mí la paranoia.
—Muy bien.
—Hemos ayudado a los equipos de rescate por aquí, y ahora están interesados en conocernos mejor —dije, sintiéndome muy lista por hablar tan gradualmente. Estaba muy cansada—. Barry y yo estamos fuera del edificio donde les han llevado. Necesitamos algún lugar donde escondernos. Hay demasiada gente haciendo listas ahí dentro, ¿verdad?
—Es una actividad de lo más popular —afirmó.
—¿Están bien Diantha y usted?
—No la encontraron. Nos separamos.
Me quedé muda durante unos segundos.
—Lo lamento. ¿A quién sostenía cuando vi que lo rescataban?
—A la reina. Está aquí, aunque malherida. No encontramos a Andre.
Hizo una pausa, y no pude evitar decir:
—¿Y quién más?
—Gervaise está muerto. Eric, Pam, Bill… quemados, pero vivos. Cleo Babbitt está aquí también. No he visto a Rasul.
—¿Está Jake Purifoy por ahí?
—Tampoco lo he visto.
—Lo digo porque es posible que quiera saber que es parcialmente responsable, si lo ve. Formaba parte de la conspiración de la Hermandad.
—Ah —asumió el señor Cataliades—. Oh, sí, sin duda me interesa mucho eso que dice. Johan Glassport estará especialmente interesado, ya que tiene unas cuantas costillas rotas y la clavícula fracturada. Está muy, muy enfadado. —El que el señor Cataliades pensara que la maldad de Glassport lo hacía capaz de la misma ansia de venganza que un vampiro ya decía mucho sobre él—. ¿Cómo llegó a la conclusión de que había una conspiración, señorita Sookie?
Le conté al abogado la historia de Clovache; caí entonces en que, ahora que ella y Batanya habrían regresado a su lugar de origen, no pasaba nada si lo decía.
—Su contratación ha demostrado valer el dinero que le costó al rey Isaiah. —Cataliades parecía más pensativo que nervioso—. Él está aquí, sin un solo rasguño.
—Necesitamos encontrar un sitio para dormir. ¿Le puede decir al rey de Barry que está conmigo? —pregunté, a sabiendas de que tenía que colgar cuanto antes e idear un plan.
—Está demasiado herido para que le importe. No está consciente.
—Está bien, cualquiera de la comitiva de Texas valdrá.
—Veo a Joseph Velasquez. Rachel ha muerto. —El señor Cataliades no lo podía evitar; me tenía que dar todas las malas noticias.
—Cecile, la asistente de Stan, también ha muerto —le informé.
—¿Adonde iréis? —preguntó el abogado.
—No sé qué hacer —admití. Me sentía tan agotada como desesperada, y había recibido ya demasiadas malas noticias y golpes como para volver a sacar fuerza de flaqueza.
—Le enviaré un taxi —ofreció el señor Cataliades—. Puedo obtener el número de alguno de nuestros agradables voluntarios. Diga al conductor que son de los equipos de rescate y que necesitan ir al hotel barato más cercano. ¿Tiene tarjeta de crédito?
—Sí, y la de débito —contesté, agradeciendo el impulso que tuve al guardarme la pequeña cartera en el bolsillo.
—No, espere, la rastrearán muy fácilmente si la usa. ¿Tiene metálico?
Lo comprobé. Gracias a Barry en mayor medida, contábamos con ciento noventa dólares entre ambos. Le dije al señor Cataliades que podíamos arreglárnoslas.
—Entonces, pasen la noche en un hotel y llámeme mañana de nuevo —dijo, sonando inenarrablemente cansado.
—Gracias por el plan.
—Gracias a usted por la advertencia —respondió el amable demonio—. Estaríamos todos muertos si usted y el botones no nos hubiesen advertido.
Me deshice de la chaqueta amarilla y el casco. Barry y yo echamos a correr, sosteniéndonos el uno al otro de una u otra forma. Hallamos una barricada de cemento en la que apoyarnos, rodeándonos mutuamente con los brazos. Traté de contarle a Barry por qué hacíamos eso, pero parecía no importarle. Temía que, en cualquier momento, uno de los bomberos o policías que había por allí nos identificara y nos detuviera para saber qué hacíamos, hacia dónde íbamos y quiénes éramos. Me sentí enfermar de alivio cuando divisé un taxi que avanzaba lentamente, con su conductor oteando desde la ventana. Tenía que ser el nuestro. Agité mi brazo libre con frenesí. Nunca antes había parado un taxi. Era como en las películas.
El conductor, un tipo delgado y fibroso de Guayana, no parecía demasiado entusiasmado con dejar subir a su coche a dos asquerosas criaturas como nosotros, pero tampoco podía pasar por alto la lástima que desprendíamos. El hotel «menos caro» más cercano estaba a un kilómetro ciudad adentro, lejos del agua. De haber tenido la energía, podríamos haberlo recorrido a pie. Al menos el viaje en taxi no saldría tan caro.
Incluso para ser un hotel de rango medio, los empleados de recepción se mostraron poco entusiastas ante nuestra aparición; pero era el día de mostrarse caritativos con las víctimas de las bombas. Obtuvimos una habitación a un precio que me hubiese desprendido la mandíbula, de no haber visto antes las tarifas del Pyramid. La propia habitación no era gran cosa, pero tampoco necesitábamos mucho. Una limpiadora llamó a la puerta justo después de que entrásemos diciendo que quería nuestra ropa para lavarla, ya que era la única que teníamos. Miró al suelo cuando lo dijo para no abochornarme. Tratando de no ahogarme ante su amabilidad, me miré mi camiseta y mis pantalones y tuve que estar de acuerdo con ella. Me volví a Barry para descubrir que se había desvanecido por completo. Lo llevé como pude hasta la cama. Me dio la misma extraña sensación que llevar a un vampiro, y apreté los labios en una tensa línea mientras le quitaba la ropa a su laxo cuerpo. Luego me quité mis propias prendas, encontré una bolsa de plástico en un armario donde guardarlas y se las entregué a la empleada. Me hice con un paño y le limpié a Barry la cara, las manos y los pies antes de taparlo.
Tuve que ducharme, y di gracias al cielo por la abundancia de champú, jabón y loción para la piel. También agradecí a Dios la generosidad del agua caliente, y especialmente su calor. La amable empleada me había facilitado dos cepillos de dientes y un pequeño tubo de pasta, con lo que pude quitarme de la boca el sabor a ceniza. Lavé mis bragas y sujetador en el lavabo y los enrollé en una toalla antes de tenderlos. A la mujer le di todas las prendas de Barry.
Finalmente, no quedó más que hacer, y me arrastré a la cama, junto a Barry. Ahora que yo olía tan bien, me di cuenta de,que él desprendía un olor desagradable, pero tampoco podía quejarme demasiado, ¿no? No le hubiera despertado por nada del mundo. Me volví hacia el lado opuesto de la cama, pensando en lo terrible que había sido ese largo pasillo vacío. ¿No resulta gracioso que ése fuese el pensamiento más aterrador después de una jornada tan horrible?
La habitación de hotel se antojaba inmensamente silenciosa después del tumulto y las explosiones, la cama era muy cómoda y yo olía de maravilla y no me dolía nada.
Dormí sin saber lo que era soñar.