Estaba tan ansiosa por salir de la aglomeración del salón que me di de bruces con un vampiro, que siseó y me agarró de los hombros con sombría velocidad. Tenía un largo bigote al estilo Fu Manchú y una melena digna de un par de crines de caballo. Vestía un traje negro. En otras circunstancias, quizá habría apreciado el conjunto, pero en ese momento sólo quería irme.
—¿Por qué tantas prisas, jovencita? —inquirió.
—Señor —dije educadamente, ya que era mayor que yo—. Tengo mucha prisa. Perdone que haya chocado con usted, pero tengo que irme.
—¿No serás donante, por casualidad?
—No, lo siento.
De repente, me soltó de los hombros y volvió a la conversación que había interrumpido. Con enorme alivio, seguí mi camino, aunque con más cuidado, ya que con un momento tenso me sobraba.
—¡Ahí estás! —dijo Andre, y casi parecía molesto—. La reina te necesita.
Tuve que recordarme que estaba trabajando, por grande que fuese el drama interior que estaba experimentando. Seguí a Andre hacia la reina, que estaba enzarzada en una conversación con un grupo de vampiros y humanos.
—Claro que estoy de tu parte, Sophie —afirmó una vampira. Vestía un vestido de noche de paño rosa que se sujetaba a uno de los hombros con un gran broche de brillantes diamantes. Puede que fuesen cristales de Swarovsky, pero a mí me parecían auténticos. ¿Qué sé yo? El pálido rosa lucía precioso en contraste con su piel de chocolate—. Arkansas era un imbécil de todos modos. Lo que me sorprende es que decidieras casarte con él.
—Entonces, si voy a juicio, ¿serás benévola, Alabama? —preguntó, y si la hubieseis visto, habríais jurado que no tenía más de dieciséis años. Su alto rostro era suave y firme, sus grandes ojos brillaban enmarcados en la sutileza de su maquillaje. Llevaba suelto su pelo castaño, lo cual era poco habitual en Sophie-Anne.
La vampira pareció ablandarse visiblemente.
—Por supuesto —dijo.
Su compañero humano, el que iba vestido de diseño y con el que me había topado un momento antes, pensaba: «Durará diez minutos, hasta que le dé la espalda a Sophie-Anne. Entonces volverán con sus maquinaciones. Claro, todos dicen que les gustan las hogueras chisporroteantes y los largos paseos por la playa a la luz de la luna, pero siempre que vas a una fiesta, es una maniobra tras otra y una mentira tras otra».
La cara de Sophie-Anne apenas se giró hacia mí, a lo que respondí con una leve sacudida de la cabeza. Alabama se excusó para ir a felicitar a los recién casados, y su humano se fue con ella. Preocupada por los oídos que orbitaban a nuestro alrededor, la mayoría de los cuales eran capaces de escuchar mucho mejor que yo, dije:
—Más tarde. —Y obtuve un gesto afirmativo de Andre.
El siguiente en cortejar a Sophie-Anne fue el rey de Kentucky, el que había recurrido a las Britlingen para su protección. Resultaba que Kentucky se parecía mucho a Davy Crockett. Sólo le faltaba el fusil y el sombrero de castor. De hecho, llevaba pantalones de cuero, una camisa de ante con chaqueta a juego, botas con flecos del mismo material y un gran pañuelo de seda atado alrededor del cuello. Puede que necesitara a las guardaespaldas para protegerle de la policía del buen gusto.
No vi a Batanya ni a Clovache por ninguna parte, así que di por sentado que se habían quedado en la habitación. No le vi la utilidad a contratar un par de caras guardaespaldas de otro mundo si no estaban cerca de la espalda que guardar. Entonces, como no tenía otro humano con el que distraerme, me di cuenta de algo extraño: detrás del rey de Kentucky había un espacio que siempre permanecía vacío, por mucha gente que pasara por allí. Por muy natural que fuese ocupar el espacio que había tras él, nadie lo hacía. Pensé que, después de todo, las Britlingen sí que estaban de servicio.
—Sophie-Anne, alegras estos ojos agotados —dijo Kentucky. Arrastraba las palabras con la misma densidad que la miel, y resultó de lo más explícito al dejar que Sophie-Anne se percatara de que tenía los colmillos medio extendidos. Agh.
—Isaiah, siempre es una alegría verte —repuso Sophie-Anne, con la voz y la expresión tan tranquilas como de costumbre. Era imposible saber si la reina estaba al corriente de que las dos guardaespaldas estaban justo detrás de él. Al acercarme un poco más, me di cuenta de que, pese a no ver a Clovache y a Batanya, sí que podía percibir sus firmas mentales. La misma magia que ocultaba su presencia física amordazaba sus ondas mentales, pero alcanzaba a sentir un tenue eco. Les sonreí, lo cual era una tontería por mi parte, porque en ese momento Isaiah, rey de Kentucky, miró en mi dirección. Debía de pensar que era más listo de lo que parecía.
—Sophie-Anne, me gustaría charlar contigo, pero esa rubia tuya tendrá que quedarse apartada mientras tanto —dijo Kentucky con una amplia sonrisa—. Su pureza me enciende como pocas cosas. —Hizo un gesto hacia mí, como si Sophie-Anne tuviese un montón de rubias siguiéndole los pasos.
—Por supuesto, Isaiah —contestó Sophie-Anne, lanzándome una mirada ecuánime—. Sookie, hazme el favor de bajar al sótano y traer la maleta por la que nos llamaron antes.
—Claro —respondí. No me importaba llevar a cabo un humilde recado. Casi me había olvidado de la arisca voz del teléfono de hacía unas horas. Me parecía estúpido que el procedimiento requiriera que tuviésemos que bajar hasta las entrañas del hotel, en vez de permitir que algún trabajador nos trajera la maleta, pero así son las cosas, ¿no?
Al volverme para marcharme, me di cuenta de que la expresión de Andre era bastante plana, como de costumbre, pero cuando casi estuve fuera del alcance de su voz dijo:
—Disculpa, majestad, no hemos hablado a la chica sobre tu agenda para la noche. —En uno de esos desconcertantes relámpagos de movimiento, se puso justo a mi lado, apoyando una mano sobre mi hombro. Me pregunté si habría recibido una de las comunicaciones telepáticas de Sophie-Anne. Sin decir una palabra, Sigebert se puso en el lugar que Andre había dejado vacío junto a la reina, medio paso a su espalda.
—Hablemos —dijo Andre, y me llevó rápidamente hacia una puerta con el cartel de «salida». Salimos a un pasillo de servicio beige que se extendía a lo largo de unos diez metros y giró a la derecha. Dos camareros doblaban la esquina y pasaron de largo mientras nos echaban miradas curiosas, aunque al encontrarse con la de Andre volvieron rápidamente a sus quehaceres.
—Las Britlingen están ahí —expliqué, dando por sentado que ésa era la razón por la que Andre me había acompañado—. Van detrás de Kentucky. ¿Se pueden hacer todas invisibles?
Andre realizó otro movimiento a tal rapidez que apenas percibí un borrón en el aire, y de repente su muñeca estaba frente a mí. La sangre manaba de un corte.
—Bebe —ordenó, y sentí que empujaba mi mente.
—No —dije, tan indignada como asombrada ante el repentino movimiento, la exigencia y la propia sangre—. ¿Por qué? —Traté de retroceder, pero no había sitio al que ir ni ayuda a la vista.
—Necesitas un vínculo más poderoso con Sophie-Anne o conmigo. Necesitamos unirnos por algo más que un cheque. Ya has demostrado ser más valiosa de lo que nos imaginábamos. Esta cumbre es crítica para nuestra supervivencia, y necesitamos cada ventaja a la que podamos recurrir.
Hablando de honestidad brutal.
—No quiero que me controles —le repliqué, y resultó terrible escuchar cómo se me modulaba la voz con el miedo—. No quiero que sepas lo que siento. Me habéis contratado para hacer un trabajo. Cuando acabe, volveré a mi vida normal.
—Ya no tienes una vida normal —aseguró Andre. No estaba siendo grosero. Eso era lo más extraño y aterrador. Parecía como si hablase de un hecho consumado.
—¡Claro que la tengo! ¡Vosotros sois los que estáis en los radares de todo el mundo, no yo! —No estaba del todo segura de lo que quería decir con eso, pero creo que Andre cogió el mensaje.
—No me importan los planes que tengas para el resto de tu existencia humana —dijo, encogiéndose de hombros. «Me importa un comino tu vida»—. Nuestra posición se verá reforzada si bebes, así que debes hacerlo. Te lo he explicado, cosa que no me hubiese molestado en hacer si no respetase tu habilidad.
Le di un empujón, pero fue como darse contra un elefante. Sólo funcionaría si el elefante accedía a moverse. Andre no estaba por la labor. Acercó su muñeca a mi boca y yo cerré los labios con fuerza, aunque estaba segura de que Andre me rompería los dientes si fuera necesario. Y si abría la boca para gritar, me echaría su sangre dentro antes de que pudiera decir esta boca es mía.
De repente, noté una tercera presencia en el pasillo. Eric, aún ataviado con la capa de terciopelo negro, y la capucha bajada, estaba justo delante de nosotros, con la expresión inusualmente desconcertada.
—Andre —dijo, con una voz más grave de lo habitual—. ¿Por qué haces esto?
—¿Cuestionas la voluntad de la reina?
La posición de Eric no era la mejor, ya que estaba interfiriendo en la ejecución de las órdenes de la reina (al menos daba por sentado que estaba al corriente de lo que estaba pasado), pero no pude evitar rezar por que se quedara para ayudarme. Se lo rogué con la mirada.
Se me ocurrían varios vampiros con los que preferiría tener un vínculo antes que con Andre. Por tonto que fuese, no podía evitar sentirme dolida. Les había dado una idea estupenda proponiendo que él fuera rey de Arkansas, y así me lo pagaban. Eso me enseñaría a mantener la boca cerrada. Eso me enseñaría a tratar a los vampiros como si fuesen personas.
—Andre, deja que te sugiera algo —contestó Eric, con voz mucho más fría y tranquila. Bien, no se había arrugado. Uno de los dos tenía que hacerlo—. Hay que mantenerla contenta, o no seguirá cooperando.
Mierda. De alguna manera sabía que su sugerencia no iba a ir en la onda de «deja que se marche o te romperé el cuello», ya que Eric era demasiado cauto para eso. ¿Dónde está John Wayne cuando lo necesitas? O Bruce Willis. O incluso Matt Damon. No me habría importado ver a Jason Bourne justo en ese momento.
—Sookie y yo hemos intercambiado sangre varias veces —comentó Eric—. De hecho, hemos sido amantes. —Se acercó un paso—. Creo que no pondría tantos reparos si el donante fuese yo. ¿Satisfaría eso tus necesidades? Te debo lealtad. —Inclinó la cabeza respetuosamente. Estaba teniendo cuidado, mucho cuidado. Aquello no hizo sino acrecentar el temor que me inspiraba Andre.
Andre me soltó mientras se lo pensaba. Podía ver cierta desconfianza en su mirada. Entonces me miró.
—Pareces un conejo escondido bajo un arbusto mientras un zorro te rastrea —dijo. Hizo una larga pausa—. Sin duda nos has hecho un gran favor a mi reina y a mí —prosiguió—. Más de una vez. Si el resultado final es el mismo, ¿por qué no?
Abrí la boca para añadir que, además, yo era la única testigo de la muerte de Peter Threadgill, pero mi ángel de la guarda me cerró la boca. Bueno, puede que no fuese mi verdadero ángel de la guarda, sino mi subconsciente, quien me animó a callarme. Fuese como fuese, lo agradecí.
—Bien, Eric —se conformó Andre—. Mientras esté vinculada a alguien de nuestro reino. Sólo he tomado un poco de su sangre y he descubierto que tiene parte de hada. Si ya has intercambiado sangre con ella más de una vez, entonces el vínculo debe de ser poderoso. ¿Ha respondido bien a tu llamada?
¿Qué? ¿Qué llamada? ¿Cuándo? Eric nunca me había llamado. De hecho, no era la primera vez que me enfrentaba a él.
—Sí, se porta bien —respondió Eric, sin pestañear. Casi me atraganté, pero eso habría arruinado el efecto de sus palabras, así que agaché la mirada, como si estuviese avergonzada por mi condición de sumisión.
—Bien, pues —dijo Andre con un gesto de impaciencia—. Adelante.
—¿Aquí mismo? Preferiría un lugar más privado —dijo Eric.
—Aquí y ahora. —Andre no pensaba ceder más.
—Sookie —me nombró Eric, mirándome fijamente.
Le devolví la mirada. Sabía lo que me quería decir. No había salida. Ni los gritos, la lucha o la negación me sacarían de ésa. Puede que Eric evitara que me sometiera al vínculo con Andre, pero eso era todo.
Eric alzó un codo.
Con el codo arqueado, Eric me estaba diciendo que era la mejor apuesta, que trataría de no hacerme daño, que estar vinculada a él era infinitamente mejor que estarlo a Andre.
Ya lo sabía, no porque no fuese tan tonta, sino porque ya estábamos vinculados. Tanto Eric como Bill habían tomado mi sangre, y yo la de ellos. Por primera vez, comprendí que existía un verdadero vínculo. ¿Acaso no los veía a ambos más como humanos que como vampiros? ¿Acaso no tenían el poder de herirme más que nadie? No se limitaba a mis pasadas relaciones con aquellos a los que estaba vinculada. Era el intercambio de sangre. Quizá debido a mi peculiar trasfondo, no me podían dar órdenes así como así. No gozaban de control mental sobre mí, y no podían leer mis pensamientos y viceversa. Pero compartíamos un vínculo. ¿Cuántas veces habría escuchado el zumbido de sus vidas a mi alrededor sin saber lo que en realidad estaba escuchando?
Llevaría mucho más tiempo decir esto de lo que me llevó pensarlo.
—Eric —dije, inclinando la cabeza a un lado. Dedujo tanto de mi palabra y gesto como yo de los suyos. Avanzó y extendió los brazos para extender la capa mientras se inclinaba sobre mí y que ésta nos diese algo de intimidad. El gesto era artificial, pero la idea no era mala.
—Eric, nada de sexo —exigí, con la voz más dura que pude aunar. Podría tolerar mejor el proceso si no era en plan intercambio de sangre entre amantes. No tenía la menor intención de tener sexo delante de un extraño. La boca de Eric se encontraba en el pliegue de mi cuello y hombro, su cuerpo apretado contra el mío. Mis brazos se deslizaron alrededor de él, ya que era la forma más fácil de estar. Entonces me mordió, y no pude reprimir un grito ahogado de dolor.
Afortunadamente, no paró. Yo quería terminar con eso lo antes posible. Una de sus manos me acariciaba la espalda, como si tratara de apaciguarme.
Al cabo de un instante eterno, Eric me lamió el cuello para asegurarse de que su saliva coagulante cerraba bien las heridas.
—Ahora, Sookie —me dijo al oído. Era incapaz de alcanzarle el cuello a menos que estuviésemos tumbados, no sin encaramarme en él torpemente. Empezó a subir la muñeca hasta mi boca, pero tendríamos que cambiar de posición para que eso funcionara. Le desabroché la camisa y la abrí. Titubeé. Siempre odié esa parte, ya que los dientes humanos no son tan afilados como los de los vampiros, y sabía que sería un desastre cuando mordiera. Eric hizo algo que me sorprendió: extrajo el mismo cuchillo ceremonial que empleó en la boda de Misisipi e Indiana. Con el mismo movimiento acelerado que usó con sus muñecas, se rajó el pecho justo debajo del pezón. La sangre manó perezosamente y yo succioné. Se trataba de algo embarazosamente íntimo, pero al menos no tendría que mirar a Andre y él no podría verme.
Eric se removió, inquieto, y me di cuenta de que se estaba excitando. No había nada que pudiera hacer al respecto, así que procuré mantener nuestros cuerpos separados unos cruciales centímetros. Succioné con fuerza y Eric lanzó un leve sonido. Yo sólo quería acabar cuanto antes. La sangre de vampiro es muy densa y casi dulce, pero cuando piensas en lo que estás haciendo y no estás en absoluto excitada, no es nada agradable. Cuando consideré que ya había ingerido suficiente, solté y volví a abrochar la camisa de Eric con manos nerviosas, convenciéndome de que el incidente había terminado y que ya podía esconderme en alguna parte hasta que el corazón dejara de martillear.
En ese momento, Quinn abrió la puerta y apareció en el pasillo.
—¿Qué demonios estás haciendo? —rugió, y no estaba segura de si se dirigía a Eric, Andre o a mí.
—Están obedeciendo órdenes —dijo Andre fríamente.
—Mi chica no tiene que recibir órdenes tuyas —declaró Quinn.
Abrí la boca para protestar, pero dadas las circunstancias, no sería fácil convencer a Quinn de que era capaz de cuidar de mí misma.
No había fórmula social que copara con una calamidad como ésa; y la norma general de etiqueta de mi abuela («Haz lo que haga que todo el mundo se sienta cómodo») ni de lejos podía aplicarse a la situación. Me pregunté qué diría Dear Abby al respecto.
—Andre —dije, tratando de disfrazar el miedo con firmeza—, terminaré el trabajo que accedí a hacer por la reina porque a ello me he comprometido. Pero no volveré a trabajar para vosotros. Eric, gracias por hacérmelo todo lo menos desagradable posible. —Me parecía más acertado que decir «lo más agradable».
Eric había retrocedido un paso para apoyarse en la pared. La capa caía abierta, y las manchas en sus pantalones eran flagrantes.
—Oh, no ha sido nada —dijo Eric, ausente.
Aquello sí que no ayudó. Sospeché que lo hacía aposta. Noté cómo se me encendían las mejillas.
—Quinn, hablaremos más tarde, como acordamos —le solté, y dudé. «Si aún quieres hablar conmigo», pensé, pero no podía decirlo porque habría sido de lo más injusto. Ojalá se hubiese presentado diez minutos antes… o no hubiese aparecido en absoluto.
Sin mirar a derecha o izquierda, eché a andar pasillo abajo, giré a la derecha y atravesé la puerta abatible directamente hacia la cocina.
Estaba claro que no quería estar allí, pero al menos estaba apartada de los tres hombres del pasillo.
—¿Dónde está la zona de equipajes? —le pregunté a la primera empleada uniformada que vi. Era una camarera que estaba cargando copas de sangre sintética sobre una gran bandeja redonda. Sin hacer una pausa en su labor, hizo un gesto con la cabeza para indicarme una puerta en la pared sur, donde ponía «salida». Yo sí que me estaba saliendo esa noche.
La puerta era más pesada y daba a unas escaleras que descendían a un nivel inferior, que suponía que estaba por debajo del nivel del suelo. No hay sótanos allí de donde vengo (el nivel subterráneo del agua está demasiado cerca), así que no pude evitar un leve escalofrío al adentrarme en la profundidad.
Caminaba como si algo me persiguiera, lo cual era cierto desde un punto de vista figurado, y me centré en la maldita maleta para no tener que pensar en otra cosa. Al llegar a un descansillo, me detuve en seco.
Ahora que estaba fuera de la vista de nadie, completamente sola, me tomé un momento de tranquilidad mientras apoyaba una mano en la pared. Me permití reaccionar ante lo que acababa de pasar. Empecé a temblar, y cuando me toqué el cuello lo sentí extraño. Tiré de él y forcé el cuello para mirarlo. Estaba manchado con mi sangre. Las lágrimas comenzaron a inundar mis ojos, y me dejé caer sobre el suelo de ese sótano en una ciudad lejos de casa.