Capítulo 8

—Mi equipaje está hecho —canturreé.

—Bueno, no soy tan solitaria y triste como para ponerme a llorar —dijo Amelia. Había accedido amablemente a llevarme al aeropuerto, pero debí hacerle prometer que sería también más agradable esa mañana. Se había mostrado algo melancólica durante el tiempo que me había estado maquillando—. Ojalá pudiera ir también —comentó, admitiendo lo que le había estado rondando la mente. Claro que ya me había percatado de cuál era su problema antes de que lo verbalizara. Pero yo no podía hacer nada.

—Yo no puedo invitar o dejar de invitar a nadie —dije—. No soy más que una mandada.

—Ya lo sé —farfulló—. Recogeré el correo, regaré las plantas y cepillaré a Bob. Eh, me han dicho que el vendedor de seguros de Bayou State necesita una recepcionista, ya que la madre de la mujer que trabajaba para él fue evacuada de Nueva Orleans y precisa cuidados las veinticuatro horas.

—Anda, pues ve a solicitar el empleo —dije—. Te encantará. —El de mi seguro era un mago que reforzaba sus pólizas con conjuros—. Greg Aubert te caerá bien, y te resultará de lo más interesante. —Quería que la entrevista de Amelia en la aseguradora fuese una alegre sorpresa.

Amelia me miró de soslayo con una leve sonrisa.

—Ah, ¿es mono y soltero?

—No. Pero cuenta con otros atributos interesantes. Y recuerda que le prometiste a Bob que no te liarías con más chicos.

—Oh, sí —dijo Amelia, taciturna—. Oye, veamos cómo es tu hotel.

Amelia me estaba enseñando cómo usar el ordenador de mi prima Hadley. Me lo traje de Nueva Orleans con la idea de venderlo, pero Amelia me convenció para que lo instalara en casa. Resultaba curioso verlo allí, sobre un escritorio en el rincón más antiguo de la casa, la habitación que ahora usaba como salón. Amelia pagó una línea de teléfono extra para la conexión a Internet, ya que la necesitaba para su portátil en el piso de arriba. Yo aún era una novata llena de nervios.

Amelia accedió a Google y tecleó «Hotel Pyramid of Gizeh». Nos quedamos mirando la imagen que apareció en la pantalla. La mayoría de los hoteles para vampiros estaban situados en amplios centros urbanos, como Rhodes, y también eran atracciones turísticas. A menudo referido escuetamente como «el Pyramid», el recinto tenía forma precisamente de pirámide, claro, y estaba recubierto de cristales reflectantes color bronce. Una hilera de cristal más ligero cubría la zona más próxima a la base.

—No es exactamente… hmmm. —Amelia contemplaba la imagen con la cabeza ladeada.

—Necesita más inclinación —dije, y Amelia asintió.

—Tienes razón. Es como si quisieran que pareciese una pirámide, pero no necesitaran tantos pisos para que lo pareciese de verdad. El ángulo no es lo bastante inclinado como para que parezca majestuosa.

—Y la base es un rectángulo grande.

—Eso también. Supongo que será por las salas de convenciones.

—No tiene aparcamiento —observé, escrutando la pantalla.

—Oh, seguro que es subterráneo. Los pueden hacer así por allí.

—Está frente al lago —dije—. Eh, podré ver el lago Michigan. Mira, hay un pequeño parque entre el hotel y el lago.

—Y unos seis carriles para el tráfico —puntualizó Amelia.

—Vale, también.

—Pero está cerca de una gran zona comercial —añadió.

—Tiene un piso exclusivo para humanos —leí—. Apuesto a que es el de la base, el de los cristales más ligeros. Pensé que era cosa del diseño, pero es para que los humanos puedan disfrutar de la luz durante el día. La gente necesita esas cosas para sentirse bien.

—Matizo: es por ley —dijo Amelia—. ¿Qué más hay? Salas de reuniones, bla, bla, bla. Cristal opaco por todas partes, salvo en la planta de los humanos. Suites exquisitamente decoradas en los pisos superiores, bla, bla, bla. Personal con amplia formación en las necesidades de los vampiros. ¿Querrá eso decir que todos están dispuestos a ser donantes de sangre o cuerpos para el folleteo?

Qué cínica Amelia. Pero ahora que yo sabía quién era su padre, tenía sentido.

—Me encantaría ver la habitación de la planta más alta, la punta de la pirámide —dije.

—No se puede. Aquí dice que no es una planta para huéspedes. En realidad es donde está todo el tema del aire acondicionado.

—Pues vaya. Hora de marcharnos —indiqué, echando un ojo al reloj.

—Pues sí —respondió Amelia, mirando con tristeza a la pantalla.

—Sólo estaré fuera una semana —dije. Sin duda, Amelia era una de esas personas a las que no les gusta estar solas. Bajamos las escaleras y llevamos mis cosas al coche.

—Tengo el número del hotel para llamar en caso de emergencia. También tengo tu móvil. ¿Llevas el cargador?

Maniobró por el largo camino de grava y salió a Hummingbird Road. Rodearíamos Bon Temps para salir a la interestatal.

—Sí. —Y también mi cepillo de dientes y la pasta, mi depiladora, mi desodorante, mi secador (sólo por si acaso), mi maquillaje, toda mi ropa nueva más unos extras, muchos zapatos, camisones, el reloj de viaje con alarma de Amelia, ropa interior, bisutería, un bolso extra y dos libros de bolsillo—. Gracias por prestarme la maleta. —Amelia había contribuido con su llamativa maleta de ruedas roja y una bolsa a juego, además de otra que había llenado con un libro, un crucigrama, un lector de CD portátil con auriculares y un porta CD.

No hablamos mucho durante el viaje. Pensaba en lo extraño que sería dejar a Amelia sola en la casa de mi familia. Hacía más de ciento setenta años que sólo había habido Stackhouses por allí.

Nuestra esporádica conversación se extinguió cuando llegamos a las cercanías del aeropuerto. No parecía que hubiera más que decir. Estábamos justo delante de la terminal principal del aeropuerto de Shreveport, pero nuestro destino era un pequeño hangar privado. Si Eric no hubiese reservado un vuelo chárter de Anubis semanas atrás, se habría quedado con dos palmos de narices, porque la cumbre estaba poniendo a la línea aérea al límite de sus posibilidades. Todos los Estados involucrados enviaban sus delegaciones, y un buen puñado del centro del continente, desde el Golfo de México hasta la frontera canadiense, estaba incluido en la división central de Estados Unidos.

Unos meses atrás, Luisiana habría necesitado dos aviones. Ahora, con uno bastaba, sobre todo porque una parte de la comitiva se había adelantado. Leí la lista de los vampiros que faltaban después de la reunión en el Fangtasia, y, para mi pesar, Melanie y Chester estaban en ella. Los había conocido en la sede de la reina en Nueva Orleans y, aunque no habíamos tenido tiempo de convertirnos en colegas ni nada, me cayeron muy bien.

En la puerta de la cerca que rodeaba el hangar había un guardia que comprobó mi carné de conducir y el de Amelia antes de dejarnos pasar. Era un poli humano fuera de servicio, pero parecía competente y alerta.

—Giren a la derecha y llegarán al aparcamiento que hay junto a la puerta del muro este —dijo.

Amelia se inclinó un poco hacia delante mientras conducía, pero la puerta no resultó difícil de encontrar. Ya había otros coches aparcados. Eran casi las diez de la mañana, y el aire era fresco, justo por debajo de lo que sería calor. Era un temprano aliento otoñal. Después del tórrido verano, era todo un alivio. Pam dijo que haría más frío en Rhodes. Había consultado el pronóstico del tiempo para la siguiente semana en Internet y me había llamado para que me asegurara de incluir un suéter en el equipaje. Sonó casi excitada, lo cual ya era decir demasiado de Pam. Empezaba a darme la impresión de que estaba un poquito inquieta, quizá algo cansada de Shreveport y el bar. Quizá sólo eran ideas mías.

Amelia me ayudó a descargar las maletas. Tuvo que retirar unos cuantos conjuros de la Samsonite roja antes de poder prestármela. No pregunté qué habría pasado si se hubiera olvidado. Saqué el tirador de la maleta con ruedas y me eché la bolsa al hombro. Amelia cogió el resto y abrió la puerta.

Nunca había estado en un hangar, pero era como en las películas: cavernoso. Había unos cuantos aviones pequeños aparcados en el interior, pero nos dirigimos, como Pam nos había indicado, hacia la gran puerta que había en la pared oeste. El reactor de Anubis estaba fuera, y los empleados uniformados de la compañía ya estaban cargando los ataúdes en las cintas transportadoras. Iban todos vestidos de negro, con la única concesión estética de la cabeza de un chacal en el pecho, un remilgo que hallaba irritante. Nos miraron casualmente, pero ninguno de ellos nos exigió ver ninguna identificación hasta que llegamos a la escalerilla que subía al avión.

Bobby Burnham estaba de pie frente a la escalerilla con un portapapeles. Como era de día, estaba claro que Bobby no era un vampiro, pero hacía gala de la palidez y la severidad que le hubieran podido confundir con uno. No lo había visto antes, pero sabía quién era, y él me identificó también, como pude saber directamente desde su mente. Pero eso no le impidió comprobar mi identidad en su maldita lista, mientras no perdía de vista a Amelia, como si fuese a convertirle en un enorme sapo de un momento a otro (eso también lo saqué directamente de la mente… de Amelia).

—Tendría que croar —le murmuré a Amelia, y ella sonrió.

Bobby se presentó, y cuando asentimos dijo:

—Su nombre está en la lista, señorita Stackhouse, pero el de la señorita Broadway no. Me temo que tendrá que llevar su propio equipaje. —A Bobby le encantaba su posición de poder.

Amelia susurraba algo entre dientes, y de repente Bobby farfulló:

—Yo le subiré el equipaje por la escalerilla, señorita Stackhouse. ¿Puede llevar la otra bolsa? Si no desea hacerlo, bajaré enseguida y la subiré yo. —El asombro de su expresión no tenía precio, pero traté de no regodearme demasiado. Amelia había jugado una baza bastante rastrera.

—Gracias, puedo sola —le tranquilicé, y cogí la bolsa que llevaba Amelia mientras él acometía la escalerilla con lo que más pesaba—. Amelia, serás canalla —dije, aunque para nada enfadada.

—¿Quién es este capullo? —inquirió.

—Bobby Burnham. Es la mano diurna de Eric. —Todos los vampiros de cierto rango tienen uno. Bobby era la última adquisición de Eric.

—¿Y qué hace? ¿Desempolvar ataúdes?

—No, hace recados, va al banco, recoge la ropa de la lavandería, trata con las instituciones del Estado que sólo abren de día y cosas así.

—Vamos, el chico de los recados.

—Bueno, sí. Pero es un chico de los recados importante.

Bobby ya bajaba la escalerilla, aún sorprendido de haberse mostrado tan educado y servicial.

—No le hagas nada más —dije, a sabiendas de que se lo estaba pensando.

Los ojos de Amelia brillaron antes de percibir lo que le estaba diciendo.

—Una pena —admitió—. Odio a los capullos con poder.

—¿Y quién no? Escucha, te veré dentro de una semana. Gracias por traerme hasta el aeropuerto.

—Tranqui. —Me dedicó una triste sonrisa—. Pásatelo bien y procura que nada te mate o te muerda.

La abracé impulsivamente y, al cabo de un segundo de sorpresa, me devolvió el abrazo.

—Cuida de Bob —le dije, antes de ascender por la escalerilla.

No podía evitar sentirme un poco nerviosa, ya que estaba cortando amarras con la vida que conocía, al menos temporalmente.

—Escoja asiento, señorita Stackhouse —indicó la empleada de Anubis Air que había en la cabina. Me cogió la bolsa y se la llevó. El interior del aparato no se parecía al de ningún otro avión exclusivo para humanos, o al menos eso era lo que aseguraba la web de Anubis. Su flota había sido modificada y equipada para el transporte de vampiros dormidos, dejando a los acompañantes humanos como segundo plato. Había zonas de carga para ataúdes a lo largo de las paredes, como plataformas de carga, y, en el extremo frontal del avión, tres filas de asientos, tres a la derecha y dos a la izquierda, para gente como yo… o al menos gente que sería de alguna utilidad para los vampiros en la conferencia. En ese momento, sólo había tres personas sentadas. Bueno, una era humana y las otras dos en parte.

—Hola, señor Cataliades —dije, y el hombre orondo se levantó del asiento con una gran sonrisa.

—Mi querida señorita Stackhouse —respondió con calidez, porque así era como hablaba el señor Cataliades—. Me alegro tanto de volver a verla.

—Yo también, señor Cataliades.

Se pronunciaba «Cataliadiz», y si tenía un nombre de pila, lo desconocía. A su lado estaba una mujer muy joven con un llamativo pelo rojo de punta. Era su sobrina, Diantha. Diantha gustaba de lucir los conjuntos más extraños, y esa noche se hizo todo un honor a sí misma. De algo más de metro y medio y complexión delgada, había escogido para la ocasión unos leotardos naranjas que le llegaban hasta las pantorrillas, unas sandalias de goma azules y una falda plisada blanca, junto con una camiseta de tirantes ajustada desteñida. Resultaba deslumbrante.

Diantha no creía en la necesidad de respirar mientras se habla.

—Holabuenas —dijo.

—Volvemos a vernos —señalé, y como ella no hizo más movimientos, me limité a hacer un gesto con la cabeza. Algunos seres sobrenaturales estrechan la mano, otros no, por lo que hay que andarse con cuidado. Me volví hacia el otro pasajero. Estaba convencida de que me sentiría más cómoda con otro humano, así que extendí la mano. Tras una perceptible pausa, el hombre imitó el gesto, como si le hubieran tendido un pescado podrido. Me estrechó la mano con dificultad y enseguida la retiró, apenas capaz de reprimir el impulso de restregarse la suya sobre los pantalones.

—Señorita Stackhouse, le presento a Johan Glassport, especialista en Derecho vampírico.

—Señor Glassport —dije educadamente, pugnando por no sentirme ofendida.

—Johan, ésta es Sookie Stackhouse, la telépata de la reina —explicó el señor Cataliades cortésmente. Su sentido del humor era tan abundante como su vientre. Tuvo un calambre en el ojo. Había que recordar que su parte no humana (la mayoría de él) era un demonio. Diantha era medio demoniaca; su tío bastante más.

Johan me escrutó brevemente de arriba abajo, casi olfateándome, y volvió al libro que tenía en el regazo.

Justo en ese momento, una azafata de Anubis empezó a darnos las típicas instrucciones mientras yo ocupaba mi asiento y me abrochaba el cinturón. Poco después, despegamos. Estaba tan disgustada con el comportamiento de Johan Glassport que no sentí ninguna ansiedad al respecto.

Creo que jamás me había topado con una grosería tan explícita. Puede que la gente del norte de Luisiana no tenga mucho dinero, y que haya una tasa de embarazos adolescentes muy alta, así como todo tipo de problemas, pero por Dios que somos educados.

—Johanesuncaraculo —dijo Diantha.

El aludido no prestó la menor de las atenciones a esa definición tan precisa, sino que se limitó a pasar la página del libro.

—Gracias, querida —contestó el señor Cataliades—. Señorita Stackhouse, póngame al día de su vida.

Me cambié de sitio para sentarme frente al trío.

—No hay mucho que contar, señor Cataliades. Recibí el cheque, como le dije por escrito. Gracias por atar todos los cabos sueltos relacionados con la propiedad de Hadley. Si cambia de opinión y me manda la factura, estaré encantada de pagarla. —Bueno, no exactamente encantada, pero sí aliviada de una obligación pendiente.

—No, querida. Era lo mínimo que podía hacer. La reina ha querido expresar así su agradecimiento, a pesar de que la noche no acabara exactamente como había planeado.

—Claro, nadie imaginó que acabaría así. —Pensé en la cabeza de Wybert volando por los aires en medio de una neblina de sangre y me estremecí.

—Usted es la testigo —dijo Johan inesperadamente. Deslizó un marcapáginas en el libro y lo cerró. Sus pálidos ojos, magnificados tras sus gafas, estaban clavados en mí. De un excremento de perro pegado a la suela de su zapato, había pasado a convertirme en algo llamativo y de su interés.

—Sí, soy la testigo.

—Entonces es el momento de que hable.

—Estoy un poco sorprendida de que, si representa a la reina en un juicio tan importante, no haya intentado hablar conmigo antes —añadí, con una voz tan calmada como pude.

—La reina tuvo problemas para localizarme, y yo tenía que terminar con mi cliente previo —dijo Johan. Su rostro de piel perfecta no mostró la menor emoción, aunque parecía un poco más tenso.

—Johan estaba en la cárcel —dijo Diantha, con voz alta y clara.

—Oh, Dios mío —solté, genuinamente pasmada.

—Por supuesto que los cargos eran del todo infundados —explicó Johan.

—Claro que sí, Johan —afirmó el señor Cataliades sin inflexión alguna en la voz.

—Ohh —dije—. ¿Y en qué consistían esos cargos tan infundados?

Johan volvió a mirarme, esta vez con menos arrogancia.

—Se me acusaba de golpear a una prostituta en México.

No sabía mucho acerca de la policía de México, pero se me hacía de lo más inverosímil que un estadounidense pudiera ser arrestado allí por golpear a una prostituta, si es que ése era el único cargo. A menos que tuviera allí muchos enemigos.

—¿Llevaba algo en la mano cuando la golpeó? —pregunté, con una radiante sonrisa.

—Creo que Johan tenía un cuchillo —ilustró el señor Cataliades, con gravedad.

Fui consciente de que la sonrisa se me borró en el acto.

—Así que ha estado en una cárcel de México por apuñalar a una mujer —dije. ¿Quién era ahora el excremento de perro?

—A una prostituta —corrigió—. Ése era el cargo, pero yo era inocente, por supuesto.

—Por supuesto —repetí.

—Mi caso no es el que está ahora mismo sobre la mesa, señorita Stackhouse. Mi trabajo consiste en defender a la reina contra unos cargos muy graves que se han presentado en su contra, y usted es una testigo de gran importancia.

—Soy la única testigo.

—Por supuesto…, de la muerte definitiva.

—Hubo muchas muertes definitivas.

—La única que importa en esta cumbre es la de Peter Threadgill.

Suspiré ante el recuerdo de la cabeza de Wybert, y dije:

—Sí, estuve allí.

Puede que Johan fuese una escoria, pero conocía su terreno. Tuvimos una larga sesión de interrogatorio que permitió al abogado conocer lo que había pasado mejor que yo, y eso que estuve presente. El señor Cataliades escuchó con gran interés, lanzando de vez en cuanto una aclaración o una explicación sobre la disposición del monasterio de la reina.

Diantha escuchó un rato, se sentó en el suelo y se puso a jugar un solitario durante una hora. Luego, reclinó su asiento y se quedó dormida.

La azafata de Anubis Air volvió a aparecer unas cuantas veces para ofrecernos algo de beber y unos aperitivos durante el vuelo de tres horas hacia el norte. Cuando terminé la sesión con el abogado, me levanté para acudir al aseo. Más tarde, en vez de volver directamente a mi asiento, me dirigí hacia el fondo del avión para echar un ojo a cada ataúd. Había una etiqueta de equipaje adherida a las agarraderas de cada uno. Nos acompañaban Eric, Bill, la reina, Andre y Sigebert. También encontré el ataúd de Gervaise, que había hospedado a la reina, y el de Cleo Babbitt, sheriff de la Zona Tres. Arla Yvonne, la sheriff de la Zona Dos, había quedado al cargo del Estado durante la ausencia de la reina.

El ataúd de la reina lucía diseños de incrustaciones de nácar, en contraste con los demás, que resultaban mucho más sobrios. Todos eran de madera pulida: nada de metales modernos para estos vampiros. Deslicé la mano sobre el de Eric, pariendo escalofriantes imágenes de mí yaciendo junto a él sin vida.

—La mujer de Gervaise se adelantó anoche por carretera con Rasul para asegurarse de que todo estaba listo para recibir a la reina —dijo la voz del señor Cataliades sobre mi hombro derecho. Di un respingo, que hizo gracia al abogado de la reina. No paró de reír ahogadamente.

—Qué silencioso —señalé, con una voz tan amarga como un limón espachurrado.

—Se preguntaba dónde andaría el quinto sheriff.

—Sí, pero puede que usted estuviera a un par de pensamientos de los míos.

—No soy telépata como usted, querida. Me limité a leer su lenguaje corporal y la expresión de su cara. Contó los ataúdes y empezó a leer las etiquetas del equipaje.

—Así que la reina no sólo es reina, sino sheriff de su propia Zona.

—Sí, así nos ahorramos confusiones. No todos los gobernantes siguen ese mismo patrón, pero a la reina le pareció de lo más fastidioso tener que consultar constantemente con otros vampiros cada vez que quería hacer algo.

—Parece lo propio para una reina. —Eché una mirada a nuestros compañeros. Diantha y Johan estaban ocupados: ella durmiendo y él con su libro. Me pregunté si sería un libro sobre disecciones, con diagramas y puede que un relato de los crímenes de Jack el Destripador, fotografías de los escenarios de los crímenes incluidas. Aquello parecía ir con Johan.

—¿Cómo es que la reina tiene un abogado como ése? —pregunté con voz tan baja como me fue posible—. Parece muy… repugnante.

—Johan Glassport es un gran abogado, uno que acepta casos que otros rechazan —dijo el señor Cataliades—. También es un asesino. Pero bueno, todos lo somos, ¿no es así? —Sus ojos, negros como abalorios, se clavaron en los míos.

Aparté la mirada durante un buen rato.

—En defensa propia o de alguien a quien quería, mataría a cualquier atacante —contesté, meditando cada palabra que salía de mi boca.

—Qué perspectiva más diplomática, señorita Stackhouse. No puedo decir lo mismo de mí. Algunas de las cosas que he matado, las destrocé por pura diversión.

Ay, Dios, era más de lo que quería saber.

—A Diantha le encanta cazar ciervos, y ha matado a gente en mi defensa. Ella y su hermana incluso han acabado con algún que otro vampiro descarriado.

Hice un apunte mental para tratar a Diantha con más respeto. Matar a un vampiro era una empresa muy difícil. Y jugaba al solitario como una diablilla.

—¿Y Johan? —pregunté.

—Quizá sea mejor que deje de lado por el momento las pequeñas predilecciones de Johan. Al fin y al cabo, no se pasará de la raya un solo milímetro mientras esté con nosotros. ¿Está satisfecha con el trabajo de Johan informándola?

—¿Eso es lo que está haciendo? Bueno, supongo que sí. Ha sido muy minucioso, que es lo que quiere usted.

—Ciertamente.

—¿Puede decirme qué esperar de esa cumbre? ¿Cuáles serán los deseos de la reina?

—Sentémonos y trataré de explicárselo —dijo el señor Cataliades.

Durante la hora que siguió, él habló y yo lo interrumpí esporádicamente con mis preguntas.

Cuando Diantha se levantó bostezando, me sentía más preparada para los nuevos retos que tendría que afrontar en Rhodes. Johan Glassport cerró su libro y se nos quedó mirando, como si estuviese dispuesto a hablar.

—Señor Glassport, ¿había estado antes en la ciudad de Rhodes? —preguntó el señor Cataliades.

—Sí —repuso el abogado—. Hice mis prácticas en Rhodes. De hecho, solía estar a caballo entre Rhodes y Chicago.

—¿Cuándo estuvo en México? —pregunté yo.

—Oh, hace un par de años —respondió—. Tuve ciertos desacuerdos con mis socios comerciales de aquí, y me pareció un buen momento para…

—¿Salir echando leches de la ciudad? —completé su frase encantada.

—¿Poner pies en polvorosa? —sugirió Diantha.

—¿Coger el dinero y desaparecer? —añadió el señor Cataliades.

—Todas las respuestas valen —dijo Johan Glassport con una finísima sonrisa.