Capítulo 10

—Ve a ver —me dijo la reina.

—¿Qué? ¡Pero si todos sois más fuertes que yo! ¡Y estáis menos asustados!

—Y somos también el objeto de su denuncia —señaló Andre—. No podemos impregnar ese sitio con nuestro olor. Sigebert, entra tú.

Sigebert se deslizó por la oscuridad. Otra de las puertas del pasillo se abrió, y de ella emergió Batanya.

—Huele a muerte —dijo—. ¿Qué ha pasado?

—Hemos llamado —respondí—, pero la puerta ya estaba abierta. Ha pasado algo ahí dentro.

—¿No sabéis el qué?

—No. Sigebert está explorando —expliqué—. Estamos esperándole.

—Dejad que llame a mi segunda. No puedo dejar la puerta de Kentucky desprotegida. —Se volvió para llamar a su suite—. ¡Clovache! —Al menos así creo que se escribe. Y se pronuncia «Kloh-VOSH».

Una especie de hermana pequeña de Batanya salió por la puerta. Llevaba la misma armadura, pero a menor escala; era más joven, de pelo castaño y menos aterradora… aunque no dejaba de ser formidable.

—Inspecciona el lugar —le ordenó Batanya, y sin pronunciar la mínima palabra, Clovache desenvainó su espada y se adentró en la habitación como un sueño cargado de peligro.

Todos aguardamos conteniendo el aliento. Bueno, yo, al menos, sí. Los vampiros no tenían aliento que contener, y Batanya no parecía nerviosa en absoluto. Se colocó en una posición desde la que pudiera ver la puerta abierta de Jennifer Cater y la cerrada del rey de Kentucky. Su espada también estaba desenvainada.

La expresión de la reina casi parecía tensa, puede que incluso excitada; a saber, algo menos pálida que de costumbre. Sigebert salió, meneando la cabeza sin decir nada.

Clovache apareció al poco.

—Todos muertos —le dijo a Batanya.

Esta aguardó.

—Por decapitación —detalló Clovache—. La mujer estaba, eh… —Parecía estar contando mentalmente— repartida en seis trozos.

—Esto tiene muy mala pinta —dijo la reina, al mismo tiempo que Andre habló:

—Esta sí que es buena.

—¿Algún humano? —pregunté, minimizando la voz, porque no quería atraer demasiado su atención a pesar de morirme de ganas por saberlo.

—No, todos vampiros —contestó Clovache, tras recibir un gesto de aprobación de Batanya—. He visto tres. Se desintegran con bastante rapidez.

—Clovache, llama a Todd Donati. —Y ésta se dirigió en silencio a la suite de Kentucky para hacer la llamada, lo cual tuvo un efecto electrizante. Al cabo de cinco minutos, la zona frente al ascensor estaba llena de gente de todo tipo, aspecto y grado de vida.

Un hombre con una chaqueta marrón que lucía la palabra «Seguridad» sobre el bolsillo del pecho parecía estar al mando, así que debía de ser Todd Donati. Era un policía que se había jubilado antes de tiempo dada la rentabilidad que suponía la seguridad de los no muertos. Pero eso no quería decir que le gustaran. Ahora estaba furioso por que hubiese saltado una incidencia apenas iniciada la cumbre, un hecho que le daría más trabajo del que era capaz de manejar. Tenía cáncer, pude oírlo con claridad, aunque no supe de qué tipo. Donati quería trabajar tanto como le fuera posible para dejar bien surtida a su familia cuando ya no estuviese, y ya se resentía del estrés y la tensión que acarrearía esa investigación, la energía que se cobraría. Pero estaba tercamente decidido a cumplir con su deber.

Cuando el jefe vampiro de Donati, el director del hotel, apareció, lo reconocí. Christian Baruch había aparecido en la portada de Fang (la versión vampírica de People), unos meses atrás. Baruch había nacido en Suiza. En su época humana, había diseñado y dirigido una serie de hoteles de lujo en Europa Occidental. Cuando le comentó a un vampiro que se dedicaba a su mismo negocio, que, si lo «traían» (no sólo a la vida de los no muertos, sino a Estados Unidos), sería capaz de dirigir hoteles excepcionales y rentables para un sindicato de vampiros, se comprometió en ambos sentidos.

Ahora, Christian Baruch disfrutaba de la vida eterna (si era capaz de evitar objetos afilados de madera), y el consorcio de los hoteles de vampiros era una máquina de hacer dinero. Pero lo suyo no era la seguridad, ni era experto en su aplicación, ni mucho menos era un poli. Podía decorar el hotel como nadie, y decirle al encargado cuántas suites necesitaban un surtido de bebidas alcohólicas, pero ¿cómo se las arreglaría en esa situación? Su empleado humano lo miró con amargura. Baruch lucía un traje impecable, incluso a ojos tan inexpertos como los míos. Estaba convencida de que se lo habían hecho a medida, y que había costado un ojo de la cara.

La muchedumbre me había empujado hacia atrás, hasta quedar apretada contra la pared, junto a una puerta; la de Kentucky, me di cuenta. Aún no se había abierto. Las dos Britlingen tendrían que afinar la vigilancia con tanto trasiego en los aledaños de su puerta. El jaleo era tremendo. Estaba junto a una mujer con uniforme del personal de seguridad, prácticamente como el del ex policía, pero ella no tenía que llevar corbata.

—¿Cree que es buena idea dejar que haya tanta gente en esta zona? —pregunté. No quería decirle a esa mujer cómo hacer su trabajo, pero vaya. ¿Acaso nunca había visto ningún capítulo de CSI?

La mujer me lanzó una mirada sombría.

—¿Y qué está usted haciendo aquí? —atacó, como si estuviese descubriendo algo.

—Estoy aquí porque acompañaba al grupo que ha descubierto los cuerpos.

—Pues manténgase en silencio y déjenos hacer nuestro trabajo —dijo, con el tono más duro posible.

—¿Y qué trabajo sería ése? No parece que esté haciendo nada en absoluto —repliqué.

Vale, puede que no debiera decir eso, pero es que no estaba haciendo nada. A mí me parecía que debería…

Y en ese momento se me echó encima, me puso contra la pared y me esposó.

Lancé un grito ahogado de sorpresa.

—La verdad es que esto no es lo que pretendía que hiciera —dije con dificultad, ya que tenía la cara apretada contra la puerta de la suite.

Se produjo un gran silencio en el gentío que teníamos detrás.

—Jefe, esta mujer estaba causando problemas —explicó la vigilante.

El de marrón le dedicó una mirada terrible.

—Landry, pero ¿qué estás haciendo? —preguntó una voz de hombre más que razonable. El tipo de voz que se emplea con un crío irracional.

—Me estaba diciendo lo que tenía que hacer —repuso la vigilante, pero su voz se desinflaba con cada palabra que pronunciaba.

—¿Qué te estaba diciendo que hicieras, Landry?

—Se preguntaba qué hacía toda esta gente aquí, señor.

—¿Y no es una pregunta válida, Landry?

—¿Señor?

—¿No crees que deberíamos desalojar a alguna de estas personas?

—Sí, señor, pero dijo que estaba aquí porque acompañaba al grupo que descubrió los cuerpos.

—Entonces, ella no debería marcharse.

—Cierto, señor.

—¿Estaba intentando marcharse?

—No, señor.

—Pero las has esposado.

—Eh…

—Quítale las putas esposas, Landry.

—Sí, señor. —Landry se había reducido a la nada para entonces. No tenía dónde agarrarse.

Sentí con alivio cómo me quitaba las esposas y pude darme la vuelta. Estaba tan enfadada que podría haberla golpeado, pero como eso habría implicado volver a esposarme, me contuve. Sophie-Anne y Andre se abrieron paso entre el gentío a empujones; lo cierto es que la gente parecía salir repelida a su alrededor. Vampiros y humanos por igual parecían muy dispuestos a quitarse de en medio al paso de la reina de Luisiana y su guardaespaldas.

Sophie-Anne contempló mis muñecas y comprobó que no estaban dañadas, asumiendo que la peor herida la había recibido en el orgullo.

—Ella es mi empleada —dijo Sophie-Anne con tranquilidad, dirigiéndose supuestamente a Landry, pero asegurándose de que todo el mundo la oía—. Un insulto o herida hacia ella es un insulto o herida hacia mi persona.

Landry no sabía quién demonios era Sophie-Anne, pero era capaz de reconocer el poder cuando lo tenía delante, y Andre ayudaba con el efecto aterrador. Creo que eran los dos adolescentes más aterradores del mundo.

—Sí, señora. Landry se disculpará por escrito. Ahora, ¿me puede decir qué ha pasado aquí? —preguntó Todd Donati con voz más que razonable.

La gente aguardaba en silencio. Busqué a Batanya y a Clovache y vi que no estaban. De repente, Andre dijo en voz bastante alta:

—¿Es usted el jefe de seguridad? —Sophie-Anne aprovechó el momento para acercarse a mí y decirme en un susurro:

—No menciones a las Britlingen.

—Sí, señor. —El ex policía se atusó el bigote con una mano—. Me llamo Todd Donati, y éste es mi jefe, el señor Christian Baruch.

—Yo soy Andre Paul, y ésta es mi reina, Sophie-Anne Leclerq. Esta joven humana es Sookie Stackhouse, y trabaja para nosotros. —Andre aguardó para dar el siguiente paso.

Christian Baruch me ignoró, pero le dedicó a Sophie-Anne la misma mirada que le daría yo a un asado que pensara comerme cualquier domingo.

—Su presencia supone un gran honor para mi hotel —murmuró, con un inglés de fuerte acento, y pude ver las puntas de sus colmillos. Era bastante alto, con una amplia mandíbula y pelo moreno. Pero sus pequeños ojos eran de un gris ártico.

Sophie-Anne asumió el cumplido con prisas, aunque frunció el ceño durante un segundo. Exponer los colmillos no era precisamente una forma sutil de decir «me encantas». Nadie dijo nada. Al menos no durante un largo y extraño instante. Entonces decidí romper el silencio:

—¿Alguien va a llamar a la policía, o qué?

—Creo que deberíamos pensar qué les vamos a decir —dijo Baruch, con una voz tan suave y sofisticada que parecía burlarse de mi sureña tosquedad—. Señor Donati, ¿le importaría entrar en la suite a ver qué hay?

Todd Donati se abrió paso entre la multitud sin miramiento alguno. Sigebert, que había estado custodiando la puerta abierta (a falta de algo mejor que hacer), se apartó a un lado para dejar pasar al humano. El enorme guardaespaldas se acercó como pudo a la reina, al parecer más feliz en proximidad de su señora.

Mientras Donati examinaba lo que quiera que quedara en la suite de Arkansas, Christian Baruch se volvió para dirigirse hacia la gente.

—¿Cuántos de ustedes bajaron aquí tras oír que había pasado algo?

Puede que unas quince personas alzaran la mano o asintieran con la cabeza.

—Por favor, bajen al bar de la planta baja, donde nuestros camareros les dispondrán algo especial. —Los quince se marcharon bastante deprisa ante esa promesa. Vampiros…—. ¿Cuántos de ustedes no estaban aquí cuando se hallaron los cadáveres? —siguió Baruch cuando se marchó el primer grupo. Todo el mundo alzó la mano, salvo nosotros cuatro: La reina, Andre, Sigebert y yo—. Todos ustedes son libres de marcharse —dijo Baruch, tan cívicamente que parecía que estaba extendiendo una invitación. Y todos se fueron. Landry dudó, pero recibió una mirada que la impulsó a correr escaleras abajo.

La zona que rodeaba al ascensor central ahora parecía espaciosa, de lo desierta que se encontraba.

Donati volvió a salir. No parecía especialmente perturbado o asqueado, pero sí algo menos sereno.

—Sólo quedan trozos de ellos. El suelo está lleno de desperdicios; supongo que podría llamárselos residuos. Creo que había tres, pero uno está tan troceado que podrían haber sido dos.

—¿Quién figuraba registrado?

Donati consultó su agenda electrónica.

—Jennifer Cater, de Arkansas. La habitación estaba a nombre de la delegación vampírica de Arkansas. Los vampiros de Arkansas que quedaban.

El término «que quedaban» quizá hubiera sido pronunciado con excesivo énfasis. Estaba claro que Donati conocía la historia de la reina.

Christian Baruch arqueó una densa ceja negra.

—Conozco a mi propia gente, Donati.

—Sí, señor.

Puede que la nariz de Sophie-Anne se arrugara levemente de asco. «Su propia gente, y una mierda», parecía decir esa nariz. Baruch apenas había cumplido cuatro años como vampiro.

—¿Quién vio los cuerpos? —preguntó.

—Ninguno de nosotros —se apresuró a decir Andre—. No hemos puesto el pie en la suite.

—¿Quién, entonces?

—La puerta estaba abierta, y olimos a muerte. Dada la situación entre mi reina y los vampiros de Arkansas, pensamos que no sería muy juicioso entrar —explicó Andre—. Enviamos a Sigebert, el guardaespaldas de la reina.

Andre omitió directamente el registro de Clovache. Así que Andre y yo teníamos algo en común: podíamos retorcer la verdad con algo que no fuese precisamente una mentira. Había hecho un trabajo magistral.

Mientras las preguntas seguían (la mayoría sin contestación o imposibles de contestar), me sorprendí interrogándome si la reina aún tendría que someterse a un juicio, ahora que su principal acusadora había muerto. Me preguntaba a quién pertenecería el Estado de Arkansas; era razonable asumir que el contrato de boda le había otorgado a Sophie-Anne algunos derechos sobre el patrimonio de Peter Threadgill, y yo sabía que Sophie-Anne necesitaba cada pizca de dinero que pudiese reclamar desde lo del Katrina. ¿Gozaría aún de esos derechos, después de que Andre liquidara a Peter? Hasta ese momento, no me había parado a pensar en la cantidad de problemas que rondaban la cabeza de la reina en esa cumbre.

Pero, tras hacerme todas esas preguntas, me di cuenta de que había un tema inmediato que resolver. ¿Quién había matado a Jennifer Cater y sus compañeros? ¿Cuántos vampiros de Arkansas quedarían después de la batalla de Nueva Orleans y la matanza de esa noche? Arkansas no era un Estado tan grande, y contaba con muy pocos centros de población.

Volví a la realidad cuando crucé la mirada con Christian Baruch.

—Usted es la humana que puede leer las mentes —espetó tan de repente que di un respingo.

—Sí —dije, ya harta de que todo el mundo me señalara con el dedo.

—¿Mató usted a Jennifer Cater?

No tuve que fingir asombro alguno.

—Creo que me sobrevalora —respondí— si cree que he podido acabar con tres vampiros. No, no la he matado. Se dirigió a mí en el vestíbulo esta noche, lanzándome improperios, pero es la única vez que la he visto.

Pareció achicarse un poco, como si hubiera esperado otra respuesta y una actitud más humilde.

La reina dio un paso para ponerse a mi lado, y Andre la imitó, de forma que los dos antiguos vampiros me flanquearon. Qué sensación más cálida y acogedora. Pero sabía que le estaban recordando al hostelero que yo era su humana especial y que no podía molestarme.

En ese oportuno momento, un vampiro apareció por la puerta de las escaleras y se dirigió rápidamente hacia la suite de la muerte. Sin embargo, con la misma rapidez, Baruch corrió para bloquearle el paso, de modo que el nuevo vampiro chocó contra él y cayó al suelo. El pequeño vampiro se incorporó inmediatamente, tan deprisa que mis ojos apenas pudieron registrarlo. Se esforzaba sobremanera para apartar a Baruch del umbral.

Pero fue inútil. Finalmente, dio un paso atrás. Si el pequeño vampiro hubiese sido un humano, ahora estaría jadeando, pero tal como estaba la situación, su cuerpo se agitaba con temblores de acción retardada. Tenía el pelo castaño y una barba recortada, y lucía un traje de JCPenney. Parecía un tipo normal, hasta que le veías los ojos y te dabas cuenta de que era un lunático.

—¿Es eso cierto? —preguntó, con voz baja e intencionada.

—Jennifer Cater y sus compañeros están muertos —dijo Christian Baruch, no sin cierta compasión.

El pequeño hombre aulló, aulló literalmente, y se me erizó el vello de los brazos. Cayó de rodillas, agitando el cuerpo hacia delante y hacia atrás en un trance de sufrimiento.

—¿He de deducir que formabas parte de su comitiva? —interrogó la reina.

—¡Sí, sí!

—Entonces, ahora yo soy tu reina, y te ofrezco un sitio a mi lado.

Los aullidos cesaron, como si los hubiesen extirpado con un par de tijeras.

—Pero tú mataste a nuestro rey —dijo el vampiro.

—Era la esposa del rey, y como tal, tengo el derecho de heredar su Estado en el caso de su muerte —afirmó Sophie-Anne, mostrando sus ojos negros casi benevolentes, casi luminosos—. Y sin duda está muerto.

—Eso pone sobre el papel —me murmuró el señor Cataliades al oído, por lo que tuve que reprimir un respingo de sorpresa. Siempre había pensado que eso que se dice del movimiento ligero de los hombres orondos era pura estupidez. La gente oronda se mueve pesadamente. Pero el señor Cataliades era tan ligero como una mariposa, y no tuve la menor idea de que andaba cerca hasta que me habló.

—¿En el contrato de matrimonio de la reina? —logré decir.

—Sí —contestó—. Y sin duda fue repasado exhaustivamente por el abogado de Peter. Lo mismo podía aplicarse en el caso de la muerte de Sophie-Anne.

—Supongo que habría un buen número de cláusulas, ¿no?

—Oh, unas cuantas. La muerte tenía que contar con testigos.

—Oh, Dios, ésa era yo.

—Sin duda. La reina la quiere cerca por una buena razón.

—¿Y otras condiciones?

—No podía haber un segundo al mando vivo para quedarse con el Estado. En otras palabras, tenía que producirse una gran catástrofe.

—Y ahora ha ocurrido.

—Sí, eso parece. —El señor Cataliades parecía bastante satisfecho con eso.

Mi mente vibraba en todas direcciones, como uno de esos alambres en los que van ensartando los números del bingo.

—Me llamo Henrik Feith —dijo el pequeño vampiro—, y sólo quedan cinco vampiros en Arkansas. Soy el único que hay en Rhodes, y sólo estoy vivo porque bajé a quejarme por las toallas del baño.

Tuve que echarme una mano a la boca para no reírme, lo que habría sido inapropiado, por así llamarlo. La mirada de Andre permaneció fija sobre el hombre que estaba arrodillado ante nosotros, pero, de alguna manera, su mano se movió para darme un pellizco. Después de aquello, me resultó muy fácil no caer en la carcajada. De hecho, me costó no gritar.

—¿Qué problema había con las toallas? —quiso saber Baruch, desviando el tema por completo ante una queja hacia su hotel.

—Jennifer sola llegaba a usar tres —empezó a explicar Henrik, pero el fascinante tema por el que nos había desviado quedó cortado cuando intervino Sophie-Anne.

—Es suficiente. Henrik, te vienes con nosotros a mi suite. Señor Baruch, espero que nos mantenga informados sobre la evolución del caso. Señor Donati, ¿tiene intención de llamar a la policía de Rhodes?

Era muy atento por parte de ella dirigirse a Donati como si tuviese poder de decisión al respecto.

—No, señora —respondió éste—. A mí me parece que es un asunto de vampiros. Ya no hay cuerpos que examinar; no hay imágenes porque no hay cámaras de seguridad en la suite, y si mira hacia arriba —todos lo hicimos, por supuesto, hacia el rincón del pasillo—, se dará cuenta de que alguien ha lanzado con precisión un trozo de chicle en la lente de la cámara del pasillo. O, si era un vampiro, puede que saltara para pegarlo. Por supuesto, revisaré las cintas, pero dada la velocidad a la que pueden saltar los vampiros, puede que sea imposible identificar al autor. En este momento, no hay vampiros en el departamento de homicidios de la policía de Rhodes, así que no sé si hay alguien a quien podamos llamar. La mayoría de los policías humanos no estarán dispuestos a investigar un crimen vampírico, a menos que cuenten con un compañero vampiro para cubrirles las espaldas.

—No se me ocurre nada más que podamos hacer aquí —dijo Sophie-Anne, exactamente como si no pudiera importarle menos—. Si no nos necesitan más, acudiremos a la ceremonia de inauguración. —Había mirado su reloj unas cuantas veces durante la conversación—. Maese Henrik, si te apetece, puede acompañarnos. Si no, lo cual es muy comprensible, Sigebert te guiará a nuestra suite, donde puedes quedarte.

—Me gustaría quedarme en un lugar tranquilo —pidió Henrik Feith. Parecía un cachorro maltratado.

Sophie-Anne le hizo un gesto a Sigebert, quien no parecía muy contento con la orden recibida. Pero tenía que obedecerla, claro estaba, así que emprendió marcha con el pequeño vampiro, que suponía una quinta parte de todos los que quedaban en Arkansas.

Tenía tantas cosas en las que pensar, que mi cerebro se embotó. Justo cuando pensaba que no podía pasar nada más, el ascensor sonó y sus puertas se abrieron para dar paso a Bill. Su llegada no fue tan espectacular como la de Henrik, pero sin duda fue efectista. Se paró en seco y analizó la situación. Al ver que todos estábamos allí de pie, tranquilos, recuperó la compostura y dijo:

—He oído que ha habido problemas. —Se dirigió al aire, así que cualquiera de nosotros podía responder.

Estaba cansada de considerarlo el innombrable. Demonios, era Bill. Odio cada molécula de su cuerpo, pero lo tenía innegablemente delante. Me preguntaba si los licántropos podían mantener verdaderamente a raya a sus desterrados, y cómo se las arreglarían para ello. Yo no lo llevaba muy bien.

—Hay problemas —le informó la reina—, aunque no alcanzo a comprender qué puede resolver tu presencia.

Nunca había visto a Bill avergonzado, y ésa fue la primera vez.

—Pido disculpas, mi reina —dijo—. Si me necesitaras para cualquier cosa, estaré de vuelta en mi caseta de la sala de convenciones.

En un gélido silencio, las puertas del ascensor se deslizaron para cerrarse, borrando la forma y el rostro de mi primer amante. Quizá era su forma de demostrar que se preocupaba por mí al presentarse tan rápidamente, cuando debía estar tratando los asuntos de la reina en otra parte. Si su demostración estaba destinada a ablandarme el corazón, había fracasado.

—¿Hay algo que esté en mi mano para ayudarle en su investigación? —se ofreció Andre a Donati, si bien sus palabras estaban dirigidas a Christian Baruch—. Dado que la reina es la heredera de Arkansas, estamos dispuestos a colaborar.

—No hubiese esperado menos de una reina tan preciosa, también conocida por su perspicacia y tenacidad en los negocios.

Baruch le dedicó una reverencia.

Incluso Andre parpadeó ante el engañoso cumplido, y la reina le lanzo una mirada entrecerrada. Yo clavé la mirada en la maceta, borrando toda expresión de mi rostro. Corría peligro de soltar alguna carcajada. Aquél era un grado de lameculismo con el que nunca me había topado antes.

La verdad es que no parecía que hubiera nada más que decir, y sumida en el silencio, me dirigí hacia el ascensor con los demás vampiros y el señor Cataliades, que había guardado un notable silencio.

—Mi reina, tienes que volver a casarte de inmediato —dijo, cuando las puertas del ascensor se cerraron.

Dejad que os diga que Sophie-Anne y Andre tuvieron una notable reacción ante esa bomba verbal. Sus ojos se abrieron como platos durante un instante.

—Cásate con cualquiera: Kentucky, Florida, incluso añadiría que Misisipi, si no estuviera negociando con Indiana. Pero necesitas una alianza, alguien letal que te cubra la espalda. De lo contrario, chacales como Baruch te rondarán, ladrando para ganarse tu atención.

—Misisipi está fuera de concurso, menos mal. No creo que pudiera soportar a sus hombres. De vez en cuando sí, pero sistemáticamente no —dijo Sophie-Anne.

Era la cosa más natural y despreocupada que le había oído decir. Casi sonó humana. Andre pulsó el botón para detener el ascensor entre dos pisos.

—No recomendaría a Kentucky —aconsejó—. Cualquiera que necesite Britlingens tiene suficientes problemas para sí.

—Alabama es adorable —reflexionó Sophie-Anne—, pero tiene ciertos gustos para la cama que no comparto.

Yo estaba harta de permanecer en el ascensor y de ser considerada como parte del mobiliario.

—¿Puedo hacer una pregunta? —dije.

Al cabo de un instante de silencio, Sophie-Anne asintió.

—¿Cómo es posible que mantenga con usted a sus vampiros convertidos y se haya acostado con ellos, mientras que los demás vampiros no pueden hacer eso? ¿No se supone que la relación entre creador y vampiro neonato es a corto plazo?

—La mayoría de los vampiros neonatos no permanecen con sus creadores durante mucho tiempo —convino Sophie-Anne—. Y son muy pocos los casos de vampiros convertidos que hayan permanecido tanto tiempo con su creador como Andre y Sigebert lo han hecho conmigo. Esa cercanía es mi don, mi talento. Cada vampiro tiene un don: algunos pueden volar, otros tienen habilidades especiales con la espada. Yo puedo mantener cerca a mis convertidos. Podemos hablar entre nosotros como lo hacéis Barry y tú. Podemos amarnos físicamente.

—Si es así, ¿por qué no se limita a nombrar a Andre rey de Arkansas y casarse con él?

Se produjo un prolongado y absoluto silencio. Los labios de Sophie-Anne se separaron un par de veces, como si quisiera explicarme el porqué de tal imposibilidad, pero en ambas ocasiones los volvió a cerrar. Andre me miró con tal intensidad que imaginé dos puntos en mi cara a punto de echar humo. El señor Cataliades parecía conmocionado, como si un mono le hubiese empezado a hablar en pentámetro yámbico.

—Sí —dijo Sophie-Anne finalmente—. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué no contar como rey y esposo a mi más estimado amigo y amante? —Se puso radiante en un abrir y cerrar de ojos—. Andre, la única desventaja es que tendrás que pasar algún tiempo apartado de mí cuando vayas a Arkansas para hacerte cargo de los asuntos del Estado. Mi convertido mayor, ¿estás dispuesto?

El rostro de Andre se transformó con amor.

—Por ti, cualquier cosa —contestó.

Estábamos viviendo todo un momento Kodak. Lo cierto es que me sentí un poco emocionada.

Andre volvió a pulsar el botón y seguimos bajando.

A pesar de no ser inmune al romance (ni de lejos), en mi opinión, la reina tenía que centrarse en descubrir quién había matado a Jennifer Cater y los restantes vampiros de Arkansas. Tenía que dar la vara al de las toallas, Henrik no sé qué. No necesitaba andar por ahí socializando. Pero Sophie-Anne no me había preguntado por mi opinión, y ya había expuesto bastantes ideas propias por un día.

El vestíbulo estaba atestado. Con tanta gente, lo normal es que la mente se me sobrecargara, a menos que tuviese mucho cuidado. Pero, al ser la mayoría de los allí presentes vampiros, me encontré con un vestíbulo lleno de silencio, apenas rasgado por los pensamientos de los escasos empleados y lacayos humanos. Ver todo el movimiento sin percibir pensamientos era de lo más extraño, como ver el batir de alas de muchos pájaros sin oír el movimiento. Estaba en plena faena, así que agudicé los sentidos y escruté a todos los individuos por los que aún circulaba la sangre y latía un corazón.

Un brujo, una bruja. Un amante/donante de sangre; en otras palabras, un fanático de los vampiros, pero de alta clase. Cuando lo busqué visualmente, me encontré con un joven muy atractivo, vestido de diseño de arriba abajo, que estaba orgulloso de ello. Junto al rey de Texas estaba Barry el botones: estaba cumpliendo con su trabajo, igual que yo con el mío. Rastreé a un par de empleados del hotel en sus quehaceres. La gente no siempre piensa en cosas interesantes como «Esta noche participaré en una conspiración para asesinar al gerente del hotel», o nada parecido, aunque sea cierto. Más bien ocupan sus mentes con cosas como: «La habitación de la once necesita jabón, la de la ocho tiene un radiador que no funciona y hay que apartar el carro de servicio de la cuatro…».

Luego di con una prostituta. Ésa sí que era interesante. La mayoría de las que conocía eran más bien aficionadas, pero esa mujer era toda una profesional. Sentí la curiosidad suficiente como para entablar contacto ocular. Su cara era bastante atractiva, pero nunca habría optado al premio de Miss América, o siquiera a un título más local; definitivamente no era la típica vecinita, a menos que viviera en un barrio rojo. Su pelo de color platino estaba desgreñado, como si acabara de levantarse. Sus ojos marrones eran estrechos y lucía un bronceado uniforme, pechos operados, grandes pendientes, tacones afilados, pintalabios brillante y un vestido compuesto prácticamente de lentejuelas rojas. Imposible que pasase desapercibida. Acompañaba a un hombre que había sido convertido en vampiro cuando rondaba los cuarenta.

Iba cogida de su brazo como si no pudiese caminar sin ayuda, y me pregunté qué parte de culpa tendrían en ello los tacones afilados, o si se agarraba porque le gustaba.

Estaba tan interesada en ella (proyectaba su sexualidad con tanta intensidad, que declaraba a los cuatro vientos que era una prostituta), que me deslicé entre la gente para seguirla más de cerca. Absorta en mi objetivo, no pensé en que pudiera darse cuenta de mi presencia, pero pareció sentir mis ojos en su nuca y se volvió para mirar por encima del hombro. El hombre que la acompañaba estaba hablando con otro vampiro, y por un momento no tuvo que atenderle, tiempo que invirtió en escrutarme con mirada suspicaz. Me quedé a unos metros de ella para escuchar sus pensamientos por pura curiosidad.

«Tía rara, no es una de las nuestras, ¿acaso lo querrá para ella? Puede tenerlo; no soporto eso que hace con la lengua, y cuando termine de hacérmelo, querrá que se lo haga yo a él y al otro tipo… agh, ojalá tuviera pilas de repuesto. ¿Y si se marchara y dejara de mirarme?»

—Claro, lo siento —dije, avergonzada de mí misma, y volví a zambullirme en el gentío. Me acerqué a los camareros que había contratado el hotel, ocupados paseando entre la gente con bandejas y vasos de sangre y algunas bebidas para humanos. Estaban centrados en esquivar a la cambiante masa de huéspedes sin derramar nada, con las espaldas y pies doloridos, y cosas por el estilo. Barry y yo intercambiamos gestos de la cabeza y capté un rastro de pensamiento que incluía el nombre de Quinn, así que le seguí el rastro hasta dar con una empleada de E(E)E. Lo supe porque llevaba una camiseta de la empresa. Era una joven de pelo muy corto y piernas muy largas. Estaba hablando con uno de los camareros, y no cabía duda de que era una conversación unidireccional. En medio de un gentío notablemente elegante, los vaqueros y las zapatillas de la mujer destacaban sobremanera.

—… y una caja de refrescos helados —estaba diciendo—. Una bandeja de sandwiches y unas patatas, ¿vale? En la sala de baile, dentro de una hora. —Se volvió abruptamente y me la encontré cara a cara. Me escrutó de arriba abajo y quedó algo impresionada.

—¿Sales con uno de los vampiros, rubita? —preguntó. Su voz se me antojó grosera, con un acento del noreste.

—No, salgo con Quinn —dije—. Rubita, tú. —Aunque lo cierto era que soy rubia natural. Bueno, natural con ayuda. El pelo de esa chica parecería paja…, si la paja tuviera raíces negras.

No le gustó nada lo que le respondí, aunque no estaba del todo segura de qué parte en concreto se trataba.

—No me había dicho que tuviera chica nueva —dijo, y por supuesto que lo hizo del modo más insultante posible.

Me sentí libre de ahondar en su cráneo, y allí encontré un profundo afecto hacia Quinn. Estaba convencida de que ninguna otra mujer era merecedora de él. Pensaba que yo no era más que una paleta sureña que gustaba de esconderse detrás de los hombres.

Dado que todas esas ideas se basaban en una conversación que apenas había durado treinta segundos, pude perdonar su error. Pude perdonarla por querer a Quinn. Incluso podía perdonarla por su abrumador desprecio.

—Quinn no tiene por qué compartir contigo lo que hace en su vida privada —dije. Lo que de verdad quería preguntarle era dónde estaba Quinn en ese momento, pero eso le daría la ventaja, así que me guardaría la pregunta—. Si me disculpas, tengo que volver al trabajo, e intuyo que tú también.

Me agujereó con sus ojos negros y se marchó. Mediría unos diez centímetros más que yo, y era muy delgada. No se había molestado en ponerse sujetador, y sus pechos con aspecto de ciruela se contoneaban llamativamente con cada paso. Esa chica era de las que siempre quieren estar por encima. No fui la única que la observó atravesar la estancia. Barry había mudado sus fantasías conmigo por ella.

Volví junto a la reina, porque ella y Andre se dirigían ya hacia la sala de conferencias desde el vestíbulo. Las anchas puertas dobles estaban abiertas del todo, trabadas con sendos jarrones preciosos cargados de adornos y hierbas secas.

—¿Alguna vez has estado en una convención de verdad, una normal? —preguntó Barry.

—No —dije, tratando de mantener la mente abierta y orientada hacia el gentío que nos rodeaba. Me pregunté cómo lo soportaban los agentes del servicio secreto—. Bueno, acudí a una con Sam, una convención de proveedores de bares, pero sólo estuvimos un par de horas.

—Todo el mundo llevaba distintivo, ¿verdad?

—Si se puede llamar distintivo a un cartel atado al cuello, sí.

—Eso es para que los de la entrada sepan que has pagado tu entrada y para que no entre nadie sin autorización.

—Ya, ¿y?

Barry guardó silencio.

«¿Tú ves a alguien con distintivo? ¿Ves que alguien compruebe a los presentes?»

«Nadie, salvo nosotros. ¿Y qué sabemos? Puede que la prostituta sea una espía que trabaja para los vampiros del noreste, o algo peor», añadí más sobriamente.

«Están acostumbrados a ser los más fuertes y aterradores», dijo Barry. «Puede que se teman los unos a los otros, pero no a los humanos, no cuando están juntos.»

Pillé el mensaje. Las Britlingen ya habían suscitado mis preocupaciones, y ahora lo estaba incluso más.

Entonces volví la mirada hacia las puertas del hotel. Ahora que había oscurecido, estaban custodiadas por vampiros armados en vez de humanos. El mostrador de recepción también estaba ocupado por vampiros con el uniforme del hotel, y no perdían de vista a cada uno de los que pasaban por las puertas. El edificio no estaba tan desprotegido como pudiera parecer. Me relajé y decidí comprobar las casetas de la sala de convenciones.

En una te podían colocar colmillos protésicos; eran de marfil natural, plata u oro, y los más caros se retraían mediante un motor que se activaba pulsando un botón con la lengua. «Imposible diferenciarlos de los auténticos», estaba asegurándole un hombre mayor a un vampiro con barba y el pelo entrelazado. «¡Y vaya si son afilados!» No podía imaginar quién querría un par de ésos. ¿Un vampiro con un colmillo roto? ¿Un aspirante a vampiro que quisiera hacerse pasar por uno? ¿Un humano con ganas de jugar a rol?

La siguiente caseta vendía CD de música de diversas épocas históricas, como «Canciones folk rusas del siglo XVIII» o «Música de cámara italiana, los primeros años». Era una buena forma de hacer dinero. A la gente siempre le gusta la música de su época, aunque hayan pasado siglos.

La siguiente caseta era la de Bill, y había un gran cartel sobre los «muros» temporales del cercado. «IDENTIFICACIÓN DE VAMPIROS», ponía el cartel. «SIGA EL RASTRO DE CUALQUIER VAMPIRO, EN CUALQUIER MOMENTO, EN CUALQUIER ÉPOCA. LO ÚNICO QUE NECESITA ES ALGUIEN QUE ENTIENDA DE ORDENADORES», reflejaba un cartel más pequeño. Bill estaba hablando con una vampira que le estaba dando su tarjeta de crédito, mientras Pam metía un CD en una pequeña bolsa. Cruzamos nuestras miradas y ella me guiñó un ojo. Llevaba una ropa de lo más excéntrico que no creo que hubiese sido su primera elección voluntaria. Pero Pam sonreía, quizá disfrutando de un cambio en la rutina.

«HAPPY BIRTHDAY PRESS PRESENTA: SOPA DE SANGRE PARA EL ALMA», lucía el cartel de la siguiente caseta, donde se sentaba una vampira solitaria y aburrida con una pila de libros frente a ella.

El siguiente puesto ocupaba varios espacios y no requería de explicación alguna.

—Debería pasar al siguiente nivel, sin duda —le estaba diciendo un fervoroso vendedor a una vampira negra que llevaba el pelo ensortijado con mil gomas de colores. Ella escuchaba atentamente mientras contemplaba uno de los miniataúdes de muestra que había abiertos—. Claro que la madera es biodegradable y tradicional, pero ¿quién necesita eso? Su ataúd es su casa, es lo que mi padre siempre me decía.

Había más, incluida una de Extreme(ly Elegant) Events, que consistía en una gran mesa con carteles de precios y álbumes de fotos para tentar a los que pasaran por allí. Estuve a punto de acercarme cuando me di cuenta de que la caseta la llevaba Miss Altanera Pataslargas. No me apetecía volver a hablar con ella, así que seguí adelante, sin perder de vista en ningún momento a la reina. Uno de los camareros humanos estaba admirando el trasero de Sophie-Anne, pero pensé que aquello no era punible con la muerte, por lo que lo dejé pasar.

Para entonces, la reina y Andre se habían reunido con los sheriffs Gervaise y Cleo Babbitt. Gervaise, de cara ancha, era un hombre pequeño, puede que midiera 1,68. Aparentaba unos treinta y cinco años, aunque se podía añadir un siglo sin miedo para acercarse a su edad real. Gervaise había soportado el peso de mantener y entretener a Sophie-Anne durante las últimas semanas, y el desgaste empezaba a notarse. Había oído que era conocido por su ropa sofisticada y estilo alegre. La última vez que lo vi, tenía el pelo muy liso sobre su lustrosa cara redonda. Ahora estaba desgreñado. Su traje necesitaba una visita a la lavandería, y sus zapatos un buen pulido. Cleo era una mujer fornida, de amplios hombros y el pelo negro como el carbón, con una amplia cara gobernada por sus labios. Era lo suficientemente moderna como para querer emplear su apellido; sólo hacía cincuenta años que era vampira.

—¿Dónde está Eric? —les preguntó Andre a los otros sheriffs.

Cleo se rió, sotó una carcajada grave que hizo que los hombres se volvieran para mirar.

—Lo han reclutado —dijo—. El sacerdote no ha aparecido, ha tomado un cursillo y será él quien oficie.

Andre sonrió.

—No nos lo podemos perder. ¿Qué se celebra?

—Se anunciará dentro de nada —respondió Gervaise.

Me pregunté qué Iglesia querría a Eric como su sacerdote. ¿La Iglesia de los Pingües Beneficios? Volví a la caseta de Bill y llamé la atención de Pam.

—¿Eric es un sacerdote? —murmuré.

—De la Iglesia del Espíritu del Buen Amor —me dijo, embolsando tres CD y entregándoselos a un loco de los vampiros enviado por su señor—. Obtuvo su diploma gracias a un curso por Internet, con la ayuda de Bobby Burnham. Ahora puede oficiar matrimonios.

Un camarero se las arregló para sortear a todos los huéspedes que rodeaban a la reina para llevarle una bandeja llena de copas de vino rebosantes de sangre. En un abrir y cerrar de ojos, Andre se había colocado entre el camarero y la reina, y en el mismo tiempo, el camarero se dio la vuelta y partió en otra dirección.

Traté de escrutar la mente del camarero, pero estaba completamente en blanco. Andre se había hecho con el control del tipo y lo había mandado a otra parte. Ojalá estuviese bien. Seguí su progreso hasta una humilde puerta que había en un rincón, hasta quedar segura de que volvía a la cocina. Bien, incidente resuelto.

Sentí una oleada procedente de la sala de exposiciones y me volví para ver qué pasaba. Los reyes de Misisipi e Indiana habían aparecido juntos de la mano, lo cual parecía un aviso público de que habían concluido sus negociaciones de matrimonio. Russell Edgington era un vampiro delgado y atractivo que gustaba de otros hombres (exclusiva y extensamente). Podía ser un buen compañero y también era bueno peleando. Me caía bien. Estaba un poco nerviosa ante la expectativa de verle, ya que hacía unos meses había dejado un cadáver en su piscina. Traté de verlo por el lado bueno. El cadáver era de una vampira, así que cabía la posibilidad de que se hubiese desintegrado antes de que retiraran la cubierta en primavera.

Russell e Indiana se detuvieron delante de la caseta de Bill. Daba la casualidad de que Indiana era un tipo enorme, con el pelo ondulado y castaño con una cara que no estaba mal.

Me acerqué un poco, presintiendo problemas.

—Tienes buen aspecto, Bill —dijo Russell—. Mi gente me ha dicho que lo pasaste mal en mi casa. Veo que te has recuperado bien. No sé muy bien cómo saliste, pero me alegro. —Si la pausa de Russell pretendía aguardar alguna reacción, se quedó con las ganas. La expresión de Bill era tan impasible como si Russell le hubiese estado hablando del tiempo, en vez de su tortura—. Lorena era tu creadora y no podía interferir —añadió Russell, con una voz tan tranquila como su expresión—. Y aquí te encuentro, vendiendo tu pequeño invento informático que Lorena quería quitarte por las malas. Como dice el bardo: «Bien está lo que bien acaba».

Russell había sido demasiado prolijo, lo cual indicaba que ansiaba una reacción por parte de Bill. Pero la voz de Bill era como la fría seda deslizándose sobre un cristal. Y todo lo que dijo fue:

—Descuida, Russell. Supongo que debo darte la enhorabuena.

Russell dedicó una sonrisa a su novio.

—Sí, Misisipi y yo lo vamos a intentar —dijo el rey de Indiana. Su voz era profunda. Pasaría desapercibido tanto apaleando a un estafador en un callejón, como sentado en un bar con serrín en el suelo. Pero Russell no hizo sino ruborizarse.

Quizá sí que había un genuino amor.

Entonces, Russell reparó en mí.

—Bart, tienes que conocer a esta joven —manifestó inmediatamente. Casi me entró un ataque de pánico. Pero no me quedaba más forma de salir de la situación que volverme y salir corriendo. Russell llevó a su prometido junto a mí de la mano—. Esta joven recibió un estacazo durante su estancia en Jackson. Había algunos matones de la Hermandad en el bar, y uno de ellos le clavó una estaca.

Bart parecía casi desconcertado.

—Es obvio que sobreviviste —dijo—. Pero ¿cómo?

—El señor Edgington me ayudó —contesté—. De hecho, me salvó la vida.

Russell trató de adoptar un aire de modestia, y casi lo consiguió. El vampiro trataba de sacar su mejor cara ante su prometido, una reacción tan humana que me costó creerla.

—No obstante, creo que te llevaste algo contigo al marcharte —dijo Russell con severidad, agitando un dedo hacia mí.

Traté de deducir algo de su expresión para saber por dónde tirar con una respuesta. La verdad era que me había llevado una manta y algo de ropa que los jovencitos del harén de Russell habían dejado por ahí. Y me llevé a Bill, a quien habían mantenido preso en uno de los edificios secundarios. Supuse que se refería a eso.

—Sí, señor, pero dejé algo a cambio —respondí, ya que no podía soportar ese juego verbal del gato y el ratón. ¡Está bien! Había rescatado a Bill y asesinado a la vampira Lorena, aunque eso había sido más bien un accidente. Y había tirado su maligno trasero a la piscina.

—Ya decía yo que había algo de cieno en el fondo de la piscina cuando la abrimos en verano —dijo Russell, examinándome intensamente con sus ojos de chocolate amargo—. Eres toda una mujer emprendedora, señorita…

—Stackhouse, Sookie Stackhouse.

—Sí, te recuerdo. ¿No estabas en el Club de los Muertos con Alcide Herveaux? Es un licántropo, cielo —le explicó a Bart.

—Sí, señor —le dije, deseando que no me hubiera recordado ese pequeño detalle.

—Su padre estaba compitiendo por el puesto de líder de manada de Shreveport, ¿me equivoco?

—No se equivoca. Pero él…, eh…, no lo consiguió.

—Entonces ¿fue cuando murió Herveaux padre?

—Así es —contesté. Bart escuchaba con gran atención, sin dejar de acariciar la manga del abrigo de Russell. Era una especie de pequeño gesto lujurioso.

Quinn apareció a mi lado justo en ese momento y me rodeó con un brazo, lo que provocó que Russell abriera mucho los ojos.

—Señores —les dijo Quinn a Indiana y Misisipi—. Su boda les espera.

Los dos reyes se regalaron una sonrisa.

—¿No estás asustado? —le preguntó Bart a Russell.

—No si tú estás a mi lado —dijo Russell, con una sonrisa que hubiera derretido un iceberg—. Además, nuestros abogados nos matarían si renegociáramos esos contratos.

Ambos hicieron un gesto a Quinn con la cabeza, quien avanzó a grandes zancadas hacia la tarima situada en el extremo de la sala de exposiciones. Se colocó en lo más alto y estiró los brazos. Había un micrófono, y su poderosa voz inundó la sala.

—¡Atención, damas y caballeros, reyes y plebeyos, vampiros y humanos! Todos están invitados a presenciar la unión entre Russell Edgington, rey de Misisipi, y Bartlett Crowe, rey de Indiana, en la sala de rituales. La ceremonia dará comienzo dentro de diez minutos. La sala de rituales se encuentra pasando las puertas dobles del muro este del vestíbulo —dijo, indicando regiamente las puertas dobles.

Mientras hablaba, tuve tiempo de apreciar su indumentaria. Llevaba unos pantalones que se ceñían a la altura de la cintura y la cadera. Eran de un intenso escarlata. Se había decidido por un cinturón dorado, como los de los campeonatos de lucha, con unas botas de cuero negras que se tragaban el dobladillo del pantalón. No llevaba camisa. Parecía un genio que acabara de salir de una botella.

—¿Ése es tu nuevo hombre? —preguntó Russell—. ¿Quinn?

Asentí. Parecía impresionado.

—Sé que se le están pasando cosas por la cabeza ahora mismo —dije, impulsivamente—. Sé que está a punto de casarse. Pero sólo espero que estemos en paz, ¿vale? ¿No está enfadado o con sensación de tener cuentas pendientes conmigo?

Bart estaba aceptando los cumplidos de otros vampiros y Russell miró en su dirección. Luego me dedicó la cortesía de centrarse en mí, aunque sabía que no tardaría en tener que darse la vuelta para disfrutar de la velada, y así tenía que ser.

—No tengo ninguna cuenta pendiente contigo —dijo—. Afortunadamente, tengo un gran sentido del humor y Lorena me importaba un pimiento. Le alquilé la sala del establo porque hacía un par de siglos que la conocía, pero siempre fue una zorra.

—Entonces, ya que no está enfadado conmigo, deje que le pregunte, ¿por qué parece que todo el mundo tiene miedo de Quinn? —pregunté.

—¿De veras no lo sabes, siendo quien tiene al tigre cogido por la cola? —Russell parecía felizmente intrigado—. No tengo tiempo para contarte toda la historia, ya que me apetece estar con mi futuro marido, pero te diré algo, señorita Sookie: tu hombre ha hecho ganar mucho dinero a mucha gente.

—Gracias —le dije, algo confundida—. Y mis mejores deseos para usted y… eh, el señor Crowe. Espero que sean felices juntos. —Dado que estrechar la mano no era una costumbre vampírica, le hice una leve reverencia y me retiré rápidamente mientras aún gozábamos de una relación tan cordial.

Rasul apareció a mi lado. Sonrió cuando di el respingo. Estos vampiros… Tienen un sentido del humor adorable.

Hasta entonces sólo había visto a Rasul con su indumentaria de SWAT, y no tenía mal aspecto en absoluto. Esa noche, llevaba otro uniforme, pero también con cierto aire militar, al estilo cosaco. Lucía una túnica de mangas largas y unos pantalones hechos a medida de un intenso tono ciruela, con una banda negra y brillantes botones de latón. Rasul era muy moreno, sin trampa ni cartón, y tenía unos ojos grandes, oscuros y líquidos, a juego con el pelo negro, típico de alguien oriundo de Oriente Medio.

—Sabía que no debías de andar muy lejos. Me alegro de verte —saludé.

—Nos ha enviado a Carla y a mí como avanzadilla —dijo, aligerando las palabras con su exótico acento—. Estás más guapa que nunca, Sookie. ¿Te estás divirtiendo?

Pasé por alto sus bromas.

—¿Y ese uniforme?

—Por si crees que se lo he robado a alguien, te diré que es el nuevo uniforme de la casa de la reina —dijo—. Nos ponemos esto, en vez de la armadura habitual, cuando no estamos en la calle. Bonito, ¿eh?

—Estás divino —declaré, y se rió.

—¿Acudirás a la ceremonia? —preguntó.

—Sí, claro. Nunca he asistido a una boda entre vampiros. Oye, Rasul, lamento lo de Chester y Melanie. —Habían estado en el mismo turno de guardia que Rasul en Nueva Orleans.

Por un instante, todo rastro de humor se desvaneció del rostro del vampiro.

—Sí —dijo, al cabo de un momento de tenso silencio—. En vez de a mis camaradas, ahora tengo al ex felpudo.

Jake Purifoy se acercaba a nosotros, embutido en el mismo uniforme que Rasul. Parecía muy solitario. No llevaba tanto tiempo de vampiro como para mantener esa expresión calmada que parecía tan típica de los no muertos.

—Hola, Jake —lo saludé.

—Hola, Sookie —dijo, con tono desesperado y suplicante.

Rasul nos saludó con un gesto de la cabeza y se marchó. Me había quedado varada con Jake. Aquello se parecía demasiado a la escuela primaria para mi gusto. Jake era el típico niño que había ido al cole con la ropa equivocada y un extraño almuerzo. Ser una combinación entre vampiro y licántropo lo había segregado de ambas naturalezas. Era como pretender ser un gótico popular.

—¿Has podido hablar con Quinn? —pregunté, a falta de nada mejor que decir. Jake había trabajado para Quinn antes de que el cambio acabara con su empleo.

—Lo he saludado de paso —contestó Jake—. No es justo.

—¿El qué?

—Que a él lo acepten al margen de lo que haya hecho y que a mí me destierren.

Conocía el significado de la palabra «destierro», porque la había visto una vez en mi calendario de la palabra diaria. Pero mi mente se quedó colgada de ella porque el comentario de Jake casi me hace perder el equilibrio.

—¿Al margen de lo que haya hecho? —pregunté—. ¿Qué quieres decir?

—Bueno, tú ya conoces a Quinn —respondió Jake, y me dieron ganas de saltarle encima y golpearle en la cabeza con algo pesado.

—¡Comienza la boda! —bramó la voz amplificada de Quinn, y la gente empezó a encauzarse hacia las puertas dobles que había indicado antes. Jake y yo nos dejamos llevar por la corriente. La ayudante de Quinn de las tetas saltarinas estaba justo en la puerta, distribuyendo pequeñas bolsas de red con una mezcla de flores secas. Algunas estaban atadas con cinta dorada y azul, otras con azul y roja.

—¿Por qué hay colores diferentes? —preguntó la prostituta a la ayudante de Quinn.

Menos mal que lo hizo, porque eso significaba que me podía ahorrar la pregunta.

—Rojo y azul por la bandera de Misisipi, azul y dorado por la de Indiana —dijo la mujer, con una sonrisa automática. Aún la tenía adherida a la cara cuando me dio una bolsa atada con cinta roja y azul, aunque se desvaneció de un modo casi cómico cuando se percató de quién era yo.

Jake y yo avanzamos hasta una buena posición, algo escorada hacia la derecha. El lugar estaba vacío, salvo por unos cuantos accesorios, y no había sillas. Al parecer, no esperaban que la ceremonia se prolongara demasiado.

—Respóndeme —susurré—. Lo de Quinn.

—Después de la boda —dijo, procurando no sonreír. Hacía muchos meses desde que Jake disfrutaba de cierta ventaja sobre alguien, y era incapaz de ocultar el hecho de que estaba disfrutando de ello. Miró hacia atrás, y sus ojos se ensancharon. Imité su gesto para ver que en el extremo opuesto de la sala había un bufé, aunque su plato fuerte no era la comida, sino la sangre. Para mi asqueo, había unas veinte personas, entre hombres y mujeres, formando una fila delante de una fuente de sangre sintética, y todos llevaban un identificador que ponía simplemente «donante voluntario». Casi suelto una carcajada. ¿Podía ser eso legal? Pero eran libres, no estaban presos, y podían salir cuando quisieran. La mayoría parecían ansiosos por iniciar su donación. Escruté rápidamente sus mentes. Sí, lo estaban deseando.

Me volví hacia la plataforma, de apenas cuarenta y cinco centímetros de altura, sobre la que acababan de subirse los reyes de Misisipi e Indiana. Se habían puesto unos trajes muy elaborados, que me sonaba haber visto en uno de los álbumes de aquel fotógrafo que se especializaba en rituales sobrenaturales. Al menos, ésos eran fáciles de ponerse. Russell llevaba una túnica abierta de profuso brocado que encajaba perfectamente sobre su ropa normal. Era una espléndida prenda de brillante paño dorado con un patrón azul y escarlata. Bart, rey de Indiana, lucía una túnica similar de marrón cobre, con bordado verde y dorado.

—Sus túnicas formales —susurró Rasul. Una vez más, se había puesto a mi lado sin que me diera cuenta. Di un respingo y vi cómo una pequeña sonrisa estiraba su generosa boca. A mi izquierda, Jake se había arrimado más a mí, como si quisiera esconderse de Rasul.

Pero estaba más interesada en la ceremonia que en los piques entre machos vampiros. Un ankh gigante decoraba el centro del escenario. A un lado, había una mesa sobre la que habían depositado dos pesadas pilas de papel y sendas plumas entre ellas. Había una vampira de pie, tras la mesa, ataviada con un traje de negocios, con falda que le llegaba hasta las rodillas. El señor Cataliades estaba detrás de ella, con aire benevolente, y las manos entrelazadas ante su barriga.

En la mesa del lado contrario, Quinn, mi chico (cuyo trasfondo estaba decidida a descubrir más pronto que tarde), aún tenía puesto el traje de genio de Aladino. Aguardó a que los murmullos del gentío se hubieran extinguido para hacer un exagerado gesto hacia la derecha. Una figura ascendió las escaleras de camino a la plataforma. Llevaba una capa y capucha de terciopelo negro. El símbolo del ankh estaba bordado en oro sobre los hombros. La figura tomó posición entre Misisipi e Indiana, dando la espalda al gran ankh, y alzó los brazos.

—La ceremonia da comienzo —dijo Quinn—. Seamos testigos de esta unión en silencio.

Si alguien le pide a un vampiro que guarde silencio, puede estar seguro de que éste será absoluto. Los vampiros no necesitan hacer movimientos inquietos, suspirar, estornudar, toser o sonarse la nariz como la gente normal. Me sentí estruendosa por tan sólo respirar.

La capucha de la figura cayó hacia atrás. Suspiré, sorprendida. Era Eric. Su pelo de color pajizo destacaba precioso en contraste con el fondo negro de la capa. Su rostro estaba lleno de solemne autoridad, que es lo que una espera de cualquier oficiante que se precie.

—Estamos aquí para ser testigos de la unión entre dos reyes —empezó, y cada una de sus palabras llegó hasta las cuatro esquinas de la sala—. Russell y Bart han accedido, verbalmente y por escrito, a formar una alianza con sus Estados que durará cien años. Durante este tiempo, no podrán contraer matrimonio con nadie más, a menos que dicha alianza sea de mutuo acuerdo y pública. Cada uno deberá hacer al otro una visita conyugal al menos una vez al año. El bienestar del reino de Russell será prioritario, sólo después del propio, a ojos de Bart, y el bienestar del reino de Bart será prioritario sólo después del propio, a ojos de Russell. Russell Edgington, rey de Misisipi, ¿estás de acuerdo con este pacto?

—Sí, lo estoy —contestó Russell claramente. Extendió la mano hacia Bart.

—Bartlett Crowe, rey de Indiana, ¿estás de acuerdo con este pacto?

—Lo estoy —dijo Bart, y tomó la mano de Russell. Ayyyy.

Entonces, Quinn dio un paso al frente y se arrodilló, sosteniendo un cáliz entre ambas manos. Eric sacó un cuchillo y cortó las muñecas de ambos con dos rápidos movimientos.

Oh, qué repelús. Me reproché en silencio mientras ambos reyes sangraban sobre el cáliz.

Debería haber intuido que una ceremonia implicaría el intercambio de sangre.

Cuando las heridas cicatrizaron, Russell tomó un sorbo del cáliz y se lo pasó a Bart, que lo apuró. Luego se besaron, mientras Bart agarraba a Russell, de menor tamaño, con ternura. Y siguieron besándose. Estaba claro que la sangre mezclada había hecho su efecto.

Crucé la mirada con la de Jake. «Coge una habitación», gesticuló con la boca, y tuve que bajar la mirada para disimular mi sonrisa.

Finalmente, los dos reyes dieron el siguiente paso: la ceremoniosa firma del contrato que habían acordado. La mujer del traje de negocios resultó ser una abogada vampira de Illinois, ya que le correspondía a un abogado de un tercer Estado elaborar el contrato. El señor Cataliades era un abogado neutral también, y firmó los documentos después de que los reyes y la vampira lo hicieran.

Eric permaneció envuelto en su gloria negra y dorada durante todo el proceso, y una vez las plumas regresaron a sus elaborados plumeros, anunció:

—¡El matrimonio es sagrado por cien años! —y estalló el júbilo. Los vampiros tampoco son muy dados a las demostraciones de alegría, así que fueron mayoritariamente humanos y otros seres sobrenaturales los que animaron el momento, si bien los vampiros se dignaron a lanzar murmullos de aprobación. No era igual, pero sí lo mejor de lo que eran capaces, supongo.

Tenía muchas ganas de saber cómo había conseguido Eric el oficio de sacerdote, o comoquiera que llamasen a los oficiantes, pero primero obligaría a Jake que me contase lo de Quinn. Trató de perderse entre la multitud, pero no tardé mucho en alcanzarlo. Aún no era un vampiro tan avezado como para darme esquinazo.

—Escúpelo —dije, y fingió que no sabía de lo que le estaba hablando, pero supo por mi expresión que no me lo tragaba.

Así, mientras la multitud pasaba alrededor de nosotros, tratando de no precipitarse con demasiada obviedad hacia el bar abierto, aguardé a que me contara la historia de Quinn.

—No puedo creer que no te lo haya contado él —dijo Jake, y estuve tentada de cruzarle la cara.

Lo agujereé con la mirada para que supiera que ya me estaba hartando de esperar.

—Está bien, está bien —explicó—. Supe de esto cuando aún era licántropo. Quinn es como una estrella del rock en el mundo de los cambiantes, ya sabes. Es uno de los últimos hombres tigre, y sin duda uno de los más feroces.

Asentí. Hasta ahí, eran cosas que sabía acerca de Quinn.

—La madre de Quinn fue capturada una noche de luna llena mientras cambiaba. Unos cazadores estaban de acampada, pusieron una trampa porque querían un oso para sus peleas ilegales de perros. Emociones nuevas, ¿sabes? Una manada de perros contra un oso. Fue en alguna parte de Colorado, y el terreno estaba nevado. Su madre andaba sola, y de alguna manera cayó en la trampa. No la percibió.

—¿Dónde estaba su padre?

—Murió cuando Quinn era un crio. Tendría unos quince años cuando esto pasó.

Presentía que lo peor estaba por venir. No me equivocaba.

—Él se transformó, por supuesto, la misma noche, poco después de darse cuenta de la desaparición de su madre. Rastreó a los cazadores hasta su campamento. Su madre había vuelto a la forma humana debido a la angustia de la captura, y uno de ellos la estaba violando. —Jake suspiró profundamente—. Quinn los mató a todos.

Clavé la mirada en el suelo. No se me ocurría nada que decir.

—Había que limpiar el campamento. No había manada a la que recurrir (los tigres no van en manada, claro), y su madre estaba herida y conmocionada, así que acudió al redil de vampiros locales. Accedieron a hacer el trabajo si admitía estar en deuda con ellos durante tres años. —Jake se encogió de hombros—. Aceptó.

—¿Qué aceptó hacer exactamente? —pregunté.

—Luchar en las exhibiciones para ellos, durante tres años o hasta que muriera, lo que llegara antes.

Sentí cómo unos dedos helados me recorrían la espalda, y en esta ocasión no era el escalofriante Andre… Era el miedo.

—¿Exhibiciones? —susurré, y de no haber tenido el oído de un vampiro no me habría escuchado.

—Corren muchas apuestas en las luchas de exhibición —dijo Jake—. Son como las peleas de perros de los cazadores. Los humanos no son los únicos que disfrutan viendo como otros animales se matan entre ellos. A algunos vampiros les priva. Bueno, y a otros seres sobrenaturales también.

Mi boca se estremeció de asco. Casi sentí náuseas.

Jake me miraba, preocupado por mi reacción, pero también para darme tiempo para comprender que la historia no había terminado.

—Es evidente que Quinn sobrevivió los tres años —prosiguió—. Es uno de los pocos que ha conseguido sobrevivir tanto tiempo. —Me miró de soslayo—. No paraba de ganar peleas. Era uno de los luchadores más salvajes que nadie ha visto nunca. Luchó contra osos, leones y cualquier cosa que puedas imaginarte.

—¿No son muy raros?

—Sí, lo son, pero supongo que hasta los seres sobrenaturales raros necesitan dinero —dijo, con un meneo de la cabeza—. Y se puede ganar una pasta en las luchas de exhibición cuando dispones de lo suficiente para apostar por ti mismo.

—¿Por qué lo dejó? —quise saber. Lamenté más de lo que imaginaba haber sentido curiosidad por el pasado de Quinn. Debí haber esperado a que me contara todo eso voluntariamente. Esperaba que algún día así hubiera sido. Jake interceptó a un camarero humano que pasaba por su lado y se hizo con una de las copas de sangre sintética que llevaba en la bandeja. Se la bebió de un trago.

—Sus tres años terminaron, y tuvo que cuidar de su hermana.

—¿Hermana?

—Sí, su madre quedó embarazada esa noche, y el resultado fue esa rubia de bote que nos ha repartido las flores secas en la puerta. Frannie suele meterse en problemas de vez en cuando, y la madre de Quinn no puede encargarse de ella, así que la manda con él alguna que otra vez. Frannie apareció aquí anoche.

Tuve más de lo que podía digerir. Me volví de un rápido movimiento y me alejé de Jake. Menos mal que no hizo nada por detenerme.