La vampira Jodi era formidable. Me recordó a la bíblica Jael.
Jael, una decidida mujer de Israel, atravesó la cabeza de Sisera, un capitán enemigo, con un clavo de tienda, si mal no recordaba. Sisera estaba dormido cuando Jael lo hizo, igual que Michael cuando Jodi le rompió el colmillo. A pesar de que el nombre de Jodi me hacía gracia, supe ver en ella una acerada fuerza y resolución, y no pude evitar ponerme inmediatamente de su parte. Esperaba que los jueces fueran capaces de ver más allá de los lloriqueos de Michael por un diente roto.
El escenario no había sido dispuesto como la noche anterior, a pesar de que la sesión se celebrara en la misma sala. Los jueces, como supongo que habrá que llamarlos, estaban sobre el escenario, sentados a una mesa que los enfrentaba al público. Eran tres, todos de Estados diferentes: dos hombres y una mujer. Uno de los hombres era Bill, que, como siempre, parecía tranquilo y sereno. No conocía al otro tipo, un rubio. La mujer era una vampira pequeña y atractiva con la melena negra más larga y lisa que había visto jamás. Oí cómo Bill se dirigía a ella como Dahlia. Agitaba su pequeña cara redonda hacia delante y hacia atrás mientras escuchaba el testimonio de Jodi, primero, y luego el de Michael, como si estuviese presenciando un partido de tenis. Centrada sobre el mantel blanco de la mesa había una estaca, que supuse era el símbolo vampírico de la justicia.
Ninguno de los dos vampiros litigantes tenían abogados que los representaran. Debían declarar su versión respectiva de los hechos, antes de que los jueces les hicieran las preguntas que consideraran pertinentes y dictaran sentencia por voto mayoritario. Sobre el papel era algo sencillo, pero en la práctica era harina de otro costal.
—¿Estabas torturando a una mujer humana? —le preguntó Dahlia a Michael.
—Sí —dijo, sin un solo parpadeo. Miré en derredor. Era la única humana de los presentes. Sin duda, se trataba de un proceso muy sencillo. Los vampiros no trataban de dotarlo de colorido para una audiencia de sangre caliente. Se comportaban tal como eran. Yo estaba sentada junto a los de mi comitiva (Rasul, Gervaise, Cleo), y puede que su cercanía disimulase mi olor, o quizá una humana domesticada no contara—. Me ofendió, pero como me gusta practicar el sexo de esa forma, la secuestré y pasé un buen rato —añadió Michael—. Y, de repente, llegó Jodi hecha una furia y me rompió un diente. ¿Veis? —Abrió la boca lo suficiente para mostrar a los jueces el colmillo roto (me pregunté si se habría pasado por el puesto que aún estaba montado en la zona comercial, donde vendían esos alucinantes colmillos artificiales).
Michael tenía una cara angelical, y no alcanzaba a comprender que lo que había hecho estaba mal. Quería hacerlo y lo hizo. Para empezar, la mayoría de los que son convertidos en vampiros no son precisamente gente equilibrada, y algunos de ellos pierden todo asomo de conciencia después de algunos decenios, o incluso siglos, de disponer de los humanos a su condenada voluntad. Y, a pesar de todo, disfrutan de la apertura hacia el nuevo orden, que les da la posibilidad de pasear por el mundo tal como son con el derecho a que no les claven una estaca. Pero no están dispuestos a pagar por ese privilegio sometiéndose a las normas de la decencia común.
Pensé que romperle un colmillo era un castigo muy piadoso. No me podía creer que hubiera tenido los arrestos de imponer una demanda contra nadie. Por lo visto, Jodi tampoco, que se puso en pie y fue hacia él otra vez. Quizá quería partirle el otro colmillo. Aquello era mucho más divertido que The People's Court o Judge Judy.
El juez rubio la detuvo. Era mucho más grande que Jodi, y pareció aceptar que no podría librarse de él. Me di cuenta de que Bill echó su silla un poco hacia atrás, dispuesto a saltar si la cosa se ponía más complicada.
—¿Por qué tomaste tales medidas ante la acción de Michael, Jodi? —quiso saber la pequeña Dahlia.
—La mujer era la hermana de uno de mis empleados —explicó Jodi, con la voz temblorosa de ira—. Estaba bajo mi protección. Y el imbécil de Michael conseguirá que vuelvan a darnos caza si sigue haciendo lo que hace. Es incorregible. No hay nada que lo detenga, ni siquiera perder un colmillo. Le advertí tres veces que se mantuviera lejos, pero la mujer le contestó cuando le insistió en la calle, y su orgullo ganó la batalla a su inteligencia y discreción.
—¿Es eso cierto? —le preguntó la pequeña vampira a Michael.
—Me insultó, Dahlia —dijo suavemente—. Una humana me insultó en público.
—La solución es fácil —afirmó Dahlia—. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
El vampiro rubio que sujetaba a Jodi asintió, al igual que Bill, que aún estaba sentado al borde de la silla, a la derecha de Dahlia.
—Michael, serás castigado por tus actos imprudentes y tu incapacidad por controlar tus impulsos —declaró Dahlia—. Has omitido los avisos y el hecho de que la joven estaba bajo la protección de otro vampiro.
—¡No lo dirás en serio! ¿Dónde está tu orgullo? —gritó Michael, ya de pie.
Dos hombres salieron de las sombras del fondo del escenario. Eran vampiros, por supuesto, y de unas dimensiones muy respetables. Sujetaron a Michael, quien se resistió con todo lo que tenía. Me quedé pasmada ante tanto ruido y tanta violencia, pero en cuanto se llevaran a Michael a alguna prisión para vampiros, volvería la calma al proceso.
Para mi mayor asombro, Dahlia hizo un gesto con la cabeza al vampiro que tenía a Jodi reducida, y éste la ayudó a incorporarse. Jodi, con una amplia sonrisa dibujada en la cara, cruzó el escenario de un salto, como si fuese una pantera. Cogió la estaca que había sobre la mesa de los jueces y, con un poderoso movimiento de su brazo, se la clavó a Michael en el pecho.
Fui la única persona espantada, y tuve que echarme ambas manos a la boca para no gritar.
Michael la miró con profunda rabia y siguió luchando, supongo que para liberar sus brazos y quitarse la estaca, pero, a los pocos segundos, todo acabó. Los dos vampiros que sujetaban el cadáver lo soltaron, mientras Jodi saltaba fuera del escenario, aún pletórica.
—Siguiente caso —anunció Dahlia.
El siguiente era de un niño vampiro, con humanos implicados. Sentí que la atención levantaba su peso de mis hombros cuando los vi entrar: los avergonzados padres con su representante vampiro (¿sería posible que los humanos no pudieran testificar ante ese tribunal?) y la «madre» con su «hijo».
Resultó ser un caso más largo y triste debido al sufrimiento de los padres ante la pérdida de su hijo (que aún caminaba y hablaba, pero no con ellos), que era casi palpable. No era la única que lloraba, ¡qué vergüenza!, cuando Cindy Lou reveló que los padres le estaban dando una asignación mensual para la manutención del niño. La vampira Kate argumentó en nombre de los padres con ferocidad, y quedó claro que pensaba que Cindy Lou era de la peor calaña vampírica y una mala madre, pero los tres jueces (distintos para la ocasión, y ninguno que yo conociera) acataron el contrato escrito que los padres habían firmado y rechazaron que al muchacho se le asignara un nuevo tutor. Sin embargo, según dictaminaron, el contrato debía aplicarse igualmente en beneficio de los padres, obligando al crío a pasar tiempo con sus padres biológicos siempre que éstos estuvieran dispuestos a reclamar su derecho.
El juez principal, un tipo con aspecto de halcón y acuosos ojos negros, llamó al chico para que compareciera ante ellos.
—Debes a estas personas respeto y obediencia, tú también has firmado este contrato —dijo—. Puede que seas un menor según la ley humana, pero a nuestros ojos eres tan responsable como… Cindy Lou. —Vaya… Tener que admitir la existencia de una vampira con ese nombre lo mató—. Si tratas de aterrorizar a tus padres humanos, de coaccionarlos o de beber su sangre, te amputaremos una mano. Y cuando vuelva a crecer, la volveremos a amputar.
El chico no podía estar más pálido, y su madre humana se desmayó. Pero había sido tan arrogante, tan pagado de sí mismo y tan desdeñoso hacia sus padres que pensé que la dureza de la advertencia era necesaria. Me sorprendí asintiendo.
Oh, eso sí que era justicia, amenazar a un niño de trece años con amputarle la mano.
Pero si hubierais visto al niño, habríais estado de acuerdo. Y Cindy Lou no tenía desperdicio; quienquiera que la convirtiera en vampira debió de ser deficiente mental o moral.
Después de todo, no me habían necesitado. Empezaba a preguntarme qué me depararía el resto de la noche cuando la reina apareció por las puertas de doble hoja del fondo de la sala, seguida de cerca por Sigebert y Andre. Vestía un traje de pantalón de seda azul zafiro con un precioso collar de diamantes y pendientes a juego. Tenía mucho estilo, estaba absolutamente elegante, lustrosa y perfecta. Andre se dirigió en línea recta hacia mí.
—Lo sé —dijo—. Quiero decir que Sophie-Anne me ha dicho que lo que te he hecho está muy mal. No lo lamento, porque por ella haría cualquier cosa. Los demás me importan un bledo. Pero lamento no haber podido contenerme de causarte un agravio.
Si eso era una disculpa, era la más sesgada que había recibido en mi vida. Lo dejaba prácticamente todo por desear.
—Ya lo has dicho. —Fue todo lo que le pude decir, y era todo lo que jamás obtendría.
En ese momento me encontré a Sophie-Anne de frente. La saludé con mi habitual inclinación de la cabeza.
—Necesitaré que me acompañes durante las próximas horas —pidió.
—Claro —repuse.
Me miró la ropa de arriba abajo, como si deseara que me hubiese arreglado más, pero nadie me había dicho que esa noche, marcada en la agenda como dedicada al intercambio comercial, fuese apropiada para ponerse algo elegante.
El señor Cataliades se dirigió hacia mí rápidamente, enfundado en un precioso traje con una corbata de seda dorada y roja oscuro.
—Me alegra verla, querida —dijo—. Deje que la ponga al día sobre el siguiente punto de la agenda.
Extendí las manos para indicarle que estaba lista.
—¿Dónde está Diantha? —pregunté.
—Tiene un trabajo entre manos con el hotel —respondió Cataliades y frunció el ceño—. Es de lo más peculiar. Al parecer, abajo había un ataúd de sobra.
—¿Y cómo es eso posible? —Los ataúdes tienen un propietario. Ningún vampiro viajaba con uno de repuesto, como si tuviesen el elegante y el de todos los días—. ¿Por qué lo han llamado a usted?
—Tenía una de nuestras etiquetas —explicó.
—Pero todos nuestros vampiros están contados, ¿no es así? —Sentí un nudo de ansiedad en el pecho. En ese momento, vi a los habituales camareros moviéndose entre la gente. Uno de ellos me vio y se dio media vuelta. Entonces vi a Barry, que llegaba acompañando al rey de Texas. Y el camarero volvió a girarse.
Lo cierto es que empecé a darle indicaciones a un vampiro para que detuviera al tipo y poder echar un ojo en su mente, pero me di cuenta de que estaba actuando con la misma arrogancia que los propios vampiros. El camarero desapareció sin que pudiera verlo de cerca, por lo que no estaba segura de que pudiera identificarlo de entre sus demás compañeros, todos ataviados con la misma ropa. El señor Cataliades estaba hablando, pero levanté una mano.
—Un momento, por favor —murmuré. El repentino giro del camarero me recordó algo, otra cosa que se me había antojado extraña.
—Le ruego que preste atención, señorita Stackhouse —insistió el abogado, y tuve que desestimar el hilo de mis pensamientos—. Esto es lo que tiene que hacer. La reina va a negociar por una serie de pequeños favores que necesita para reconstruir el Estado. Haga lo que mejor sabe para asegurarse de que todo el mundo negocia con honorabilidad.
No eran instrucciones muy específicas que digamos.
—Lo que mejor sé —dije—. Pero creo que debería encontrar a Diantha, señor Cataliades. Creo que hay algo realmente extraño y torcido en relación con ese ataúd de sobra. Recuerde que también había una maleta de sobra —añadí—. La subí a la suite de la reina.
El señor Cataliades se me quedó mirando, en blanco. Pude ver que pensaba que el pequeño problema de unos objetos extraviados era una cuestión menor y por debajo de sus prioridades.
—¿Le ha hablado Eric de la mujer asesinada? —le pregunté, y su atención se redobló.
—No he visto al señor Eric esta noche —dijo—. Me aseguraré de localizarlo.
—Algo está pasando, aunque no sé exactamente el qué —murmuré, más para mí misma, y me giré para alcanzar a Sophie-Anne.
El comercio se llevaba a cabo con un estilo de mercadillo. Sophie-Anne se situó en una mesa donde Bill ya estaba sentado vendiendo su programa informático. Pam le estaba ayudando, pero llevaba su ropa normal. Me alegró que la ropa de harén se tomara un respiro. Me pregunté cómo había que proceder, así que adopté una actitud observadora, y no tardé en descubrirlo. El primero en acercarse a Sophie-Anne fue el tipo grande y rubio que había ejercido como juez.
—Estimada señora —dijo, besándole la mano—, estoy encantado de verte, como siempre, y desolado por la destrucción de tu preciosa ciudad.
—Una pequeña porción de mi preciosa ciudad —matizó Sophie-Anne con la mejor de las sonrisas.
—Me atenaza el pensamiento de los aprietos por los que debes de estar pasando —siguió, tras una leve pausa para interiorizar la corrección—. Tú, gobernante de un reino tan rentable y prestigioso… llevada ante la ley. Espero poder ayudarte desde mis humildes posibilidades.
—¿Y qué forma tendría esa ayuda? —inquirió Sophie-Anne.
Después de mucha palabrería, resultó que el señor Flowery estaba dispuesto a enviar una cantidad inimaginable de madera a Nueva Orleans si la reina accedía a entregarle el dos por ciento de los beneficios de los cinco años siguientes. Lo acompañaba su contable. Le miré a los ojos con enorme curiosidad. Di un paso atrás y Andre se deslizó a mi lado. Me volví para que nadie pudiera leerme los labios.
—Calidad de la madera —dije, haciendo el mismo ruido que las alas de un colibrí.
El proceso fue de lo más trabajoso y aburrido. Algunos de los potenciales proveedores no llevaban humanos con ellos, y en esos casos nada podía hacer yo; pero sólo eran excepciones. Algunas veces, un humano pagaba a un vampiro increíbles sumas para «patrocinarlo», de forma que pudiera estar presente en la sala y susurrar sus ofertas. Para cuando el vendedor número ocho se puso ante la reina, yo ya era incapaz de reprimir mis bostezos. Comprobé que Bill estaba haciendo historia con la venta de su base de datos vampírica. Para ser un tipo tan reservado, no se le daba mal explicar y promocionar su producto, habida cuenta de que muchos vampiros se mostraban muy desconfiados ante los ordenadores. Si oía lo del «Paquete de actualización anual» una sola vez más, vomitaría. Había un montón de humanos alrededor de Bill, más familiarizados con los ordenadores que los propios vampiros. Mientras se dejaban llevar por las explicaciones, me proyecté para mirar acá y allá, pero sólo destilaban ideas de megahercios, RAM, discos duros y cosas así.
No vi a Quinn. Como era un cambiante, supuse que ya estaría recuperado de sus heridas de la noche anterior. Sólo podía tomar su ausencia como una señal. Me sentía muy triste y agotada. La reina invitó a Dahlia, la pequeña y bella vampira que había dirigido el tribunal, a su suite para tomar una copa. Dahlia aceptó encantada, y toda la comitiva se desplazó hasta la habitación. Christian Baruch nos acompañó. No había dejado de revolotear alrededor de la reina en toda la noche.
Su cortejo de Sophie-Anne era de los que se hacen notar, por decirlo de alguna manera. Volví a pensar en el chico faldero al que había visto la noche anterior, el que hacía cosquillas en la espalda de su amada imitando a una araña, consciente de que ella les tenía miedo, y cómo ella lo había apretado más contra sí. Sentí que se me encendía la bombilla sobre la cabeza, y me pregunté si sería visible para los demás.
Mi opinión acerca del hostelero cayó en picado. Si pensaba que esa estrategia funcionaría con Sophie-Anne, aún tenía mucho en lo que seguir pensando.
No vi a Jake Purifoy por ninguna parte, y me pregunté también qué le habría encomendado Andre. Algo inocuo, probablemente, como asegurarse de que todos los coches tenían el depósito lleno. Lo cierto es que nadie confiaba lo suficiente en él como para encomendarle tareas de mayor calado. Al menos, aún no. La juventud de Jake y su pasado como licántropo jugaban en su contra, y tendría gue menear mucho la cola para ganar puntos. Pero Jake no tenía prisa. No dejaba de mirar hacia su pasado, hacia su vida como licántropo. Siempre llevaba encima un saco de amargura.
Habían limpiado la suite de Sophie-Anne; había que limpiar las suites de todos los vampiros de noche, por supuesto, mientras estuvieran fuera. Christian Baruch empezó a contarnos sobre la ayuda extraordinaria que había necesitado para sobrellevar la cumbre, y lo nerviosos que se mostraban algunos de esos empleados al limpiar habitaciones ocupadas por vampiros. Era evidente que Sophie-Anne no se había dejado impresionar por la asunción de superioridad de Baruch. Era muy joven en comparación, y para ella debía de ser como un arrogante adolescente frente a sus siglos de veteranía.
Jake llegó justo en ese momento, y tras mostrar sus respetos a la reina y presentarse a Dahlia, se sentó a mi lado. Yo estaba tirada sobre una incómoda silla de espalda recta, y él trajo una idéntica donde acomodarse.
—¿Qué te cuentas, Jake?
—Poca cosa. He ido a comprar entradas para la reina y Andre, para el espectáculo de mañana. Es un montaje completamente vampírico de Hello Dolly!
Traté de imaginármelo. No tardé en comprobar que no podía.
—¿Qué piensas hacer? Está marcado como tiempo libre en la agenda.
—No lo sé —dijo, con un tono curiosamente remoto en la voz—. Me ha cambiado tanto la vida que no puedo predecir lo que va a pasar. ¿Saldrás durante el día, Sookie? No sé, de compras. Hay unas tiendas estupendas en Widewater Drive. Está cerca del lago.
Incluso yo había oído hablar de Widewater Drive.
—Es posible —respondí—. No soy precisamente una loca de las compras.
—Deberías ir. Hay unas zapaterías increíbles, y un gran Macy's; te encantará Macy's. Aprovecha el día. Aléjate de todo esto mientras puedas.
—Me lo pensaré —contesté, algo perpleja—. Eh, ¿has visto a Quinn hoy?
—De pasada. Hablé con Frannie un rato. Han estado ocupados preparando la ceremonia de clausura.
—Oh —dije. Bien. Claro. Eso llevaba un montón de tiempo.
—Llámale y pídele que te lleve por ahí mañana —insistió Jake.
Traté de imaginarme pidiéndole a Quinn que me llevara de compras. Bueno, no era del todo descabellado, pero tampoco entraba dentro de las opciones más probables.
—Sí, puede que salga un poco.
Jake pareció satisfecho.
—Puedes irte, Sookie —ordenó Andre. Estaba tan cansada que ni siquiera me di cuenta de que se deslizaba hacia mí.
—Vale. Buenas noches a los dos —dije, incorporándome. Me di cuenta de que la maleta azul seguía donde la había dejado hacía dos noches—. Ah, Jake, tienes que volver a bajar esa maleta al sótano. Llamaron diciendo que era nuestra, pero nadie la ha reclamado.
—Preguntaré por ahí —comentó vagamente, y se marchó a su habitación. La atención de Andre ya había vuelto a su reina, que reía ante la descripción de una boda a la que Dahlia había acudido.
—Andre —susurré, en voz muy baja—. Creo que el señor Baruch ha tenido algo que ver con la bomba que había en la puerta de la reina.
Andre reaccionó como si alguien le hubiese clavado un clavo en el trasero.
—¿Qué?
—Creo que quería asustar a Sophie-Anne —expliqué—. Creo que pensó que así se sentiría vulnerable y necesitaría un hombre fuerte para protegerla si se sentía amenazada.
Andre no era precisamente el señor expresividad, pero vi incredulidad, asco y convicción pasando rápidamente por su expresión.
—También creo que quizá le dijera a Henrik Feith que Sophie-Anne planeaba matarlo. Porque es el propietario del hotel, ¿no? Henrik daría continuidad al juicio de la reina al ser convencido de que lo mataría. Una vez más, Baruch estaría allí para ser su gran salvador. Quizá él lo mandó matar después de tenderle la trampa, para saltar a la palestra, triunfante, y engatusar a Sophie-Anne por su enorme preocupación por ella.
Andre lucía una expresión extrañísima en la cara, como si le costara seguir mis razonamientos.
—¿Hay pruebas de eso? —inquirió.
—Ni una. Pero cuando hablé con el señor Donati en el vestíbulo esta mañana, me insinuó que había una cinta de seguridad que estaría interesada en ver.
—Ve a verla —mandó Andre.
—Si exijo verla, lo despedirán. Tienes que conseguir que la reina le pida a bocajarro si puede ver las cintas de seguridad del vestíbulo en el momento que dejaron la bomba. Con o sin chicle pegado a la cámara, algo se verá.
—Márchate antes, para que no te relacione con esto. —De hecho, el hostelero estaba absorto en la reina y su conversación, o de lo contrario su oído vampírico habría detectado que estábamos hablando de él.
A pesar de sentirme exhausta, tuve la gratificante sensación de que me estaba ganando el dinero que me pagarían por ese viaje. Y me alegró mucho sentir que lo de la lata de Dr Pepper estaba resuelto. Christian Baruch no jugaría más a las bombas, ahora que la reina estaba con él. La amenaza que suponía el grupo infiltrado de la Hermandad…, bueno, sólo lo había escuchado de oídas, y no tenía prueba alguna de cómo se iba a manifestar. A pesar de la muerte de la mujer del centro de tiro, me sentí más relajada que nunca desde que puse el pie en el Pyramid of Gizeh, ya que estaba dispuesta a atribuirle la muerte del arquero asesino también a Baruch. Puede que, al ver que Henrik le arrebataría Arkansas a la reina, se pusiera ambicioso y decidiera ordenar a alguien que lo eliminara, para que ella se lo quedara todo. Esa hipótesis tenía algo de confuso y erróneo, pero estaba demasiado cansada como para pensarlo con más detenimiento, y preferí dejar la maraña tranquila hasta haber descansado.
Crucé el pequeño vestíbulo hasta el ascensor y pulsé el botón. Cuando se abrieron las puertas, me topé con Bill, que tenía las manos llenas de formularios de encargo.
—Se te ha dado bien la noche —dije, demasiado cansada para odiarlo. Hice un gesto con la cabeza hacia los formularios.
—Sí, todos sacaremos mucho dinero de esto —admitió, aunque no parecía especialmente emocionado.
Esperé a que se apartara, pero no lo hizo.
—Lo dejaría todo si pudiera borrar todo lo que pasó entre los dos —añadió—. El tiempo que nos amamos no, pero…
—¿El tiempo que pasaste mintiéndome? ¿El tiempo que fingiste no poder esperar para verme, cuando la verdad era que tenías órdenes al respecto? ¿Ese tiempo?
—Sí —expresó, pero sus profundos ojos marrones no vacilaron—. Ese tiempo.
—Me hiciste demasiado daño. Eso no ocurrirá jamás.
—¿Amas a alguien? ¿A Quinn? ¿A Eric? ¿Al capullo de J.B.?
—No tienes derecho a preguntarme eso —espeté—. Por lo que a mí respecta, no tienes derecho a nada.
¿J.B.? ¿De dónde se había sacado eso? Siempre me había caído bien, era adorable, pero su conversación era tan estimulante como la de un mueble. No paré de menear la cabeza mientras bajaba con el ascensor hasta el piso de los humanos.
Carla no estaba, como era de esperar, y como eran las cinco de la mañana, había muchas posibilidades de que no volviese. Me puse mi pijama rosa y coloqué las zapatillas junto a la cama, para no tener que buscarlas a tientas en una habitación a oscuras en caso de que regresase antes de que me hubiera despertado.