Finalmente me acosté a las cuatro de la mañana y me desperté al mediodía. No fueron ocho horas demasiado reconfortantes, que digamos. Las pasé medio despierta, incapaz de entrar en calor, algo que quizá tenía que ver con el intercambio de sangre… o no. También soñé, y creí oír que Carla entraba en la habitación un par de veces, sólo para abrir los ojos y descubrir que no había nadie. La extraña luz que se colaba por el cristal densamente tintado de la planta exclusiva para humanos no se parecía a la del día, ni por asomo. Se me hizo increíblemente pesado.
Me sentí algo mejor después de una larga ducha, y cogí el teléfono para llamar al servicio de habitaciones y que me subieran algo de comer. Después, decidí bajar al pequeño restaurante. Me apetecía ver a otros humanos.
Había allí unos cuantos. Ninguno de ellos era mi compañera de habitación, pero sí un par de compañeros de juego y Barry. Me hizo un gesto para que me sentara en una de las sillas vacías de su mesa y me dejé caer en ella, mirando alrededor en busca del camarero para encargarle un café. No tardó en traérmelo, y me estremecí de placer con el primer sorbo. Cuando apuré la primera taza, le dije (a mi manera):
«¿Cómo estás hoy? ¿Has estado despierto toda la noche?»
«No. Stan se fue a dormir pronto con su nueva novia, así que no me necesitó. Aún están en la fase de luna de miel. Me fui a bailar un poco y estuve un rato con la maquilladora que la reina de Iowa se trajo consigo.»
Meneó las cejas para darme a entender que la maquilladora estaba buena.
«¿Qué planes tienes para hoy?»
«¿A ti también te han deslizado algo como esto por debajo de la puerta?»
Barry empujó varias hojas de papel grapadas sobre la mesa, justo cuando el camarero me traía mi sándwich con huevo.
«Sí. Lo metí en el bolso.»
Caramba, podía hablar con Barry mientras comía, la forma más elegante de hablar con la boca llena que era capaz de idear.
«Echa un vistazo.»
Mientras Barry desempaquetaba una galleta para untarle mantequilla, hojeé los papeles. Una agenda para la noche, lo cual resultaba de gran ayuda. El juicio de Sophie-Anne era el caso más serio, el único que implicaba a la realeza. Pero había otros dos. La primera sesión estaba dispuesta para las ocho, y se trataba de una disputa sobre una herida personal. Una vampira de Wisconsin llamada Jodi (insólita en sí misma) había sido denunciada por un vampiro de Illinois llamado Michael. Michael afirmaba que Jodi esperó hasta que él entrara en el letargo diurno para romperle uno de los caninos con unos alicates.
«Vaya. Eso suena… interesante.» Arqueé las cejas. «¿Cómo es que los sheriffs no se están encargando de esto?» A los vampiros no les gustaba nada airear sus trapos sucios.
—Interestatal —dijo Barry sucintamente. El camarero acababa de traer toda una cafetera. Barry llenó mi taza y después la suya.
Pasé la página. El siguiente caso estaba relacionado con una vampira de Kansas City, Missouri, llamada Cindy Lou Suskin, que había convertido a un niño. Cindy Lou argumentaba que el crío se estaba muriendo de una enfermedad de la sangre y que siempre había querido un hijo; por lo que ahora tenía a un perpetuo vampiro preadolescente. Además, el muchacho había sido convertido con el consentimiento de sus padres, por escrito. Kate Book, abogada de Kansas City, señaló que el Estado encargado de la supervisión del bienestar del niño se quejaba de que éste se negaba ahora a ver a sus padres humanos o a tener cualquier relación con ellos, lo que contravenía el acuerdo firmado entre ellos y Cindy Lou.
Sonaba a culebrón de la tele.Judge Judy, ¿os suena?
«O sea, que esta noche tocan más juicios», resumí, después de hojear el resto de papeles.
«¿Significa que nos van a necesitar?»
—Eso creo. Habrá testigos humanos para el segundo caso. Stan quiere que esté allí, y apuesto a que tu reina querrá que tú también. Su subdito, Bill, será uno de los jueces designados. Sólo los reyes y las reinas pueden juzgar a otros reyes, pero en los casos que incumben a vampiros menores, los jueces se escogen al azar. El nombre de Bill surgió del sombrero.
—Oh, qué bien.
«¿Tuviste una historia con él?»
«Sí. Pero creo que será un buen juez.» No estaba segura de por qué, pero lo creía de verdad. Después de todo, Bill había demostrado saber engañar muy bien, pero creía que sabría ser justo y desapasionado.
Caí en que lo del tribunal sería entre las ocho y las once. Después, de media noche a las cuatro de la mañana, el asunto era «Comercio». Barry y yo nos miramos y nos encogimos de hombros.
—¿Un mercadillo? —sugerí—. ¿Una especie de rastro?
Barry no tenía ni idea.
La cuarta noche de la conferencia era la última, y su primera mitad estaba marcada como «Tiempo libre para todo el mundo en Rhodes». Algunas de las actividades sugeridas eran: volver a ver a los bailarines del Blue Moon, o a su división más explícita, los Black Moon. No se especificaba la diferencia, pero estaba convencida de que los empleados del Black Moon realizaban interpretaciones con una orientación mucho más sexual. Los diferentes equipos de baile del estudio figuraban en diferentes lugares de aparición. También se recomendaba a los vampiros visitantes un paseo por el zoo, que permanecería abierto durante la noche de forma extraordinaria, igual que el museo de la ciudad. También podían visitar un club «para el deleite de quienes disfrutan de los placeres de su lado más oscuro». Se llamaba el Beso del dolor. «Recuérdame que cruce a la acera de enfrente cuando pase por delante», le dije a Barry.
«¿Nunca disfrutas de un pequeño mordisco?» Barry se pasó la lengua por sus caninos poco afiliados para que me quedara clara la insinuación.
«Eso da mucho placer», dije, incapaz de negarlo. «Pero creo que en ese sitio van un poco más allá de una marca en el cuello. ¿Estás ocupado ahora mismo? Porque tengo que hacer un recado para Eric, y me vendría bien algo de ayuda.»
—Claro —dijo Barry—. ¿De qué se trata?
—Tenemos que encontrar centros de tiro con arco —expliqué.
—Han dejado esto para usted en recepción —dijo nuestro camarero, depositando un sobre de color vainilla en la mesa y retirándose como si pensara que teníamos la rabia. Evidentemente, nuestros intercambios silenciosos habían puesto el pelo de punta a más de uno.
Abrí el sobre y encontré una foto de Kyle Perkins. Tenía una nota adosada escrita con la familiar caligrafía de Bill. «Sookie: Eric ha dicho que te vendría bien esto para hacer tus investigaciones, y que esta foto es necesaria. Ten cuidado, por favor. William Compton.» Y, justo cuando iba a pedirle al camarero una guía telefónica, vi que había un segundo papel. Bill había buscado en Internet y había elaborado una lista de todos los centros de tiro con arco de la ciudad. Sólo había cuatro. Traté de no dejarme impresionar por la ayuda y la previsión de Bill. Ya había pasado la época de dejarme pasmar por Bill.
Llamé al garaje del hotel para hacerme con uno de los coches de la comitiva de Arkansas. La reina había tomado posesión de ellos, y Eric me había ofrecido uno.
Barry corrió hasta su habitación para coger una chaqueta mientras yo esperaba en la entrada principal a que me trajeran el coche, preguntándome cuánta propina tendría que darle al mozo. Entonces vi a Todd Donati. Se acercó a mí, caminando lenta y pesadamente a pesar de ser un hombre delgado. Tenía mala pinta, se le notaban más las entradas, delimitadas por una línea del pelo gris y húmeda en franco retroceso. Incluso su bigote parecía estar pasando por horas bajas.
Se me quedó mirando durante un instante, sin decir nada. Pensé que estaría aunando valor, o puede que desesperación. Si alguna vez había visto la muerte posada sobre el hombro de una persona, ésa era Todd Donati.
—Mi jefe está intentando convencer a la tuya de unirse —señaló abruptamente. De todos los inicios de conversación posibles, ése no lo tenía previsto.
—Sí. Ahora que es viuda está atrayendo mucho la atención —dije.
—Es un tipo chapado a la antigua en muchos aspectos —explicó Todd Donati—. Proviene de una antigua familia, no le gusta el pensamiento moderno.
—Ajá —afirmé, tratando de sonar neutral y alentadora.
—No cree que las mujeres puedan pensar por sí mismas, que sean capaces de defenderse solas —dijo el jefe de seguridad.
No podía aparentar comprender lo que me quería decir, porque lo cierto es que no comprendía nada.
—Ni siquiera las vampiras —continuó, mirándome sin rodeos.
—Vale —asentí.
—Piensa en ello —aconsejó Donati—. Consigue que la reina le pregunte dónde está la cinta de seguridad que grababa la zona de su habitación.
—Lo haré —dije, sin la menor idea de por qué estaba accediendo. Entonces, el hombre maltrecho giró sobre sus talones y se marchó, dando la sensación de haber cumplido un deber.
Ya había llegado el coche cuando Barry salió del ascensor y se unió a mí a la carrera. Cualquier recuerdo sobre el encuentro que acababa de tener se difuminó ante el temor de conducir por la ciudad. No creo que a Eric se le hubiera pasado por la cabeza lo complicado que sería para mí conducir por Rhodes. Él no pensaba en esas cosas. De no haber contado con Barry, la cosa se habría puesto poco menos que imposible. Podía conducir o consultar el mapa que nos había facilitado el mozo del aparcamiento, pero no ambas cosas.
No se me dio mal del todo, a pesar de que el tráfico era muy denso y el día era frío y lluvioso. No había salido del hotel desde que llegamos, y me resultó estimulante ver el mundo exterior. Además, seguro que sería la única oportunidad que tendría de ver algo de la ciudad. La aproveché todo lo que pude. A saber si alguna vez volvería. Eso estaba muy al norte.
Barry planificó nuestra ruta, y dimos comienzo a nuestra gira de tiro con arco por Rhodes.
Empezamos por el centro más alejado, llamado Straight Arrow. Era un lugar largo y estrecho en una avenida muy concurrida. Estaba radiante, bien iluminado, y, detrás del mostrador, había instructores cualificados bien armados. Lo sabía porque estaba escrito en un gran cartel. Los hombres no se dejaron impresionar por el acento sureño de Barry. Pensaban que lo hacía parecer estúpido. Sin embargo, cuando hablé yo, pensaron que era mona. Vale, ¿cuán insultante puede ser eso? Los subtítulos, que pude leer claramente en sus mentes, rezaban: «Las mujeres suenan estúpidas de todos modos, así que un acento sureño no hace más que aumentar esa adorable tara. Los hombres deberían sonar secos y directos, por lo que los hombres sureños suenan estúpidos y débiles».
En fin, aparte de sus afincados prejuicios, esos hombres no nos fueron de ninguna utilidad. Nunca habían visto a Kyle Perkins en ninguna de sus clases nocturnas, y pensaban que nunca había pagado por practicar en sus instalaciones.
Barry echaba tanto humo ante la falta de respeto que había soportado, que ni siquiera quería ir al segundo punto de la ruta. Entré sola con la foto y el tipo que había tras el mostrador de la tienda, que ni siquiera tenía instalaciones de tiro, me dijo que no inmediatamente. No discutió sobre la foto, ni me preguntó por qué quería saber de Kyle Perkins. Ni siquiera me deseó un buen día. No tenía ningún letrero que dijera lo formidable que era. Supuse que sencillamente era un grosero.
El tercer establecimiento, ubicado en un edificio que se me antojó una antigua bolera, contaba con algunos coches en su aparcamiento y tenía una gran puerta opaca. «DETÉNGASE E IDENTIFÍQUESE», decía el letrero. Barry y yo pudimos leerlo desde el coche. Resultaba un poco ominoso.
—Estoy cansado de quedarme en el coche —dijo galantemente y salió conmigo. Nos mantuvimos donde pudieran vernos y lo alerté cuando divisé una cámara sobre nuestras cabezas. Barry y yo pusimos nuestra mejor cara (en el caso de Barry, muy agradable. Sabía cómo venderse). Al cabo de unos segundos, oímos un fuerte chasquido que desbloqueó la puerta. Miré a Barry, quien tiró de la pesada puerta para que yo entrara y después me hice a un lado para que entrase él también.
Nos encontramos frente a un largo mostrador que abarcaba toda la pared opuesta. Había una mujer de mi edad al otro lado del mostrador, de piel y pelo cobrizo, fruto de una interesante mezcla racial. Se había teñido las cejas de negro, lo que añadía un toque de extravagancia al efecto general del color predominante.
Nos escrutó con el mismo ahínco en persona que mediante la cámara, y supe que se alegraba infinitamente más de ver a Barry que de verme a mí.
«Será mejor que te encargues tú de ésta», le dije.
«Sí, pillo la idea», repuso. Puse la foto de Kyle sobre el mostrador mientras él decía:
—¿Nos podría decir si esta persona ha estado aquí alguna vez para comprar flechas o practicar el tiro?
Ni siquiera nos preguntó por qué queríamos saberlo. Se inclinó para contemplar la foto, puede que más tiempo del estrictamente necesario, para darle a Barry la oportunidad de disfrutar de su escote. Al analizar la foto de Kyle, puso una mueca.
—Sí, se pasó por aquí ayer, justo al anochecer —contestó—. Nunca habíamos tenido un cliente vampiro, y la verdad es que no me apetecía atenderle, pero ¿qué podía hacer? Tenía dinero, y la ley dice que no podemos discriminar a nadie. —Era una mujer más que dispuesta a discriminar, de eso no cabía la menor duda.
—¿Iba acompañado? —preguntó Barry.
—Déjeme pensar. —Posó, echando la cabeza hacia atrás para deleite de Barry. Ella no pensaba que su acento sureño fuese estúpido. Más bien creía que era adorable y sexy—. No puedo recordarlo. Escuchen, les diré lo que voy a hacer. Buscaré la cinta de seguridad de anoche; aún la conservamos. Le echaré un ojo, ¿de acuerdo?
—¿Podemos hacerlo ahora mismo? —pregunté, con una dulce sonrisa.
—Bueno, no puedo abandonar el mostrador ahora mismo. No hay nadie más que pueda vigilar el negocio si me voy a la trastienda. Pero podrían venir esta noche, cuando llegue mi relevo. —Lanzó una mirada muy intencionada a Barry, como para asegurarse de que no era necesario que fuese yo—. Dejaré que le eche un vistazo.
—¿A qué hora? —dijo Barry, algo reacio.
—¿A las siete? Yo salgo poco después.
Barry no pilló la indirecta, pero accedió a estar de vuelta a las siete.
—Gracias, Barry —dije, cuando volvimos a entrar en el coche—. Me estás ayudando mucho.
Llamé al hotel y dejé un mensaje para la reina y Andre, explicando dónde estaba y lo que estaba haciendo, para que no entraran en cólera cuando despertaran y vieran que no estaba a su disposición, lo cual no tardaría en ocurrir. A fin de cuentas, seguía las órdenes de Eric.
—Tienes que venir conmigo —me pidió Barry—. No pienso ver a esa mujer solo. Me comerá vivo. Seguro que rememora la guerra de agresión norteña.
—Vale. Me quedaré junto al coche. Grítame mentalmente si se te echa encima.
—Trato hecho.
Para matar las horas, nos tomamos un café y un bizcocho en una bollería. Estuvo genial. Mi abuela siempre había creído que las mujeres norteñas no eran capaces de cocinar. Resultó maravilloso comprobar lo erróneo de esa convicción. Además, tenía bastante apetito. Fue todo un alivio comprobar que seguía teniendo la misma hambre que de costumbre. Ni rastro de vampirismo en mí, ¡no, señor!
Tras llenar el depósito y comprobar nuestra ruta de vuelta al Pyramid, llegó la hora de regresar al centro de tiro para hablar con Copper. Había anochecido por completo, y la ciudad refulgía. Me sentí urbana y glamurosa mientras conducía en una ciudad tan grande y famosa. Se me había encomendado una tarea y la estaba cumpliendo con éxito. Había dejado de lado al ratoncito de campo asustadizo.
Mi sensación de felicidad y superioridad no duró demasiado.
La primera pista de que algo no marchaba bien en la empresa de tiro con arco Monteagle era que la pesada puerta de metal colgaba desvencijada.
—Mierda —exclamó Barry, que resumió lo que yo sentía en una sola palabra.
Salimos del coche, muy reacios, y, después de mirar concienzudamente a derecha e izquierda, nos acercamos para examinar la puerta.
—¿La han reventado o la han arrancado? —pregunté.
Barry se arrodilló en la grava y echó una ojeada más detenida.
—No soy 007 —aseguró—, pero creo que la han arrancado.
Miré la puerta, dubitativa. Pero cuando me incliné para mirarla más de cerca, pude ver el metal retorcido de los goznes. Un punto para Barry.
—Vale —dije. «Éste es el momento en el que tenemos que entrar.»
La mandíbula de Barry se tensó. «Sí.», dijo, pero no parecía muy seguro. Estaba cada vez más claro que lo suyo no era la violencia ni las confrontaciones. Le iba más el dinero, y tenía el patrón que mejor pagaba. En ese instante, se estaba preguntando si alguna cantidad de dinero sería suficiente para compensar la situación, convencido de que, si no estuviese con una mujer, se montaría directamente en el coche y se largaría.
En ocasiones, el orgullo masculino es una baza. Lo que tenía claro era que no me apetecía pasar por aquello sola.
Empujé la puerta, que respondió de forma espectacular desgajándose de los goznes y estrellándose en la grava.
—Bueno, ya sabe todo el mundo que estamos aquí —susurró Barry en voz muy baja—. Cualquiera que no lo supiera ya, quiero decir…
Tras el estruendo y un tiempo prudencial en el que nada surgió del edificio para devorarnos, Barry y yo nos erguimos desde las posturas recogidas que nos había dictado el instinto. Respiré hondo. Tenía que ir yo delante, ya que era una tarea que me habían encomendado a mí. Me adentré en el flujo de luz que manaba de la entrada y di un gran paso para atravesar el umbral del edificio. Un rápido rastreo no me reveló la presencia de ninguna mente, así que ya me fui imaginando lo que me encontraría.
Oh, sí. Copper había muerto. Estaba sobre el mostrador, hecha un amasijo de miembros, con la cabeza colgada hacia un lado. Un cuchillo sobresalía de su pecho. Alguien había vomitado a un metro a la izquierda (nada de sangre), así que debió de haber al menos un humano en la escena. Oí a Barry entrar en la estancia y quedarse tan quieto como yo.
En nuestra visita anterior, reparé en dos puertas que salían de la estancia. Una de ellas estaba a la derecha, delante del mostrador, que permitía el paso de los clientes a la zona de tiro. Detrás del mostrador había otra que daba a la trastienda, donde los empleados podían tomarse sus descansos y atender a los clientes de la zona de tiro. Estaba segura de que la cinta que habíamos venido a ver tendría que estar allí, era el sitio más natural para disponer el equipo de seguridad. La gran pregunta era si aún seguiría allí.
El cuerpo me pedía darme la vuelta y marcharme sin mirar atrás. Estaba aterrada, pero esa chica había muerto por la cinta, pensé, y reflexioné que omitirla equivaldría a menospreciar su involuntario sacrificio. No tenía mucho sentido que digamos, pero era como me sentía.
«No detecto a nadie más en la zona», me comunicó Barry.
«Yo tampoco», dije, tras analizar el entorno con más detenimiento.
Evidentemente, Barry sabía lo que tenía en mente, así que dijo: «¿Quieres que te acompañe?».
«No, quiero que esperes fuera. Te llamaré si te necesito.» A decir verdad, habría estado bien tenerlo más cerca, pero allí olía demasiado mal como para que nadie estuviera más de un minuto, y nuestro minuto se había cumplido.
Barry volvió al exterior sin protestar y me arrastré junto al mostrador hasta una zona despejada. Sentí unos terribles escalofríos al pasar junto al cuerpo de Copper. Me alegró que sus ojos sin vida no mirasen en mi dirección mientras limpiaba con un pañuelo lo que había tocado con las manos.
En la parte del mostrador reservada para los empleados, vi muestras de una terrible pelea. Luchó con todo lo que tenía. Había manchas de sangre por todas partes y el suelo estaba lleno de papeles. Había un botón de alarma bien visible justo debajo del mostrador, pero supuse que no le dio tiempo a pulsarlo.
En el despacho de la trastienda, las luces estaban encendidas, como pude comprobar a través de la puerta parcialmente abierta. La empujé con el pie y se abrió con un leve chirrido. Seguía librándome de que algo me saltara encima. Respiré hondo y atravesé el umbral.
La estancia era una combinación de sala de seguridad, despacho y sala de descanso. Había mostradores a lo largo de las paredes y sillas con ruedas adosadas a ellos, así como ordenadores, un microondás y una pequeña nevera. Lo típico. También estaban las cintas de seguridad, apiladas en un montón quemado sobre el suelo. El olor era tan malo en la otra estancia que no nos dimos cuenta del de ésta. Otra puerta daba al exterior; no fui a ver a qué parte exactamente, porque un cadáver la bloqueaba. Estaba boca abajo, lo cual agradecí. No hizo falta comprobar que estaba muerto. Saltaba a la vista. Supuse que era el relevo de Copper.
—Mierda —me dije. Y entonces pensé: «Menos mal que puedo salir de aquí». Una ventaja de que todas las cintas de seguridad se hubiesen quemado: cualquier registro de nuestra anterior visita también había desaparecido.
De vuelta a la salida, pulsé el botón del pánico con el codo. Esperaba que sonase en alguna comisaría y en que no tardasen en llegar.
Barry me estaba esperando fuera. Esperaba que así fuera, aunque no me habría sorprendido lo contrario.
—¡Larguémonos! He activado la alarma —avisé, y saltamos al coche y nos fuimos a toda pastilla.
Yo conducía, ya que Barry se había puesto verde. Tuvo que sacar la cabeza por la ventanilla un par de veces (y eso es complicado con el tráfico de Rhodes) para vomitar. No podía culparle lo más mínimo. Habíamos visto cosas horribles. Pero yo he sido bendecida con un estómago resistente, y además he visto cosas peores.
Llegamos al hotel a tiempo para presenciar la sesión judicial. Barry se me quedó mirando asombrado cuando le dije que sería mejor que me preparase para ello. No había recibido el menor indicio de lo que había estado pensando y supe que se sentía verdaderamente mal.
—¿Cómo puedes siquiera pensar en ir? —dijo—. Tenemos que contarle a alguien lo que ha pasado.
—He alertado a la policía, o al menos a la compañía de seguridad —contesté—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —Nos encontrábamos en el ascensor que llevaba desde el garaje del hotel hasta el vestíbulo.
—Tenemos que decírselo.
—¿Por qué? —Las puertas se abrieron y entramos en la planta de recepción.
—Para que lo sepan.
—¿El qué?
—Que alguien trató de asesinarte anoche con… Bueno, tratando de lanzarte una flecha —se quedó callado.
—Ya. ¿Ves? —Empezaba a captar sus pensamientos, y había llegado a la correcta conclusión—. ¿Ayudará eso a resolver su asesinato? Probablemente no, porque el tipo está muerto y las cintas destruidas. Vendrían aquí a interrogar a los vampiros más importantes de un tercio de los Estados Unidos. ¿Crees que me lo agradecerían? Ni en sueños, te lo digo yo.
—No podemos quedarnos sin hacer nada.
—No es lo mejor, soy consciente de ello, pero es lo más realista. Y lo más práctico.
—Oh, vaya, ¿ahora eres práctica? —Barry empezaba a elevar el tono de voz.
—Y tú le estás chillando a mi… A Sookie —dijo Eric, ganándose otro grito (éste sin palabras) por parte de Barry. Para entonces, a Barry ya le daba igual si me volvía a ver o no durante el resto de su vida. A pesar de no sentirme tan drástica como él, tampoco creía que fuésemos a ser grandes amigos.
También me dejó pasmada que Eric no supiera escoger un término para referirse a mí.
—¿Necesitas algo? —le pregunté con un tono que le advertía que no estaba de humor para ningún doble sentido.
—¿Qué has descubierto? —dijo con suma seriedad, evaporándome las rigideces de un plumazo.
—Puedes irte —le pedí a Barry, quien no necesitó que se lo repitiera.
Eric buscó un lugar tranquilo para hablar, pero no vio ninguno. El vestíbulo estaba lleno de vampiros que se dirigían a la sesión judicial o que simplemente charlaban o flirteaban.
—Ven —ordenó, no tan rudamente como pueda sonar. Nos dirigimos a los ascensores y fuimos a su habitación. Eric estaba en la novena planta, que cubría una zona mucho más amplia que la de la reina. Había al menos veinte habitaciones. También había mucho más trasiego. Nos cruzamos con varios vampiros de camino a su habitación, que me dijo que compartía con Pam.
Tenía curiosidad por ver la típica habitación de vampiros, ya que sólo había tenido la oportunidad de ver el salón de la suite de la reina. Quedé algo decepcionada al ver que, aparte de los ataúdes de viaje, era del todo normal. Claro que es un gran «aparte». Los ataúdes de Pam y Eric reposaban sobre lujosos caballetes cubiertos con imitaciones de jeroglíficos dorados sobre madera pintada de negro, lo que les otorgaba un estilo de lo más elegante. Había también dos camas dobles, así como un cuarto de baño de lo más compacto. La puerta estaba abierta, y las dos toallas estaban colgadas. Eric nunca había colgado sus toallas mientras vivió conmigo, así que estaba dispuesta a apostar a que era obra de Pam. Parecía algo extrañamente doméstico. Pam llevaba con Eric probablemente más de un siglo. Dios mío. Yo ni siquiera había aguantado dos semanas.
Entre los ataúdes y las camas, la habitación estaba un poco atestada. Me pregunté cómo serían las habitaciones de los vampiros menores, digamos, de la planta doce. ¿Se podrían disponer ataúdes en literas? Pero me estaba yendo por las ramas, tratando de no pensar demasiado en estar a solas con Eric. Nos sentamos, Eric en una cama y yo en la otra. Se inclinó hacia delante.
—Cuéntame —dijo.
—La cosa pinta muy mal —respondí, para resumirle la idea general.
Su expresión se ensombreció, el ceño fruncido y las comisuras de los labios caídas.
—Encontramos el centro de tiro que solía frecuentar Kyle Perkins. Tenías razón al respecto. Barry me acompañó para hacerme el favor, y se lo agradezco en el alma —señalé, plasmando así los grandes titulares—. En resumidas cuentas, encontramos el sitio en nuestra tercera parada, y la chica del mostrador nos dijo que podríamos ver la cinta de seguridad que recogía la visita de Kyle. Pensé que quizá veríamos a alguien conocido acompañándolo. Pero nos dijo que volviésemos al final de su turno, a las siete. —Hice una pausa para recuperar el aliento. La expresión de Eric permanecía inalterable—. Volvimos a esa hora y nos la encontramos muerta, asesinada, en el establecimiento. Fui a la trastienda y descubrí que habían quemado todas las cintas.
—¿Cómo la mataron?
—La apuñalaron. Tenía un cuchillo clavado en el corazón. El asesino, o alguien que lo acompañaba, vomitó. También mataron a otro tipo que trabajaba allí, pero no comprobé cómo.
—Eh —meditó Eric—. ¿Algo más?
—No —contesté, y me incorporé para marcharme.
—Barry estaba enfadado contigo —observó.
—Sí, pero lo superará.
—¿Qué ha pasado?
—No creo que haya… Piensa que no debimos marcharnos. O… No lo sé. Piensa, que he sido muy fría.
—Yo creo que lo hiciste excepcionalmente bien.
—Vaya, ¡genial! —Me abracé a mí misma—. Lo siento —añadí—. Sé que pretendías halagarme. La verdad es que no me siento tan bien por su muerte. O por dejarla. Aunque fuese lo más práctico.
—Te estás cuestionando a ti misma.
—Sí.
Alguien llamó a la puerta. Eric ni se inmutó. Me levanté para abrir. No pensé que fuera una actitud sexista, sino más bien de rango. No cabía duda de que era la última mona de la habitación.
No me sorprendió en absoluto que quien llamaba fuera Bill. Aquello simplemente completó mi jornada. Me aparté para dejarle pasar. Al demonio si Eric pensaba que le iba a pedir permiso para hacerlo.
Bill me miró de arriba abajo, supongo que para comprobar que tenía la ropa en orden, y luego pasó de largo sin decir una palabra. Puse los ojos en blanco a su paso. Entonces tuve una brillante idea: en vez de girarme hacia la habitación para seguir con la discusión, atravesé el umbral y cerré la puerta tras de mí. Avancé a grandes zancadas y cogí el ascensor sin la menor pausa. Al cabo de dos minutos, estaba abriendo la puerta de mi habitación.
Fin del problema.
Me sentí bastante orgullosa de mí misma.
Carla estaba en la habitación, desnuda, cómo no.
—Hola —saludé—. ¿Te importaría taparte?
—Bueno, si te molesta —dijo con un tono bastante relajado, y se puso una bata. Caray, fin de otro problema. Acciones directas, frases sin cortapisas; era obvio que ésas eran las claves para mejorar mi vida.
—Gracias —correspondí—. ¿No vas a asistir a las sesiones judiciales?
—Los acompañantes humanos no están invitados —explicó—. Es tiempo libre para nosotros. Gervaise y yo nos iremos de marcha más tarde. Iremos a un sitio de lo más extremo, llamado el Beso del dolor.
—Ten cuidado —le recomendé—. Pueden pasar cosas muy feas donde hay muchos vampiros juntos y un par de humanos sangrando.
—Puedo manejar a Gervaise —dijo Carla.
—No, no puedes.
—Está loquito por mí.
—Hasta que deje de estarlo. O hasta que un vampiro mayor que Gervaise se encapriche de ti y Gervaise tenga un conflicto de intereses.
Por un instante pareció insegura, una expresión que estaba segura que Carla no se calzaba a menudo.
—¿Y qué hay de ti? He oído que ahora estás vinculada a Eric.
—Sólo de momento —respondí, convencida de ello—. Se pasará.
«No volveré a ir a ninguna parte con vampiros», me prometí. «Dejé que el vértigo del dinero y la emoción de los viajes me arrastraran a esto. Pero no volveré a hacerlo. Pongo a Dios por testigo…»
Entonces no pude reprimir una carcajada. No era precisamente Escarlata O'Hara.
—No volveré a tener hambre —le aseguré a Carla.
—¿Por qué? ¿Es que has cenado demasiado? —preguntó, centrada en el espejo y en sus pestañas.
Seguí riendo, y no pude parar.
—¿Qué es lo que te pasa? —Carla se giró para mirarme con cierta preocupación—. No eres tú misma, Sookie.
—He tenido una mala experiencia —dije, boqueando en busca de aliento—. Me pondré bien, dame un minuto.
Pasaron más de diez hasta que recuperé el autocontrol. Se me esperaba en la sesión judicial, y la verdad es que necesitaba algo con lo que ocupar la mente. Me lavé la cara y me maquillé un poco, me puse una blusa de seda color bronce, unos pantalones tabaco con una chaqueta de punto a juego y unos zapatos bajos de cuero marrón. Con la llave de la habitación en el bolsillo y una aliviada despedida de Carla, me dirigí hacia las sesiones judiciales.