Capítulo 14

Batanya mató al asesino con una estrella arrojadiza. Estaba encarada hacia los asistentes cuando lo vio, después de que todos los demás se echaran prudentemente al suelo. El vampiro no lanzaba las flechas desde un arco, sino a mano, razón por la cual había pasado desapercibido desde el principio. Incluso con tanta gente alrededor, cualquiera que llevara un arco encima habría llamado algo la atención.

Sólo un vampiro podía lanzar una flecha con la mano y matar a alguien. Y puede que sólo una Britlingen fuera capaz de lanzar una estrella afilada y decapitar a un vampiro.

No era la primera vez que veía un vampiro decapitado, y no es tan aparatoso como pudiera pensarse; no tanto como con un humano. Pero tampoco es agradable. Al ver la cabeza desgajarse de los hombros, sentí unas náuseas y se me aflojaron las rodillas. Me arrodillé para comprobar cómo se sentía Quinn.

—Podría ser peor —dijo al instante—. No es para tanto. Me ha dado en el hombro, no en el corazón. —Le di la vuelta para tumbarlo de espaldas. Todos los vampiros de Luisiana habían saltado para formar un círculo alrededor de su reina, apenas un segando después que Andre.

Una vez seguros de que se había suprimido la amenaza, se agruparon cerca de nosotros.

Cleo se deshizo de su chaqueta de esmoquin y se arrancó un trozo de la manga de la camisa plisada. Lo dobló varias veces a tal velocidad que no pude ver cómo lo hacía.

—Toma esto —me exigió, poniéndome el tejido en la mano y colocándomela cerca de la herida—. Prepárate para apretar con fuerza. —No esperó a que asintiera—. Aguanta —le dijo a Quinn. Y puso sus fuertes manos sobre sus hombros para inmovilizarlo mientras Gervaise sacaba la flecha.

Quinn emitió un alarido, lo cual no era sorprendente. Los siguientes minutos fueron bastante angustiosos. Apreté el parche improvisado contra la herida, y mientras Cleo se ponía la chaqueta sobre el sujetador de encaje negro, le ordenó a Herve, su lacayo humano, que donara también su camisa. He de decir que se la arrancó en el acto. Resultaba bastante extraño ver un pecho desnudo y peludo entre tanta prenda refinada. Y lo que más me sorprendía era reparar en ese detalle, justo después de ver cómo decapitaban a un tipo.

Supe que Eric estaba a mi lado antes de que dijera nada, ya que me sentí menos aterrada. Se arrodilló a mi lado. Quinn se concentraba para no gritar, así que mantenía los ojos cerrados, como si estuviese inconsciente, mientras se producía una algarabía a mi alrededor. Pero Eric estaba cerca de mí, y me sentí… no tranquila del todo, pero tampoco nerviosa. Porque estaba allí.

Cómo odiaba eso.

—Se curará —dijo Eric. No parecía especialmente feliz ante tal expectativa, pero tampoco triste.

—Sí —respondí yo.

—Sí, ya lo sé. No lo vi venir.

—Oh, ¿te habrías lanzado tú delante de mí?

—No —dijo Eric llanamente—, porque habría podido darme en el corazón y me habría matado. Pero me habría lanzado para quitarte de la trayectoria de la flecha si hubiera habido tiempo.

No se me ocurrió nada que objetar.

—Sé que puedes llegar a odiarme por ahorrarte un mordisco de Andre —aseguró con tranquilidad—, pero te aseguro que soy el mal menor.

—Lo sé —contesté, mirándolo de soslayo, sintiendo las manos manchadas por la sangre de Quinn que se filtraba a través del parche—. No habría preferido morir antes que dejarme morder por Andre, pero por ahí andaba la cosa.

Se rió y los ojos de Quinn parpadearon.

—El hombre tigre está recuperando la consciencia —dijo Eric—. ¿Lo amas?

—Aún no lo sé.

—¿Me amabas?

Un equipo de camilleros hizo acto de presencia. Evidentemente, no eran técnicos sanitarios comunes. No habrían sido bienvenidos en el Pyramid of Gizeh. Se trataba de licántropos y cambiantes que trabajaban para los vampiros, y su líder, una joven que parecía un oso de la miel, prometió:

—Nos aseguraremos de que se recupere en un abrir y cerrar de ojos, señorita.

—Iré a verle más tarde.

—Cuidaremos de él —dijo—. Estará mejor entre nosotros. Es un privilegio atender a Quinn.

Quinn asintió.

—Estoy listo —indicó, apretando las palabras entre los dientes.

—Hasta luego —le dije, cogiéndole de la mano—. No hay nadie tan valiente como tú.

—Nena —me aconsejó, mordiéndose el labio por el dolor—, ten cuidado.

—No te preocupes por ella —terció un tipo negro con el pelo cortado a lo afro—. Tiene quien la cuide —dedicó a Eric una fría mirada. Éste me extendió una mano y la así para levantarme. Me dolían un poco las rodillas después de conocer el duro suelo del hotel.

Mientras lo metían en la camilla y lo levantaban, Quinn pareció perder la consciencia. Me dispuse a avanzar para acompañarle, pero el negro extendió el brazo. Los músculos estaban tan definidos que parecía ébano tallado.

—Hermana, tú te quedas aquí —dijo—. Nos encargamos nosotros.

Observé cómo se lo llevaban. Cuando lo perdí de vista, me miré el vestido. Sorprendentemente, estaba en perfecto estado. No estaba sucio ni ensangrentado, y las arrugas eran mínimas.

Eric esperaba.

—¿Qué si te quise? —Sabía que no se rendiría, y no tenía problemas en esbozar una respuesta—. Es posible, de alguna manera. Pero en todo momento supe que aquel que estaba conmigo, quienquiera que fuese, no eras exactamente tú. Y supe que, tarde o temprano, recordarías quién eras y lo que eras.

—No pareces tener respuestas de sí o no acerca de los hombres —dijo.

—Tú tampoco pareces tener muy claro lo que sientes hacia mí —repliqué.

—Eres todo un misterio —observó—. ¿Quiénes eran tus padres? Oh, sí, ya sé, vas a contarme que murieron cuando aún eras una niña. Recuerdo esa historia. Pero no sé si es del todo cierta. Si lo es, ¿cuándo entró en la familia la sangre de hada? ¿Fue por parte de alguno de tus abuelos? Eso es lo que creo.

—¿Y a ti qué te importa?

—Sabes que me importa. Ahora estamos vinculados.

—¿Esto acabará desvaneciéndose? Lo hará, ¿verdad? No vamos a estar siempre así, ¿no?

—A mí me gusta estar así. Te acabará gustando a ti también —dijo, y parecía estar condenadamente seguro de ello.

—¿Quién era el vampiro que intentó matarnos? —pregunté, para cambiar de tema. Albergaba la esperanza de que se equivocara y, de todos modos, ya habíamos dicho todo lo que había que decir al respecto, hasta donde me incumbía a mí, al menos.

—Descubrámoslo —contestó, y me cogió de la mano. Lo seguí a rastras simplemente porque tenía curiosidad.

Batanya estaba de pie, junto al cuerpo del vampiro, que había empezado a sufrir la rápida desintegración de los de su especie. Había retirado su estrella arrojadiza y la estaba frotando contra su pantalón.

—Buen lanzamiento —dijo Eric—. ¿Quién era?

Se encogió de hombros.

—Ni idea. El tipo de las flechas, es todo lo que sé y todo lo que me importa.

—¿Estaba solo?

—Sí.

—¿Puedes decirme qué aspecto tenía?

—Estaba sentado cerca de él —comentó un vampiro muy bajo. Puede que midiera metro y medio, y estaba delgado. El pelo se le derramaba por la espalda. Si fuera a la cárcel, ese tipo tendría gente llamando a su celda cada media hora. Lo lamentarían, claro, pero para el ojo más inexperto parecía un objetivo fácil—. Era un poco tosco, y no estaba vestido para la ocasión. Pantalones holgados y una camisa a rayas… Bueno, ya se ve.

A pesar de que el cuerpo empezaba a ennegrecerse y a consumirse como suelen hacer los vampiros, la ropa permaneció intacta.

—¿Tendrá carné de conducir? —sugerí. Era algo normal entre humanos, aunque no con vampiros. Aun así, merecía la pena probar.

Eric palpó y rebuscó en los bolsillos exteriores de cadáver. No había nada en ninguno de ellos, así que, sin la menor ceremonia, lo volteó. Retrocedí un par de pasos para que no me llegara el estallido de cenizas. Había algo en el bolsillo trasero: una billetera. Y, dentro de ella, un carné de conducir.

Había sido expedido en Illinois. En el apartado del tipo de sangre figuraban las letras «ND». Sí, era un vampiro, estaba claro. Leyendo por encima del hombro de Eric, pude ver que su nombre era Kyle Perkins. En el apartado de la edad había puesto «3V», lo que quería decir que apenas hacía tres años que era vampiro.

—Debía de ser arquero antes de morir —dije—. Porque no es una habilidad que se adquiera de la noche a la mañana, especialmente para alguien tan joven.

—Estoy de acuerdo —afirmó Eric—. Cuando amanezca, quiero que compruebes todos los lugares en la ciudad donde se pueda practicar tiro con arco. Lanzar flechas no es algo que se improvise. Estaba entrenado. La flecha es artesanal. Tenemos que averiguar qué le pasó a Kyle Perkins y por qué aceptó el trabajo de asistir a la cumbre y matar a quien fuera necesario.

—Entonces era… ¿un asesino a sueldo vampiro?

—Eso creo —convino Eric—. Alguien está maquinando en contra de nosotros con mucho cuidado. Está claro que este Perkins no era más que el plan B si el juicio salía mal. Y, de no ser por ti, bien podría haber salido mal. Alguien se tomó muchas molestias para abonar los miedos de Henrik Feith, y ese pobre estúpido estuvo a punto de delatarlo. Kyle estaba aquí para evitarlo.

En ese momento llegó el equipo de limpieza: un grupo de vampiros con una bolsa para cadáveres y material de limpieza. No iban a pedir a las mujeres de la limpieza humanas que barrieran a Kyle. Afortunadamente, todas estaban aseando los cuartos de los vampiros, que les solían estar vedados durante el día.

En muy poco tiempo metieron en la bolsa los restos de Kyle Perkins y se los llevaron. Atrás quedó uno de los vampiros con una aspiradora portátil. Si el CSI de Rhodes lo viera.

Percibí mucho movimiento y alcé la mirada para ver que las puertas de servicio estaban abiertas y que el personal del hotel invadía la amplia sala para sacar las sillas. En menos de quince minutos, habían quitado la parafernalia judicial que Quinn había dispuesto bajo la dirección de su hermana. A continuación, una banda musical tomó posición en la plataforma y la sala quedó despejada para el baile. Jamás había visto nada parecido. Primero, un juicio, luego, un par de asesinatos y finalmente un baile. La vida sigue. O, en este caso, la muerte continúa.

—Será mejor que vayas a ver a la reina —propuso Eric.

—Oh, sí, seguro que tiene algo que decirme. —Miré en derredor y divisé a Sophie-Anne con facilidad. Se encontraba rodeada de un gentío que le estaba dando la enhorabuena por el veredicto favorable. Claro que habrían estado igual de satisfechos si la hubiesen ejecutado, o lo que quiera que le hubiese ocurrido si la Pitonisa hubiese mostrado los pulgares hacia abajo. Y hablando de la Antigua Pitonisa…

—Eric, ¿adonde ha ido la anciana? —pregunté.

—La Antigua Pitonisa es el oráculo original que consultó Alejandro Magno —dijo, con voz bastante neutral—. Era tan reverenciada que, incluso a su edad, fue convertida por los vampiros más antiguos de su tiempo. Y ahora los ha sobrevivido a todos.

No quería imaginar cómo se había alimentado antes del descubrimiento de la sangre sintética que tanto había cambiado el mundo de los vampiros. ¿Cómo se las habría arreglado para dar caza a sus presas humanas? A lo mejor le llevaban seres vivos, como los dueños de serpientes que alimentan a sus mascotas con ratones aún coleando.

—Para responder a tu pregunta, supongo que sus criadas se la han llevado a su habitación. Sólo sale en ocasiones especiales.

—Como la plata de ley —añadí seriamente, y estallé en risitas. Para mi sorpresa, Eric sonrió también, esa gran sonrisa que le formaba numerosos pequeños arcos en las comisuras de la boca.

Ocupamos nuestros puestos detrás de la reina. No estaba segura de que siquiera se hubiese dado cuenta de mi presencia, tan ocupada que estaba interpretando el papel de estrella del baile. Pero, en una fugaz pausa en la charla, extendió el brazo tras de sí y me cogió de la mano, apretándola con fuerza.

—Hablaremos más tarde —dijo, justo antes de saludar a una corpulenta vampira ataviada con un traje de pantalones con lentejuelas—. Maude —saludó Sophie-Anne—, cómo me alegra verte. ¿Cómo van las cosas en Minnesota?

Justo entonces, un acorde llamó la atención de los presentes hacia la banda. Eran todos vampiros, me di cuenta con un sobresalto. El tipo del pelo lacio del podio anunció:

—Bien, vampiros y vampiras, ¡si estáis listos para la marcha, nosotros lo estamos para tocar! Soy Rick Clark, y ésta es… ¡La banda del Hombre Muerto!

Se produjo un cortés murmullo de aplausos.

—Aquí, para abrir la velada, hay dos de los mejores bailarines de Rhodes, cortesía de Blue Moon Productions. Por favor, dad la bienvenida a… ¡Sean y Layla!

La pareja que se abrió paso hasta el centro de la pista de baile era imponente, tanto para los cánones vampíricos como para los humanos. Eran de los primeros, aunque él era muy antiguo y a ella acababan de convertirla, pensé. Era una de las mujeres más preciosas que había visto, y lucía un vestido de encaje beige que bailaba alrededor de sus impresionantes piernas como nieve alrededor de los árboles. Su compañero era probablemente el único vampiro con pecas al que había visto, y su pelo rojo era tan largo como el de ella.

Sólo tenían ojos el uno para el otro, y bailaban juntos como si patinasen sobre un ensueño.

Nunca había visto nada parecido, y a tenor del silencio reinante ninguno de los presentes tampoco. Cuando la música llegó a su fin (y, hasta la fecha, sigo sin recordar qué bailaban), Sean lanzó a Layla por encima de su brazo, se inclinó sobre ella y la mordió. Me sobresaltó, pero los demás parecían esperarlo, y los excitó notablemente. Sophie-Anne empezó a entonarse con Andre (aunque no había mucho con lo que entonarse, ya que Andre no era mucho más alto que ella), y Eric me miró con esa cálida luz en los ojos que me ponía en guardia.

Volví mi atención a la pista de baile con determinación y empecé a aplaudir como loca cuando la pareja saludó al público y más parejas fueron uniéndose a ellos envueltas en la música. La costumbre hizo que buscara a Bill, pero no estaba por ninguna parte.

Entonces Eric dijo:

—Bailemos. —Y descubrí que no podía negarme.

Nos dirigimos a la pista junto a la reina y su potencial marido. Vi también a Russell Edgington y a su marido, Bart, lanzarse al baile igualmente. Parecían tan encantados el uno con el otro como la primera pareja de baile.

No sabré cantar, pero Dios sabe que bailar es lo mío. Eric también había recibido alguna que otra lección de baile, hace algún siglo que otro. Mi mano se posó en su hombro, la suya sobre mi espalda, unimos la mano libre que nos quedaba y nos lanzamos a bailar. No estaba muy segura de qué estábamos bailando, pero me supo llevar bien y no me costó seguir el ritmo. Era más parecido a un vals que a cualquier otra cosa, decidí.

—Bonito vestido —señaló Layla, cuando pasamos junto a ella.

—Gracias —contesté, y observé el que llevaba ella. Viniendo de alguien tan bello, era un gran cumplido. Entonces su compañero se adelantó para darle un beso, y giraron perdiéndose entre el gentío.

—Sí que es bonito —dijo Eric—. Y tú eres una mujer preciosa.

Me sentí extrañamente azorada. No era la primera vez que recibía un cumplido (no se puede ser camarera sin que a una le echen piropos), pero la mayoría de ellos consistían (según grados variables de borrachera) en tíos gritándote que estás muy buena o, en el caso de los más maduritos, comentarios sobre lo impresionante que era mi delantera (curiosamente, J.B. du Rone y Hoyt Fortenberry se las arreglaron para tropezar con ese tío y verterle toda una bebida encima de la forma más accidental).

—Eric —susurré, pero no pude terminar la frase porque no se me ocurría qué decir. Tenía que concentrarme en la velocidad a la que se movían mis pies. Bailábamos tan deprisa que tenía la sensación de volar. De repente, Eric me soltó la mano para agarrarme de la cintura, giramos, me meció y acabé volando literalmente con una pequeña ayuda del vikingo. Reí como una cría, el pelo revoloteando alrededor de mi cabeza, me lanzó y me volvió a coger, apenas a unos centímetros del suelo. Lo hizo una vez más, y otra, y otra, hasta que al final me vi de pie en el suelo, concluido el corte musical—. Gracias —dije, consciente de que debía de tener el aspecto de haber pasado por una atracción de feria—. Disculpa, tengo que ir al aseo.

Me abrí paso entre la gente, procurando no sonreír como una tonta. Debería estar con… oh, sí, con mi novio, en vez de estar bailando con otro tipo hasta sentirme diminutamente dichosa. Excusarme a cuenta de mi vínculo de sangre no ayudaba en nada.

Sophie-Anne y Andre habían dejado de bailar, y estaban de pie junto a otros vampiros. Ella no podía necesitarme, ya que no había otros humanos a los que «escuchar». Vi a Carla bailando con Gervaise, y los dos parecían muy felices. Carla estaba recibiendo no pocas miradas de admiración por parte de los demás vampiros, y eso no hacía más que henchir a Gervaise de orgullo. Que sus congéneres anhelasen lo que él ya tenía era un bocado de lo más dulce.

Sabía cómo se sentía Gervaise.

Me paré en seco.

¿Estaba…? No estaba leyendo su mente de verdad, ¿o sí? No, no era posible. La única vez que había atisbado un fragmento de pensamiento en un vampiro antes de aquella noche, había sido frío y rastrero.

Pero estaba segura de saber cómo se sentía Gervaise, del mismo modo que había leído los pensamientos de Henrik. ¿Se trataba simplemente de mi conocimiento de los hombres y sus reacciones, de mi conocimiento de los vampiros, o de verdad podía sentir las emociones de éstos mejor desde mi tercera toma de su sangre? ¿O acaso mi habilidad, talento o maldición, llámese como se quiera, había mejorado para incluir a los vampiros desde que pasaba tanto tiempo junto a ellos?

No. No, no, no. Me sentía como yo misma. Me sentía humana. Me sentía cálida. Respiraba. Tenía que ir al aseo. También tenía hambre. Pensé en el famoso pastel de chocolate de la anciana señora Bellefleur y se me hizo la boca agua. Sí, seguía siendo humana.

Bien, entonces esta nueva afinidad hacia los vampiros se desvanecería con el tiempo. Había bebido dos veces de Bill, pensé; puede que más. Y tres de Eric. Y cada vez que tomé su sangre, al cabo de dos o tres meses había visto desvanecerse la fuerza y la agudeza que había obtenido por ello. Tenía que pasar lo mismo esta vez, ¿no? Me sacudí bruscamente. Claro que sí.

Jake Purifoy estaba apoyado en la pared, observando a las parejas que bailaban. Antes lo había visto bailando con una joven vampira que no paraba de reírse. Así que Jake no era todo melancolía. Me alegré.

—Hola —saludé.

—Sookie, menudo susto en el juicio.

—Sí, ha sido escalofriante.

—¿De dónde salió el tipo?

—Supongo que era un asesino a sueldo. Eric me ha encargado que compruebe los clubes de tiro con arco mañana para buscar pistas que nos lleven a quien lo contrató.

—Bien. Has estado cerca. Lo lamento —dijo con torpeza—. Sé que debiste de pasar miedo.

Lo cierto es que había estado demasiado preocupada por Quinn para pensar en que me estuviesen apuntando con una flecha.

—Supongo que sí. Pásalo bien.

—Tendré que buscar una compensación por no poder volver a transformarme —respondió Jake.

—No sabía que lo hubieras intentado. —No se me ocurrió qué otra cosa decir.

—Una y otra vez —explicó. Nos quedamos mirándonos durante un largo instante—. Bueno, me voy en busca de otra compañera —me dijo, y se dirigió decididamente hacia una vampira que había venido con el grupo de Stan Davis, de Texas. Ella pareció alegrarse de verlo llegar.

Para entonces ya estaba en el aseo de señoras, que era diminuto, por supuesto. La mayoría de las mujeres que frecuentaban el Pyramid no necesitaban este tipo de instalaciones más que para atusarse el pelo. Había una asistente, exquisito detalle que yo nunca había visto pero del que había leído en algunos libros. Se suponía que tenía que darle una propina. Tenía encima el pequeño bolso en el que guardaba la tarjeta llave de mi habitación, y me alegré al comprobar que había metido unos cuantos dólares, junto con unos pañuelos, unos caramelos de menta y un pequeño cepillo. Hice un gesto con la cabeza a la asistente, una mujer rellenita de tez morena con cara de pocos amigos.

Hice lo que debía en la pequeña e impoluta cabina y salí para lavarme las manos y arreglarme el pelo.

La asistente, que llevaba una etiqueta de identificación que ponía «Lena» abrió el grifo por mí, lo cual me descolocó un poco. Quiero decir que no me cuesta nada girar la llave de un grifo. Pero me lavé las manos y me las sequé con una toalla que me tendió, dando por sentado que ésa era la rutina. No quería parecer una ignorante. Dejé un par de dólares en el cuenco de propinas y ella trató de dedicarme una sonrisa, pero era demasiado infeliz para conseguirlo de forma convincente. Y allí se quedó Lena, practicándome un agujero en la nuca con la mirada. Era así de infeliz porque tenía que reprimir cuánto me odiaba.

Siempre es una sensación desagradable saber que alguien te odia, sobre todo si no hay una buena razón para ello. Pero sus problemas no eran los míos, y si no le gustaba abrir los grifos para las mujeres que salían con vampiros, se podía buscar otro trabajo. De todos modos, no necesitaba su habilidad para abrirme el grifo, por Dios.

Así que volví a adentrarme en el gentío, comprobando que hubiera humanos en las cercanías de la reina que hubiera que escrutar (no) y algún cambiante o licántropo que me pudiera poner al día sobre el estado de Quinn (tampoco).

La suerte quiso que me topara con el brujo del tiempo al que ya había visto antes. Confieso que me sentí algo orgullosa al comprobar que mi conjetura había sido correcta. Su presencia allí esa noche era su recompensa por un buen servicio, aunque no fui capaz de discernir quién era su patrón. El brujo tenía una copa en la mano y una mujer de mediana edad cogida del brazo. Su señora, según pude averiguar gracias a una rápida proyección mental. Él esperaba que ella no se hubiera percatado en su interés en la bella bailarina vampira y la guapa rubia humana que se le acercaba, la misma que se le había quedado mirando como si lo conociese de algo. Oh… Ésa era yo.

No pude discernir su nombre, lo cual hubiese sido ideal para romper el hielo, y no se me ocurrió nada que decirle. Pero era alguien que debía recibir la atención de Sophie-Anne. Alguien lo había usado contra ella.

—Hola —los saludé con una amplia sonrisa. La mujer me devolvió la sonrisa, no sin cierta cautela, ya que la tranquila pareja no solía ser abordada por jóvenes solitarias (miró el hueco de mi izquierda) durante fiestas glamurosas. La sonrisa del brujo del tiempo iba más por el lado del temor.

—¿Estáis disfrutando de la fiesta? —les pregunté.

—Sí, una noche estupenda —contestó la mujer.

—Me llamo Sookie Stackhouse —dije, rezumando encanto.

—Olive Trout —se presentó, y nos estrechamos las manos—. Éste es mi marido, Julian —añadió, sin la menor idea de lo que era su marido.

—¿Sois de por aquí? —escrutaba a la gente de la forma más discreta posible. No tenía la menor idea de qué hacer con ellos, ahora que los había encontrado.

—No has visto nuestros canales locales —dijo Olive, orgullosa—. Julian es el hombre del tiempo del Canal 7.

—Qué interesante —respondí, con toda sinceridad—. Si me acompañarais, hay alguien que estaría encantado de conoceros.

Mientras los arrastraba conmigo entre la gente, empecé a pensármelo dos veces. ¿Qué pasaría si Sophie-Anne exigía retribución? Pero eso no tenía sentido. Lo importante no es que hubiera un brujo del tiempo, sino que alguien lo había contratado para prever el tiempo de Luisiana y, de alguna manera, había pospuesto la cumbre hasta el paso del Katrina.

Julian era lo bastante avispado como para figurarse que algo no encajaba con mi excesivo entusiasmo, y temí que empezaran a ponerme pegas. Me alivié sobremanera al divisar la cabeza rubia de Gervaise. Lo llamé con el entusiasmo de quien no se ve en años. Cuando llegué a su altura, casi no me quedaba aliento por arrastrar conmigo a los Trout con tanta velocidad y ansiedad.

—Gervaise, Carla —dije, poniendo a los Trout ante el sheriff, como si los sacara del agua—. Os presento a Olive Trout y a su marido, Julian. La reina parecía ansiosa por conocer a alguien como Julian. Es buenísimo adivinando qué tiempo va a hacer. —Vale, admito que faltaba sutileza por todas partes. Julian se quedó pálido. Sí, no cabía duda de que en la conciencia de Julian anidaba el conocimiento de una mala obra.

—¿Te sientes mal, cariño? —preguntó Olive.

—Tenemos que volver a casa —afirmó él.

—No, no, no —intervino Carla—. Gervaise, cariño, ¿recuerdas que Andre dijo que si sabíamos de alguien que fuera una autoridad en el pronóstico del tiempo, la reina estaba especialmente dispuesta a intercambiar unas palabras con él? —Rodeó a los Trout con los brazos y los miró fijamente. Olive parecía desconcertada.

—Por supuesto —confirmó Gervaise, cuando finalmente se le encendió la bombilla—. Gracias, Sookie. Por favor, acompañadnos. —E instaron a los Trout a seguir caminando.

Me sentí algo aturdida con el placer que producía el haber tenido razón.

Mirando a mi alrededor, vi a Barry poniendo un plato sobre una bandeja vacía.

—¿Te apetece bailar? —le pregunté, mientras la banda del Hombre Muerto tocaba una versión de una vieja canción de Jennifer Lopez. Barry parecía reacio, pero le tiré de la mano y pronto estuvimos meneando el cuerpo y pasándolo en grande. No hay nada como bailar para relajar tensiones y dejarse llevar, aunque sea durante un rato. El control muscular no se me daba tan bien como a Shakira, pero quizá si practicase de vez en cuando…

—¿Qué estás haciendo? —inquirió Eric sin la menor sombra de chiste en la voz. Su desaprobación era gélida.

—Estoy bailando, ¿por? —Le hice una señal para que me dejara en paz, pero Barry ya había dejado de moverse, me saludó con la mano y se marchó—. Me lo estaba pasando bien —protesté.

—Estabas exhibiendo tus encantos delante de cada hombre de la habitación —señaló—. Como una…

—¡Quieto parado, amigo! ¡Ni se te ocurra seguir por ahí! —le dije, advirtiéndoselo con un dedo.

—Saca ese dedo de mi cara —espetó.

Inhalé, dispuesta a decir algo imperdonable, recibiendo la oleada de ira con auténtico deleite (no era su perrita faldera), cuando un brazo fuerte y enjuto me rodeó y una voz desconocida con acento irlandés me preguntó:

—¿Bailamos, cariño?

Cuando el bailarín que había abierto la noche me arrebató de la forma más sutil, y a la vez compleja en cuanto a los pasos, pude ver que su compañera hacía lo mismo con Eric.

—Tú sigúeme mientras te calmas, nena. Me llamo Sean.

—Sookie.

—Encantado de conocerte, jovencita. No bailas mal.

—Gracias. Es todo un cumplido, viniendo de ti. Me encantó vuestra interpretación de antes. —Pude sentir cómo se desvanecía el acceso de ira.

—Es mi compañera —dijo, sonriente. Sonreír no era algo que pareciera resultarle fácil, pero lo transformó de un pecoso de cara delgada y nariz afilada en un hombre con atractivo en la recámara—. Mi Layla es como bailar con un sueño.

—Es muy guapa.

—Oh, sí, por dentro y por fuera.

—¿Cuánto hace que sois compañeros?

—En el baile, dos años. En la vida, alrededor de uno.

—Por tu acento veo que no eres de aquí. —Miré de reojo a Eric y a la preciosa Layla. Ella hablaba con una serena sonrisa, mientras él aún parecía sombrío, aunque no enfadado.

—Y que lo digas —admitió—. Soy irlandés, por supuesto, pero llevo aquí… —Arrugó la frente mientras pensaba, y fue como ver arrugarse el mármol—. Un siglo, más o menos. A veces me da por pensar en mudarme a Tennessee, de donde es Layla, pero aún no nos hemos decidido.

Era mucha conversación para tratarse de un tipo que aparentaba tanta discreción.

—¿Ya te has aburrido de vivir en la ciudad?

—Hay demasiada actividad antivampírica últimamente. La Hermandad del Sol, el movimiento Arrebatad la noche de los muertos…: parece que aquí no dejan de proliferar.

—La Hermandad está en todas partes —dije. La mera pronunciación de su nombre me dio escalofríos—. ¿Y qué pasará cuando sepan de la existencia de los licántropos?

—Ya. No creo que tarden en descubrirlos. Los licántropos no dejan de decir que ese día está cerca.

Cabría pensar que alguno de los numerosos seres sobrenaturales que conocía acabase diciéndome lo que estaba pasando. Tarde o temprano, los licántropos y demás cambiantes tendrían que abrir su secreta existencia al mundo, o acabarían rebasados por los vampiros, intencionadamente o no.

—Puede que incluso se produjera una guerra civil —aventuró Sean, y me obligué a volver al tema.

—¿Entre la Hermandad y los sobrenaturales? Asintió.

—Creo que podría pasar.

—¿Y qué harías en ese caso?

—He vivido el conflicto muchos años y no quiero vivirlo uno más —dijo expeditivamente—. Layla no ha visto el viejo continente, y creo que le encantaría, así que nos iríamos a Inglaterra. Podríamos bailar allí, o sencillamente buscar un sitio donde escondernos.

Por muy interesante que fuese la conversación, no resolvería los numerosos problemas a los que me enfrentaba en ese momento, que podía contar claramente con los dedos de las manos. ¿Quién habría pagado a Julian Trout? ¿Quién puso la bomba en la lata de Dr Pepper? ¿Quién mató al resto de los vampiros de Arkansas? ¿Sería el mismo que ordenó la muerte de Henrik Feith?

—¿Cuál fue el resultado? —dije en voz alta, para sorpresa del vampiro pelirrojo.

—¿Disculpa?

—Sólo pensaba en voz alta. Ha sido un placer bailar contigo. Disculpa, pero tengo que encontrar a un amigo.

Sean me llevó bailando hasta el borde de la pista, y allí nos separamos. Ya estaba buscando a su compañera. Por lo general, las parejas de vampiros no duran demasiado. Incluso los matrimonios de siglos de reyes y reinas apenas requerían de una visita nupcial al año. Deseé que Sean y Layla demostraran ser una excepción.

Decidí que quería saber del estado de Quinn. Podía tratarse de un proceso laborioso, ya que no tenía ni idea de adonde lo habían llevado los licántropos. Estaba tan confundida por el efecto que estaba teniendo Eric sobre mí, todo ello mezclado por mi incipiente afecto por Quinn. Pero tenía claro con quién estaba comprometida. Quinn me había salvado la vida esa noche. Empecé mi pesquisa llamando a su habitación, pero no obtuve respuesta.

Si fuese licántropo, ¿adonde llevaría a un tigre herido? Ningún sitio público, porque los licántropos eran un secreto en sí. No querrían que el personal del hotel captara alguna palabra que diese pistas sobre la existencia de otros seres sobrenaturales. Así que llevarían a Quinn a una habitación privada, ¿no? Entonces, ¿quién tenía una habitación privada y simpatizaba con los licántropos?

Jake Purifoy, por supuesto, ex licántropo y actualmente vampiro. Puede que Quinn estuviera allí, en alguna parte del aparcamiento del hotel, en el despacho del jefe de seguridad o en la enfermería, si acaso existía. Tenía que empezar por alguna parte. Me dirigí al mostrador de recepción, donde nadie pareció tener inconveniente en darme el número de habitación de Jake, supongo que porque ambos formábamos parte de la misma comitiva. Era una mujer, no el mismo empleado que se había mostrado tan grosero conmigo cuando llegamos al hotel. Pensó que mi vestido era muy bonito y que quería uno igual.

La habitación de Jake estaba un piso por encima de la mía. Antes de llamar a la puerta, proyecté mi mente para contar el número de cerebros presentes en el interior. Había un agujero en el aire que delataba la presencia de un vampiro (es la mejor forma de describirlo), además de un par de señales humanas. Di con un pensamiento que petrificó mi mano antes de golpear la puerta.

«… todos deberían morir», decía el leve fragmento de pensamiento. No lo siguió ningún otro, nada que ampliara o clarificara tan maligno deseo. Al llamar, el patrón mental de la habitación cambió drásticamente. Jake abrió la puerta. No parecía contento de verme.

—Hola, Jake —saludé, mostrando la sonrisa más amplia e inocente que pude esbozar—. ¿Qué tal estás? Pasaba para ver si Quinn estaba contigo.

—¿Conmigo? —Jake parecía desconcertado—. Desde que me convertí en vampiro, apenas he cruzado palabra con Quinn, Sookie. No tenemos nada de lo que hablar. —Debí de parecer escéptica, porque no tardó en completar la frase—. Oh, no es por Quinn, es por mí. Sencillamente no soy capaz de salvar la diferencia entre lo que fui y lo que soy. Ni siquiera estoy seguro de quién soy. —Sus hombros se desplomaron.

Sonaba bastante honesto, la verdad. Sentí una gran simpatía hacia él.

—De todos modos —prosiguió—, ayudé a llevarlo a la enfermería, y apuesto a que sigue allí. Están con él una cambiante llamada Bettina y un licántropo de nombre Hondo.

Jake mantenía la puerta entornada. No quería que viese quiénes lo acompañaban. Jake no sabía que estaba al tanto de su compañía.

No era asunto mío, por supuesto. Pero era inquietante. Incluso mientras le daba las gracias y daba media vuelta no dejé de pensar en ello. No quería causarle más problemas al ya atribulado Jake, pero si formaba parte de la trama que recorría los pasillos del Pyramid, tenía que descubrirlo.

Pero lo primero era lo primero. Bajé a mi habitación y llamé a recepción para que me indicaran dónde estaba la enfermería, datos que anoté cuidadosamente. A continuación, volví a hurtadillas hasta la puerta de Jake, pero mientras estuve fuera, el grupo se había dispersado. Vi a dos humanos por detrás. Extraño. No podía poner la mano en el fuego, pero uno de ellos se parecía bastante a Joe, el empleado que estaba en el ordenador de la zona de equipajes. Jake se había reunido con gente del hotel en su habitación. Quizá aún se sintiera más cómodo entre humanos que entre vampiros. Pero lo más lógico es que hubiese preferido licántropos…

Mientras permanecía en el pasillo, sintiendo lástima por él, la puerta se abrió y apareció Jake. No había comprobado vacíos, sólo lecturas vivas. Fallo mío. Jake parecía algo suspicaz cuando me vio, y no podía culparlo.

—¿Quieres venir conmigo? —le pregunté.

—¿Cómo? —No salía de su desconcierto. No era lo bastante veterano en el vampirismo como para saber adoptar esa inexpresividad tan típica de los de su raza.

—A ver a Quinn —dije—. Me han indicado dónde está la enfermería. Y comentaste que hacía tiempo que no hablabas con él, así que pensé que quizá querrías acompañarme si yo servía de excusa para acercarte.

—Es una buena idea, Sookie —respondió—. Pero creo que lo dejaré para otra ocasión. El caso es que la mayoría de los cambiantes ya no me quieren cerca. Quinn es mejor que la mayoría, estoy seguro, pero sé que lo incomodo. Conoce a mis padres, a mi ex novia; a toda la gente de mi vida anterior, los mismos que ya no quieren estar cerca de mí.

—Jake, lo siento mucho —dije impulsivamente—. Lamento que Hadley te convirtiera cuando quizá habrías preferido morir. Te apreciaba y no quería que murieras.

—Pero morí, Sookie —afirmó Jake—. Ya no soy el mismo que antes, como bien sabes. —Me levantó el brazo y contempló la cicatriz, la que me había provocado con sus dientes—. Tú tampoco volverás a ser la misma —dijo, se alejó. No estoy segura de que supiera adonde iba, pero estaba claro que quería alejarse de mí.

Me quedé mirándolo hasta perderlo de vista. En ningún momento se volvió hacia mí.

Tenía los ánimos frágiles de todos modos, y el encuentro no hizo sino ahondar en esa sensación. Me arrastré hacia los ascensores, decidida a encontrar la maldita enfermería. La reina no me había reclamado desde el busca, así que era lógico pensar que estuviera codeándose con otros vampiros, tratando de descubrir quién contrató al brujo del tiempo y deleitándose en el alivio. Se acabó la sombra del juicio, la herencia estaba asegurada y se le presentaba la oportunidad de elevar a su amado Andre al poder. La fortuna empezaba a sonreír a la reina de Luisiana, así que procuré no ser yo quien aportara el ingrediente amargo. ¿O puede que sí tuviera derecho a hacerlo? Hmmm, veamos. Ayudé a detener el juicio, aunque no había contado con finiquitarlo tan drásticamente como le había pasado, digamos, al pobre Henrik. Dado que la habían hallado inocente, recibiría la herencia prometida en su contrato de matrimonio. ¿Y quién tuvo la idea de lo de Andre? Y, además, había tenido razón acerca de lo del brujo. Bueno, tal vez pudiera sentir un poco de amargura ante mi propia mala suerte. Además, tarde o temprano tendría que escoger entre Quinn y Eric sin sentirme culpable. Había sostenido en la mano una bomba durante mucho tiempo. La Antigua Pitonisa no era precisamente miembro de mi club de fans, y era objeto de reverencia para casi todos los vampiros. Casi me habían matado con una flecha.

Bueno, había tenido noches peores.

Hallé la enfermería, que resultó más fácil de localizar de lo que pensaba, ya que la puerta estaba abierta y pude oír una risa familiar que provenía de ella. Entré y vi que Quinn estaba hablando con la mujer con aspecto de oso de la miel, que debía de ser Bettina, y el negro, que debía de ser Hondo. Para mi asombro, Clovache también estaba allí. No se había quitado la armadura, pero daba la sensación de que alguien se la había aflojado.

—Sookie —dijo Quinn. A diferencia de los otros dos cambiantes, me sonrió. No cabía duda de que no era bienvenida.

Pero no era a ellos a quienes había ido a ver. Quería ver al hombre que me había salvado la vida. Me acerqué a él, dejando que me contemplara, dedicándole una pequeña sonrisa. Me senté en una silla de plástico junto a su cama y le cogí la mano.

—Dime, ¿cómo te sientes? —pregunté.

—Como si hubiese apurado demasiado el afeitado —contestó—. Pero me pondré bien.

—¿Podríais disculparnos un momento? —Eché mano de toda mi cortesía cuando miré a los demás ocupantes de la sala.

—Vuelvo a vigilar a Kentucky —dijo Clovache, y se marchó. Puede que me guiñara un ojo antes de irse. Bettina parecía algo desconcertada, como si la maestra hubiese vuelto después de una larga ausencia y le hubiese reprimido la vena autodidacta.

Hondo me lanzó una oscura mirada que era mucho más que una amenaza velada.

—Trátalo bien —espetó—. No le des más problemas de los que tiene.

—Eso nunca —señalé. No se le ocurrió forma alguna de quedarse, ya que, al parecer, Quinn también quería hablar conmigo a solas. Así que se marchó.

—Mi club de fans no para de crecer —bromeé, observando cómo se iban. Me levanté y cerré la puerta tras ellos. A menos que hubiera un vampiro o Barry estuviera al otro lado de la puerta, gozaríamos de una privacidad razonable.

—¿Vienes a decirme que me dejas por un vampiro? —preguntó Quinn. Todo rastro de buen humor se había desvanecido de su rostro, y estaba muy quieto.

—No, ahora es cuando te digo lo que ha pasado, tú me escuchas y después hablamos —lo dije como si no cupiese ninguna duda de que me seguiría, que no era el caso ni por asomo, y mi corazón se me revolvió en la garganta mientras esperaba su respuesta. Finalmente asintió, y yo cerré los ojos, aliviada, aferrando su mano izquierda entre las mías—. Vale —continué, recomponiéndome, y empecé a hablar, esperando que comprendiese que Eric era el menor de los males.

Quinn no apartó su mano.

—Estás vinculada a Eric —dijo.

—Sí.

—Has intercambiado sangre con él al menos tres veces.

—Sí.

—¿Sabes que te puede convertir cuando le venga en gana?

—Cualquiera de nosotros podría ser convertido cuando a un vampiro le viniese en gana, Quinn. Incluso tú. Puede que hicieran falta dos para inmovilizarte y un tercero para drenar tu sangre y darte la suya, pero no deja de ser posible.

—No llevaría tanto tiempo si se decidiera, ahora que habéis intercambiado tantas veces. Y todo por culpa de Andre.

—Ahora no hay nada que pueda hacer al respecto. Ojalá no fuese así. Ojalá pudiese erradicar a Eric de mi vida, pero no puedo.

—A menos que le claven una estaca —insinuó Quinn.

Sentí una sacudida en el corazón que por poco no me obligó a echarme la mano al pecho.

—No quieres que eso ocurra. —La boca de Quinn estaba apretada en una fina línea.

—¡No, claro que no!

—Te importa.

Oh, mierda.

—Quinn, sabes que Eric y yo estuvimos juntos durante un tiempo, pero tiene amnesia y no lo recuerda. O sea, sabe que ocurrió, pero no recuerda nada.

—Si alguien que no fueras tú me contara esa historia, sabrías lo que pensaría.

—Quinn, no soy otra persona.

—Nena, no sé qué decir. Me importas mucho y me encanta pasar el tiempo contigo. Me encanta acostarme contigo. Me gusta que comamos juntos, que cocinemos juntos. Me gusta prácticamente todo lo que está relacionado contigo, incluido tu don. Pero no se me da bien compartir.

—No estoy con dos tíos a la vez.

—¿Qué quieres decir?

—Digo que estoy contigo, a menos que prefieras lo contrario.

—¿Qué harás cuando el señor grande y rubio te diga que saltes a la cama con él?

—Diré que me debo a alguien… si eso crees tú también.

Quinn se removió incómodo sobre la estrecha cama.

—Me estoy curando, pero me duele —admitió. Parecía muy cansado.

—No te molestaría con todo esto si no pensara que es algo importante —dije—. Estoy intentando ser sincera contigo. Del todo. Recibiste una flecha por mí, y es lo mínimo que puedo hacer a cambio.

—Lo sé. Sookie, soy un hombre que casi siempre tiene las cosas claras, pero he de decirte que… no sé qué decir. Pensaba que estábamos hechos el uno para el otro hasta que ha pasado esto. —Los ojos de Quinn centellearon de repente—. Si él muriera, no tendríamos problemas.

—Si lo mataras, yo sí que tendría un problema —dije. No podía ser más clara.

Quinn cerró los ojos.

—Tendremos que volver a hablar de esto cuando me haya curado y tú hayas dormido y te hayas relajado —contestó—. Tienes que ver a Fanny también, estoy demasiado… —pensé, horrorizada, que Quinn iba a sollozar. Si lloraba, se me contagiaría, y lo último que necesitábamos eran unas lágrimas. Me incliné tanto sobre él que estuve a punto de caerme encima, y lo besé, apenas una presión de mis labios sobre los suyos. Pero entonces me agarró de los hombros y me volvió a atraer hacia él. En esa ocasión hubo mucho más que explorar, como su calidez y su intensidad… y un jadeo suyo nos arrancó del momento. Trataba de no quejarse por el dolor.

—¡Oh, lo siento!

—Nunca te disculpes por un beso como ése —dijo, y se alejó de la linde del llanto—. Estoy seguro de que hay algo entre nosotros, Sookie. No quiero que el puto vampiro de Andre lo eche a perder.

—Yo tampoco —respondí. No quería perder a Quinn, y menos ante nuestra chisporroteante química. Andre me aterraba, y a saber cuáles eran sus intenciones. No tenía la menor idea. Sospechaba que Eric tampoco sabía mucho más que yo, pero nunca se enfrentaba al poder.

Me despedí de Quinn, una despedida renuente, y empecé a deshacer camino hacia el baile. Me sentí obligada a comprobar que la reina no me necesitaba, pero estaba agotada, y necesitaba quitarme el vestido y hundirme en mi cama.

Clovache estaba apoyada en la pared del pasillo, y me dio la impresión de que me estaba esperando. La Britlingen más joven era menos escultural que Batanya, y mientras ésta parecía un ave de presa de rizos negros, Clovache daba impresión de mayor ligereza, con una cabellera plumosa marrón ceniza que pedía a gritos un buen estilista y grandes ojos verdes con unas cejas grandes y arqueadas.

—Parece un buen hombre —dijo con su duro acento, y me dio la sensación de que Clovache no era una mujer sutil.

—A mí también me lo parece.

—Mientras que un vampiro es, por definición, retorcido y mentiroso.

—¿Por definición? ¿Quieres decir que no existen las excepciones?

—Así es.

Guardé silencio mientras seguimos caminando. Estaba demasiado cansada como para tratar de imaginar las intenciones de la guerrera al decirme eso. Decidí preguntar.

—¿Qué pasa, Clovache? ¿Qué me quieres decir?

—¿Te has preguntado qué hacemos aquí, cuidando del rey de Kentucky? ¿Por qué ha decidido pagar nuestras astronómicas tarifas?

—Sí, pero supuse que no era asunto mío.

—Pues te concierne sobremanera.

—Entonces dímelo. No estoy para adivinanzas.

—Isaiah capturó a una espía de la Hermandad entre su séquito hace un mes.

Me paré en seco y Clovache me imitó. Procesé sus palabras.

—Qué mal —dije, consciente de que las palabras no eran las más adecuadas.

—Mal para la espía, por supuesto. Pero nos reveló cierta información antes de irse al valle de las sombras.

—Vaya, bonita forma de exponerlo.

—Es un montón de mierda. Murió, y no fue nada bonito. Isaiah es un tipo de la vieja escuela. Moderno por fuera, pero un vampiro tradicional por dentro. Se lo pasó bien con la pobre zorra antes de doblegarla.

—¿Crees que puedes fiarte de lo que dijo?

—Buena observación. Yo confesaría cualquier cosa si pensase que con ello me ahorraría alguna de las cosas que sus compinches le hicieron.

No estaba segura de que eso fuese cierto. Clovache estaba hecha de un material muy duro.

—Pero creo que le dijo la verdad. Según ella, un grupo infiltrado de la Hermandad supo de esta cumbre y decidió que sería su gran oportunidad para darse a conocer por su lucha contra los vampiros. No sólo manifestaciones y sermones, sino una guerra abierta. Ésta no es la doctrina oficial de la Hermandad… Sus líderes siempre se cuidan de decir que no admiten la violencia contra nadie, que sólo advierten a la gente de que tome precauciones si se relaciona con vampiros, porque éstos se relacionan con el diablo.

—Sabes muchas cosas de este mundo —dije.

—Sí —convino—. Investigo mucho antes de aceptar un trabajo.

Tuve ganas de preguntarle cómo era su mundo, cómo viajaba de uno a otro, cómo cambiaba, si todos los guerreros de su mundo eran mujeres o si también los chicos podían dedicarse a patear traseros; y, de ser así, qué aspecto tenían con esos maravillosos pantalones. Pero ése no era ni el sitio ni el momento.

—Bueno, ¿y cuál es el fondo de todo esto? —pregunté.

—Creo que la Hermandad pretende montar una gran ofensiva aquí.

—¿Te refieres a la bomba en la lata de refresco?

—Lo cierto es que eso me desconcierta. Pero estaba cerca de la habitación de Luisiana, y a estas alturas la Hermandad debe de saber que su operativo no funcionó, si es que fue obra suya.

—Y también están los tres vampiros asesinados en la suite de Arkansas —señalé.

—Como ya te he dicho, me desconcierta —dijo Clovache.

—¿Crees que mataron a Jennifer Cater y a los demás?

—Sin duda, si tuvieron la oportunidad. Pero hacer algo tan discreto cuando, según su espía, pretendían montar una gorda, me parece muy improbable. Además, ¿cómo se las iba a arreglar un humano para meterse en una suite y matar a tres vampiros?

—¿Y cuál fue el resultado de la bomba en la lata? —pregunté, tratando de discernir las intenciones que había detrás. Reanudamos la marcha, y nos encontramos justo fuera de la sala de ceremonias. Podía oír a la orquesta.

—Bueno, te añadió unas cuantas canas —bromeó Clovache, sonriendo.

—No alcanzo a imaginar el objetivo —afirmé—. No soy tan egocéntrica.

Clovache cambió su enfoque.

—Tienes razón —explicó—. La Hermandad no puede haber sido. No querrían atraer la atención sobre su plan a mayor escala con esta pequeña bomba.

—Entonces, estaba allí para otra cosa.

—¿Qué otra cosa?

—El resultado final de la bomba, de haber explotado, habría sido dar a la reina un buen susto —insinué lentamente.

Clovache parecía desconcertada.

—¿No querían matarla?

—Ni siquiera estaba en su habitación.

—Tenía que haber explotado antes —dijo Clovache.

—¿Cómo lo sabes?

—El de seguridad. Donati. Es lo que la policía le dijo. Donati nos ve como compañeras de la profesión —sonrió—. Le gustan las mujeres con armadura.

—Eh, ¿ya quién no? —le devolví la sonrisa.

—Y tenía poca potencia, si es que se puede decir eso de una bomba. No quiero decir con eso que no hubiera causado daños. Eso no se duda. Puede que incluso alguien hubiese muerto, como tú. Pero toda esta historia da impresión de incompetencia y mala planificación.

—A menos que sólo haya sido diseñado para asustar. Para llamar la atención y que alguien desarmase la bomba.

Clovache se encogió de hombros.

—No lo comprendo —dije—. Si no ha sido la Hermandad, entonces ¿quién? ¿Cuáles son los planes de la Hermandad? ¿Entrar al asalto en el vestíbulo armados con bates de béisbol?

—La seguridad aquí no es muy buena —afirmó Clovache.

—Ya, lo sé. Cuando estaba en el sótano, buscando una de las maletas de la reina, vi que los guardias eran un poco vagos, y tampoco creo que registren a los empleados cuando entran a trabajar. Tienen un montón de maletas mezcladas.

—Y eso que son los vampiros los que contratan al personal. Increíble. Por una parte, los vampiros se dan cuenta de que no son inmortales. Se les puede matar. Por la otra, han sobrevivido tanto tiempo que se sienten omnipotentes. —Clovache se encogió de hombros—. Bueno, volvamos al trabajo. —Habíamos llegado a la sala de baile. La banda del Hombre Muerto seguía tocando.

La reina estaba muy cerca de Andre, quien ya no permanecía tras ella, sino a su lado. Sabía que era un gesto significativo, pero no lo suficiente como para desanimar a Kentucky. Christian Baruch tampoco andaba lejos. Si tuviese cola, la estaría meneando de lo ansioso que estaba por complacer a Sophie-Anne. Observé a los demás monarcas presentes en la sala, reconocibles por sus séquitos. Nunca antes los había visto a todos juntos en la misma habitación, y los conté. Sólo había cuatro reinas. Los otros doce monarcas eran hombres. De las cuatro reinas, Minnesota parecía estar unida al rey de Wisconsin. Ohio rodeaba con su brazo a Iowa, así que también eran pareja. Aparte de Alabama, la única reina sin pareja era Sophie-Anne.

A pesar de que muchos vampiros suelen ser flexibles en cuanto al género de su compañero sexual, o al menos tolerantes hacia quienes prefieren algo diferente, algunos de ellos son todo lo contrario. No cabía duda de que Sophie-Anne brillaba, independientemente de que el nubarrón de la muerte de Peter Threadgill se hubiese disipado. Los vampiros no parecían recelar de las viudas felices.

El humano faldero de Alabama pasó sus dedos por la espalda desnuda de ella, quien se estremeció en fingido temor.

—Sabes que odio las arañas —advirtió, divertida, pareciendo casi humana y acercándoselo más. A pesar de su juego para asustarla, ella lo aferró con más fuerza.

«Un momento», pensé. «Espera un momento.» Pero la idea no acababa de formarse.

Sophie-Anne me vio espiando y me llamó por señas.

—Creo que la mayoría de los humanos se han ido ya —señaló.

Una mirada en derredor me hizo coincidir.

—¿Qué le ha inspirado Julian Trout? —pregunté, para desterrar mis temores de que le hubiera hecho algo horrible.

—Creo que no comprende lo que hizo —explicó Sophie-Anne—. Al menos hasta cierto punto. Pero llegaremos a un entendimiento —sonrió—. Él y su mujer están bien. Ya no te necesitaré esta noche. Ve a divertirte —añadió, y no sonó condescendiente. Sophie-Anne quería de verdad que me lo pasara bien, aunque poco le importaba cómo fuese a conseguirlo.

—Gracias —dije, y pensé que sería mejor que no fuese tan escueta—. Gracias, señora. Que se lo pase bien igualmente. Nos veremos mañana.

Me alegré de poder salir de allí. Con la habitación llena de vampiros, empezaba a recibir miradas que delataban colmillos extendidos. Los vampiros lo tenían más fácil con la sangre sintética a título individual que cuando iban en grupo. Algún recuerdo de los buenos viejos tiempos les hacía ansiar un rico y cálido sorbo directamente de la fuente, en vez de un fluido creado en un laboratorio y recalentado en un microondas. Justo a tiempo, el grupo de donantes voluntarios reapareció por la puerta trasera y formó una fila más o menos homogénea en la pared del fondo. Al poco tiempo, todos estaban ocupados, y supongo que felices.

Después de que Bill tomara mi sangre durante el acto sexual, me dijo que la sangre directa del cuello de un ser humano (después de una dieta a base de TrueBlood, por ejemplo) era como meterse una buena parrillada de carne después de llevar un tiempo comiendo en el McDonald's. Vi a Gervaise llevándose a Carla hasta un rincón y me pregunté si necesitaría ayuda; pero al verle la cara di por hecho que no.

Carla no subió a la habitación esa noche, y sin la distracción de Quinn, me sentí un poco apesadumbrada. Tenía muchas cosas en las que pensar. Parecía que los problemas me buscaban por los pasillos del Pyramid of Gizeh y que, por muchas vueltas que diera, me encontrarían siempre.