—Era una bomba —confirmó Todd Donati—. Una bomba rápida y tosca. Espero que la policía me diga más cosas cuando haya terminado su análisis.
El jefe de seguridad estaba sentado en la suite de la reina. Por fin pude dejar la maleta azul junto a uno de los sofás, y vaya si me alegré de librarme de ella. Sophie-Anne no se había molestado siquiera en agradecerme su devolución, pero supongo que tampoco me esperaba ese gesto por su parte. Cuando se tienen secuaces, se les manda a hacer los recados y no se les da las gracias. No estaba siquiera segura de culparla por esa estupidez.
—Supongo que me despedirán por ello, especialmente después de los asesinatos —prosiguió el jefe de seguridad. Su voz era tranquila, pero sus pensamientos destilaban amargura. Necesitaba el seguro.
Andre propinó al jefe una de sus prolongadas miradas azules.
—¿Y cómo llegó esa lata a la planta de la reina, en esa zona? —A Andre no le podría haber importado menos la situación laboral de Todd Donati. Éste le devolvió la mirada, pero con un matiz cansado.
—¿Por qué demonios iban a echarte, sólo porque alguien ha conseguido subir y plantar una bomba? ¿A lo mejor porque eres el encargado de la seguridad de todo el mundo en este hotel? —preguntó Gervaise, cediendo al aspecto más cruel de todo el asunto. No lo conocía muy bien, pero empezaba a pensar que las cosas estaban estupendamente como estaban. Cleo le dio un golpe en el brazo lo suficientemente fuerte como para provocar su quejido.
—Eso lo resume perfectamente —dijo Donati—. Es evidente que alguien subió la bomba hasta aquí y la dejó en la planta, junto a la puerta del ascensor. También podría haber estado destinada a cualquier otro que pasara por allí, o incluso al azar. Por eso creo que la bomba y el asesinato de los vampiros de Arkansas son dos casos independientes. En nuestros interrogatorios, estamos descubriendo que Jennifer Cater no tenía muchos amigos. Vuestra reina no es la única que tenía cuentas pendientes con ella, aunque sí las más graves. Es probable que Jennifer pusiera la bomba, o se lo encargara a otro, antes de ser asesinada.
Vi a Henrik Feith sentado en un rincón de la suite; se le movía la barba con el temblor de la cabeza. Traté de visualizar al último miembro del contingente de Arkansas poniendo la bomba, pero me fue imposible. El pequeño vampiro parecía convencido de encontrarse en un nido de víboras. Estaba segura de que se arrepentía de haber aceptado la oferta de protección de la reina, ya que en ese preciso momento no parecía una perspectiva muy fiable.
—Hay mucho que hacer —ordenó Andre. Apenas parecía preocupado, y llevaba su propio hilo de conversación—. La amenaza de Christian Baruch de despedirte ha sido una grosería, cuando lo que más necesita es tu lealtad.
—Es una persona temperamental —contestó Todd Donati, y supe, sin lugar a dudas, que no era nativo de Rhodes. Cuanto más se estresaba, más me recordaba a casa. Puede que no de Luisiana, pero puede que de alguna parte del norte de Tennessee—. Aún no me han decapitado. Si conseguimos llegar al fondo de lo que está ocurriendo, puede que sea rehabilitado. No hay muchos que quieran lidiar con este trabajo. A mucha gente del mundo de la seguridad no le gusta…
«Trabajar con malditos vampiros», completó Donati su frase en la intimidad. Se obligó duramente a no salirse del presente inmediato.
—… invertir las horas que requiere llevar la seguridad de un sitio como éste —terminó, en consideración a los vampiros—. Pero yo disfruto del trabajo. —«Mis hijos necesitarán las primas cuando me haya muerto, sólo dos meses y estarán totalmente cubiertos cuando no esté yo.»
Había acudido a la suite de la reina para hablar conmigo acerca del incidente con la lata de Dr Pepper (como ya había hecho la policía y el omnipresente Christian Baruch), pero se había quedado para charlar. Si bien los vampiros no parecían haberse dado cuenta, Donati estaba así de parlanchín porque se había tomado un fuerte analgésico. Sentí lástima por él, al tiempo que pensé que alguien con tantas distracciones no era el más adecuado para ese trabajo. ¿Qué le había pasado a Donati en los dos últimos meses, desde que la enfermedad había empezado a afectar su vida diaria?
Quizá había contratado al personal equivocado. Quizá había omitido algún paso de vital importancia en la protección de los huéspedes del hotel. Puede que… Una oleada de calor me distrajo.
Eric estaba cerca.
Jamás había tenido un sentido tan claro de su presencia, y el corazón se me encogió al comprobar el calado del intercambio de sangre. Si la memoria no me fallaba, era la tercera vez que tomaba sangre de Eric, y tres siempre es un número significativo. Notaba su presencia siempre que estaba cerca, y di por hecho que a él le pasaba lo mismo. Puede que ahora el vínculo fuese más poderoso, que implicase cosas que aún no había experimentado. Cerré los ojos y me incliné hacia delante, posando la frente sobre las rodillas.
Alguien llamó a la puerta y Sigebert la abrió tras mirar con atención por la mirilla. Dejó pasar a Eric. Me costaba un mundo mirarlo o siquiera saludarle superficialmente. Tenía que estarle agradecida, lo sabía, y en cierto modo lo estaba. Tomar la sangre de Andre habría sido insoportable. Tachad eso: hubiera tenido que soportarlo. Hubiera sido repugnante. Pero no intercambiar sangre en absoluto no formaba parte de las opciones disponibles, y no iba a olvidarlo.
Eric se sentó en el sofá, a mi lado. Yo salté como un resorte y crucé la habitación para servirme un vaso de agua. Adondequiera que fuera, podía sentir la presencia de Eric, y para más desconcierto, estar cerca de él me resultaba de alguna manera reconfortante, como si me sintiese más segura.
Oh, genial.
No había más sitio donde sentarse. Volví miserablemente junto al vikingo, que ahora era propietario de una parte de mí. Antes de esa noche, cuando veía a Eric, no sentía más que un placer casual, aunque puede que pensara en él más veces de lo que una mujer debería pensar en alguien que le podía sobrevivir varios siglos.
Me recordé que no era culpa suya. Eric era un político, y puede que tuviera las miras puestas en ascender hasta lo más alto, pero, por mucho que pensara en ello, no se me ocurría ninguna forma de que hubiera podido esquivar las intenciones de Andre. Así que le debía todo mi agradecimiento a Eric, se mirase por donde se mirase, pero ésa no era una conversación que fuésemos a tener ni remotamente cerca de la reina o el propio Andre.
—Bill sigue vendiendo su pequeño disco informático abajo —me comentó Eric.
—¿Y?
—Pensé que igual te preguntabas por qué fui yo quien se presentó cuando estabas en apuros, en vez de él.
—Ni lo había pensado —dije, preguntándome, ahora sí, por qué sacaba Eric el tema a colación.
—Le ordené que se quedara abajo —explicó—. Al fin y al cabo, soy el sheriff de su zona.
Me encogí de hombros.
—Quiso pegarme —aseguró, con la sombra de una sonrisa prendida a los labios—. Quería salvarte de la bomba y convertirse en tu héroe. Quinn lo habría hecho también.
—Recuerdo cómo se ofreció —afirmé.
—Yo también me ofrecí —dijo él. Parecía incluso un poco sorprendido ante tal hecho.
—No me apetece hablar de ello —atajé, esperando que mi tono dejara claro que iba en serio. Estaba a punto de amanecer, y mi noche había sido de todo menos reconfortante (que era la forma menos extrema de definirla). Crucé la mirada con Andre e hice un leve gesto de la cabeza en relación a Todd Donati. Trataba de indicarle que no estaba del todo bien. De hecho, era tan gris como un cielo a punto de nevar.
—Si nos disculpa, señor Donati… Hemos disfrutado de su compañía, pero tenemos mucho que discutir acerca de nuestros planes de mañana —ordenó Andre con mucha suavidad, y Donati se puso tenso, consciente de que le estaban echando.
—Por supuesto, señor Andre —dijo el jefe de seguridad—. Espero que todos ustedes duerman bien. Les veré mañana por la noche. —Se incorporó con muchos más esfuerzos de los que me habría llevado a mí y reprimió un respingo de dolor—. Señorita Stackhouse, espero que se recupere pronto de su mala experiencia.
—Gracias —le respondí, y Sigebert le abrió la puerta para que se marchara—. Si me disculpan —continué, al minuto de marcharse él—, creo que me retiraré a mi habitación.
La reina me propinó una mirada afilada.
—¿Hay algo que te disguste, Sookie? —preguntó, aunque no sonaba como si de verdad quisiera escuchar la respuesta.
—Oh, ¿por qué iba a estar disgustada? Adoro que me hagan cosas en contra de mi voluntad —contesté. La presión había ido creciendo sin parar en mi interior, y las palabras surgieron como expulsadas de un volcán, a pesar de que mi parte más racional no paraba de decir que le pusiera un tapón—. Y también —añadí en voz muy alta, pero sin escucharme lo más mínimo— me encanta pasar un rato junto a los responsables. ¡Eso es incluso mejor! —Empezaba a perder coherencia y a ganar inercia.
No había forma de saber qué habría dicho a continuación si Sophie-Anne no hubiese levantado una pequeña y pálida mano. Parecía un poquitito perturbada, como habría dicho mi abuela.
—Das por sentado que sé de lo que me estás hablando y que quiero escuchar que una humana me grite —dijo Sophie-Anne.
Los ojos de Eric brillaban, como si tuviesen velas encendidas en su interior, y estaba tan encantador que me habría ahogado en él. Que Dios me ayude. Me obligué a mirar a Andre, que me estaba examinando como si pretendiese determinar de dónde sacar el mejor tajo de carne. Gervaise y Cleo simplemente parecían interesados.
—Discúlpeme —respondí, regresando de golpe al mundo de la realidad. Era tan tarde, estaba tan cansada y la noche había sido tan accidentada, que por unos segundos pensé que estaba al borde del desvanecimiento. Pero los Stackhouse no crían enclenques, supongo. Iba siendo hora de que hiciese honor a ese pequeño porcentaje de mi herencia—. Estoy muy cansada. —De repente, no me quedaban fuerzas para luchar. Me moría por meterme en una cama. No se dijo una sola palabra mientras me dirigía hacia la puerta, lo cual resultó prácticamente un milagro. Aun así, cuando la cerré tras de mí, oí que la reina decía: «Explícate, Andre».
Quinn me esperaba en la puerta de mi habitación. No sabía si tendría fuerzas para tan siquiera alegrarme o entristecerme por su presencia. Saqué la tarjeta de plástico y abrí la puerta. Tras escrutar la habitación y comprobar que mi compañera estaba fuera (aunque me preguntaba dónde, ya que Gervaise estaba solo), agité la cabeza para indicarle que podía pasar.
—Tengo una idea —recomendó suavemente.
Arqueé las cejas, demasiado cansada para hablar.
—Metámonos a la cama para dormir.
Al fin conseguí sonreírle.
—Es la mejor oferta que me han hecho hoy —dije. En ese instante supe por qué amaba a Quinn. Mientras estaba en el cuarto de baño, me quité la ropa, la doblé y me enfundé el pijama, corto, rosa y sedoso al tacto.
Quinn salió del cuarto de baño en ropa interior, pero estaba demasiado agotada como para apreciar el panorama. Se metió en la cama mientras me cepillaba los dientes y me lavaba la cara. Me deslicé a su lado. Se puso de costado y abrió los brazos. Me acerqué para dejarme abrazar. No se había duchado, pero olía bien para mi gusto: olía a vida.
—Buena ceremonia la de esta noche —me acordé de decir cuando apagué la lámpara de la mesilla.
—Gracias.
—¿Hay más a la vista?
—Sí, si acaban juzgando a tu reina. Ahora que ha muerto Cater, a saber si seguirán con el proceso. Y mañana, después del juicio, es el baile.
—Oh, podré ponerme mi vestido bonito. —Sentí un leve placer ante la perspectiva—. ¿Tienes que trabajar?
—No, del baile se encarga el hotel —me dijo—. ¿Bailarás conmigo o con el vampiro rubio?
—Oh, demonios —protesté, deseando que Quinn no me lo recordara. Y, justo entonces, dijo:
—Olvídalo ya, nena. Ahora estamos aquí, en la cama, como debemos estar.
Como si fuese una obligación. Eso sonaba muy bien.
—Te han contado cosas de mí esta noche, ¿verdad? —preguntó.
La noche había sido tan generosa en incidentes que me costó recordar que me habían sido reveladas las cosas que debió hacer para sobrevivir.
Y que tenía una medio hermana. Una medio hermana problemática, chiflada y dependiente que me odió nada más verme.
Estaba un poco tenso mientras aguardaba mi reacción. Podía sentirlo en su mente, en su cuerpo. Traté de dar con una forma agradable y maravillosa de definir cómo me sentía. Estaba demasiado cansada.
—Quinn, no tengo ningún problema contigo —dije. Le besé en la mejilla y en la boca—. Ninguno en absoluto. Y trataré de que Frannie me caiga bien.
—Oh —exclamó, sonando francamente aliviado—. Entonces bien —continuó, me besó en la frente y nos quedamos dormidos.
Dormí como una vampira. No me desperté para ir al baño, ni siquiera para darme la vuelta. Casi rocé la consciencia para escuchar los ronquidos de Quinn, apenas un hilo de ruido, y me apretujé más contra él. Paró, murmuró algo y se quedó callado.
Cuando al fin me desperté del todo, miré el reloj de la mesilla. Eran las cuatro de la tarde. Había dormido doce horas. Quinn ya no estaba, pero había dibujado un gran par de labios (con mi carmín) en una servilleta del hotel y la había dejado sobre su almohada. Sonreí. Mi compañera de habitación no había aparecido. Quizá estuviera pasando el día en el ataúd de Gervaise. Me estremecí.
—Me deja helada —dije, deseando que estuviese allí Amelia para responderme. Y, hablando de Amelia… Saqué mi móvil del bolso y la llamé.
—Hola —respondió—. ¿Cómo va todo?
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, tratando de desterrar la morriña.
—Estoy cepillando a Bob —explicó—. Tenía una bola de pelo.
—¿Y aparte de eso?
—Oh, trabajé un poco en el bar —dijo, tratando de que sonara como si tal cosa.
Me quedé atónita.
—¿Haciendo qué?
—Bueno, sirviendo bebidas. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
—¿Cómo es que Sam ha necesitado que trabajes para él?
—La Hermandad está celebrando una gran reunión en Dallas y Arlene le pidió tiempo libre para asistir con ese capullo con el que está saliendo. Luego, al hijo de Danielle le dio neumonía. Sam parecía muy preocupado, y como resultaba que estaba en el bar, me preguntó si conocía el oficio. Así que yo le dije: «Eh, no puede ser tan difícil».
—Gracias, Amelia.
—Oh, no es nada. Supongo que lo sentirás como una falta de respeto —se rió—. Bueno, es un poco coñazo. Todo el mundo te quiere entretener con su conversación, pero te tienes que dar prisa, no puedes derramarles la bebida encima y tienes que recordar lo que todo el mundo estaba tomando, quién paga la ronda y quién tiene cuenta. Y hay que estar de pie horas y horas.
—Bienvenida a mi mundo.
—Bueno, ¿y qué tal está el señor franjas?
Me di cuenta de que estaba preguntando por Quinn.
—Estamos bien —dije, bastante segura de que era verdad—. Organizó una gran ceremonia anoche; estuvo muy bien. Una boda de vampiros. Te habría encantado.
—¿Qué planes hay para esta noche?
—Bueno, puede que un juicio —no me apetecía entrar en detalles, y menos por teléfono— y un baile.
—Vaya, como en Cenicienta.
—Eso está por ver.
—¿Cómo va la parte laboral?
—Tendré que contártelo cuando vuelva —respondí, de repente no tan alegre—. Me alegro de que tengas algo que hacer y de que todo el mundo esté bien.
—Oh, Terry Bellefleur llamó para saber si querías un cachorro. ¿Te acuerdas de cuando Annie se escapó?
Annie era la muy cara y amada catahoula de Terry. Vino a mi casa buscándola cuando se le escapó, y cuando la encontró, había tenido algún que otro encuentro íntimo.
—¿Qué pinta tienen los cachorros?
—Dijo que tendrías que verlos para creértelo. Dije que quizá volverías la semana que viene. No te he comprometido a nada.
—Vale, bien.
Seguimos hablando un rato más, pero como apenas llevaba cuarenta y ocho horas fuera de Bon Temps, tampoco había mucho que contar.
—Bueno —dijo, terminando—, te echo de menos, Stackhouse.
—¿Sí? Yo a ti también, Broadway.
—Hasta luego. Y no dejes que nadie te ponga los colmillos encima.
Demasiado tarde para eso.
—Adiós. Y no le eches la cerveza encima al sheriff.
—Si lo hago, será adrede.
Me reí, porque a mí también me habían dado ganas de echarle encima la cerveza a Bud Dearborn. Colgué sintiéndome mucho mejor. Algo indecisa, hice un pedido al servicio de habitaciones. No es algo que una haga cada día, ni mucho menos cada año. O nunca. Me ponía un poco nerviosa dejar que un camarero entrara en mi habitación, pero Carla llegó justo en ese momento. Tenía la cara llena de granitos y llevaba el mismo vestido que la noche anterior.
—Eso huele muy bien —dijo, y le di un cruasán. Se tomó mi zumo de naranja mientras yo apuraba el café. No estuvo mal. Carla habló por las dos, relatando sus experiencias. No parecía haberse dado cuenta de que yo estuve con la reina cuando se descubrió la matanza del grupo de Jennifer Cater, y aunque había oído decir que descubrí la bomba en la lata de Dr Pepper, me lo contó de todos modos, como si yo no supiese nada. Puede que Gervaise le hiciera cerrar la boca, y las palabras le salieron en un torrente.
—¿Qué te vas a poner para el baile de esta noche? —pregunté, sintiéndome enormemente falsa al sacar el tema. Me enseñó su vestido, que era negro, adornado con lentejuelas y casi inexistente por encima de la cintura, como el resto de sus prendas de noche. Estaba definitivamente claro que Carla creía en el énfasis de sus encantos.
Me pidió que le enseñara el mío, y ambas emitimos falsas exclamaciones acerca del gusto ajeno.
Tuvimos que turnarnos para usar el baño, por supuesto, algo a lo que yo no estaba acostumbrada. Ya estaba bastante exasperada cuando dio señales de vida. Crucé los dedos por que la ciudad entera no se hubiese quedado sin agua caliente. Claro que había suficiente, y a pesar del hecho de que todos sus cosméticos estuviesen esparcidos por el tocador del baño, logré estar limpia y maquillada a tiempo. En honor a mi precioso vestido, traté de arreglarme el pelo, pero cualquier cosa más compleja que una coleta se me escapa. Llevaría el pelo suelto. Me esmeré un poco más con el maquillaje de lo que lo suelo hacer a diario, y tenía un par de grandes pendientes que Tara me recomendó especialmente. Moví la cabeza para comprobar el efecto y vi cómo brillaban mientras se mecían. Eran blancos y plateados, a juego con el adorno del corpiño de mi vestido de noche. «Que ya es hora que me ponga», me dije, con una pequeña sacudida de anticipación.
Oh, vaya. Mi vestido era azul y tenía cuentas plateadas y blancas, con el escote y la espalda justos. Tenía sujetador incorporado, así que me pude ahorrar uno. Me puse unas braguitas azules que no me dejarían ni una marca. Finalmente, unas medias hasta el muslo y mis zapatos, que eran plateados y de tacón alto.
Me arreglé las uñas mientras la mujer acuática estaba en el baño, me puse lápiz de labios y eché una última mirada al espejo.
—Estás muy guapa, Sookie —aseguró Carla.
—Gracias. —Era consciente de mi gran sonrisa. No hay nada como arreglarse de vez en cuando. Me sentía como si mi pareja fuese a presentarse con un ramillete que prenderme al vestido. J.B. me llevó a mi baile de promoción, a pesar de que fueron muchas las chicas que se lo pidieron ante lo bien que salía en las fotos. Mi tía Linda me hizo el vestido.
Se acabaron los vestidos caseros para mí.
Una llamada a la puerta hizo que me mirara ansiosamente en el espejo. Pero era Gervaise, para ver si Carla estaba lista. Sonrió y giró sobre sí misma para acaparar su admiración, a lo que Gervaise le dio un beso en la mejilla. El carácter de Gervaise no me impresionaba, y su cuerpo tampoco era mi tipo, con su cara ancha y blanda y su leve bigote, pero tenía que reconocer su generosidad: le abrochó un brazalete de diamantes en la muñeca allí mismo, sin más aspavientos que si le estuviese dando una chuchería. Carla trató de contener su emoción, pero fue incapaz y se lanzó con los brazos abiertos al cuello de Gervaise. Me abochornaba estar en la misma habitación, ya que algunos de los apodos de mascota que estaba empleando mientras expresaba su agradecimiento eran anatómicamente correctos.
Cuando se marcharon, bien contentos el uno con la otra, me quedé plantada en el centro del dormitorio. No me apetecía sentarme con mi vestido hasta que fuese necesario porque sabía que se arrugaría y perdería ese tacto perfecto. Eso me dejó con muy pocas cosas que hacer, aparte de no molestarme por el caos que Carla había dejado atrás en su parte de la habitación y sentirme algo perdida. ¿Seguro que Quinn había dicho que se pasaría por la habitación para recogerme? No habríamos quedado abajo, ¿verdad?
Mi bolso emitió un sonido, y recordé que había metido ahí el busca de la reina. ¡Oh, ni hablar!
—Baja ahora mismo —decía el mensaje—. Juicio ya.
En ese mismo momento sonó el teléfono de la habitación. Lo cogí, tratando de recuperar el aliento.
—Nena —explicó Quinn—. Lo siento. Por si no lo sabes aún, el consejo ha decidido que la reina tendrá que someterse a juicio ahora mismo. Tienes que bajar ya mismo. Lo siento —repitió—. Estoy al cargo de la organización. Tengo trabajo. Puede que esto no nos lleve demasiado.
—Vale —contesté débilmente, y colgué.
Hasta ahí llegaba mi glamurosa noche con mi nuevo novio.
Pero, maldita sea, no pensaba ponerme ropa menos elegante. Todo el mundo iría arreglado, e incluso si mi papel en la velada se había visto alterado, también merecía sentirme guapa. Bajé por el ascensor en compañía de uno de los empleados del hotel que no sabía si era una vampira o no. Lo puse muy nervioso. Siempre me hace cosquillas la incertidumbre ajena. Para mí, los vampiros brillan, aunque sea sólo un poco.
Andre me estaba esperando cuando salí del ascensor. Estaba más ansioso de lo que jamás lo había visto. No paraba de entrelazar y separar los dedos, y su labio sangraba donde lo había mordido, aunque se curó a velocidad de vértigo. Antes de esa noche, Andre no había hecho más que ponerme nerviosa. Ahora simplemente lo odiaba. Pero estaba claro que había dejado los asuntos personales al margen, hasta mejor momento.
—¿Cómo ha podido pasar? —preguntó—. Sookie, tienes que averiguar todo lo que puedas al respecto. Tenemos más enemigos de los que creíamos.
—Pensé que no habría juicio después de la muerte de Jennifer. Dado que era la cabeza visible de la acusación contra la reina…
—Eso es lo que todos pensábamos. O que, si había un juicio, no sería más que una formalidad hueca, escenificada para enterrar los cargos. Pero cuando bajamos aquí nos estaban esperando. Han pospuesto el inicio del baile por este motivo. Cógeme del brazo —mandó, y me cogió tan a contrapié que no pude evitar enlazar mi brazo con el suyo—. Sonríe —añadió—. Aparenta confianza.
Y nos adentramos en el salón de convenciones con expresión audaz; yo y mi coleguita Andre.
Menos mal que era toda una veterana en sonrisas hipócritas, porque aquello parecía una maratón para ver quién salvaba antes la cara. Todos los vampiros y su séquito de humanos nos abrieron paso. Algunos de ellos sonreían también, aunque no con amabilidad, algunos parecían preocupados y otros ligeramente a la expectativa, como si estuvieran a punto de ver una película que hubiera recibido buenas críticas.
Y una oleada de pensamientos inundó mi mente. Mantuve la sonrisa mientras caminaba y escuchaba: «Guapa… Sophie-Anne se llevará lo que se merece…, quizá pueda llamar a su abogado, comprobar si está abierta a un acercamiento hacia nuestro rey…, buenas tetas…, mi hombre necesita un telépata…, dicen que se está tirando a Quinn…, dicen que se está follando a la reina y al crío de Andre…, me la encontré en el bar…, Sophie-Anne se estrella, no le está mal empleado…, dicen que se está tirando a Cataliades…, maldito juicio, ¿dónde está la orquesta?…, espero que haya comida durante el baile, comida para personas…».
Y así sucesivamente. Algunos pensamientos estaban relacionados conmigo, la reina o Andre, otros eran simples ideas de la gente que estaba harta de esperar y quería que la fiesta diera comienzo.
Avanzamos hasta llegar a la sala donde habían celebrado la boda. Allí, casi todos eran vampiros. Una ausencia notable: camareros humanos y cualquier otro trabajador del hotel. Los únicos que circulaban con bandejas de bebidas eran vampiros. Lo que iba a ocurrir en esa sala no era para consumo humano. Si aún cabía la posibilidad de que me sintiera más nerviosa, se estaba cumpliendo.
Pude comprobar que Quinn había estado ocupado. La plataforma baja había sido retocada. Habían quitado el ankh gigante y habían incluido dos atriles. Allí donde Misisipi y su amado habían jurado sus votos, a medio camino entre los dos atriles, había una silla parecida a un trono. Sentada, había una anciana con el pelo blanco y revuelto. Jamás había visto una vampira convertida a esa edad y, aunque me había jurado que nunca volvería a hablar con Andre, no pude evitar comentárselo:
—Es la Antigua Pitonisa —explicó, ausente. Escrutaba la muchedumbre en busca de Sophie-Anne, supuse. Divisé a Johan Glassport. Después de todo, el abogado asesino sí que tendría su momento de gloria. El resto del contingente de Luisiana lo acompañaba, todos a excepción de Eric y Pam, a quienes vi cerca del escenario.
Andre y yo tomamos asiento en la banda derecha. En la izquierda había un grupo de vampiros que no eran fans nuestros. Destacaba entre ellos Henrik Feith. Henrik había pasado de ser un cachorro asustadizo a una bola de ira. Nos clavó una mirada incendiaria. Hizo de todo, menos lanzar bolas de fuego.
—¿Y a ése que le pasa? —preguntó Cleo Babbitt, sentándose a mi derecha—. ¿La reina le ofrece acogerlo bajo su protección porque está solo e indefenso, y así se lo agradece? —Cleo llevaba un esmoquin tradicional y no le quedaba nada mal. Su marcialidad le sentaba a la perfección. Su chico llavero parecía mucho más femenino que ella. Me pregunté acerca de su inclusión en el grupo, que estaba compuesto mayoritariamente por vampiros y otros seres sobrenaturales. Diantha se inclinó hacia delante desde la fila de atrás para darme un golpecito en el hombro. Vestía un corpiño rojo con volantes negros y una falda de tafetán a juego. No había mucho busto con que rellenar el corpiño. En la otra mano llevaba una consola de videojuegos portátil.
—Mealegrodeverte —dijo, sin apenas separar cada palabra. Me esforcé por sonreírle y volvió su atención a la consola.
—¿Qué nos pasará a nosotros si Sophie-Anne es hallada culpable? —preguntó Cleo, y todos nos quedamos mudos.
Eso, ¿qué nos iba a pasar si condenaban a Sophie-Anne? Con Luisiana en una posición debilitada, con el escándalo que rodeaba la muerte de Peter Threadgill, todos corríamos peligro.
La verdad es que no sé por qué no lo había pensado antes, pero el caso es que así era.
En un instante, comprendí que no me lo había planteado porque había crecido como una ciudadana humana libre de los Estados Unidos; no estaba acostumbrada a ver mi destino en peligro. Bill se había unido al pequeño grupo que rodeaba a la reina y, mientras lo miraba, se arrodilló junto a Eric y Pam. Andre se levantó de su silla a mi izquierda y, con uno de sus acelerados movimientos, cruzó la sala para arrodillarse junto a ellos. La reina permanecía ante ellos, como una diosa romana aceptando un tributo. Cleo siguió mi mirada y sus hombros se crisparon. No tenía intención de arrodillarse ante nadie.
—¿Quién compone el consejo? —pregunté a la vampira morena, quien indicó con la cabeza a un grupo de cinco vampiros que se sentaban justo delante del escenario bajo, encarando a la Antigua Pitonisa.
—El rey de Kentucky, la reina de Iowa, el rey de Wisconsin, el rey de Missouri y la reina de Alabama —dijo, identificándolos en orden. Yo sólo había conocido a Kentucky, aunque reconocí a la agobiante Alabama de su conversación con Sophie-Anne.
El abogado de la otra parte se unió a Johan Glassport en el escenario. Algo en el abogado de Arkansas me recordó al señor Cataliades, y cuando hizo un gesto de la cabeza hacia nosotros, vi que Cataliades se lo devolvía.
—¿Se conocen? —le consulté a Cleo.
—Son cuñados —repuso ella, dejando a mi imaginación cuál podría ser el aspecto de una demonio. Seguro que no todas se parecerían a Diantha.
Quinn saltó del escenario. Lucía un traje gris, con camisa blanca y corbata, y portaba una larga vara cubierta de grabados. Hizo una seña a Isaiah, rey de Kentucky, que se deslizó sobre el escenario. Con gran ceremonia, Quinn le entregó la vara a Kentucky, que iba mucho más elegante que en la anterior ocasión que lo vi. El vampiro golpeó la vara en el suelo y se hizo un profundo silencio. Quinn se retiró al fondo del escenario.
—Soy el maestro disciplinario electo de esta sesión judicial —anunció Kentucky, con una voz que llegó con facilidad a los cuatro rincones de la estancia. Alzó la vara para que no pasara desapercibida—. Siguiendo las tradiciones de la raza vampírica, os conmino a presenciar el juicio a Sophie-Anne Leclerq, reina de Luisiana, por el cargo de asesinato de su esposo, Peter Threadgill, rey de Arkansas.
Sonó de lo más solemne con la profunda y arrastrada voz de Kentucky.
—Llamo a los abogados de las dos partes para que se dispongan a presentar sus casos.
—Estoy listo —dijo el semidemonio—. Soy Simón Maimonides, y represento al afligido Estado de Arkansas.
—Estoy listo —contestó nuestro abogado asesino, leyendo el panfleto—. Soy Johan Glassport, abogado de Sophie-Anne Leclerq, acusada falsamente del asesinato de su esposo.
—Antigua Pitonisa, ¿estás preparada para oír la causa? —preguntó Kentucky, y la arpía volvió la cabeza hacia él.
—¿Es que es ciega? —susurré.
—De nacimiento —asintió Cleo.
—¿Cómo es que se encarga de juzgar? —pregunté, pero las miradas severas de los vampiros que nos rodeaban me recordaron que de nada servía susurrar ante su agudo oído, y que lo más educado sería callarme.
—Sí —dijo la Antigua Pitonisa—. Estoy lista para oír la causa. —Tenía un acento muy marcado que no alcancé a definir. Hubo una oleada de expectación entre los asistentes.
Bien, que empiece el juego.
Bill, Eric y Pam se apoyaron en la pared mientras Andre volvía conmigo.
El rey Isaiah volvió a hacer ostentación de la vara.
—Que la acusada se adelante —ordenó, no sin una buena dosis de dramatismo.
Sophie-Anne, envuelta en su aspecto delicado, avanzó hasta el escenario, escoltada por dos guardias. Al igual que el resto de nosotros, se había preparado para el baile. Vestía de púrpura. Me pregunté si el color real había sido una coincidencia. Probablemente no. Tenía la impresión de que Sophie-Anne preparaba sus propias coincidencias.
El vestido era de cuello y mangas largas, con cola.
—Está preciosa —murmuró Andre, con la voz llena de reverencia.
Sí, sí, sí. Tenía cosas más importantes en mente que admirar a la reina. Las guardias eran las Britlingen, probablemente instadas a desempeñar esa función por el propio Isaiah, y al parecer habían incluido unas armaduras de etiqueta en sus maletas interdimensionales. Iban de un negro ligeramente brillante, como una lenta corriente de agua oscura. Clovache y Batanya acompañaron a Sophie-Anne hasta la plataforma baja y dieron un paso atrás. De ese modo, estaban cerca de la prisionera y de su patrón; la situación ideal, supuse, desde su punto de vista.
—Henrik Feith, expón tus argumentos —dijo Isaiah, sin más ceremonia.
La exposición de Henrik fue prolongada, ardiente y repleta de acusaciones. Más tranquilo, testificó que Sophie-Anne se casó con su rey, firmó los contratos de rigor y empezó a maquinar inmediatamente para conducir a Peter hasta un enfrentamiento fatal, a pesar de su temperamento angelical y su adoración hacia su nueva reina. Era como si Henrik hablara de Kevin y Britney, en vez de dos antiguos y astutos vampiros.
Bla, bla, bla. El abogado de Henrik lo instó a seguir y seguir, y Johan no puso objeción a ninguna de las altisonantes declaraciones del interpelado. Comprobé que Johan pensaba que Henrik perdería simpatías dada su efervescencia y falta de moderación (por no hablar del aburrimiento), y no le faltaba razón si había que hacer caso de los leves gestos y el lenguaje corporal de los asistentes.
—Y ahora —concluyó Henrik con lágrimas rojizas recorriendo sus mejillas—, sólo quedamos un puñado en todo el Estado. Ella, la asesina de mi rey y su lugarteniente Jennifer, me ha ofrecido un lugar a su lado. Y casi fui lo bastante débil como para aceptar, por temor a convertirme en un descastado. Pero es una mentirosa y no dudará en matarme también.
—Eso se lo ha dicho alguien —murmuré.
—¿Qué? —La boca de Andre estaba justo a la altura de mi oído. Mantener una conversación privada rodeada de vampiros no es una empresa fácil.
Alcé una mano para pedirle silencio. No, no estaba escuchando la mente de Henrik, sino la de su abogado, quien no contaba con tanta sangre demoníaca como Cataliades. Sin darme cuenta, me incliné hacia delante sobre mi asiento, estirando el cuello hacia el escenario para escuchar mejor. Escuchar con mi mente, quiero decir.
Alguien le había dicho a Henrik Feith que la reina planeaba matarlo. Había estado dispuesto a dejar pasar la demanda, ya que la muerte de Jennifer Cater había acabado con su principal promotora. Nunca había ocupado un puesto de suficiente entidad en el escalafón como para hacerse con el mando; no tenía ni la astucia ni el deseo para ello. Prefería pasar a servir a la reina. Pero si de verdad pretendía matarlo… él lo haría antes por el único medio que asegurara su posterior supervivencia: la ley.
—No quiere matarte —dije, sin saber muy bien lo que estaba haciendo.
Ni siquiera fui consciente de que me había puesto de pie hasta que noté que las miradas de todos los asistentes convergían en mí. Henrik Feith me miraba asombrado y boquiabierto.
—Dinos quién te ha dicho eso y sabremos quién mató a Jennifer Cater, porque…
—Mujer —mandó una voz poderosa que consiguió callarme en el acto—. Guarda silencio. ¿Quién eres y qué derecho tienes a interponerte en este solemne proceso? —La Pitonisa parecía muy decidida para alguien con un aspecto tan frágil como el suyo. Estaba inclinada hacia delante en su trono, taladrando el aire en mi dirección con sus ojos ciegos.
Vale, levantarme en una sala llena de vampiros e interrumpir su ritual es la mejor forma de acabar con una mancha de sangre en mi precioso vestido.
—No tengo ningún derecho en el mundo, majestad —continué, y oí cómo Pam reía a varios metros a mi izquierda—. Pero conozco la verdad.
—Oh, entonces mi papel sobra en este proceso, ¿no es así? —croó la Antigua Pitonisa con su pesado acento—. ¿Por qué habré salido de mi cueva para impartir una sentencia?
Eso, por qué.
—Puedo conocer la verdad, pero me falta la capacidad de hacer que se cumpla la justicia —añadí, con toda honestidad.
Pam volvió a reír. Estaba segura de que era ella.
Eric había estado apoyado en la pared con Pam y Bill, pero en ese momento dio un paso al frente. Podía sentir su presencia, fría y firme, muy cerca de mí. Me infundió cierto coraje. No sabía cómo, pero lo sentía, como una fuerza creciente donde antes sólo habían estado mis rodillas temblorosas. Una estremecedora sospecha me golpeó como un tren de mercancías. Eric me había transmitido la sangre suficiente para asemejarme lo más posible, desde el punto de vista sanguíneo, a un vampiro; y mi extraño don había dado el salto hacia un terreno letal. No estaba leyendo la mente del abogado de Henrik, sino la del propio Henrik.
—Entonces ven aquí y dime qué debo hacer —ordenó la Antigua Pitonisa, con un sarcasmo tan afilado que podría haber cortado un rollo de carne.
Necesitaría un par de semanas para recuperarme de la impresión que me había producido mi terrible sospecha, y sentí una convicción renovada por la cual definitivamente debería matar a Andre, y puede que a Eric también, por mucho que una parte de mi corazón llorara su pérdida.
Pero sólo tuve veinte segundos para procesarlo todo.
Cleo me propinó un severo pellizco.
—Capulla —dijo, furiosa—. Lo echarás todo a perder.
Me desplacé por mi fila hacia la izquierda, pisando a Gervaise en el proceso. No hice caso de su acerada mirada ni del pellizco de Cleo. Los dos no eran más que insectos en comparación con los poderes que podrían querer una parte de mí primero. Y Eric se puso detrás de mí. Tenía la espalda cubierta.
A medida que me acercaba a la plataforma, resultaba difícil establecer qué pensaba Sophie-Anne sobre el nuevo giro que estaba adoptando su inesperado juicio. Me concentré en Henrik y en su abogado.
—Henrik piensa que la reina ha ordenado su asesinato. Se lo ha dicho alguien para que testifique contra ella en su propia defensa —expliqué.
Ahora me encontraba detrás de los jueces, con Eric siempre a mi lado.
—¿La reina no ordenó mi muerte? —preguntó Henrik, con un hilo de esperanza dibujado en la cara, confuso y traicionado a la vez. Aquello era mucho decir en un vampiro, ya que las expresiones faciales no son su mejor forma de comunicación.
—No, no lo hizo. Su oferta de asilo era sincera. —Mantuve mis ojos clavados en los suyos, tratando de transmitir mi sinceridad a su mente. Para entonces, estaba prácticamente delante de él.
—Lo más probable es que también estés mintiendo. Después de todo, formas parte de su gente.
—¿Se me permite una palabra? —intervino la Antigua Pitonisa, con ácido sarcasmo.
Ay, el silencio era escalofriante.
—¿Eres una vidente? —preguntó, hablando con mucha lentitud para que pudiera comprenderla.
—No, señora, soy telépata. —A esa distancia, la Antigua Pitonisa parecía incluso más anciana, cosa que habría parecido imposible a primera vista.
—¿Puedes leer las mentes? ¿Las mentes de los vampiros?
—No, señora. Esas son las únicas que no puedo leer —dije con mucha firmeza—. Esto lo he extraído de la mente de su abogado.
El señor Maimonides no parecía muy contento con eso.
—¿Sabías todo esto? —le preguntó la Antigua Pitonisa al abogado.
—Sí —admitió—. Sabía que el señor Feith se sentía amenazado de muerte.
—¿Y sabías que la reina le había ofrecido un puesto a su servicio?
—Sí, eso me dijo —declaró, con un tono tan dubitativo que no hacía falta ser ninguna pitonisa para leer entre líneas.
—¿Y no creíste en la palabra de una reina vampírica?
Ahí iba una pregunta con trampa para Maimonides.
—Pensé que mi deber era proteger a mi cliente, Antigua Pitonisa —expresó, con la justa nota de humilde dignidad en la voz.
—Hmmm —dijo la Antigua Pitonisa, sonando tan escéptica como yo me sentía—. Sophie-Anne Leclerq, es tu turno para presentar tu versión de los hechos. Adelante.
—Lo que ha dicho Sookie es cierto —argumentó la reina—. Le ofrecí a Henrik un puesto y mi protección. Cuando llegue el turno de llamar a los testigos, venerable, verás que Sookie es la mía y que estuvo presente durante la pelea final entre la gente de Peter y los míos. A pesar de saber que Peter se casó conmigo albergando unos planes secretos, no le levanté una mano hasta que su gente atacó durante nuestro festín de celebración. Dadas las numerosas circunstancias, no escogió el mejor momento para atacarme, y como resultado, casi todos los suyos murieron y los míos sobrevivieron. De hecho, comenzó su ataque cuando había presentes seres que no eran de nuestra sangre. —Sophie-Anne se las arregló para parecer pasmada y consternada—. Me ha llevado todos estos meses acallar las habladurías.
Pensé que había conseguido sacar a todos los humanos y licántropos de allí antes de que se desatara la carnicería, pero al parecer me equivocaba.
Probablemente ya no podían decir esta boca es mía.
—En el tiempo que ha pasado desde esa noche, has sufrido muchas otras pérdidas —observó la Antigua Pitonisa. Parecía simpatizar con la reina.
Empecé a sentir que la balanza se decantaba hacia el lado de Sophie-Anne. ¿Habría influido el hecho de que Kentucky, que había cortejado a la reina, fuese el miembro del consejo que dirigía el proceso?
—Como dices, he soportado cuantiosas pérdidas, tanto personales como pecuniarias —convino Sophie-Anne—. Es la razón por la que necesito la herencia de mi marido, a la que tengo derecho por contrato matrimonial. El pensó que sería él quien heredaría el rico reino de Luisiana. Ahora, seré yo quien se alegre si puedo contar con el pobre reino de Arkansas.
Se produjo un prolongado silencio.
—¿Puedo llamar a nuestra testigo? —pidió Johan Glassport. Parecía muy dubitativo e inseguro para ser un abogado. Pero en ese tribunal, no resultaba difícil entender el porqué—. Ya está aquí, y presenció la muerte de Peter. —Me extendió la mano y tuve que subir a la plataforma. Sophie-Anne parecía relajada, pero Henrik Feith, a unos centímetros a mi izquierda, aferraba los brazos de la silla.
Otro silencio. El niveo pelo de la antigua vampira colgó hacia delante mientras ella bajaba la cabeza para contemplar su regazo. Luego levantó la cabeza y sus ojos ciegos se clavaron en Sophie-Anne.
—Arkansas es tuyo por ley, y ahora lo es por derecho. Te declaro inocente por la conspiración de asesinato de tu marido —dijo la Antigua Pitonisa, casi como si tal cosa.
Bueno… yupi. Estaba lo bastante cerca como para ver que los ojos de la reina se ensancharon de alivio y sorpresa y que Johan Glassport regalaba una disimulada sonrisa a su atril. Simon Maimonides miró a los cinco jueces para ver cómo se tomaban el pronunciamiento de la Antigua Pitonisa, y cuando ninguno de ellos elevó una palabra de protesta, se limitó a encogerse de hombros.
—Bien, Henrik —croó la anciana—. Tu bienestar está asegurado. ¿Quién te ha dicho esas mentiras?
Henrik no parecía muy tranquilo. Estaba aterrado. Se levantó y permaneció a mi lado.
Era más listo que nosotros. Un destello atravesó el aire.
La siguiente expresión que se cruzó en su cara era de profundo horror. Miró abajo y todos seguimos su mirada. Una pequeña vara de madera sobresalía de su pecho, y en cuanto sus ojos la identificaron, sus manos trataron de aferraría mientras empezaba a tambalearse. Un público humano habría estallado en un caos, pero los vampiros se echaron al suelo en un escrupuloso silencio. La única persona que se estremeció fue la Antigua Pitonisa, que empezó a preguntar qué había pasado y por qué todo el mundo estaba tan tenso. Las dos Britlingen cruzaron el escenario a la carrera para unirse a Kentucky y permanecieron delante de él, con las armas y las manos listas. Andre voló literalmente de su asiento para aterrizar delante de Sophie-Anne. Y Quinn hizo lo mismo para echarme al suelo, llevándose la segunda flecha, la que estaba destinada a asegurar el silencio de Henrik. Fue innecesaria. Henrik estaba muerto cuando tocó el suelo.