Capítulo 12

Era sencillamente incapaz de procesar lo que me acababa de ocurrir; no me entusiasmaba la imagen ni el comportamiento que había exhibido. Sólo podía pensar: «Tenías que estar allí», y aun así no me sonaba convincente.

«Vale, Sookie», me dije. «¿Qué alternativa tenías?» No era el mejor momento para entrar en demasiados detalles, pero un rápido análisis de mis opciones dio un resultado de cero. No hubiera podido quitarme a Andre de encima, ni haberle persuadido de que me dejara en paz. Eric podría haberse enfrentado a él, pero escogió no hacerlo porque quería conservar su posición en la jerarquía de Luisiana, y también porque podría haber perdido. Y, a pesar de haber podido ganar, el castigo habría sido terrible. Los vampiros no se pelean por los humanos.

Asimismo, yo podría haber elegido morir en vez de aceptar el intercambio de sangre, pero no estaba muy segura de cómo lo habría conseguido, y sí de que no era lo que quería.

Así que no habría podido hacer nada, al menos nada que se me ocurriera en la penumbra de las escaleras.

Traté de espabilarme, me enjugué la cara con un pañuelo que llevaba en el bolsillo y me arreglé el pelo. Erguí la espalda. Iba por el buen camino para recuperar la buena imagen de mí misma. Tendría que dejar el resto para más tarde.

Empujé la puerta metálica y accedí a una zona cavernosa con el suelo de cemento. A medida que me adentraba en la zona de servicio del hotel (que empezó con el monótono pasillo de color beige), la decoración había ido reduciéndose al mínimo. Esa zona era absolutamente funcional.

Nadie me prestó la menor atención, así que pude echar una buena ojeada alrededor. No me moría por volver con la reina, ¿vale? Al otro lado de la estancia, había un enorme ascensor industrial. El hotel había sido diseñado con el menor número posible de accesos al mundo exterior para minimizar las intrusiones, tanto de humanos como del mortífero sol. Pero necesitaba al menos un gran muelle de carga para el trasiego de ataúdes y suministros. Y ése era el ascensor que daba servicio al muelle. Los ataúdes entraban por ahí antes de ser llevados a sus respectivas habitaciones. Dos hombres uniformados, armados con escopetas, permanecían frente al ascensor, aunque he de admitir que parecían profundamente aburridos, no como los perros de presa alertas que había en el vestíbulo.

A la izquierda del enorme ascensor, cerca de la pared opuesta, había numerosas maletas amontonadas de forma desordenada en una zona delimitada por esos postes con cintas extensibles que se emplean en los aeropuertos para dirigir a la gente. No parecía haber nadie a su cargo, así que me dirigí hacia allí (un largo paseo, por cierto) y empecé a comprobar las etiquetas. Había otro lacayo como yo buscando entre el equipaje, un joven con gafas y traje de negocios.

—¿Qué estás buscando? —le pregunté—. Si la veo mientras busco la mía, te la puedo dar.

—Buena idea. Llamaron de recepción para decirnos que una de las maletas no había sido llevada a la habitación, así que aquí me tienes. En la etiqueta debería poner «Phoebe Golden, reina de Iowa», o algo parecido. ¿Y tú?

—Sophie-Anne Leclerq, Luisiana.

—Caramba, ¿trabajas para ella? ¿Es verdad que lo hizo?

—No, y lo sé porque estuve allí —dije, y la curiosidad de su expresión se redobló. Pero estaba claro que no pensaba decir nada más al respecto, así que reanudó su búsqueda.

Me sorprendió el número de maletas que había en ese corral improvisado.

—¿Cómo es que no pueden subir las maletas y dejarlas en las habitaciones, como el resto del equipaje? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Me han dicho que es una especie de cuestión de responsabilidades. Tenemos que identificar nuestras maletas personalmente para que puedan certificar su propiedad. Eh, ésta es la que busco —dijo, al cabo de un momento—. No puedo leer el nombre del propietario, pero sí que pone Iowa, así que debe de pertenecer a alguien de nuestro grupo. Bueno, nos vemos. Encantado —añadió, extrayendo bruscamente una maleta negra con ruedas.

Inmediatamente después, di con la que parecía la mía. Era de cuero azul y llevaba una etiqueta que ponía «Sheriff, Zona…». Bueno, estaba demasiado emborronada. Los vampiros suelen emplear todo tipo de caracteres, dependiendo de la educación que recibieran en su época de nacimiento. «Luisiana», eso sí que lo ponía la etiqueta. Agarré la vieja maleta y la levanté por encima de la barrera. La letra no me resultó mucho más clara cuando me acerqué para leerla. Al igual que mi homólogo de Iowa, pensé que lo mejor sería llevármela arriba y enseñarla a ver si alguien la reclamaba.

Uno de los guardias armados se volvió de su puesto para ver lo que me llevaba entre manos.

—¿Adonde vas con eso, bonita? —dijo.

—Trabajo para la reina de Luisiana. Me ha mandado aquí para que la recoja —expliqué.

—¿Y te llamas…?

—Sookie Stackhouse.

—¡Eh, Joe! —llamó a un compañero, un tipo grande que estaba sentado detrás de un mostrador verdaderamente horrible, donde había un viejo ordenador—. Comprueba el nombre Stackhouse, ¿quieres?

—Claro —respondió Joe, apartando la mirada del joven de Iowa, que apenas era visible al otro lado del cavernoso espacio. Joe me miró con la misma curiosidad. Al ver que me había dado cuenta, se sintió culpable y se centró en el teclado del ordenador. Contempló el monitor, como si pudiera decirle todo lo que necesitaba saber, y, a efectos de ese trabajo, puede que tuviera razón.

—Vale —le dijo al guardia—. Está en la lista. —La suya era la voz gruñona que oí en la conversación telefónica. Volvió a quedarse mirándome. Si bien los demás presentes en la sala emitían pensamientos neutros, los de Joe no lo eran. Se agazapaban tras un escudo. Nunca había visto nada parecido. Alguien le había colocado un casco metafísico. Traté de atravesarlo, pasar de lado, por debajo, pero no había forma. Mientras me demoraba, tratando de meterme en sus pensamientos, Joe me miraba, molesto. No creo que supiera lo que estaba haciendo. Creo que simplemente estaba de mal humor.

—Disculpa —consulté, contando con que la pregunta llegase a oídos de Joe—. ¿Sale una foto mía junto al nombre de la lista?

—No —rezongó, como si fuese la pregunta más rara del mundo—. Tenemos una lista de todos los huéspedes y sus acompañantes.

—Entonces ¿cómo sabéis que soy quien digo ser?

—¿Eh?

—¿Cómo sabéis que soy Sookie Stackhouse?

—¿Es que no lo eres?

—Sí.

—Entonces ¿de qué te quejas tanto? Sal de aquí con la maldita maleta. —Joe volvió al ordenador y el guardia se orientó de nuevo hacia el ascensor. «Ésta debe de ser la legendaria grosería yanqui», pensé.

La maleta no tenía ruedas, y a saber cuánto hacía que la tenía su dueño. Me hice con ella y la llevé hasta la puerta que daba a las escaleras. Me di cuenta de que había otro ascensor cerca de allí, pero no era ni la mitad de grande que el que daba acceso al exterior. Podía transportar ataúdes, sin duda, pero probablemente sólo uno a la vez.

Ya había abierto la puerta de las escaleras cuando fui consciente de que así tendría que volver a atravesar el pasillo del servicio. ¿Qué pasaría si Andre, Eric y Quinn seguían allí? Si bien tal perspectiva no me emocionaba, decidí anular toda probabilidad de la misma. Cogí el ascensor. Vale, soy una cobarde, pero una mujer sólo puede tragar hasta cierto punto durante una noche.

Sin duda, era un ascensor de servicio. Estaba acolchado por el interior para evitar dañar el cargamento. Sólo daba servicio al bajo y las primeras tres plantas: recepción, entresuelo y planta de humanos. Después, la forma de la pirámide obligaba a coger otro de los ascensores que subían del todo. Aquélla era una forma lenta de subir ataúdes, pensé. El personal del Pyramid trabajaba duro para ganarse el sueldo.

Decidí llevar la maleta directamente a la suite de la reina. No sabía qué otra cosa hacer con ella.

Cuando salí al piso de Sophie-Anne, el vestíbulo que rodeaba el ascensor estaba en silencio y vacío. Probablemente, todos los vampiros y sus acompañantes aún estuvieran abajo, disfrutando de la velada. Alguien se había dejado una lata de refresco sobre un enorme jarrón densamente decorado que sostenía una especie de árbol pequeño. El jarrón estaba apoyado en la pared, entre dos ascensores. Intuí que el árbol debía de ser algún tipo de palmera enana para mantener la estética egipcia. La estúpida lata de refresco me fastidiaba el panorama. Claro que había personal de limpieza en el hotel encargado de que todo estuviese impecable, pero yo tenía muy asentada la costumbre de quitar las cosas de en medio. No soy una obsesa del orden, pero casi. Era un sitio muy bonito, y algún imbécil se había dejado su basura. Me incliné para coger la lata con la mano libre, con la intención de tirarla en la primera papelera que me encontrase.

Pero era mucho más pesada de lo que debía.

Dejé la maleta en el suelo y escruté la lata, enmarcándola con mis dos manos. Los colores y el propio cilindro le daban la apariencia de una lata de Dr Pepper en casi todos sus aspectos, pero no lo era. Las puertas del ascensor se volvieron a abrir para dar paso a Batanya, que llevaba una extraña pistola en una mano y una espada en la otra. Ojeando por encima del hombro de la guardaespaldas, vi que en el ascensor también iba el rey de Kentucky, que me devolvía la mirada con la misma curiosidad.

Batanya pareció sorprenderse de encontrarme allí, justo delante de la puerta. Escrutó la zona, y luego apuntó hacia el suelo con su extraña pistola. La espada permaneció quieta en su zurda.

—¿Te importaría apartarte a mi izquierda? —preguntó muy educadamente—. El rey desea entrar en esa habitación. —Su cabeza apuntó hacia las habitaciones de la derecha.

No me moví, no sabía qué decir.

Se dio cuenta de mi posición y la expresión de mi cara.

—No entiendo por qué la gente bebe esas cosas carbonatadas —dijo con simpatía—. A mí también me dan gases.

—No es eso.

—¿Algo va mal?

—Esto no es una lata vacía —respondí.

La expresión de Batanya se congeló.

—¿Qué crees que es? —me interrogó con mucha calma. Su voz delataba problemas.

—Puede que sea una cámara espía —contesté con optimismo—. Oh, veamos, creo que puede ser una bomba. Porque no es una lata de verdad. Está llena de algo pesado, y a juzgar por el peso diría que no es líquido. —La lata no sólo no encajaba por fuera, sino que sus entrañas no eran tampoco lo que aparentaban.

—Comprendo —dijo Batanya, sin perder la calma. Pulsó un pequeño botón en el recubrimiento acorazado de su pecho, una zona azul oscuro del tamaño de una tarjeta de crédito—. Clovache —añadió—. Dispositivo sospechoso en la cuarta. Vuelvo a bajar con el rey.

—¿Cómo es de grande? —sonó la voz de Clovache. Tenía acento ruso, al menos para mis poco viajados oídos («¿Cuomo de griande…?»).

—Del tamaño de una de esas latas de bebida edulcorada —repuso Batanya.

—Ah, bebidas gaseosas —intuyó Clovache. «Buena memoria, Clovache», pensé.

—Sí. La ha detectado Stackhouse, no yo —afirmó Batanya sombríamente—. Y ahora la tiene en la mano.

—Dile que la deje donde estaba —aconsejó la invisible Clovache con la sencillez de quien afirma una obviedad como una casa.

Detrás de Batanya, el rey de Kentucky empezaba a ponerse nervioso. La guardaespaldas lo miró por encima del hombro.

—Que venga un equipo de artificieros de la policía local —le dijo Batanya a Clovache—. Vuelvo abajo con el rey.

—El tigre está aquí —indicó Clovache—. Es su chica.

Antes de que pudiera decir «por el amor de Dios, no le hagáis subir», Batanya volvió a pulsar el rectángulo, y se puso oscuro.

—Tengo que proteger al rey —explicó Batanya, con una sombra de disculpa en la voz. Dio un paso atrás para meterse de nuevo en el ascensor, pulsó el botón y me saludó con un gesto de la cabeza.

Nada me había aterrado tanto como ese gesto. Era una mirada de despedida. Y la puerta se deslizó hasta cerrarse.

Allí me quedé, sola, en la silenciosa planta de hotel, sosteniendo un instrumento de muerte. Quizá.

Ninguno de los ascensores daba señales de vida. Nadie salió por las puertas que daban a la cuarta planta. Hubo un largo instante en el que no hice nada, excepto sostener una lata falsa de Dr Pepper. También respiré un poco, aunque sin emocionarme.

Con una explosión de sonido que me sobresaltó tanto que casi tiro la lata al suelo, Quinn apareció en la planta. A tenor de su ritmo respiratorio, había subido las escaleras a toda prisa. No podía echar mano de mi poder para escrutar lo que pasaba por su cabeza, pero su rostro presentaba la misma máscara de tranquilidad que se había puesto antes Batanya. Todd Donati, el encargado de seguridad, venía justo detrás. Frenaron en seco a un metro de mí.

—Los artificieros están de camino —dijo Donati, empezando con buenas noticias.

—Déjala donde estaba, cielo —me instó Quinn.

—Oh, claro, eso es lo que quiero —continué—, pero me da mucho miedo. —No había movido un músculo en lo que se me había antojado un millón de años y ya me estaba cansando.

Pero permanecí como estaba, mirando la lata que sostenía con las dos manos. Me prometí que no volvería a beber una Dr Pepper en lo que me quedara de vida, y eso que siempre había sido una de mis bebidas favoritas hasta esa noche.

—Vale —dijo Quinn, extendiendo una mano—. Dámela a mí.

Nunca me había apetecido hacer tanto una cosa en mi vida.

—No, hasta que sepamos lo que es —me negué—. Quizá sea una cámara. Puede que un periódico quiera meterse en la gran cumbre de los peces gordos vampíricos. —Traté de sonreír—. Puede que sea un miniordenador que cuenta vampiros y humanos según pasan. A lo mejor es una bomba que planeó poner Jennifer Cater antes de que le dieran el billete. Puede que quisiera liquidar a la reina. —Había tenido un buen rato para pensar en todo eso.

—Y también puede que te arranque la mano —insistió—. Dámela, nena.

—¿Seguro que quieres hacerlo, después de lo de esta noche? —pregunté, miserablemente.

—Podemos hablar de eso más tarde. No te preocupes. Tú dame la maldita lata.

Me di cuenta de que Todd Donati no se estaba ofreciendo, y ya habíamos tenido un episodio letal en el hotel. ¿No quería ser el héroe? ¿Qué le pasaba? Enseguida me sentí avergonzada por haber tenido siquiera la idea. Tenía una familia, y querría pasar con ellos cada minuto que le fuera posible.

Donati sudaba visiblemente, y estaba pálido como un vampiro. Hablaba por el pequeño intercomunicador que llevaba sujeto a la cabeza, relatando lo que estaba presenciando a… alguien.

—No, Quinn, tiene que cogerlo alguien con un traje especial de ésos —insistí—. No me moveré. La lata no se moverá. Estaremos bien hasta que llegue uno de esos artificieros. O una —añadí, en interés de la equidad. Comenzaba a sentirme algo mareada. Los múltiples sobresaltos de la noche empezaban a cobrarse su peaje y ya temblaba. Además, pensé, era una idiota por empecinarme en hacer eso, pero allí estaba, haciéndolo—. ¿Alguien tiene visión de rayos X? —pregunté, tratando de sonreír—. ¿Dónde está Supermán cuando se le necesita?

—¿Tratas de convertirte en una mártir por esos idiotas? —dijo Quinn, y supuse que por «esos idiotas» se refería a los vampiros.

—Ja —salté—. Oh, qué bien. Sí, porque me adoran. ¿Has visto cuántos vampiros han subido hasta aquí? Cero, ¿verdad?

—Uno —contestó Eric, apareciendo por la puerta de la escalera—. Estamos un poco demasiado vinculados para mi gusto, Sookie. —Se encontraba visiblemente tenso; no era capaz de recordar a Eric tan ansioso—. Al parecer, he venido aquí para morir contigo.

—Bien. Aquí está Eric para acabar de arreglar el día —dije, y si sonó un poco sarcástico, bueno, tenía derecho—. ¿Es que estáis todos locos? ¡Largaos de aquí!

—Bueno, yo lo haré —anunció Donati de repente—. No quieres darle la lata a nadie, no la quieres dejar donde estaba, no has explotado todavía, así que creo que bajaré para esperar a los artificieros.

No podía culpar su lógica.

—Gracias por llamar a la caballería —dije, y Donati cogió las escaleras porque el ascensor estaba demasiado cerca de mí. Leí su mente y supe que sentía una profunda vergüenza por no haberse ofrecido a ayudarme de una forma más concreta. Planeaba bajar un piso donde nadie pudiera verle y, desde allí, coger el ascensor para ahorrarse esfuerzos. La puerta de la escalera se cerró tras él, y los tres nos quedamos en silencio, dentro del pequeño espacio cuadrado. ¿Una perversidad del destino?

La cabeza se me aligeraba por momentos.

Eric empezó a moverse muy lenta y cuidadosamente (creo que para que no me sobresaltara). Con un movimiento, se puso a mi lado. La mente de Quinn borboteaba y emitía destellos como una bola de discoteca, más allá a mi derecha. No sabía cómo ayudarme y, por supuesto, temía lo que pudiese pasar.

Con Eric, ¿quién sabe? Aparte de saber dónde se encontraba y cómo se había orientado hacia mí, poco más podía decir.

—Me la darás a mí y te largarás —ordenó Eric. Estaba ejerciendo su influencia vampírica sobre mi mente con todas sus fuerzas.

—No funcionará. Nunca ha funcionado —murmuré.

—Eres una mujer tozuda —dijo.

—No lo soy —expresé, al borde de las lágrimas por haberme visto acusada de noble, primero, y de tozuda, después—. ¡Es que no quiero moverla! ¡Así es más seguro!

—Alguien podría creer que eres una suicida.

—Bueno, pues ese alguien se puede meter las ideas por el culo.

—Nena, déjala en el jarrón. Déjala muy, muy lentamente —me indicó Quinn, con una voz muy dulce—. Luego, te invitaré a una gran copa cargadísima de alcohol. Eres una chica muy fuerte, ¿lo sabías? Estoy orgulloso de ti, Sookie, pero si no dejas eso ahora mismo y sales de aquí, me voy a cabrear, ¿me oyes? No quiero que te pase nada. Sería una idiotez, ¿vale?

La llegada de otra entidad a la escena me ahorró seguir con el debate. La policía había mandado un robot por el ascensor.

Cuando la puerta se abrió, todos dimos un respingo, demasiado envueltos en el drama de la situación para darnos cuenta de que estaba subiendo. Lo cierto es que no pude evitar unas risitas al ver rodar el rechoncho robot fuera del cubículo. Hice el ademán de apartar de él la bomba, pero luego supuse que no estaba allí para cogerla. Parecía que lo manejaban por control remoto, y se giró para enfilarme. Se quedó tiempo durante un par de minutos largos, observándome a mí y lo que llevaba en la mano. Tras el escrutinio, el robot se retiró de nuevo al ascensor y su brazo mecánico se extendió para pulsar torpemente el botón correspondiente. Las puertas se cerraron y desapareció.

—Odio la tecnología moderna —dijo Eric, en voz baja.

—No es verdad —discrepé—. Te encanta lo que los ordenadores pueden hacer por ti. ¿Recuerdas lo contento que te pusiste cuando viste la lista de empleados del Fangtasia con todos los horarios cuadrados?

—No me gusta su impersonalidad. Me gusta el conocimiento que pueden almacenar.

Era una conversación demasiado surrealista como para seguir dándole coba en esas circunstancias.

—Alguien sube por las escaleras —interrumpió Quinn y abrió la puerta de las escaleras.

Se unió a nuestro pequeño grupo un artificiero. Puede que el departamento de homicidios no hubiese recurrido a personal vampiro, pero el de explosivos sí. Llevaba puesto uno de esos uniformes que recuerdan a un astronauta (aunque por mucho que te protejan, supongo que una explosión no deja de ser una mala experiencia). Alguien había escrito «BUM» en el pecho, donde debería estar la etiqueta con el nombre. Oh, qué gran sentido del humor.

—Ustedes dos, tendrán que dejarnos solos a la señorita y a mí —dijo Bum, acercándose a mí lentamente—. He dicho que os larguéis —insistió, al ver que ninguno de los dos se movía.

—No —respondió Eric.

—Y tanto que no —ratificó Quinn.

No debe de ser fácil encogerse de hombros dentro de uno de esos uniformes, pero Bum se las arregló. Llevaba consigo un contenedor cuadrado. La verdad es que no estaba de humor para saber lo que contenía. Sólo me fijé en que lo abrió y lo extendió, colocándolo con mucho cuidado bajo mis manos.

Con muchísimo esmero, bajó la lata en el interior acolchado del contenedor. La solté, saqué las manos con un alivio que sería incapaz de describir y Bum cerró la tapa, sonriendo abiertamente a través de la guarda transparente de la cara. Me estremecí de la cabeza a los pies. Me temblaban las manos con violencia, después de relajar la postura.

Bum se volvió, ralentizado por el traje, e hizo un gesto para que Quinn le abriera la puerta de las escaleras. Quinn acató y el vampiro se marchó escalera abajo, lenta, cuidadosa y sostenidamente. Puede que sonriera durante todo el camino, pero no explotó, ya que no se oyó nada. Y he de admitir que todos nos quedamos petrificados en nuestros sitios durante una eternidad.

—Oh —exclamé—. Oh. —No era lo más brillante, pero estaba cerca de desatarme en un torrente de emociones. Mis rodillas cedieron.

Quinn se apresuró y me sostuvo entre sus brazos.

—Serás tonta —dijo—. Muy tonta. —Era como si dijera «Gracias a Dios». Me dejé envolver por el hombre tigre y escondí la cara contra su camisa de E(E)E para secarme las lágrimas que se me escapaban de los ojos.

Cuando oteé por debajo de su brazo, ya no había nadie allí. Eric se había desvanecido. Así que tuve un instante para disfrutar de un abrazo, para saber que aún le gustaba a Quinn, que lo que había pasado con Andre y Eric no había acabado con los sentimientos que había empezado a tener hacia mí. Tuve un instante para disfrutar del alivio por haber escapado de la muerte.

Entonces el ascensor y la puerta de la escalera se abrieron a la vez y el lugar se inundó de toda suerte de gente cuyo centro de atención era yo.