Capítulo 9

Llegamos a Rhodes a media tarde. Había un camión de Anubis esperándonos para cargar los ataúdes y llevarlos al Pyramid of Gizeh. No despegué la mirada de las ventanas de la limusina en todo el trayecto por la ciudad, y a pesar de la abrumadora presencia de cadenas de tiendas que también podían verse en Shreveport, no cabía duda de que estaba en un sitio completamente distinto. Mucho ladrillo rojo, tráfico, hileras de casas, un atisbo del lago… Trataba de mirar en todas las direcciones a la vez. Luego pudimos ver el hotel. Era asombroso. El día no era lo suficientemente soleado como para arrancar destellos a los cristales, pero eso no restaba majestuosidad a la pirámide. Había un parque al otro lado de la calle de seis carriles, que a esa hora rebosaba de tráfico. Más allá, estaba el gran lago.

Mientras el camión de Anubis rodeaba el hotel para acceder por la entrada trasera y descargar vampiros y equipajes, la limusina se deslizó rápidamente hacia la entrada principal del hotel. Cuando nosotras, criaturas diurnas, salimos del coche, no supe adonde mirar primero: las amplias aguas o los adornos de la propia estructura.

Las puertas del Pyramid estaban atendidas por numerosos hombres enfundados en uniformes marrones y beige, aunque también había silenciosos guardias. Había dos elaboradas reproducciones de sarcófagos dispuestas en vertical a ambos lados de la puerta. Eran fascinantes, y me habría encantado tener la oportunidad de examinarlos, pero el personal nos condujo como una exhalación al interior del edificio. Un hombre abrió la puerta del coche, otro comprobó nuestras identificaciones para ratificar que éramos huéspedes del hotel, y no periodistas, curiosos o fanáticos, y un tercero abrió la puerta del hotel de un empujón para indicarnos que debíamos entrar.

Ya había estado en un hotel para vampiros antes, así que no me sorprendió la presencia de guardias armados y la ausencia de ventanas en el piso bajo. El Pyramid of Gizeh se esforzaba por parecer un poco más humano que el Silent Shore, su homólogo de Dallas; a pesar de que las paredes lucían murales que reproducían arte egipcio antiguo, el vestíbulo era luminoso gracias a la luz artificial y resultaba horriblemente alegre debido al insistente hilo musical… «La chica de Ipanema» en un hotel para vampiros.

También había que decir que el vestíbulo estaba más concurrido que el del Silent Shore.

Había un montón de humanos y otras criaturas deambulando en sus quehaceres, mucha acción en el mostrador de recepción y cierta concurrencia en la caseta de bienvenida que había instalado el redil de vampiros de la ciudad anfitriona. Yo había estado con Sam en una convención de proveedores de bares en Shreveport una vez, cuando fuimos para que comprase un nuevo sistema para las cañas de cerveza, y reconocí el mismo ambiente. Estaba segura de que, en alguna parte, había una sala de convenciones con casetas, programas adheridos a paneles o demostraciones del algún tipo.

Ojalá hubiese un mapa del hotel, con todos los eventos y ubicaciones anotados, incluido en nuestro paquete de recepción. ¿O eran los vampiros demasiado esnobs como para necesitar ese tipo de ayudas? No, había un diagrama del hotel enmarcado e iluminado para la consulta de los huéspedes y los tours programados. El hotel estaba numerado al revés. El piso superior, el ático, estaba numerado con el uno. El bajo, el piso más amplio (el destinado para los humanos), tenía el número quince. Había un entrepiso que separaba el piso para humanos y recepción, y amplias salas de convenciones en el anexo norte del hotel, la proyección rectangular sin ventanas que tan rara nos había parecido en la imagen de Internet.

Observé a la gente que correteaba por el vestíbulo; camareras, guardaespaldas, mayordomos, mozos… Allí estábamos, todos esos castorcillos humanos yendo de acá para allá para que todo estuviese listo y dispuesto para los asistentes no muertos a la convención (¿se podía llamar así a una cumbre? ¿Cuál era la diferencia?). Me agrié un poco al preguntarme por qué era ése el orden de las cosas, cuando hacía unos años eran los vampiros los que corrían a esconderse a un rincón oscuro. Quizá aquello hubiera sido lo más natural. Me di un bofetón mental. Sólo me faltaba unirme a la Hermandad, si de verdad era lo que sentía. Recordé al pequeño grupo de manifestantes que se había congregado en el parque frente al Pyramid of Gizeh, con pancartas que ponían «Pirámide de rancios».

—¿Dónde están los ataúdes? —le pregunté al señor Cataliades.

—Llegarán por la entrada del sótano —explicó.

Había un detector de metales en la entrada. Me esforcé por no mirar mientras Johan Glassport se vaciaba los bolsillos. El detector saltó como una sirena cuando intentó atravesarlo.

—¿Los ataúdes también tienen que pasar por el detector de metales? —quise saber.

—No. Nuestros vampiros van en ataúdes de madera, pero con componentes de metal, y no se puede sacar a los vampiros para registrarles los bolsillos en busca de objetos metálicos, así que no tendría sentido —repuso el señor Cataliades, sonando impaciente por primera vez—. Además, algunos vampiros han escogido esas modernas cajas mortuorias de metal.

—Los manifestantes de enfrente —dije—. Me dan escalofríos. Les encantaría meterse aquí dentro.

El señor Cataliades sonrió, lo cual constituyó un panorama aterrador.

—Nadie va a entrar aquí, señorita Sookie. Hay otros guardias que usted no puede ver.

Mientras el señor Cataliades se encargaba de tramitar la recepción, me mantuve a su lado y me dediqué a mirar a la gente que nos rodeaba. Todos vestían muy bien y estaban hablando. Sobre nosotros. Enseguida me puse nerviosa ante las miradas que estábamos recibiendo, y el murmullo de los pensamientos de los pocos huéspedes vivos y el personal del hotel no hizo sino aumentar esa sensación. Éramos el séquito humano de la reina, que había sido la gobernante más poderosa de Estados Unidos. Ahora, no sólo se encontraba debilitada económicamente, sino que iba a ser juzgada por el asesinato de su marido. Podía entender por qué los demás lacayos nos encontraban interesantes (yo misma lo habría pensado), pero no podía evitar sentirme incómoda. En lo único que podía pensar era en lo brillante que debía de tener la nariz y las ganas que tenía de pasar un rato sola.

El empleado consultó el libro de reservas con deliberada lentitud, como si desease mantener la exhibición en el vestíbulo el mayor tiempo posible. El señor Cataliades trató con él con su habitual y elaborada cortesía, aunque eso también empezaba a agotarse al cabo de diez minutos.

Me mantuve a una discreta distancia durante el proceso, pero cuando me quedó claro que el empleado (cuarentón, consumidor de drogas ocasional, padre de tres) nos mantenía allí simple y llanamente para divertirse, me acerqué un paso. Puse la mano levemente sobre la manga del señor Cataliades para indicarle que quería unirme a la conversación. Se interrumpió para volver una cara interesada hacia mí.

—Danos las llaves y dinos dónde están nuestros vampiros o le diré a tu jefe que eres el que vende los objetos del Pyramid en eBay. Y si se te ocurre sobornar a una señora de la limpieza para que ponga una sola mano sobre la ropa interior de la reina, ya no digamos robarla, te echaré a Diantha encima. —Diantha acababa de volver de hacerse con una botella de agua. No dudó en mostrar sus mortales dientes afilados en una letal sonrisa.

El empleado se puso blanco y luego rojo, en un interesante patrón de circulación de la sangre.

—Sí, señorita —tartamudeó, y me pregunté si se mearía encima. Después de hurgar en su cabeza, dejó de importarme.

Al poco tiempo, todos teníamos nuestras llaves, una lista de las habitaciones de descanso de «nuestros» vampiros, y el botones estaba llevando nuestros bultos a uno de los carros de equipaje. Aquello me recordó algo.

«Barry», dije mentalmente. «¿Estás por aquí?»

«Sí», dijo una voz que no tenía nada que ver con la titubeante de la primera vez. «¿Sookie Stackhouse?»

«Soy yo. Estamos en recepción. Estoy en la 1538, ¿y tú?»

«En la 1576. ¿Qué tal estás?»

«Yo bien, pero Luisiana… Hemos pasado un huracán y ahora tenemos un juicio. Supongo que ya sabes de lo que te hablo.»

«Sí. Has tenido mucho movimiento.»

«Y que lo digas», le dije, preguntándome si mi mente proyectaría la sonrisa que describían mis labios.

«Te he recibido alto y claro.»

En ese momento percibí cómo debía de sentirse la gente en mi presencia.

«Te veo luego», le dije a Barry. «Oye, ¿cómo te apellidas?»

«Empezaste algo cuando sacaste mi don a relucir», me dijo. «Me llamo Barry Horowitz. Ahora sólo me hago llamar Barry el botones. Así es como me he registrado, por si te olvidas de mi número de habitación.»

«Vale. Estoy deseando hacerte una visita.»

«Lo mismo te digo.»

Y entonces, Barry y yo volvimos nuestras atenciones a otras cosas, y la extraña sensación de cosquilleo que producía la comunicación mental desapareció.

Barry es el único telépata al que he conocido, aparte de mí misma.

El señor Cataliades averiguó que todos los integrantes humanos (bueno, no vampiros) del grupo habían sido dispuestos en habitaciones por parejas. Algunos de los vampiros también. No le alegró mucho saber que compartiría habitación con Diantha, pero el hotel estaba hasta la bandera, según dijo el empleado. Quizá nos estuviera mintiendo con respecto a muchas otras cosas, pero ésa, en concreta, era una verdad como un templo.

A mí me había tocado compartir habitación con el juguete sexual de Gervaise y, mientras deslizaba la tarjeta por el lector de la puerta, me pregunté si ya estaría dentro. Sí que estaba. Me había esperado la típica fanática de los vampiros, una de esas que no dejan de revolotear a su alrededor en el Fangtasia, pero Carla Danvers era harina de otro costal.

—¡Hola, chica! —me recibió—. Me dije que no tardarías en llegar cuando trajeron tus maletas. Soy Carla, la novia de Gerry.

—Encantada de conocerte —saludé, estrechándole la mano. Carla era la reina de su promoción. Bueno, puede que no lo fuera literalmente, ni tampoco la más popular de su clase, pero seguro que había andado cerca. Tenía el pelo castaño oscuro y le llegaba hasta la barbilla, a juego con unos grandes ojos, con unos dientes tan rectos y blancos que habrían podido ser el anuncio de su odontólogo. Sus pechos habían pasado por una operación, y tenía las orejas llenas de pendientes, igual que el ombligo. Pude verlo todo porque Carla estaba desnuda, y no parecía entender que su desnudez se me antojaba excesivamente explícita para mi gusto—. ¿Lleváis mucho tiempo juntos, Gervaise y tú? —pregunté, para disimular mi incomodidad.

—Conocí a Gerry hace, veamos, siete meses. Dijo que sería mejor que me agenciase una habitación por separado porque era probable que tuviera que mantener reuniones de negocios en la suya, ya sabes. Además, pienso irme de compras mientras esté por aquí; ¡terapia de rebajas! ¡La gran ciudad y sus grandes almacenes! Y quería un lugar donde almacenar todas mis bolsas sin que tuviera que estar él para preguntarme cuánto me ha costado todo. —Me hizo un guiño que sólo podría definir como granuja.

—Vale —comenté—. Suena bien. —Lo cierto era que no sonaba tan bien, pero el programa de Carla no era asunto mío. Mi maleta me estaba esperando, así que la abrí y empecé a vaciarla, notando que mi bolsa con el bonito vestido dentro ya estaba en el armario. Carla me había dejado exactamente la mitad del espacio del armario y los cajones, lo cual estaba muy bien por su parte. Ella había llevado unas veinte veces más de ropa que yo, lo cual resaltaba más si cabe su carácter salomónico.

—¿Y tú de quién eres novia? —preguntó Carla. Se estaba haciendo la pedicura. Cuando estiró una pierna hacia arriba, la lámpara del techo delató algo metálico entre sus piernas. Absolutamente abochornada, me volví para estirar mi vestido en su percha.

—Salgo con Quinn —contesté.

Miré por encima del hombro, esforzándome por no bajar la mirada.

Carla parecía perdida.

—El hombre tigre —dije—. El que se encarga de la organización de las ceremonias.

Parecía que empezaba a reaccionar un poco.

—Grande, la cabeza afeitada —insistí.

El rostro se le iluminó.

—Oh, sí. ¡Lo vi esta mañana! Estaba desayunando en el restaurante mientras me registraba.

—¿Hay un restaurante?

—Claro. Aunque, claro, es diminuto. También hay servicio de habitaciones.

—Ya sabes, no es habitual que haya restaurantes en los hoteles para vampiros —dije, simplemente para dar conversación. Había leído un artículo al respecto en el American Vampire.

—Oh, vaya, eso no tiene ningún sentido. —Carla terminó con uno de los dedos del pie y empezó con el siguiente.

—No, desde el punto de vista de un vampiro.

Carla frunció el ceño.

—Sé que no comen. Pero la gente normal sí. Y éste es un mundo de gente normal, ¿no? Es como no aprender inglés cuando emigras a Estados Unidos.

Me volví para ver la cara de Carla y asegurarme de que hablaba en serio. Así era.

—Carla —dije, y me callé. No sabía qué decir, cómo decirle a Carla que a un vampiro de cuatrocientos años le traían sin cuidado los hábitos culinarios de un humano de veinte. Pero la chica estaba esperando que terminase mi frase—. Bueno, me alegro de que haya un restaurante —concluí con voz débil.

Ella asintió.

—Sí, porque no puedo pasar sin mi café de la mañana —añadió—. Sencillamente no puedo arrancar sin tomármelo. Claro que, cuando sales con un vampiro, tu mañana empieza a las tres o las cuatro de la tarde —rió.

—Es verdad —dije. Terminé de deshacer el equipaje, así que me dirigí hacia la ventana de la habitación para mirar. El cristal estaba tan ahumado que era difícil ver el paisaje, pero aun así era visible. Nuestro lado no daba al lago Michigan. Era una pena, pero me dediqué a contemplar los edificios del lado oeste con curiosidad. No tenía la oportunidad de ver muchas ciudades, y nunca había estado en una del norte. El cielo se oscurecía rápidamente, así que, entre eso y los cristales tintados, no pude ver gran cosa al cabo de diez minutos. Los vampiros no tardarían en despertarse, momento en el que daría comienzo mi jornada laboral.

A pesar de mantener una conversación sólo esporádica, Carla no me preguntó por mi papel en esta cumbre. Dio por sentado que iba de complemento. Por el momento, eso no me importaba. Tarde o temprano, descubriría cuál era mi particular talento, y entonces se pondría nerviosa cada vez que estuviera cerca. Por otra parte, ahora estaba demasiado relajada.

Carla empezó a vestirse (gracias a Dios) con un conjunto que definiría como de «prostituta con clase». Se había puesto un vestido de cóctel de lentejuelas verdes que apenas le cubría la parte superior, unos zapatos que llevaban escrita la palabra «follame» y un tanga que se notaba a poco que se mirara. Bueno, ella se había puesto su ropa de trabajo, y yo la mía. No estaba muy orgullosa de mí misma por emitir tanto juicio ajeno, y puede que sintiera algo de envidia porque mi ropa de trabajo pareciese tan conservadora.

Para esa noche, había escogido un vestido de gasa marrón chocolate anudado. Me había puesto mis grandes pendientes dorados y mis zapatos bajos marrones, algo de pintura de labios y un buen cepillado del pelo. Puse la tarjeta de la habitación en mi pequeño bolso de noche y me dirigí hacia el mostrador de recepción para averiguar cuál era la suite de la reina, ya que el señor Cataliades me dijo que me presentara allí.

Albergué la esperanza de toparme con Quinn de camino, pero no le vi el pelo. Con la compañera de habitación que me había tocado y el hecho de que Quinn estuviese tan atareado, quizá la cumbre no acabara siendo tan divertida como me habría gustado.

El empleado del mostrador palideció al verme acercarme, y miró alrededor para ver si Diantha me acompañaba. Mientras garabateaba el número de la habitación de la reina con mano temblorosa, miré a mi alrededor con más atención.

Había cámaras de seguridad en los lugares obvios, dirigidas hacia el acceso principal y el mostrador de recepción. También creí ver una en los ascensores. Estaban los típicos guardias armados, típicos en un hotel para vampiros, quiero decir. El mayor atractivo de una de estas instalaciones es la seguridad y la garantía de privacidad para sus huéspedes. De no ser por eso, los vampiros podrían pasar el tiempo en las habitaciones especiales para vampiros de los hoteles generales, más baratas y céntricas (incluso Motel 6 tenía habitaciones para vampiros en la mayoría de sus sucursales). Cuando pensaba en los manifestantes de fuera, esperaba que la seguridad del Pyramid estuviese atenta.

Saludé con la cabeza a otra humana mientras cruzaba el vestíbulo hacia los ascensores. Las habitaciones eran más lujosas cuanto más ascendías, deduje, ya que había cada vez menos por planta. La reina tenía una de las suites de la cuarta, ya que había reservado con mucha antelación, antes del Katrina, y probablemente cuando su marido aún estaba vivo. En la planta sólo había ocho puertas, y no me hizo falta ver el número para saber cuál era la de Sophie-Anne. Sigebert estaba de pie justo delante. Sigebert era una mole. Al igual que Andre, llevaba siglos protegiendo a la reina. El antiguo vampiro parecía muy solitario sin su hermano Wybert. Por lo demás, era el mismo guerrero anglosajón de la primera vez que nos vimos: barba desgreñada, el físico de un jabalí y un par de dientes ausentes en puntos críticos.

Me sonrió, lo cual no dejaba de ser un panorama aterrador.

—Señorita Sookie —me saludó.

—Sigebert —dije, pronunciando con cuidado su nombre como era debido: «Si-ya-bairt»—. ¿Cómo estás? —Quería transmitir simpatía sin caer en sentimentalismos.

—Mi hermano ha muerto como héroe —contestó, orgulloso—. En combate.

Pensé en comentar su añoranza después de tantos siglos juntos, pero pensé que tenía el mismo mal gusto que los periodistas cuando preguntan a los padres de un niño desaparecido.

—¿Cómo te sientes?

—Era un gran luchador —respondió, siguiendo su línea de conversación, que era exactamente lo que quería escuchar. Me dio unas palmadas en el hombro, con las que casi me tira al suelo. Luego, su mirada se antojó algo ausente, como si estuviera escuchando un anuncio.

Yo sospechaba que la reina podía hablar con sus «vampiros convertidos» telepáticamente, y cuando Sigebert me abrió la puerta sin mediar palabra, supe que era verdad. Me alegraba de que la reina no pudiera comunicarse así conmigo. Hacerlo con Barry era más o menos divertido, pero si estuviésemos todo el tiempo juntos, estaba segura de que acabaría hecha polvo. Además, Sophie-Anne daba infinitamente más miedo.

La suite de la reina era de lo más ostentosa. Nunca había visto nada parecido. La moqueta era densa como el pelaje de un borrego. El mobiliario estaba tapizado con motivos dorados y azul oscuro. El bloque de cristal inclinado que daba al exterior era opaco. He de admitir que el enorme muro de oscuridad me puso un poco nerviosa.

En medio de todo ese esplendor, Sophie-Anne estaba acurrucada en un sofá. Pequeña y terriblemente pálida, con el pelo negro brillante recogido en un moño, la reina lucía un vestido de seda color frambuesa con ribetes negros y unos zapatos de tacón negros de piel de cocodrilo. Sus alhajas eran sencillas piezas de oro macizo.

Una ropa más apropiada para su edad aparente habría sido cualquier modelo L.A.M.B., de Gwen Stephani. Murió como humana a la edad de quince, o puede que dieciséis años. En su época, a esa edad se la habría considerado una mujer madura y madre. En la nuestra, con esos años no eres más que una insignificancia. A ojos modernos, su ropa parecía demasiado sobria, pero habría que estar loco de remate para decírselo. Sophie-Anne era la adolescente más peligrosa del mundo, y al segundo más peligroso lo tenía detrás de ella. Andre estaba de pie, tras ella, como siempre. Tras dedicarme una exhaustiva mirada y que la puerta se cerrara detrás de mí, decidió sentarse junto a Sophie-Anne, lo que venía a indicar que me consideraba miembro del club, supongo. Ambos estaban bebiendo TrueBlood, y su tez estaba sonrosada, casi como la de un humano vivo.

—¿Qué tal tus alojamientos? —preguntó Sophie-Anne, atentamente.

—Bien. Comparto habitación con… la novia de Gervaise —dije.

—¿Con Carla? ¿Por qué? —Sus cejas se arquearon como aves negras en un cielo pálido.

—El hotel está hasta arriba. No es para tanto. Supongo que, de todos modos, pasará la mayor parte del tiempo con Gervaise —expliqué.

—¿Qué te ha parecido Johan? —preguntó la reina.

Pude sentir cómo se me endurecía la expresión.

—Creo que debería estar en la cárcel.

—Pero será él quien me mantenga fuera de ella.

Traté de imaginar cómo sería una cárcel para vampiros. Desistí. No me sentía capaz de dar ninguna opinión positiva sobre Johan, así que me limité a asentir.

—Sigues sin decirme qué percibiste en él.

—Está muy tenso y tiene un conflicto.

—Explícate.

—Está nervioso. Asustado. Se debate entre lealtades diferentes. Sólo quiere salir bien parado. Sólo se preocupa por sí mismo.

—¿Y eso en qué lo diferencia de cualquier humano? —comentó Andre.

Sophie-Anne respondió con una mueca de los labios. Ese Andre, menudo comediante.

—La mayoría de los humanos no suele apuñalar a las mujeres —dije con toda la tranquilidad que pude—. A la mayoría de los humanos eso no les aporta placer.

Sophie-Anne no era completamente inmune a la violencia que había ejercido Johan Glassport, pero, como era natural, le preocupaba más su propia defensa legal. Al menos eso era lo que yo interpretaba, a pesar de que con los vampiros tenía que limitarme al lenguaje corporal, al no poder leer sus pensamientos.

—Él me defenderá, le pagaré y podrá hacer lo que quiera —afirmó—. A partir de entonces, cualquier cosa podría pasarle. —Me clavó una mirada muy intencionada.

Vale, Sophie-Anne, pillo la indirecta.

—¿Te interrogó exhaustivamente? ¿Tuviste la sensación de que sabía lo que se hacía? —preguntó, volviendo al tema importante.

—Sí, señora —dije de inmediato—. Parecía muy competente.

—Entonces, merecerá la pena.

Ni siquiera me permití un parpadeo.

—¿Te comentó Cataliades qué debes esperar de esto?

—Sí, señora, lo hizo.

—Bien. Aparte de tu testimonio en el juicio, necesito que acudas conmigo a todas las reuniones de la cumbre que admitan humanos.

Por eso me pagaba tanto dinero.

—Eh, ¿hay alguna agenda de las reuniones? —pregunté—. Lo digo porque sería más fácil para mí estar preparada si tuviese una idea de cuándo va a necesitarme.

Antes de que pudiera responder, alguien llamó a la puerta. Andre se levantó y fue a abrir con tanta agilidad y fluidez que habría podido pasar por un gato. Llevaba su espada en la mano, a pesar de que no la había visto un instante antes. La puerta se abrió un poco justo cuando Andre llegó a su altura, y oí la grave voz de Sigebert.

Tras intercambiar unas cuantas palabras, la puerta se abrió del todo y Andre dijo:

—El rey de Texas, mi señora. —Apenas había un eco de agradable sorpresa en su voz, aunque eso fuera el equivalente de que Andre se pusiera a hacer volteretas por la moqueta. Esa visita era una demostración de apoyo a Sophie-Anne, y los demás vampiros así lo percibirían.

Stan Davis entró en la habitación, seguido de tan séquito de vampiros y humanos.

Stan era el friqui por excelencia. Era de esos que se ponen protectores en los bolsillos. Las marcas del peinado eran evidentes en su pelo arenoso, y sus gafas eran densas y pesadas. También eran bastante innecesarias. Nunca había conocido a un vampiro que no tuviese una vista y un oído excelentes. Stan llevaba puesta una camisa blanca que no requería planchado con el logotipo de Sears, junto con unos Dockers y unos mocasines de cuero marrón. La madre del cordero. Era sheriff cuando lo conocí, y ahora que era rey mantenía su bajo perfil estético.

Detrás del rey entró Joseph Velasquez, su jefe de seguridad. Joseph era un hispano bajo y corpulento con el pelo de punta y una tendencia a no sonreír nunca. Al lado tenía a una vampira pelirroja que se llamaba Rachel; a ella también la recordaba de mi viaje a Dallas. Rachel era salvaje, y no le gustaba lo más mínimo colaborar con humanos. Cerraba el séquito Barry el botones, luciendo un buen aspecto con unos vaqueros de diseño, una camiseta de seda gris y una discreta cadena de oro alrededor del cuello. Barry había madurado de una forma casi escalofriante desde la última vez que lo vi. Era un muchacho de unos diecinueve años, guapo pero desgarbado cuando lo conocí trabajando como botones del hotel Silent Shore, en Dallas. Ahora, Barry se había hecho la manicura, un buen corte de pelo y los ojos de preocupación de alguien que hubiera estado nadando en una piscina llena de tiburones.

Intercambiamos sonrisas, y Barry dijo:

«Me alegro de verte. Estás muy guapa, Sookie.»

«Gracias. Lo mismo digo, Barry.»

Andre estaba realizando los correspondientes saludos vampíricos, lo que no incluía estrechamientos de mano.

—Nos alegra verte, Stan. ¿A quién has traído contigo?

Stan se inclinó galantemente para besar la mano de Sophie-Anne.

—La reina más bella —dijo—. Éste es mi segundo, Joseph Velasquez. Y esta vampira es mi hermana de redil, Rachel. Este humano es el telépata Barry el botones. He de darte las gracias por tenerlo, indirectamente.

Sophie-Anne sonrió.

—Ya sabes que siempre estoy encantada de poder hacerte cualquier favor que obre en mi poder, Stan. —Le indicó con un gesto que se sentara frente a ella. Joseph y Rachel se situaron a los flancos—. Me encanta verte en mi suite. Me preocupaba no tener ninguna visita. —«Ya que se me acusa del asesinato de mi marido y mi situación económica ha sufrido un fuerte revés», podría haberse subtitulado.

—Tienes todas mis simpatías —contestó Stan con voz totalmente desafectada—. Las pérdidas de tu dominio han sido extremas. Si podemos ayudar… Sé que los humanos de mi Estado han ayudado a los tuyos. Lo mínimo es que los vampiros hagamos lo mismo.

—Agradezco tu amabilidad —dijo Sophie-Anne. El orgullo le escocía como nunca. Tuvo que esforzarse por devolver la sonrisa a su cara—. Supongo que conoces a Andre —prosiguió—. Andre, ahora conoces a Joseph. Doy por sentado que todos los presentes conocéis a Sookie.

Sonó el teléfono. Como yo era la que estaba más cerca, lo cogí.

—¿Hablo con un miembro de la comitiva de la reina de Luisiana? —preguntó una voz áspera.

—Así es.

—Uno de ustedes tiene que bajar a la zona de carga para recoger una maleta que pertenece a su comitiva. No podemos leer la etiqueta.

—Oh…, vale.

—Cuanto antes, mejor.

—Está bien.

Colgó. Vale, había sido un poco brusco.

Como la reina parecía esperar que le dijera quién había llamado, se lo conté y, durante una milésima de segundo, pareció tan extrañada como yo.

—Más tarde —dijo, despectivamente.

Los ojos del rey de Texas habían estado enfocados hacia mí todo ese momento como dos rayos láser. Le hice un gesto con la cabeza, esperando que fuese la respuesta adecuada. Me hubiera gustado tener tiempo para que Andre me pusiera al tanto del protocolo antes de que la reina empezara a recibir invitados, aunque lo cierto era que no esperaba que hubiese ninguno, y mucho menos alguien tan poderoso como Stan Davis. Aquello debía de suponer una buena señal para la reina, o puede que fuese un sutil insulto vampírico. Estaba segura de que acabaría descubriéndolo.

Sentí el cosquilleo de Barry en mi mente.

«¿Se trabaja bien para ella?», preguntó.

«Sólo le echo una mano de vez en cuando», dije. «Sigo con mi trabajo cotidiano.»

Barry me miró con sorpresa.

«¿Bromeas? Deberías estar forrándote, sobre todo si vas a un Estado como Ohio o Illinois, donde está el dinero.»

Me encogí de hombros.

«Me gusta donde vivo», dije.

Entonces nos dimos cuenta de que nuestros patrones vampíricos estaban observando nuestra silenciosa conversación. Supongo que la expresión de la cara nos había cambiado, como suele pasar cuando tienes una conversación… Salvo que la nuestra había sido muda.

—Disculpen —me justifiqué—. No quise ser grosera. No veo a menudo a gente como yo, y es muy agradable poder hablar con otro telépata. Ruego su perdón, mi señora, mi señor.

—Casi pude escucharlo —dijo Sophie-Anne, maravillada—. Stan, ¿te ha sido de utilidad? —Sophie-Anne podía hablar mentalmente con los vampiros a los que había convertido, pero debía de ser una habilidad tan rara entre los vampiros como entre los humanos.

—Mucho —confirmó Stan—. El día que tu Sookie me llamó la atención sobre él fue uno de los mejores que recuerdo. Sabe cuándo mienten los humanos, conoce sus auténticas motivaciones. Es una maravillosa baza.

Miré a Barry, preguntándome si alguna vez se habría considerado un traidor hacia la humanidad o sencillamente el vendedor de un servicio necesario. Cruzó su mirada con la mía, el gesto duro. Estaba claro que sentía el conflicto de servir a un vampiro, revelando secretos humanos a su patrón. Yo misma me enfrentaba a esa idea alguna vez que otra.

—Hmmm. Sookie sólo trabaja para mí de vez en cuando. —Sophie-Anne me estaba mirando, y si su terso rostro pudiera definirse con una sensación, diría que estaba pensativa. Andre se traía algo entre manos tras esa fachada sonrosada de adolescente. No sólo estaba pensativo, sino también interesado; pendiente, para ser más precisos.

—Bill la trajo a Dallas —observó Stan, no tanto como una pregunta.

—Era su protector por aquel entonces —dijo Sophie-Anne.

Un breve silencio. Barry me miró de soslayo con optimismo, y yo le devolví un gesto con el mensaje explícito: «Ni lo sueñes». Lo cierto es que me apetecía abrazarlo, ya que ese silencio había devenido en algo que podía manejar.

—¿De verdad necesitan mi presencia y la de Barry aquí? Somos los únicos humanos y quizá no sería productivo que permaneciéramos aquí leyéndonos la mente mutuamente.

Joseph Velasquez esbozó una sonrisa antes de poder controlarse.

Tras un instante de silencio, Sophie-Anne asintió, seguida de Stan. La reina Sophie y el rey Stan, me recordé a mí misma. Barry ejecutó una reverencia que ya tenía ensayada y me entraron ganas de sacarle la lengua. Yo hice algo parecido y salí de la suite. Sigebert nos miró con expresión interrogativa.

—La reina, ¿ya no os necesita? —preguntó.

—Ahora mismo no —dije. Di unos golpecitos al busca que Andre me había entregado tan sólo unos momentos antes—. Esto vibrará si me necesitan —añadí.

Sigebert contempló el artilugio con desconfianza.

—Creo que sería mejor que os quedarais aquí —insinuó.

—La reina dice que puedo irme —repliqué.

Y me marché, con Barry siguiendo mis pasos de cerca. Cogimos el ascensor para bajar hasta el vestíbulo, donde encontramos un rincón aislado al que nadie podría asomarse a curiosear.

Nunca había mantenido una conversación completamente mental con nadie, y Barry tampoco, así que nos entretuvimos con ese ejercicio durante un tiempo. Barry me contó la historia de su vida mientras yo trataba de bloquear las demás mentes que nos rodeaban; luego traté de compaginar a todos con Barry.

Fue muy divertido.

Barry resultó ser mejor que yo a la hora de entresacar pensamientos del gentío, y a mí se me daba mejor detectar el matiz y el detalle, cosa no siempre sencilla de recabar en los pensamientos. Pero teníamos algo en común.

Estábamos de acuerdo en quiénes eran los mejores emisores de la sala, o sea que nuestra capacidad de «escuchar» era la misma. Señalábamos a alguien (en este caso a mi compañera de habitación, Carla) y escuchábamos sus pensamientos, puntuándolos en una escala del uno al cinco, siendo el cinco un pensamiento muy alto y claro. Carla sacó un tres. Tras acordar ese juicio, puntuamos a más gente, reaccionando prácticamente al unísono en cuanto a los resultados.

Vale, era muy interesante.

«Probemos con el tacto», sugerí.

Barry ni siquiera me miró de reojo. Estaba animado. Sin decir nada más, me cogió de la mano y nos orientamos en direcciones casi opuestas.

Las voces nos llegaban con tanta claridad que era como tener una conversación completa de viva voz con todos los ocupantes del recinto, todos a la vez. Era como subir el volumen de un DVD, con los agudos y los bajos perfectamente equilibrados. Era tan excitante como aterrador. A pesar de estar orientada en dirección contraria al mostrador de recepción, pude oír con claridad a una mujer que preguntaba sobre la llegada de los vampiros de Luisiana. Percibí mi propia imagen en la mente del empleado, encantado con la idea de poder jugarme una mala pasada.

«Tenemos problemas», me dijo Barry.

Me volví para ver cómo se acercaba una vampira con expresión de pocos amigos. Sus ojos eran de color avellana y tenía el pelo castaño liso. Parecía tan delgada como malévola.

—Al fin, alguien del grupo de Luisiana. ¿El resto de los tuyos están escondidos o qué? ¡Dile a la zorra de tu ama que pienso clavar su pellejo en la pared! ¡La veré con una estaca y expuesta al sol en la azotea de este mismo hotel!

Por desgracia, dije lo primero que me vino a la cabeza:

—Paso de ti —contesté, como si fuese una cría de once años—. Y, por cierto, ¿quién demonios eres tú?

No cabía duda de que tenía que ser Jennifer Cater. Estuve a punto de decirle que el carácter de su rey había dejado mucho que desear, pero me gustaba conservar la cabeza sobre los hombros, y no creo que hiciera falta mucho para que esa tipa perdiera los papeles.

Me taladró con la mirada, eso se lo concedo.

—Te dejaré seca —dijo ásperamente. Para entonces, estábamos atrayendo bastante la atención.

—Uuuuuh —respondí, exasperada más allá de todo buen juicio—. Qué miedo me das. Me pregunto si al tribunal le gustará escuchar eso de tu boca. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no tienen los vampiros prohibido por ley amenazar de muerte a los humanos, o es que lo he leído mal?

—Como si me importase una mierda la ley humana —dijo Jennifer Cater, pero el fuego de su mirada fue menguando cuando se percató de que nuestra conversación había atraído a todo el vestíbulo, incluidos muchos humanos y algún vampiro que estaría encantado de quitársela de en medio—. Sophie-Anne Leclerq será juzgada conforme a las leyes de mi pueblo —añadió Jennifer como un tiro—. Y será hallada culpable. Yo gobernaré Arkansas y la haré grande.

—Pues sería toda una novedad —dije, con cierta justificación. Arkansas, Luisiana y Misisipi eran los tres Estados pobres arracimados para nuestra mutua mortificación. Nos sentíamos agradecidos los unos a los otros porque nos turnábamos en la cola de cada lista federal de los Estados Unidos: nivel de pobreza, embarazos adolescentes, muertes por cáncer, analfabetismo… Nos repartíamos los honores por temporadas.

Jennifer se largó, poco interesada en otro embate. Era muy decidida y maligna, pero estaba segura de que Sophie-Anne le podía dar lo suyo en cualquier momento. Si fuese una mujer de apuestas, pondría todo mi dinero en la jaca francesa.

Barry y yo nos dedicamos un encogimiento de hombros. El incidente se había acabado. Volvimos a cogernos de las manos.

«Más problemas», dijo Barry, con tono resignado.

Enfoqué mi mente hacia donde estaba la suya. Oí a un hombre tigre que se dirigía hacia donde estábamos a mucha velocidad.

Solté la mano de Barry y me volví, los brazos ya extendidos y mi cara rebosante de una sonrisa.

—¡Quinn! —exclamé, y tras un momento en el que parecía algo desconcertado, me rodeó con sus brazos.

Lo abracé con todas mis fuerzas, y él me devolvió el gesto con tanto entusiasmo que casi me rompe las costillas. Luego me besó, y tuve que echar mano de toda mi fuerza de carácter para mantener el beso dentro de lo socialmente aceptable.

Cuando nos separamos para respirar, me di cuenta de que Barry estaba torpemente de pie, a unos metros, inseguro de qué hacer.

—Quinn, te presento a Barry el botones —dije, tratando de parecer azorada—. Es el único telépata que conozco, aparte de mí misma. Trabaja para Stan Davis, el rey de Texas.

Quinn extendió una mano a Barry, cuando supe por qué permanecía con aire tan torpe. Habíamos transmitido nuestros pensamientos de forma algo excesivamente gráfica. Sentí cómo una oleada de calor enrojecía mis mejillas. Lo mejor que podía hacer era fingir que no me había dado cuenta, por supuesto, y eso es lo que hice. Pero también podía sentir la leve sonrisa que tiraba de las comisuras de mis labios, y Barry parecía más entretenido que molesto.

—Un placer conocerte, Barry —saludó Quinn con su voz grave.

—¿Estás a cargo de la organización de la ceremonia? —preguntó Barry.

—Sí, así es.

—He oído hablar de ti —comentó Barry—. El gran luchador. Cuentas con una gran reputación entre los vampiros, colega.

Volví la cabeza de golpe. Algo se me escapaba.

—¿Gran luchador? —dije.

—Te lo contaré más tarde —respondió Quinn, antes de tensar la boca.

Barry paseó la mirada entre Quinn y yo. Su cara también se puso algo rígida, y me sorprendió ver que era capaz de transmitir tanta dureza.

—¿No te lo ha dicho? —preguntó, y entonces leyó la respuesta directamente de mi cabeza—. Eh, colega, eso no está bien. Ella debería saberlo.

—Se lo diré pronto —casi gruñó Quinn.

—¿Pronto? —Los pensamientos de Quinn estaban sumidos en un torbellino—. ¿Qué tal ahora?

Pero en ese momento, una mujer recorrió el vestíbulo hacia nosotros con grandes zancadas. Era una de las mujeres más escalofriantes que había visto, y eso que había conocido muchas mujeres aterradoras. Mediría 1,75, con unos rizos negros que le enmarcaban la cara, y llevaba un casco debajo del brazo. Iba a juego con su armadura corporal. La propia armadura, negra y mate, parecía una versión elaborada del uniforme de un receptor de béisbol: una guarda para el pecho, protectores ajustados y espinilleras, con el añadido de densas muñequeras de cuero que le rodeaban los antebrazos. También calzaba unas pesadas botas, con una espada, una pistola y una pequeña ballesta cruzada a la espalda en su respectiva funda.

Sólo pude quedarme boquiabierta.

—¿Eres al que llaman Quinn? —preguntó, deteniéndose de golpe. Tenía un fuerte acento, aunque fui incapaz de determinar su procedencia.

—Lo soy —dijo Quinn. Me di cuenta de que él no parecía tan sorprendido como yo ante la presencia de ese ser letal.

—Soy Batanya. Eres el encargado de Special Events. ¿Eso incluye la seguridad? Quisiera discutir las necesidades especiales de mi cliente.

—Pensaba que la seguridad era trabajo tuyo —contestó Quinn.

Batanya sonrió, lo cual se bastaba por sí solo para helarle la sangre a cualquiera.

—Sí, claro, es mi trabajo, pero protegerlo sería más fácil si…

—No me encargo de la seguridad —aclaró él—. Sólo manejo los rituales y el protocolo.

—Está bien —dijo ella, dejando que su acento convirtiera una frase casual en una declaración cargada de seriedad—. Entonces, ¿a quién debo dirigirme?

—A un hombre llamado Todd Donati. Su despacho está en la zona de personal, detrás del mostrador de recepción. Uno de los empleados te dará las indicaciones.

—Disculpe —intervine.

—¿Sí? —dijo ella, apuntando directamente hacia mí su nariz, recta como una flecha. No parecía hostil o esnob, sino más bien preocupada.

—Me llamo Sookie Stackhouse —aclaré—. ¿Para quién trabaja, señorita Batanya?

—Para el rey de Kentucky —respondió—. No ha reparado en gastos para traernos aquí. Así que es una pena que no haya nada que yo pueda hacer para evitar que lo maten, tal como están ahora las cosas.

—¿Qué quiere decir? —me sentía tan desconcertada como alarmada.

Parecía que la guardaespaldas estaba a punto de hacerme un reproche, pero nos interrumpieron.

—¡Batanya! —Un joven vampiro atravesaba el vestíbulo a la carrera. Su pelo rapado y su aspecto gótico resultaban aún más frivolos cuando se puso al lado de esa formidable mujer.

—Mi señor dice que te necesita a su lado.

—Voy para allá —dijo Batanya—. Sé cuál es mi lugar. Pero he de protestar porque el hotel está haciendo mi trabajo más difícil de lo que debería ser.

—Quéjate en tu tiempo libre —ordenó el joven secamente.

Batanya le lanzó una mirada que no me habría gustado ganarme. Luego nos saludó con una inclinación dedicada a cada uno.

—Señorita Stackhouse —dijo, extendiéndome la mano. Hasta ese momento, nunca había pensado que las manos podían ser tan musculosas—. Señor Quinn. —También le estrechó la mano, mientras que Barry se tuvo que conformar con un gesto de la cabeza, al no haberse presentado—. Me pondré en contacto con Todd Donati. Lamento haberos molestado con algo que no es responsabilidad vuestra.

—Caramba —exclamé, observando mientras Batanya se marchaba. Sus pantalones eran como cuero líquido, y delataban la mínima flexión muscular de sus nalgas. Era como una lección de anatomía. Su trasero era puro músculo.

—¿De qué galaxia se ha caído? —preguntó Barry, alucinado.

—Galaxia no —explicó Quinn—. Dimensión. Es una Britlingen.

Aguardamos a que nos ilustrara un poco más al respecto.

—Es una guardaespaldas, una superguardaespaldas —indicó—. Las Britlingens son las mejores. Hay que ser muy rico para contratar a una bruja capaz de traer una hasta aquí, y dicha bruja tiene que negociar las condiciones con su cofradía. Una vez cumplido el trabajo, la bruja tiene que devolverla al lugar de su procedencia. No se pueden quedar aquí. Sus leyes son diferentes. Muy diferentes.

—¿Estás diciendo que el rey de Kentucky ha pagado un pastón para traer a esa mujer hasta… esta dimensión? —Había oído un montón de cosas increíbles a lo largo de los últimos dos años, pero ésa se llevaba la palma.

—Es un acto extremo. Me pregunto qué le dará tanto miedo. Kentucky no rebosa precisamente de dinero.

—A lo mejor apostó a caballo ganador —insinué, ya que tenía asuntos financieros propios de los que preocuparme—. Y tengo que hablar contigo.

—Nena, tengo que volver al trabajo —dijo Quinn, excusándose. Lanzó una mirada de pocos amigos a Barry—. Sé que tenemos que hablar, pero tengo que disponer al jurado para el juicio y preparar una boda. Las negociaciones entre los reyes de Indiana y Misisipi han concluido, y quieren zanjar los flecos mientras todo el mundo siga aquí.

—¿Russell se casa? —sonreí. Me pregunté si sería el marido o la novia, o quizá un poco de ambas cosas.

—Sí, pero no se lo digas a nadie todavía. Lo anunciarán esta noche.

—Entonces, ¿cuándo hablaremos?

—Iré a tu habitación cuando los vampiros se duerman. ¿Dónde estás?

—Tengo una compañera de cuarto. —Pero le di el número de todos modos.

—Si está allí, encontraremos un sitio al que ir —dijo, echando una mirada a su reloj—. Escucha, no te preocupes, todo está bien.

Me pregunté si eso debería preocuparme. Me pregunté dónde estaba la otra dimensión y lo difícil que sería traer guardaespaldas desde allí. Me pregunté por qué nadie querría gastarse esa suma. No es que Batanya no diera la impresión de ser condenadamente eficaz en su labor; pero el tremendo esfuerzo al que se había sometido Kentucky parecía delatar un miedo extremo. ¿Quién iba a por su rey?

El busca me zumbó en la cintura y supe que me volvían a convocar en la suite de la reina. El busca de Barry también saltó. Nos miramos mutuamente.

«De vuelta al trabajo», dijo, mientras nos dirigíamos hacia el ascensor. «Lamento haber causado problemas entre Quinn y tú.»

«No te lo crees ni tú.»

Se me quedó mirando. Tuvo la gracia de parecer azorado.

«Supongo que no», dijo. «Me había hecho una idea de cómo podríamos estar tú y yo juntos, y Quinn se interpuso en mi fantasía.»

«A… já.»

«No te preocupes; no tienes que decir nada. Era una de esas fantasías. Ahora que estoy contigo literalmente, he de ajustarme.»

«Ah.»

«Pero no debería dejar que mi decepción me convierta en un capullo.»

«Ah, vale. Estoy segura de que Quinn y yo podremos resolverlo.»

«Así que he conseguido ocultarte la fantasía, ¿eh?»

Asentí vigorosamente.

«Bueno, algo es algo.»

Le sonreí.

«Todos tenemos derecho a las fantasías», le dije. «La mía es averiguar de dónde han sacado tanto dinero en Kentucky y a quién han contratado para traer a Batanya. ¿No es lo más aterrador que has visto nunca?»

«No», repuso Barry, para sorpresa mía. «Lo más aterrador que he visto…, bueno, no es Batanya», y entonces cerró la puerta de comunicación entre nuestras mentes y tiró la llave. Sigebert nos abrió la puerta de la suite de la reina y nos pusimos de nuevo manos a la obra.

Cuando Barry y su grupo se marcharon, hice un ademán de levantar la mano para que la reina supiese que tenía algo que decir que quizá pudiera interesarle. Andre y ella estaban discutiendo las motivaciones de la significativa visita de Stan, y adoptaron una actitud de pausa mimética. Era extraño. Sus cabezas apuntaban hacia mí en ángulo, y, dada su quietud y palidez extremas, era como ser contemplada por obras de arte esculpidas en mármol: ninfa y sátiro en reposo, o algo así.

—¿Saben lo que son las Britlingens? —pregunté, peleándome con esa palabra que no me era nada familiar.

La reina asintió. Andre se limitó a aguardar.

—He visto una —dije, y la cabeza de la reina sufrió una sacudida.

—¿Quién ha incurrido en el gasto de traer una Britlingen? —inquirió Andre.

Les conté toda la historia.

La reina parecía…, bueno, es difícil precisar lo que parecía. Puede que algo preocupada, puede que intrigada, ante la cantidad de información que había podido reunir en el vestíbulo.

—Jamás pensé lo útil que sería tener una sierva humana —le comentó la reina a Andre—. Los humanos serán como un libro abierto ante ella, e incluso las Britlingen le hablan libremente.

A tenor de su expresión, puede que Andre se sintiera un poco celoso.

—Por otro lado, esto no me sirve de nada —dije—. Sólo puedo decir lo que he oído, y tampoco es que sea información secreta.

—¿De dónde ha sacado el dinero Kentucky? —preguntó Andre.

La reina meneó la cabeza, como si quisiera expresar que no tenía la menor idea y que en realidad no le importaba demasiado.

—¿Has visto a Jennifer Cater? —me dijo.

—Sí, señora.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Andre.

—Dijo que se bebería mi sangre y que deseaba verla con una estaca y expuesta al sol en la azotea del hotel.

Hubo un momento de profundo silencio, al cabo del cual Sophie-Anne habló:

—Jennifer es una estúpida. ¿Qué era eso que solía decir Chester? Le sobran aires. ¿Qué hacer…? Me pregunto si aceptaría recibir un mensajero mío.

Ella y Andre intercambiaron estáticas miradas, y pensé que estarían comunicándose telepáticamente.

—Supongo que está en la suite que ha reservado Arkansas —le dijo la reina a Andre, quien cogió el teléfono y llamó a recepción. No era la primera vez que oía referirse al rey o la reina de un Estado con el nombre del propio Estado, pero no dejaba de ser una forma profundamente impersonal de mencionar al ex marido de una, por muy violento que hubiese sido el final de la relación.

—Sí —respondió, al colgar.

—Quizá deberíamos hacerle una visita —dijo la reina. Ella y Andre volvieron a sumirse en ese silencio que empleaban para conversar. Supuse que era como mirarnos a Barry y a mí—. Nos recibirá, estoy segura. Habrá algo que quiera decirme en persona. —La reina cogió el teléfono; no era algo que hiciera todos los días. También pulsó el número de la habitación con sus propios dedos—. Jennifer —nombró, encantadora. Permaneció a la escucha de un torrente de palabras que sólo pude percibir marginalmente. Jennifer no parecía más contenta de lo que había estado en el vestíbulo—. Jennifer, tenemos que hablar —dijo la reina, sonando mucho más encantadora y dura. Se produjo un silencio al otro lado de la línea—. Las puertas no están cerradas para el debate o la negociación, Jennifer —añadió Sophie-Anne—. Al menos, las mías no. ¿Qué me dices de las tuyas? —Creo que Jennifer volvió a hablar—. Está bien, maravilloso, Jennifer. Estaremos abajo dentro de un par de minutos. —La reina colgó y guardó un largo instante de silencio.

A mí me parecía que visitar a Jennifer Cater, que había denunciado a la reina por el asesinato de Peter Threadgill, era una mala idea. Pero Andre mostró su aprobación con un gesto de la cabeza.

Tras la conversación de Sophie-Anne con su acérrima enemiga, pensé que iríamos directamente a la habitación donde se alojaba la comitiva de Arkansas. Pero puede que la reina no sintiera tanta confianza como pudiera deducirse de sus palabras. En vez de emprender la marcha hacia el encuentro con Jennifer, la reina pareció querer arañar segundos al tiempo. Se acicaló un poco, se cambió de zapatos y buscó la llave de su habitación, entre otras cosas. Luego recibió una llamada sobre qué servicios a humanos podían cargarse a la cuenta de su habitación. Así, pasaron quince minutos antes de que nos dispusiéramos a salir de la habitación. Sigebert salía de la puerta que daba a las escaleras, y se unió a Andre a la espera del ascensor.

Jennifer Cater y su comitiva estaban en la séptima planta. No había nadie apostado ante su puerta: supongo que no tenía la importancia para contar con su propio guardaespaldas. Andre hizo los honores llamando a la puerta, y Sophie-Anne se irguió, expectante. Sigebert se echó hacia atrás, esbozando una inesperada sonrisa. Procuró no sobresaltarse.

La puerta se abrió. El interior de la suite estaba a oscuras.

El olor que salía de la habitación era inconfundible.

—Bien —dijo la reina de Luisiana secamente—. Jennifer está muerta.